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Alain de Libera Pensar en la Edad Media PENSAMIENTO CRITICO PENSAMIENTO UTOPICO Pensar e de Nuevo NS ae Alain de Libera PENSAR EN LA EDAD MEDIA Presentaci6n de Patxi Lanceros Traduccion de José M.“ Ortega y Gongal Mayos Esta obra se beneficia del apoyo del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en Espafia y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, en el marco del programa de Participacion en la Publicacién (P.A.P. Garcia Lorca) Publicada con la ayuda del Ministerio francés de Cultura - Centro Nacional del Libro A! ANTHROPOS Pensar en la Edad Media / Alain de Libera ; presentacién de Patxi Lanceros ; traduccién de José M.* Ortega y Gongal Mayos. — Rubi (Barcelona) : Anthropos Editorial, 2000 XIV p. + 289 p. ; 20cm. — (Pensamiento Critico / Pensamiento Ut6pico ; 114, Pensar de Nuevo) ‘Tit. orig.: «Penser au Moyen Age» ISBN 84-7658-583-7 1. Conocimiento, Teoria del -Edad Media 2. Surgimiento del intelectual - Historia yeritica I. Lanceros, P., pres. I. Ortega, J.M“, tr. IIL Mayos, G, tr, IV. Titulo V. Coleccién 165"12/13" Titulo original: Penser au Moyen Age Primera edicién en Anthropos Editorial: 2000 © Editions du Seuil, 1991 © Anthropos Editorial, 2000 Edita: Anthropos Editorial. Rubi (Barcelona) ISBN: 84-7658-583-7 Depésito legal: B. 46.637-2000 Disefio, realizacién y coordinacién: Plural, Servicios Editoriales (Narifio, S.L.), Rubf. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresién: Novagrafik. Vivaldi, 5. Montcada i Rexach Impreso en Espagia - Printed in Spain Todos los derechos reservados, Esta publicacién no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperacién de informacién, en ninguna forma ni por ningtin medio, sea mecanico, fotoquimico, electrénico, magnético, elec- tro6ptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial, INTRODUCCION Este libro es un ensayo. Es también, a la vez, una reflexién sobre el lugar del Medievo en la historia de la filosoffa y una tentativa de andlisis de un fenédmeno particular, pero que ha impregnado toda la historia occidental: la aparicién del «inte- lectual» alrededor de los siglos xm y Xvi. No es un libro de historia, y quiz4s tampoco un libro de historia de la filosoffa; es, por lo menos en su intenci6n, un libro de historia intelectual que lleva a lo que, a nuestro parecer, constituye al intelectual como tal: la experiencia del pensamiento. Como recientemente ha recordado Mt. Beonio Brocchieri, la palabra «intelectual» (intellectualis), aplicada al hombre, no te- nfa significado en el Medievo.' Se trata de una creaci6n reciente que, en lo esencial, se remonta al siglo xix y al «Affaire Drey- fus», No obstante, para un historiador la expresién tiene una legitimidad medieval; primero, en la medida en que en la Edad Media se la puede identificar con un tipo de hombre al que se le puede aplicar el término y, en segundo lugar, en la medida en que a este tipo le pueda corresponder un grupo de hombres pre- ciso: los profesionales del pensamiento, maestros, literatti, cléri- gos. Tal es, en todo caso, la acepcién del término «intelectual» 1, C£. Mt. Beonio Brocchieri Fumagalli, «L'intellectuel», en L'Homme médiéval, bajo la direcci6n de J. Le Goff (L'Univers historique), Paris, Ed. du Seuil, 1989, p. 201. que ha impuesto el libro de J. Le Goff sobre Los intelectuales en la Edad Media:? una acepcién sociolégica e histérica que, en las personas de aquellos hombres que «trabajaban con la palabra y el espiritu», que «no vivian de la renta de la tierra y tampoco estaban obligados a trabajar con sus manos», ha permitido ais- lar y describir en profundidad la aparicién, y después la ascen- sién, de una categoria casi socio-profesional, digamos corporati- vista, en el marco de determinadas instituciones —las universi- dades o al margen de ellas— si se tiene en cuenta a los «litera- tos» de los siglos xI1I-xvI, a «los intelectuales en sentido débil» que, desde diversos escalones, también ellos han contribuido a Ja instalacién de una nueva forma de cultura, esencialmente no monistica, intrinsecamente ligada al «movimiento urbano».3 Después de la aparicién del libro de Le Goff en 1957, los estudios sobre los intelectuales en el Medievo se han desarrolla- do considerablemente —no obstante, casi todos en la misma direccién: la de la profesién, la de la divisién del trabajo, la de la ciudad, la de las mismas instituciones, resumiendo, en una perspectiva propiamente social que tiende a privilegiar, si no la tinica cuestién de la relaci6n del intelectual con el poder, al menos la de su papel y su funcién en la sociedad. Tomando de Gramsci una distinci6n entre intelectual orgdnico e intelectual critico, J. Le Goff ha abierto una puerta o un modo de lectura que, principalmente en Italia, ha dado resultados incontesta- bles.* La ambicién de este libro es distinta. 2. J. Le Goff, Les Intellectuels au Moyen Age (Le temps qui court), Paris, Ed. du Seuil, 1957 (reimpr. en Points Histoire, Paris, Ed. du Seuil, 1985) (trad., Los intelectua- les en la Edad Media, Gedisa, 1986). 3. Sobre la distincién entre intelectuales en sentido fuerte e intelectuales en senti- do débil, cf. Mt. Beonio Brocchieri Fumagalli, «L'intellectuel», ed. cit., pp. 203-21 «puede ser ail distinguir un sentido fuerte y un sentido débil del término “intelectual”, dos extremos entre los cuales se desarrolla [...] toda una gama de actividades que con raz6n nosotros Hlamamos intelectuales. Llamamos “intelectual” en el sentido fuerte al hombre que no solamente ejerce una actividad intelectual, sino que est implicado en Ja transmisién de su capacidad de investigacién dotada de sus instrumentos, de su trayecto de desarrollo y de fines bien definidos; es natural que él sea ante todo un ensefiante, magister por consiguiente en la escuela de la época, Un sentido débil del érmino “intelectual” es aplicado con ms exactitud a los hombres que se sirvieron de Ja inteligencia y de Ia palabra, pero que cambia con mucha frecuencia de rol y de contexto por su actividad, de manera que revela con frecuencia una cierta indiferencia respecto de los fines de su trabajo», 4. CE. Los intelectuales..., p. III: «Los intelectuales medievales no escapan al esque- ‘ma gramsciano, a decir verdad muy genérico, pero operativo. En una sociedad ideol6- Entendido que el fenémeno del «intelectual» existe en la Edad Media y que su base sociolégica est4, en gran parte, bien definida,> nos parece que queda por describir y analizar otro fenémeno: el nacimiento del ideal intelectual en cuanto tal, sus formulaciones y sus exigencias, sus condiciones de emergencia y sus puntos de aplicacién. Es aqu{ donde se vuelve a encontrar Ja filosoffa, su historia y su dindmica. Identificando a grandes rasgos los intelectuales con los ma- gistri universitarios, el historiador sociolégico deja para la filo- sofia un tremendo problema, que se le puede resumir asi: si, gicamente controlada muy de cerca por la Iglesia y politicamente cada vez mids ence- imados por una doble burocracia: laica y eclesistica [...], los intelectuales de la Edad Media son ante todo intelectuales “orgénicos”, fieles servidores de la Iglesia y del Esta- do, Las universidades son cada vez més semilleros de “altos funcionarios”. Pero mu- chos de ellos porque la funcién intelectual, la “libertad” universitaria, a