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1

Luis
Armenta
Malpica
Voluntad de la luz

BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES
JULIÁN

Muestrario de
Biblioteca Digital Poesía 61 1
Coeditores:
MÉXICO
Fernando Ruiz Granados
2
José Solórzano
José Eugenio Sánchez
ARGENTINA
Mario Alberto Manuel Vásquez
Francisco A. Chiroleu
Patricia del Carmen Oroño
Voluntad de la luz
Ángel Balzarino
Fernando Sorrentino
Claudia Martin Trazar
ESTADOS UNIDOS
Luis Armenta Malpica, México
José Acosta
Aníbal Rosario
José Alejandro Peña
César Sánchez Beras Edición Digital Gratuita
ESPAÑA
Henriette Wiese
Giulia De Sarlo
María Caballero
distribuida por Internet
Elena Guichot
Teresa Sánchez Carmona
Losu Moracho
Muestrario de Poesía 61
Rocío Parada
HONDURAS
Dardo Justino Rodríguez Editor:
VENEZUELA
Milagros Hernández Chiliberti Aquiles Julián, República Dominicana.
Tony Rivera Chávez
URUGUAY
Marta de Arévalo Primera edición: Junio 2010
APLA Uruguay
COLOMBIA Santo Domingo, República Dominicana
Ernesto Franco Gómez
Julio Cuervo Escobar
PERU
Luis Daniel Gutiérrez Muestrario de Poesía es una colección digital gratuita que se envía por la
Nicolás Hidrogo Navarro
Juan C. Paredes Azañero
Internet y se dedica a promocionar la obra poética de los grandes
REPÚBLICA DOMINICANA creadores, difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los
Ernesto Franco Gómez derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los
Eduardo Gautreau de Windt
Félix Villalona
textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes
Ángela Yanet Ferreira calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de
Cándida Figuereo permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar a un mayor
Enrique Eusebio
Julio Enrique Ledenborg número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que
Vaugn González homenajeamos en la edición.
Efraím Castillo
Oscar Holguín-Veras Tabar
Edgar Omar Ramírez
Carmen Rosa Estrada
Roberto Adames
Valentín Amaro Este e-libro es cortesía de:
Alexis Méndez
Juan Freddy Armando
Sélvido Candelaria
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CHILE
Claudio Vidal
Libros de
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PUERTO RICO
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Escríbenos al e-mail libros.regalados@gmail.com
ECUADOR
Anace Blum
EL SALVADOR 2
Manuel Sigarán
COSTA RICA
Ramón Mena Moya
3

Contenido
Este libro o el ejercicio del poder propio / Aquiles Julián 6
Todo a partir de un grano /presentación por Luis Vicente de Aguinaga 9

Prólogo 14
El pez inmerso 15

Cenizas de agua y pez 18


Excavación del aire 19
Revelación de la migala 21
Las tablas de Poseidón 23
Fundaciones del pez 25
Invocación a malagua 28
Meditación 31

Meridianos del alba 32


Primera liturgia 33
Confirmación del grano 36
Trayectoria del pez 39
Augurios de la sal 48
Inaugural 54
Aguafuegos del pez 55
Cuando la sed sea Ulises 58
Meridiano del alba 60

El breve sur 64
Voluntad de la luz 65
El breve sur 70

Epílogo 77
Ciudad de mar interno 78

El cuerpo vulnerable 87
La transformación de la poesía / Mariel Iribe Zenil 90
Luis Armenta Malpica / biografía
94

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4

Primera edición: agosto de 1996


Literalia editores y Mantis editores
Primera edición digital: junio 2010
Muestrario de Poesía editores.



Mención honorífica en el Premio nacional de poesía Hugo Gutiérrez Vega, 1993


Premio nacional de poesía Clemencia Isaura, 1996
Expremio nacional de poesía Aguascalientes, 1996

4
5

a mi bisabuela Florentina, in memoriam

5
6

Este libro o el ejercicio del


poder propio
Por Aquiles Julián

Más de una vez he expresado mi agradecimiento a ese admirable poeta,


querido amigo y generoso cómplice que es Alexis Gómez Rosa,
nuestro Premio Nacional de Poesía “Salomé Ureña de
Henríquez” 2010, pues por su vía he trabado conocimiento y amistad
con valiosísimos poetas y escritores latinoamericanos, como Floriano
Martins, brasileño, y Fernando Ruiz Granados, mexicano.

Con Fernando Ruiz Granados mantengo un flujo regular de comunicación, vía


esta maravilla de la tecnología que es la Internet, uno de los recursos más
prodigiosos inventado por el hombre, de todas las maravillas que el talento, la
inteligencia y la acuciosa disciplina e inventiva humanas han parido, un recurso
que está cambiando al mundo a ojos vista.

Con él colaboramos en la publicación digital de su libro Jardín de Piedra


(Muestrario de poesía 50), poemario de singular maestría. Y convenimos en
colaborar en este proyecto de libros digitales.

Suelen los escritores suplicar o reclamar la atención del Estado y los gobiernos
hacia la literatura y sus oficiantes. No conozco ningún tipo de apoyo que no
implique o se sostenga sobre compromisos aberrantes. Nada hay como el poder
político para evidenciar la bestia interna agazapada.

Pero todos tenemos un cierto grado de poder propio, que la Internet ha


potencializado. Así, sin intervención alguna de Estado o gobierno, sin subsidios,
sin aportes, sin apoyo oficial o privado, sin anuncios, sin respaldo alguno,
simplemente por amor a la literatura, por interés en honrar a sus creadores y
compartir su la riqueza de sus textos, inicié estas modestas colecciones digitales
y sólo Muestrario de Poesía ya alcanza en este número el 61 y es un valioso
recurso para talleres literarios, escuelas, universidades, docentes y estudiantes
de literatura, que seguiré ampliando, sobre todo cuando cuento con la
colaboración de brillantes amigos como Fernando Ruiz Granados, Fernando
Sorrentino, Ángel Balzarino, Efraím Castillo, Alexis Gómez y tantos otros, ahora
en casi 20 países. Es un poder modesto, pero vale la pena ejercerlo.

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Ya sabemos, como un brillantísimo poema de Heberto Padilla (Muestrario de


Poesía 25) que le ocasionó a su autor un mes de torturas y amenazas en las
ergástulas de la Seguridad castrista titulado En tiempos difíciles lo transmite
con singular maestría, que el Estado totalitario exige del escritor todo: sumisión,
complicidad, incondicionalidad.

Todo fermento crítico, toda discrepancia, todo tiene que subordinarse a lo que la
burrocracia cultural, los comisarios emborrachados de poder, disponga. Como
en el cuento La mancha indeleble de Juan Bosch quedó claramente expuesto,
el precio es renunciar a pensar, desprenderse de la propia cabeza. Y el riesgo de
resistir en muchas ocasiones es el de que le arranquen a uno la cabeza.

Por el otro lado, el Estado que llamamos más como aspiración que como
realidad “democrático” ve al escritor como una incómoda e inútil presencia al
que lo mejor que se hace es ocasionalmente halagarle el ego para mantenerlo
calmado. Se le margina y se le soporta, pero no más de ahí.

Ahora bien, yo prefiero ser marginado que encarcelado o sometido por la fuerza.
Que no se me tome en cuenta a que me obliguen a ser un escritor juche o a
escenificar un espectáculo tristísimo como forzaron a Padilla en 1971.

Este modelo social, que sólo toma en cuenta al escritor para presumir de que
“apoya la cultura”, que lo soporta pero que no se lo traga, por lo menos no le
reprime su opinión discrepante y le permite actuar con cierta independencia y
autonomía. Y desde este modelo social uno puede ejercer su mínimo, limitado,
precario poder personal, aunque eso implique ediciones autofinanciadas,
actividades minoritarias, una vida excéntrica o marginal, que a muchos deprime
(ya sabemos que los egos de los escritores y artistas son desproporcionadamente
gigantes y nos creemos merecedores de una principalía que se nos escatima).

Tenemos opciones a nuestro alcance, pero la gran literatura y la mínima


literatura, el gran arte y el diminuto, la vida intelectual requieren el oxígeno de la
libertad. De ahí que, en situaciones en que al escritor y al artista le asfixian, le
quitan ese oxígeno que daban por sentado, actúan insensatamente,
temerariamente, desafiando al Poder y padeciendo las consecuencias derivadas
de sus actos. Escriben poemas como el de Mandelstam contra Stalin o libros
como Fuera de Juego de Padilla y, cuando no, se suicidan como Maiakovsky.

El gran poeta Rafael Cadenas (Muestrario de Poesía 51) nos alecciona a


defender estas democracias mediocres. Desde ellas podemos hacer mucho,
podemos hacer más: podemos pensar, discrepar, increpar, inculpar, cantar e

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inventar y compartir libros digitales.

Así, sin que nos constriñan más allá de lo soportable, podemos congregarnos
alrededor de la flama que la palabra hace que arda y calentar nuestros huesos.
Ejercer el asombro y felicitarnos por encontrar la joya inesperada de un poema o
un cuento que expande nuestra vida, ante la mirada entre compasiva y
condescendiente del mundo bienpensante que no entiende cómo personas
aparentemente talentosas e inteligentes pierden su tiempo en estas vainas.

Sólo necesitamos un poco de tolerancia, un poco de respeto.

Porque tenemos un poder propio, el poder que cada individuo posee de ejercer
su individualidad, de escoger, de elegir.

Y hoy como nunca este poder se ve fortalecido por las inmensas posibilidades
que la sociedad de la información nos facilita. La difusión y el intercambio
digital de contenidos hacen asequible a vastas minorías estos artefactos del
talento humano que son los libros de imaginación.

Y cuando personas como Fernando Ruiz Granados, Efraím Castillo, Alexis


Gómez, Fernando Sorrentino, Ángel Balzarino y muchísimos más cooperan con
un modesto editor digital que hace de tripas corazón para divulgar la literatura
aprovechando lo que la Internet permite, entonces vemos que se puede hacer y
lograr más de lo que se piensa.

No es que los apoyos se rechacen, es que entendamos que si no aparecen, eso no


nos detenga: con un poco de buena voluntad y acción desinteresada se pueden
hacer muchas cosas.

Este libro es una muestra. Fernando Ruiz Granados me lo envió para amplificar
la soberbia poesía de Luis Armenta Malpica, poeta y editor mexicano, más
allá de las extremadamente limitadas posibilidades del libro físico.

Espero que todos los colaboradores de esta colección no sólo lo disfruten sino
también lo compartan y hagamos que este libro, que todos los libros que
enviamos, que cualquier libro digital que nos llegue, se divulgue generosamente,
le hagamos cumplir su rol de enlace, de vínculo, de puente fraterno.

Gracias, Fernando y gracias Luis por este regalo, muestra de que simplemente
tenemos que ejercer el pequeño poder del que disponemos.

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Todo a partir de un grano:


Voluntad de la luz
Por Luis Vicente de Aguinaga

“La poesía no narra: sueña”, según recientes


declaraciones de Luis Armenta Malpica.1 Lacónica
profesión de fe que, sin embargo, debe comprenderse
como el planteamiento de un verdadero problema
tratándose del poeta nacido en 1961. Y es que Voluntad
de la luz, poemario inicial de un grupo de al menos diez
que Armenta publicara en otros tantos años —los diez que transcurrieron entre
la primera edición del referido poemario, en 1996, y esta nueva edición en la
colección La Centena, en 2006—, aparentemente puede ser leído como un libro
de poesía narrativa.2
Tal apariencia encuentra su razón de ser, ya que no su justificación, en el
hecho de que Armenta, en Voluntad de la luz, emite y ordena sus palabras
acogiéndose desde un principio a un modelo arcaico, en el sentido más noble de
la expresión: el poema cosmogónico. Éste, por su parte, figura —en el imaginario
de la especie humana— tan lejos o, si se prefiere, tan cerca del relato como del
cantar lírico, equidistante de la ficción y la canción. En este orden de cosas, lo
más normal parecería dar por sentado que, al acogerse al poema cosmogónico, el
poeta contemporáneo se acoge también al ritmo y a la estructura sucesiva de la
narración. Por ello, de buenas a primeras, resulta conflictivo que Armenta
declare que la poesía, más que narrar, sueña.
Dado lo anterior, vale la pena remitirse al poema cosmogónico por
excelencia de la tradición judeocristiana. Me refiero, naturalmente, a los once
capítulos iniciales del Génesis, que constituyen la parte liminar de dicho libro.
Del “principio” mencionado en el primer versículo, el de la Creación en sentido
estricto, a la emigración rumbo a Palestina de Abram (el posterior Abraham)
desde su tierra natal, Ur, el Génesis va presentando por etapas la disipación del
nebuloso vacío primigenio, la separación del cielo y las aguas y la tierra, el brote
de la hierba y los árboles frutales, la invención del hombre y la mujer, la vida en

1
Luis Armenta Malpica, “Cartas de navegación para una ciudad terrestre”, en Rogelio Guedea y
Jair Cortés (compiladores), A contraluz. Poéticas y reflexiones de la poesía mexicana reciente, México:
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2005, p. 167.
2
Luis Armenta Malpica, Voluntad de la luz, México: Verdehalago / Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, col. La Centena, nueva edición, 2006, 99 pp.

