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El luto humano
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El luto humano

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Un cura cristero, un asesino a sueldo, tres miserables matrimonios campesinos, una niña que muere y la tierra inhóspita y la historia malhadada de México: en su segunda novela, Revueltas traza una situación límite donde las pasiones se entrecruzan hasta que las tierras yermas se inundan sepultando a los hijos traicionados de la Revolución y a los c
LanguageEspañol
PublisherEdiciones Era
Release dateJun 20, 2020
ISBN9786074451528
El luto humano
Author

José Revueltas

José Revueltas nació en Durango, en 1914, y murió en la ciudad de México en 1976. Escritor, guionista y activista político. Participó en el Movimiento Ferrocarrilero en 1958; fue una de las figuras centrales del movimiento estudiantil de 1968, por lo cual fue encarcelado en Lecumberri (El Palacio Negro), lugar donde escribió El apando. Su obra ofrece un amplio abanico de temas, pero, particularmente, el de la condición humana en sus aspectos más crudos y oscuros.

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    El luto humano - José Revueltas

    José Revueltas

    Obras Completas

    José Revueltas

    El luto humano

    Ediciones Era

    Primera edición, en Obras Completas de José Revueltas: 1980

    Segunda edición, en Biblioteca Era: 2014

    ISBN: 978-607-445-376-8

    Edición digital: 2011

    eISBN: 978-607-445-152-8

    DR © 2011, Ediciones Era, S.A. de C.V.

    Centeno 649, 08400, Ciudad de México

    Oficinas editoriales:

    Mérida 4, Col. Roma, 06700 Ciudad de México

    Impreso y hecho en México

    Printed and made in Mexico

    Este libro no puede ser fotocopiado ni reproducido

    total o parcialmente por ningún otro medio o método

    sin la autorización por escrito del editor.

    This book may not be reproduced, in whole or in part,

    in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Yo hubiera querido denominar a toda mi obra Los días terrenales. A excepción tal vez de los cuentos, toda mi novelística se podría agrupar bajo el denominativo común de Los días terrenales, con sus diferentes nombres: El luto humano. Los muros de agua, etcétera. Y tal vez a la postre eso vaya a ser lo que resulte, en cuanto la obra esté terminada o la dé yo por cancelada y decida ya no volver a escribir novela o me muera y ya no pueda escribirla. Es prematuro hablar de eso, pero mi inclinación sería ésa y esto le recomendaría a la persona que de casualidad esté recopilando mi obra, que la recopile bajo el nombre de Los días terrenales.

    (José Revueltas: entre lúcidos y atormentados, entrevista por Margarita García Flores, Diorama de la Cultura, Excélsior, 16 de abril de 1972.)

    Porque la muerte es infinitamente un acto amoroso.

    Alberto Quintero Álvarez

    Índice

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    José Revueltas Obras Completas

    La palabra sagrada

    I

    La muerte estaba ahí. blanca, en la silla, con su rostro. El aire de campanas con fiebre, de penetrantes inyecciones, del alcohol quemado y arsénico, movíase como la llama de una vela con los golpes de aquella respiración última —y tan tierna, tan querida— que se oía. Que se oía: de un lado para otro, de uno a otro rincón, del mosquitero a las sábanas, del quinqué opaco a la vidriera gris, como un péndulo. La muerte estaba ahí en la silla.

    —¡Dios mío, y sí! ¡Va a morir!

    Dentro de algunos minutos abandonaría la silla para entrar bajo el mosquitero y confundirse con aquel pequeño cuerpo entre las sábanas. Si no por qué la respiración, si no por qué los golpes. Y la llama: el aire como llama, lenta, lenta, de un lado a otro, del quinqué a la ventana, del rincón a la pared, balanceando su masa atroz, precursora. Un cuerpo tan pequeño con una respiración tan grande para que la muerte entrara.

    Su mujer, junto a la camita, volvió el rostro hacia él con una expresión aguda, inteligente de pesar.

    La escena se hizo insoportable y él esperaba ya el estupor que todo aquello le causaría, la tontera terrible que se iba a meter dentro de su cerebro después. Entonces no pudo reprimir una mirada para ver si aún estaba ahí, en la silla; pero había desaparecido. Quizá nunca estuvo sentada, con su rostro blanco, y todo fue una visión; mas lo cierto era que, visión u otra cosa, había desaparecido.

    Su mujer dejó oír algo como un ruido. Algo que no debía explicarse con la voz (debió haber dicho: Ha muerto). y entonces él se pudo atrever ya a moverse de su sitio, y también junto a la cama, ahora, con sus propios dedos, intentó cerrarle los ojitos duros, de resorte. Como los de una muñeca —se dijo—, sólo que más extraños.

