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© Punk desperezamiento
© Cristino Bogado

Primera edición: Sarita Cartonera. Lima, 2007

Hecho el depósito legal


en la Biblioteca Nacional del Perú Nº: 2007- 06729

Ejemplar realizado por cartoneros de la ciudad de Lima,


encuadernado y pintado de tapas por ellos mismos.

© De esta edición: Sarita Cartonera, 2007

Diseño de exteriores:
Diego Muñoz, Liz Santander, Shylla Marcos.

Agradecemos al autor su cooperación, autorizando la publicación


de este ejemplar

Impreso por: CHUSCA. Cultura Local Contemporánea

Contactos:
info@saritacartonera.com
www.saritacartonera.com

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Cristino Bogado

PUNK
desperezamiento

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Cristino Bogado (Asunción-Paraguay, 1974).

Poeta, narrador y director de Jakembó editores.


Estudió Literatura en la USP (São Paulo) y Filosofía en Asunción del
Paraguay.

Ha publicado: La copa de Satana, 2002 (poesía); Dandy ante el vértigo,


2004 (poesía); Años de jugo loco. Última antología de poesía paraguaya
1996-2007, (antología de VV.AA.) julio, 2007; Los bichos (novela en prensa).

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A los lectores de Sarita Cartonera:

Sarita Cartonera1, excéntrico proyecto editorial, tiene como


principal objetivo difundir la literatura latinoamericana a
partir de una propuesta que quiebre el modo de producción
convencional. Este sello editorial busca devolverle la
autenticidad al libro, haciendo del proceso de producción
de cada uno de sus ejemplares una experiencia irrepetible.

Los libros cartoneros son hechos con interiores de papel


barato y tapas de cartón comprado a quienes lo recogen en
las calles de Lima. Sus portadas integran el aspecto plástico
al libro, están escritas con témpera y a mano, dándole así a
cada volumen la condición de único: todos ellos son distintos
entre sí aunque se trate del mismo título.

El material que caracteriza a este sello editorial es el cartón.


Su uso se sustenta no sólo en la reducción de los costos de
publicación sino también en la posibilidad de aprovechar el
diseño presente en este objeto cotidiano. La propuesta de
libros de cartón trajo consigo al grupo que la ejecutaría: los
recicladores de cartón, generando trabajo para jóvenes con
escasas posibilidades de desarrollo. Un libro cartonero une
dos tecnologías de producción: el texto literario -expresión
cultural canónica, hoy informatizado- y el trabajo manual
que convierte al reciclador de cartón en artesano.

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Sarita Colonia simboliza la esperanza popular; por este motivo fue
escogida para encabezar el nombre de este singular proyecto (o de esta
singular institución, no sabemos) y el uso del cartón, de donde proviene el
término Cartonera, nos ayuda a convertir la lectura en una práctica
popular en el Perú.

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Sarita Cartonera busca poner en circulación la literatura
latinoamericana, sin mayores prejuicios. Siendo un proyecto
comunitario, construye una red en la que interactúan
distintos actores sociales con un fin común: editar libros
atractivos, económicos y de alto nivel literario.

La historia que hay detrás de cada librito cartonero es la


celebración de la solidaridad.

Sarita Cartonera

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PUNK DESPEREZAMIENTO

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A Carrá y al Sampi de Candy

Ha llegado a la tarde, un viernes cotidiano, un otoño falso,


sin esperarlo nadie, sin imaginarlo nadie, con una bolsa
voluminosa repleta de no se sabe qué, un cuerpo joven
inidentificable, un cuerpo cargando una bolsa pesada,
haciendo crujir con sus zapatos el ripio vulnerable, cruzando
el barrio, de murmullos, hasta la casa del amigo, plantándose
extranjero, palmeando zonzo, esperando un saludo familiar,
un código tribal hace mucho olvidado, una risa, un grito,
sorprendiendo con su cuerpo medio inclinado por la bolsa,
trastrocando la sintaxis de su emoción, entorpeciendo la frase
su asombro, perturbando eventualmente ya las cervezas del
padre, típico padre represor, padre ugly and bad kid

Ha llegado en pleno viernes laboral, a la tarde, bastante


limpio con su camisa floreada y el vaquero no muy gastado,
bastante decente a pesar de la pesada y voluminosa bolsa, no
muy alto y el pelo largo y despeinado, cruzando el barrio
con aire vencedor e ingenuo, mirando con detenimiento y
ternura, como si no estuviera yendo a ningún lugar en
particular, como si no se apurase, como si nadie lo molestara
con una espera ansiosa, como si sólo fuera ojo y mirada y
nadie fuera su fin ni tampoco su comienzo, como si ningún
universo pudiera entrar en un cataclismo por culpa de sus
distracciones, como si todo el tiempo que tardaba en cruzar
el barrio no estuviera mirando sino soñando, como si fuera
un hombre recién nacido y no un joven de más o menos veinte
años, como si pareciera sordo y mudo y ciego pero al mismo
tiempo energético decidido y vital, como si hubiera sido
obnubilado por ese viernes veraniego y luminoso, como si
fuera un niño que nunca había salido de casa, como si fuera
un cuerpo sin alma, joven

