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Diócesis de Lomas de Zamora

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Obbiissppoo::
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mppoo ppaarraa sseegguuiirr ccrreecciieennddoo eenn llaa eessppeerraannzzaa yy eenn llaa ccoommuunniióónn,,
aannuunncciiaannddoo eell EEvvaannggeelliioo ddee llaa VViiddaa..

PRIMER ENCUENTRO

1. Un tiempo para seguir creciendo en la esperanza:


“Señor que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti” (Salmo
32,22)

En nuestra Iglesia Diocesana de Lomas de Zamora, estamos viviendo un tiempo de esperanza


activa; estamos con una profunda alegría interior a la espera de nuestro nuevo pastor que viene en
nombre del Señor: “el Obispo es enviado como pastor, en nombre de Cristo, para cuidar de una porción
del pueblo de Dios” (Juan Pablo II, Pastores gregis, 43)

En este tiempo estamos llamados a “recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente
y a abrirnos con confianza al futuro” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 1). Por eso, queremos también
dar gracias al Señor por los pastores que ya ha regalado a nuestra Iglesia Diocesana. Recordando con
gratitud a los Obispos que han pastoreado con amor a nuestra Iglesia lomense, podemos vivir con pasión
el presente y abrirnos con confianza al futuro. Por eso, ponemos a nuestra Iglesia local y a nuestro futuro
Obispo, en las manos de Jesucristo, el Buen Pastor, y con confianza le pedimos: “Señor que tu amor
descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti” (Salmo 32,22)

La llegada de un nuevo padre y pastor, enviado por Cristo, nos genera una renovada esperanza,
porque es una manifestación del amor de Dios que siempre quiere lo mejor para su pueblo. Estamos sin
duda viviendo un tiempo de gracia, un tiempo de una profunda densidad espiritual, porque hoy nuestra
Iglesia Diocesana, por el dinamismo de la sucesión apostólica, está particularmente en el corazón y en la
oración del Señor, ya que “el Evangelio de San Lucas precisa que Jesús elige a sus Apóstoles tras una
noche de oración en el monte (cf. Lc 6,12)” (Juan Pablo II, Pastores gregis, 6)

Y que alegría interior debe darnos; que bueno es redescubrir, que al enviarnos un nuevo pastor está
descendiendo una vez más el amor de Dios en nuestras parroquias, capillas, colegios, asociaciones y
movimientos, y demás organismos eclesiales y en todos los bautizados de nuestra Diócesis.

Por eso, vivimos también un tiempo de esperanza, porque nosotros somos aquellos que creemos
que “el Obispo es profeta, testigo y servidor de la esperanza que proviene de Dios” (Juan Pablo II, Pastores
gregis, 3). Como señalaba el Papa Juan Pablo II, estamos a la espera del “Obispo servidor el Evangelio de
Jesucristo para la esperanza del mundo”.

2. Un tiempo para seguir creciendo en la comunión:


“Dios es fiel, y Él nos llamó a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo”
(1 Co 1,9).

Estamos llamados a vivir un tiempo para seguir creciendo en la Gran Esperanza que proviene de
Jesucristo, que es también un tiempo para seguir creciendo en la comunión con Dios y en la comunión
entre nosotros: “la comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una
horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se
encuentran misteriosamente en el don Eucarístico. «Donde se destruye la comunión con Dios, que es
comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la
comunión con nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la
comunión con el Dios Trinitario»“(Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 76)
Este tiempo es también un tiempo para renovar nuestro amor por nuestra Iglesia Diocesana: “quien
ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor que
proviene de Él” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 33). Nuestro amor al Señor se manifiesta en nuestro sentido
de pertenencia a su Iglesia.

Por eso, es un tiempo donde deseamos seguir haciendo caminos de comunión, que es la mejor
forma de prepararnos para recibir a nuestro futuro Obispo: “estar en comunión con Jesucristo nos hace
participar en su ser “para todos”, hace que este sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los
demás, pero solo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para
todos” (Benedicto XVI, Spes salvi, 28).

La Iglesia, que es esencialmente una comunión, un misterio de comunión, debe en comunión no


sólo contemplar su misterio interior (misterio de comunión), sino también realizar en comunión su misión en
el mundo y en la historia (misterio de comunión misionera). Claramente lo afirman los obispos argentinos:
“La Iglesia es el pueblo de Dios que vive en la presencia de Cristo y lo refleja en el mundo. Es el pueblo
congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ella ha de irradiar el misterio de comunión
misionera que contemplamos en Jesús y brota de la Trinidad” (CEA, Navega Mar Adentro 60).

