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EL IMPERIALISMO CATALAN DESDE LA DICTADURA DE

PRIMO DE RIVERA HASTA HOY

por Enrique Centelles Forner

Índice de contenido
Prefacio..............................................................................................................................1
1.La Posguerra Mundial, la Dictadura y la proclamación de la II República (1918-1931).
...........................................................................................................................................2
2.La II República................................................................................................................8
3.La Guerra Civil..............................................................................................................13
4.La España de Franco...................................................................................................18
5.La Constitución de 1978. .............................................................................................22
6.Conclusiones................................................................................................................22
1.El desprestigio del termino nación española o España. .........................................22
2.El imperialismo catalán reducido a los Països.........................................................23
3.Las mentiras históricas nacionalistas y el grado de confusión popular...................23
Bibliografía utilizada.........................................................................................................24

Prefacio
El presente trabajo se inscribe dentro del curso “Los nacionalismos en la España
contemporánea” impartido por el profesor Andrés de Blas. Una vez alcanzada una
visión de conjunto de la génesis de una idea de nación española y el consiguiente
surgimiento de una idea de nacionalismo español, se prosiguió con unas
consideraciones sobre las transformaciones del nacionalismo español a lo largo del
siglo XIX, para concluir ya, de manera mas especializada y como elección personal del
que suscribe en la, autoimpuesta por Cataluña, conquista moral de España; el llamado
por Enric Ucelay “El Imperialismo Catalán” que se da con toda su fuerza desde la Crisis
de 1898 hasta el final de la I Guerra Mundial.
El objeto del presente trabajo es rastrear la impronta imperialista -si es que la hay-
en el nacionalismo catalán desde entonces hasta ahora (por ejemplo, en la i,plantación
de los Països Catalans), así como la disolución dentro de éste de un patriotismo
español, innegable hasta entonces. También se tratará la eventual relación de uno y
otro: es decir, si la imposibilidad de llevar el imperio catalán al resto de España ha
tenido algo que ver con el anhelo de relajación de vínculos con el resto de España,
cómo se ha pasado de ese sentido de superioridad que le llevó al intento regenerador
de España, al discurso victimista a la par de insolidario y, en cierto modo, incompatible
con el permanente sentido de superioridad.
Apenas se señalaran unas observaciones sobre el nacionalismo catalán durante el
franquismo -las que vieen al hilio de mi tesis- y tras la proclamación de la Constitución
de 1978 pues, además de ser, éste último, un tema lo suficientemente complejo y difícil
de tratar sin apasionamiento cegador, mi propósito es centrarme en los hechos
históricos y el pensamiento, manifestado en discursos y escritos, de los personajes que
hoy esgrime a su favor el nacionalismo catalán. Y esto lo hago para evidenciar que si
los nacionalistas quieren federarse o independizarse o buscar cualquier modelo de
Estado distinto al que tenemos es por una actitud puramente voluntarista, por mera
conveniencia, pero suelen ser falacias sus argumentos históricos que hunden sus

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raíces en el romántico sentimiento de nación. Y si pretenden fundamentar ahí sus
pretensiones poco tenemos que discutir. Se podrán deplorar, pero son difíciles de
rebatir en el plano intelectual. Si alguien se siente catalán y no español podríamos,
quizás, esforzarnos en cambiar sus sentimientos apelando a otros, pero el debate
tendría escaso recorrido.
Sucede, sin embargo, que los humanos tenemos tendencia a buscar una
justificación tanto a nuestras acciones y opiniones como a nuestras querencias y
sentimientos. Cuando alguien dice que se siente catalán y no español y aspira a la
independencia política de los territorios que él considera catalanes sería muy extraño
que lo proclamase “porque sí”. Más bien, buscará razones que los demás puedan
entender, sobre todo si, además, hace proselitismo, lo que obliga a ir más allá del mero
amor a la terra, por apasionado que éste sea. Y si el sentimiento nacionalista es
difícilmente objetable, no sucede lo mismo con los argumentos en los que pretende
apoyarse, o con los que se justifica. Éstos sí son discutibles, susceptibles de refutación
cuando entendemos que no responden a la verdad o a la lógica o, de rechazo, cuando
ofenden nuestros principios morales.

1.La Posguerra Mundial, la Dictadura y la proclamación de la


II República (1918-1931).
El regionalismo español de finales del XIX y principios del XX era, en general, un
movimiento más integrador que disgregador, que entendía la identidad local de un
modo espontáneo, compatible con los llamados sentimientos nacionales de
españolidad. Sin embargo, surgen en Cataluña, País Vasco y Galicia movimientos
nacionalistas fundamentados en los elementos diferenciales lingüísticos, históricos,
culturales, etnográficos e institucionales, lo cual constituye un hecho histórico distinto
que conducirá a un replanteamiento de la organización territorial del Estado, primero
con la mencionada Mancomunidad de Cataluña (1914), luego con el reconocimiento
autonómico de la Segunda República (1931-1936), en la que se elaboraron los
Estatutos catalán, vasco y gallego1, y finalmente con el Estado de las Autonomías
auspiciado por la Constitución de 1978, al año siguiente de restablecerse la Generalitat
de Cataluña, con Josep Tarradellas como presidente.
Según el ex presidente Jordi Pujol, Cataluña nació como pueblo y como nación hace
mil doscientos años, como una marca fronteriza del Imperio de Carlomagno. «Nosotros
—sostiene— formábamos la Marca Hispánica, la avanzadilla del imperio hacia el sur,
la avanzadilla —entonces la Península Ibérica estaba dominada por los musulmanes—
de Europa hacia el Sur. Cataluña es el único pueblo de España que nace ligado a
Europa, y no —como los demás— como una reacción autóctona del legitimismo
visigótico contra los musulmanes.»
Al margen de su historia como entidad territorial independiente hasta el siglo XV y la
tradición de sus leyes y fueros, que pervivieron hasta los Decretos de Nueva Planta, la
base moderna del nacionalismo catalán puede encontrase en el movimiento cultural de
la Renaixenca, en torno a 1830. Se trata de una corriente literaria e intelectual que se
inspira en el Romanticismo vigente en la época, pero que tiene el particular objetivo de
recuperar las señas de identidad catalanas, especialmente las relacionadas con la
lengua propia. Sin embargo, las primeras formulaciones políticas no llegarían hasta
mediados de ese siglo y, sobre todo, hasta que surge la figura de Valentí Almirall, que
convocó en 1880 el primer congreso catalán con la finalidad de unificar dos tendencias
distintas para conseguir el federalismo, nunca la independencia como tan
frecuentemente se dice.
1
El Estatuto Catalán se aprobó durante la República; el Vasco, durante la Guerra Civil y el Gallego no
se llegó a aprobar.

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El siguiente paso fue la creación del Centro Catalán, que tenía el objetivo de
concienciar a la sociedad catalana de los beneficios de la autonomía. En 1882 Valentí
Almirall y el Centro Catalán redactaron el Memorial de Greuges, con el que se
reivindicaba la identidad política y cultural de Cataluña, con una propuesta federalista
que miraba, desde el punto de vista administrativo, a la división territorial alemana,
entre otras. Pero este proyecto fracasó y en la última década del siglo XIX nació otro
más conservador, la Unión Catalanista, que elaboró las Bases de Manresa. Este
documento puede considerarse como la carta magna del nacionalismo catalán y
marcaba entre sus objetivos el logro de la autonomía, la defensa de los cargos públicos
para los catalanes y la oficialidad del catalán como lengua, entre otras consideraciones.
A comienzos del siglo XX cobraron importancia las figuras de Francesc Cambó y
Prat de la Riba. De su actividad nació la Lliga Regionalista, una formación
conservadora, católica y burguesa, que planteaba como objetivos la autonomía para
Cataluña y la defensa de los intereses económicos de los industriales catalanes. Como
vimos2, esta autonomía era un mal menor dentro de una campaña proselitista de
concienciar al resto de españa de los valores sociales, intelectuales y morales al resto
de España. Aunque en las primeras décadas del siglo imperaba este nacionalismo no
independentista y conservador, se produjeron otras tendencias catalanistas de distintas
significaciones: tradicionalistas, federalistas, democristianas, marxistas... De hecho, la
Esquerra Republicana, la formación más influyente en esta comunidad entre 1931 y
1936, era federalista, popular y, como su propio nombre indica, republicana.
El regionalismo valenciano se articuló también tarde, en la misma década que el
andaluz, con los precedentes del resurgimiento cultural de finales del XIX, que en el
caso valenciano dio origen a la creación de la sociedad Lo Rat Penat en 1878, núcleo
del valencianismo cultural hasta bien entrado el siglo XX. La vertiente política del
regionalismo valenciano tampoco logró arraigo suficiente entre la población,
probablemente por su carácter interclasista, su localización casi exclusiva en la capital
valenciana y la disyuntiva ente la afirmación de su personalidad específica o la
integración en el nacionalismo pancatalanista.
Tras la Primera Guerra Mundial, el imperialismo pasó a ser una palabra maldita, una
ideología desacreditada. La Primera Guerra Mundial barrió buena parte de los
cimientos internacionales sobre los que se había edificado la teoría política de la Lliga.
Se hundieron los grandes Imperios. El conjunto turco desapareció, así como la
Monarquía dual austrohúngara. Alemania quedó reducida y convertida en República.
Rusia, también recortada, se convirtió en el antiimperio por estricta definición de
ideología de Estado.
Las Coronas fueron borradas. De ser excepcionales en Europa, las Repúblicas pasaron
a ser normales. De ser habitual y deseable el gran ente territorial, se pasó a
fundamentar el sistema de Estados europeo en entidades pequeñas, supuestamente
más democráticas por nacionalmente representativas y homogéneas. Tan sólo
quedaba el Imperio británico, en su acostumbrado «aislamiento espléndido», como una
singular extravagancia.
En otras palabras, desapareció todo aquello que hacía «moderno», actual,
renovador, pero a la vez práctico, nada utópico en apariencia, el esquema propuesto
por Prat, defendido por Cambó y ensalzado y teorizado por D'Ors. De una atrevida
propuesta innovadora para España, el «imperio» pasó a ser una antigualla política si no
se redefinían sus contenidos para adecuarlos a las circunstancias nuevas.
Como corolario de ese hundimiento devino la imposible ciudadanía «imperial» y el
hundimiento del federalismo monárquico.
Llegada la posguerra, pareció excepcionalmente difícil infundir un sentido actual,
2
E. Ucelay.- El imperialismo catalán.- Edhasa, Barcelona, 2003.

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«moderno», al repertorio conceptual institucional que, escasamente un lustro antes,
había sido completamente normativo. Era una percepción común incluso desde puntos
de vista considerados relativamente convencionales o «burgueses» a la luz del
leninismo. Como subrayó el famoso escritor angloirlandés George Bernard Shaw, en su
notorio ensayo político The Intelligent Woman's Guide to Socialism, Capiltalism,
Sovietism and Fascism, aparecido en 1928:
Esa curiosa conciencia que fue inventada por hombres de Estado ingleses para mantenerse
honrados, y que todos llamaron Opinión Pública, fue tumbado como un ídolo, y la
ignorancia, olvido y tonterías del electorado fueron cínicamente aprovechados hasta que ¡os
escasos pensadores que leían los discursos de los líderes políticos y que podían recordar
durante más de una semana las promesas y las afirmaciones que contenían, quedaron
sorprendidos y escandalizados por la audacia con la que se engañaba al pueblo. Las
preparaciones concretas de guerra con Alemania fueron escondidas y, finalmente, cuando
las sospechas se hicieron agudas, negadas; y cuando por fin caímos en el horror de 1914-
1918, que dejó la Iglesia anglicana desacreditada, y los grandes Imperios europeos
fragmentados en Repúblicas que luchan por sobrevivir (la última cosa que los responsables
de la contienda pretendían), el mundo perdió su fe en el gobierno parlamentario hasta el
punto de que fue suspendido y remplazado por la dictadura en Italia, España y Rusia sin
provocar más protesta general democrática que un cansino encogerse de hombros.