9
10

el Paraíso terrenal, la Caída y la expulsión subsiguiente, la rivalidad entre los


hermanos, el asentamiento en ciudades, el Diluvio y, tras la inundación, el
“pacto con la tierra” o alianza de Dios con los hombres, la confusión de las
lenguas y, en síntesis, el origen del Cosmos, la gestación del humano y las
primeras hazañas de sus patriarcas y héroes. Presentado lo cual, a partir del
duodécimo capítulo, el Génesis ya no es cosmogónico ni es, en rigor, poético: es
la memoria de un pueblo y la crónica de apenas el comienzo de sus vicisitudes.
Cabe decir, entonces, que al interior del Génesis —en su principio— hay
un poema cosmogónico, pero también que dicho poema es irreductible al resto
del relato. Tal pareciera que la envergadura de los hechos presentados y de sus
protagonistas, de cuya naturaleza divina o ancestral se desprende que no pueden
existir auténticos testigos de visu ni narradores inmediatos de sus actos, exige
del poema cosmogónico un tono categórico y absoluto, una especie de ritmo
verbal originario, una fascinación o encanto de lenguaje naciente por obra del
cual no hay forma de separar al sustantivo común de la metáfora. Es ahí donde
comienza Voluntad de la luz: en el punto donde se percibe con toda claridad
cómo la poesía cosmogónica, más que narración, es creación de lo narrable, de lo
que luego podrá ser narrado; en el punto donde la dicción poética,
comprensiblemente, sienta las bases del relato y lo precede.
Para entender mejor lo anterior, conviene sin duda repetir los versos
iniciales de “Confirmación del grano”:

Grano.
Todo a partir de un grano.
Espiga lenta
el corazón del pez se preñó de raíces
y de insectos.
Se desgranaba el alba.

En poco más de veinte palabras, por lo menos diez figuras, emblemas o


símbolos fundamentales del discurso bíblico —el grano, la espiga, las raíces, el
pez, el insecto, el corazón, el amanecer, la fecundación, la totalidad, el origen—
parecen convocarse unos a otros, condensarse y, al hacerlo, conformar seis
versos que impulsan, por su parte, la composición del poema propiamente
dicho. El poema es lo que se desgrana tras la estrofa citada: el “alba”, sí, pero
también el sueño al que Armenta Malpica se habría referido desde un principio:
“La poesía no narra: sueña”. O bien, en otro de los poemas de Voluntad de la luz,
el que se titula “Fundaciones del pez”, cuando el hablante asume su identidad no
por el expediente de revelar su nombre, sino por el de revelar su actividad, y
afirma, casi en un exabrupto: “Esto es un sueño”.
Esto, en efecto, es un sueño. Voluntad de la luz es un sueño, pero no en el
sentido fisiológico ni en el sentido psicoanalítico de la palabra. Esto es un sueño

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en la medida que se apega, desde los códigos y libertades que afianzan el estilo
de su autor, al Primero sueño de Sor Juana y a su principal respuesta o
complemento en la poesía del México moderno: Muerte sin fin, de José
Gorostiza, que son “sueños” en el sentido que la poética y la retórica clásicas
daban a esta palabra, es decir: meditaciones en primera persona en torno a la
naturaleza de lo no visible, del vértigo interior del cuerpo, del fondo del mar y
del fondo de la conciencia, de la realidad mineral de la tierra y de la proximidad
alucinante de la muerte, del infierno y del cielo y, en suma, de aquellos
componentes del universo que, si fueran expuestos a la mera vigilia, morirían o
se volverían triviales. Como en Gorostiza y en Sor Juana, en Voluntad de la luz
hay alusiones esporádicas —en este caso, a los Evangelios y al Credo en dos de
los cuatro poemas en prosa que hay en el volumen, y a la poesía de Claudio
Rodríguez y del propio Gorostiza en otras páginas— que refuerzan, como si
fueran guiños de complicidad, la contextura referencial y hasta doctrinal del
ensamblaje.
Ahora bien, cabe recordar qué pasa en el “sueño” de Luis Armenta
Malpica. Excepto en el epílogo, donde la experiencia urbana y los recuerdos de
adolescencia del poeta son asumidos como el verdadero sustrato del volumen, el
pez y la migala son, por así decirlo, sus protagonistas. Un mundo esencialmente
acuático gobierna, en principio, lo que Max Bilen llamaría el “comportamiento
mítico-poético” de Armenta. El pez, aunque de género masculino en tanto
sustantivo, se presenta como el componente femenino arcaico (“la mujer era / el
pez. / Siempre lo ha sido”) del universo que poco a poco se ordena sobre la
página. Se trata, sin embargo, de un espacio acuático en el que poco a poco
asoma la tierra firme y, en ella, la tarántula (“Mas los hombres esperan / porque
habrá de llegar de algún sitio / del hombre / la migala”). Ésta, por su parte,
aunque de género femenino, encarna el componente masculino del esquema.
Diferentes escenas de un pasado sin fechas, de un tiempo remoto y delirante,
van conjugándose después en poemas de respiración amplia y asombros
constantes: poemas en los que, a la larga, importa más la profecía que la crónica,
más la visión que la rememoración, más el instante que los presumibles milenios
a los que se va dando tratamiento.
Pero no es a través del mito ni del sueño como se puede aspirar a
comprender este libro, ya que ni uno ni otro condicionan su belleza. La
invención estrictamente discursiva de Armenta Malpica es original e interesante
y su prosodia es, en general, flexible y seria. Pero cuando las frases de Voluntad
de la luz conmueven y sorprenden —como sucede por lo regular con la buena
poesía lírica— es cuando parecen torpes y pobres, esto es: cuando la
contemplación de un misterio y cuando la revelación de una verdad palmaria
vuelven inútil toda elocuencia. En este sentido, son frecuentes en Voluntad de la
luz afirmaciones breves y ajustadas que mucho tienen de aforismo y casi de

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12

koan: “El pez no teme ahogarse”, “Casi nunca se pasa por la ceiba”, “la luz del sol
inicia / donde nacen los hombres”, “El cuerpo abierto en dos es vulnerable” o
“son las cosas sin nombre las que dañan”.
Sin que se trate de un libro particularmente largo, Voluntad de la luz va
inculcando en su lector una sensación de amplitud. A través de un prólogo, tres
apartados y un epílogo, los dieciocho poemas que forman el volumen saben
tomarse su tiempo, al grado de aparentar incluso alguna ocasional prolijidad. Lo
cierto es que la extensión considerable de casi todos los poemas convive a la
perfección con brevedades concluyentes que se dejan entresacar y subrayar con
gusto:

Los peces van sedientos


con su carga de sal
en la memoria.
Traen un olor a tierra descompuesta
de abajo del océano.

Con todo, es importante subrayar que tampoco la dimensión aforística o


de sabiduría condensada resume la genuina seducción que Voluntad de la luz
ejerce sobre sus lectores. “Volvía el invierno / como vuelven las cosas / a su
origen”: versos como éstos, en los que la melancolía es abrazada sin aflicción y el
tópico del retorno aparece como anudado al ciclo biológico del hombre, y éste al
ciclo de las estaciones, y éste al ciclo general de lo viviente, confirman el interés
prioritariamente lírico del poemario y fortalecen la fe sin la cual sería imposible
desbrozar sus estrofas. Hablo, sin más, de la poesía como fe laica, como fe del
entendimiento del otro con el uno y de uno consigo mismo. Para decirlo sin
retruécanos, hablo de la poesía como fe de la identidad personal confirmada en
los ritmos de la palabra:

El pez no sabe hablar la lengua de los hombres.


Poco entiende la suya.
Pero si escucha al viento, al mar
cuando se agita
en la piedra callada
se comprende mejor.
Y le es común entonces el zureo de un ave mensajera
el agudo siseo de la serpiente
y el himno del cardumen.
Esto le basta para saber que existe.

En los últimos años de su vida, Luis Cernuda escribió —con furia, con
precisión y con ternura, como no podía ser de otro modo tratándose del autor de
La realidad y el deseo— su indispensable “Historial de un libro”. En él relataba y
esclarecía Cernuda los ritmos, los modos y la cronología del proceso que lo llevo

12
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a componer un solo y mismo libro a lo largo de su madurez. Acaso a Voluntad de


la luz le vendría bien que su autor, Luis Armenta Malpica, escribiera sin excesos
ni medias palabras el historial de su gestación, de sus primeros y segundos pasos
en el mundo de los lectores —entre concursos literarios afortunados o
desafortunados, ediciones varias y traducciones— y, en suma, de sus encuentros
y desencuentros con la poesía mexicana de los años 90 y del nuevo siglo, en cuya
pequeña o gran historia sin duda tiene sitio y a cuya configuración mitológica
seguramente ha contribuido.

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Prólogo

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El pez inmerso

El pez será una ausencia cuando ya no lo nombren


mientras no puedan verlo las arañas
ni se le dé por muerto
en algún nido.

El pez será el asombro que se finja


cuando al ir al zoológico
en la sección de historia se le mire
disecado
encima de una ficha:
Pez
extinto.

Entonces se le echará de menos.

Más de alguno dirá que él sí lo conocía:


era dueño de un par de poderosos alerones
cubierto con escamas de metal
y en la punta del cuerpo
en el timón de mando
una cortina de humo
ensombrecía
su avance.

Y otro dirá que no


que el pez era un antiguo rascacielos
especie de pirámide de vidrio y argamasa
en donde los muchachos escondían las monedas

15
16

robadas a sus padres.


Y una anciana gloriosa
(lo que denotará su estirpe y sexo)
abrirá los olanes de su blusa
desarmará su torso
y enseñará en la aréola
el cuerpo inconfundible del pez
en sus costillas.

Y ella no dirá el nombre que una vez fue


la herencia del agua
no dirá que malagua fue un invento de ancianos
y que no existe otro animal que el hombre...

Se quedará
desnuda
tan pez
como hace ya
muchísimo
estuviera
al acecho
de un nuevo golpe
de años
que la conduzca
al agua.

La mujer
en medio de la burbuja de aire
surgida de su aureola
beberá de una vez lo que una vez dio
a su hijo
se enganchará por siempre

16
17

en su anzuelo de madre
y morirá tranquila
atravesados los labios por un beso
los ojos de un crepúsculo blanco
y el corazón
partido en tres
por una gota de agua.

Y los desconocidos se dirán entre sí...


«Era la ungida».

Ella
en la agonía del pez
convulsionada
negará con los ojos.
Todo eso fue mentira.

Solo hay algo que de ella va a decirse


sin que el hombre recele:
la mujer era
el pez.
Siempre lo ha sido.

Mas los hombres esperan


porque habrá de llegar de algún sitio
del hombre
la migala.

17
18

Cenizas de agua y pez

18
19

Excavación del aire

Allá lejos Là-bas hubo una piedra hundida


donde el aire pareció detenerse.
Un trozo de basalto vestigio de cuando los volcanes
eran los dictadores del reino mineral y las plantas
(todas desconocidas) peleaban con el humo
por la tierra
parecía milagroso entre la lava ardiendo.
Piedra mayor que el polvo diamante de lo intacto
se mojaba de musgo; al aire
ardía.
Con sus huellas verdosas resbalaba un camino
de ceniza y de fuego:
escritura de calcio rupestre y cuneiforme
en los huesos del aire
la voz de primigenia hechura
se solidificaba.

Y qué decía Là-bas


que allá lejos
en el mundo ficticio de los tiranosaurios
las migalas intentaron asirla
con sus dientes.

Cómo la tradujeron los nuevos celacantos


si allá lejos Là-bas
en las profundidades
ningún megalodonte vio el signo

19
20

del basalto.
No decía nada que pudiera explicarse
sobre el mundo:
el hombre no había nacido aún
de la espina del pez
del huevo
de la piedra.

Era tan solo el aire


presagiando las alas que vendrían a surcarle
quien lo buscaba al fondo del basalto.
Era un aire Là-bas
que viajaba lentísimo: inmóvil
pero adherido al polvo que iba adquiriendo el humo
al convertirse
en roca.
Y no era piedra
porque entonces (y más si era basalto)
contuvo la ceniza pez óleo volcánico
de lo que sería
el agua.
Así toda placa tectónica que removió la tierra
fue bautizada al fuego
bajo el nombre del aire.

