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LA MORAL, LA TRAGEDIA ATENIENSE Y LA ETICA

Algo sobre el papel del individuo en la historia

Luis Mattini
(febrero 2009)

Propongo un breve examen sobre el papel de los seres humanos en la historia y dentro de ella
el papel del individuo, aclarando que este examen deviene fundamentalmente de nuestra experien­
cia militante.
Aclaración: Para evitar las antiestéticas consecuencias literarias en castellano de ese feminis­
mo beato, de claro signo anglosajón, que, trasladado a nuestra lengua, confunde un elemento grama­
tical llamado “género”, femenino y masculino, con otras acepciones de esa palabra, como ser los
géneros sociales, biológicos o tejidos, aclaro que en todos los casos me refiero a seres humanos:
mujeres y varones. Prometo poner mi buena voluntad no usando el vocablo genérico “hombre”,
pero mi buen gusto se niega a escribir “la persona y el persono”; “el ser humano y la sera humana”
o ese absurdo adefesio de cambiar la muy latina letra “o” por el signo arroba en las palabras en po­
sición gramatical genérica (“todos”, “muchos” “amigos”, “nosotros”, etc.).
Bien, terminada esta aclaración, digamos que yo empecé a militar a los quince años cuando de
un modo casual, casual en lo que hace a mi concretura, me topé con gusto con la idea de que éramos
agentes de la historia. La adquirí de inmediato con enorme entusiasmo, porque esa idea funcionó
como un fortísimo estimulante, casi diría una justificación venida desde cierta trascendencia, al im­
pulso vital que, no se sabe desde dónde, nos empujaba hacia el compromiso militante. Y cuando
nuestros padres, tíos, vecinos o compañeros de trabajo nos preguntaban, respondíamos de diversas
maneras, plenos de pasión y satisfacción por “el hacer”, argumentando que militábamos porque no
tolerábamos la injusticia social, que nos dolía el sufrimiento de los niños, que el mundo debía ser
cambiado; pero en última instancia nos decíamos agentes de la historia. O sea un rol predetermina­
do, una especie de mandato.
Insisto, hoy a más de cincuenta años de esas cosas, estoy seguro que eso era sólo un argumen­
to para darnos derecho a actuar y coraje para enfrentar las oposiciones. Porque el impulso estaba
signado por la potencia del deseo, entendiendo éste como la tendencia de cualquier cuerpo a reali­
zar sus potencialidades. Si era el cuerpo el que pensaba y hacía, era el cerebro el que debía justifi­
car esa acción, esa manifestación del deseo. En ese aspecto éramos inmanentes con justificación
trascendente. Nos movíamos por fuertes impulsos del deseo interno pero lo argumentábamos con la
trascendencia externa de la historia como una determinación. Para jugar con las palabras, se podría
decir que en teoría aceptábamos la trascendencia pero en la acción concreta nos movíamos en la in­
manencia.
La prueba de ello fue que nosotros, en los hechos, no hemos respetado las supuestas “leyes de
la historia” que dictaba la postura trascendente, idealista o materialista, o sea las “condiciones” para
actuar; no aceptábamos la afirmación que para poner fin a la injusticia había que esperar la madura­
ción de las condiciones, el “desarrollo de las fuerzas productivas”. Así, por ejemplo, de hecho en
nuestra práctica, compartimos sin saberlo, el sano criterio feminista, – el modelo más acabado de la
inmanencia que les hace rechazar el papel que pretende adjudicar a las mujeres la visión trascenden­
te – de plantear la reivindicación “aquí y ahora”. Sin embargo, contradictoriamente, en nuestro dis­
curso trascendente sosteníamos que la mujer debía esperar la liberación del proletariado, por ser
el sujeto histórico que, al liberarse a sí mismo, liberaría a toda la humanidad. Por suerte el femi ­
nismo no escuchó este discurso trascendente y, por el contrario lo rechazó en teoría y en práctica;
así cotidianamente siguen cosechando, con altibajos pero en sentido creciente, cada vez más con­
quistas.
Ya aceptando el compromiso racional con el determinismo histórico, nos obstante, nos subdi­
vidíamos en dos tendencias: aquellos que creían que la historia la hacían personas determinadas y
aquellos que sosteníamos que la historia era obra de las masas, del pueblo. Los primeros eran pro­
clives a lo que yo llamo “visión conspirativa de la historia”. Para ellos todo dependía del talento de
los grandes hombres y en consecuencia también el mal dependía de la maldad de los gobernantes,
tiranos o corruptos.