El trabajo pastoral, por duro, generoso e intenso que sea, no basta. Es necesario construir el Cuerpo
del Señor en la comunión con los hermanos. La Iglesia para ser fiel a su misión evangelizadora debe
procurar realizarlo correcta y eficazmente en la comunión.

La Iglesia debe transitar en la historia y responder a sus desafíos en la comunión. Cada uno de
nosotros y cada comunidad de nuestra iglesia lomense está llamada a descubrir y a vivir más
profundamente las exigencias de la Iglesia como misterio de comunión. Como veremos en el próximo
encuentro, la espiritualidad de comunión es la espiritualidad de la misma Iglesia como tal. Por eso la
espiritualidad de comunión es propia de la Iglesia diocesana. El Obispo diocesano tiene una participación
especial en la espiritualidad de comunión ya que debe promover en los Sacerdotes y en los demás
miembros del Pueblo de Dios la conciencia de que la Diócesis es la expresión visible de la Comunión
eclesial.

La Iglesia es el misterio a través del cual Dios ha comunicado y ha hecho partícipes de su vida a los
hombres. Es la humanidad penetrada de la misma vida divina. La espiritualidad de comunión se
fundamenta en el don de Dios que, por Cristo, en el Espíritu Santo, nos comunica su vida y su amor y de
este modo aquellos que lo aceptan entran en comunión con Él y, al mismo tiempo, con todos aquellos que
comparten esa vida y ese amor.

“La vocación a la comunión del pueblo de Dios es un llamado a la santidad comunitaria y a la


misión compartida, que sólo son posibles por la acción del Espíritu. Toda la Iglesia y todos en la Iglesia
estamos llamados a formar comunidades santas y misioneras. En la misión, la Iglesia anuncia a Jesucristo y
a su Reino; abraza a los hombres y mujeres de todos los pueblos y culturas y se encarna en cada Iglesia
particular. El obispo, miembro del Colegio episcopal y en comunión con el Papa, con la cooperación de
los presbíteros y la ayuda de los diáconos, religiosos, religiosas y otros agentes pastorales, tiene por misión
servir al pueblo de Dios. Mediante la predicación de la Palabra, la santificación a través de los
sacramentos, especialmente de la Eucaristía, y los gestos de atención pastoral, tiene el deber de conducir
hacia una comunión orgánica la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios. Sólo así, creciendo en la
unidad que se vive en la diversidad y en la variedad que busca la comunión, cada Iglesia particular podrá
reflejar la vida de la Trinidad” (CEA, Navega Mar Adentro 62).

¿Cómo estamos viviendo este tiempo de espera de nuestra Iglesia diocesana de Lomas de Zamora?

3. CREO – CREEMOS
“La vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en
su Iglesia. No hay discipulado sin comunión. Ante la tentación, muy presente en la
cultura actual de ser cristianos sin Iglesia y las nuevas búsquedas espirituales
individualistas, afirmamos que la fe en Jesucristo nos llegó a través de la
comunidad eclesial y ella “nos da una familia, la familia universal de Dios en la
Iglesia Católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la

2
comunión”1. Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento
cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta en la que podamos vivir una
experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los
Apóstoles y al Papa” (Documento de Aparecida, 156)

Enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, Jesucristo invita a todos los hombres a la
conversión y a la fe (cf. Mc 1, 14-15), encomendando a los Apóstoles, después de su resurrección,
continuar su misión evangelizadora (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; Lc 24, 4-7; Hch 1, 3): «como el Padre me
envió, también yo los envío a ustedes» (Jn 20, 21; cf. 17, 18). Mediante la Iglesia, quiere llegar a cada
época de la historia, a cada lugar de la tierra y a cada ámbito de la sociedad, quiere llegar hasta cada
persona, para que todos sean un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10, 16): «Vayan por todo el mundo
y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se
condenará» (Mc 16, 15-16).
Los Apóstoles, entonces, «movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a
convertirse y a recibir el bautismo» (Juan Pablo II, Redemptoris missio n. 47), porque la «Iglesia peregrina es
necesaria para la Salvación» (Lumen gentium, n. 14). Es el mismo Señor Jesucristo que, presente en su
Iglesia, precede la obra de los evangelizadores, la acompaña y sigue, haciendo fructificar el trabajo: lo
que acaeció al principio continúa durante todo el curso de la historia.
Al comienzo del tercer milenio, resuena en el mundo la invitación que Pedro, junto con su hermano
Andrés y con los primeros discípulos, escuchó de Jesús mismo: «rema mar adentro, y echen las redes para
pescar» (Lc 5, 4) (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte 1). Y después de la pesca milagrosa, el Señor
anunció a Pedro que se convertiría en «pescador de hombres» (Lc 5, 10).
La fe es un acto personal, libre y responsable del hombre individual que responde a la iniciativa de
Dios que se revela. Pero no por eso es un acto aislado. Nadie puede creer solo, igual que nadie puede vivir
solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, igual que nadie se ha dado la vida a sí mismo. “Un cristiano solo no
es un cristiano” (Tertuliano).
Todo cristiano recibe la fe de los que creyeron antes que él. Tampoco nadie puede guardar la fe
para sí solo. La recibió de otros y ha de trasmitirla a otros. Así se expresan los símbolos de la fe: “Creo”,
“Creemos”.
En lo más íntimo, la revelación divina y la fe cristiana constituyen este diálogo de amor entre Dios y
la Iglesia (cf. Dei Verbum 8). Por lo tanto, es, en primer lugar, la Iglesia la que cree, y así lleva y alimenta y
sostiene mi fe. “¿Qué pides a la Iglesia de Dios?... La fe” (Ritual del Bautismo).
La salvación viene de Dios sólo; pero debemos la vida de fe a la Iglesia, que es nuestra madre.
Desde el día de Pentecostés, quien acoge plenamente la fe es incorporado a la comunidad de los
creyentes: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil
personas» (Hch 2, 41). Desde el comienzo, con la fuerza del Espíritu, el Evangelio ha sido anunciado a todos
los hombres, para que crean y lleguen a ser discípulos de Cristo y miembros de su Iglesia.

¿Nuestra fe nos ayuda a crecer en la comunión eclesial,


O es un “asunto privado” sin connotaciones comunitarias?

SEGUNDO ENCUENTRO

1. LA EVANGELIZACIÓN
“Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo
también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor”.
(Jn 10,16)

El motivo fundamental por el que la Iglesia está llamada a evangelizar es el de la salvación de los
hombres. El fundamento de la misión es la voluntad de Dios que “quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2,4).

1
Benedicto XVI, Discurso Inaugural de la Vª Conferencia General del episcopado de Latinoamérica y el Caribe, n. 3.
3
Por eso el Señor fundó su Iglesia, como sacramento de salvación y envió a sus Apóstoles por el
mundo, como Él había sido enviado por el Padre: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis
discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir
todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28,19-20).
La Iglesia debe hacer presente a Cristo y brindar su salvación a los hombres de hoy. La Iglesia debe
ofrecer la salvación y la vida traída por Cristo a todos los hombres, de todos los tiempos y de todos los
lugares.
Por eso, el Evangelio, La Buena Nueva, consiste en el anuncio de que por Cristo, Dios nos reconcilia
consigo y de que el pecado es superado y vencido mediante el perdón; y también en el anuncio de la
resurrección final, escatológica, por la que será vencido el que Pablo llama “el último enemigo”, esto es, la
muerte (ver 1 Cor. 15,26).
El Evangelio es un mensaje de salvación. Mensaje con el que se nos comunica que con la venida
de Jesucristo se inicia el reinado de Dios, es decir, se introduce en la historia un principio de salvación, y se
promete que la historia humana concluirá con el advenimiento del Reino en su plenitud. (Leer Documento
de Aparecida N° 30).

La urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y porqué la misión, confiada por el Señor a los
Apóstoles, concierne a todos los bautizados. Las palabras de Jesús, «Vayan, pues, y hagan discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo les he mandado» (Mt 28, 19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según
su propia vocación. Nos recuerda el Documento de Aparecida: “La Diócesis, en todas sus comunidades y
estructuras, está llamada a ser una “comunidad misionera”2. Cada Diócesis necesita robustecer su
conciencia misionera, saliendo al encuentro de quienes aún no creen en Cristo en el ámbito de su propio
territorio y responder adecuadamente a los grandes problemas de la sociedad en la cual está inserta. Pero
también, con espíritu materno, está llamada a salir en búsqueda de todos los bautizados que no participan
en la vida de las comunidades cristianas” (D.A. 168). (Leer Documento de Aparecida N° 550). Y, en el
momento presente, ante tantas personas que viven en diferentes formas de desierto, sobre todo en el
«desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del
rumbo del hombre», el Papa Benedicto XVI ha recordado al mundo que «la Iglesia en su conjunto, así
como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y
conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la
vida en plenitud» (Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del Pontificado). Este
compromiso apostólico es un deber y también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad
religiosa, que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y ético-políticas (Cf. Dignitatis
humanæ, n. 6).