Tuvimos de esperar que Dios hiciera el agua


para creer en los peces.

20
21

Revelación de la migala

En ese tiempo la migala se presentó ante el pez y le dijo que por su boca
hablarían las mujeres. Los hombres todos corrieron a sus cuevas: ya tenían
suficiente con las voces arcanas de selvas y de páramos, el musgo de sus gritos y
la figura mítica del sol como patrono. Y esa voz no era dulce, ni era quieta. No
alcanzaba la altura de las aves ni los bajos profundos de las charcas. Era un
murmullo que le brotaba al agua y todo esplendecía. Después sería el lamento
del arroyo. Luego ese blanco estruendo que crece y se despeña. Y en el final del
mundo, poco antes del diluvio, el agua llevaría dentro de ella solo el canto del
agua.

Y sería indispensable proseguiría el profeta alguna glaciación, el


recomienzo, a fin de devolver al frío lo que es del agua. De hielos y carámbanos
se poblará la tierra. Y en la mitad del frío y de la noche se guardarán las selvas y
los páramos, desiertos y riberas. Todo estará impecable, cubierto de neblina,
cuando llegue la aurora.

Si debiera extinguirse algún grupo viviente, este no será el pez; tampoco la


migala. Ambos han comprendido lo que al fuego es el fuego y lo que el agua al
agua. Por lo demás, si alguno se refugia en las cuevas cuando llegue el profeta,
no elige recibirlo, ni le ofrece su oído y su guarida, éste será, inequívocamente, el
que desaparezca.

Mientras tanto los peces y migalas deberán admirarse cuando ocurra el diluvio.
En su pecho la cáscara de nuez va a poder embarcarlos el instinto.

Con la calma, al final de los tiempos, no habrá más luz detenida en el agua, ni
más agua alimentando el fuego. La mujer habrá de sostener de viva voz
aquel milagro, igual que en el principio. El canto será, pues, lo que mantenga con

21
22

vida a las especies.

Y la migala se presentó ante el pez, de nueva cuenta, poco antes del diluvio. Y le
enseñó el silencio, como parte del rito.

22
23

Las tablas de Poseidón

Creo en el plancton que tiene casi dos mil millones de años. Comunidad perfecta
de raíces acuáticas, es el mínimo y máximo poblador de los mares. De su oculto
rizoma, arborescente flor, germinativo núcleo en sus arterias, gota a gota se
desprende un latido en cuyo bosque el mundo se resguarda del fuego.

Creo en el iris de un pequeño ojo de agua en el centro del plancton; en la espora


y la piedra: semilla del estrato, recuerdo del instante en que el fuego (su lluvia)
amenazó los vientos granizos de la tierra con una luz de olvido; fugaz,
intempestiva línea fragmentaria del sueño que exfolió la estricnina que tuvo
como sangre, de lo que dio a beber de entre sus tantos elementos espurios, a
sorbo y bocanada de magma y feldespato, a todos los moluscos del abismo.

Creo en el bagre: pez teleósteo que puede vivir fuera del agua poco más de veinte
horas y arrastrarse en la tierra hasta ochocientos metros. En el pez hielo de las
aguas polares. En la tilapia, que persiste al calor de los mares de sosa volcánica.
En la lamprea, la raya y el pez roca; los peces del abismo. Incluso en los cetáceos
y los otros mamíferos sirenios. Creo en los moluscos, los anfibios y en algunos
reptiles que visitan los lagos con frecuencia. Creo en los animales de agua dulce y
en los de agua salada. Y por encima de ellos, creo en el gran salmón, de
agudísimo olfato su memoria, en su tacto a distancia su línea lateral, en
su capacidad de adaptación en agua dulce y en el agua salada.

Creo en su regreso, contracorriente, al río donde naciera (único entre los cerca
de cinco mil huevecillos de la madre), a desovar, para luego seguir, sin fuerzas, al
océano, y dejarse morir entre las rocas.

Creo en el descendiente directo del dios megalodonte, que no ha dejado hueso

23
24

fosilizado alguno, por ser todo cartílago y membranas. Enemigo mortal del
plesiosauro. Extinto por el cambio de ruta de los mares durante la formación,
elevación y choque de las placas tectónicas de lo que hoy es la tierra. Creo que ha
de venir, después de su extinción en la era mesozoica, armado de colmillos y de
aletas de indistinto e incontenible roce ((estalactitas (mordisqueando esa
humedad que sube por la gruta y trepa por los riscos), estalagmitas (cerrando
sus colmillos en el pétreo paladar de la montaña) envolviendo con su lengua de
fuego y de vapor los más íntimos pliegues de la roca)) a reinar sobre el plancton,
después del pleistoceno, según lo que está escrito debajo de las aguas.

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Fundaciones del pez

a Leonardo David de Anda

I. Composición oscurantista

Por los caudales del pez se desliza una opaca burbuja de amaranto; múrice flor
cortada en un otoño de sulfurosas aguas estampidas. Volcada del peñón de su
costilla, del alquitrán de sus cartílagos porosos, rastro de sangre pómez, la
burbuja sumerge tras de sí una vía láctea nacida de las ubres de la primera
estrella, de algún entrecortado cielo en parto. Umbilical, una cascada que lía
lluvia y río, el lago y el océano. La burbuja, no más una pecera microscópica de
plancton, ensancha su cristal y funda primera fundación que el pez recuerda
el paso temporal, craneano, de otros peces que por allí rompieron sus herencias
del agua, su piraña costumbre de excluidos, el navegar con rumbo a su memoria.
Con una vela roja y un mástil más espina que antena, el pez el primero que
habita en estas aguas se prensa a la burbuja, al pezón transparente que hace el
aire al invocar el fuego de la vela, y mama, por primigenia vez, la leche universal
de sus caudales.

El pez ya no es el pez, sino que adquiere forma de burbuja; se crece a la


embestida del relámpago e, ileso, impele a los demás a su retorno al agua. El
banco de los peces no da crédito al pez de la burbuja roja de amaranto; los peces,
a excepción del salmón, no persiguen otro sueño que poblar la pecera de cristal
del centro de una sala o tal vez formar parte de algún menú de lujo.

Allí, nunca lo diría el pez de la burbuja, el pez no es heredero de muerte natural;


el pez es convocado por la leche agria, amarilla, en su punto de corte, como toda
la luz, a plegarse a las alas salobres de un ángel de latón adormecido por el orín
del musgo, a esa rueda que gira como los caracoles en busca de su origen dentro
del laberinto de su rueca portátil. Al fin el pez no tiene un mar prohibido: no hay

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manzanas del mar, ni existen, aunque alguno lo crea, las serpientes marinas.

II. Composición medieval

La segunda fundación sobreviene al diluvio. Allí, debajo del pezón agrietado de


una nodriza muerta de tan madre del pez enrarecido, una migala sueña con un
aguaje de leche tibia y mansa y no, jamás, ya ni pensarlo, en el pez que no quiso
morirse sin testigos, buscando, único vivo entre el cardumen fósil del océano
crucificado en olas, irremplazable, volver al mascarón en agua de la gota.

Por los arenales de la migala se desliza un delgadísimo hilo de amaranto; en la


punta de sus patas, remate anaranjado de su pardo pelambre, la migala contiene
la porción del dolor que mataría a los peces. El pez ya lo intuía; lo sabía por
convicción del mundo: el pez que se funda en la tierra, en la amarilla leche
pómez del océano, que no anheló ser pez en la pecera porque era un pez en él, es
la migala. Contra lo que enseñara la teoría trilobites, esta migala afín a otra
migala está tejiendo un caracol infinito de blanco, para habitar al pez. Esto es
un sueño.

De los sueños del pez, a la araña le queda únicamente el agua. La idea, muy
remota, decían, de un mismo parentesco. La migala se parece en la arena lo que
el pez en el agua. Fuera de allí, la leche mencionada en los caudales, no ha
existido algún pez en la pesada cruz de las arañas.

En cambio, lo dice el amaranto, no existe la migala sin su pez, que le arde en


cada giro de agua, como los fuegos fatuos.

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III. Composición del renacimiento

La tierra toda, al fin una burbuja, tiene la forma exacta de una cabeza humana.
En su caudal de ideas, laberinto de peces y migalas, el hombre ha edificado su
universo. Lejos del amaranto, la leche, la gota transparente de agua mansa en
donde el hombre todavía sin nacer fue pez en la pecera de su madre, migala
posesionada de un arenal de sangre y huesos compartidos con aquella, el
hombre es por fundación del hombre el tercer centinela del veneno.

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Invocación a malagua

Él

Era el último preso de la hoguera y el agua se tornaba marítima, incendiada de


cal y de intemperie. Su nombre bien pudo ser cualquiera: le decíamos malagua.
Había nacido como invento del hombre, como atado de ortigas a la piedra del
mar, durante un arrecife. Un puente incorruptible, bocabajo del sol, engarzaba el
islote con malagua. Sucedía el exterminio de las aves. Las hembras alentaban,
con un estrépito de sal entre sus ojos, a un pez que le nacía a la aurora, un pez de
azogue, para que se rompiera y se rearmara; a esto le decíamos religión, con el
mayor sigilo.

Algo existía de brasa abandonada en el ocaso; una especie de grito levantando en


la espuma fumarolas de azufre. Parecía que el hijo de malagua malagua por su
madre no encontraba su sitio en el océano: era muy grande diablo y pequeño
el infierno. El viento, su enemigo a vencer, resplandecía en la aurora, infatigado.
Corría el año del mundo, igual que andaba el río.

El don de la ebriedad pertenecía a las fieras: el fuego no dejaba mirarlo


demasiado, ni siquiera acercarnos, ni siquiera callar. Vino después malagua, el
hijo de malagua. Los que lo vieron dicen que mantiene unas hebras de semen en
sus manos apenas recibió la comunión y que sonríe. Su nombre, emisario
del fuego, no pudo ser cualquiera: le decimos malagua, como decir veneno, ángel
petrificado o pájaro en el sur. Él niega nuestra historia. Él se nombra ceniza.

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Llevas contigo un ánade abatido, el coletazo de un pez ahogado en sangre, la


forma que ha adoptado la herida en el anzuelo. Comprendes que el veneno no
cabe en la escritura: tomas el arrecife de la malagua madre, esa breve nostalgia
del tropiezo, enorme ciudadela de la angustia, poema de la ceniza, y suscribes la
luz entre tus ojos.

A veces te debieras callar y no te callas porque ya eres el eco del silencio.


Petrificas un sapo en tus ortigas y lo colmas de lirios y de lotos, la ciénaga en el
lápiz, todo por su estelión. Dejas un beso enorme sobre una hoja, el inocente
croar que anuncia lluvia, para iniciar el fuego. La cifra incontinente de la palabra
escrita se cumple en el silencio como una profecía. Del humo sale un sol
piedra filosofal en vísperas del agua. El sapo esconde un príncipe (hombre
después de un beso) que acaba la escritura. De esta hoja de papel luminiscente
borras las sombras con un golpe de labios, con la pura sonrisa. Y das con el
vocablo justo en la frente furtiva del batracio: malagua. El sapo queda quieto. Y
quieto el lápiz, el poeta reposa.

Únicamente esperas que algún diluvio arrase tus palabras... porque si te


disculpas, en el silencio truenan los poemas.

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Yo

Había creído que mi verdad era la de los otros. El pez falsificó su efigie porque
creía morir y renacer de sus cenizas, porque era casi espuma, y luz, silencio y
nada. La migala me ha devuelto en el pez la ruta del espejo. Es una larga historia.
He envejecido. Nado con lentitud en los rompeolas, me desgañito para acunar a
un ave, me rezago del mar, me hundo en el cielo... El contacto con una hoja del
nido de una araña me recuerda el veneno que manó de mi herida. No distingo a
lo lejos a la malagua madre, al pez y su escondite... Yo soy malagua, el hijo, el
que no cree en el canto. Pero acudo, si una sirena silba.

No me resulta fácil reconocer la dicha, pero está allí: al levantar la piedra como
un ramo de rosas; no distinguir un ala de una cripta; a un ángel de un demonio
en penitencia. Después de todo, el amor es la segunda inocencia verdadera.

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Meditación

Remen los bogavantes que la galera azul habitan.


Diríjanle mar abierto a las ardientes dunas
que el mantis religiosa vislumbrara.
Entre las olas ígneas del siroco
las elevadas gibas del desierto adelanten su paso
a los beduinos.