pesar de sus limitaciones, son mas 0 menos intelectuales “criticos”, siendo el umbral de la herejfa». Es a los intelectuales que pueden «ilustrar la diversidad de los comportamientos “criti- cos” en el mundo medieval de la ensefianza superior: Abelardo, Tomas de Aquino, Siger de Brabante, Wyclif» a los que va dirigida prioritariamente la ternura del histo- riador. Sin menospreciar la realidad de esta diferencia, aqui abogamos por una visién distinta del intelectual medieval, mas all de la oposicién de orgénico y critico, que forman parte de las leyendas y de las hagiografias, positivas o negativas. No pensamos, por ejemplo, que Siger de Brabante fuese un gran intelectual critico, ni que la historia de los comportamientos intelectuales se pudiese dilucidar, dicho a titulo «muy gene- ral», en un terreno de juego ideolégico delimitado por el conflicto de las burocracias. El conflicto de las facultades nos parece mas importante, sobre todo si no se reinterpreta a a luz de una tensién maniquea entre el progreso (las «artes») y la reaccién (la «teolo- gfa») que él mismo participa, al revés, de las mitologfas edificantes de la historia neoes- colfstica. De donde la rehabilitacién de la censura, como operador histérico, que no- sotros intentamos aqui, y la atencién que prestamos a la categoria de los intermedia- rios como Dante o el Maestro Eckhart, quienes, a nuestro parecer, escapan al biparti- dismo del pensamiento fuerte, el de los maestros, y del pensamiento débil, el de los «vulgarizadores, compiladores y enciclopedistas» (Los intelectuales..., p. TV) donde se encierra, a nuestro parecer equivocada, la problematica de la socio-historia. 5. El trabajo de Le Goff, la sociologia histérica del intelectual occidental, ha fijado el marco de referencia obligado de toda reflexién sobre el fendmeno «intelectual» de los siglos XII, XIII, y XIV. La «divisién del trabajo», la «ciudad», el «desarrollo de nuevas instituciones» —y entre ellas, evidentemente, la universidad— la apertura de un «espacio cultural comtin» a toda Europa; estos «rasgos esenciales del nuevo paisaje intelectual de la Cristiandad occidental en el cambio del siglo XII al XIII» se han confirmado como fuentes titiles de andlisis, cuyas aplicaciones fecundas y variadas han permitido verificar la mayor parte de las conclusiones de la obra que las habia propuesto. Nosotros no tenemos nada que objetar ni, desde este punto de vista, nada que retomar —lo que, por otra parte, no es de nuestra competencia. Nuestro objeto es otro y compatible con la trayectoria histérico-sociolégica: es la manera en que los intelectuales y sus adversarios han vivido y pensado el proyecto intelectual mismo, se puede decir, en un sentido, como una historia de la conciencia intelectual en el cam- bio del siglo XIII al XIV. como con frecuencia se ha sefialado, los intelectuales medieva- les han afirmado su diferencia, es necesario exponer los motivos, identificar las razones que les han permitido pensar, decir, in- tentar expresar esta diferencia. Suponiendo que «la razén de la adecuaci6n del término intelectual a un grupo de hombres me- dievales residia también en un matiz preciso, en algtin sobreen- tendido, del significado del adjetivo intelectual», es decir el he- cho de que «su utilizacién en aquel tiempo lo religaba a /a vir- tud, al conocimiento y al placer», Mt. Beonio Brocchieri ha indi- cado una perspectiva de investigacién que debe ser continuada: los intelectuales de la Edad Media se han representado a sf mis- mos en su singularidad; es esta representacién, esta conciencia de sf, esta «estima», o mas bien esta autoevaluacién, lo que debe ser estudiado en el presente. Aqui hay dos caminos posi- bles: o bien entrar en el juego de las reivindicaciones profesio- nales —la universidad medieval abunda en discursos corporati- vistas—, o bien intentar acotar la reivindicaci6n de la intelec- tualidad como tal, es decir, el ideal de vida que ninguna institu- cién puede satisfacer aunque le prestara apoyo social. Los intelectuales universitarios tomaron conciencia de ellos mismos como tipo antes de descubrirse como grupo, y esto es- forzandose por definir lo que debfa ser una existencia como filésofo. Ejerciendo el oficio de saber, pero transmitiendo un saber que, en sus orfgenes griegos y en sus repercusiones dra- bes, apuntaba a la instauracién de una sabidurfa, aquellos re- solvieron por sf mismos un cierto ntimero de contradicciones que estaban unidas al espacio institucional donde se organizaba esta transmisi6n. A primera vista, la universidad medieval no era una escuela de sabidurfa; era un lugar de formacién de las élites 0, como dice Le Goff, «un semillero de altos funcionarios» que permitfa, hasta cierto punto, una movilidad social real. La relacién que unfa al maestro con sus estudiantes y bachilleres no era la de un viejo sabio griego con sus discfpulos, ni siquiera la de un «profesor» con sus alumnos en el marco, todavia mal conocido, de las escuelas filoséficas de la tardfa antigiiedad. Ademis, la universidad era una instituci6n de cristiandad, y el filésofo, es decir, el ensefiante de filosoffa, ocupaba en ella una funcién auxiliar, cuando no exactamente subalterna. A él le in- cumbfa ante todo habilitar j6venes para otros estudios, poste- riores y mas adelantados —por ejemplo, la teologia—, los cua- 4 les eran generadores de verdaderos beneficios sociales, dado que los estudios de filosoffa no tenfan ni finalidad ni rentabili- dad propias. La ensefianza filoséfica dada en la «Facultad de las Artes» no era mds que una propedéutica que conducia a todo, con la condicién de acabar. Desde este punto de vista, por cier- to, no es indiferente notar que muchos individuos no la acaba- ron jamas y se eternizaron voluntariamente en una situacién —un «estado» (status)— cuya pobreza y ausencia de perspecti- vas normalmente habrfan tenido que alejarlos. Las razones de esta abstenci6n social nos importa tanto como el mismo fené- meno: es necesario abordar ambos. Por tanto, incluso si esta reserva respecto de Ja carrera tiene su importancia, éste no es el hecho mis significativo: lo que, a nuestro parecer, cuenta ante todo es que esta actitud se export6 fuera de la universidad, y con ella una parte del discurso y de las exigencias morales que la legitimaban. Dicho de otra manera, los «intelectuales orgdni- cos» lanzaron un modelo de vida que resplandecié fuera de las instituciones del saber. M4s exactamente, gracias a la actividad de un cierto ntimero de mediadores, este ideal volvié a encon- trarse con las aspiraciones de grupos sociales no profesionales que, sin haber ejercido el oficio de pensar, quisieron, en una experiencia personal, estrechar los lazos de la virtud, del cono- cimiento y del placer que los filésofos habfan ligado. La desprofesionalizacion de la filosofia es, pues, para noso- tros lo que firma el verdadero momento del nacimiento del in- telectual: un episodio que supone y reclama la ciudad, y que en modo alguno contradice lo que los historiadores han llamado la «revolucién urbana», puesto que es en las ciudades del valle del Rin donde conocié su apogeo; un episodio que, sin embargo, no se concibe sin la universidad, sin el contagio de su ideal, la ex- pansi6n de su autoafirmacién, en pocas palabras, sin el desa- rrollo de una verdadera vida filos6fica universitaria. En