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Ha llegado solo, sin necesitar un guía o un conocedor
de la zona, tal vez con un croquis garabateado allá lejos venga
de donde venga, porque no ha hablado en ningún momento,
no ha preguntado nada a nadie, caminando marlonbran-
descamente pero sabiendo dónde iba, sabiendo el fin de esa
trayectoria desganada y lenta, sin cansarse de cambiar la bolsa
pesada del hombro izquierdo al hombro derecho y viceversa,
totalmente tranquilo, demostrando que no es de aquí, que
no conoce a su población formada de ladrones diurnos y
nocturnos, sus negros constantes en el cuchillo y la pistola,
caminado por las calzadas del barrio como un galán de
telenovelas, sintiéndose el punto absoluto de la cámara, galán
con bolsa, el blanco de las ansiedades libidinosas de todo un
encuadre visual, caminando despreocupadamente, pensando
que la tarde es infinita, hecha para él y su secuencia de joven
desconocido llegando con voluminosa bolsa

Ha llegado con una bolsa pesada y voluminosa,


cruzando el barrio, en la tarde salpicada de jugadores de billar
en los bares y chicas en short en las calles afanándose en un
partido de voleibol, enteramente silencioso, pero no triste,
más bien insinuando inmóvil, una sonrisa canónica y de
bendición, como si se estuviera diciendo que todo estaba bien,
como lo había previamente soñado allá de donde venía, tal
vez con algo de hambre y una leve rebelión estomacal,
ruiditos y gemidos descontentos de su interior, alguna
contracción del brazo que sostiene la pesada y voluminosa
bolsa sobre el hombro, sin saludar a nadie, sin preguntar por
ningún nombre o una dirección, desconocido por todos, sin
sexo, por no mirar a las mujeres ni a los hombres, «una
bomba», como murmuraría seguramente, «es una bomba»,
alguna ciega arrinconada, ciega fumando tabaco en hojas al
oír un corazón raspando el silencio de la calle

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Ha llegado en la tarde con una bolsa voluminosa y
pesada, y sus pasos ateológicos, es decir, caminando como
sobre una tarde infinita, como sobre una calzada eterna, más
bien flotando que caminando, flotando porque caminaba
pero no progresaba, iba a algún lado pero no se sentía que
iba a ese algún lado, es decir, eternizaba sus pasos, más
todavía, porque no decía nada como sólo no decía nada un
mudo o un extranjero, en todo caso un perfecto extraño, un
extraño con croquis, al fin, porque no preguntaba, no rogaba,
no se perdía, tal vez un ángel, tal vez un ladrón o mejor un
asesino prófugo, tal vez un santo con una voluminosa y
pesada bolsa sobre el hombro izquierdo, tal vez el Anticristo
y los males metidos en la bolsa pesada y voluminosa, un
anticristo bello y joven, soñador y dulce, andrógino y mudo,
hablando sólo la lengua de los pies, eterno idioma del
hombre-sacerdote, del hombre-brujo, de los profetas y de
los ermitaños, una caminata sin fin, ateológica, ateleológica,
en todo caso, o un disparo del acaso que hacía su curva fatal
sobre los ladrones y caería no se sabe dónde, tal vez después
de la eternidad, después del barrio

Ha llegado con su bolsa voluminosa y su caminata


perezosa y ateológica que ha destruido todas las otras
caminatas, caminatas idealistas conscientes y codiciosas
aquellas, ha hecho irrupción sin matar a nadie pero sí a la
manera de caminar de los ladrones, de este barrio de
ladrones: primero, un caminar extranjero, luego un caminar
perezoso, increíblemente perezoso, hijo de James Dean o de
Actor‘s Studio, perezoso, increíblemente, porque la bolsa
pesada agobia, ya sea su hombro derecho o su hombro
izquierdo, y dobla, ya sea su brazo derecho o su brazo
izquierdo, alternativamente, acalambrando, ya sea su mano
derecha o su mano izquierda, alternativamente, y hace arder,
en toda la trayectoria interminable de cruzar el silencio de
las facas y las pistolas en los bolsillos, los dedos, al-

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ternativamente derechos o izquierdos, luego otra vez el
silencio, la des-urgencia de la palabra que pide o
pregunta, la des-emergencia del dedo que apunta o ataja,
luego des-ontoteología de un caminar reducido a simple
alternancia, del pie derecho y del pie izquierdo, un juego
dialéctico habitual del cuerpo, un ajedrez en juego sin los
jugadores, una ruptura sin fin del espacio, una lucha de
persistencia entre el pie izquierdo y el pie derecho, lo
apolíneo y lo dionisiaco trenzados, luz-oscuridad girando,
un vértigo, en fin, un vértigo repugnante para cualquiera
con pistolas y cuchillos

Ha llegado al barrio sin que nadie sepa su nombre, su


edad, su origen y profesión, si le gusta la música clásica de la
gran cultura o en cambio la música pop del consumismo
global y occidental, si Beethoven o Madonna, si le copa el
jazz aristocrático o el punk-rock subversivo y autodestructivo,
si Miles-Trane o Sex Pistols, si detesta los solos narcisistas,
ya sean de guitarras o de trompetas, si le pegaría una buena
dosis, sea para despertar o morir, de improvisación free o
noise politizado, si la anulación del beat en el jazz, poco
aristocráticamente, o la des-jerarquización de los
instrumentos en el rock-punk, destructiva y subver-
sivamente, si superación del idealismo en la creación musical
o simplemente cambio de piel, nacimiento de una
sensualidad más fuerte en el tiempo, en la historia del oído y
del cuerpo, de ese joven, sin saber en verdad si le gusta la
música, si no es sordo, y mudo y ciego y anticristo y ángel y
bomba y niño y desconocido de todos y sin sexo, sin saber si
curte penetrar o que le penetren, si se droga con las mujeres
o los tipos, si suda a causa de púberes o casadas, ni la manera
de practicar la cópula, kamasutra o perversión del
puritanismo victoriano, sexo oral o vaginal, fellatio o
cunnilingus, vivir o morir, to be or not to be, violación o burdel,
casamiento o clandestinidad callejera, ritual dionisiaco o
ensoñación manual, to be or not to be, morir o vivir, sin saber