Plejanov, el padre de marxismo ruso, tiene un interesante trabajo El papel del individuo en la
historia en el que, partiendo de que la historia la hacen los pueblos, las masas, señala cuál es el mé­
rito y los atributos que deben tener los dirigentes y su relación de ida y vuelta con las masas. En ese
sentido el libro de Plejanov fue nuestro manual. Sobra agregar que la literatura marxista es riquísi­
ma en este tema.
No así en lo específico de la visión conspirativa de la historia, pues suele ser una postura emi­
nentemente emocional, probablemente irracional que se refleja en los hechos, a veces incluso en in­
dividuos que aceptan formalmente la teoría de Plejanov. Ocurre que esta concepción surge cuando
ciertos hechos no tienen explicación, contradicen la teoría. Por ejemplo: la caída de los dirigentes
que aborta una acción revolucionaria; entonces la visión conspirativa sugiere que tiene que ser la
obra de un traidor. Esta visión es realmente aguda cuando atribuye las limitaciones de los revolu­
cionarios a maniobras insidiosas del enemigo, o sea literalmente cuando el enemigo conspira den­
tro de la organización. Insisto, este punto de vista es nefasto porque ubica siempre el mal fuera de
nosotros y por lo tanto impide el aprendizaje, la corrección. Porque recíprocamente todo dependerá
de la genialidad del dirigente o del agente enemigo. Una mirada atenta nos indica que este punto de
vista tiene cierta raíz monárquica y explica la transformación de los revolucionarios en el poder en
una especie de nueva nobleza, gobernantes eternos, como el caso de algunos asiáticos, incluso en
Cuba, el recambio de los cuadros por herencia familiar.
Esa visión conspirativa se expresa también en frases hechas, consagradas como verdades ab­
solutas, como ser. “Un traidor puede con cien valientes”. O la expresión popular “Seguro que hubo
una cantada”. “Todo hombre tiene su precio”. O sea, los problemas no se derivan de una correlación
de fuerzas, de mayor o menor talento de las partes en lucha, de circunstancias, incluso de determi­
nado grado de azar, sino de traiciones o genialidades. En ese sentido conspirar es casi mala palabra,
significa actuar traidoramente. Nosotros, en cambio, llamábamos “métodos conspirativos”, a los
métodos para moverse en la clandestinidad cuya esencia era aparentar distinto a lo que se era. Las
condiciones de un actor, de un farsante, eran beneficiosas para un clandestino pues podía disimular
mejor.
Este es el planteo del asunto: Intento no presentar las cosas en blanco sobre negro, sino ver
que todos tenemos alguna brizna de esa concepción. Dicho de otra manera, todos los humanos te­
nemos al menos algunas briznas de idealismo o materialismo, de búsqueda de la trascendencia y
actuar con la inmanencia, de conspiradores, de sentimientos egoístas y altruistas; lo único que nos
define y establece las diferencias esenciales es “el hacer”.
Y el tema no sería digno de demasiada preocupación si sólo se tratara de unos individuos ais­
lados con visiones conspirativas, sino de que este aspecto está más extendido de lo sospechado y
cobra más cuerpo a medida que la tarea emancipatoria de hace mas difícil, dicho de otra manera,
frente a la amenaza de derrota.
Porque, lo repito de otro modo, la visión conspirativa de la historia lo explica todo y deja a
los sobrevivientes la conciencia tranquila. “Yo hice las cosas bien, pero me traicionaron”. La teoría
del “entorno” que consiste en pensar que las “fallas” de los dirigentes, se deben a su “entorno”, una
especie de cortesanos que los aisla del mundo real. Eso fue claro en los Montoneros con respecto a
Perón.
A propósito de tal, me distraigo un momento del tema central para recordar que en la discu­
sión sobre los años setenta por parte de protagonistas sobrevivientes, testigos de época y descen­
dientes de ambos, se verifica la presencia de esta visión conspirativa de la historia. Esto es, creer
que no triunfamos por culpa de traiciones sin analizar a fondo las causas en cada momento y en su
conjunto. Creer que Montoneros fracasó porque fue un grupo fomentado inicialmente por la CIA es
tan absurdo como cuando el envidioso de Virgilo Expósito dijo por radio que Gardel era un produc­
to de Broadway.