el momento crucial de los siglos XI y XIV hay dos tipos de intelectuales. Los que inventan la existencia filoséfica a par- tir de los textos, y los que intentan vivir esta vida encarnando las metdforas del discurso magistral. Del mismo modo, si los grandes centros de profesionalizacién de la filosofia son urba- nos, las ciudades donde Ia existencia filos6fica ha intentado or- ganizarse, especialmente Colonia, no tenfan universidades, sino solamente conventos de formacién (studia) que pertenecfan a las érdenes mendicantes: los intelectuales del segundo tipo no son, pues, universitarios, sino marginales. Vistos en conjunto estos dos aspectos de la «nueva cultura urbana», nos proporcio- nan lo esencial de un mecanismo més general: la laicizacién del pensamiento y el transito a la lengua verndcula, aqui el aleman medieval, allf el italiano, alguna vez el francés. Los intermedia- rios del ideal filos6fico han hablado en (lengua) vulgar, ellos tienen el nombre de Dante en Italia, el del Maestro Eckhart en Alemania. Todos se han inspirado en el mundo de la universi- dad o en el del discurso universitario. Uno de los objetivos de este libro es el de rastrear los mo- mentos esenciales de este transito, de esta translatio sapientiae que hizo saltar las diferencias de condiciones, de estados y de profesiones —lo que implica saber exactamente lo que los inte- lectuales tenfan que decir a aquellos que formaron. Del mismo modo, que el estudio de la génesis del ideal filos6fico pasa a primer plano, como un previo indispensable, el resultado no serfa nada sin su devenir. Si algunos intelectuales organicos de la Edad Media se han dirigido al vulgo, es necesario intentar comprender cémo lo han conseguido, cémo, contrariamente a toda expectativa, han Ile- gado a articular una ensefianza susceptible de encontrar un au- ditorio no universitario. La paradoja es que profundizando su diferencia es como el intelectual universitario ha concebido un discurso capaz de ser exportado. ¢Cémo nacié el discurso uni- versitario? Nuestra tesis es que no nacié de s{ mismo, sino que fue aprehendido, interiorizado, adaptado a partir de fuentes precisas: la concepcién de la vida filoséfica formulada por los filésofos del a4mbito del Islam, primeros herederos medievales de la filosoffa griega. La importaci6n del ideal filos6fico arabe —con sus presupuestos cosmolégicos, astrolégicos, psicolégi- cos y éticos— permitié la difusién de la filosoffa fuera de la universidad. Por el hecho de que habfa sido formulada en un mundo sin universidades, en el sentido «occidental» del térmi- no, es por lo que el modelo 4rabe-musulman del «filésofo» se pudo imponer en una parte de la sociedad cristiana a través de Ja mediacién de filésofos universitarios; también porque propo- nfa la sabiduria como fin de los estudios y prometfa una expe- riencia propiamente intelectual al final de la adquisicién del sa- dfas ante sus ojos el cuadro desolador que pretendia limpiar, sino que nos parece que, a su manera, él lo vefa venir y que, anticipandose en el ataque, contribuy6 ampliamente a hacer existir aquello que todavia no existfa. Esta inventiva devastado- ra de la censura ser nuestra gufa. Al unir temas y tesis que, hasta entonces, nada agrupaba, el imprecador hizo precipitar la verdad que estaba por venir. Es necesario tomarle la palabra, considerar el sistema que soporta su gesto antes que denunciar, después de tantos otros, lo arbi- trario o la inoportunidad de sus intervenciones. No obstante, es necesario entenderse sobre esta «verdad de la censura». Si la nocién de «averrofsmo popular» es un sfntoma de la historiograffa, y la mirada del censor un «revelador» de la historia, la mejor imagen sera la del negativo fotografico. Se nos habla de libertinaje, se trata de su contrario; se denuncia una desvergiienza, se trata de ascetismo. El nucleo oculto de la medi- da episcopal de 1277 no es el exceso bajo todas sus formas, es el ascetismo 4rabe-musulman y, desde aquf, la moral aristotélica mas auténtica. La voluptuosidad celebrada por los fil6sofos con- denados es de orden intelectual: es el placer del pensamiento. Todo nuestro problema se reduce, pues, de hecho, a una sola cuesti6n: ga qué se llama pensamiento, no en general, sino en el cambio de los siglos xm-xIv? ¢Qué representacién del mundo se juzga aquf para que el discurso intelectual de los maestros parisinos del siglo xm pueda hacer mella, a distancia, en los laicos del siglo xIv sin formacién universitaria? He ahf, en sentido propio, una cuestién de historia del pensamiento. Para responder intentaremos deshacer una parte del entra- mado de interpretacién que la historia ha arrojado sobre el na- cimiento de los intelectuales. Esta tarea critica pasard, pues, por situarse en perspectiva, incluso por contraproposiciones a algunos de los presupuestos que dan vida a Los intelectuales en la Edad Media. No se trata de rehacer lo que se ha hecho, y bien hecho, sino de decir lo que no se ha dicho —porque desde el punto de vista histérico-sociolégico, eso no tenfa sentido ser dicho: la extensién de la forma de vida proyectada por el mun- do universitario, su transposicién, su transito a la sociedad de los intelectuales no «orgdnicos», su continuacién entre los mar- ginales que, la mayor parte, no son gente de iglesia y de los cuales sélo algunos son clérigos. En los primeros afios del siglo XIV, la toma del ideal filos6fico a los arabes desembocé en una transferencia de propiedad. La vida filoséfica ya no es privativa de los profesionales de la filosoffa —los maestros és arts univer- sitarios—, ella es reivindicada bajo otros nombres, en otros lu- gares, pero en Ifnea directa con sus fuentes mas lejanas, por diversas nuevas categorfas de aficionados —devotos, religiosos, herejes, poetas. Los maestros parisinos de los afios 1250-1260 participaron en un movimiento de toma de conciencia, de reivindicaci6n in- telectual, en Ja «emergencia» de un nuevo estilo, de una nueva moral, de una nueva forma de existencia: la vida filosdfica. Este movimiento, que se le puede lamar un «aristocratismo intelec- tualista», nacié del trato frecuente con los textos filoséficos gre- co-drabes, reactivando algunos postulados, ciertos anhelos que se habfan procurado anterior a él, particularmente en la época de Abelardo. Golpeada por la censura universitaria, atacada por la autoridad suprema en 1277, esta resurrecci6n de la filosoffa antigua se asent6 fuera del marco institucional, donde se la queria aniquilar. Esta es la sorpresa: crefan bloquear un error en Paris y se lo vuelven a encontrar multiplicado en Italia y en Alemania, haciendo mella en los laicos y hablando su idioma. Es este contagio imprevisto, esta desprofesionalizacion, lo que se intenta describir, sacando, de pasada, una lecci6n —pro- yecto que dicta un método y un orden de exposicidén. Primero, restablecer los hilos, afirmar las grandes Ifneas de la presencia filos6fica griega y arabe en el coraz6n de la identidad intelectual de Europa (capftulo 1-3); después, detallar sus efectos en tres terrenos: — elde la moral sexual, donde se afirma la especificidad del ascetismo filos6fico (capitulo 4); — el de la dicha intelectual, la felicidad mental donde se afirma un nuevo ideal de nobleza, unido a la situacién del hombre en el cosmos (capitulo 5); — el de desprendimiento intelectual —la «serenidad», donde se cumple la subversién de los érdenes, de los estados y de las profesiones— de una «libertad del espfritu» que, reconciliando la raz6n y la revelacién, sdlo de manera muy impropia es llamada «mfstica» (capitulo 6). Sexo, naturaleza, trabajo: retomando estas palabras de orden o de desorden, se quiere prestar atenci6n a los efectos combina- dos del renacimiento de la filosofia y del nacimiento de los inte- lectuales hasta las dos cumbres de una experiencia donde la universidad se acaba fuera de ella misma: \a nobiltade de Dante Alighieri, la edelkeit del Maestro Eckhart —dos contempord- neos, cuyo didlogo silencioso formula las condiciones de una vida nueva, de una «beatitud terrenal», realizando, para los no filésofos, lo que, segtin Averroes, al-Farabi habfa lamado la «es- peranza filosofal» (fiducia philosophantium). 