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si sabe que podemos habitar una masa de fuego que va de lo
más improbable a lo más probable o un universo claro y
tomista, inmóvil y ordenado, sin fantasmas de bizarros
nombres como entropía generalizada, si en la gran ruleta de
la enciclopedia jerárquica, la postura política, apostaría por
Aristóteles o Nietzsche, si se compraría, aun en forma de
pastillas o polvo o cigarrillo, cultura, el arte de cultivar, de
MacLuhan o la de los sacrificios y el potlatch, la sensibilidad
en el sistema nervioso central, el cerebro, o la sensibilidad
en la población de los poros, la piel, sin intuir siquiera para
peligro de los pobladores del barrio, si es comunista o
comunista-maoísta o comunista-trotskista o castrocomunista,
si está a favor de la eliminación de la Policía que «vela por el
bien común», plusvalía cristianoburguesa, si es racista,
conservador, de derechas

Ha llegado con su voluminosa y pesada bolsa, como


un beat jazzístico de batería y bajo, bolsa, a partir de la cual
empezar el trip, la caminata larga e infinita, a través de
pistolas y facas y bandidos, obnubilado entre las escamas
del lagarto, la improvisación colectiva, las ramas y bifur-
caciones que se abren y despliegan, el caleidoscopio de los
fatamorganas, los tejidos de un swing psicotrópico, el
machismo de las pisadas sobre la calzada, el olvido del beat
(no del Ser), de origen desconocido, una trayectoria aleatoria,
podríamos llamarlo Pollock, considerarlo de New York (sin
o con don torres) por ejemplo, o llamarlo Mingus Mingus
Mingus, el ñandé tan importante para el free-jazz de los 60 y
el Black Power, contra el racismo del comienzo-medio-fin,
contra el fascismo del idealismo en estética, en guerra
constante contra ese nuevo Ku-Klux-Klan, contra el carácter
anal que demuestra toda nuestra «tradición» oficial, orden,
claridad y sentido, el beat, ya sea con la batería, pesado y
voluminoso, o el bajo, también pesado y voluminoso, el
olvido del croquis, la imposibilidad de encontrar las cervezas,
el padre y el amigo, la paradoja de siempre, el presente de la

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realidad, pesada y voluminosa, y el presente de la palabra
que tantea a ciegas esa bolsa y a Marlon Brandon y Pollock y
Mingus, la nostalgia de carne que tiene todo Verbo, como el
ciego de Buñuel en Los olvidados que cita Jorge Polaco en
Siempre es difícil volver a casa, una fuerza ciega tanteando en
el vacío, tanteando con violencia hacia dos cuerpos que
copulan (Polaco), hacia la calle copada por niños ladrones
(Buñuel), hacia Marlon Brandon que llega

Ha llegado, joven, raspando la espesura del instante,


la calzada, pesada y voluminosa, dripping de mirada, tacto,
sonido y olor, la palabra del escritor como la palabra de un
viejo, la bolsa, una road story, Win Wenders pero viejo, la
palabra, último refugio de todo impotente, voluminosa y
pesada, imaginemos a Marlon en road story de un viejo Win
Wenders escritor, objeto y palabra, realidad y símbolo,
separados, disyuctos, sin conexión posible, Brando
mojándose bajo el poder de la realidad-lluvia, Win Wenders
que desesperado recurre a la palabra, mierda, mierda, escupe
Marlon Brando bajo la realidad-lluvia, pesada y voluminosa,
mierda mierda, Win Wenders y la lluvia, disyuctos,
separados, la lluvia mojando no más ni menos a «héroe que
llega», inundando el mundo con más palabras, aunque sin
lograr exorcizar, mierda, la mierda lluvia, words, words, words,
maldita costumbre, la palabra mostrando su imposibilidad
de influir en lo real (la lluvia), la lluvia (lo real) incitando,
produciendo más mierdas (words, words, words), fantasías
legibles, transportables, comerciables, expo-palabras que
incuban a su vez más shakespiriadas, originando fuentes de
trabajo, como diría un agraciado con la fortuna de la plusvalía,
formando un mundo paralelo al real, como diría otro viejo,
esta vez uno ciego y ultraconservador, traspirando a otro
joven Win Wenders, que escribirá «short road stories» en vez
de hacer la revolución, o violar a alguna burguesita culona y
culí, valga la paradoja, en vez de arrojarse directamente en
el terreno de la acción, esa palabra que no habla ni se lee ni

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se escribe ni se traduce, palabra que habita en el tiempo, es
decir, entre la vida y la muerte, en vez de abandonar a Marlon
en su frenesí neobarroco, sin beat, pero también sin política y
sin sexo, neobarroco cuyo sustrato es como sabemos el tedio,
el horror vacui, pesado y voluminoso, el mismo que mueve
a algunos a cremar judíos, a otros a romperles las costillas a
los negros, a las mujeres a entregarse con afán extático a la
hermosa limpieza de los judíos sábados, viernes con sol,
bolsa, voluminosa, road, pesada, story