El problema de fondo era sencillo, al menos en abstracto. El «imperio», cualquier


«imperio», no ofrecía un modelo de ciudadanía, como lo podía hacer, al menos en
potencia, el Estado nacional unitario. Pero la victoria aliada en la Guerra Mundial
impuso el difícil tema de la ciudadanía coma norma. Casi se podría describir como un
accidente político. El famoso «wilsonismo» tomó en serio las propuestas programáticas
del sector radical democrático en Francia y sobre todo en Gran Bretaña, que tan útiles
y artractivas resultaban para articular el combate de propaganda contra los «Imperios
centrales». Las «pequeñas naciones», liberadas de la opresión «imperialista» y
militarista, verían su independencia exterior garantizada por una «sociedad de las
naciones" y su equilibrio interior asegurado por la democracia parlamentaria, que
requería la corroboración de la representación ciudadana.9 Abruptamente, en enero de
1918, ante la propuesta de paz bolchevique emitida en noviembre de 1917 por Lenin
con el mero ob|etivo de promover una mayor agitación, el presidente norteamericano
Woodrow Wilson convirtió el conocido mensaje propagandístico de los Aliados en unos
fines bélicos oficialmente declarados, al enunciar sus famosos «Catorce puntos». Dado
el peso de la publicidad aliada, ni Clemenceau ni Lloyd George se podían retractar de
su retórica. Además, cada vez más, parecía más importante asegurar la «contención»
de la presencia bolchevique en Rusia. La Unión Soviética, oficialmente establecida en
1922, resolvió el problema de la ciudadanía asimétrica mediante la milítancia en el
Partido Comunista, que resumía tanto el derecho a intervenir en política por encima de
la población general, si bien en su nombre (algo común a todos los «imperios»), así
como la función hereditaria dinástica, que asimismo era una función suya. El
bolchevismo, al mismo tiempo que sistematizába las culturas nacionales sometidas a la
antigua rusificación, aportando tanto la revisión técnica como la educación oficial en la
lengua local nuevamente normalizada, prometía la búsqueda del «nuevo hombre
soviético», ajeno, por su superioridad, a las viejas patrañas del «nacionalismo
burgués». La transformación de la multiplicidad en unicidad, la confusión definitiva
entre Nación y Estado, no se preveyó suave.
El principio de la «autodeterminación» no es una idea del presidente Wilson. «La
congruencia teórica del liberalismo —ha escrito Andrés de Blas Guerrero—, con las
rnatizaciones introducidas por los intereses políticos, llevaba al reconocimiento del
principio de las nacionalidades o, cuando menos, del derecho de los pueblos a
disponer de sí mismos, introduciendo en esta segunda idea una corrección del
determinismo nacional implícito en aquel principio». Sin embargo, este principio de las
nacionalidades o de la autodeterminación condujo a un unitarismo desbordante dentro

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de las nuevas naciones.
En cualquier caso, el efecto perturbador —incluso en los países no implicados en el
conflicto internacional, como España— de las «tablas» wilsonianas fue considerable,
aportando un nuevo factor desestabilizador en momentos especialmente crispados por un
complejo de circunstancias. Pero en nuestro caso cabe decir que, aun reduciendo a la
significación del autogobierno según Wilson el alcance de la exigencia de
autodeterminación, la escasa realidad democrática del Régimen seguía haciendo válida
la apelación a los «catorce puntos». Desde muy pronto, se acogió a ella el nacionalismo
vasco; pero en Cataluña el impacto fue mucho más efectivo, al plasmarse en el proyecto
autonómico de 1919, en meditada y notoria divergencia con las iniciativas, resueltamente
descentralizadoras, del Gobierno Romanones. La coyuntura abierta por la victoria aliada
parecía abrir un nuevo horizonte. «La convicción de que, con la victoria aliada, los
catorce puntos y la autodeterminación, había llegado la hora de Cataluña, era general
—escribe Cambó—; los unos [la veían] con resignación, los otros con simpatía...». Se
creía contar con la Europa de los vencedores: no en balde una legión de voluntarios
catalanes había luchado, algo más que simbólicamente, junto a Francia e Inglaterra. El
propio Cambó ha referido una anécdota sumamente significativa; «Aquella mañana había
conversado yo con la duquesa de Dúrcal, la cual me dijo que el día antes había
almorzado con el embajador inglés, Mr. Harding. Éste le había dicho: "Es la hora de
Cataluña. Ha llegado el momento de que los ingleses borren la mancha que en nuestra
Historia pusieron los ministros de la Reina Ana, traicionando a Cataluña. Diga a sus
amigos catalanes que Inglaterra no consentirá ahora que se les atropelle si reclaman su
autonomía; ellos han estado junto a los aliados durante toda la guerra, mientras en el
resto de España la inmensa mayoría de la gente estaba con Alemania"».
El Estatuto autonómico nonato de 1919 presenta escasas novedades en relación con
las aspiraciones de un catalanismo que seguía entendiéndose —al menos, en la
expresión de Cambó— como un camino regeneracionista en beneficio de la propia
España —Catalunya lliure dins l'Espanya gran—. La novedad estaba en el «talante» con
que se presentaba. «El 28 de enero de 1919 —recuerda Cambó— yo planteaba al
Congreso el pleito catalán de una manera nueva: como un pleito de voluntad abonado
por el principio wilsoniano —entonces en el punto más alto de su prestigio— de la
autodeterminación». Así pues, la clave —para entender la distancia abierta entre la Lliga,
que diez años antes había sido fermento de la Solidaridad, para aproximarse luego al
Maura descentralizador del «Parlamento largo»— la da el rechazo del propio Maura, en
uno de sus discursos políticos más resonantes: «...Descentralización? Toda la que
deseéis. ¿Autonomía administrativa? Cuanta pertenezca a la región y seáis capaces de
disfrutar. ¿Cercenamiento de la soberanía política? Eso nunca, ninguno, ni el más
pequeño. A un águila que vela por la conservación de sus hijos, no se le puede despojar
de una sola pluma de sus alas, ni siquiera de una uña de sus garras.»
Lo cierto es que la actitud de Maura —abierto a la descentralización administrativa,
pero cerrado al planteamiento de un conflicto de soberanías— no había variado en
absoluto desde la época de su «gran Gobierno»; lo que había variado era el techo de las
aspiraciones catalanistas, bajo el inñujo ideológico de la «autodeterminación» wilsoniana.
Ese influjo hacia más notoria la contradicción entre un catalanismo presentado —por
Cambó— como fermento de una gran España y la versión secesionista que de él
deducían los enrauxats, a los que, por otra parte, el propio Cambó parecía estimular. Se
entiende así la acusación de Alcalá Zamora desde su escaño: «Cabe que [su señoría]
dude entre ser el Bolívar de Cataluña o el Bismarck de España, pero es imposible que
quiera ser ambas cosas al mismo tiempo.» Basta con leer el comentario retrospectivo del
líder catalán: «He de reconocer que Alcalá Zamora hizo un gran discurso, seguramente
el mejor de su vida... y que en el fondo expresaba una gran verdad» "to.
En cualquier caso, y como es sabido, ei conflicto planteado en 1919 quedó rebasado de

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inmediato por el otro conflicto -el social- animado, asimismo, por los nuevos
planteamientos ideológicos de la posguerra. En este caso, el equivalente de los «catorce
puntos» de Wilson estaría en las «veintiún condiciones» que Lenin enarboló en los
umbrales de la tercera Internacional.
AI mismo tiempo, los argumentos de fondo pratianos, escuchados desde la tradición
casteilanista para la cual eran en extremo exóticos, podía provocar, a su luz, una
emocionada conversión o, al menos, una relectura de las propias creencias. Como
escribió Salvador de Madariaga: «El catalanismo es una fe espiritual profunda, sincera
y potencialmente sentida. Y en cuanto es una de las pocas emociones reales que laten
en la vida pública española, será, y a no dudarlo, uno de los factores más fecundos en
el renacimiento político de toda la Península.». Su conclusión era clara y expresada en
cursiva: «A nuestro parecer, Cataluña es una nación, si bien una nación española,»
También, por ejemplo, en la misma línea y pasada la contienda civil, el falangista
«arrepentido» Dionisio Ridruejo haría de apologista entusiasta de las verdades
españolas en clave catalanista: «Porque también en eso coincidimos: en no desear una
unión de bajas conveniencias —las conveniencias ayudan, pero no bastan— ni unión
obligatoria, es decir, una unidad muerta de aquellas que en vez de sumar fortalezas y
dignidades plenas agregan pequeneces menesterosidades. Dicho sea de paso: hasta
donde el esfuerzo "catalanista" [sic] fue de sustituir un necesitar por un querer la unidad
española, no ha habido grado de patriotismo ni estilo de patriotismo equivalente al
suyo.»
En medio de uno de los diversos encuentros de promoción intelectual del
entusiasmo pancatalanista durante la «transición democrática» de los años setenta, el
historiador Josep Fontana, abanderado tenaz del marxismo historiográfico, hizo un
recordatorio lleno de sentido común que sirve como reflexión para sus antecedentes de
las primeras dos décadas del siglo:
Y habrá que repetir que una conciencia a esta escala no puede ser ni el resultado inevitable de la historia
pasada, ni la consecuencia de haber recibido, con el nacimiento, alguna especie de inefable espíritu
colectivo, sino que implica un proyecto de futuro compartido por los miembros que debieran componer
esta colectividad de pueblos. La existencia de una historia, de una cultura y de una lengua comunes
son condiciones tal vez necesarias, pero no suficientes, como lo demuestra el hecho que no hayan
bastado para suscitar anteriormente el despertar de una conciencia colectiva a escala de los Países
Catalanes.
Estas reflexiones nos deberían advertir de los riesgos que implica la pretensión de montar una
conciencia parecida sobre las bases únicas de la cultura y la historia. Por este camino no legaríamos
a otra cosa que formulaciones retóricas y vacías de sentido, por el estilo de una «Hispanidad»
culturalista, basada en una visión deformada del pasado, manipulada por unos intereses sociales muy
limitados, que no bastan para conseguir la más mínima movilización popular efectiva.3

No se puede dudar, aunque parezca paradójica la idea, de que la presión de los


nacionalismos y/o regionalismos en España generó la esperanza de una innovadora
identidad patriótica hispana, un nuevo tipo de adhesión sentimental al hecho de
España que permitiría vivir una recuperación colectiva en el siglo XX. Pero en España
-como en Francia y quizás en todas partes- la historia de la descentralización ha sido
un incesante vaivén con el centralismo. En tal interacción, por muy negativa que fuera,
era natural que se produjeran intercambios, especialmente en aquellos aspectos
menos confesables o conscientes. Después de descubrir la diversidad hispana, era
lógico prever el surgimiento de una unidad completamente nueva, sentida y no
impuesta, que despertara energías profundas y estimulara voluntarismos no vistos
desde los tiempos de la «empresa de América». En otras palabras, incluso para
opiniones hostiles, resultaba tentadora la idea catalanista de que sería posible desvelar
a España por partes con la sencilla oferta de imaginación, redefiniendo, en dos pasos
vinculados, las identidades internas de las personas y la aparencia externa del poder,