10 I ¢POR QUE HAY MEDIEVALISTAS? Nada hay mis inactual que la filosofia medieval. A pesar de una literatura sabia que se enriquece desde algunos decenios, ella estA mds ausente, mis lejana de la cultura y del pensamiento con- tempordneo que la de los primeros griegos. PHERRE ALFERI Como toda produccién del espfritu, cuya presencia «cultu- ral» no es mAs que monumental, la filosoffa medieval aburre. Diez siglos son bastantes, diez siglos de «tinieblas» son dema- siados. En consecuencia, algunos se obstinan en comenzar por los siglos XII o XIV. Para ello tienen excelentes razones: son me- dievalistas. Su causa es facil de entender y no hay nada que discutir: un especialista de la Edad Media se interesa por lo medieval; est4 en su derecho: hay un espacio legal —digamos «profesional»— para la manfa. La primera cuestién que se plantea un «profano» no es qué hay en la Edad Media que me- rezca ser repensado, sino ¢cémo se llega a ser medievalista? Ocurre, de este modo, que la historia intelectual de una edad de la humanidad se diluye ante la genealogfa de una pasién indivi- dual, de la que lo m4ximo que se puede esperar es que ésta, como otras, sabra retener fugazmente al cliente. ¢Hay que sor- prenderse? Retengamos un momento el papel del procurador. 1 El sindrome de Trouillogan Lo que mas aleja al puiblico de la filosoffa medieval es el sentimiento, muy extendido, de que ésta aporta malas respues- tas a cuestiones falsas. Los «problemas» tratados por los pensa- dores de la Edad Media nos parecen tan alejados de los datos inmediatos de la conciencia como extrafios a lo que la simple curiosidad espera descubrir en el andlisis o el reclamo de anti- guas concepciones del mundo. He aqui algunas del montén: ¢el sudor del cuero cabelludo huele mas que el de otras partes del cuerpo?, gpuede saber Dios mas cosas de las que sabe?, {los imbéciles son todavia mas bestias con luna llena?, ¢tenfa cica- trices el cuerpo de Cristo resucitado?, ¢las orejas cafdas son sig- no de nobleza?, {la paloma en la que aparecié el Espiritu Santo era un verdadero animal?, ges verdad que se tiene los ojos vuel- tos hacia arriba cuando uno se acuesta con una mujer o cuando se muere, pero se vuelven hacia abajo cuando se duerme? A problemas estériles, respuestas idiotas.' Francois Rabelais lo ha dicho antes pergefiando en un didlogo ejemplar la quiebra intelectual que tiene su sindrome —el sindrome de Trouillogan: 1. También problemas ron standard, al menos a los ojos del filélogo: al describir una de estas colecciones de cuestiones disputadas en la universidad de Paris al final del siglo XII, B. Hauréau estimaba en 1896 que él no podia «enunciar» el situlo de algunos «incluso en latin» —P. Duhem afiadfa: «con mucha frecuencia también el titulo de la cuestién casi ofrece un pregusto de la grosera obscenidad con que se la discutias (Le systéme du monde, VI, p. 540). Sin embargo, no hay que confundirlo todo, La cuestién sobre los limites de la omnisciencia divina (¢Dios podria saber mds de lo que no sabe?) es una cuestiGn de teologia especulativa, surgida de las Sentencias de Pedro Lombardo, que apela a un cierto nimero de decisiones filoséficas sobre el infinito, la diferencia entre saber y conocer, el estudio epistemolégico de la presciencia —cuestiones todas a las que las respuestas de un Ockham (Ordinatio, distincién 39) confieren, sélo a ellas, una legitimidad conceptual. Lo que Duhem lama una «filosofia de cerdos», recubre, como desquite, otro tipo de cuestiones: las cuestiones quodlibéta- les consagradas a temas «médicos» (generalmente sacados de los escritos de Aristéte- les sobre los Animales) —otro campo, otra legitimidad. Es el caso del ms. Paris, Nat. lat, 16,089 del que habla Hauréau, o del ms. Todi, Biblioteca comunale 54. Sobre las cuestiones disputadas en la Edad Media, cf. P. Glorieux, La littérature quodlibétique, Paris, Vrin, 1925-1935, y B. Bazin, «La Quaestio disputata», en Les genres littéraires dans les sources théologiques et philosophiques médiévales, Louvain-La-Neuve, 1982, pp. 31-49, y del mismo, «Les questions disputées, principalement dans les facultés de théo- logie», en Les questions disputées et les questions quodlibétiques dans les facultés de théologie, de droit et de médicine (Typologie des sources du Moyen Age Occidental, 44-45), Tumnhout, Brepols, 1985. Sobre el ms. Nat. lat. 16.089, cf. E. Randi, «Philoso- hie de pourceaux e re taumaturghi. Nota su un manoscrito parigino», Quaderni medie- vali, 22 (1986), pp. 129-137. 12 Pantagruel dice a Trouillogan el filésofo: —Ahora le toca responder a usted. ¢Se debe casar Panurge ono? —Los dos —respondié Trouillogan. —¢Qué me dice usted? —pregunta Panurge. —Lo que he dicho —respondié Trouillogan. —iAh, ah! ¢Estamos asi? —dice Panurge—. Y entonces, gme debo casar 0 no? —Ni lo uno, ni lo otro —respondié Trouillogan. —jQue el diablo me lleve —dice Panurge—, si no me vuelvo loco, y me puede llevar si le escucho! Espere. Me pondré las ga- fas en esta oreja izquierda para que le pueda ofr mas claro. Lo mismo si se hace broma que si se abandona a los Hurte- bise, los Fasquin, los Tropditeux, los Gualebaul, los Jean le Veau y los Brelinguandus, que no existen, se vuelve a los «gran- des autores», que si existen, permanece la constataci6n de P. Al- féri: la filosoffa griega nos es incomparablemente més cercana, mis simpatica, mds sugestiva que la mds penetrante de las pa- ginas de un Alberto Magno o de un Tomas de Aquino. Terrible constatacién: si se superan sus primeras repugnan- cias, los sinsabores nacidos de la ausencia de un estilo verdade- ramente personal, el tedio suscitado por la fijeza casi hipnética de frases y formulas, si se va més alla del estado de desaliento formal, unido a lo que se podria Ilamar una terrible carencia de ret6rica, o sea, si se llega finalmente al contenido, el lector pa- ciente, abierto o atento a todas las diferencias, probablemente no podra evitar pensar que la diferencia medieval es demasiado costosa y que no se gana nada, o casi nada, reconociéndola. Por otra parte, ¢cémo se llegarfa al contenido? La masa, el volumen mismo de cada producci6n literaria, todo favorece el impedimento. Los millares de folios que componen la obra de los grandes escoldsticos en comparacién con lo cual, Les Cau- series du lundi del inagotable Sainte-Beuve tienen rasgos de Reader's Digest, imposibilitan los placeres del cierre —en princi- pio, nunca se ha acabado con un autor de la Edad Media— y hacen quimérico todo deseo