Y más allá tenazas mar adentro desde el plancton


estéril hojarasca
eleven su ancoraje ancla de hueso y musgo al sol
divino.
Adórenlo idolatren su lengua carbonífera
como si fuera idioma del volcán
jeroglífico en magma
runa sílaba
monocorde.

Remen escapen del esperma de quien creciera


al mundo
abandonen su carga de lirios y de vincapervincas.
El azul no es un dios no una ballena.
Remen: que los megalodontes afloran sus mandíbulas
en las profundidades del océano.

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Meridianos del alba

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Primera liturgia

Quién nació de la tierra


en las profundidades inquietas de una mina
que los viejos volcanes hubieron de iniciar una liturgia
: es el fuego diamante, sol, corazón animado
un dios de hidrógeno y fosfuros
(sus padres antiquísimos)
: quien inicia con sed y combustión su reino de metales.

(La mina gestatoria vientre de arcilla


viento y metaloides
era una gran caverna de recuerdos: allí murió
el oxígeno, la savia, el trilobites.
Sobrevivían los dólmenes, menhires
monolitos de piedra
que las estalactitas y las estalagmitas reconocían
por padres.
Quedaban, sobrepuestos al légamo
los trozos de un glaciar
tal vez el último al que corrían las lágrimas
como dos fumarolas de silicio.)

De esta piedra de cal, áspera ruina (de alcurnia


precambriana)
nacen dos vetas de agua. Mármol
entonces catedral ósea de un sol
insospechado
qué fue de aquella luz caliza antes que el cráter

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de un volcán la convocara con sus cantos tectónicos


:
era un agua silente
inamovible
respirando a escondidas
bajo tierra.
No parecía lo que es: líquida y transparente
flor, pececillo de azogue, sudoración
del calcio.
No aparecía: su sombra
en la caverna se redujo a una veta. Fósil de luz
lo que podemos comprender de aquella luz
de entonces
glaciar
el primero, es posible
completamente azoica.
(Suena contradictorio, pero la vida no existía
por el agua: el aire si lo llamamos vivo
era el dios que reinaba entre las rocas.
Y el aire no hacía ruido:
se oye
contradictorio.)
Luego vino la luz: cera
ascua
matriz
con la que el aire cobijó sus planicies.
Imploración del ámbar
cuarzo de qué prodigios
esa miel tan dorada en las colmenas.

Y por la luz fue natural el tiempo:


veinticuatro horas como partes de un día

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las vértebras
del mundo
protozoario.

Y con el tiempo fue ineludible el hombre


para encenderlo todo.

Y con el hombre fue indispensable el hombre


para no sofocarlo.

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Confirmación del grano

Grano.
Todo a partir de un grano.
Espiga lenta
el corazón del pez se preñó de raíces
y de insectos.
Se desgranaba el alba.

Grano a grano
nació una ceiba fuera de sus espinas.
Y de su ausencia
mineral
concibió a un aborigen.

Qué desove de granos el de los girasoles


a cada bocanada de las nubes.

Esta es la rueda
que grita
enloquecida
el orín de los hierros.

Un pez
tan solo
uno
trajo el giro del agua.

Y de nuevo es el agua en el pez.


Y otra vez un giro ase la rueda.

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Una caverna fatigada de ventiscas cierra el paso del pez


y asombra al agua.
En la escama del fluido
las iguanas son los rasgos afines al rostro de la ceiba.
Aquí se petrifican y perpetúan los vientos.
Da a luz otro aborigen.
El pez se lo agradece.

Qué tan lejos el pez;


qué tan cerca la ceiba...
Y tanto y tan rotundo oír que se evapora el alba
si el aborigen llora.

El pez no pide.
Hereda.
Su primogenitura es la rueda del sol.

Una delgada hiedra humedece en el agua


el estallido.
Es la quemante flor que deja oír del pez
la prosa humana.
Un anfibio
disfrazado de luna
que navega.

El silencio se fue domesticando en los batracios


y ahora su relincho lleva el aire a hurtadillas.

A qué dios dinosaurio cantaron los caimanes


que hay un veto de lirios en las charcas.

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Son las estalactitas: marimbas de la selva.


Y las manos del hombre
iguanas soñolientas a mitad de otra espalda
contemplan la calcárea pared de su trayecto.

Rueda el pez de la luz y no abandona el agua.


La ceiba lo recibe con un nido de frutos
lecho nupcial
que empapa de graznidos.
Pero qué piedra
pero qué agua
quedan después del hundimiento.
La luz, el sapo y los caimanes
suelen quedarse quietos
mientras el pez se entrega al aborigen.

Lento el amor empiedra


la saliva.
El sol escurre su amarillento semen
a los granos de trigo.

De tanto y tanto oír el estruendoso amor bajo la ceiba


el aborigen muere.

Rueda la luz.

De un grano
el pez
se la devora.

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Trayectoria del pez

Mucho antes de lo que hoy les relato


la voz del pez tenía
la misma prosa de la voz humana.
En esto se conoce que todos fueron peces
desde antes de ser hombres.
Pero ahora nada dice.
Nada inventa que suene como jurar en vano.

Al principio fue el pez.


Del pez fue la migala.
En esa transición entre el mar y la tierra
nacieron los cangrejos ermitaños:
las arañas calizas
con el mar de su parte.

Cuentan que una centolla hincó sus espigones


en el marjal del mundo;
extendió sus raíces;
en su tronco el veneno fue transformado en savia
y su pelambre pardo (recuerdo de migala) es el follaje
intenso que le da la estatura.
Así nació la ceiba.
Así murió la araña.
Bendito aquél que venga en nombre de sí mismo
a repoblar las aguas
porque será llamado el único
culpable.

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El bejuco
trepado en la agonía del árbol
es vecino del ave.
Ambos de la migala.
Y de la muerte miran el devenir del río.

El pez no teme ahogarse:


es pez
por el ahogo.
Y tiene muchos huesos
si recuerda.
Por ejemplo hace siglos
el pez para olvidarse de su futuro en hombre
se convirtió
en migala.
Una frágil poción: azogue más azufre
fue el secreto.
Había una contingencia en el milagro:
si el pez dejaba de pensar en la migala
desaparecería.

Desde qué flor


el pez
vendría.
Días hubo en que su sangre se le cargó de hiedras
de tanto retornar
para saberse
solo.
Débil

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minúsculo
ni siquiera aguardaba lo que la sal
intuía:
el cauteloso viaje de los peces al muérdago
para resucitar entre una telaraña.

Del mar le vino al pez el gran pavor


del aire
la prodigiosa asfixia contada por los hombres.
Pero lloró de oído
con esa misma prosa que tenía la migala.

Cómo sería de pez


que cuando fue una araña
el agua misma cumplía sus vaticinios.

Así llegó a la tierra


madre raigal
aborigen
y fruto.

En el mapa reseco de aquellas nervaduras


el árbol aclaró su errancia y su ceguera.
Cuando el pez lo dispuso
apenas el coral
nacería equidistante de sus branquias.

Como si desde siempre


perder fuera encontrarse con la vida
y ganar fuese pasar de largo
en busca de un posible enemigo
de vez en cuando un buitre

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nadándole en las venas


otro huevo de pez
anidado
mesías por venir
de una migala
qué apagón en los ojos tuvo el pez
al palpar sus costillas
y sentir su veneno.

Y es que era un pez sin nombre


un muerto de las aguas
que bautizaba al mundo
con una picadura.

El polvo acumulado a espaldas de la araña es


una luz molida.
Otras aguas la mojan
con un tacto más tierno.

Su plena libertad
de luz y fango
en cada poro fecunda la intemperie.
De aquellos costurones
la piel gruesa del siglo
no toma posesión la estirpe de la ceiba.
El verde de la tierra es
una brújula
que guía el instinto
el suero
y el desove de la araña en los peces.

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Qué tanto fue de pez


y de migala
que le nació una ceiba a los marjales.

Así comenzó el mundo que hoy relato.


El pez, sumergido en el hombre, se buscaba a sí mismo
en la migala
solo
para no hundirse.

Se requiere una flor


para sintetizar la risa y el asombro.
En la tímida casa de sus manos
los árboles protegen una huella apenas
perceptible para el hombre.
Es un rasgo común a los veneros;
fábula cotidiana en los pantanos:
la osamenta vital de la costumbre
que hace del pez la araña
del ermitaño
el hombre.

Casi nunca se pasa por la ceiba.


Casi nunca se le detiene un hombre.
Su quilla es un oasis
por delante
(panes mutuos los remos
vino común sus velas).

Frente a tal cercalejos de la ceiba

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los animales
desanclados retornan a la roca
al único terrón de azúcar transparente
a quienes dicen
los peces
nombraban algo suyo.

Qué azoro entonces en los peces


cuando explota el andén de sus espinas
en un montón de luces diminutas
porque pegó la luz en sus aletas.
Qué galope de polvo en la espuma del aire
porque vuelven los peces a los cauces del fuego.
Qué labranza en las sienes
para nuevos sudores de la ceiba
si el agua se permite desvenar los cristales de malagua.

El nombre de los mares no es un cauce obediente.


Un latido de espuma
entre los dedos
de los pies de la ceiba
escudriña en silencio la boca
de los peces
y les da de sus pechos las sales
para que en esa mansedumbre
la inmensidad
comience
en el recuerdo.

El pez buscó la luz


en la misma espesura que vivía.

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Solo en el pedestal del humo negro


la memoria
recupera las vetas clandestinas
de lo ya inevitable.

Quien conoce las aguas donde muere


vivirá todo el tiempo.

¿En qué olvido del pez vio a la migala el hombre?


¿Qué telaraña existe en el delta de un río para fincar la luz en un marjal oscuro?

A la ceiba le ha llegado el otoño por los pómulos.


Un silencio soldado a sus costillas.
Un arma de dos filos son sus nidos.
Enfermó de bejucos, centollas y agua dulce.
En el delta del río
asistida de luz
las hojas de la ceiba están a punto de reventar
de pájaros.

La muerte de la ceiba dejó varado al pez bajo del agua.


La soledad era un ancla de hueso que lo ataba
a su sangre.
Más indefenso por triste que por viejo
el pez se preguntaba
a su ermitaño (de cien ojos) interno
por qué morían las ceibas.
Los leves esqueletos de las flores se mecían.
El mar se remangaba sus puños desleídos.
El dolor era un barco que entraba

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por el pez
como en una botella.

Transcurrieron algunos tornasoles.


La soledad fue el líquido que corrió por la espina del pez
y en el ámbar veneno de la araña.
Aún la migala zurce todo rastro del pez
para que nadie sepa adonde emigra.

Son los peces


los pueblos sumergidos
que poco a poco emergen.

¿En qué mueca de sal tiemblan los otros que desbaratan su origen y trayecto?

Después del primer grito de otra flor


inundada de sol y de malagua
muy lejos de espetones, del ocre
duro espejo de la sangre
de ese rastro de sal donde anochece
ese grito congregado en los labios
de padre y madre ceibas
el pez quiere encontrar
detrás de sus pupilas de ermitaño
y delante de sus anteojos de hombre
el origen del agua.
¡Aleluya los grumos del azufre!
¡Glorificadas sean las burbujas de azogue!

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La inmensidad, la sed
es la memoria.
El pensamiento, esa frágil poción
otrora pertenencia de los peces
maravillosa dote de la ceiba
es herencia del hombre.
Así conoció el fuego.

En el raspar del fósforo del sol crecía la lluvia


y la hacía navegable.
A veces por naufragio
por una red de lastres, un anzuelo
de los viajes de la sed al océano
el pez no dijo al hombre.

La muerte, mucho antes de lo que hoy les relato


era un hallazgo inútil.

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Augurios de la sal

Los días pasan encima del agua


pero el tiempo se queda bocabajo en el mar.
Sandro Cohen

En la vasta permanencia de las rocas


inexplorada, estrecha
en peligro inminente de naufragio
la luz
desde la piel
de los orígenes
del mar
gotea.

Es una luz
más pesada que el agua
y más ligera que los espesos lodos.

Donde el frío reafirma la soledad


del agua
tibia, transitada de sol, como gota violada en sus ribetes
el sueño del pez, burbuja insomne
poco a poco
se hace
agua.

La malagua, la luz, aquel silencio, este aluvión de mar le pertenecen.


La resaca, en su obstinado deshacer las lindes
del basalto

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muestra chispas de sal


hirientes, índigas; sus espumas enfrenta.
El océano descubre
suicida
al hombre de la playa.
Es un hombre común, pastor
de altocúmulos, cobrizo
que ve hundirse la yunta de las sombras en los surcos
del agua.

¿Dónde van a caer las gotas desplazadas, desprendidas


del vuelo de los peces?
¿Para qué el atelaje si la sombra, los peces y el azul
son antediluvianos?