El otro extremo es la muy racionalista idea de que si las cosas se piensan correctamente y se
planifican con justeza, siempre tienen que salir bien. Si no salen bien, no es porque el oponente fue
más sagaz o talentoso, porque hubo circunstancias, sino por que se hicieron mal. El racionalismo
consiste en creer que siempre se puede saber a priori mediante el razonamiento analítico previsi­
ble, o sea que el cerebro puede conocer antes que el cuerpo. Creer que se puede aprender a nadar
antes de meterse en el agua.
Esto que se ve sin alarma en la vida cotidiana, durante el desarrollo más o menos “normal” de
las cosas, cobra carácter, a veces de tragedia, en las situaciones agudas, de extremo enfrentamiento
y riesgos de vida. Tragedia sí, a veces tragedia, en el sentido ateniense del concepto.
Tragedia es cuando los hechos se precipitan sin arreglo a las mentadas “condiciones objeti­
vas” y se juega el destino del “factor subjetivo”, entendiendo éste como la voluntad del individuo.
El caso de la acción del Che en Bolivia es paradigmático, sobre todo porque detrás de ese
ejemplo nos movimos toda una generación. Porque la experiencia del guevarismo confirma la afir­
mación de Nietzsche en el sentido que los atenienses tenían un sentido de alegría de lo trágico. La
mayoría de los que participamos, recordamos aquellos tiempos como los años mas felices de nues­
tra vida a pesar de la derrota y las dolorosas pérdidas. Visto desde hoy, con la distancia que da el
tiempo y los acontecimientos posteriores, es casi indiscutible que el proyecto de iniciar “uno, dos,
tres, muchos Vietnam” no se correspondía con las mentadas condiciones objetivas. Dicho de otra
manera, se podía prever la derrota. De hecho muchos la previeron y por eso no se comprometieron
y hoy en día nos refriegan ese acierto preventivo como una hazaña del intelecto. Claro que prever la
derrota es siempre mucho más fácil que prever la victoria.
Ocurre que quienes se vanaglorian de haber “acertado” con su crítica al foquismo de Guevara,
olvidan y se desligan de toda responsabilidad en la vergüenza de la guerra de Vietnam. Olvidan el
discurso del Che en Argelia donde condena a los países socialistas porque han abandonado a Viet­
nam a su suerte. Desde el punto de vista de la moral, entendiendo por esta la conducta ordenada por
La República de Platón, que el movimiento emancipatorio progresista adquirió acríticamente, acep­
tando ese “deber ser” moral; desde ese punto de vista, digo, la oposición al foco de Guevara era co­
rrecta, porque el foco significaba poner en peligro todo lo ganado por el progreso de las diversas re­
voluciones. Particularmente a partir de la revolución rusa incluyendo la revolución cubana. Repito,
desde la visión moral…otra cosa será desde la ética. Porque lo que da un carácter trágico a los he­
chos, es que el foco de Guevara se correspondía a una respuesta ética aunque la razón indicara que
la derrota sería inevitable. Y así fue, sobran todos lo traidores de esa gesta para explicar la derrota.
Fue tragedia ateniense, que intuía la política como el arte de lo imposible porque para hombres
como el Che, no existía otra posibilidad que la imposibilidad. La ética lo hacia concebir su destino
unido a la comunidad, expresada en este caso en el crimen de Vietnam, perpetrado por los EE.UU,
pero a la vez permitido por el resto del mundo ordenado, como dije antes, según el modelo de la re­
pública de Platón: esto es cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Por eso, esa misma ética
implicaba que, de no actuar, asumía al menos parte, pequeña, claro, pero suficiente como para com­
partir la responsabilidad del crimen.
Dicho directamente: el foco de Guevara fue la respuesta ética a la guerra de Vietnam, recogi­
da después por el Mayo Francés – “seamos realistas, pidamos lo imposible” – y la llamada nueva
izquierda en el mundo. Esa ética es la que heredamos, y la diferencia actual pasa por los que la
abandonaron y los que no la abandonamos aún a riesgo de no salir de la tragedia.