    Comenzaba a sentirse tonto, tal como pensó en un principio que iba a estar, y sólo la conciencia de la estupidez era lo único inteligente que se movía aún en su cerebro opaco y sordo.

    Siniestramente activa, su mujer amortajaba el cuerpecito muerto, llena de cariño, pero con una especie de trágica osadía, como si no tuviera el comedimiento necesario frente a un cadáver. Se volvió para mirar a su marido con ojos resueltos y bárbaros:

    —¡No podrás negarte ahora!

    Él no podía negarse ya, en efecto. Ni siquiera movió la cabeza como antes, terca y dubitativamente; se sentía tonto de tan triste. La muerte ya no estaba en la silla, pero tampoco, ¡oh Dios!, en aquel cuerpo fallecido. Porque la muerte no es morir, sino lo anterior al morir, lo inmediatamente anterior, cuando aún no entra en el cuerpo y está, inmóvil y blanca, negra, violeta, cárdena, sentada en la más próxima silla.

    —Sí —dijo, pues ahora ya no le importaba ir por el cura—, iré a llamarlo . . .

    Siempre un cura a la hora de la muerte. Un cura que extrae el corazón del pecho con ese puñal de piedra de la penitencia, para ofrecerlo, como antes los viejos sacerdotes en la piedra de los sacrificios, a Dios, a Dios en cuyo seno se pulverizaron los ídolos esparciendo su tierra, impalpable ahora en el cuerpo blanco de la divinidad.

    —Iré —insistió—, cómo no voy a ir . . .

    Aunque sus palabras tenían un hondo rencor que él advertía más allá de todo.

    Quiso tomar su jorongo, porque afuera había norte y tempestad, y se dirigió a la alcayata que servía de percha.

    Pensó entonces cómo habían luchado ella y él, rabiosamente, mientras agonizaba la niña. Él no había querido ir por el cura. Y no quiso a pesar de que aquello podría significar algo terrible y grande, vacío y sin esperanzas. Pues tal vez no hubiese mentira. O de otra manera, quizá fuera verdad, y verdad palpitante e infinita, aquélla de los ojos bárbaros de su mujer exigiéndole que partiera en busca del sacerdote. Exigía con tal pavor furioso y terco, con un aire tal de condena en la mirada, que el rito, o mejor, el sacramento de la confesión dejaba de ser falso, volvíase misterio y verdad: devolver el alma a través de un hombre vivo y terrestre como un sacerdote, que no hace otra cosa que recibir en sus oídos humanos la narración definitiva, descomunal de los pecados. Bien —logró pensar—, ¿y ella? ¿Por qué no fue ella misma? Pero en seguida también alcanzó a comprender que ella estaba impedida; que ella no podía moverse cuando la muerte se hallaba tan cerca de la pequeña cama, ahí, en la silla. Porque entonces todo hubiese sobrevenido antes, durante el desesperado lapso en que la mujer, loca en medio de la noche, se empeñara en la búsqueda. No. El único capaz de traer los sacramentos, las cosas sacramentales, los rojos misterios católicos, el aceite sagrado, la estola ardiendo, era él, él, que permaneció fijo en su lugar mirando con atontada pena a la verde, a la azul muerte de la silla.

    Hoy todo parecía inútil, y si él estaba equivocado, es decir si existía esa inmovilidad de tinieblas, ese vagar, sollozando, bajo la mirada de Dios, de que la Iglesia hablaba con tan recia y colérica fe, su hija sufriría incluso más que todo lo que ya había sufrido en la tierra.

    —Si no hay más remedio, atravieso a nado el río. Al amanecer vendré con el cura, de todas maneras…

    Su mujer lo había odiado por un instante, cuando la niña roncaba ya, sin remedio; mas con un odio de tal intensidad, tan enorme y duro, que aquel instante tuvo el valor de una vida entera, como si lo hubiese odiado por mil años.

    Él iba por el cura con rabia. No podía existir la vida eterna, la muerte eterna; eterna, sin límites. Aunque en los ojos de su mujer sí existía esa vida eterna. Rabia de ir por el cura y de que la muerte, quizá, no tuviese fronteras, grande como un músculo de Dios. De cualquier modo ya no podrá salvar su alma, se dijo con pena, pensando en la niña muerta. Y tornaba a mirar las durísimas mandíbulas de su mujer, que parecía creer en Dios con ellas y con su calidad de huesos cerrados. Ella es Dios y ella es el sacramento. Dios existe tanto en ella como en mí no existe. Pero lo cierto es que no era Dios, sino otra cosa la que, bárbara, despiadadamente, estaba exigiendo ahí que aquella muerte pequeña, que aquel soplo evadido, fuese preparado, dispuesto sagradamente para el misterio.