3
J. Fontana, Reflexions sobre la unitat històrica dels països Catalans, 1977 cit. por Enric Ucelay

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por el simple medio de «complejificar» las categorías más sencillas y simplificar las
más complejas. Parecía ofrecer unas metáforas de futuro a cambio de un simulacro
disfuncioinal del presente y unas analogías vacías respecto al pasado glorioso. Era
muy fácil la deducción: si los catalanistas no lo hacían a su manera, otros, tal vez
desde puntos de vista bastante dispares, podían probarlo con el mismo planteamiento.
En 1908, unos tres años antes de su muerte, el poeta y político conservador valenciano
Teodor Llórente, en plena euforia de la Solidaridad Catalana, se afirmó frente al
anticatalanismo republicano para insistir, en un discurso en Elche, en la fascinación que
el juego interactivo de «unidad cultural» y unión «imperial» podía ejercer sobre la
imaginación hispana: «Y -seguía soñando— como no todos los pueblos de la nación
española son tan impulsivos y tan despiertos como los de este litoral, unos otros más
lentos a sentir el actual momento regenerador, decían: "Oh, si estuviéramos tan unidos
como lo han estado siempre los catalanes, como lo están ahora los valencianos, ¡nos
luciría más el pelo!"».
El feliz invento pratiano tuvo la intención de evitar las trincheras habituales entre
republicanos y monárquicos, católicos y anticlericales, con la promesa de una gran y
superadora síntesis de política y cultura. Luego, de manera abrupta, cambió el mercado
ideológico; con la Primera Guerra Mundial, todo el lustre moderno de «imperio» pasó
de moda. Pero quienes buscasen una salida a los tópicos al uso, encontrarían en la
metáfora pra-tíana, en los intentos de aplicación de Cambó y en los matices y
elucubraciones eíististas de D'Ors, material más que adecuado para una novedosa
reconstrucción, siempre en términos de derechas, sin recurrir jamás a los manidos
clichés de la izquierda. Dicho claramente, el falangismo bebió de fuentes catalanistas,
por muy chocante que resulte la afirmación.
Y, en el paréntesis dictatorial, ¿que ocurrió con los nacionalismos?. Pabón, el mejor
analista de la España de entre siglos, subraya su vacío doctrinal: «Primo de Rivera
encarnó, según nos reveló su Manifiesto, los impulsos y anhelos del regeneracionismo
anticanovista y apolítico... Y no dispuso de doctrina —de principio, de sistema, de idea,
como quiera llamársele—, que, más allá de la negación, le permitiese abordar el problema
político de España y la situación excepcional de la Dictadura. La negación de la política y la
critica de los políticos, alcanzaba formas y grados diversos; pero, en el fondo, respondía a
una línea firme e invariable. En cambio, careció de una mínima coherencia todo lo otro:
definición y carácter de la Dictadura, duración de la situación excepcional cuando la tenía
por tal, normalidad y futuro políticos de España, momento y manera de la transición». Este
vacío ideológico y puramente administrativista permitió la articulación de un programa
republicano —el de Azaña— que era la superación del republicanismo histórico y del
radicalismo desacreditado de Alejandro Lerroux; dio al socialismo —libre de su gran rival, la
CNT— ocasión para poner a punto sus cuadros, ya embarcado en la nueva nave
republicana fletada por Azaña; desplazó la Lliga regionalista por las tesis extremas de Acció
Catalana y del Estat Cátala; y —desde la proscripción y la clandestinidad— destacó, en la
CNT, el activismo revolucionario de la FAI.
En vísperas del golpe de estado, Maciá había articulado una segunda, y definitiva,
formación política separatista: el partido Estat Cátala. Próximo a él, y muy abierto a los
problemas sociales del agro catalán, nacería también el Partit República Catata, liderado
por Lluis Companys, con base electoral —dientela y palanca— en los peculiares
núcleos payeses de la Unió de Rabassaires, cuyas reivindicaciones económicas —el
acceso a la propiedad de la tierra que venían cultivando en régimen de arrendamiento o
aparcería— él procuró vincular, según el modelo irlandés, a la lucha catalana por la
autonomía —sin llegar al declarado secesionismo de Maciá.
La errónea política españolisla de la Dictadura radicalizó la actitud de los diversos
núcleos en que se distribuía el espectro del catalanismo. La Lliga —Puig i Cadafalch—
que en principio se mostró favorable a Primo de Rivera, por un error respecto a las

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auténticas intenciones del general —«comprensivo» hasta entonces con las
reivindicaciones regionalistas—, pronto le volvió la espalda, cuando la Dictadura
emprendió la demolición de la Mancomunidad; Maciá se lanzó por la vía conspiratoria
(intentona de Prats de Molió, 1926).
Las «agresiones» de la Dictadura comprometieron fatalmente el porvenir de la
monarquía en Cataluña, y las izquierdas republicanas no dejaron escapar la ocasión. La
intelectualidad madrileña, enfrentada con el dictador, y proclive en general a la
alternativa republicana218, había tendido un primer puente hacia el principado, con el
homenaje-desagravío a la lengua catalana, en réplica a las restricciones puestas al libre
uso de aquélla por el Directorio. Cuando, ya en marzo de 1930, los intelectuales
catalanes pudieron corresponder con un banquete-homenaje ofrecido a los castellanos en
Barcelona, Azaña se adelantó, en un discurso «impactant», a brindar cauces de
integración en la futura República al nacionalismo catalán, haciendo ofertas tan
comprometidas que, posiblemente, no hubieran sido respaldadas por las bases de su
propio partido, de mediar una consulta previa. Subrayó entonces que España sólo era
concebible con una Cataluña gobernada por las instituciones que quisiera darse,
mediante la manifestación libre de su propia voluntad: «Unión libre de iguales con el
mismo rango, para así servir en paz, dentro del mundo hispánico que nos es común.»
Pero añadió, yendo mucho más lejos: «He de deciros también que si algún día dominara
en Cataluña otra voluntad y resolviera ella reinar sola en su navio, sería justo el permitirlo
y nuestro deber consistiría en desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida
pudiésemos restablecer al menos relaciones de buenos vecinos».
Y en agosto se produjo el famoso «Pacto de San Sebastián». A la ciudad vasca
acudieron Jaime Aiguader, por Estat Cátala (Maciá seguía exiliado); Carrasco
Formiguera, por Acció Catalana, y Maciá Mallol por Acció Republicana de Catalunya. No
se llegaron allí a renovar las ofertas de marzo; no se reconoció el derecho a la
autodeterminación, puesto que la última palabra, una vez configurado que fuera por los
catalanes su proyecto autonómico, debían darla las Cortes Constituyentes. Pero las
garantías ofrecidas por los líderes republicanos a la libertad catalana dentro del régimen
fueron suficientes para operar una inflexión moderada —decisiva— en el partido de
Maciá: el separatismo, réplica a la incomprensión o al rechazo tercamente opuestos por la
Monarquía a las concesiones autonómicas plenas, fue desechado, para aceptar en
cambio la integración en la República que las propiciaba y estimulaba. Y a su vez, esta
inflexión facilitó la fusión de las dos formaciones —la de Maciá y la de Companys,
separadas por la exigencia secesionista hasta entonces mantenida por el primero—,
bajo el marco común de Esquerra Republicana de Catalunya, al que se incorporó
asimismo el grupo de L 'Opinio, orientado por Lluhí Vallescá. Por su parte, los dos
núcleos procedentes de la crisis de la Lliga, Acció Catalana y Acció Republicana de
Catalunya, se refundieron también, ya aceptado plenamente el cauce republicano,
enmarcándose conjuntamente en Acció Catalana. El intento de «regenerar»
democráticamente in extremis a la Monarquía, intento al que Cambó, muy receloso
respecto a una solución republicana, sumó su esfuerzo a través del poco consistente
Centro Constitucional, liquidó en cambio, de hecho, los horizontes de la antigua Lliga,
después del 14 de abril.

2.La II República.
En los primeros años de la República se observa ya, sin tapujos, como la idea
independentista va tomando fuerza toda vez que se ha abandonado la idea
imperialista-regeneracionista para toda España. Es del todo evidente, como ha
demostrado Ucelay, que la idea del imperio es tomada, cual testigo en una carrera, por
Ramiro Ledesma y José Antonio Primo de Rivera (hijo) quién comprende muy bien el
problema catalán y pretende conseguir abundantes prosélitos en una tierra abonada ya

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con la sugerente idea del Imperio. Si bien es cierto que, en etapas anteriores, ademas
de Catalunya dins la Espanya Gran habían aparecido opúsculos, discursos, etc. donde
se tomaba a la antigua Corona de Aragón como una zona de mayor influencia del
catalanismo, pancatalana o catalana sin más; es en este período cuando se acentúa la
insistencia como reducto, quizá de aquél imperialismo. Cambó -que se había
radicalizado hasta el punto de utilizar en algún discurso un lenguaje pseudomarxista,
quizá para parecer mas moderno- utilizó un doble juego: por un lado sintonizaba con
los nacionalismos vasco y gallego, despreciados por el jefe de ERC, Lluís Companys y
el presidente y caudillo Maciá (que defendían el excepcionalismo del sistema político
catalán frente al sistema general republicano) y, por otro utilizaba el mismo
planteamiento de una regionalización generalizada según el artículo 8 de la
Constitución, para entenderse con la CEDA. En el verano de 1934, el fracasado golpe
de Estado de Companys, la Esquerra y el PSOE dió la iniciativa a los lligueros pero
cuando Cambó tuvo que defender el Estatuto en las Cortes, se encontró solo, atacado
por el falangista Primo de Rivera, el doctor Albiñana y los monárquicos Goicoechea y
Calvo Sotelo. Cambó contestó con gran dureza aludiendo a las muchas sintonías que
se abandonaban con la Lliga. Ideológicamente, en esos debates parlamentarios se
cerró un ciclo empezado casi cuatro décadas antes.
Para entender el carácter demagógico de la izquierda y el nacionalismo, que hacen
imposible la instauración del Estado de Derecho, voy a traer a colación unas páginas
de Pío Moa. Hay que tener en cuenta que los delitos de ser juzgados por un tribunal
militar llevaban aneja la pena de muerte y juzgados -contra toda legalidad- por el
Tribunal de Garantías Constitucionales, la cadena perpetua:
El carácter de la represión por el movimiento revolucionario se manifiesta bastante
bien en la sufrida por los líderes rebeldes. La Esquerra y el PSOE habían justificado su
revuelta como reacción a un golpe o amenaza de golpe fascista, justificación insincera,
pues desde luego no creían en tal cosa. Y si alguno la creyó, los hechos le probaron su
error: sus partidos no fueron disueltos, y ellos pudieron defenderse sacando partido de
las garantías democráticas. La pretensión de no haber tenido relación con la revuelta
fue mantenida contra toda evidencia. Y con excelentes resultados. Companys, González
Peña y otros cuya implicación no había modo de disimular, fueron condenados a
cadena perpetua, en espera del oportuno y habitual indulto. Largo Caballero, máximo
director del movimiento, salió absuelto “por falta de pruebas”. Prieto, huido, protestó
desde Francia por ser juzgado en rebeldía, alegando a través de sus abogados
socialistas que su estancia en el extranjero obedecía a recomendación médica, pues la
altura de la capital española sería fatal para su salud.
El aire de farsa que tomaban los juicios alcanzó su apogeo en el de los dirigentes de
la Esquerra. El gobierno había accedido a que no les juzgasen tribunales militares, sino
el de Garantías Constitucionales, antes tan despreciado por ellos. Los procesados
pretendieron haberse limitado a dar cauce razonable a un desbocado movimiento
popular de protesta por la entrada de la CEDA en el gobierno. Preguntado sobre los
elementos de la Generalitat que habían impuesto la huelga en Barcelona, Companys
afirmó que la huelga había sido espontánea, pese a oponerse a ella la CNT"FAI,
mayoritaría en el campo obrero. Oposición lógica, aclaró, porque “siempre hemos
tenido noticias de que esa agrupación (la FAI) estaba en combinación con los
monárquicos”. En el conflicto del verano anterior, preparación de ia rebeldía, tampoco
la Generalitat habría hecho otra cosa que seguir “al pueblo”, procurando moderarlo
como de costumbre. Cuando, días antes de la insurrección, se descubrían depósitos
de armas, el gobierno había mandado hacer en Cataluña los registros pertinentes, pero
Companys lo había impedido. Esto lo explicó diciendo: “Nos causó extrañeza la
medida, por la desconfianza que entrañaba”. Le había parecido insultante la
desconfianza del gobierno mientras él preparaba la insurrección.