El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos amó y se entregó por
nosotros (cf. Ef 5, 2), es su emisario y suplica en nombre de Cristo: “¡reconcíliense con Dios!” (2 Co 5, 20).
Una caridad que es expresión de la gratitud que se difunde desde el corazón humano cuando se abre al
amor entregado por Jesucristo, aquel Amor que en el mundo se expande. Esto explica el ardor, confianza y
libertad de palabra (parrhesia) que se manifestaba en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch 4, 31; 9, 27-
28; 26, 26, etc.) y que el rey Agripa experimentó escuchando a Pablo: «Por poco, con tus argumentos,
haces de mí un cristiano» (Hch 26, 28).
La evangelización no se realiza sólo a través de la predicación pública del Evangelio, ni se realiza
únicamente a través de actuaciones públicas relevantes, sino también por medio del testimonio personal,
que es un camino de gran eficacia evangelizadora. En efecto, «además de la proclamación, que
podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de
persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente —como lo prueban, por ejemplo, las
conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo— y lo mismo han hecho los
Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la
propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería
hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se
deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre» (Pablo
VI, Evangelii nuntiandi, n. 46). (Leer Documento de Aparecida N° 138).

Recuerdan los obispos argentinos: “La Iglesia de Jesucristo subsiste y se encarna en cada Iglesia
particular, donde se encuentran todos los elementos eclesiales necesarios para la santificación y la misión

2
Cf. Juan Pablo II, Christi Fidelis Laici, 32
4
de cada cristiano y de todas las comunidades. Es tarea urgente de cada diócesis, presidida por el obispo
como pastor, lograr que la fuerza viva de Jesucristo y de su Evangelio llegue hasta el último rincón del
territorio y a todos sus sectores y ambientes, evangelizando la cultura. Pero esto sólo es posible con la
colaboración de todo el presbiterio, la ayuda de los diáconos, la riqueza de las comunidades consagradas
con sus carismas, y la participación activa de todos los fieles laicos. Así la Buena Noticia podrá incidir en la
sociedad y en la cultura de este tiempo y de cada grupo humano” (CEA, Navega Mar Adentro 70).
“Hemos de insistir en el protagonismo de todos y cada uno de los bautizados, especialmente de los laicos y
laicas, favoreciendo su activa participación en las distintas instancias de las acciones pastorales: no sólo en
la fase de ejecución, sino también en la planificación, en la celebración y en la metódica evaluación”
(CEA, Navega Mar Adentro 75).

¿De que forma asumo/asumimos la vocación evangelizadora que brota


del bautismo?

2. LA IGLESIA TIENE LA TAREA DE CUSTODIAR Y ALIMENTAR LA FE DEL PUEBLO DE DIOS


En el Discurso inaugural de la Vª Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en
Aparecida, el Papa Benedicto XVI dijo: “La Vª Conferencia general va a reflexionar… para ayudar a los
fieles cristianos a vivir su fe con alegría y coherencia. Los pastores quieren dar ahora un nuevo impulso a la
evangelización, a fin de que estos pueblos sigan creciendo y madurando en su fe, para ser luz del mundo y
testigos de Jesucristo con la propia vida. Los fieles esperan de esta V Conferencia una renovación y
revitalización de su fe en Cristo único Maestro y Salvador. La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y
alimentar la fe del Pueblo de Dios” (n° 1-3).
Mediante la evangelización, por la que se trasmite la palabra revelada por Dios, la Buena Nueva, se
busca sembrar en el corazón de los hombres la semilla de esa Palabra revelada y suscitar la fe, suscitar el
creyente. El objetivo de la evangelización es suscitar la fe (y consecuentemente la esperanza y la caridad).
El objetivo es suscitar hombres creyentes, esperanzados, que tengan amor: es suscitar la vida nueva de la
gracia.
Por lo mismo, en la evangelización, así como corresponde al evangelizador el anuncio de la Buena
Nueva, corresponde en el evangelizado el acto de prestar fe.
La fe es la actitud con que el oyente de la Palabra revelada acoge la Buena Nueva. La escucha
no sólo con sus oídos sino abriendo las puertas de su corazón y de su inteligencia. De esta manera, por la
fe, “el hombre libremente se entrega totalmente a Dios… y le ofrece el pleno homenaje del entendimiento
y de la voluntad, asintiendo libremente a lo que Él revela”.
Evangelizar es anunciar a Jesucristo para que éste sea recibido por los hombres mediante la fe.
Por cierto, de la fe en Cristo deriva una visión del hombre que contribuye a confirmar y dar un
nuevo fundamento a su dignidad, a sus derechos y deberes y, por aquí, a promover una historia humana
más humana.
Precisamente, en este mismo contexto sobre la prioridad de la fe en Cristo, el Papa Benedicto XVI,
al inaugurar la Vª Conferencia de Aparecida, se pregunta si esta fe no podría ser acaso una fuga hacia el
intimismo, hacia el individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas
económicos, sociales y políticos y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual. El Santo Padre se
sigue preguntando: ¿Qué nos da la fe en Dios? Y él mismo nos responde, diciéndonos que la fe “nos da
una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque
nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un
acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido,
la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza”.
En este sentido, pues, la fe tiene una proyección social. La fe debe mostrar toda su eficacia en la
transformación de nuestra vida social.
Por esto mismo, Benedicto XVI, en su encíclica, afirma que “la fe en Cristo nunca ha mirado sólo
hacia atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había
preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente
para el cristianismo”.
Nuestra fe cristiana tiene que ordenar las realidades temporales conforme al Evangelio. Nos obliga
a ello el mandamiento nuevo del amor que brota de la fe cristiana y resume la ley (cf. Jn. 15,12; Rom. 13,9).
Y nos apremia la salvaguarda y vitalidad de nuestra misma fe. Es una grave falta si no vivimos la