de apropiacién de un universo lite- rario. Roger Bacon, quizds el mds préximo a nuestra moderni- dad, porque no acabé nada de lo que habia emprendido, acu- mulando sin pausa los proyectos, los esquemas y las versiones provisionales de un Libro principal, que siempre se le resisti6, 13 Bacon, el primero, lo dijo claramente: hace falta un caballo para transportar la mds pequefia de las sumas de teologia. Si la medida misma de los productos del pensamiento me- dieval hace que en ellos veamos con dificultad obras, la poca envidia que ellas nos inspiran desaparece definitivamente cuan- do sospechamos el cardcter megalitico del catdlogo de objetos intitiles. De hecho, considerando los dos principales géneros de las obras medievales —las sumas de teologfa y los comentarios de Aristételes— nosotros no encontramos nada que, de golpe, capte nuestra benevolencia. Con su esqueleto de sentido forzado de cuestiones y de ar- ticulos, la suma da una impresién de divisién infinita. Sintesis singular de un saber que se compone multiplicando los detalles y los apéndices, la suma es parecida a una melodfa que dudaria entre cien temas directores y que, ensaydndolos todos sucesiva- mente, también simult4neamente, terminarfa por llevar a un fracaso lastimoso al director, a los musicos y al auditorio. Con sus sobrecargas, sus prolongaciones artificiales, sus titubeos que rellenan el texto comentado de una multitud temeraria de aproximaciones y comparaciones, con su técnica de exégesis que parece alcanzar su perfeccién, siendo asf que ella ha roto el hilo de los pensamientos originales y ha hecho estallar el refe- rente textual en el vértigo de una cultura pretendidamente total, el comentario de Aristé6teles es para nosotros como la expresi6n completa y desagradable de un método de lectura cuya tinica finalidad seria la de intentar obligar, de todas las maneras posi- bles, a un original a imitar sus copias. Esta visién enteramente negativa de la escoldstica es la de los primeros historiadores de la filosoffa, era también la de los enciclopedistas y, como se ha visto, la de los humanistas. Esta visién no ha cambiado desde entonces. Rebajado, o mejor, aplastado entre la antigiiedad y la época clasica, el pensamiento medieval es considerado corrientemente como un amplio reper- torio, mejor dicho, como una reserva, como Reserva de cuestio- nes que ya no se plantean. Los escritos biolégicos de Aristételes conservan el derecho a tener lectores porque para nosotros ellos tienen el atractivo de la ciencia naciente, el sabor de los co- mienzos. Para la mayor parte de los historiadores, los comenta- rios medievales no tienen mds que un interés de hecho, un valor documental; no se sabrfa encontrar en ellos algo as{ como una 14 especie de cebo o un enigma; aparentemente ellos no son mds que repeticiones, convenciones 0 cédigos, enrejados impuestos aun mundo que no los habfa visto nacer y que, separados de lo que ellos habfan tomado cuerpo, nos parecen infaliblemente condenados a agotarse o a parodiarse, tomandose ellos mismos por objeto. Abramos un manual. He aqui lo que leemos: Lo que, en primer lugar, caracteriza a la filosoffa de la Edad Media es el abuso de la autoridad. Se cree que la verdad se la encuentra, que est4 en los libros santos y en las obras de los filésofos antiguos, que no hay mas que descifrarlos [...]. Se puede decir, pues, por lo que respecta a la filosofia, que la Edad Media no es més que la prolongacién de la Antigiiedad. Este juicio es tanto mas exacto cuanto que la légica escolastica no nacié en la Edad Media [sic]: comenzé con los estoicos, fue ampliamente preparada por los comentarios, est4 ya completa en Boecio, en los tiltimos manuales griegos y latinos. El segundo cardcter de la filosoffa de la Edad Media es el formalismo, el abuso del procedi- miento silogfstico. Se preocupa menos de establecer principios verdaderos que de deducir con rigor las consecuencias de los principios admitidos sin examen [Janet y Séailles, Histoire de la philosophie, p. 998). Con un diagnéstico semejante ya no es necesaria la medici- na: el pensamiento medieval est4 muerto. Est muerto porque repite, expone una ciencia ya hecha, obliga a la naturaleza a imitar al arte e ignora la vida. gEs necesaria una explicacién? La respuesta surge por sf misma. Si ellos han tomado todo de los libros mas que de su propia existencia, esto significa que sus fil6sofos medievales no lleva- ban consigo el peso de las cuestiones que trataban, significa que ellos no estaban acosados ni atormentados por las necesidades del pensamiento, en pocas palabras, es que ellos no eran intelec- tuales. Si, cercados por la muerte, la miseria y la guerra, por lo que parece, ellos han reducido a sabiendas la filosoffa a esa ciega forma de explicacién del mundo que es el comentario de texto, esto significa que ellos no han vivido nada de lo que les rodea. Asi, serfa vano que en sus escritos se buscara lo que, por ejemplo, les hacfa contempordneos de las catedrales o de los romances, de la toma de Jerusalén o del saqueo de Bizancio. 15 Estos textos sin interioridad no tendrfan otra cosa que exteriori- dad, no interioridad; esto quizas lo podria explicar todo. En estas condiciones, no extrafiaré que un hipotético lector no experimente otra cosa, frente a un texto filos6fico de la Edad Media, que una cierta mezcla de estupor y hastfo. Es normal que veintitin voltimenes in-folio de un renombrado profesor eclesidstico impresionen fisicamente; serfa absurdo creer, por tanto, que puedan inspirar una pasi6n al hombre honesto, seria demasiado effmero: no se puede tener un ptiblico cuando no estdn dirigidos a nadie —a nadie y sobre todo a s{ mismo. Una filosofia anénima Todo medievalista, en un momento u otro, ha escuchado una versién de la prosopopeya de la indiferencia que acompafia © sanciona lo que le va bien llamar su «trabajo». La que noso- tros acabamos de escuchar es la misma que hemos escuchado y todavia escuchamos alguna vez. No nos lamentamos por ello: la cosa tiene su lado pintoresco, y con la edad se aprende, en suma, que es facil imaginar a Sfsifo feliz. Por otra parte, las cosas cambian. EI vuelo de la filosoffa analitica ha permitido a nuevas gene- raciones de medievalistas anglosajones encontrar en los textos medievales lo que la neoescoldstica habfa ocultado o desviado: una filosoffa del lenguaje, una semiética, una légica temporal, una légica deéntica, una légica epistémica, por no hablar, evi- dentemente, de esa filosofia de conjunto que es el nominalismo ockamista y post-ockamista.? Por su parte, la tradicién del otro lado del Rin ha descubier- 2. Sobre este tema, cf. H. Hubien, «Logiciens médiévaux et logique d'aujourd’hui», Revue philosophique de Louvain, 75 (1977), pp. 219-237; A. de Libera, «Bulletin d'His- toire de la logique médiévale», RSPhTh, 69 (1985), pp. 273-309 y 71 (1987), pp. 590- 634, Sobre la légica epistémica, N. Kretzmann, «Sensus compositus, Sensus divisus, and Propositional Attitudes», Medioevo, 7 (1981), pp. 195-229; I. Boh, «Elements of Epistemic Logic in Later Middle Ages», en Lihonme et son univers au Moyen Age, ed. de Chr. Wenin (Philosophes médiévaux, 27), Louvain, 1986, pp. 530-543. Légica deén- tica: S. Knuuttila, «The Emergence of Deontic Logic in the Fourteenth Century», en New Studies in Deontic Logic, ed. de R. Hilpinen, Dordrecht, Reidel, 1981, pp. 225-248. The Cambridge History of Later Medieval Philosophy, publicado en 1982 bajo la direc- cin de A. Kenny, N, Kretzmann y J. Pinborg (Cambridge, Cambridge University Press) es el manifiesto del medievalismo anglosajén. 