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Así, los jefes esquerristas no se habían rebelado, sino que, atemori zados por
posibles revueltas ácratas, sólo habían ordenado “rechazar por las armas a todo el
que atacase el Palacio de la Generalidad”. Llegados ahí, los interrogatorios tomaron un
aire surrealista. Lluhí dijo no saber siquiera si alguien había ordenado defender el
palacio, aunque admitió su ansiedad ante eventuales ataques de la FAI. Al sonar el
primer cañonazo “hablamos de lo que se había producido, extrañados enormemente
de que fuerzas del Ejército vinieran a atacar la Generalidad (...), Hubo momentos de
gran confusión”. La extrañeza de los consejeros asediados llegaba al punto de no
lograr convencerse de que fuera el ejército quien les hostigaba. Preguntado si podía
imaginar que alguien aparte del ejército pudiera tener cañones, Ventura Gassol
contestó: “Eso no puedo decirlo, porque en absoluto no puede decirse nunca si hay
elementos que tienen o no [ese] armamento”. Preguntado si habían contestado a los
ataques (los rebeldes habían iniciado el tiroteo ante el palacio de la Generalidad,
causando bajas a los militares leales) afirmó: “Lo ignoro, porque no era de mi
incumbencia”. Él estaba allí, pero “no me enteré de los detalles”. ¿No se le había
ocurrido a él o a otros informarse sobre quiénes asediaban el palacio? Ventura no
tenía la menor idea; a él, desde luego, no se le había ocu rrido. Nadie sabía qué había
hecho Dencás (el cual había logrado fugar se por las alcantarillas, con varios asesores
militares), ni si se habían repartido armas, ni nada de nada. Todo parecía haber sido
un triste equívoco, al creerse los líderes de la Esquerra atacados por una combi nación
de anarquistas y monárquicos.
Ossorio y Gallardo, el defensor, alegó con la misma audacia que, dada la
espontánea rebelión popular, "el Gobierno de la Generalidad, precisamente por ser
Gobierno y ejerciendo una función de Gobierno, inexcusable en tan dramáticas
circunstancias, hubo de buscar un cauce jurídico y político (...) para que la alarma y la
indignación de enormes masas del pueblo catalán [que no se habían movilizado], no
se mantuvieran en una posición meramente protestativa y negativa (...) sino que
aplicasen su exaltación y su fervor a una obra política constructiva", A tan constructivo
fin servía el “manifiesto en que se pro clamaba el Estado catalán dentro de la República
Federal Española”. Pero "ni se alzaron en armas ni hostilizaron al ejército", proclamó
con aplomo (se habían alzado en armas, atacado al ejército, al que ocasionaron
varios muertos, y llamado durante horas a la población a la guerra civil). Los hechos,
concluyó, "no son constitutivos de ningún delito». Bien, admitió vulneración del
“artículo 167, número primero del Código Penal, ya que se trataba de reemplazar al
Gobierno constitucional por otro”, una menudencia a su entender, pues propuso la
libre absolución de los reos.
Aún le superó en ingenio un miembro del tribunal, llamado Sbert, cercano a la
Esquerra, cuando formuló una interpretación que, a juicio de la prensa esquerrista, "ha
producido gran sensación por su consistencia y por la modernidad de las teorías
expuestas". Aduciendo que sólo los delitos tipificados en el código eran punibles,
encontró que la acción de los inculpados no perseguía propiamente cambiar el
gobierno, cosa claramente perseguible, sino cambiar el estado, acción muy diferente y
no contemplada en la ley, y por lo tanto un acto "político y legítimo".
Aquella disparatada farsa, en que los encausados distaron de mostrar relevante
altura política o sentido de la responsabilidad por sus actos, venía flanqueada por una
fortísima propaganda en toda España. La prensa izquierdista retrataba a los golpistas
como hombres simpáticos, consagrados a! bien público, víctimas de las circunstancias.
Autores de prestigio, como Azorín, hablaban de "estos hombres afectuosos, llanos e
inteligentes", que "han procedido con lealtad y rectitud (...), lo han sacrificado todo por
su pueblo". Companys "un hombre de gobierno" había caído en inmerecida desgracia.
La conducta provocadora y poco gloriosa de la Esquerra había desacreditado a ésta
en Cataluña. Josep Pla diría que su intentona había cubierto de vergüenza a todos los

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catalanes, pero no era cierto. La inmensa mayoría de ellos había respetado la
legalidad, a despecho de la agitación y los llamamientos nacionalistas, demostrando en
la hora de la verdad hasta qué punto el nacionalismo y la realidad catalana diferían,
pese a las pretensiones del primero de "encarnar" a la segunda.
Ese descrédito duró poco. Al principio, la Esquerra estuvo atemorizada ante una
represión previsiblemente severa, que podía aplicarle el gobierno sin necesidad de ser
«fascista". Pero, percatada enseguida de la falta de motivo para ese miedo, multiplicó sus
propagandas aprovechando la represión de Asturias para hundir moralmente al
gobierno, pero sobre todo cultivando un sentimentalismo exacerbado hacia Companys,
identificado incansablemente con Cataluña. El diario La Ciutat —La Humanitat con otro
nombre—, daba la consigna, ya en enero: “Companys es Cataluña, y Cataluña es
Companys”, "Lluis Companys, el Presidente de la Generalidad, es el primer luchador de
Cataluña", “Companys y Cataluña. Gómez Hidalgo ha establecido la magnífica ecuación.
Companys y Cataluña se encontraron juntos el 6 de octubre. Y no se separarán jamás".
Aquello superaba lo visto en relación con Maciá. Hasta salió un libro titulado Companys-
Cataluña. Reducir Cataluña a la figura, entre provocadora y patética, de Companys,
como antes a la tartarinesca de Maciá, tenía mucho de burlesco o insultante, pero
respondía a una compulsión inevitable de los nacionalistas: sin ellos, sin sus líderes e
inspiradores, Cataluña no sería nada. Los compañeras de Companys recibían su
porción: “En el banquillo de los acusados, siete hombre de Cataluña. Y en torno al
estrado y al banquillo (...) y fuera, el pueblo. Éste será el hecho más trascendental desde
el 14 de abril".
El gobierno "fascista" consentía sin apenas trabas esa apología delgolpismo. Al salir
la condena a los jefes de la Esquerra, el 6 de junio del 35, LaHumanitat, que volvía a la
calle con su nombre, gritaba en enormes titulares; "TREINTA AÑOS DE PRESIDIO ¡VIVA
CATALUÑA!”, y citaba la reflexión de Companys: "El veredicto que nos importa es el que
pronuncie en su conciencia íntima el pueblo. Ya que nuestros defensores han hablado
del juicio de la Historia, declaramos que esperamos tranquilos su veredicto definitivo,
con orgullo en el corazón y la conciencia limpia". Palabras pasmosas en más de un
sentido. Con toda evidencia, los nacionalistas habían promovido durante el verano
anterior un clima de guerra civil en Cataluña, habían utilizado las instituciones legales
como cobertura para preparar un golpe armado; se habían lanzado al golpe en
combinación con una revolución socialista diseñada para destruir la república; se habían
rendido de modo ridículo a las pocas horas y ante tres o cuatro compañías de soldados y
guardias civiles; habían hecho todo ello invocando un inexistente golpe fascista, y a
continuación decían tales cosas con la mayor naturalidad, aprovechando los derechos,
garantías y facilidades legales que los "fascistas, habían defendido y preservado contra
la intentona insurreccional..."
Con la misma falla de prejuicios, la Esquerra explotó la suspensión del estatuto,
provocada por ella misma, para fomentar un espíriiu de agravio contra Madrid. Resulta
fascinante comprobar una y otra vez, en España y en muchos países, cómo una
demagogia tan frontalmente contraria a la evidencia tenía un éxito sorprendente. La
inicial burla popular hacia los líderes de la revuelta se fue transformando a lo largo de
1935 en identificación sentimental con aquellos "hombres de Cataluña",víctimas de no
se sabía bien qué, pero víctimas, que en todo caso “representaban a Cataluña" aunque,
según Pla, la hubieran hundido en la vergüenza. Algo por el estilo había pasado con
Maciá, y ocurría en el resto de España en torno a los líderes socialistas, perseguidos
por la vesania incomprensible del gobierno "reaccionario”.
La Lliga habría deseado gestionar provisionalmente la región. En muy buena medida
había dejado de ser propiamente nacionalista, y sus líderes expresaban a veces un
genuino patriotismo español compatible con el catalán. Dada su iniciativa y buena
organización, hay probabilidades de que hubiera arrinconado al nacionalismo de

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izquierda. Sin embargo la ambigüedad tradicional de la Lliga persistía en hechos como su
oposición a que la CEDA, con la cual sostenía relaciones en general buenas, se
expandiese por Cataluña, considerando a ésta como un feudo exclusivo. El gobierno no
se fiaba ya de ninguna tendencia nacionalista, la suspensión continuó en espera de
nuevas elecciones, y la Esquerra supo sacar buen partido del “agravio"4.
Maciá, por su parte intentó en el último año de su presidencia -y de su vida-
potenciar el peso de la Generalitat en la zona pancatalanista. Se quiso ver la mano de
la Esquerra o de sus juventudes en la “revolución” andorrana de 1933. Ante el peligro y
a diferencia de hoy, la izquierda republicana, el blasquismo valenciano reiteró los
avisos hechos a Cambó y que ahora sentían ante la amenaza de Maciá: “Macià sueña
con ser el emperador de Cataluña, Valencia y Mallorca”, tronaba El Pueblo, su órgano
en 1932. “Nada de imperialismos ni confederaciones con Cataluña” insistía en
noviembre del mismo año. En 1934, Companys, ya en la Presidencia catalana, formó
organizaciones ostensiblemente clónicas como Esquerra Republicana Balear o
Esquerra Republicana del País Valenciá y su parcial sucesor Esquerra Valenciana,
partidos que poco hicieron ante la repulsa pancatalanista tanto de la izquierda
regionalista, Acción Republicana de Blasco Ibáñez como de la Derecha Regional
Valenciana.
La Derecha Regional Valenciana —la fuerza convergente en la CEDA junto con Acción
Popular— tenía a su favor su temprana aparición —se esboza en el otoño de 1929;
cristaliza en 1930, el año de la caída del Dictador—. Frente a las ambigüedades de
Acción Nacional, el partido de Lucia se declara resueltamente republicano apenas caída la
Monarquía.
Luis Lucía procedía del tradicionalismo de Vázquez de Mella, y a una convicción
católica radical respondía su ideario, pero atenido a una plena asunción democrática tal como
lo expone en su libro En estas horas de transición, aparecido el 1 de enero de 1930. «Nos
agrupamos para luchar en el orden político en defensa de los principios fundamentales de
la civilización cristiana; y es nuestra aspiración fundamental conseguir, mediante el ejercicio
de los derechos cívicos, el imperio de los principios del derecho público cristiano en la
gobernación del Estado, de la región, de la provincia y del municipio; y el reconocimiento
de la personalidad histórica y jurídica de la región valenciana.» Tal como Lucia abordaba la
construcción del Estado de nueva planta —cuando la Dictadura había arruinado el viejo
edificio canovista y el horizonte se presentaba amenazador para los católicos—, se volvía a
un equilibrio entre el sufragio universal y el «orgánico», y a un posible Código constilucional
situado entre «el absolutismo de los jefes de Estado» y «la anarquía de los Parlamentos»
(¿una república presidencialista?), con un instrumento jurídico capaz de respaldar las
garantías constitucionales. Ese Estado habría de reconocer que «la Iglesia es una sociedad
perfecta»: le correspondía el deber de defender la familia y la enseñanza (se entiende que
religiosa). El ideario de Lucia, en lo social, parece revivir los postulados del frustrado Partido
Social Popular; era otro punto de coincidencia con las «orientaciones sociales» de Ángei
Herrera a Acción Nacional.
Pero es especialmente interesante subrayar que, ya en 1930, Lucia se atiene a la
indiferencia respecto a las formas de gobierno: el paso hacia la república le resultaba así
muy fácil, y de hecho lo dio resueltamente apenas realizadas las elecciones del 12 de
abril —a las que había ido, no obstante, formando bloque todavía con la coalición
monárquica—. El día 14 proclamó ya, como si se librara de un lastre: «¡Ya no más
defender lo que no merece ser defendido!», y achacó el desastre a que los monárquicos
pretendían simplemente volver a la época del fenecido caciquismo, como si nada hubiera
ocurrido en España desde 1923. Como puede verse, la DRV resultó más avanzada que
la organización preconizada por Herrera en Madrid; cuando una y otra confluyeron en la
CEDA, Lucia supuso una garantía en este sentido, al paso que aportaba el esquema
4
Moa, Pío.-Una Historia Chocante. Ediciones Encuentro. Madrid, 2004

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articulador del nuevo partido: su afirmación regionalista y española, al mismo tiempo, le
había inspirado ya la idea de una confederación de núcleos autónomos de derechas, que
propuso explícitamente en la asamblea de la DRV celebrada en Valencia en noviembre
de 1932 —ocasión en la que, asimismo, de forma muy significativa, aquélla se declaró
adherida a la «unión de los partidos demócratas de inspiración cristiana de Europa»—. En
la asamblea mencionada estuvo presente Gil Robles —convertido ya, gracias a su
brillante actuación parlamentaria, en el caudillo indiscutible de Acción Popular—; y El
Debate mandó como enviado especial a Medina de Togores. Con razón afirma Tusell
que hay que considerar a la CEDA como inspirada por la organización valenciana.