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proyección social de la fe, porque la fe languidece, si no respira el aire renovador de la justicia y de la
caridad que deben acompañarla connaturalmente.
El objetivo de la evangelización es anunciar o proponer a Jesucristo como Salvador del mundo,
para que Él sea recibido mediante la fe y el bautismo y para que la fe se despliegue en una vida cristiana
regida por el mandamiento nuevo del amor.
Así la tarea de la Iglesia es, ante todo, comunicar la fe cristiana: suscitarla, alimentarla, consolidarla,
madurarla. Pedro le dijo al paralítico que a la entrada del Templo pedía limosna: “No tengo plata ni oro,
pero te doy lo que tengo en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina” (Hch. 3,6). La Iglesia,
como Pedro, puede ofrecer la fe, invitar a la fe, es más, “necesita con su predicación y su testimonio,
suscitar, consolidar y madurar en el pueblo la fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, presentándola
como un potencial que sana, afianza y promueve la dignidad del hombre”. «El anuncio y el testimonio del
Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano,
por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único
Redentor del mundo, Jesucristo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 18).

¿Soy consciente de que la tarea de la Iglesia, y por tanto la mía, la


nuestra, es comunicar la fe cristiana: suscitarla, alimentarla, consolidarla,
madurarla?

TERCER ENCUENTRO
LA IGLESIA COMO COMUNIDAD
1. La espiritualidad de comunión
“Jesús, antes de entregarse a la pasión, imploró ardientemente al Padre
que todos seamos uno para que el mundo crea (Jn 17, 21). La comunión de la
Trinidad nos interpela y nos convoca a estrechar vínculos. Por eso, el Papa nos ha
recordado que hace falta promover una espiritualidad de la comunión, que parte de
nuestra comunión con Dios, antes de programar cualquier acción pastoral en
concreto” (CEA, Navega Mar Adentro, 12)

Estamos llamados a ser comunidad, porque Dios es Trinidad. Nuestra vocación será siempre imitar el
modo de ser de Dios, Uno y Trino. Ser Iglesia es ser hijo de Dios. Precisamente esta filiación, esta dignidad de
los hijos de Dios, constituye la igualdad fundamental en la comunidad eclesial. Pero ser Iglesia no es sólo
comunión con Dios, sino también comunión entre hermanos. Filiación y fraternidad son las líneas
constitutivas de la comunión eclesial. Es la común filiación la que funda la fraternidad. La comunión
fraterna en la Iglesia se funda en una relación nueva y original: en el hecho de que somos hijos de Dios, en
la filiación divina.

En su Carta Apostólica “Novo Millennio Ineunte”, el Papa Juan Pablo II nos exhortaba a promover
una espiritualidad de comunión. La novedad de esa carta está en que el Papa no se limita a recordar el
mandamiento del amor o a exhortarnos a que lo vivamos en la vida cotidiana. Pide, más bien, que toda la
organización y la planificación de la actividad de la Iglesia estén efectivamente marcadas por ese amor
fraterno: “Si verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas,
nuestra programación pastoral se inspirará en el «mandamiento nuevo« que él nos dio: „Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros‟ (Jn. 13, 34) ” (Juan Pablo II, NMI 42).