16 to recientemente en la escuela dominica alemana del siglo XIv (Dietrich de Freiberg, el Maestro Eckhart) qué apadrinaba a distancia el idealismo trascendental y la metafisica del Espfritu, después, a través de Brentano, una cierta forma de fenomenolo- gia. Promovido al rango de fuente de dos corrientes antagonis- tas que han dominado, y todavia dominan, la escena filoséfica internacional, el pensamiento medieval ha cambiado, por la misma razé6n, de estatus, pasando en unos afios de Indes noires de J. Verne al Monde perdu de A. Conan-Doyle. Se sabe en ade- lante que allf se encuentra todo, y se tiene el cuidado de visitar- lo en el umbral de toda exploraci6n: ya no es un filén muerto, adormecido en las profundidades de la tierra; es una especie de ecomuseo milagrosamente mantenido por los ndufragos de la historia. ¢Los pensadores de la Edad Media se han hecho inte- lectualmente mas préximos a nosotros? Nada es menos seguro. Se puede dudar que haya una intuicién central, un nudo conceptual tinico que, presidiendo las pruebas y las ambiciones de una época, permitieran, una vez identificado y después reac- tivado, esperar un fondo comin, una zona de divisién de la experiencia, y llegar asf a través de ellos, por alejados que estén, al coraz6n, mas bien al centro, bien fugaz, bien ciegamente, de un tiempo reencontrado; en correspondencia, se podria esperar que lo que no es valido para un siglo o un periodo, valga al menos para un individuo, para una obra solitaria, incluso aisla- da, para el trabajo de un hombre particular que, expuesto a nuestra mirada, disponible, en una palabra, legible hoy como lo era ayer, nos permitirfa, por conjetura o empatfa, volver a unir y encontrar en él lo que creemos leer o descifrar en nosotros. Esta es en todo caso la demanda media, y lo que la acompa- fia: la declaraci6n de utilidad publica. ¢Cudl es la actualidad del pensamiento medieval?, o gpara qué sirve el estudio de los auto- res de la Edad Media? Mas todavia: qué es necesario leer? 3. Ver los trabajos dirigidos desde 1977 por y sobre K. Flasch en el marco del proyecto editorial de un Corpus Philosophorum Teutonicorunt Medii Avi (Hamburgo, Felix Meiner Verlag). La interpretacién filosdfica de la Deutsche Mystik de los germa- nistas del siglo XIX ha sido inaugurada por los articulos pioneros de K. Flasch: «Kennt die mittelalterliche Philosophie die konstitutive Funktion des menschlichen Denkens? Eine Untersuchung zu Dietrich von Freiberg», Kant Studien, 63 (1972), pp. 182-206; «Die Intention Meister Eckharts», en Festschrift fiir B. Liebrucks, Meisenheim, 1972, pp. 292-318; «Zum Ursprung der neuzeitlichen Philosophie im spiten Mittelalter», Philosophisches Jahrbuch, 85 (1978), pp. 1-18. ¢Cémo se responde a estas preguntas? El redescubrimiento de la Edad Media por los filésofos y los historiadores de la filo- soffa establece esencialmente un puente entre algunos intereses filos6ficos dominantes en este fin de siglo y algunos lenguajes cientificos u objetos teéricos de la tardfa Edad Media, conside- rados como que pueden inscribirse, casi abstractamente, en una estrategia intelectual que carece de toda perspectiva de conjunto: en suma, se hace repetir a los actores de una obra que nunca se ha visto, que quiz4s nunca ha existido como si en su ordenaci6n jerarquica (se supone que los papeles importantes estan en el centro), el tipo y el color de los vestidos, asf como las letanfas de la distribucién, la sola imagen del tropel reunido en la escena nos pudiera dar una idea precisa de la intriga, de sus resortes y de sus enredos. Suponemos también que se tiene el texto impreso de la obra, a base siempre de llegar en el momen- to de la llamada, la obra real, es decir, la representacién se nos habra escapado. Este es el caso del historiador del pensamiento medieval. El puede conocer bien el texto con placer, haber estu- diado la carrera de cada actor, él no tiene una idea precisa de lo que ha representado el conjunto. Se diré que no hay nada que defina especialmente a la Edad Media como objeto histérico. ¢No ocurre lo mismo que con los griegos, los cldsicos, incluso con los filésofos del siglo x1x? Sin duda, pero hay una diferen- cia: nosotros tenemos una connivencia casi inmediata con los filésofos griegos, clasicos y modernos. Pensamos que sabemos bastante sobre el mundo en el que ellos vivian, sobre la manera en que hablaban, comfan y vestfan para poder neutralizar de golpe sus extrafiezas. Sabemos lo que socialmente podia ser un filésofo griego del tiempo de Pericles; sabemos también lo que podfa ser una escue- la de filosoffa en Atenas o en Alejandria en la época de la «paz romana», y tenemos todas las razones para pensar que si fue necesario un decreto de Justiniano para poner fin a la existencia de la filosoffa como forma de vida, como comunidad auténtica- mente viva, como posibilidad de la existencia humana antagé- nica a la existencia cristiana, es que la filosoffa debfa ser algo —algo designable, nombrable, visible, en una palabra: algo real, a lo que no se podfa notificar o imponer otra muerte que la legal. A fortiori, nosotros saboreamos en Descartes el encanto y la proximidad de un gran antepasado bastante aventurado en in- 18 tentar a la vez vivir y pensar. Es con él, entre la sartén y la espada, que se escriben las primicias de una novela familiar como filos6fica, un escenario donde el Discurso del método y las Meditaciones parecen esbozar el relato de nuestra propia exis- tencia: el cogito —ese bautismo adolescente del alumno bachi- ller francés— ¢no es obligatoriamente su primer recuerdo inte- ligente? En cuanto a los filésofos de los siglos Xvi y XIX es claro que son nuestros fntimos y que nos son mds préximos que la mayor parte de nuestros contempordneos: la Critica de la Razin pura de Kant, la Doctrina de la ciencia de Fichte, la Enciclopedia de He- gel, ¢no disefian los Ifmites de nuestro mundo especffico?, no han proporcionado a cada uno de nosotros, en cualquier mo- mento, el vocabulario y Ja sintaxis de una experiencia filoséfica? El alejamiento de la Edad Media tiende sin duda ante todo a esto: no encontraremos en ella nada de lo que nos entretiene. Nada de «filésofos en el sentido griego de Ja palabra», nada de escuela de filosoffa, nada de cogito; ni cédigo, ni léxico, ni medi- das de acompafiamiento para nuestros deseos y devaneos; nada que nos guiara, reconfortara o instruyera. El pensamiento me- dieval no forma parte de nuestra escolaridad: nos es menos ex- trafio que desconocido, y menos impenetrable que intiti] —he- mos aprendido a desenvolvernos sin él. Por lo demas, ¢qué po- driamos saber de él si lo intentéramos? Nos serfa necesario abrir una buena historia de la filosoffa medieval. Las hay exce- lentes y abundantes,* pero ¢qué se encuentra en ellas? En el peor de los casos, una narraci6n de viaje imposible, una odisea sin Ulises y sin ftaca; en el mejor de los casos, el plano de un 4, Ademas del clasico inglés de £. Gilson, A History of Christian philosophy in the Middle Ages, Londres, Sheed an Ward, 1955 (que reemplaza definitivamente su Philosop- hie au Moyen