3.La Guerra Civil.


Un extraordinario ensayo de José Alvarez Junco5 nos muestra como ambos
contendientes en la guerra abogaron por la unidad de España. Esta afirmación que no
causa extrañeza respecto del bando nacional, aunque sólo sea por su denominación,
es más llamativa en el caso republicano pues los nacionalismos (salvo el vasco 6)
abandonaron sus pretensiones e hicieron causa común con el nacionalismo español. Al
revés que en el resto del mundo —donde quizá dominó la versión que otorgaba el
protagonismo a fascistas y comunistas—. lo que se encuentra en abundancia en los
documentos de la época es retórica nacionalista. Por extraño que parezca, los
combatientes y propagandistas de ambos bandos simplificaron toda la complejidad de
aquella guerra en términos nacionales. Aunque sin renunciar a otras justificaciones, los
dos invocaron por igual a «España» en apoyo de su causa: todo lo que estaba ocurriendo
-o al menos lo fundamental- era que «los españoles» luchaban contra un invasor
extranjero.
Ambos bandos contendientes compartían una fe similar en la existencia de un ente
colectivo, llamado «España», de antecedentes milenarios, que marcaba con indelebles
cualidades biológicas y espirituales a los individuos que la formaban. Así se había creído
por pensadores de las más variadas tendencias a lo largo del siglo precedente y, una vez
iniciada la guerra, basta echar una ojeada al conjunto de artículos y poemas publicado en
el primer número de Jerarquía, la ambiciosa revista intelectual de la Falange, para
comprobar que pocos de ellos dejan de mencionar al personaje España, la madre
España, la España herida, la España eterna, la España imperial, la España renaciente.
Tampoco la izquierda albergaba dudas sobre la realidad de una esencia llamada
«España», distinta a los individuos que componían aquella sociedad concreta.
Puestos a comparar poetas y revistas intelectuales, merece ser recordada la «Elegía
española» de Luis Cernuda, aparecida, también en plena guerra, en Hora de España, la
revista intelectual en cierto modo paralela y rival de Jerarquía:
Dime, hablame / tú, esencia misteriosa
de nuestra raza, / tras de laníos siglos
hálito creador / de los hombres hoy vivos.
[...] Hablame, madre [...] No te alejes asi, ensimismada
[...] Tierna, amorosa has sido / con nuestro afán viviente,

5
Álvarez Junco, José.- Mitos de la Nación en Guerra en Historia de España Menéndez Pidal, tomo 40:
República y Guerra Civil. Ed. Espasa-Calpe. Madrid, 2004
6
Aunque ideológicamente lo natural era que el PNV apoyara el alzamiento primó el chantaje territorial
ante el gobierno de la República para adherirse a ésta. Aparte la documentación histórica que avala
esta afirmación (recogida en la mayoría de los manuales de historia), hay que hacer dos
consideraciones: en primer lugar, el régimen republicano había hecho gala de anticlericalismo desde
su constitución y aprovechó el comienzo dela guerra para quemar, saquear y destruir iglesias
sistemáticamente, además de iniciar una persecución religiosa como no se conocía desde tiempos de
Diocleciano. Sin embargo, en el País Vasco nada de ésto se dió, incluso no se interrumpió el culto.
Para el PNV primó la cuestión territorial que este atentado contra la vida y las libertades. En segundo
lugar, una vez el País Vasco estuvo dividido entre los dos bandos, las unidades militares afectas al
régimen constitucional pedian ser destinadas al frente no vasco, con el fin de matar maketos y no
convertir aquella guerra en una lucha fraticida según sus esquemas.

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compasiva ante nuestra desdicha de efímeros
¿Supiste acaso si de ti éramos dignos?
[...] Tu pasado eres tú / y al mismo tiempo eres
la aurora que aún no alumbra nuestros campos.
Tú sola sobrevives / aunque venga la muerte
[...] Tú eres eterna / y sólo tú los creaste
para la paz y gloria de tu estirpe.

Todo el poema —de gran fuerza literaria, por otra parte—, pero en especial el verso
«¿supiste acaso si de ti éramos dignos?», presenta a España como un ente que
trasciende a sus hijos/ciudadanos, una esencia permanente y etérea que confiere a sus
individuos o partículas componentes ciertas cualidades éticas e intelectuales. Así lo
daba a entender también María Zambrano en esa misma revista al describir a Séneca
como filósofo «español», uno de «nuestros más recios pensadores», y observar que su
actitud resignada reaparecía «como nota de absoluta virilidad en nuestros predicadores
del siglo XVI, en nuestros escritores ascéticos, en nuestros pocos filósofos».
No sólo compartían las dos parles en lucha la convicción de que existía esta España
esencial, capaz de sobrevolar siglos y milenios. También el contenido, es decir, su forma de
describir el desarrollo o despliegue histórico —mítico, más bien— de ia nación, era
semejante. Los españoles eran, para ambos, un pueblo de existencia inmemorial cuyo
rasgo más notable era haber luchado una y otra vez a lo largo de la historia para afirmar
su identidad e independencia contra constantes intentos de dominación extranjera4. Esta
versión del mito nacional había quedado elaborada canónicamente en el siglo XIX, y
podría creerse que al finalizar el primer tercio del XX era poco más que un cliché
repetido sin convicción. Pero alguna fuerza debía de tener, pues fue esa, y no otra, el
arma dialéctica a la que todo el mundo recurrió al producirse el enfrenlamiento armado del
verano de 1936.
¿Cómo puede explicarse que dos bandos enzarzados en un duelo feroz, que se consideraban
tan execrables e incompatibles entre sí como para estar empeñados en exterminarse físicamente,
recurrieran por igual a un mismo milologema? En buena lógica, parece que a proyectos
políticos e intereses sociales enfrentados deberían corresponder distintas visiones del
mundo, asi como mitos y retóricas moviüzadoras diferentes. Pero no es lógica lo que hay
que buscar en este tipo de apelaciones emocionales. Baste recordar cuántas veces ha
sido invocado un mismo Dios por parte de los dos ejércitos enzarzados en una guerra. Por
otra parte, en el caso español este doble valor del mito se facilitaba porque desde
mediados del siglo anterior, y a partir de la misma saga nacional básica de un pueblo que
luchaba obstinadamente por su independencia, se habían consolidado dos versiones
paralelas y rivales. Una de ellas situaba en las libertades medievales el momento de
esplendor y «autenticidad» de la forma de ser española, mientras que para la otra —
puestos a explicar sus diferencias de forma sintética— esta época feliz y ejemplar habría
estado representada por el imperio católico de los Reyes Católicos y los Habsburgo.
Remontar su origen al siglo anterior no significa que todo el debate desarrollado entre
1936 y 1939 estuviese determinado por procesos políticos o intelectuales previos. Los
esquemas ideales sufren, obviamente, modificaciones bajo los embates e influencias de
cada época, y mucho más en momentos tan intensos como fue la crisis española de los
años treinta. Y las dos retóricas, la republicana7 y la nacional-católica, vivieron importantes
cambios al acercarse el conflicto de 1936, y sobre todo a partir del instante en que éste se
desató.
No me voy a entretener en la retórica nacional-católica pues es sobradamente conocida
y no es objeto del presente estudio. Tan sólo voy a señalar que en el bando republicano
7
Álvarez Junco contrapone a la retórica nacional-católica, la liberal. No estoy de acuerdo. Ninguna de
las dos retóricas era liberal. Y los auténticos liberales -en el sentido político del término, no en el
moral-, que no abundaban, sólo sobrevivieron en el bando nacional. En el bando republicano la
derecha fue exterminada por lo que no se le puede aplicar el nombre de democracia a la república en
tiempo de guerra.

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había un claro sentimiento nacional, al menos si nos atenemos a la retórica de estos años,
como hemos visto y me voy a entretener en explicar que ese sentimiento era extensivo a
catalanistas, anarquistas, comunistas y vascos (pero no al PNV), porque me parece menos
conocido e incluso al lector actual le resultará exótico, contaminado como está de tanta
retórica antiespañola que se achaca al uso que hizo del nacionalismo español el régimen
franquista. Álvarez Junco demuestra que ese uso no fue menor en la tan exaltada república
en guerra. Escojo el catalanismo porque es el hilo conductor de mi ensayo; el anarquismo,
porque desentona su euforia nacionalista con su esencial internacionalismo y el comunismo
por su obediencia a la Unión Soviética, un tanto incompatible con el patriotismo.
Catolicismo y miedo al «desorden» republicano fueron, en definitiva, las razones por las
que muchos vascos tradicionalistas, cercanos al nacionalismo, hicieron lo contrario que el
PNV y apoyaron a Franco, como le prestó su apoyo Cambó desde el catalanismo
conservador. Un año después, cuando estaba ya en marcha la ofensiva del ejército
sublevado sobre Bilbao, el delegado del gobierno vasco en Madrid decía también que él
creía que «Euzkadi continuará siendo de los vascos, que no caerá bajo el dominio Ítalo-
alemán». Aparentemente, de nuevo, se sumaba a la visión republicana de la guerra como
liberación contra una invasión extranjera, pero no lo hacía en nombre de España; era
«Euzkadi» la que, en vez de someterse a alemanes e italianos, seguiría siendo «de los
vascos». De ahí la tibieza del apoyo del PNV a la República —que no dudaba de que el
País Vasco era «español»— y de ahí también que se desentendiera virlualmente de la
guerra una vez caído el frente del Norte.
Entre los republicanos se trasluce la visión ideal de la nación apoyada en supuestas
constantes históricas: el propio ABC de Madrid repite el relato canónico cuando escribe
que el pueblo español, que es «la nacionalidad más desinteresada del orbe» (pues «se
desangró para forjar un nuevo mundo» y «se batió ferozmente para conservar su
independencia»), está hoy reviviendo «sus tradiciones de silencioso heroísmo»; citando a
Menéndez Pida!, aseguran que los españoles se han caracterizado, ya desde el imperio
romano, por su sentido de «la colectividad» y ésta es justamente «la constante de
nuestro pueblo», demostrada en Numancia y patente ahora, en esta lucha por «la
civilización occidental» y contra «el panteísmo bárbaro de la ola fascista que invade
Europa». No habia comenzado aún la ayuda de Hitler y Mussolini a los sublevados, pero,
sorprendentemente, los nuevos redactores izquierdistas aseguraban que la situación era
un calco de 1808: «España» — o «el pueblo»— se enfrentaba a unos «invasores», porque,
aunque los rebeldes hubieran nacido en el territorio nacional, «renuncia[ba]n a todo nexo
con la noble ideología patria, ganosos de convertirnos en una colonia del más repugnante
fascismo negro». Y, al igual que en la guerra contra Napoleón, «el pueblo», por
desorganizado y sorprendido que se hallara por la agresión, triunfaría sobre «los
traidores». «Hoy se comprueba — concluían—, una vez más, el aserto de Ganivet: la
gran obra de España es la obra del pueblo». Al día siguiente, una alocución de Marcelino
Domingo confirmaba esta visión del conflicto: «El gran error de los insurrectos ha sido
suponer que España podía ser un pueblo dominado [...] Ahora se sorprenden de que el
pueblo español se les resista. Las dictaduras tuvieron a España en un puño, pero España
es un pueblo indomable por la fuerza [...] Podrá callar, sufrir, aguantar; se podrá incluso
pasar por encima de ella; dominarla, no. Su alma es siempre suya [...] La gran obra de la
República ha sido esta: recobrar España su personalidad».
El discurso nacionalista siguió acentuándose a lo largo de la guerra, sobre todo en los
momentos en que la situación militar de la República se hizo más angustiosa. En abril de
1938, momento especialmente delicado al verse partido en dos el territorio republicano,
Martínez Barrio declaró: «En el panorama actual, las consignas de la República se reducen
a un solo mandato: salvar la independencia de España y el derecho de la nación a
disponer libremente de su destino político». En esos mismos días, el comunicado público
dirigido por Negrín, presidente del gobierno, al general Miaja, defensor de Madrid, llevaba
por título, todo él en mayúsculas: «¡POR LA INDEPENDENCIA Y LA DIGNIDAD DE