    Antes de salir sentóse por un momento en la misma silla donde estuvo la muerte, para observar todavía a su mujer, que había encendido unos cirios. Y de dónde cirios, como si los tuviera preparados desde mucho. Afuera soplaba el norte.

    Después de amortajar el cuerpo, la mujer se sentó en un banquito y quién sabe por qué parecía de rodillas, pidiendo perdón, a tiempo que veía la frente encendida del cadáver. Encendida por una luz que le salía. Dios santo, si estaba muerta.

    —Me iré a nado, si no hay más remedio —insistió él, de tan triste como estaba.

    El norte daba golpes sobre la noche. Y el cielo no tenía luz, apagado, mostrando enormes masas negras que se movían espesamente, nubes o piedras gigantescas, o nubes de piedra.

    Ya no decía nada con los ojos —de pronto vacíos, fijos— su mujer, ahí como un baúl de llanto; sólo una absurda soledad la envolvía con su velo húmedo. Había que ocuparse ahora de avisar a los vecinos, para que viniesen a velar y a beber, con sus flores amarillas y blancas, si había; que viniesen a decir:

    —Ya sabes, Cecilia, cuánto lo sentimos. Úrsulo, recibe mi pésame por el angelito.

    Angelito, angelita. Y Dios golpeando el cielo, la terrible bóveda oscura, sin estrellas.

    Cecilia volvió su rostro maternal (tan maternal que ya de pronto él, Ürsulorsulo, era como su propio hijo, como su propia hija, de mirada oscura y extraños párpados mortales) :

    —Ten cuidado con el río. Le tengo miedo —dijo.

    Y después:

    —Si puedes traes parafina. Y un poco de mezcal, o si no. alcohol . . .

    Úrsulorsulo salió entonces a la noche, sujetándose el jorongo, y experimentó la impresión de haber penetrado en un gran ojo oscuro, de ciego furioso. La arena se revolvía entrándole por los rudos zapatones y presionando sobre las agujetas hasta casi reventarlas. Era una arena como si el viento se hubiera vuelto sólido y sus extrañas materias, su vivo oxígeno, también se hubieran muerto, dispersándose en piedra múltiple e infinita. ¡Si aquí hubiese un cura . . .!, lamentóse, pues era preciso atravesar el río —cruzarlo, hacer una cruz— para internarse en el poblado donde estaba la iglesita. Arena y agua furiosas en la noche.

    Caminó perplejo y entontecido por espacio de media hora, peleando con el aire y el chubasco. Murió la pobrecita de Chonita, se dijo, pues Chonita se llamaba su hija. Y se lo dijo como si él no fuera su padre y, no obstante, ella algo mucho más tierno, acaso más querido que una hija. Una idea insólita, en medio de la noche, surgía en su cerebro: el último sacramento, la final comunicación de los pecados, el último aceite, el óleo santo del rey de los judíos, no era otra cosa que la inmortalidad. Pues la muerte sólo existe sin Dios, cuando Dios no nos ve morir. Pero cuando llega un sacerdote, Dios nos ve morir y nos perdona, nos perdona la vida, la que iba a arrebatarnos. Estas palabras, que eran una brasa, ya habían sido dichas por los ojos de Cecilia, cuando la muerte estaba ahí, blanca, y una respiración invadía el cuarto, moviendo sus paredes y las paredes de todo. Verdad que ha muerto, repitió, sin dejar por un instante de ver el cuerpo de su hija, y lleno de asombro por la fijeza brutal de sus pensamientos.

    Caminaba a la ventura, sin orientarse, con gran abandono, confiado en quién sabe qué para llegar al río.

    Cuando un vendaval lleva luz y es como más clara su furia, menos ciego su impulso, el corazón no se sobrecoge de vacío ni de nociones infinitas. Presiente un lejano golpe de esperanza. Pero cuando en la noche el viento se desata y sus mil cadenas baten en la tierra, el espíritu vuelve a sus orígenes, a sus comienzos de espanto, cuando no había otra cosa que tremendos anticipos de gemidos.

    Tropezó con un cercado en medio de la abrumadora oscuridad. ¿Qué? ¿Dónde estaba? El viento en su derredor, de agua, gemía, sordo y arbitrario. Entonces Úrsulo sintió que, de tan triste, de tantas y repetidas ideas como tenía en la cabeza, había extraviado el camino.

    Golpeó el cercado de madera:

    —¿Estoy muy lejos del río?

    ¿Y estaría, en realidad, muy lejos, independientemente de que alguien diera respuesta a sus gritos y lo situara?