Ha llegado con su bolsa pesada y voluminosa, es de


tarde, una tarde con sol, es decir, con mucha luz, de una
manera total y nula al mismo tiempo, pudiendo decirse que
su llegada es perfectamente un absoluto, el absoluto de la
nada, sin necesidad de citar a Kundera y elaborar por ejemplo
la siguiente frase: que su llegada es el juguete de la nada, o
mejor, la nada, él y la nada, la nada primero, luego él y la
nada de nuevo, él metido entre dos nadas, inexorablemente,
coexistiendo con esas dos nadas que en el fondo son una
sola, pasando de metafísica dualista a una metafísica monista,
que él, con su llegada, ha dividido en dos, su llegada como
un presente incrustado ente una nada-pasado y una nada-
futuro, su/la llegada como un presente perfecto y único,
rodeado de un mar (de palabras) llamado nada, ontología
del presente, del instante como absoluto, del dios encarnado
en el ahora, él y su llegada con una voluminosa y pesada
bolsa, un viernes otoñal, pero con sol de verano, y después,
y antes también, nada más, es decir, la nada, monismo
nihilista, nihil mono, latinismo patafísico, pata nada, nada
físico, nada nada

A la tarde, mierda, un viernes, mierda, solo, mierda,


cruzando el barrio, mierda, caminando, mierda, Marlon
Brando, mierda, izquierdo, mierda, derecho, mierda, brazo,
mierda, mano, mierda, dedos, mierda, alternativamente,
mierda, pie, mierda, dialéctica, mierda, cuchillos, mierda,

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pistolas, mierda, ladrones, mierda, fuera del beat, mierda,
dentro de la road story, mierda, escamas, mierda, trip, mierda,
fatamorganas, mierda, jazz, mierda, punk, mierda,
aristocrático, mierda, subversivo, mierda, trompeta, mierda,
guitarra, mierda, sax tenor, mierda, sin solos narcisistas y
masturbatorios, mierda, Davis-Col, mierda, Rotten-Vicious,
mierda, to be or no to be, mierda, vivir o morir, mierda,
pastillas, polvo, cigarrillos, mierda mierda mierda,
MacLuhan-cerebro, Potlatch, mierda, realidad carne Marlon
Pollock Mingus Mingus Mingus, mierda mierda mierda, y
el Verbo ciego Buñuel Polaco después, mierda, metafísica
dualista, metafísica monista, mierda mierda, nada nada,
palabra impotente viejo mierda, mierda, lluvia, mierda,
words, mierda, words, mierda, words, mierda, Shakespeare,
mierda, Win Wenders viejo, mierda, Win Wenders joven,
mierda, revolución, mierda, burguesita, mierda, culí, mierda,
culona, mierda, acción, mierda, neobarroco, mierda, horror
vacui, mierda, voluminoso, mierda, pesado, mierda, ha
llegado

ÚLTIMA ADVERTENCIA DEL AUTOR


Al empezar a escribir este texto, él, siempre, eternamente,
primero que la palabra, contradiciendo las consignas
bíblico-platónico-idealistas, ha llegado. Yo, texto-sombra,
texto-plegaria, texto-nostalgia del cuerpo, fantasma
ambulando entre hojas blancas, presente perdido y muerto,
me reconozco mendigo, siervo, cazador, enamorado,
pequeño, después.

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LA ETERNIDAD DE UN PERDEDOR

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«Acá sólo te permiten ser
o asesino, o idiota».
H. A. Murena.

Soy un reprimido sexual. Soy un muchacho simple y natural


que tiene deseos sexuales y no los puede satisfacer. Ante la
simple presencia de cuerpos femeninos, ya me mareo y mi
falo desobedece la lisura de las buenas costumbres y la
sequedad de los bien pensantes. Soy sumiso e iluso; nunca
pienso que la gente pueda ser malintencionada en su
indiferencia. Algunas veces me asombran mis propias
ocurrencias: me pregunto quién o quiénes satisfacen a tantas
mujeres exuberantes y tropicales, a tanta nostalgia del pene,
a tanta oquedad. Nunca he hecho un uso pleno de los
beneficios que la ciudad civilizada ha creado para casos como
el mío. A veces, la timidez voyeur del cine; más frecuen-
temente, el temblor sudoroso de las revistas brasileñas. Nada
barriobajero, ni sórdido o bacteriológico. Ninguna corriente
amarillenta ha conmovido mis sueños inquietos. Eso sí, he
tenido incestos pre-orales, meras imágenes de tardes
desesperadas. Mera literatura emocional y efímera. Soledad
ante todo, angustia del falo solo, la angustia roja y salivosa
obstaculizando nuestro hábitat, minando de vértigos la
inercia cotidiana. Y lo peor es que soy de la generación pos-
marcusiana, clase flower children, ola mayo del 68. Piso el
humus tecnodemocrático del antibiótico y del condón.
Pertenezco al tiempo en el que los patitos feos ya son
dinosaurios. Tanto el diván freudiano como el susurro del
confesionario me absolverían. Es decir, estoy obligado a
habitar, no la ermita ni la prisión, sino algo más contundente
y fatal: el silencio. Se me prohíbe el viejo refugio del grito –
atravesando todo el convulso cuerpo en una penetración al
revés– arrojado como un salivazo visceral.
Pero los momentos de lucidez me permiten salir a
flote. Es como si el semen desbocado se desvitalizara

