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Nunca ms de una

En mi vieja casa haba una especie de repisa angostita, a la altura de


la base de las ventanas, a todo lo largo del comedor. Sobre esa repisa
fui dejando piedras que encontraba en mis caminatas por el mar.
Piedras especialmente lisas, especialmente nobles, esas que cuando uno
las ve en la arena no puede no agacharse a recoger. Esas que parecen
haber sido hechas para estar en la palma de una mano, para que uno las
palpe con los dedos y los cierre hasta entibiarlas y despus a
palparlas, a leerlas como un Braille otra vez. Esas cuya belleza es
precisamente lo que la abrasin del mar hizo con ellas y lo que no les
pudo arrebatar. Esas que parecen ofrecer compaa y pedirla a la vez,
cuando se cruzan en nuestro camino. Que establecen con nosotros un
contacto absoluto, responden a nuestra mano como si fueran un ser vivo
y, sin embargo, al rato no sabemos qu hacer con ellas y las dejamos
caer sin escrpulos, al volver de la playa o incluso antes.

Por tener esa repisa providencialmente a mano, en lugar de soltarlas


empec a traerme de a una esas piedras, de mis caminatas por la playa.
Nunca ms de una, y muchas veces ninguna (a veces el mar no da, y a
veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le da). As fueron
quedando esas piedras, una al lado de la otra, a lo largo de las
paredes del comedor. Era lindo mirarlas. Era ms lindo cuando alguien
agarraba una distradamente y segua conversando, en una de esas
sobremesas que se estiran y se estiran con la escandalosa languidez
con que se desperezan los gatos.

Juan Forn (fragmento de la crnica de Pgina12 el viernes 25 de marzo de 2011)

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