Volviendo al tema central del este trabajo, recordemos que, respecto a la derrota del Che,
siempre se habló de “la traición de Monje”. Pues, me tomo la licencia poética de hablar en subjunti­
vo con un toque de potencial , y digo, hoy no cabe dudas que aún si Monje hubiera cumplido con lo
pactado brindando el apoyo total del Partido Comunista de Bolivia, la gesta del Che hubiera sido
derrotada de todos modos, simplemente porque el capitalismo habría salido de sus crisis con una
mayor capacidad creativa que el socialismo. Por otra parte hoy podemos confirmar que aquello que
llamamos socialismo, fue como lo definiera el mismo Lenin, una forma de capitalismo de Estado.
Tratando de lograr una síntesis de lo que pretendo mostrar, repito, mostrar, no demostrar, di­
gamos que al contrario de la versión conspirativa de la historia que le atribuye a ciertos individuos,
genios, talentos, artistas o traidores, un grado inaudito de omnipotencia, los hechos indican que en
tanto y cuanto acción real inmanente, los seres humanos no logran la conducción consciente de sus
actos, la resultante de una empresa propuesta será por lo común inesperada, más aún una revolu­
ción. De allí la sabiduría del gran Víctor Hugo cuando afirmaba que toda revolución es una gigan­
tesca improvisación. El talento de los protagonistas consiste en aprovechar toda la potencialidad
de esa enorme improvisación.

Segunda parte

LOS LÍMITES DE LA CONCIENCIA

Sobre la primera parte de este texto, una buena amiga que tuvo acceso al manuscrito me co­
mentó lo siguiente: “el texto es excelente, entrador, polémico, me hace sentir que me llevarás a al­
guna parte... y esa parte me genera una gran curiosidad...”.
Sencilla pero aguda crítica pues reveló la falta de completud del texto. Entonces yo me pre­
gunto ¿qué falta? Me respondo: llegar a donde iba y entonces aparece la pregunta verdadera: ¿hacia
dónde voy? En realidad voy al final para encontrar el origen. ¿Por que me interesa el origen si estoy
ya cansado de escribir sobre el pasado? Pues porque quizás saber como fue el origen nos inspire
para saber cómo hay que hacer hoy. Atención, dije “nos inspire” no estoy diciendo que vamos a en­
contrar la fórmula. Buscamos inspiración.
Porque hay que recordar que crecimos en la lucha social, en el sindicalismo y en la política
con una creencia poderosa: el papel de la conciencia. Estábamos convencidos de que cuando el in­
dividuo es consciente, lucha, se defiende, ataca, busca soluciones, etc. Lo contrario de la conciencia
es la inconciencia o, mas simple, la no conciencia. La tarea militante era entonces, de acuerdo a
este credo, crear conciencia, porque las transformaciones sólo la pueden hacer las masas. La tarea
del militante era muy parecida a la de un maestro. ¡Las veces que habremos bregado que todo mi­
litante es un maestro cuya misión era despertar conciencia! Los sacerdotes del tercer mundo, in­
sufribles docentes, espantaron a la Real Academia de la Lengua con la verbalización del sustantivo
conciencia transformado en el verbo “concientizar”.
Pero a lo largo de los años ocurrieron dos fenómenos que nos hacen revisar estas ideas: 1)
muchas personas adquirieron la conciencia y no asumieron el compromiso militante; 2) muchas per­
sonas se sumaron a la militancia con escasísima conciencia y la fueron adquiriendo en la lucha.
La segunda observación es: ¿tiene que ver la conciencia con la educación concretamente con
la alfabetización? Su correlato ¿es más conciente un alfabetizado que un analfabeto? La respuesta
en base a nuestra experiencia concreta es ambigua, puede ser tanto uno como otro, es decir hubo
gente que se sumó en un acto de conciencia, digamos “bien pensado” y gente que se sumó en un
arranque espontáneo y en la lucha adquirió la conciencia. Pero en este punto es necesario levantar el
ángulo de análisis aunque sea como referencia: uno de los pueblos más analfabetos de Europa hizo
la revolución rusa y uno de los pueblos más alfabetizados creó el nazismo.
Para abreviar este camino adelanto la siguiente observación, tanto la experiencia histórica
como la observación militante muestran que la conciencia es condición necesaria pero insuficiente.