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momentáneamente, se enfriara y llegara a coagularse en luz,
en pensamiento. Esta leve fisura luminosa es mi salvación.
Para cuando la tormenta haya recrudecido, entonces ya me
veréis al socaire de una nueva estrategia. Hoy soy un clipper
travieso brincando en las calientes aguas de la UCA, en medio
de sirenitas pequeñoburguesas, devotas de malos
pensamientos, hijas de militares ansiosas de látigo, y de la
generalidad carnosa, entre la monotonía del melodrama y la
insipidez de la violencia machista. Soy un genio, es cierto,
un genio virgen y con las manos sudadas por el trabajo de
topo de la libido sobre las adrenalinas y los nervios. Pero
hasta Napoleón me concedería que un general debe seguir
vivo mientras tenga batallas que librar. Y yo tengo la UCA
como campo de batalla. Me permito frotarme las manos
mojadas, lubricar la garganta; todo es cuestión de elegir la
víctima propicia. Hago pública promesa de respetar a las
chicas del personal de limpieza, de no desbordar el tranquilo
y pacato límite, ya sea hacia la impensable pedofilia, ya hacia
el delictivo fetichismo, y de omitir a las jovenzuelas medio
sórdidas que emergen de los bajos. Tal vez me permita algún
pecadillo tan folclórico e inofensivo como el adulterio, o algún
roce urgente resuelto en la fellatio universalmente popu-
larizada por las memorias de Casanova, quien la restringiera,
sin embargo, a los casos rigurosamente prescritos, como la
vejez ya muy fofa y reseca o la noviciatura sobresaltada por
una mirada más diabólica que piadosa.

En cuestión de mujeres, tengo gustos burgueses. Éste


ha sido mi laberinto siempre. Burguesitas de culo apretado
y duro, rubias y aburridas, soberbias en su frivolidad, sin
ningún matiz complejo, de esas que se abstienen
terminantemente de coquetear con Faulkner, siquiera con la
mano, las de fácil allanamiento, moralmente venales, caras y
hermosas, y, por último, con el imprescindible acento de la
alta. Esa lengüita sonrosada, hipersensible por esencia, que
omite elegantemente todo atisbo guarango, toda posible

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alusión a esa genealogía onomatopéyica y como salvaje y
dura, a ese arrastrar de ecos e inflexiones guturales, a ese
idioma más cercano al fin a los ruidos de la naturaleza que a
los de la palabra. Burguesitas etéreas, encapsuladas en los
autos importados de sus papis trabajadores y sudorosos,
apenas un tereré al día, cristianas y delicadas, mostrando en
su rutina una tendencia hacia la asepsia, no moral, desde
luego, sino, diría, material, física, una hipersensibilidad no
sólo hacia el sol desbocadamente asesino desde la retirada
del ozono, sino hacia todo lo que huela a proletario, a pobreza,
a barrio obrero, encapsuladas en el auto importado como en
una ermita, persiguiendo una pureza escasa hoy en día, un
tal cultivamiento del espíritu en su soledad hierática, santa y
venerable. Ermitañas on the road. Un Honda modelo 90 como
ermita sólo chocaría a los espíritus antiprogresistas que
proliferan en este país de vagos –de paso, se puede agregar,
para realzar la imagen, en este país de vagos mantenido por
campesinas machistas y serviles–. Una ermita moderna, afín
al espíritu práctico del prêt-à-porter de fin de siglo, para
aprovechar los beneficios de la técnica en pro de la superación
personal. Sin mayores conflictos y sin dilemas entre la materia
y el espíritu. Si primero el huevo y luego la gallina… No, la
reconciliación de los opuestos, la negación recíproca de los
dos elementos contrarios y en tensión resuelta en una
superación conciliadora, el consenso, la mansedumbre
siempre como modelo de vida, el Opus Dei como verdadera
opción individual.

Burguesitas finas y hermosas. Nada de putas baratas


que circulen entre la plebe en una parábola socializante y
promiscua; en última instancia, acaso putas finas, al igual
que quería siempre Bataille, hermosas aunque sean un tanto
versátiles. Sí, entiendo a Bataille, todo sea por satisfacer al
loco trasgresor que todos tenemos dentro (y a los paraguayos
hay que sumarles a ese loco el indio; por descontado, los
españoles no eran locos ni bárbaros, ya que les gustaban el

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oro y la plata, que son, como se sabe, cosas finas y de gente
fina), y hay que considerar, además, que el trabajo y la
civilización, el interdicto, no suele dar lugar, cito a Bataille
(tipo con look erudito en rarezas, cuyos libros importados son
muy caros por acá), ese hegeliano sin aufhebung, atrapado
fatalmente en una dialéctica circular rarófila del humano
saliendo de la animalidad y lo humano a su vez de nuevo
que añora lo animal perdido, bueno, el interdicto, decía, no
suele dar lugar a la manifestación de esa íntima bestia
nuestra. Un laberinto sin Ariadna.

Elegida la víctima, rebobinando mentalmente toda la


utilería terminológica de la promiscuidad y de la orgía
(cunnilingus, fellatio, «a la Bocaccio», «a la pompeyana»,
etcétera), he asumido mi funda de cuero negro, he puesto
encima una edición de bolsillo de la Venus de las pieles y me
he munido de la cocaína en polvo imprescindible para que
el eros pueda hablar en todos los sentidos y a todos los
orificios. Tal vez un plató algo decadente y barroco, una túnica
sutilísima de world music negándose en su liviandad a posarse
totalmente sobre el oído y, para atenuar las intrincadas
convulsiones de la epilepsia, colchones repletos de tabaco
holandés. Sin olvidar jamás, como látigo, la boca desbocada
y sucia pertinente para hacer piafar a la mantis religiosa
escondida en toda mujer estándar de clase media con estudios
terciarios –psicología laboral, concretamente. El sacrificio
exige, hay que decirlo, una burocracia harto dilatada en sus
repulsivas genuflexiones, sonrisas, esperas, angustias
sudorosas, triquiñuelas verbales, mañas pararrománticas,
subterfugios melodramáticos; exige una digresión, una curva
necesariamente retórica y rebuscada, lo que definiría nuestra
cultura como una sociedad protocolar, rococó, una sociedad
de amantes de las máscaras en la moda y de los gongorismos
en la gramática. Alicia, Lolita, Julliette, Emmanuelle…
fonemas, hitos de un discurso público –nada más público
que el acto sexual– que la gente se empeña en negar y ante el