Esto implica revisar nuestra concepción de la Iglesia e imaginarla como una casa acogedora
donde todos puedan vivir como hermanos y aprendan constantemente a ser hermanos: “Hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio
que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas
del mundo” (Juan Pablo II, NMI 43).

Pero, al explicar en qué consiste esta fraternidad, el Papa evita entenderla de un modo demasiado
externo, no sólo como una unidad en la confesión de la misma fe, o como una integración en
determinadas estructuras, o como un acuerdo para desarrollar actividades conjuntas con mayor eficacia.
El Papa da primacía a las actitudes evangélicas que brotan de una determinada espiritualidad de
comunión en la cual deben ser educados todos los miembros del pueblo de Dios: “¿Qué significa todo esto
6
en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero sería equivocado
dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una
espiritualidad de comunión” (Juan Pablo II, NMI 43).

Y para evitar reducirla a una experiencia emotiva o puramente subjetiva, también se detiene a
describir algunas actitudes concretas de esa espiritualidad de comunión: “ Espiritualidad de comunión
significa, ante todo, una mirada del corazón sobre el misterio de la Trinidad que habita en nosotros y cuya
luz ha de ser conocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. E spiritualidad de
comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del cuerpo
místico y, por tanto, como «uno que me pertenece«, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos,
para intuir sus deseos y atender sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. E
spiritualidad de comunión es también capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro, para
acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí«, además de ser un don para el hermano que
lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio« al hermano
llevando mutuamente la carga de los otros (Cf. Gál. 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que
continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y
envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirán los instrumentos externos de
la comunión. Se convertirán en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento” (Juan Pablo II, NMI 43).

Como nos recuerdan nuestros obispos: “Una auténtica espiritualidad de comunión nace de la
Eucaristía. Ella colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón
humano. No es casual que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de
este sublime sacramento. Del mismo modo, esta actitud del corazón se alimenta en la escucha constante
de la Palabra de Dios, en la liturgia dominical, en la celebración gozosa del sacramento del perdón, en la
oración personal y en la misma vida comunitaria con todas sus exigencias” (CEA, Navega Mar Adentro
85).

La espiritualidad de comunión, si es fiel al Evangelio, no se opone a la organización externa ni a la


planificación. Por el contrario, éstas tienen que ser modos de expresión y crecimiento de la espiritualidad
de comunión, que es su alma.

Los cristianos estamos llamados a vivir en comunidad. Nuestra vocación no es ser cristianos
aisladamente. Ser cristianos significa creer, vivir, celebrar la fe con otros, en comunidad: ser Iglesia. El
cristiano debe sentirse miembro de su comunidad. El Espíritu está suscitando con fuerza el sentido
comunitario.
El Papa Pablo VI decía: “Todo el Concilio habla de una Iglesia que es Pueblo de Dios, Cuerpo
místico de Cristo, comunión. Ya no es posible, en adelante , olvidar esta realidad existencial, si uno quiere
ser cristiano, ser católico, ser “fiel”. La vida cristiana no puede practicarse como expresión individualista... y
tampoco se la puede concebir como expresión de un particularismo desgajado de la gran comunión
eclesial. El espíritu comunitario es la atmósfera indispensable para el creyente”. (L´ Osservatore Romano, 7-
6-1970).

“La clave de la espiritualidad de comunión para la Nueva Evangelización es el amor fiel y


perseverante vivido y comunicado en la pastoral ordinaria” (CEA, Navega Mar Adentro 19). Así afirman
nuestros obispos en el documento „Navega Mar Adentro‟: “Desde una cordial relación hacia cada
hermano y hermana, los cristianos aceptamos vivir en fraternidad cuando oramos juntos, dialogamos,
trabajamos, compartimos fraternalmente y planificamos. Esta espiritualidad de comunión nos permite
valorarnos unos a otros de corazón y apreciar la riqueza de la unidad en la diversidad de vocaciones,
carismas y ministerios. Y, cuando caemos en la tentación de hacernos daño, ella nos mueve a optar una
vez más por la reconciliación.

En un mundo donde reina la competencia despiadada, que a veces nos contagia, los cristianos
sentimos el llamado de Dios a hacer juntos el camino, a buscar las coincidencias y superar los
desencuentros para convivir como hermanos. De este modo podremos ser testigos de Jesucristo en nuestra
patria y ofrecer el signo del amor que estimule un estilo de sociedad más fraterna, justa y solidaria” (CEA,
Navega Mar Adentro 19).