Age. Des origines patristiques a la fin du XIV sidcle, aparecido en 1944 en Payot), citamos: J. Marenbon, Early Medieval Philosophy (480-1150). An Introduction, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1983, y del mismo autor, Later Medieval Philosophy (1150-1350). An Introduction, misma ed., 1987; LM. De Rijk, La Philosophy au Moyen Age, Leiden, Brill, 1985; K. Flasch, Das philosophische Denken im Mittelalter. Von Augus- tin zu Machiavelli, col. «Universal-Bibliothek», Sttutgart, Reclam, 1986; Mt. Beonio Brocchieri Fumagalli y M. Parodi, Storia della filosofia medievale. Da Boezio a Wyclif, Roma-Bati, Laterza, 1989. Las cuestiones tedricas y metodolégicas son abordadas en De Rijk (cap. 1: «Le Moyen Age: Période typiquement médi¢vale?», y 2: «Périodisation, critique des sciences et philosophie de 'histoire>), as{ como en K. Flasch, «Wozu erfors- chen wir die Philosophie des Mittelalters?», en Die Gegenwart Ockhants, ed. de Von W. Vossenkuhl y R. Schénberger, VCH Verlagsgesellschaft mbH, 1990, pp. 393-409. misma. Es en esta historia clara donde hay que detenerse, si se quiere huir del cliché, de una manera de escribir el pasado que, a fin de cuentas, no conducen més que a reconstruir el cuadro de todas las famosas comidas de coco que jamés tuvieron lugar. La verdadera historia de la légica es la de un universo de discur- sos, de «puzzles» (los sophismata), de juegos de roles (las obliga- tiones) que se pueden abordar a la vez como ejercicios escolares y como géneros literarios que tuvieron su propia duraci6n, un emplazamiento institucional especifico y una realidad psicolégi- ca auténoma.> Las historias literaria y doctrinal forman un todo que preserva el anonimato y que es necesario y que hay que conservar y después restituirlo a su estado. Se puede, pues, asegurar al lector potencial que lo que en el primer acercamiento le aleja de la Edad Media es lo que des- pués, con mayor informacién, se le hard indispensable. En efec- to, por ella aprendemos que los pensamientos no son un hecho de individuos, que ellos los traspasan e incluso les pueden so- brevivir, intactos, como el esquema de vias futuras. Por ella, 5. Sobre estos géneros a la vez literarios y pedagégicos, cf. para los sophismata: N. Kretzmann, Syncategoremata, Exponi Sophismata, en The Cambridge History... pp. 211-245; A. de Libera, «La problématique de I"'instant du changement” en el siglo XII: contribucién a la historia de los sophismata physicalia», en Studies in Medieval Natural Philosophy, ed. de S. Caroti (Biblioteca di Nuncius. Studi e Testi, 1), Florencia, Leo S. Olschki, 1989, pp. 43-93; para las obligationes: E. Stump, «Obligations: from the Beginnings to the Early Fourteenth Century», en The Cantbridge History..., pp. 315-334, P.V. Spade, «Obligations: developments in the fourttenth Century», ibfd., pp. 335-341; «Three Theories of Obligationes: Burley, Kilvington and Swyneshed on counterfactual reasoning», History and Philosophy of Logic, 3 (1982), pp. 1-32. Una obligatio es un juego de discusién que opone a dos jugadores con un papel concreto a jugar cada uno: el respondens que acepta o mas bien «se obliga» a mantener un cierto punto de vista 0 actitud en el curso de la disputa, el opporens que se esfuerza en apremiarle con la redargutio, es decir con la contradiccién. El respondens ha perdido si, durante la dispu- ta, concede lo opuesto de la proposicin que acept6 de entrada o, mas sencillamente, si es Ilevado por su adversario a conceder y a refutar a la vez otra proposicién. Cada tipo de obligatio tiene sus propias reglas. En la obligatio la practicada més corviente- mente, la positio, el juego hace intervenir tres actos: conceder, refiutar y dudar, y dos actitudes proposicionales: saber e ignorar, que inciden sobre proposiciones que, por razones evidentes, generalmente son contrarias a Jos hechos o lo mas alejadas posible de la intuicién natural. Las reglas de la positio han sido formalizadas légicamente en S. Knuuttila y M. Yrjénsuuri, «Norms and Action in Obligattional Dispute», en Die Philosophie im 14, und 15. Jahrhundert. In Memoriam Konstanty Michalski (1879-1947) (Bochumer Studien zur Philosophie, 10), Amsterdam, Griiner, 1988, pp. 191-202. Para mas detalles cf. A. de Libera, «La logique de la discussion dans l'Université médiévale», en Figures et conflits rhétoriques, ed. de M. Meyer y A. Lempereur, Bruselas, Editions de l'Université de Bruxelles, 1990, pp. 59-81. 22 nosotros descubrimos que nosotros somos menos hijos de nuestras obras que usufructuarios de lo pensable y deudores de palabras sin sujeto. Esto no es nada. Comprender la historia del pensamiento como una historia anénima, ésta es segtin noso- tros la primera tarea del medievalista. No se trata aquf de un accidente o de una catdstrofe externa, sino de la esencia misma del objeto. Estos textos que nos han Ilegado sin sepultura de- cente, sin titulo, sin nombre del autor, brevemente, sin gran aparato, han sido copiados asf, han circulado bajo esta forma sin pretensiones ni altivez. Lo que se querfa transmitir con ello no era una efigie o una postura individual, era una memoria y un impulso colectivos. El medievalista tiene que tratar esencialmente con manus- critos. El es responsable de la historia que él recuerda, porque es a él y a ningtin otro a quien incumbe descubrir su estructura y construir su génesis. E] puede saber lo que busca, pero no sabe lo que encontrara. Su dominio es lo inédito, por consi- guiente lo imprevisible, y los resultados que obtiene son con frecuencia tanto mds pertinentes cuanto menos originales sean. jCudntas estrategias argumentativas, leyéndolas de la pluma de un Ockham o de un Tomas de Aquino parecerfan imparables y personales, a la larga se revelan que no son mds que lugares comunes!... ;Cudntas doctrinas solemnes no son mas que citas mudas, incluso, cascadas de citas encajadas las unas dentro de las otras!... ;Cudntas frases de arquitectura complicada sinteti- zan de hecho dos o tres escrituras distintas que ellas fuerzan a componerse ensambladas!... Esta es la materia medieval: un mundo de enunciados que circulan los unos en los otros, que se parasitan los unos a los otros hasta producir un efecto nuevo en el juego —transparente para los medievales, opaco para noso- tros— de las deformaciones y refundiciones. La actualidad de la Edad Media y el «nuevo medievalismo» Es el momento de responder a la supuesta pregunta del pa- blico. ¢Cual es la actualidad de la filosoffa medieval? La que le imprime la investigacién. De suyo, el pensamiento de la Edad Media no es ni actual ni inactual. O mas bien, hay dos tipos de actualidades. Hay la actualidad latente y la actualidad que esta 23 por venir, la de las decisiones filoséficas que, desapercibidas, no reconocidas como tales, gobiernan secretamente nuestras pro- blematicas; la que no ensayada a fondo, inacabada o abandona- da en el camino, puede contribuir a romper o superar nuestros atolladeros y nuestras alternativas. Hay una tercera que proce- de de las dos anteriores: cuando el reconocimiento de una con- tinuidad, la aprehensién de una permanencia nos ayudan a se- parar lo que nos es propio de lo que continuamos diciendo sin saber que nos repetimos. Veamos el ambito de la filosoffa del lenguaje y la problemati- ca que, desde Russell, juega un papel fundamental: el de la deno- tacién