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cual simula casi siempre asombro y temor. Como mi pobre
sadomasoquista, que repitió esa mueca de asepsia física y
moral en mi escenario afro-afrodisíaco y ante su decorado
kitsch, cuasi glitter, almodovariano, preparado de una forma
consciente como resistencia a lo profano y vulgar. En un siglo
freudiano, Sigmund tiene todo el derecho de exclamar: «¿Se
me ha comprendido, se me ha comprendido acaso?»

(Mueca estúpida. Si hasta el mejor teatro actual –el del


absurdo, verbigracia Beckett– ha hecho retroceder las
palabras ya sin fuerzas hacia el silencio y se basa en su
totalidad en lo visual de su escenografía, y si la música más
criticada pero más exitosa comercialmente de la primera
mitad de los 70 ha sido calificada de SeeMusic, entonces cómo
nosotros, cotidianos y feroces en nuestras pulsiones,
podríamos rechazar la influencia decisiva de la imagen sobre
la libido; es más, el magnetismo de lo iconográfico dentro de
nuestra órbita sexual. Hay que decirlo una vez más: el
esperma es de color rojo psicotrópico y el orgasmo es de un
azul cobalto cuasi místico.)

Trece o catorce años, esencialmente sumisa, flotando


en ese trajinar silencioso de la fermentación de la
adolescencia, cuya inminencia sólo era transparentada por
un rostro deformadamente abultado y soso: en fin,
representaba toda una metafísica de la pedofilia. Para tratarse
de la primera incursión de un tigre teórico-práctico, el
acercamiento fue lo más logrado. Pero los perfeccionistas
hubieran preferido la mano derecha fuera del bolsillo del
pantalón, como para aparentar una desenvoltura atávica; en
cuanto a la corriente verbal, yo sabía que era esencial
mantenerla dentro de una continuidad pre-cuántica, de
saltimbanqui, porque la pubertad es una época totalmente
proclive a las distracciones de todo tipo, de modo que
cualquier discontinuidad, ya fuera una ruptura gestual o un
punto muerto de la oratoria, un balbuceo mental, una

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digresión visual sobre las pantorrillas pubescentes, bastaría
para desbaratar el acorralamiento. Durante los primeros
cuatro minutos la estuve poseyendo sostenidamente por el
orificio llamado oído. Para probar si su pasividad y su
atención callada se debían más que nada al encantamiento
de mi logos-sexual, paré de hablar. Verificada la potencia
verbal, me sentí ya a mis anchas, y entonces llevé mi perorata
hacia el disco que había sido el objeto de distracción de la
púber y el pretexto para la aproximación –cuya iniciativa,
dicho sea de paso, había sido asumida por ella, quien diera
este primer paso movida por su deseo de usufructuar el
objeto mediante un préstamo–. Para precisar, se trata de The
dark side of the moon, de los Pink Floyd. La convencí de irnos
a tomar un par de… gaseosas («no, no tomo bebidas
alcohólicas», me dijo, contrita, ante la propuesta inicial) a su
casa escuchando Athom heart Mother («sincretismo
posmoderno», pensé para mi coleto, súbitamente lúcido).
Hicimos a pie las pocas cuadras hacia la casona, con un servi-
dor, charlatán y desenvuelto, convertido repentinamente en
catedrático ad honorem de pop music. Ya inmersos en un clima
contracultural –platónicamente degradado, obviamente–, con
el tocadiscos girando con los pequeños saltos que el zafiro –
último galeote de la edad de piedra sobreviviendo a la tem-
pestad de la modernización acelerada– imprimía a los surcos,
y sintiéndome un poco avergonzado por la presencia de la
coca-cola que la muchachita bebía bastante complacida, no
me quedó, lógicamente, más opción que empezar a entrar
en materia y hablar de mariguana, amor libre y toda esa
cantinela anacrónica y aburrida pero siempre eficiente en
estos casos.

Hoy a la tarde estuve por el video club, alquilé una


película y me fui a verla a casa. Tenía que emborronar un
reseñita mercenaria para el periodiquillo miserable que ni
siquiera me pagaba por esa molestia intelectual. Lo que logré
fueron unas cuantas notas sueltas con un tufillo a algo entre

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Cahiers du Cinema e Imagen y movimiento, sin los
emolumentos de Toubiana ni la fama de Deleuze, y
visiblemente «apiñadas» y necesitadas de «espacio» y de
un más lento desarrollo, ardua tarea en la que no estaba
dispuesto en absoluto a gastar energías. Las enviaría tal
como estaban.

«‘Cazador blanco, corazón negro’, de Clint Eastwood.


