Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
ar
Caído
Una piel así, arrugada antes de tiempo, estriada y acartonada por la enfermedad,
es un papel carbónico perforado por el relieve argentino, no fácilmente legible,
pero aún interpretable. La suerte de pergaminos que se descubren en el fondo de
una cueva. Autopercepción esponjosa de su relación con la orografía simbólica:
el cuerpo absorbe los síntomas del país. Ezequiel Martínez Estrada declaró
haberse contagiado de un mal llamado Argentina. Por eso llega hasta nosotros
su nombre. Ese es el secreto de su potencia. No sólo su excentricidad, su
atipismo, su personal estilística mezcla de amargura lírica y de profetismo
violento, no solo el hecho de que nadie haya continuado su labor y de que su voz
resta como una de las últimas desgarraduras morales importantes, ni siquiera su
vital independencia en un país que pretende ser semillero de talentos
individualistas y que a la vez los formatea y los doblega. En su relación carnal
con la nación se oculta el misterio del autor. Y más que eso: a Martínez Estrada
no le importó ser el mensajero de las malas noticias. Nos legó una advertencia
sombría, una profecía incierta sobre nuestro destino, inaudible en interiores
domésticos, estuches académicos o gabinetes institucionales hinchados de
suficiencia y de acopio de cereal y reses. En lugares así, las quejas y lamentos
urbanos llegan amortiguados. Ezequiel Martínez Estrada, perro de la calle.
Titulación y amargura
La titulación de un libro nunca es inocente, pero a veces la audacia ofende el
ceremonial gramático. Radiografía de la Pampa. El atrevimiento se hace
manifiesto cuando percibimos que en su traducción al inglés (uno de los dos
únicos idiomas, junto al rumano, al que se tradujo), X-Ray of the Pampas,
tintinea la fonía pre-literaria, resalta el jeroglífico incrustado en una página
impecablemente escrita. Parece develar una clave técnica de abordaje, a la cual
cabe superponer el subtítulo de “La cabeza de Goliat”: microscopía de Buenos
Aires. Radiógrafo y microscopio son instrumentos de inmiscuímiento
fisiológico. Presumiblemente, se trataría de herramientas de distanciamiento,
órganos metálicos del método experimental, parte del ajuar objetivador del
científico moderno. Pero la titulación es engañosa: en los dos libros, lo
observado se licúa o esfuma en el ojo, lo radiografiado se retrae misteriosamente
de la seca descripción, la mayúsculo y lo minúsculo se eclipsan uno en otro.
Misterio, entonces.
Babilonia
Víctor Hugo pudo afirmar confiadamente que París era la diadema de Francia.
Difícilmente en provincias se diría esa galantería acerca de Buenos Aires. Ella se
aparece como el estómago de la república o como su cerebro: una máquina
neurótica. Si se la pensara en clave musical, sería el gran órgano de la república,
cuya melodía política, cultural y financiera se escucha en todo el país, y lo
atrona. Sexualmente, un ser perverso que eyacula hacia dentro de sí mismo, y de
ese modo se reproduce. Hermandad de la costa, sanguijuelero, anticornucopia.
Su hervor parece inagotable. No obstante, en la obra de Martínez Estrada, la
ciudad está a punto de ser desplomada desde dentro: el caos inherente a toda
actividad urbana la asedia. En tanto la ciudad es un organismo vivo, tanto más
es corroída por sus males a medida que se activa. La estatua es inescindible de
su pátina como el palacio de cine de la fatal despotenciación de los mitos
plebeyos del siglo, y la decreciente feligresía de las iglesias escandinavas de
Buenos Aires se corresponde al desvanecimiento de la cultura marítima
internacional en la misma medida en que las rotundas siglas de los sindicatos
han devenido jeroglíficos apenas descifrables en la época de la crisis del
obrerismo bucólico nacional. El relieve orográfico de la ciudad opera a modo de
“fiel” de reloj de símbolos: la sombra y la luz de sus virtudes y defectos recorre
espacial y secuencialmente los 360º de la ciudad una vez cada veinticuatro
horas. Ezequiel Martínez Estrada fue el cronista de un “movimiento sísmico”
que inadvertidamente conmovió a Buenos Aires. ¿Cuándo? Imaginémonos que
en algún momento de nuestra historia se abrió una suerte de “falla” en la cultura
política e intelectual del país, fisura que solo actúa vesuvianamente mucho
después. Ese movimiento estremecido logró que las semillas de la ignorancia, la
barbarie y la necedad que hasta entonces estaban arrinconadas se liberaran y
hallaran campo fértil para su despliegue.