o de la referencia. La distincién entre significacién (mea- ning) y referencia (reference) de un término nacié en la Edad Media bajo la forma de una oposicién entre la significatio y la suppositio. Estas dos nociones han literalmente sostenido cuatro siglos de teorfa légica, abriendo perspectivas que, contrariamen- te al impetuoso diagnéstico de Janet y Séailles, ni siquiera ha- bfan entrevisto los filésofos de la antigtiedad tardfa: la teorfa de la correferencia pronominal (relatio), la teorfa de la referencia temporal (restrictio, ampliatio), la teoria de Ja referencia a los particulares no existentes y la problematica de la predicaci6n sobre las clases vacfas, la teorfa del lenguaje mental, la teorfa semi6tica de los universales, y muchas otras que, mas alld de la reflexi6n sobre el lenguaje, apuntan a la esencia misma de la 16- gica. Esta doctrina, o mejor, el complejo de doctrinas conocido bajo el nombre de teorfa de la suposici6n, presenta los tres tipos de actualidades que hemos distinguido. La actualidad latente: oprimida por el sarcasmo de los humanistas, sacrificada a la retérica y a las exigencias de una concepcién del lenguaje en adelante articulada principalmente sobre su potencia expresiva 0 estética, su capacidad de expresar la multiple apariencia de lo bello, la nocién de «suposicién» ha sido violentamente expulsa- da de la historia de la filosoffa. En el siglo xvi ya no queda nada de ella, ha dejado de existir conceptualmente —incluso si de modo disperso un Hobbes o un Leibniz conserven memoria de ella. Esta desaparicién filos6fica de Ja doctrina de la referencia, no obstante, no le ha impedido sobrevivir en un discurso que no la reclamaba 0, mds exactamente, que no podia preservar su naturaleza y su visién, aunque le agradaba recurrir a ella. La neoescoladstica dio un amplio espacio a la exposici6n de 24 las «propiedades de los términos» en sus manuales de ensefianza de la légica. Pero esta simple clasificacién fijada en esquemas arborescentes —sobre el modelo mismo de los cuadros que, en la época, representaban sinépticamente la Suma Teoldgica de Tomas de Aquino— no era mds que una naturaleza muerta, di- bujada por ella misma, que permanecfa obstinadamente en las desviaciones de los trabajos realizados al mismo tiempo por los légicos de la futura escuela «analftica». La teorfa neoescolastica de la referencia no era més que una teoria del lenguaje neoesco- l4stico, un formulario lleno de ejemplos canénicos, prestados por otro lado, en su mayor parte por la Légica de Port-Royal: ésta ya no era una herramienta analftica del pensamiento filos6- fico —lo que habfa sido sin embargo durante toda la Edad Me- dia—, ya no era mds que un capftulo de manual, cuyo punto de aplicacién habfa dejado de ser el lenguaje y el signo. Toda la semantica habfa sido absorbida por la psicologfa de la actividad intelectual y la teorfa de la representacién mental. Es necesario subrayar que no son los «herederos» de la Edad Media —como Maritain y su Petite Logique— los que han «reactivado» el interés por la doctrina de la referencia. La reac- tivacién ha venido de otra parte, de la tradici6n anglosajona (E.A. Moody, Ph. Boehner), porque ella ha sabido leer en los textos medievales lo que la neoescoldstica, en su proyecto filo- sofico y su misma realidad histérica, presumfa ocultar. Este proceso atractivo ha continuado a nuestra vista apenas medio siglo. Integrada en las discusiones filoséficas contempordneas, la semantica medieval se desarrolla asf a la vez fuera de su tiempo propio y fuera del espacio cultural y religioso donde ella fue considerada mas activa, cuando ella simplemente ya no te- nfa lugar funcional ni rol creador. La filosoffa analftica ha dado a la Edad Media la segunda y tercera forma de actualidad que hemos descrito retomando con nuevos impulsos los problemas olvidados, explorando por ella misma «posibilidades de pensa- miento» que ni la légica clasica ni la del siglo xIx no habfan sabido mantener o incluso adivinar. Evidentemente se puede preguntar cémo una nocién tan importante como la de la suppositio ha podido trivializarse has- ta desaparecer cientificamente, cémo la nocién de representa- cién ha podido substituir a la de referencia, cémo el lenguaje y la aproximacién semidtica de lo real han podido desvanecerse 25 en este punto ante el pensamiento representativo y la psicologia del juicio; en pocas palabras, cémo una teorfa potencialmente fecunda ha podido esterilizarse hasta el punto de perderse casi por si misma. También se puede preguntar por el sentido del retorno que le permita recobrar hoy lo esencial de sus funciones de antajfio. ¢Serd que el progreso filoséfico pasa necesariamente —aqui y en otras partes— por lo que los psicoanalistas Ilaman un «retor- no de lo rechazado»? Se puede avanzar la hipétesis banal a fin de cuentas. No se habré dicho todo. Si se demostrase que la manera de filosofar que caracteriza a la escuela analftica presenta mas de una afinidad con el esta- tuto que correspondfa a la légica en la pedagogfa universitaria de la Edad Media; si se trazaran todos los paralelismos que, por ejemplo, hacen de la discusién de los sophismata el equivalente medieval de los andlisis proposicionales a los que los anglosajo- nes consagran lo mejor de sus fuerzas (desde que Bertran Rus- sell hizo un sortilegio a «la calvicie del actual rey de Francia»),® permaneceria todavia un hecho inacabado y secretamente re- belde a todo tratamiento metapsicolégico de la Historia. Hay un valor positivo, una dimensién conservatorio, del ol- vido: lo que se olvida no se deforma —si retorna, est intacto; no obstante, todo lo que es borrado en el curso de la Historia no esta, por naturaleza, destinado a retornar. El olvido no es una 6. Elejemplo del cactual rey de Francia» fue introducido por Russell en su teoriza- cidn de las «descripciones definidas» —por ejemplo, el autor de los Miserables (por oposicién a los nombres propios: Hugo)— para ilustrar un caso en el que, de forma manifiesta, la descripcién de un individuo no «connota» su existencia (ya que ningtin existente corresponde a la descripcién «el actual rey de Francia»), Desde «On Deno- ting» (1905), la mayoria de los filsofos anglosajones han discutido los problemas de seméntica a partir de este tipo de enunciados, corrientes en la Edad Media. Una dife- rencia notable entre modernos y medievales es que los légicos de los siglos XIII y XIV utilizaban nombres propios (en sentido gramatical) como descripciones: asf el nombre de César era considerado como designando un individuo que ya no existia en el mo- mento en que yo hablo y Aitticristo como remitiendo a un individuo que no existe todavia en el momento en que yo hablo (pero cuya existencia futura es epistémicamente necesaria, ya que est anunciada por la Revelacién). Sobre la teorfa medieval de la referencia, sus técnicas, sus desarrollos, sus presupuestos o su entramado, ef. J. Pin- borg, «Bezeichnung in der Logik des XIII. Jahrhunderts», Miscellanea medicevalia, 8 (1971), pp. 238-281 (también en Mediaeval Semantics. Selected Studies on Mediceval Logic and Grammar edited by S, Ebbesen, Londres, 1984); S, Ebbesen, «The Chimzera's Diary», en The Logic of Being, ed. de S. Knuuttila y J. Hintikka, Dordrecht, Reidel, 1986, pp. 115-143. 26

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