«John es la sensación que sólo habita en el Instante y
Peter es construcción (razón, cultura), permanencia en la
eternidad de la Memoria. La película que debe filmar John
Wilson es postergada todo el tiempo por la cacería del
elefante (el peligro y el placer: las caras del Instante). Ésta
recién tiene lugar cuando la Muerte entra en escena. Hay un
salto dialéctico en John desde el Instante (sensación) hasta la
Eternidad (cultura, arte), desencadenado por la Muerte
accidental de Kubi. John llega a ‘comprender’ el arte a través
de la experiencia de la muerte (el arte como un intento de
eternizar una realidad). El filme (arte, cultura) como
subproducto, a pesar de todo, de la realidad, que es sensación.
Como recuerdo de lo real. Como energía desvitalizada
(Nietzsche). Cuando la muerte de Kubi acontece, entonces
se tiene el permiso para caer en el arte. Arte: ¿piedad por la
realidad que va a ser estrangulada por la muerte? Pero el
Instante implica también esas imágenes siempre borrosas y
obscuras que agitan al individuo. Incomunicabilidad. La
eternidad del arte es la fijación de imágenes bien contor-
neadas y claras sobre el humus de la corriente de las
sensaciones borrosas e intransferibles, imágenes necesarias
para alcanzar su condición de comunicabilidad, de hecho
público, de bien común. John (o Peter Verneil o Clint
Eastwood, guionista y director respectivamente, cuyo alter
ego o dramatis personae sería el personaje John) da otro salto:
del individuo a lo colectivo, de la incomunicabilidad a la
comunicabilidad. La llave es la muerte. En realidad, no hay
por qué ser tan hijos del relativismo nihilista (Gorgias) o tan

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apologetas de la mayor vitalidad de lo real por sobre la razón
y sus abstracciones (otra vez Nietzsche). No hay mayores
razones para pensar en un abismo insalvable entre vida y
cultura. La Sensación, encerrada siempre en el individuo,
ante la presencia de la muerte, literalmente, ha sangrado y
rebasado su recipiente tradicional, rompiendo su circularidad
mítico-metafísica. Pero el flujo de las sensaciones, una vez
cristalizado por la cultura, sigue siendo tan real, vital y
verdadero, dentro de la cultura (memoria), como antes lo
había sido en el individuo (olvido). En suma, hay continuidad
entre vida y cultura. Entonces, Freud no tiene por qué
inventar el concepto de sublimación y colocar a ésta por
debajo de (o subsumirla en) la sexualidad.»

En un principio combatí el letargo asunceno-paraguayo,


por ejemplo el literal de la Semana Santa, en el lejano tiempo
stronista, tratando de profanarlo. Entonces practicaba con
afán cismático el consumo de carne y la cópula en pleno
período de prohibición. Posteriormente me percaté de que
ese acto de conculcamiento carecía de verdadera fuerza, de
que pecaba de ingenuidad, de una doble debilidad práctica
e inerte. Comprobé que toda la mojigatería aletargada y
enfangada en el tedio y el sopor animal practicaba estas
profanaciones clandestinamente tanto como yo, pero con una
coherencia tal que no sé cómo nunca la había imaginado, y
entonces me burlé de mi mismo. Intenté una variante.
Organicé el Primer Día Internacional del Ruido, en pleno
corazón de la Semana santa, un Viernes Santo pacato y
devotamente silencioso. Los más despiertos e inteligentes de
mi generación, personas de ojos realmente bondadosos y
acaso con una chispa de «espiritualidad» y de vida allá en el
fondo de su pereza y de su anonadamiento, me recriminaron
primero y, luego, intentaron disuadirme de mi actitud «fuera
de foco» pidiéndome que omitiera, por el amor de Dios,
tamaño exabrupto y acusándome de parecer un niño que
armaba berrinche y bochinche por un sadismo nostálgico-

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narcisista atascado en las praderas más anacrónicas y zonzas.
Que me enfundara por fin una vida más adulta y unos vicios
más acordes a nuestra contemporaneidad. Robar, por
ejemplo. O amasar una fortuna lo más rápidamente posible,
sin escrúpulos o censura alguna. Sólo atiné a esbozar como
defensa el gesto inútil y decadente de excusarme en mi falta
de talento y concentración para el caso. Comprendí (con
semejante sosegante a mis ínfulas anarcointempestivas) que
la Semana Santa era la totalidad del territorio donde me había
tocado en suerte nacer, vivir y sufrir, y el Viernes Santo su
atmósfera habitual, su tiempo (metafísico y meteorológico)
regular y constante. No me quedó otra opción que cambiar
de metodología contra el tedio, el silencio y la existencia
vegetativa que integraban el triunvirato de este reino y que
al mismo tiempo formaban el suelo común sobre el cual
resonaban mis pasos rudos y atolondrados de hijo despistado
y obstinado en su egoísmo fastidioso y exótico. Me refugié
en la somnolencia fantasmal que obsequian los pequeños
comprimidos rosados del Neurotol. Suficiente para tapar el
noise que brotaba no sé bien si de los rizomas esquizoides
del cerebro o de los laberintos de mi oído. Vivir así, como los
bueyes uncidos, con los ojos fijos en los zapatos, agobiado el
pescuezo por la insustentable carga del Neurotol, me cansó
rápidamente. En especial porque la gracia del día empezaba
recién a la noche y yo a esa hora, agotado, ya empezaba a
dormir como un bebé, cuando lo que me interesaba era salir
volando hasta las ventanas iluminadas de alguna princesa
bañándose y acceder a su visión, como los budistas voladores
de que hablan ciertas fuentes. (La iluminación soltaba las
amarras del cuerpo, mientras que el apego a los engaños del
mismo nos atornillaba a la tierra. El Neurotol sería más bien
un colaboracionista de la «dictadura de las apariencias de lo
real», en el sentido de esta secta budista. En el mismo sentido
se entendía el escolio de Montaigne a Platón en el que
afirmaba que el problema del griego se hallaba, no en que
no pisara tierra, sino en que, en realidad, no se elevaba lo