7
¿Estamos en camino, en proceso de conversión hacia una Iglesia-
comunión?
¿Estamos creciendo en la espiritualidad de comunión?
¿Qué actitudes debemos cambiar para ser el Nuevo Pueblo de Dios en
comunión fraterna?

2. Las Comunidades eclesiales


 La comunidad inmediata
Es la formada por un grupo reducido de personas, que permite los vínculos interpersonales intensos.
En esta comunidad el sentido de pertenencias es vivo y fuerte. Es saludable para la fe eclesial (por
ejemplo, un grupo de catequistas, o de un movimiento, o de una capilla, etc.) Su riesgo consiste en la
dificultad para abrirse a la comunidad mayor (parroquial, diocesana, universal). Estas pequeñas
comunidades deben evitar encerrarse en si mismas, para no tener un menor aprecio y una actitud
distante de la comunidad grande.
 La comunidad parroquial
Para muchos cristianos el espacio eclesial inmediato es la parroquia. Ella lo arraiga en una
comunidad más amplia, más plural, más entroncada en la Iglesia. La parroquia es el espacio eclesial
concreto donde el cristiano nace a la fe, se educa en ella y la vive. También en ella suele darse el peligro
del aislamiento que empobrece. La mirada y la sensibilidad de bastantes cristianos nos desborda, en
mucho, los limites parroquiales. El intercambio real y cálido con las otras parroquias de la diócesos y la viva
conciencia de ser célula de la iglesia diocesana nunca deben ser rasgos secundarios.
 La comunidad diocesana
Son menos los cristianos que se sienten fuertemente vinculados, por la fe y el afecto, a la Iglesia
diocesana. Sin duda que a ello contribuye un pobre conocimiento y una pobre experiencia de la Diócesis.
El sentimiento de pertenencia a la Iglesia diocesana se alimenta de experiencias reales de
comunión. Lo que más favorece para que nazca y crezca este afecto eclesial diocesano es el compartir la
vida. Como sucede con el espíritu de familia, el espíritu diocesano se fragua a medida que vivimos juntos
las vicisitudes de la vida común y se consolida cuando celebramos lo que estamos viviendo. Es en la Iglesia
diocesana, donde encontramos todos los medios para seguir el camino hacia la casa del Padre, nuestra
meta definitiva. Una Iglesia donde todos tienen un lugar y hay un lugar para cada uno. Una Iglesia donde
nadie sobra ni nadie puede sentirse imprescindible. Una Iglesia diocesana que busca afanosamente ser
misionera, para hacer llegar – como dice el Concilio – “abundantemente” la palabra de Dios y los
sacramentos de la fe a todos sin distinción. Una Iglesia diocesana que acoge y abraza a todos,
especialmente a los más pobres y lo mas abandonados en el cuerpo y en el alma. Convivir, colaborar,
concelebrar son tres verbos generadores de pertenencia sentida.
La participación en las celebraciones litúrgicas (Misa Crismal, Fiesta del Corpus Christi,
Peregrinaciones, Fiesta de Ntra. Señora de la Paz, etc); la participación en las reuniones diocesanas y
vicariales; la participación en los encuentros de las diversas áreas de servicio (Liturgia, Catequesis, Cáritas) ,
y sectores pastorales (pastoral familiar, pastoral de jóvenes, pastoral vocacional, pastoral de la salud,
pastoral misionera, etc.) es creadora de éste sentimiento.

3. Niveles de comunidad
Parece que deberíamos invertir nuestros conceptos de cómo nos insertamos en la comunidad
cristiana. No es de menor a mayor, sino de mayor a menor.
 La Iglesia universal
Se puede decir que nuestra primera comunidad es el Cuerpo de Cristo, en el cual nos insertamos
por el Bautismo. Por el Bautismo entramos a formar parte de la gran familia de Jesús, de la Iglesia universal
en comunión con el Papa que la preside en nombre del Señor, que tiene el misterio de la unidad y de la
caridad.
Los obispos argentinos en las “Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización” dicen: “Es
necesario... comprender mejor lo que significa formar parte de la Iglesia, que es comunión con Dios, Cristo,
Maria, los santos, los fieles difuntos y todos los hermanos que peregrinan aún por ésta vida, animados y
sostenidos por la fe, la caridad y la esperanza” (CEA, LPNE 30).Es importante aprender a dialogar con todos