Esa lluvia
otra vez
esa lluvia interminable
humedece la entraña de la arena
y la acerca al océano.

La humedad que corroe embarcaciones


y hace sobrevivir al celacanto
no le preocupa al hombre
ni le preocupa al pez.
Lo apura el agua.
La sal
por su pureza.

La lluvia usurpa al hombre la profecía del agua.

La lluvia

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desgañitar de nubes
saliva de su animal en celo
es el augurio de la luz
calcinada.

Los peces van sedientos


con su carga de sal
en la memoria.
Traen un olor a tierra descompuesta
de abajo del océano.
Si la sepulta Atlántida del sueño surgiera
del desove
un pez ardería de aves
de ojos
fosforescentes.
Nada más lejos de la arena magnífica
ni tan cerca de una red de esperanto
que el silencio del pez.
Sabe que más allá del cielo abierto
la luz del sol inicia
donde nacen los hombres.

Un relámpago cuela la punta de su anzuelo bajo el agua.


Las escamas del pez son perforadas por la luz
que en la llaga se filtra;
arañazo de sal es el oleaje
un costurón de espuma
y en la herida del agua
amarilla de pus
flota la aurora
como un sedal inmenso.

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El pez prepara entre sus dientes afilados un nicho


de hojas secas
los atisbos de luz que lo dilatan
comprimen y desbordan
involuntario
al huevo.

El pez viajó del protozoario a la ballena


siempre dentro del agua.
El pescador trashuma de rebaño en rebaño;
cumulonimbos, cirroestratos, nubadas.

Esa luz devastadora que remueve las raíces del coral


llega al ojo del pez desde la luna.

El hombre no se acuerda del sol ni de las nubes.

El pez envidiaría al plancton su añil fosforescencia


y el suicidio grupal de los grandes cetáceos.
Del hombre, el pez
añora la recóndita luz que lo guiara en su muerte.

El pez abre su párpado brillante


y expulsa un grito náufrago que convoca horizontes
por la ruta del alba.

La sal epidermis del agua


lleva la arcilla ardiente
de los sueños
a las manos del hombre.
Sin tiempo para desespinar su historia
de pescados cocidos en la tarde

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el hombre toma el agua de sus manos


le da un sorbo lentísimo
y la deja gotear, roja
del hombre
al agua.

Esa noche
dirán los peces que lo vieron
el hombre olía a quemado.

El hombre deja el mar con su homicidio a cuestas.


No echa de menos ni a la luna ni al sol.
Comenzará de cero.

Al fin el pez
imitando a las piedras
queda quieto y jala aire
enfila hacia la luz agua sobre la arena
con un sorbo de luna por toda eternidad.

c
o
n

... c r u z a e l p e z ...

h
o
m
b
r
e

El pastor no boquea sobre el césped marino.


Se atraganta del cielo con los ojos cerrados
y cumple, bocarriba, lo que hay de pez en él.

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53

Una burbuja iluminada de los sueños del hombre


lluvia apacible, retoce de altocúmulos saciados
de malagua
hacia su espina
eje del pez
avanza.

La travesía culmina con un pez ensartado en la luz


asándose de sal en una hoguera de agua
encima de la arena.

(Al día siguiente los hombres se dirán en secreto


que encontraron a un sirenio dormido
con los ojos en blanco...
y ese día fue más frío que otras veces.)

Al fin el arco iris


(quizás el fin del pez):
más denso que la luz y más libre que el agua
da cuenta del augurio.

En la flor de la sal
porque única es su espuma y es rojiza
a lentos goterones se deletreó esta historia
desde siempre.

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Inaugural

El pez vio en los colmillos del dios megalodonte


la sangre de otros peces.
Ya se lo había advertido la malagua: el escualo
no es digno entre el cardumen.
Sin embargo, como era un animal depredador
el más temido y grande
el de los ojos fijos en la muerte, el tiburón
se hizo cargo pirata del enorme tesoro
del océano.

La tradición dictaba que aquel que obedeciera


la ley de sus mandíbulas
tendría entre los escualos la redención gloriosa.
Pero el salmón no quiso el cielo prometido
de los peces.
Y así emprendió el retorno hacia donde naciera
la Ítaca marina de sus padres.

Y nada obtuvo de Ítaca que no le diera el viaje.

El salmón, una vez de regreso de la vida


le puso fin al culto del dios megalodonte
al miedo hereditario.
Y fue llamado Ulises
salmón de los regresos...

Esta odisea magnífica hizo posible el canto


que cada día enaltecen las sirenas.

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Aguafuegos del pez

Porque también sabía del tiempo suspendido


entre la fina lluvia y los incendios
el pez enrojeció sus alas
poco antes de abandonar el mundo de sus padres.

Viajó.
Siempre observó delante de él
al mundo.
No dejaba las piedras más pequeñas en su ruta
para no tropezarse en el regreso.
Cargaba tras de sí el arrullo del río
la reunificación de las burbujas
la caricia del agua
en el oleaje
y un pedazo de sol
entre sus branquias.

No dejó detrás de él ningún sueño inconcluso;


la mínima perturbación del agua habría bastado
para darse la vuelta.

Estaba sobre aviso: la gota


era su impulso
el mar
su travesía.
La trayectoria
el iris
lo llevaría hasta el cielo.

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Fue muy lejos el pez:


llegó hasta un vientre preñado de peceras
se asomó por el pecho de la madre
y vio que el mundo era
como lo imaginaba:
redondo y tibio
igual que eran sus ojos.

No alcanzó más allá de dos brazadas


sin que diera las gracias por el líquido
que permitía su paso...
ni pudo retener una burbuja
sin que elevara algunas
en agradecimiento
por el aire...
no quería reincidir en sus hinojos
pero al ver las escamas que protegían su cuerpo
la forma de sus alas y su cola
elevó una plegaria.

Es que el agua, tan agua y primigenia


tenía una luz interna;
el caudal de la luz formaba un río
y en su delta una araña florecía:
maduraba el cangrejo
abandonaba el lecho de su concha
se arrastraba a la orilla
y daba inicio al mundo.

Después de mucho viento


a un paso de ser hombre

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57

se olvidó del océano.


No podía recordar por qué su miedo al agua
al sueño y a los peces.
Y prefirió matarlos
renegar de la estirpe
de su sueño.

Lo que nunca supuso


es que el agua
como era primigenia
nunca lo olvidaría.

El hombre se reencontró en el agua


con sus peces.

Fue demasiado tarde.

El hombre se había ahogado


de memoria.

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Cuando la sed sea Ulises

El cuerpo abierto en dos es vulnerable.


Sus beleños afloran; sus pájaros
se agitan
en bandadas
hacia la sal la espuma
hacia algún risco;
sus peces revolotean de luz
en las burbujas;
el magma del volcán fluye
sediento.

El magma dice: el hombre


no conoce la fuerza de su lava
porque le teme al fuego.

Y esa sed vuelve a Ulises


añeja y consumida
a un grito
de la sangre.

¿Por qué las rocas digo:


si hay tantos minerales en el agua!
He aquí el poema:
pulverizado
el volcán: otra cima entre montes
un puñado de tierra entelerida
una mano que no recibe el sol

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de sus adentros.
El cuerpo abierto. Dos:
la nube y la ceniza la pareja de amantes
jamás
reconciliada.
Vulnerable: ver nuevamente lo no visto.
Vocación de ceguera, por qué, Ulises.

Transigir con el cuerpo.


Dos:
uno a uno.
¿Ulises?

Mentira: la tierra
es ver a un hombre.
Amarlo: ser mar
lo líquido
del mundo.

Sed nos decía la abuela (entre sus fuegos) 


la burbuja
perfecta.

La voz la sal la tierra la poesía


: sed.

¿En dónde la mujer que te ama tanto?


Ulises.
Y el cuerpo abierto
en sed...
tan vulnerable.

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Meridiano del alba

Nuestra vejez comienza con la arruga del ceño.


Las pupilas apagan su rescoldo de luz en las ojeras.
Se colman en la gota que cuelga de algún párpado
como recién ahorcada.
Donde una lágrima detiene su ahogamiento
porque este nuestro mundo
también es una gota
nace la luz
del fondo
de una hoguera.

Esta imposible luz la tuve entre mis manos


como un pez
cuyas alas prendieron
del anzuelo su llamarada
inerme.

El incendio es la veracidad de la ceniza.

Habría que derretir, por omisión, el fuego.

Fósforo elemental
noche del nacimiento de la noche
afuera hablo del muro: asidero del viento
tras el frío, de las baldosas
hablo
con agrietadas huellas
que agigantan la calle a su otra orilla; el machuelo intocable por cercano.

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Afuera busco
soy
regreso
enfebrecido del cloro de la noche.
Dejo mis archipiélagos
mi mascarón de un ángel
y me persigno
por si la noche atraca.
Me planto en los altares del insomnio
con el silencio a cuestas.

Regreso
busco
me rescato
con la luz como barca.

Afuera no permito los golpes en la espina


y mi edad cumple un géiser
viviente cuando olvido.

Afuera nos peleamos la piel a dentelladas


tiburón contra Ulises
y sin que Dios recele.

¿Cuándo nos dimos cuenta que el silencio era el eco


de nuestro propio grito?

Habría que arder de llanto hasta vencer al eco.

Afuera domestico este cielo incoloro.


Su capote es el punto vernal de mi arrepentimiento:

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roja intención de Dios, por si la culpa


con sus astas arredra.

Seca
mortecina y clorada
la luz es un remedo de manos en mis ojos;
la carne
mi relicto
dispuesta a reincidir.

Afuera me imagino en grados richter este historial


intacto.

Adentro está la luz:


mi viento submarino que pule no sé qué agua
en sus rocas
: memorioso venero
fugitiva.

Adentro llueve.

Más fría que la humedad queda la luz


cuando los cazadores ocultan en su alforja la munición del llanto.
Mientras, cada aborigen prende desde su piel
el último señuelo de la noche
: un pedernal que acaricia su polvo
en el agua vertida
a contraluz del agua.

Pero adentro estoy yo mi circunstancia:


la luz solo es cuestión de atravesar los filos
para llegar a mí

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con una vela


anclado.

Habría que regresar


inútil, más que inútil
los pies
hacia la primera alba.
Y alumbrarnos de luz
prematuros
de un grito
hasta invocar el cielo
desde una angosta calle:
una nueva
alborada.

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El breve sur

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Voluntad de la luz

El pez vivió
(quería decir soñaba)
debajo
(debió decir adentro)
de una ciudad
humedecida
abierta.
Velamen de cartílago
mascarones de escama
edificios y calles
lo condujeron siempre
a tierra
firme.
Era una ruta que el pez ya sospechara:
la comparó contra el atlas del mundo, la cerviz
de su cuerpo
los fósiles sagrados;
se la confirmó el iris.
El eco lo decía:
más que en el mar
en el rumor está la espuma.
El eco estaba cierto, porque no repetía
más de lo ya escuchado.
Así que el pez
forastero
en sí mismo
se adivinó

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en la gota.
Caía la luz en lo oscuro del agua.
El océano era un césped de rizomas
que abría a la noche sus estrellas
marinas.
La luna
grieta de luz
tenía una sola y eterna sed
o cauce.
Y en el pez navegaba
contracorriente
al pez.
Emigrante
en sí mismo
el pez se confundió
en el agua.

Volvía el invierno
como vuelven las cosas
a su origen.

Aislado en lo profundo de su aliento


el pez no transponía su suerte
en la continua zozobra
de malagua.
Tan dado al pez
no flotaba en su voz el diario culto de ahogarse.

Le dolía más lo intacto que lo roto.

Toda la vida vio acrecentar el fuego en la fría humedad de la ceniza.


El sabor reposado de la llama

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una falsa extensión


sobre su ruta.

Han pasado migalas desde entonces;


el pez se ha visto
de milagrosa forma
sumergido
y salvado.

Cómo se nota que las piedras han encontrado el cauce.


Su deudo mineral asume las herencias legadas
por el siglo.

Todavía permanece un olor a burbuja


en un rincón del aire.
Pero en alguna orilla
donde el mar es opaco
nace una flor de sal:
la femenina
gota.
El sur
comienza.

Trae tanta noche el agua


que está quieta.
Ya no abandona al pez el costillar del barco.
No teme naufragar.
No teme al agua.
Ha pasado lo peor de la tormenta:
reconfirma su sitio
la migala.