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suficiente.) Quebré la estatua in progress del Neurotol (o me
sacudí de ese gradual sueño pétreo, de ese entumecimiento
progresivo del cuerpo), que no era otra cosa que la
continuidad de ese paisajismo petrificado y paralizado que
constituía la cotidianidad. Como en aquellos cuentos de
hadas o en las historias medievales de viajes, el
encantamiento del héroe era posterior al del topos en el que
se introducía o en el que irrumpía o se arraigaba. Estúpido
de mí, intenté alcanzar la fluidez de un pescado estando en
el desierto. Me encontraba definitivamente atrapado en el
viejo e infatigable dilema: salvar lo mínimo, el individuo y
su egoísmo, o el todo, el sistema y la ley. La radio era grumo
solidificado, el diario un pedazo de granito que taladraba
los sesos. La gente no caminaba ni cambiaba, apenas posaban
como estatuas de yeso en un jardín rococó y silencioso. Me
quedaba el recurso, no de reanimarlos con inofensivas
cosquillas en los sobacos, sino de rajar lo duro, de
resquebrajar lo detenido, de abrir paso al dolor, de mutilar
su forma preclara y neta para que lo que los renacentistas
llamaban el «alma» circulara de nuevo como sangre entre la
cabeza, el torso y los miembros, entre el cielo, la tierra y el
infierno. Me queda aún, antes del frío final y de la
inmovilidad, la opción vislumbrada en lo oscuro de la sala
con el VHS rodando su sugerencia subtitulada. Camino ahora
hacia ella. Mientras ustedes me acompañan hacia su posible
materialización, les cuento. Su propia brillantez me hace
estremecer. No termino de creer que pudiera surgir algo tan
sólido y palpable de mi mísero cerebro de provinciano
subcontinental que desde el principio de todo estuvo fuera
de la Historia y que sólo ingresó en ella al precio de ser
ultrajado en su ADN por los europeos y después por los otros,
mis compatriotas. Sacrificar mi juventud, mi brillantez
intempestiva o «fuera de foco», o definitivamente imposible,
mi nada, a una idea, a la realización de una idea. Como
Gavrilo Princip (de la Joven Bosnia) ante el príncipe heredero
del Imperio Austro-húngaro, como Bruto ante Julio César,

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como el italiano aquel ante Sissí, como Lee Harvey Oswald
ante Kennedy, como el asesino de Lincoln ante el presidente
abolicionista, quedar, a través de un acto atroz, unido de por
vida a una figura del panteón de la Historia, sellar una alianza
de origen espúreo, pero inderogable, con la Historia, con los
poderosos que son los héroes de esa Historia. Entrar mau en
esa maldita epopeya mítica sin la cual el mundo no avanza,
o no simula avanzar. Lo bruto del poder o la belleza unido
por la transgresión de la sangre, acaso, a lo ínfimo, a lo
minúsculo, a lo insignificante, a lo irrisorio, a lo vulnerable,
a lo feo (¿a lo inteligente?), conformando ad aeternum una
hermandad (por una especie de consanguinidad adquirida
e indeseada, o deseada unilateralmente, pues es el asesino el
que elige a su víctima –y entonces se le impone, y entonces
el poderoso es él–) como la de los grandes amantes que se
suicidan juntos. Cuantas veces la Historia mencione, para
legitimarse o engatusar, las peripecias de su Heroína, ahí,
sutilmente callado, sordo pero tangible, como una sombra
obstinada, como un bulto deforme o una desarmonía estética,
ahí yo, el débil, el don nadie, el fracaso de la Historia, el
perdedor, el alma sin cenotafio del señor Kis, el dolor
obliterado benjaminiano, estaré riendo para siempre con mi
risa fálica más que sádica. Inseparables hasta el infinito. Si el
que mató (en su virginidad, en su esplendor juvenil pletórico
de deseos e ideas, etc.), cruzando las vicisitudes de los astros
y de los que los contemplan con expectativas inexplicables,
atravesando las banalidades que exudan las palabras de los
historiadores, logra imponer su enormidad, allí nuestra unión
artificial acaso soporte los embates de la nada y aun los de
los historiadores-narradores. Sí, ustedes dirán, al final se trata
simplemente del Placer petrificado, eternizado, monumen-
talizado en ese horizonte difuso llamado Eternidad. Pero
piensen que, además de divertirlos (con el morbo, por lo
menos), por lo menos les he hecho aprender –lo que nunca
ha sido función del relato–. De mí aprendieron la existencia
resentida de un fracaso pujando, hozando por echar un

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vistazo sobre el esplendor de las porquerías que a ustedes el
destino les regala y que ustedes pisotean diariamente. Es algo,
¿no?

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Para tolerar los fastidios en el micro o la combi, para no
desesperar en la cola, para espantar cualquier tipo de fantasma
o para cuando tengas simplemente ganas de leer.
Un libro cartonero, tu mejor cómplice.

Últimos títulos:
Sacrificios, Chrystian Zegarra .29
Peruvians Do It Better, Alejandro Neyra .30
Taki Onqoy. El largo camino del mesianismo andino, Luis Millones .31
Borrachos de amor, Víctor Vich .32
La máquina de hacer paraguayitos, Wáshington Cucurto .33
Los vigilantes, Diamela Eltit.34

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