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ESPAÑA!». Y no eran sólo los políticos quienes se expresaban así. Poco después, en
una conferencia, Jacinto Benavente trazaba «el parangón entre las dos Guerras de
nuestra Independencia», y auguraba que, así como Rusia y España habían acabado con
Napoleón, serían esas dos naciones las que derrotarían al fascismo. La idea se había
impuesto, por tanto, y, a medida que pasaron los meses, las tropas republicanas pasaron
a ser llamadas, cada vez con mayor naturalidad, «ejército español», así como se daba por
sobreentendido que los militares sublevados no eran «españoles». Siguiendo la misma
lógica, las menciones iniciales a «la República» fueron progresivamente sustituidas por
«España» y, más tarde, simplemente, por «la Patria».
Entre los partidos y grupos políticos que mayor esfuerzo realizaron a favor de este
enfoque patriótico de la propaganda bélica destacaron, a gran distancia de los demás,
los comunistas. El propio ministro de Educación, Jesús Hernández, declaró, en un folleto
titulado El orgullo de sentirnos españoles, que «nosotros somos los patriotas», «nosotros
tomamos la responsabilidad de asegurar la independencia de España» frente a la
«canalla de generales traidores» que «trafican con su país». Y el PSUC, rama catalana
del Partido Comunista, editó un cartel apelando a la defensa de la patria—catalana— frente
a los «fascistas extranjeros» y los «moros mercenarios»; invocaba en él los hechos
gloriosos de 1640 y 1714, para repetirlos ahora, no frente a los castellanos sino frente a
las «hordas mercenarias que han invadido España». Pero no bastaba con negar que
hubiera el objetivo revolucionario propios del PCE cual eran la implantación de la dictadura
del proletariado. También la defensa de la «República» podía sonar a parcial. De ahí que
se derivara rápidamente hacia el planteamiento exclusivamente nacional de la guerra. En
efecto, el importante manifiesto publicado por el PCE en agosto de 1936 reflejaba esta
visión oficial de la situación: «La lucha ha tomado el carácter de guerra nacional»; lo que al
principio pareció ser sólo una «lucha entre la democracia y el fascismo, entre la reacción y
el progreso [...] ahora ya es una guerra santa, una guerra nacional, una guerra de defensa
de un pueblo que se siente traicionado, herido en sus más caros sentimientos». De esta
manera, el patriotismo, por necesidades de la «unión sagrada» contra el fascismo, había
pasado, así, a convertirse en un elemento discursivo no sólo aceptable, sino obligado.
Pocos intelectuales volcaron tanta energía al servicio cíe esta estrategia como el
poeta Rafael Alberti, que no sólo escribió varios romances para la defensa de Madrid
dominados por los estereotipos de heroicidad e independentismo, sino que adaptó y
dirigió una versión de la Numancia, de Cervantes. La predicción que, en la escena final de
la obra, Cervantes había puesto en boca del río Duero sobre el futuro glorioso de la
España de Felipe II, que un día habría de dominar a aquellos romanos que en el
momento de la acción subyugaban a los numantinos, se convertía en pluma de Alberti en
una predicción de la ayuda de Mussolini a Franco y de la rebelión popular contra ésta:
Adivino, querida España, el día / en que, pasados muchos siglos, lleguen,
cómplices del terror y la agonía, / los malos españoles que te entreguen
a otro romano de ambición sombría, / haciendo que tus hijos se subleven.

Y, en la estrofa final de la obra, el propio personaje «España» proclamaba:


Yo, mientras, por mi propia, férrea mano, / en mi corazón mismo
le cavaré un abismo y otro abismo / al sediento chacal alemán o italiano,
que España será al fin la tumba del fascismo.

Menos entusiastas por la retórica patriótica fueron los anarquistas, aunque de ningún
modo inmunes a ella. En principio, su filosofía política básica era incompatible con
cualquier nacionalismo. Coherentemente con este internacionalismo, los anarquistas de
1936, partidarios junto con el POUM de aprovechar la sublevación y el hundimiento de la
autoridad republicana para llevar a cabo la revolución social, tendieron a usar menos que
otros defensores de la República los estereotipos patrióticos. Pero también había
elementos de la retórica populista de origen romántico, anclaje último del nacionalismo,

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utilizados tradicionalmente por los anarquistas y la izquierda más radical, sin
considerarlos incompatibles con sus principios internacionalistas. Dentro de esíe apartado
podrían caer las apelaciones genéricas a la «nación en armas», las condenas de la
«invasión» o la «agresión» Ítalo-germana o las alusiones a la «dignidad nacional» o a la
«reconquista de España». En línea no lejana se hallaban las clásicas evocaciones de
revueltas sociales históricas, como las «Germanías» de Valencia, pretendiendo que su
espíritu se reavivara en la guerra en curso. Más constante era la invocación del «Pueblo»
—entendido como clase trabajadora, por supuesto, y no como nación— como referente
máximo de la legitimidad política; un paso más se daba cuando a su legitimidad se anadia
su invencibilidad, tan cercano ya al canon nacionalista español tradicional. Y la culminación
de este lenguaje era hablar del «espíritu indomable de la raza», como hacía Federica
Montseny; lo cual entraba de lleno en el terreno de la épica nacional más rancia.
La confusión de los dirigentes libertarios, o el dilema con el que se enfrentaban en
relación con esíe tema, se expresó con nitidez en un artículo de Solidaridad Obrera que
empezaba diciendo que la CNT y FAI eran «un movimiento revolucionario [...] sin el menor
sentido nacionalista. No somos nacionalistas, por principios ideológicos y por moral»; pero
a la vez se declaraban más españoles que nadie: «la CNT y la FAI constituyen por sí
mismas un solo y potente movimiento revolucionario netamente español, netamente
ibérico». Un españolismo que se reafirmó por Abad de Santillán, importante ideólogo y
conseller de la Generalitat catalana: «nos presentan a nosotros como antiespañoles,
nosotros que representamos la parte más pura y gloriosa de la tradición ibérica»; trente a
«esos que se llaman tradicíonalistas» y que «son en la práctica los menos leales a las
tradiciones españolas, apoyan monarquías importadas y el catolicismo romano», «nosotros
sólo buscamos soluciones españolas a nuestros problemas y estamos tan lejos del
comunismo ruso como del fascismo germano-italiano o del débil liberalismo francés».
Ejemplos como éste se pueden encontrar abundantemente en Solidaridad Obrera, en
folletos de Abad de Santillán y en los mítines, que causan sonrojo por lo contradictorios, de
Federica Montseny. Murió en los 80, afirmando machaconamente que aquello no había
sido una guerra civil sino una guerra contra alemanes e italianos.
También en Cataluña se utilizaron mucho las referencias a previas gestas «de
independencia» para excitar el celo combativo frente a las tropas franquistas.
Naturalmente, varios de estos episodios históricos catalanes habían consistido en
enfrentamientos con ejércitos castellanos, pero este detalle se marginaba; funcionaba el
«doble patriotismo» que había sido la actitud común en el XIX, y según el cual defender la
identidad y las libertades catalanas era también defender a España. Esta fue la línea
mantenida durante la guerra, como demostraron los discursos con que los representantes
de las fuerzas políticas catalanas celebraron el 14 de abril del 38, delante de Martínez
Barrio. El de Esquerra Republicana recordó el Bruch, la hazaña catalana contra la invasión
napoleónica, y el de la Unió de Rabassaires aseguró que los Frentes Populares de
España y Cataluña cerrarían juntos el paso al «invasor extranjero». El del PSUC, Rafael
Vidiella, se atuvo a la ortodoxa comunista al defender sin ambages el españolismo,
aprovechando a la vez para condenar todo intento revolucionario: «la lucha actual no es
por la instauración del socialismo ni por la dictadura del proletariado, sino que es una
lucha por la independencia de España, por la República y por Cataluña». La referencia a
«Cataluña» era, como puede apreciarse, un añadido, sin especial relevancia. Para los
nacionalistas, en cambio, era lo crucial; de hecho e! gobierno autónomo catalán
aprovechó la pérdida de control del republicano central durante la guerra para expandir
sus competencias hasta llegar a una situación de semiindependeneia virtual. Lo cual, a su
vez, suscitó profunda desconfianza en los círculos gubernamentales centrales, hasta el
punto de que Negrín llegó a declarar en algún momento: «si esta gente va a dividir
España, prefiero a Franco». Imponer su autoridad en Cataluña fue una de las razones,
como se sabe, para que trasladara el gobierno de Valencia a Barcelona. Ya en esa
ciudad, tras confesar de nuevo que preferiría dejar tomar el poder a Franco antes que

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consentir campañas nacionalistas que llevaran a la disolución de España, resumió su
posición de forma tajante: «Sólo hay una nación, España».
En conjunto,sin embargo, la tesis no era suficientemente fuerte y la confusión de valores
y consignas resultó imposible de ocultar. La bandera no era llamada por nadie o casi
nadie la «nacional» —al revés, asi llamaban a la suya los rebeldes —, sino la
«republicana» o «tricolor»; y, además, se veía acompañada con demasiada frecuencia por
la roja o rojinegra, mucho más expresiva, para algunos, de lo esencial de sus objetivos. El
himno tampoco recibía el nombre de «nacional», para la mayoría, sino de «republicano» o,
simplemente, «de Riego»; y tampoco era el más tocado, o el único tocado, en marchas o
mítines, sino que junto a él se oía «La Internacional», «Hijos del Pueblo» o «A las
barricadas» —versión española de la «Varsoviana»—. Los gestos de identificación política
eran los puños cerrados, que no tenían el menor significado nacional. Y en los mítines se
oían «vivas» a Rusia, que por mucho que Antonio Machado explicara que eran un grito de
españolidad, era difícil que no chirriaran para oídos patrióticos. ¿Y qué decir de las fiestas
cívicas o políticas?, ¿cuál era la «nacional»? El 14 de abril era la de la República, es
decir, la de un régimen que muchos consideraban partidista; el 12 de octubre, dia de «la
Raza», más nacional en su origen, era menos festejado que el 14 de abril; y, en cambio,
se celebraba por lodo lo alto el Primero de Mayo, fiesta sólo proletaria, e incluso el 7 de
noviembre, aniversario de la defensa de Madrid... y, sobre todo, de la Revolución Rusa.