Cirrosis
Como Martínez Estrada entendía a la mente como un órgano del tacto, no hay
distancia posible con la ciudad. Nuevamente, lo que diferencia al paseo del
flaneur, arquetipo arcaico, de la deriva estradiana, es el tipo de distancia crítica
concernida: máxima en un caso, nula en el otro. El paso de uno conduce a la
ojeada estética, el del otro, a una suerte de relevamiento carnal. La
consecuencia: una persona es la ciudad toda. Un fragmento del autor,
recordando su despedida de Budapest, nos orienta acerca de su relación con las
ciudades: “Palpé la piedra de la construcción, obedeciendo a una costumbre muy
vieja que tengo, la de despedirme con una caricia de las ciudades extranjeras a
las que supongo que jamás volveré, como si el tacto me comunicara, por una
sensación fría, algo de la simpatía con que, seguramente, las cosas inanimadas
responden a nuestra ternura. Y en muchos casos ha sido así, hasta el punto de
que el recuerdo de lo que vi en esas ciudades se asocia, como uno de los
elementos más preciosos de mi amistad hacia ellas, el adiós del que me traje la
aspereza de un muro o la tersura de una estatua”. En varios de sus ensayos
Martínez Estrada postula la superioridad del saber de ágora sobre el saber de
aula. Un viejo dilema, legítimo para éste escritor de imaginación que nunca
masticó la papilla universitaria. En las calles del ágora se escucha un runrún
distinto al que se percibe en los gabinetes, y se huelen aromas y hedores
distintos. Pero las radiaciones de la urbe se sedimentan en la piel. De allí que las
carrocerías, la radio, los afiches, el periódico y demás domesticidades se
transformen en asperjadores de bacterias y en aceleradores virósicos: en
superficies somáticas en las cuales se evidencian los causales del sufrimiento y
asimismo los de la acción pseudoterapeútica de los analgésicos sociales. Pero al
caminante que medita nada puede evitarle la sarna cotidiana. Y de nada vale
rascarse contra las paredes, pues ellas mismas están impregnadas y no son papel
secante. La mecanización de la vida era el signo de los tiempos, y Martínez
Estrada tamizó a ese signo a través de un ideograma cuyo trazo era
estrictamente personal y que muy pocos podían apreciar. Los meandros de ese
ideograma ofrecen una comprensión acerca de como la acelerada
industrialización y la automatización urbana se superponían a los viejos males
argentinos.
Soriasis
Martínez Estrada consideraba que sus libros eran llamadas morales, es decir
exhortaciones proféticas. En ellos se profetiza el agravamiento de los males del
país, no únicamente a partir de dramas de conciencia –el sonajero de los
intelectuales– sino desde un drama corporal. La conciencia, aún acongojada, es
un órgano de distanciamiento; el relevamiento físico, presencial, de los síntomas
urbanos, en cambio, supone riesgos de aproximación. Riesgos osmóticos.
Paredes y baldosas irradian males mitológicos. El circulante –el habitante–
recurre a su traje de amianto: la indolencia sensorial. Pero Martínez Estrada
estaba desnudo: desguarnecido por la academia y por los críticos. Tenía
renombre: pero es el tipo de fama que le hace acumular enemigos. El sabio de
aula o de gabinete observa ciudad y pampa desde lo alto y a lo lejos. Martínez
Estrada las caminó. Los síntomas urbanos y nacionales lo cubrieron como una
túnica de Neso.