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los miembros de esta comunidad, con los santos; rezar por nuestros difuntos: por todas las personas que
hemos conocido, que hemos amado en la tierra; por todos los cristianos dispersos por el mundo.
 La Diócesis
La Diócesis es una porción del pueblo de Dios encomendada a un Obispo que está al servicio de la
unidad salvífica de todos los hombres; que vive en comunión orgánica en cuanto es Cuerpo de Cristo; y en
comunión dinámica en cuanto se construye como templo del Espíritu Santo.
La segunda comunidad es la Iglesia diocesana. La Iglesia Particular o Diócesis, presidida por el
Obispo, como Pastor, es una Iglesia completa: posee todos los elementos substanciales que definen a la
Iglesia. La unión y la comunión de la Iglesia se realizan en la Diócesis. Todo el misterio de la Iglesia está
contenido en cada Iglesia Particular. Como enseña el Concilio Vaticano II: La diócesis es una porción del
Pueblo de Dios que se confía al Obispo para ser apacentada con la cooperación de sus sacerdotes, de
suerte que, adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía,
constituya una Iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es
una, santa, católica y apostólica” (C.D. 11).
La Diócesis es la que “aquí” y “ahora” hace presente a la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.
La Diócesis, la Iglesia Particular, es el Pueblo de Dios presente y vivo en un lugar determinado, con
sus parroquias, sus capillas, sus colegios, con sus sacerdotes, consagrados, consagradas y con los fieles
laicos. Está en las grandes manifestaciones religiosas y en el encuentro diario de la oración, en las obras de
caridad, en la predicación del Evangelio, en la atención de los enfermos, en el testimonio de cada
momento.
Pertenecer a ésta comunidad implica la responsabilidad de perseverar y hacer crecer la gracia
recibida en el Bautismo, mediante la catequesis, la oración y los sacramentos. Implica, también, ser testigos
y anunciar el nombre y la vida de Jesucristo, tanto a los que están a nuestro lado, como a los que viven
lejos. Una pertenencia sin participación es una pertenencia muerta. La vitalidad de la Iglesia, animada por
el Espíritu, ha engendrado comunidades y movimientos que trascienden los límites de la diócesis. La
preocupación por mantener la unidad y la identidad hacen que éstos reciban pautas de vida, contenidos
y métodos propios de estructuras diocesanas. Pero siempre deberán conciliar esas pautas con las
orientaciones diocesanas para estar de acuerdo con las mismas.
Ninguna comunidad (parroquia, capilla, colegio, movimiento, sector) puede vivir como unidad
autárquica, no sentirse responsables de la totalidad de la diócesis. Ni la parroquia, ni la capilla,
congregación, comunidad educativa, movimientos apostólicos o sectores pastorales, alcanzan a realizar
la Iglesia, y por tanto una pastoral sin visión e inserción diocesana no termina por ser eclesial. Esto nos pone
en guardia respecto a ciertos “proyectos o actitudes pastorales” que aislándose del resto fragmentan y
atomizan la diócesis y por tanto la Iglesia Católica.
Tanto las enseñanzas conciliares, que recogen la riqueza de la tradición cristiana, como las
necesidades pastorales, nos están pidiendo una inserción teórica y práctica, cada vez mayor en la Iglesia
diocesana.
Se participa con el interés por los proyectos y problemas comunes, con la oración, con la alegría
por los logros conseguidos, con el apoyo mutuo.
Debemos conocer y amar nuestra Iglesia Particular, nuestra diócesis de Lomas de Zamora, sentir y
compartir sus problemas, sus esperanzas, colaborar y comprometernos en su itinerario pastoral.
 La comunidad menor
En tercer lugar viene la comunidad concreta, con ella compartimos lo cotidiano, la comunidad de
las personas con las que convivimos: la parroquia, la capilla, el colegio, el movimiento, son todas células
que deben manifestar vitalmente que nacen de la Diócesis y reciben de la misma su capacidad
evangelizadora y santificadora.
Debemos tener una visión amplia y orar y trabajar por la comunidad en sus tres niveles: la
comunidad universal, diocesana y menor.

¿Tenemos conciencia de nuestra pertenencia diocesana?


¿Nos sentimos parte de la Diócesis de Lomas de Zamora? ¿Cómo lo manifestamos?
¿Nuestra comunidad (parroquia, capilla, colegio, movimiento) está suficientemente
informada y participa efectivamente de la Pastoral diocesana? ¿Cómo lo demuestra?

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