4.La España de Franco

El marco legal de la Constitución de 1931 reconocía la existencia de las culturas


particulares de Cataluña, País Vasco, Galicia y otras sensibilidades regionales, pero
veía España como una unidad histórica, lingüística, política y cultural. Se alejaba del
centralismo por cuanto admitía las autonomías regionales, pero también se alejaba del
federalismo, ya que no contemplaba la asociación de estados independientes.
La descentralización que pretendían los republicanos era gradual, con el objetivo de
satisfacer en un principio las inquietudes nacionalistas más vigorosas, en particular la
catalana, pero sin debilitar la potencialidad del Estado, que necesitaban para la
regeneración nacional que pretendían acometer. Pese a que la solución administrativa
que proponía la Carta Magna de 1931 podría calificarse de moderada, resultó
insuficiente para el nacionalismo periférico como denita el alzamiento en armas de Lluis
Companys en 19348. Una visión centralista y autoritaria del Estado impregnó los
cuarenta años de dictadura del general Francisco Franco (1936-1975).
«La dictadura de Franco —recuerda el ex presidente de la Generalitat de Cataluña,
Jordi Pujol— nos dejó a todos huérfanos de libertad, pero a los catalanes, además,
intentó separarnos de nuestras raíces e, incluso, hacérnoslas aborrecer. Desde la
pérdida de las instituciones de gobierno propias, abolidas al comenzar el siglo XVIII tras
la guerra de Sucesión, sólo en unos cortos períodos de la Segunda República Cataluña
recuperó el autogobierno: no es extraño, por tanto, que aquellos años, pese a su
brevedad y a sus limitaciones, hubieran entrado en un proceso de mitificación
creciente. (...) Queríamos una Cataluña catalana, ni mejor ni peor que otros lugares del
mundo, pero fiel a su historia y a su ser. Queríamos recuperar la libertad nacional para
que volviéramos a auto-gobernarnos, pero, en un primer estadio, lo más urgente era

8
Por cierto, una de las mentiras difundidas es que Lluis Companys quiso obtener un estado
independiente, cuando en realidad lo que proclamó fué un estado federal. El mito proviene de la
exaltación de las excelencias de la Constitución de 1931, que no era federalista sino regionalista o,
como hemos visto, integral, por lo que el intento de Companys era absolutamente inconstitucional y,
por tanto, un golpe de Estado.

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conseguir que nuestra sociedad fuera fiel a sí misma y no renunciara a su memoria
histórica. La mayoría de los que en 1974 coincidimos en la fundación de Convergencia
Democrática de Catalunya, llevábamos muchos años luchando para que, cuando se
restableciera la democracia —no dudábamos, pese a todo, de que esto tarde o
temprano ocurriría—, nuestra sociedad estuviera preparada. Por esto nos aplicamos a
conservar las señas de identidad, pero no olvidábamos que un país necesita, también,
empresas, dirigentes y estructuras. (...)»
La victoria del llamado bando nacional condujo a un centralismo feroz cuyo primer paso
fue abolir fulminantemente los estatutos catalán y vasco. Álava y Navarra, provincias
que secundaron el alzamiento, conservaron sus privilegios económicos de 1878, pero
éstos fueron derogados en Vizcaya y Guipúzcoa al considerarlas como traidoras al
movimiento. Cualquier tendencia nacionalista fue inmediatamente aplastada y buena
parte de los líderes regionalistas que no lograron huir terminaron fusilados, como el
caso del andalucista Blas Infante o del catalanista Lluís Companys, al que se le hizo
volver. Los símbolos de la particularidad de las regiones —lenguas, literatura, folclore,
banderas...— fueron prohibidos y perseguidos en una represión que sólo comenzó a
suavizarse a partir de la década de los sesenta del siglo XX.
Sin embargo, las conciencias nacionales siguieron vivas en distintas comunidades. En
Cataluña, el vigor de su lengua y su cultura sobrevivió a la imposición centralista y
algunos de sus símbolos trascendieron el ámbito nacionalista para convertirse en
estandartes de una cierta oposición al régimen dictatorial. Cantantes, escritores,
intelectuales, estudiantes y hasta entidades deportivas como el Fútbol Club Barcelona
—el popular Barça— mantuvieron encendida la llama del catalanismo.
Los últimos quince años del franquismo demostraron que el lema «una, grande y libre»
que inspiró el alzamiento del 18 de julio había fracasado en lo que a la territorialidad se
refiere, y tras la muerte del dictador, se produjo de nuevo una reacción regionalista. El
11 de septiembre de 1977 Barcelona acogió la hasta entonces mayor manifestación de
la historia española, con un millón de catalanes que pedían la recuperación de su
autogobierno. La nueva Constitución ya no podía nacer de espaldas a estos
movimientos.
Y no lo hizo. Los constituyentes de 1978 recogieron parte del espíritu de la Carta
Magna de 1931 e idearon una España de las Autonomías con una descentralización
aún más amplia que la prevista por los republicanos. La nueva Ley Fundamental
planteaba una reforma territorial sólo comparable al provincialismo de Javier de Burgos
de 1833, con la extensión del reconocimiento autonómico a todas las regiones
españolas, la oficialidad de las distintas lenguas y el reconocimiento de los fueros, pero
sin renunciar a «la unidad de la nación española».
En Valencia el comienzo de la década de 1960 marca también el punto de inflexión en
el avance del proceso de vertebración del valencianismo pancatalista cultural, político y
cívico. Esa incipiente secuencia movilizadora es inseparable de los cambios
socioeconómicos propios de la industrialización que acababa de finalizar. Materializados
durante la dictadura del desarrollo, posibilitan que esta región agraria por excelencia —el
reiteradamente ensalzado por las autoridades franquis tas como el «Levante feraz y
feliz»— deje de serlo y sobre todo el nivel de vida de sus habitantes mejore de manera
significativa como en el resto de la España rica. La léngua vernácula sólo se hablaba en el
campo y por eso fue muy facial desprestigiarla. Era una lengua que había perdido el tren
de la modernidad y adolecía de los vocablos necesarios para afrontar la industralización.
Tomaba del castellano los préstamos lingüísticos para desesperación de los catalanistas

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que empezaron a insistir en la normalización de la lengua, un eufemismo de la unificación
que, debido a las resistenciasde los valencianos, ha devenido en un bodrio, una
neolengua, una lengua artificial que los ancianos valencianoparlantes no entienden y los
jóvenes tienen que aprenderla en el colegio y a través de los dos martilleantes canales de
televisión autonómicos que, a diferencia de en el Pais Vasco, se emiten en lengua
autonómica normalizada, mal llamada lengua propia, una lengua muy diferente de la que
hoy se habla en el campo (valenciano vernacular) y en el patio de todos los colegios
(castellano)
La proliferación de iniciativas (la Fundación Gaetá Huguet, la editorial L'Estel, las
librerías Dávila, Ca'n Boils, Pueblo, Concret y Tres i Cuatre, los Premios Octubre desde
1971 y el Primer Congrés d'Historia del País Valenciá 9 celebrado ese mismo año) y de
plataformas colectivas (la empresa cultural Studio, las revistas Gorg y Valencia Fruits y
los gabinetes Sigma y Publipress) es, como en Cataluña, la tónica organizativa del
nacionalismo cultural. Tanto unas como otras apuestan por «la resistencia cultural»
frente al franquismo y por «hacer País y socialismo». Y son deudoras tanto del impacto
incuestionable de la publicación en 1962 del ensayo de J. Fuster Nosaltres els
valencians como del nacimiento dos años más tarde dei PS V (Partit Socialista Valencia).
Sin embargo, a diferencia de la trayectoria del catalanismo, pertenecen
mayoritariamente a las nuevas clases medias. Estas tienen un peso destacado en el
ámbito universitario (entre otros, los profesores J. Reglá, J. Mª. Jover y M. Sanchis
Guarner), artístico (por ejemplo, A. Alfaro, el Equipo Crónica y Realidad) y en las
profesiones liberales de la capital del Turia (a título indicativo, los despachos de los
abogados A, García Esteve y M. del Hierro García). Así pues, a diferencia del Principado y
del País Vasco, las fuerzas hegemónicas de la industrializada sociedad valenciana no
participan en la configuración del frente cultural valencianista-antifranquista. Es,
puramente un movimiento cultural de intelectuales de izquierdas, compañeros de viaje de
pancatalanistas y sin aposo social.
Están ausentes asimismo de los orígenes del valencianismo cívico y del valencianismo
político. Este primero se expresará desde comienzos de 1960 de formas muy diversas.
Esa larga relación incluirá: excursiones «patrióticas» a Cataluña y «aplecs» en el País
Valenciano; conciertos de Raimon y de otros miembros de la Nova Cançó; 11ª Assemblea
Lliure d'Estudiants Valencians y «pintadas» en los muros de edificios de numerosos
municipios de las tres provincias reivindicando en valenciano el uso de la lengua
autóctona y la unidad de todos los valencianos contra la Dictadura. Pero tendrá un alcance
movilizador limitado antes de la década siguiente. Los sectores más representativos de la
burguesía no van a mostrar tampoco ningún interés en lidcrar el ala derecha y
centroderecha del valencianismo político. El espacio cubierto durante los años treinta por
DRV permanece baldío políticamente hasta finales del decenio de 1960.
Sin embargo, a partir de entonces y hasta la constitución en 1978 del Consell del País
Valenciá10, la trayectoria del valencianismo político se modifica de manera significativa
por dos motivos en especial. El primero radica en la diversidad de las nuevas
organizaciones surgidas, cubriendo el amplio arco ideológico comprendido entre la
extrema izquierda (el Moviment Comunista del País Valencia) y la derecha (el Partit Carlí
del País Valenciá). Estos grupos son tan testimoniales, en claro contraste con el
9
La denominación Pais Valenciá, que trae sus origenes de los discursos pancatalistas de finales del
siglo XIX (léase al Almirall de la época y a sus comparsas independentistas), alude a la participación
de Valencia dentro del invento de los Països Catalans independientes. Por tanto, sólo se debe usar si
se participa de esta idea. Si se quiere aludir a su deno minación histórica es más adecuado el término
Reino de Valencia (que tanto molesta a los catalanistas porque Cataluña nunca fue un reino) o
Valencia (que molesta a algunos alicantinos y castellonenses por su confusión con la provincia o con
la ciudad). La denominación que mas ha calado en nuestros días es Comunidad Valenciana.
10
Esta denominación no fue pacífica y, si no recuerdo mal, no llego siquiera a tener rango oficial. La
polémica que suscitó llevo al nacimimiento de la expresión Comunidad Valenciana.

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importante arraigo universitario y obrero de los comunistas valencianos y su elevada
capacidad de movilización, como lo son las diferentes plataformas socialistas
nacionalistas. Se trata de las tres siguientes: el PSPV creado tras la desaparición del
primitivo PSV a fines de los años sesenta, los Socialistes Valencians Independents y los
socialistas populares seguidores de E. Tierno Galván (PSP-PV).
Pero antes de la muerte del general Franco todas las formaciones políticas aludidas han
asumido como reivindicaciones prioritarias e indisociables la consecución para el conjunto
de los valencianos de la democracia y de la autonomía. Y esos logros individuales y
colectivos aspiran a verlos materializados tanto para el conjunto de los ciudadanos del
nuevo Estado-Nación, integrador de las diversas culturas nacionales y regionales, como
para la población valenciana por medio del marco político del Estatuto de Autonomía y
consecuentemente de las instituciones propias del autogobierno. Por lo tanto, la
segregación de Valencia de la pretendida España democrática y autonómica no forma
parte de los planteamientos de ninguno de los partidos aludidos. Existe asimismo una
total unanimidad política en abogar por la recuperación del uso del valenciano. Este
empeño del conjunto de la oposición antifranquista adquiere una especial significación
por la influencia combinada de dos hechos. Se pretende por una parle contrarrestar la
castellanización forzosa impuesta por los vencedores en la Guerra Civil. Se persigue, por
otra, impulsar, en un territorio con dos tradiciones y culturas lingüísticas (la valenciana y la
castellana) en convivencia desequilibrada geográfica y socialmente por espacio de varios
siglos, el empleo oral y escrito de la lengua postergada en la enseñanza, minoritaria entre
sus conocedores y despreciada por las clases altas. Para Teresa Carnero Arbat, la
homogeneidad lingüística compartida por catalanes, valencianos y por los habitantes de
las islas Baleares no es motivo de conflicto, puesto que la proyección política
ambicionada para cada uno de esos territorios se fundamenta en el respeto escrupuloso
de sus respectivas señas de identidad y consecuentemente de sus diferenciados marcos
estatutarios11.
Sólo una formación de nuevo cuño como las anteriormente citadas defiende unos
presupuestos radicalmente antagónicos: el PSAN (Partit Socialista d'Alliberament
Nacional dels Països Catalans). Rechaza el bilingüismo y por lo tanto defiende
exclusivamente la oficialidad del catalán. Postula la integración del País Valenciano en
una única nación (los Países Catalanes), compuesta además por Cataluña y las islas
Baleares. Esta entidad nacional constituye una de las cuatro naciones del diseñado
mapa político de la Península Ibérica: Galicia-Portugal, Euskadi y los Países Castellanos.
A pesar de ello, la defensa de unos planteamientos tan alejados de los del resto de los
partidos antifranquistas y valencianistas no les impidió formar parte de la Junta
Democrática del País Valenciano. Antepusieron la democracia a sus restantes postulados.
Los dirigentes de ese grupo testimonial, mayoritariamente universitarios, optaron por
intentar alcanzar sus proyectadas ambiciones políticas por medios electorales y no por
medio de las armas. El segundo motivo del cambio en la evolución del valencianismo
político hace referencia al notable esfuerzo desarrollado por esa diversidad de partidos
para, aumentando la cohesión de ese heterogéneo frente nacionalista-democrático, confluir
en una plataforma unitaria desde la que fuese posible proyectar el futuro de los
valencianos en democracia y en plano de igualdad no sólo con las demandas
específicas de las distintas regiones peninsulares, sino sobre todo con las planteadas por
las nacionalistas catalanes, vascos o gallegos. El resultado de esa voluntad de integración
de la oposición antifranquista será la creación a mediados de 1970 de la Taula de Forces
Poíítiques i Sindicals. Lograr la materialización de tres fundamentales objetivos compartidos
— Llibertat, Amnistía i Estatut d'Au tonomia— facilitó tanto esa confluencia como el propio
talante tolerante y conciliador de los diri gentes de la derecha y de la izquierda.
11
Ya nos gustaría a Valencinos y Baleáricos que esto fuera verdad, sin embargo, sim embargo las
inmiscusiones en temas lingüisticos son frecuentes y aún en temas políticos protagonizados por Jordi
Pujol. Sin embargo, el enemigo está dentro, apoltronado, como en el País Vasco, en las aulas.