    Dentro escuchóse un ruido pequeño y luego la voz indispensable, desconfiada, sorda:

    —¿Qué quiere?

    —El río . . . atravesarlo . . .

    El río, serpiente de agua negra y agresiva, sucio de tempestades, con su lecho de fuera en la agitada superficie.

    Entre sueños, la desconfianza nocturna, el siempre esperar un enemigo en las tinieblas, hizo hablar también la voz de una mujer, que murmuró junto al marido:

    —Tu machete . . .

    El metal sonó dentro.

    —¿A estas horas al río y con el chubasco . . . ?

    Úrsulo sentía la terrible angustia de que no le abrieran.

    —Voy por el cura . . .

    Miente —pensó el otro hombre—, es Úrsulo que viene a madrugarme.

    —De una vez dime qué quieres, Úrsulo.

    Úrsulo no dijo nada. Ahora pensaba, a su vez, que lo iban a matar. Que abrirían la puerta para descargarle un machetazo. Que aquel hombre no perdonaba nunca. Ya estaría de Dios.

    —A Cecilia se le murió la niña. . .

    A Cecilia; como si aquella niña no fuese también suya, aunque, en verdad, era Cecilia quien la había perdido.

    Oyó entonces cómo el machete, suavemente, con dulzura, fue colocado de nuevo en el horcón. Y la voz rencorosa:

    —¡Entra! —aunque también casi conmovida.

    Se odiaban tal vez, y ya juntos, el uno frente al otro, no había palabras, sino un mirarse indefinido, impenetrables los ojos ciegos.

    —Vienes a madrugarme; anda, pues —le dijo a Úrsulo sin moverse de su sitio, ajeno, como si hubiera pronunciado otras palabras.

    Úrsulo movió la cabeza de un lado a otro, negando tristemente:

    —Me perdí con este norte. No traigo armas. De veras se murió Chonita.

    Explicó que iba en busca del cura; que deseaba atravesar el río.

    Y otra vez permanecieron mudos, en sorda lucha.

    Ahí dentro todo era de tierra, sin muebles, apenas una silla y un metate antiguo, prieto como iguana. Del techo colgaban trozos de carne seca de res, llenos de humo, con su color humano, indígena, de cobre.

    Se le fue la hija, voló el angelito, pensó Adán, pues todos los niños son pequeños ángeles que vuelan. Y miraba los hombros tristes, acabados, de Ürsulo, que tenía la cabeza inclinada y los ojos espesos de amarga ternura.

    —Te doy mi pésame —musitó.

    El viento tenía una manera de golpear, con la arena, con el agua. Una manera terca y sombría. De país terco y sombrío.

    Y no podían matarse, estando ahí, el uno frente al otro, sólo porque una muerte, físicamente extraña a los dos, los separaba.

    —¡Vamos, pues! —dijo Adán.

    Ürsulo levantó los ojos, pero no descubrió nada en los de Adán, pues nada había, sólo el tezontle lejano de una raza, antigua como el viento. Adán, el hijo de Dios. El primer hombre.

    —¡Vamos!

    La mirada recelosa de loba, el cuerpo de loba, el vaho de loba de la mujer, intentó una prevención, un gesto:

    —Tu machete, Adán . . .

    Adán la miró y quién sabe qué decían sus ojos de piedra que entraron por la mujer como un cuchillo.

    Salieron. Adán sin el machete; desnudo, sin la parra, sin la hoja.

    Poseía una barca para cuando iba a comprar aguardiente, cerillos, petróleo, carne seca, mezclilla, agujetas, espejos, en el pueblo al otro margen del río. Con un hierro ardiendo le había puesto La Cautibadora en un costado, hundidas las letras en torno de la be labial.

    El olfato los llevó al río, y también un sentido que era una especie de reunión de todos los sentidos, como si la corriente lengua del río se percibiera, sin verla, por los ojos; sin oírla, por los oídos; sin tocarla; únicamente porque el hombre es también agua que corre y desemboca, que colecta barro e impurezas en su transcurrir, materias con manchas y otras inmaculadas.

    —Me perdí con el norte, en la oscuridad —dijo Úrsulo— y caí en tu casa.

    Adán había recibido la barca de los indios, que se la regalaron para tenerlo contento, cuando él era agente municipal de la sierra. Tenía Adán esa sangre envenenada, mestiza, en la cual los indígenas veían su propio miedo y encontraban su propia nostalgia imperecedera, su pavor retrospectivo, el naufragio de que aún tenían memoria.

    —Creí que venías a matarme —respondió.

    —No. No venía a matarte . . .

    Callaron por un momento, y luego Adán:

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