Luego que no existe un concienzómetro y que la relación de la conciencia con la educación es rela ­
tiva. Un sencillo razonamiento indica que adquirir conciencia debería ser más fácil a un alfabetiza­
do porque puede utilizar los instrumentos de instrucción. Pero la misma experiencia indica que de­
trás hay una condición social que actúa en los individuos sin perjuicio de alfabetizados o no. A esto
hay que agregarle el concepto marxista de clase, las categorías “explotación” y “opresión”, las que
estipulan que el papel en la producción influye, condiciona la conciencia, porque está determinada
por el sujeto histórico.
Va de suyo que no pretendo ser original con estas inquietudes. No son nuevas, tan viejas
como la militancia y el viejo Lenin tiene todo un tratado sobre la conciencia, a la que define como
“el espejo subjetivo de la realidad”. Además de los pensadores, la psicología se ocupa del asunto.
En fin….pero lo que me motiva es que sobre el tema no se sabe lo que no se sabe: O mejor dicho la
mayor ignorancia es creer que se sabe.
Por ejemplo: recuerdo en uno de los tantos actos electorales de los últimos tiempos, un viejo,
viejo de edad digo, un intelectual del P.C. de alrededor de setenta años, soltó con soltura y despar­
pajo una frase de manual leninista: que las elecciones servían para medir “el grado de conciencia de
la clase obrera”. Este caballero repetía una frase que en su juventud le había escuchado a Lenin, y
en su larga trayectoria política en el Partido no se le ocurrió verificar la vigencia de semejante pos­
tulado. En ese momento la mayor parte de la clase obrera de Argentina votó a Menem. Recordemos
cómo había sido antes: 1973 ganó Cámpora en nombre de Perón; fue un voto contra la dictadura de
Lanuse; meses después ganó Isabelita con Perón moribundo, fue un voto contra Cámpora y la aven­
tura montonera; en 1983 Alfonsín barrió; la clase obrera volvió a votar positivamente contra la dic­
tadura. Y luego votó a Menem, el hombre que desarmó el Estado de Bienestar. Después se votó a la
insufrible clase media que tuvo la virtud de facilitar el argentinazo del 19 y 20 de diciembre. De
esos hechos emergió la pareja real Kirchner, la caricatura de los Montoneros. Caramba que sufre al­
tibajos la conciencia de la clase obrera argentina.
¿Sólo en Agentina? Ni hablar de lo que son los actos electorales en los países de tradición po­
litizada como Italia, donde se alternan los gobiernos de izquierda y de derecha, por ejemplo. Ni ha­
blar de ese nuevo invento llamado “voto castigo” sumun del orgasmo del Estado de Derecho. Es
evidente que las elecciones, al menos ahora, no sirven como concienzómetro.
Y también queda a la vista que la conciencia es condición necesaria pero insuficiente. Ello
significa que hay un sentimiento ¿qué dije? ¿sentimiento? Pero la conciencia no es sentimiento, es
pensamiento. ¡Pues ahí esta el rastro de lo que buscamos! Lo que impulsa a la acción no es un pen­
samiento sino un sentimiento.
Ese sentimiento se llama deseo. Entendiendo a este, como fue expuesto en la primera parte,
no como una tentación, no como un sentido de poseer, de posesión, sino como el impulso del cuer­
po que busca desarrollar toda la potencialidad. Y aquí me llega el comentario de mi amigo Miguel
que me recuerda lo que escribe Leibniz “a veces podemos obtener o hacer lo que deseamos, pero
nunca podemos desear lo que deseamos”; es decir, las personas no son el “motor” de sus deseos, la
cosa pasa por asumir o no lo que nos constituye y atraviesa como deseo.
¿Será muy místico decir que el origen del deseo es misterio?
El deseo es, en primer lugar, sed de creación.
Interesante; ahora me surge la siguiente reflexión: el deseo es corporal, no racional, la con­
ciencia es cerebral, racional. El deseo es la voluntad, la decisión, la acción; la misión de la con­
ciencia, en cambio, es determinar cómo será esa acción. ¿Será muy esquemático inferir que la con­
ciencia, como bien racional se corresponde más con la moral – la que indica el “deber ser” – y el
deseo como impulso vital del cuerpo se corresponde con la ética?. Me temo que los expertos en fi­
losofía me agarren a los cascotazos.