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El pez
que ya fue un hombre
se ilumina:
él vio a los dinosaurios que parieron iguanas
al camaleón y su parvada de luciérnagas
al fénix y al retoño del beleño.
Todo era novedad
por ser
antiguo.
El pez no sabe hablar la lengua de los hombres.
Poco entiende la suya.
Pero si escucha al viento, al mar
cuando se agita
en la piedra callada
se comprende mejor.
Y le es común entonces el zureo de un ave mensajera
el agudo siseo de la serpiente
y el himno del cardumen.
Esto le basta para saber que existe.
Y se encuentra
dichoso.
Y le agradece al río que no sea el mismo río
como el pez no es un pez
luego de una plegaria.
Y le agradece al agua que siempre sea en el agua
porque así él siempre es él:
un pez eterno.

Su voz
surgida de una estirpe de susurros
reinicia al celacanto.
Ahora todo lo habita con sus ojos.

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En el iris se arquean, eternamente, sol y lluvia.


Una epidermis igual
a lo que toca.

El pez, demostrada su hombría, se quita la armadura


hace a un lado su casco
se introduce en el aire
y vuela
como una gota de agua
al vórtice del limo.

...Y se completa
el cielo.

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El breve sur

Yo tuve para mí
la menuda vigilia de una hoguera
el silencio arrugado de una hoja de cuaderno
un bosque asido al mundo de la raíz al pájaro...
Escribía.
Pensaba en la ciudad:
aquella que me decían mis padres quedaba más al norte
de mi abuela
: en los entretelones de los sueños
: entre las telarañas de algunos bajoalfombras
o en el papel que cubría los hermosos adobes
de mi casa matriz.

Yo tomé del cuaderno


de mi infancia
mi hoja correspondiente:
la del mayor sigilo
sumergida, pausada
del más leve papel.
Era una hoja sencilla
de una blancura inquieta y asombrosa.

Eran las seis del cielo.


Mamá gritó la noche a mis hermanas;
papá veía el reloj en la mitad exacta de su siesta.
Eran las seis
en punto del ocaso.
Mi hora de vivir.

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Yo aspirara a vivir
reconciliado
si no tuviera un hijo
entre mis sueños.
Aire
mellado por la luz
el polvo
mi hijo
viaja.

Este anegar del cuerpo es mi liturgia:


con la tierra y el agua se hizo el barro.
Luego del mar, anduve a rastras
y eyaculé semillas de bejuco.
De sus hojas, el nido;
del nido, los polluelos.
Los ánades levantaban una explosión de espuma
encima de la barca de un pescador anciano.

Nieto del limo


crecí los ríos de padre y madre enormes
en tanto que los peces
(recordemos que entonces eran aves)
veneraban la luz
y escupían en el agua
sus burbujas de azogue.

Al final todo era


agua.

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Mi memoria
deslavada de este año
abre la pesca.

En esta temporada mi abuela es una gran ausencia


y no siempre fue así.
Aparecía en la orilla del pantano
sin mojarse los ojos.
Yo creí retenerla
si escribía.
Pensé que eran un ancla los poemas
pero nunca fue así.

Me uno a su simulacro.
Fui carbón
fui semilla
fui hueso.
Y esta voz de madero sigue al río
desde una enfermedad de tolvaneras.

Vengo del Cromagnon a buscar, en voz de la migala


la santa tierra firme del veneno.

Mi origen lo contempló mi abuela


el horizonte
el tiempo.
Un pez se me recuerda en cada giro.
Me arrastro para saciar mi instinto.
El silencio deja una oscura mueca entre los ojos
de los niños que lloran.

El perpetuo embarcar

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uno
sus muertos.

Mi biografía es un soplo.
(Cloroformo, aspirinas, vendajes y una mancha
permanente de ictiol.)
Una voz que envejece antes que el cuerpo
en que se atora.
Página repelente al fuego
a la tinta y al pez.

Olores de pescado, mangle y ron


llevo en la espina;
cuero y tabaco
goma y sílex.

Hecho de ásperos tumultos


el grito
viaja
solo.

Algo existe, algo urgente que debo relatarles


de mi abuela.
Pero callo (mientras ella se muere).
Me demoran las cenizas de la escama en el pez
y en sus branquias
la luna.
El mar se ruboriza en sus flores por llamarla
a su trono.
(El amor también puede llamarse asesinato).

Tuve un hijo del mar con esa abuela

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y un rival en la luz.

(A esa mujer, que fue polvo y se queda


le digo que no se olvide así;
no miserablemente.
La luz muere
en la oscura matriz de una botella.
Mi abuela ha buscado la luz;
no la recibiría
del veneno.)

Soy demasiado joven para vivir


la muerte de las aves.
Digo
soy demasiado adulto.
Mi adolescencia fue más que mi memoria;
mucho más que mi casa
algunos libros.
La espesísima savia de mis ojos
escurría por el bosque;
llenaba en sus alforjas la necesaria luz
para mirarlo todo.
Lo que veía era
el mundo.
Y en eso que me aterra, asombra y duele
habito.

Alguien cambió de sitio la penumbra;


me ha dejado la aurora
como herencia.
Al margen de mi cuerpo
en sus pliegues y escombros

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en la nieve y el sol
la hoja fue por siempre
un poderoso río
que me condujo a casa:
el breve sur que intento
relatarles desde hace tantos años.

Ya habrá otro mundo que me sobre


un mundo a mi medida.
Por ahora tengo éste.
Por ahora
me basta.

En la noble madera de los árboles


la profunda inocencia del papel
ha hecho su nido el tiempo.
Es la ceniza que solloza en el aire
sus fuegos escondidos;
la penumbra que orea entre los sollozos
arrepentida
luz.

Esa luz arde en algún sitio seco del cuerpo de mi abuela;


No es la antorcha encendida por las manos
del hombre...
El hombre no sabía su paradero.
No es el pez que pretende reconquistar el alba...
El alba del origen.

No es el papel que estrujo para sentirme un ave...


Una caricia en la piel de mi abuela
me transforma

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las manos.

Esa luz era (es) Dios.


Yo lo esperaba así, en las cosas sencillas de este mundo:
una hoguera encendida
una hoja de papel enmimismada
este diciembre asido al leño
y a mi abuela...

Esa luz arde en mí


de mis cenizas
de agua.

Es por eso que escribo...


que otra vez
alzo el vuelo.

Yo siempre soñé
el sur.

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Epílogo

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Ciudad de mar interno

a mis padres y hermanos

Yo fundé esta ciudad a los quince años:


qué lentos, tibios ojos conquistaron la piedra
levantaron un muro, fundieron la argamasa
con el pecho caliente de quien llegaba
a ciegas, tropezando su cuerpo
con la vida.

Concebí esta ciudad contra mi vientre, como una madre


indómita y soltera.
Nodriza de estas calles
quién pudiera decir que no son mías
si han secado mi pecho con la sed portentosa
de los recién nacidos
si por sentirme madre recuperé mi nombre
las estrellas robadas al insomnio
de cuando rompía el mar en mis cabellos.

Llegué apenas un niño


pero reconociendo el mineral en piedra que cuajaba:
adamita, geoda, piel de víbora y ónix
mercurio y flor del diablo.
Nada salía de mí
sino el polvo antiquísimo que todo lo destruye.
El silencio: aquel ruido interior que tanto duele
hizo en mi paladar su madriguera.

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Pero el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas.


Animal de baldío, descendía de mis cejas a los labios.
En la abierta aridez del horizonte
la piedra que encontré era una flor volcánica.
Contra las telarañas del hastío su fulgor parecía
arrebatar los ojos a mi cara.
Entonces me di cuenta que morir es quedar uno
inmóvil
mirando lo que ya no se mueve.

Bajo la lluvia ajena de esos años


¿quién abría su paraguas
quién me ofreció un sombrero?
La ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles
para que ni una gota mojara mis mejillas.
Pero me pongo triste
y no tengo intención de mencionar la lluvia:
son las cosas sin nombre las que dañan.

Ahora soy de cantera: soy la cantera


que cubre con sus trinos
un doble campanario.

Fundamos la ciudad dijo mi madre


sobre nuestros abuelos.
Y porque la nostalgia es un mar que regresa
de las otras ciudades sumergidas
salí a nombrar el mundo y fui nombrado
pájaro aguacero infinito
era el mar, no mi memoria.
Y nadie me esperaba: nadie más
que yo mismo.

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Mi madre remarcaba con su amor inocente los troncos de la cerca.


¿Cuál árbol genealógico quedó de las astillas
con que ella nos miraba hacer la casa?
Todavía no sabíamos del viento, las tormentas
la tribu de jejenes que habrían de ambicionar
nuestros relictos.

Atrás venía mi padre: soportando la artesa


las hogazas; las migas
del trayecto
nuestros pasos.
El mar era el instinto de una raza
la sangre que nos latía en las sienes.
Y la que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo)
había que pronunciarla para que fuera cierta.

En esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado.


Cuando llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo
las tantas veladoras que traen un muerto ardiente.
Sahumábamos la noche con un coro de espuma:
el rosario inconcluso de amar
el nuevo exilio.

No vayan a decir que no me pertenece, porque entonces


los cuervos de mi vista devorarán sus ojos
y ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta
y una mantis enorme invocará el veneno
de todas las migalas que anidan en mi boca
y entonces solo entonces
regresaré mis pasos
al océano natal
de donde vine.

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Hace un mundo de tiempo que esta ciudad es mía:


la he mirado crecer, como a los árboles
hacerse de ladrillos
de gotas que deambulan
de los rojos tejados
hasta la filigrana de algún cancel de hierro.

Mis ojos adquirieron su forma de planetas


al mirarla: girasoles
que siguieron sus pasos en el día;
y en la noche, dormidos, la aguardaban
porque habría de llegar
de una tibia maceta en mi memoria
aquella rosa
náutica.

También nací en febrero.


El amor se me vino como una enredadera
y conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo
milagroso.
Esta ciudad abierta como una rosa virgen
me dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo
de la noche, la luna de narciso.
Habito lo que observo sin moverme
en el quieto vaivén de los jazmines.
Por mis ojos algún escarabajo sale y vuela:
atisba por los pozos de la tarde
por si la luna asoma.
Una vez que la encuentra, retorna a mis pupilas
con esos resplandores que presagia el insomnio.
No duermo si la noche impredecible niña derrama su rocío sobre mis manos
por si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa.

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Nada es desconocido por mis labios


porque cuento la vida
con la voz asfaltada, repleta de motores.
En cambio, cuando la vida cuenta
me dice
esto es lo cierto.
Con tantas oraciones que me caían del alma
vertí amor y ciudad (piedra con piedra)
por casi cinco siglos.

Habito esta ciudad desde mis ojos.


No existe agua tan sucia que la esconda
o que no la refleje.
A veces piedra viva
y en otras rosa en llamas
dejo escapar el humo por sus hombres.
«Mi corazón es la ciudad más grande que conozco»
me oí decir un día. Pero el amor
la piedra en el camino
tuvo que ser labrada y sostenida
para que ella, otra vez, me sostuviera.
Las piedras de mi casa no sirvieron
para afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas
talco rojo.
Qué tiempo tan lejano: la soledad
se fue como una mosca
al entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido
para oxidar los muebles
para habitar la piedra
de voz
pulverizada.
Las paredes eran más que la tierra: los límites del aire.

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Del adobe encarnado, la piel amurallada


protegía un centinela en posición de rezo:
¿qué mantis religiosa vino a comer de mí después
de amarme tanto?
¿cuántos betas (igual que un cabo amarra el aparejo)
con sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos?
¿cómo romper el cerco al bogavante
sin que algún cachalote se suicide en mis ojos?

Esto es, sin más, la vida: la parte del planeta


donde los peces nadan, los insectos fornican
y los grandes crustáceos forman otra ciudad
lejos del hombre.
Pero qué hay de la vida en la ciudad
del hombre
si no un montón de moscas y algunas ratoneras.

La ciudad era un gato que maullaba.


Allí quedó el zapato que había de regresarme:
azul, sin agujetas
sin un rastro de chicle que pudiera pegarle
a lo vivido.

Aprendí de los gatos a no ser fiel al hombre.


Una escolta de pájaros anidó en mis costillas.
Alguien fue en mi silencio larga cuerda.
Anclado al papalote de esta ciudad
al aire
¿qué voy a asir de mí
qué de la vida
de lo que no conozco?
Yo tuve una encomienda:

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vigilar a los gatos de mi vida.


Pero los quise libres, alejados del techo y de los muros
encendiendo la noche
en sus maullidos.

El humo desde entonces también conquistó el viento:


primero en las hogueras, después en los carruajes
las fábricas
los hombres...

Yo también soy del humo un vástago viajero.


Estoy en los durmientes, porque en el sueño tuve
convalecencia y fuga: nada más animal que el humo
que el hollín, la ceniza...
rescoldos de ciudad en ciudad
inmolada.
Anduve por los bosques de mi mano.
Mi amor era un serrucho que todo lo partía.
Cuando los ríos de savia colmaron mi antebrazo
intuí que ya era tarde
para morir a solas.
Así que levanté otra enredadera
una cerca de trigo, algunos pastizales.
Y esta ciudad que miro buey echado tuvo para beber
lo que yo tuve
de agua.

A pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo


esta ciudad es casi transparente.
Nada más de beberla, los hombres resucitan.
Cuando tenía quince años, el río de entre las piedras
me fue desconocido.

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Hoy resuenan las lajas de la lluvia y corro


con mis manos en cáliz
contenidas
por un poco de arena.
A la ciudad envuelvo en cuatro alfaidas
mis mareas cardinales
para que, al fin, retorne
hasta mi fuente
por grietas y acueductos.
Mis manos cicatrizan los callos del inicio
de ese tocar la piedra y desgajarla
humedecer los muros de una mirada
triste.
No ha nacido la muerte
que me impida escudriñar el agua
en su entrepierna
el levísimo incienso
que viene con los pájaros.
Mi lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía
que no me recobrará su cuerpo de jacinto?
Amor: eso es el miedo, el desconcierto
en sílabas.
Ser pobre es estar solo
sin otra alma en el alma en donde guarecernos.
Oír caer la lluvia. No mojarnos.
Toda el agua es terrible cuando la sed es nula...
pero la tierra es tanta que en la muerte nos sobra.

La ciudad no comienza ni termina con uno.


Llegué sobre mis pies: no sé de otra manera
de caminar despacio.
Sin embargo al marcharme seré un intruso

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anónimo
que se trague la tierra.
La luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó
a morir sobre sus versos.

Esta ciudad ya no tiene memoria.


El amor se le evade
como se fuga el humo de la carne quemada.

La ciudad es de todos
los que no naufragamos.
El mar imaginario está en la piel del hombre.
El mar está en los ojos: lo que miro regresa
se va tras las gaviotas.
Las crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima
celeste
que rompe entre las nubes.

Entonces Dios existe.


Entonces alguien llora: esta vez de alegría
porque sigue creciendo
lo que mira...
porque sigue mirando
lo que crece...

La ciudad es el hombre
al que uno siempre vuelve
de uno
mismo.

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EL CUERPO VULNERABLE

i. A más de una década de su publicación en Voluntad de la luz es evidente el


nacimiento de una poética disconforme. Una poética que busca su realización
en un gran proyecto de escritura y no en la destrucción reiterativa de las
vanguardias. Este gran proyecto inicia con una apuesta formidable: Nada
menos que la historia de la vida en el planeta, del plancton milenario hasta la
cumbre evolutiva que toma forma en el adolescente milenario, quien en su
recorrido interior inventa la ciudad. Siendo un recorrido total por la creación,
es también un apartado importante en la reflexión de la creación poética
desde la poesía, propia de la tradición de la Modernidad. Plagado de
referencias a Kavafis, Gorostiza, Saint- John Perse entre otros, su discurso no
es el del palimpsesto. Recordemos que la Modernidad en la poesía occidental
tiene como uno de sus textos fundadores a Tierra Baldía, y que el
mecanismo privilegiado por Eliot en este poema es el collage, la
superposición y reinterpretación de fragmentos de otros textos. En Voluntad
de la luz la referencia a otros autores no se resuelve con la cita explícita. Es
un disparador de su propia mitología: la fundación de la vida por el pez. El
origen del pez es el origen del hombre, pero en una cadena que atraviesa
multitud de fundaciones. No es una cadena lineal y consecutiva. La cuestión
del origen del hombre parte del humilde plancton pero atraviesa las más
variadas formas: la migala, la malagua, la mantis, el salmón. Y en ese tránsito
las diversas transformaciones son revisadas como fruto de una voluntad
férrea por alcanzar la otra orilla. El poema comparte esa voluntad que no se
vence. El pez sabe que solo a costa de perder el aliento y sobrevivir a sí
mismo logrará el milagro del salto evolutivo. El poeta sabe, a imagen del pez,
que la voz no alcanza para registrar lo que la mirada intuye, y entonces el
poema debe reventar sus costuras, imaginarse otro, más amplio, más sereno.
Sin ese rompimiento formal ni el pez, ni el poema pasan de ser mera
repetición de formas acabadas y que se agotan en el círculo infinito de las
tautologías. Ambos, pez y poema suplican al demiurgo que les conceda otro
cuerpo para caminar firmes sobre la arena.

ii. Si la evolución tiene un sentido progresivo, y si es verdad cierto darwinismo


que nos explica la selección natural como la forma en que Dios toma
desiciones, si es verdad digo, entonces el paseante final de los versos de
Armenta es el flaneur que Walter Benjamin identificaba con Baudelaire, ese

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paseante que presa del aburrimiento, se lanza a las calles para descubrir la
ciudad y para perder su identidad en la masa que lo enfrenta y lo teme. Pero
a diferencia del personaje de Benjamín, el poeta adolescente de Armenta es
construido por el amor, no por la evitación. La fundación de la ciudad en Luis
Armenta es el descubrimiento del amor en el cuerpo de los otros. La llave
para abrir las calles de la ciudad, sus parques y sus piedras es la lengua del
amante, pero también la lengua del que escribe. La fundación es un acto
gratuito como gratuita es la poesía. Como el poema y el pez, el paseante
requiere de otra forma para superar su estado de agotamiento. Esta es la
consigna poética de Armenta: la progresión fundacional del poema solo se da
en su aniquilamiento. No en los recursos de la antipoesía o en la destrucción
vanguardista a lo Dadá. Sino en la evidencia de que ni poema, ni poeta son
suficientes para encarnar la revelación. Son necesarios dos, tanto el otro en el
amor, como la tradición que enmarca y resignifica al poema. Así como el
amor le permite al paseante final encontrar las claves para construir la
ciudad, así los otros poetas, las otras voces, le dan al poema el volumen y
espesor que la creación ex nihilo le negaría. La voluntad que se muestra en la
luz no es la multiplicidad de imágenes desbordantes de una poética que se
repite. Los siguientes poemarios demostraran que esa vocación experimental
se da sólo en la trasgresión de los propios límites en la búsqueda por alcanzar
al otro.

iii. Más allá de los escándalos de su publicación, de la crisis que significó para el
mayor premio de poesía nacional, más allá de que su defensa de la dignidad
del poeta haya llevado a Luis Armenta a convertirse en uno de los editores
más solventes del país, Voluntad de la luz sigue siendo uno de los mayores
arriesgues poéticos de los últimos veinte años. La concreción de un proyecto
poético de la altura que se formula en el libro lo demuestra. La multiplicidad
de registros, poemas en prosa, en verso blanco y variados metros,
demostraban que un poeta en dominio de sus facultades había encontrado
una veta intelectual que formaría su voz. Voluntad de la luz no es únicamente
un gran poemario sobre los límites de la creación (los ecos gorosticianos,
tanto de los pasajes de la destrucción apocalíptica de Muerte sin fin, como el
proyecto de Notas sobre poesía son más que una marca textual, son todo el
horizonte de referencia) sino también una de las maneras más acabadas que
ha dado la lírica mexicana para trascender sus propias reglas. Difícil ha sido
ubicar a Luis Armenta en una tendencia o escuela estética. Sin embargo, su
originalidad no nace de la oscuridad de sus referentes, estos están a la vista
de todos. Nace de su trabajo personalísimo para leer y reflexionar sobre la
realidad. Poeta místico pero no subordinado al Dios benéfico o potente de
otros; poeta de la experimentación formal, pero siempre ajustada a un

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discurso que le pide esa experimentación. Poeta de la tradición pero que no


se agota en repetirla. Poeta singular, como singular es la mejor poesía, Luis
Armenta ha engrosado el catálogo de la gran lírica en español. Este, su
primer título es ya en esta hora uno de los derroteros de la poesía actual en
México. Su reedición, con fines de difusión más amplios que en su primera y
segunda edición, confirma que este poeta, como el salmón, al volver la
mirada sobre su origen, lo hace con la firme intención de reencarnar otro pez
en otras aguas.

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La transformación de la poesía

Por Mariel Iribe Zenil


Su semblante lo dice todo: Luis Armenta Malpica
(Ciudad de México 1961), vive la transformación de su
poesía, y evoluciona con ella para crear una serie de
eslabones entre sus libros, donde el erotismo, el
lenguaje y el silencio, reflejan la preocupación del
poeta.
Armenta Malpica ha recibido diferentes premios
nacionales e internacionales, entre ellos mención
honorífica en el Premio Nacional de Poesía Hugo
Gutiérrez Vega, ganó el Premio Iberoamericano de
Poesía Pablo Neruda, y ha traducido del francés a los
poetas Dominique Lauzon y Eric Roberge.
Su infancia transcurrió en los escenarios. Los títeres y
las marionetas fueron los primeros síntomas de la
existencia del artista que llevaba dentro.
“Al principio tenía un grupo de teatro, hacíamos títeres
y marionetas, pero no escribía para nada, todo había sido físico. Ahora me siento
muy cómodo y feliz con lo que hago. Estoy metido en la literatura y en el buceo.
Mis libros tienen elementos marinos, pero yo ni siquiera sabía nadar. Entonces
la experiencia fue buena, primero escribí y después comprobé y mi intuición
funcionó.
Pero fue a los 15 años cuando Armenta Malpica llegó a vivir a Guadalajara, y en
esa ciudad, con la idea de llegar a ser novelista, se acercó a la literatura.
“Escribo desde el 90 que entré a la escuela de escritores. Tenía 27 años y quería
ser narrador, escribir cuento y novela, pensé que era la rama en la que tenía más
posibilidades, pero como tenía tonos y ritmos más figurativos, me involucré en la
poesía, pero no lo pensé en un principio. Llegué ahí por la literatura en general,
porque me gustaba la lectura y por acercarme a un mundo que siempre se me ha
hecho interesante”.
Sin embargo, por formación de familia, la literatura alemana, el ensayo, y la
filosofía fueron algunas de sus primeras lecturas, dejando de lado la poesía y los
escritores mexicanos.
“Cuando entré a la escuela de escritores y me dieron la lista de libros me quedé
asustado porque había leído algunos, pero no era una lectura continua, ni

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consentida siquiera. No conocía a varios escritores mexicanos, mis lecturas eran


ensayo, poco de novela, y muy poca poesía”.
Pero la facilidad y la naturaleza con la que Armenta Malpica encontró el
despliegue entre la vida y la poesía, hicieron que entrara de lleno a trabajar el
verso y las formas poéticas, sin abandonar completamente la línea narrativa.
“Se me da fácil la poesía, hacer un cuento para mi es dificilísimo, encuadrarlo,
darle la estructura y que funcione. En la poesía encontré todo lo contrario y me
apasiona la idea de escribir poesía, y últimamente estoy escribiendo sobre los
aspectos del lenguaje, la poética del silencio. A partir de los elementos naturales
quiero encontrar la transparencia o terredad”.

La novela frustrada, y no tanto


Preocupado por el lenguaje, el poeta jalisciense por adopción, escribió una
novela, “su novela frustrada”, que estuvo finalista en el Premio Planeta, pero que
por su compleja estructura no fue publicada, y tiempo después se convirtió en
“Mundo Nuevo Mar Siguiente”, libro de poemas.
“Si, si tengo una novela frustrada, es una novela que no quisieron publicar en
Planeta porque era muy compleja, quería que hiciera más ligera la estructura,
porque estaba trabajada como una jugada de ajedrez, entonces la gente que no
sabía ajedrez no le iba a entender, pero yo no la quise cambiar, no sentía ni
quería hacer eso. De ahí salieron poemas y una obra de teatro. Finalmente se
quedó en un libro de poemas que se llama “Mundo Nuevo Mar Siguiente”, que se
publicó por la Secretaría de Cultura de Jalisco”.
Armenta Malpica, está convencido de haber nacido para la poesía. Escribe sin
horario, y siempre que las ideas y las formas llegan a la mente, para seguir
tejiendo las cadenas que unen a cada uno de sus libros.
“Si mi trabajo es escribir, escribo todo el tiempo. La poesía me sigue pareciendo
un mundo fascinante, pero entre más leo, lo que siento es que quiero escribir
poemas, ya queda muy poco en mí del narrador, no me da la sensación de estar
vivo que encuentro en la poesía. En la narrativa encuentro respuestas, y en la
poesía un respiro con asfixia de que me quiero empapar.
“Escribo cuando quiero, nunca he estado en la situación de no saber qué escribir,
después de haber escrito tanto sigo escribiendo muchísimo”.