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5.La Constitución de 1978.
Si en los cinco años de la II República sólo fue posible poner en marcha únicamente
una autonomía, la catalana, en los cinco primeros años del nuevo período democrático
se constituyeron las diecisiete comunidades autónomas españolas, cada una de ellas
regida por sus propios Gobiernos y parlamentos autonómicos. Las primeras en resolver
su autogobierno fueron las comunidades calificadas como históricas por el carácter
diferencial que les otorgaba la posesión de una lengua, una cultura y una legislación
civil propias y que ya durante la Segunda República habían elaborado sus Estatutos de
autonomía. En los siguientes años se completó el mapa autonómico con las catorce
comunidades restantes y con dos niveles de competencia, uno más importante para las
tres históricas más Andalucía, Comunidad Valenciana, Navarra y Canarias, y otro
notablemente inferior para las demás.
La nueva Constitución trató de resolver la compleja cuestión territorial conjugando tres
niveles: la identidad española común, las nacionalidades con identidad propia, y las
regiones con menos elementos diferenciales pero, al fin y al cabo, con un pasado y una
personalidad singular. Se trata, por tanto, de una Carta Magna de consenso. Fue
precisamente ese espíritu integrador el que permitió la aprobación mayoritaria del
sistema autonómico, aun asumiendo el riesgo de una cierta indefinición del nuevo
modelo que trasladaba algunos problemas al proceso político posterior.
El Estado de las Autonomías estaba aún por definir. La Constitución le dejó esa tarea a
la historia, una historia que hoy en día se sigue construyendo y en la que no todos
quieren profundizar. Para el riojano Pedro Sanz, dentro del debate abierto, hay un
rechazo por parte del presidente de La Rioja a cualquier asimetría que vaya más allá
de lo que dice la Constitución. ¿Por qué? «Se está produciendo un debate artificial
porque el Gobierno no dice cuál es el proyecto que somete a debate. Se habla de la
Constitución, de la reforma de los Estatutos, de la Conferencia de Presidentes, pero
todo se queda en palabras. No hay un contenido claro. Es hablar por hablar y uno
contradice al otro. El responsable máximo no marca con claridad cuál es el proyecto
político sobre el que hay que discutir. A partir de ahí, no estamos en condiciones de
admitir que se cree un modelo de Estado en el que haya comunidades con privilegios o
condiciones distintas.»
Tampoco falta quien tenga las ideas muy claras, sin renunciar a la ironía. Para el
presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall: después de hablar con unos y con
otros, no me ha quedado claro qué es España. Pero me imagino que usted ya lo sabe.
«Si hay alguien que lo tenga claro, que levante el dedo (bromea). Bueno, España es
una nación de naciones. Y eso es algo que lo entiende todo el mundo, aunque hay a
quien no le gusta la expresión. Es una frase castellana, de castellano viejo, de Anselmo
Carretero, intelectual segoviano, fallecido en el 2002, a los 94 años, en México. Es una
expresión muy gráfica, muy útil, aunque desde el punto de vista jurídico es polisémica.»
Para el presidente catalán, lo importante ya no es «de dónde venimos», sino «a dónde
vamos». Y él tiene muy claro que es hacia «un sistema federal». Es decir, ha adpotado
una posición pragmática una vez demostradas los febles argumentos históricos y
sentimentales de sus antecesores. Lo quiere porque le conviene o piensa que le
conviene.

6.Conclusiones.

1. El desprestigio del termino nación española o España.


Los franquistas aprovecharon mejor que sus rivales el fervor nacionalista de la Europa
de la primera mitad del siglo xx. Se embarcaron, además, a continuación en una intensa
oleada nacionalizadora del país. A largo plazo, como se sabe, sus efectos fueron muy

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dudosos. El régimen no sólo fue tan brutal como lo es cualquier dictadura salida de una
guerra civil, sino que se prolongo demasiado, se convirtió en una rareza excéntrica dentro
de una Europa desarrollada y democrática y las jóvenes generaciones se distanciaron de
él en sus últimos lustros de vida. Y en su descrédito arrastró consigo a la idea de
«España», que de manera tan excluyeme había planteado, e hizo fracasar su esfuerzo
nacionalizador. De aquellos polvos dictatoriales vinieron los lodos de la Transición,
cuando de la Dictadura emergieron unos nacionalismos periféricos prestigiados y una
«España» con la que parecía que nadie, salvo los nostálgicos del régimen, se identificaba.
El nacionalismo laico y progresista de los republicanos, tan fuerte en 1936, naufragó de
manera espectacular tras la descomunal ruptura histórica de las dos o tres décadas
posteriores a la guerra. Y aquella identidad nacional de la que tanto se blasonaba por los
dos lados en 1936-39, reapareció frágil y cuestionada como ningún otro mito político en
1975. Su reconstrucción sobre otras bases se convirtió en el problema político más
complicado del último cuarto del siglo xx.
En el primer discurso que el ex-presidente Suárez tuvo que dirigir a la nación
española eludió vergonzosamente nombrar el vocablo España y lo sustituyó por la
versión perifrástica “este país”, expresión que ha tenido un gran éxito hasta el punto
que casi 30 años después es mayoritariamente usada. Al igual que este ejemplo,
cualquier manifestación patriótica como el canto del himno (sin letra, por supuesto) o la
ostentación de la bandera o el escudo constitucional hacen acreedor al manifestante no
sólo de ser calificado de derechista sino de antidemocráta intolerante y, sin duda, con
un pasado franquista. ¿Qué logica tiene esto?. La lógica de lo políticamente correcto,
que veremos más adelante.

2. El imperialismo catalán reducido a los Països.


Al igual que en el juicio por el golpe de Estado de Companys, hoy la falta de valentía
política de la derecha o, simplemente de los no-nacionalistas, jalean los ánimos de los
nacionalistas cuando lo que hay que hacer es muy simple: sencillamente cumplir la
legalidad, eso sí con todo su peso, dura lex sed lex. En la Comunidad Valenciana y en
las Islas Baleares la situación es muy grave. La clase política de derecha ha tomado
una actitud acomplejada y distante de sus bases. Las opciones políticas se han
radicalizado de tal forma que en las Islas es imposible encontrar enseñanza en
castellano y en ambas comunidades está discriminado el uso del castellano. Quien no
sabe catalán o valenciano no tiene acceso a la administración, cuestión tan cierta como
notoriamente ilegal. El PP dirá hasta la saciedad que no consentirá que el valenciano
se denomine catalán, pero los profesores de valenciano fueron en sus inicios
mayoritariamente procedentes de Cataluña o de las Islas Baleares y aún hoy son muy
numerosos. La lengua valenciana se ha reestructurado totalmente tomando como
referencia el catalán hasta el punto que se puede decir que hoy el valenciano no existe
pues se trata de una neolengua: cuando un vocablo no existe se toma prestado del
catalán o se construye con las estructuras de aquél. En las Islas la situación está
mucho más avanzada. Y todo ello porque se quiere hacer de la lengua una seña de
identidad tribal, un hecho diferencial con el resto de España y un argumento en favor
de la unidad política pancatalana.

3. Las mentiras históricas nacionalistas y el grado de confusión


popular.

Lo leído a lo largo del curso y relatado en estas páginas dista mucho de lo que los

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nacionalistas propagan y que circula en la conciencia colectiva incluso de los no-
nacionalistas. ¿Por qué cala esta ideología tan facilmente en el ciudadano de a pie? Lo
explica magistralmente Jean-François Rèvel en La Gran Mascarada, pero la
consecuencia es la siguiente: lo políticamente correcto -y la izquierda siempre se ha
movido, y promovido, mejor en esas aguas- solo necesita afirmarse, la opinión contraria
hay que justificarla, fundamentarla y, aún así, resulta poco convincente. En mis años de
estudiante alguien podía hacer una argumentación impecable, sólida e irrebatible; si
otro le decía “eres un facha”, con esa mera frase se llevaba la aprobación del auditorio
y el combate intelectual terminaba por K.O. Hoy las cosas no han cambiado mucho. De
hecho, la bibliografía sobre los nacionalismos vasco y catalán ha ido ampliándose
durante las últimas dos décadas. Es mayoritariamente crítica, y eso es algo a destacar:
no son muchos los libros que defienden las tesis nacionalistas. Los argumentos a su
favor sean de tal endeblez —y en muchos casos, de tal falsedad— que resisten mal ser
puestos por escrito y porque su campo de batalla sea más bien el mitin y el
adoctrinamiento, y en estos terrenos les ha ido lo suficientemente bien sin necesidad
de mayores esfuerzos.
Como decía, para desmontar las falacias, mixtificaciones y simples embustes sobre
los que los nacionalismos han construido buena parte de su doctrina es, en cambio,
necesario que sea creciente el número de libros que asumen tan encomiable tarea.
Hoy, igual que en la República y cuantas veces ha resurgido el sentimiento
nacionalista se incurre en una gran contradicción porque, si las ingenuidades del
nacionalismo romántico se tomaran en sentido literal, del pueblo no habría más que
aprender, mientras que, en la práctica, y mostrando mayor realismo, en Galicia, País
Vasco, Cataluña, Comunidad Valenciana e Islas Baleares se hace un especial esfuerzo
por «educarlo» en sus esencias.

Bibliografía utilizada
1. Álvarez Junco, José.- Mitos de la Nación en Guerra en Historia de España
Menéndez Pidal, tomo 40: República y Guerra Civil. Ed. Espasa-Calpe. Madrid,
2004.
2. Carnero Arbat, Teresa.- Franquismo y Nacionalismos en Historia de España
Menéndez Pidal, tomo 41: La Época de Franco (1939-1975). Ed. Espasa-Calpe.
Madrid, 2001.
3. Gómez, José Luis.- A Vueltas con España. Ediciones Temas de Hoy. Madrid, 2005.
4. Moa, Pío.-Una Historia Chocante. Ediciones Encuentro. Madrid, 2004.
5. Ruiz Manjón, Octavio.- La Vida Política en el Segundo Bienio Republicano en
Historia de España Menéndez Pidal, tomo 40: República y Guerra Civil. Ed. Espasa-
Calpe. Madrid, 2004.
6. Seco Serrano, Carlos.- Las Ideologías Políticas en Historia de España Menéndez
Pidal, tomo 39: La Edad de Plata de la Cultura Española (1898-1936). Ed. Espasa-
Calpe. Madrid, 1996.
7. Ucelay, Enric.- El imperialismo catalán.- Edhasa, Barcelona, 2003.

En Elche para Madrid, a 15 de agosto de 2005

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Fdo. Enrique Centelles Forner

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