Pero aun a ese riesgo saco la conclusión siguiente: la fuerza vital del deseo activa la concien­
cia y la depura de la moral y la impregna de ética. Digamos al pasar que podemos resumir la ética
diciendo que es la fidelidad al deseo. Y la conclusión sobre la época actual: sobra conciencia y so­
bra moral - por algo se la pasan marchando y parodiando a los setentistas, sin ver por donde pasa
el sujeto activo.
Insisto en las marchas porque es casi la a única actividad militante, o bien toda militancia
está presente allí. Paradójicamente el Che marchó mucho más después de muerto que cuando esta­
ba vivo. Poca gente sabe que el Che no fue el militante estudiantil clásico, casi no se le conoce acti­
vidad de ese tipo. Casi no se conoce petitorio estudiantil con la firma de Ernesto Guevara. Mucha­
cho de bajo perfil, sin dudas.
¿Y nosotros? Pues claro, a veces marchábamos para solidarizarnos con determinado movi­
miento en lucha. Pero nunca hicimos una marcha para peticionar algo al gobierno. Nosotros no peti­
cionábamos. Lo tomábamos, pués.
¿Será que las marchas actuales están muy influidas por el criterio televisivo que lo que no se
ve no existe? Tengo para mi que las marchas actuales es la muestra de cómo la izquierda ha sido
captada por el criterio que la política es espectáculo. De allí la importancia mayor a la fanfarria
(carteles, gorritos, uniformes, banderitas, etc.) que a la acción de una marcha.
Sea como fuere el abuso del marcheo indica que es una forma central de hacer política. Y en
la marcha se verifica lo dispuesto en la republica de Platón, cada cosa en su lugar, nadie puede sa­
lirse del cuadro; el “sistema” parece haber incorporado el marcheo como manera de control so­
cial, sobre todo como manera de sostener la iniciativa. Salirse de la marcha sería como salirse del
sistema. Cuando digo salirse de la marcha, quiero decir, inventar otra cosa.
La marcha es, entonces, la expresión mayor de conciencia de la izquierda actual, por lo
tanto su expresión moral. Y desgraciadamente refleja plenamente su pobreza espiritual.
Pero, por otra parte no se puede llevar adelante acciones políticas transformadoras si no se in­
tenta al menos capturar la iniciativa. Iniciativa para romper lo dispuesto en la república de Platón,
para romper la iniciativa del Poder. No puede haber creatividad sin iniciativa y viceversa, no puede
haber iniciativa sin creatividad. Claro, para asumir iniciativa y creatividad, además se necesita una
gran cuota de coraje. El riesgo es que esa iniciativa se transforme en sentido ateniense de la Trage­
dia. Vimos como eso ocurrió con la formidable iniciativa de los revolucionarios en la guerra de
Vietnam.
Para blanquear la metáforas lo diré claro: Iniciativa es rebeldía, y el Poder no perdona la re­
beldía, la falta de coraje es no atreverse a la rebelión. Rebelión en serio muchachos, no rebeldes
folclóricos tipo Castells.
¿Qué falta entonces para cobrar iniciativa? Dicho de otra manera ¿Por qué la izquierda no
sale del pozo?
Pues está claro, se puede oler en el aire: falta deseo, por eso se aprecian griteríos, y consig­
nas racionales, trajes vistosos, intentos de murgas, pero muy poca pasión. Sobra conciencia, sobre
todo conciencia de que el deseo nos haga caer en otra Tragedia.
Conciencia del riesgo de pagar caro la rebeldía, contra la democracia representativa por la
democracia plena. Dicho de otra manera: sobra miedo, miedo a la Tragedia.
Porque en el fondo, creemos en el Estado de Derecho y no hemos aprendido de los griegos
a jugar con los Dioses, es decir a disfrutar la Tragedia. Claro, en tiempos de los atenienses no
existía el Estado de Derecho, este es un invento de la burguesía europea para regular la democra­
cia que inventaron los atenienses.
Curioso, los guevaristas tampoco creímos en el Estado de Derecho y sí en la democracia, pero
no como sustantivo sino como verbo; no como institución de representantes sino como práctica pre­
sente.
Por eso sobra la conciencia y la moral. Por eso las marchas son tan ordenadas, tan al estilo de
la república de Platón o sea, repito, paradigma del Estado de Derecho, transformador de la democra­
cia en “representativa”.
Falta acción y la acción no surge de la representación ni de la conciencia, surge del deseo
presente, no re-presentado.

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