Voluntad de la luz
Una de las anécdotas que más morbo ha generado dentro del medio literario, fue
la de Luis Armenta, quien con el libro “Voluntad de la luz”, recibió el Premio
Clemencia Isaura, y después, sin saber que la convocatoria no permitía en el

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concurso libros premiados, lo mandó al Premio Aguascalientes, y también lo


ganó.
“Yo supe del Premio Aguascalientes por un periódico, vi que decía que tenía que
ser inédito (el libro) y mi material no estaba publicado, pero ya había ganado el
Premio Clemencia Isaura, entonces pues resulta que gana. Ya me habían
entregado el premio, fui a la premiación. Pero uno de los jurados de Mazatlán
leyó la nota del premio y dijo que él había premiado ese libro.
“Después me mandaron llamar los organizadores, yo aun estaba en
Aguascalientes, y me preguntaron que qué había pasado con eso, pero yo les dije
que en mi ficha decía. Se portaron muy bien en ese aspecto. Lo del premio no fue
premeditado, querían que me quedara con el cheque, pero se los regresé, no se
me hacía honesto. Es una anécdota muy buena”.
Así fue como se le abrieron las puertas en diferentes editoriales, incluso en
Tierra Adentro, donde antes del Premio Aguascalientes, le habían rechazado la
propuesta.
“Antes de lo del Aguascalientes, yo había mandado el libro a Tierra Adentro y me
mandaron un dictamen diciéndome que no lo podían publicar. Después del
premio me lo pidieron y muchas editoriales querían el material. Ya va la tercera
edición del libro en la colección La Centena, de CONACULTA y
VERDEHALAGO”.

Mantis Editores
Desde 1996 Luis Armenta es editor del sello editorial Mantis Editores, donde se
publican poetas de México y Canadá. Mantis tienen más de 104 publicaciones, y
este año se publicarán 20 libros más, entre ellos los de Jorge Esquinca y Luis
Vicente de Aguinaga.
Además, Mantis, en coedición con la editorial Les Écrits des Forges, publican a
poetas de Quebec.
“Tenemos ya 25 poetas de Québec, es una coedición, por cada autor mexicano
que ellos traducen y publican, nosotros hacemos lo mismo con uno de allá para
mostrar su trabajo en México”.
Entre los autores que publican en esta editorial se encuentran José Javier
Villarreal, Minerva Margarita Villarreal, Juan José Macías, Francisco Magaña,
Jorge Souza, Claude Beausoleil, Jean- Marc Desgent.
Después de varios años dedicados a la creación literaria y a Mantis Editores,
Armenta Malpica continúa en la búsqueda y confía en los efectos de la
transformación de la poesía.
“Tengo poco tiempo escribiendo, sigo en la búsqueda y no quiero perder eso, el
ojo que todo lo quiere ver, lo que se ve con el ojo derecho y lo que se ve con el
izquierdo, para después hacer la conjunción, con cierto rompimiento sintáctico,

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muy a la manera de Rojas, para ver como funciona el discurso por si solo, sin la
carga emocional o el mito que ha permeado los libros anteriores.
“La poesía se transforma con el tiempo, cobra madurez, pero nunca dejamos de
crear. Escribo muy rápido y en la revisión es cuando se me revelan, descubro los
textos”.

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Luis Armenta Malpica / biografía


(México, D.F., 1961. Radica en Guadalajara, Jal.,
desde 1975). Diplomado en literatura por la
Asociación de Autores de Occidente. Miembro de
la Red Nacional Autónoma de Talleres Literarios,
de la Asociación de Clubes del Libro, A.C., de la
Alianza de Editoriales Mexicanas
Independientes, de la Sociedad General de
Escritores de México, del PEN Club
Internacional (centro Guadalajara), de la
Asociación Latinoamericana de Poetas (Asolapo)
y de la Unión de Escritores de América (sede
Colombia). Socio foráneo del Club des Poètes de
France y de la Asociación de poesía Prometeo, de
España. Miembro del Consejo Estatal para la
Cultura y las Artes de Jalisco y director de
Mantis editores.

Ganador de diversos reconocimientos nacionales


e internacionales en poesía, cuento y novela,
entre los que destacan los premios “Clemencia
Isaura”, “Efraín Huerta”, “Ramón López
Velarde”, “Alí Chumacero”, “Benemérito de
América”, “Amado Nervo”, de San Román e Iberoamericano de poesía
“Continentes”. Mención de honor en el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo
Neruda (Chile, 2000) y en el VIII Premio Internacional de Poesía Nicolás
Guillén (México-Cuba). Expremio de poesía Aguascalientes, en 1996 y Premio
Jalisco en Letras 2008, el máximo galardón que ofrece el gobierno del estado a
sus artistas. Por su trabajo de promoción cultural recibió la Pluma de Plata, de
parte del Patronato de las Fiestas de Octubre de Guadalajara, en 2006.

Autor de los poemarios: Voluntad de la luz (Mantis editores, 1996; segunda


edición, bilingüe, versiones de Françoise Roy, Mantis editores y Écrits des
Forges, Canadá, 2002; tercera edición Conaculta y Verdehalago, colección La
Centena, México, 2006), Cantara, incluido en El mundo era un prodigio
(UNAM, Col. El Ala del Tigre, 1998); Terramar, incluido en Tercer premio
nacional de poesía y cuento “Benemérito de América” (Universidad Autónoma
“Benito Juárez” de Oaxaca, 1999); Des(as)cendencia (Traducción y versiones de
Jacky Santos Da Silva y Gabriel Martín. Edición bilingüe, Écrits des Forges y
Mantis editores, Canadá, 1999; primera reimpresión, 2000); Vino de mujer
(Ediciones la rana, del Instituto de Cultura de Guanajuato, 2000); Nombradía
―desde el hielo anterior, incluido en Primer Concurso Iberoamericano de
Poesía Neruda 2000 (Municipalidad de Temuco, Chile, 2000); Ebriedad de

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Dios (Ediciones Monte Carmelo, 2000; segunda edición, bilingüe, traducción de


Françoise Roy, Écrits des Forges, Quebec, 2004; tercera edición, Cuadernos de
Pasto Verde, colección El Celta Miserable, Veracruz, 2009); Luz de los otros
(Ayuntamiento de Ciudad del Carmen, Campeche, 2001; Universidad Juárez
Autónoma de Tabasco, colección Carlos Pellicer, 2002); Ciertos milagros laicos
(Mantis editores, 2002); Mundo Nuevo, mar siguiente (Literalia editores y
Secretaría de Cultura de Jalisco, 2004); La pureza inaugural (Consejo Estatal
para la Cultura y las Artes de Nayarit, 2004, 2006 y 2008); Sangrial (con
Ricardo Quijano. Mantis editores, colección Liminar, 2005; cuarta edición,
bilingüe, traducción de Françoise Roy y Gabriel Martín, Écrits des Forges,
Quebec, 2007) y El cielo más líquido (Mantis editores, colección Liminar, 2006;
segunda edición, bilingüe, traducción de Paulo Ferraz, UANL, Selo Sebastião
Grifo y Mantis editores, 2009).

Cotraductor de Esta desnudez al rojo blanco, de Éric Roberge (Edición bilingüe,


Mantis editores / Écrits des Forges, 2000), Una sonrisa apenas, de Dominique
Lauzon (Edición bilingüe, Mantis editores / Écrits des Forges, 2001), Navíos de
guerra, de Élise Turcotte (Edición bilingüe, Mantis editores / Écrits des Forges,
2002), Los cuatro estados del sol, de Jean-Marc Desgent (Edición bilingüe,
Mantis editores / Écrits des Forges, 2002), En el delta de la noche, de Élise
Turcotte (Edición bilingüe, Mantis editores / Écrits des Forges, 2003) y
Acelerador de intensidad, de André Roy (Edición bilingüe, Mantis editores /
Écrits des Forges, 2003).

Su trabajo narrativo, poético y de ensayo aparece en diversas antologías (en


inglés, francés, italiano, ruso y español) de México, EU, Italia, Rusia, Argentina y
Chile. Ha publicado en revistas de latinoamérica, España, EU, Rusia, Rumania,
Canadá, Francia, Bélgica, Luxemburgo, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos,
Senegal e Isla de la Reunión. Libros y poemas de su autoría han sido traducidos
al inglés, francés, italiano, ruso, alemán, rumano, árabe y portugués.

Ha participado en diversos encuentros nacionales (casi todo el país) e


internacionales de poesía en Trois-Rivières (Quebec), Moscú, París, Islas
Canarias, Barcelona, Madrid, Iasi (Rumania), Mainz y Weisbaden (Alemania),
La Habana, Salta (Argentina) y en algunos congresos de literatura en San Diego,
Kentucky, Ohio, Charlotte (Carolina), Virginia y El Paso, en Estados Unidos.

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Muestrario de Poesía
1. La eternidad y un día y otros poemas / Roberto Sosa 32. Nunca de ti, ciudad y otros poemas / Czeslaw Milosz
2. El verbo nos ampare y otros poemas / Hugo Lindo 33. El barco en llamas y otros poemas / Jaroslav Seifert
3. Canto de guerra de las cosas y otros poemas / Joaquín 34. Uno escribe en el viento y otros poemas / Gonzalo
Pasos Rojas
4. Habitante del milagro y otros poemas / Eduardo 35. El animal que llora y otros poemas / Antonio
Carranza Gamoneda
5. Propiedad del recuerdo y otros poemas / Franklin Mieses 36. Los andamios del mundo y otros poemas / Ledo Ivo
Burgos 37. Dominican Style y otros poemas / Alexis Gómez Rosa
6. Poesía vertical (selección) / Roberto Juarroz 38. Poesía francesa actual / Muestra de 40 autores
7. Para vivir mañana y otros poemas / Washington 39. Número equivocado y otros poemas / Wislawa
Delgado. Szymborska
8. Haikus / Matsuo Basho 40. Desde la república de la conciencia y otros poemas /
9. La última tarde en esta tierra y otros poemas / Mahmud Seamus Heaney
Darwish 41. La tierra giró para acercarnos y otros poemas /
10. Elegía sin nombre y otros poemas / Emilio Ballagas Eugenio Montejo
11. Carta del exiliado y otros poemas / Ezra Pound 42. Secreto de familia y otros poemas / Blanca Varela
12. Unidos por las manos y otros poemas / Carlos 43. Tal vez no era pensar y otros poemas / Idea Vilariño
Drummond de Andrade 44. Bajo la alta luz inmerso y otros poemas / Mariano
13. Oda a nadie y otros poemas / Hans Magnus Brull
Enzersberger 45. Las ocupaciones nocturnas / Jorge Enrique Adoum
14. Entender el rugido del tigre / Aimé Césaire 46. La gruta de las palabras y otros poemas / Vladimir
15. Poesía árabe / Antología de 16 poetas árabes Holan
contemporáneos 47. La vida nada más, la sola vida y otros poemas /
16. Voy a nombrar las cosas y otros poemas / Eliseo Diego Gastón Baquero
17. Muero de sed ante la fuente y otros poemas / Tom 48. El futuro empezó ayer / Luis Cardoza y Aragón
Raworth 49. Los errores necesarios y otros poemas / Joaquín
18. Estoy de pie en un sueño y otros poemas / Ana Istarú Giannuzzi
19. Señal de identidad y otros poemas / Norberto James 50. Jardín de Piedra / Fernando Ruiz Granados
Rawlings 51. Hablar desde la inseguridad / Rafael Cadenas
20. Puedo sentirla viniendo de lejos / Derek Walcott 52. El hombre acorralado y otros poemas / Luis Alfredo
21. Epístola a los poetas que vendrán / Manuel Scorza Torres
22. Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters 53. Territorios Extraños /José Acosta
23. Beso para la Mujer de Lot y otros poemas / Carlos 54. Cuadernos de Voronezh / Osip Mandelstam
Martínez Rivas 55. La traición de los sueños / Francisco de Asís
24. Antología esencial / Joseph Brodsky Fernández
25. El hombre al margen y otros poemas / Heberto Padilla 56. Quemaremos los días por venir / Radhamés Reyes-
26. Réquiem y otros poemas / Ana Ajmátova Vásquez
27. La novia mecánica y otros poemas / Jerome 57. Sobre toda palabra / Rafael Guillén
Rothenberg 58. Días de Carne / César Sánchez Beras
28. La lengua de las cosas y otros poemas / José Emilio 59. Bajo la noche enemiga y otros poemas / Ulises
Pacheco Varsovia
29. La tierra baldía y otros poemas / T.S. Eliot 60. La imperfección es la cima / Yves Bonnefoy
30. El adivinador de hojas y otros poemas / Odysseas 61. Voluntad de la luz / Luis Armenta Malpica
Elytis
31. Las ventajas de aprender y otros poemas / Kenneth
Rexroth

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Colección
Muestrario de
Poesía
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