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LA FIERA

Hace ya muchos años, cuando yo sólo tenía doce, mi abuela, viuda del más pequeño de los
hijos del General Arsenio Martínez Campos, me dijo algo que no se me ha olvidado: "La ma-
yor desgracia para España y los españoles han sido sus políticos". Alguna idea debía tener
aquella mujer que tan de cerca había vivido situaciones gravísimas de nuestra Historia más
reciente.

Una de estas situaciones se produjo poco tiempo después de la muerte del General Franco en
1975. A partir de esta fecha, el paso de un régimen autoritario a otro democrático no fue tan
fácil como algunos pueden pensar. Ni el proceso que se siguió para ello fue tan honesto y
transparente como hoy nos es referido por sus más ardientes defensores. Que hubo generosi-
dad y acuerdo entre facciones políticas de la más dispar ideología para que aquel paso no sólo
fuera pacífico, sino que fuera una obra común de todos ellos, es verdad; hasta el punto de que
fue ejemplo para otras muchas naciones.

La motivación esencial de aquellos acuerdos —que se plasmó en la Constitución de 1978—


era, precisamente, que los políticos españoles dejaran de ser la mayor desgracia para España.
Y, como derivada de aquella, evitar llegar a situaciones límites para que las Fuerzas Armadas
y, sobre todo, el Ejército, no tuviera que intervenir nunca más en asuntos de Estado.

Hay que recordar, no obstante, que antes de que fuera aprobada la Constitución, los grupos
políticos que la elaboraron lo hicieron conscientes de tres hechos históricamente probados:

 La presión ejercida sobre ellos por los nacionalistas "moderados" —así se les llama-
ba— cuando esos nacionalistas se habían declarado independentistas desde su funda-
ción;
 La presión ejercida sobre ellos por el terrorismo de ETA, GRAPO, FRAP, TERRA
LLIURE, etc., cuyos asesinatos crecían en número de año en año;
 Por último, por el absurdo comportamiento del político que con más empeño se dedicó
a llevar adelante la transición y, para ello, no se le ocurrió otra cosa mejor que mentir
descaradamente a las Fuerzas Armadas.

Con estos ingredientes se aprobó en referéndum la Constitución que incluía un terrible Título
VIII. Terrible no sólo para las Fuerzas Armadas sino, sobre todo, para España. ¿Por qué terri-
ble? Porque todo aquel que tuviera una idea general de nuestra Historia más reciente sabía, o
podía intuir, que ese Título VIII podía dar lugar a muchas y graves discordias que, más pronto
o más tarde, se traducirían en gravísimos problemas políticos, económicos y sociales. Y, guste
o no, los Mandos de las Fuerzas Armadas, por obligación, teníamos esa idea general de nues-
tra Historia más reciente (del siglo XIX a aquellas fechas).

¿Fue necesario mentir a las Fuerzas Armadas para legalizar el Partido Comunista? Como ya
se ha escrito en algún libro publicado, no era necesario hacerlo por tres motivos fundamenta-
les:

 Porque la gran mayoría de los militares de la época éramos conscientes de que España
debería sufrir una transformación hacia la democracia para homologarnos con las na-
ciones de las que éramos aliados, y con las que hacía muchos años participábamos en
maniobras conjuntas para defender Occidente del peligro comunista proveniente de la
URSS.
 Porque, por ser fieles admiradores de la capacidad militar y política del Generalísimo,
teníamos la obligación moral de cumplir con la orden que nos legaba en su testamento
de apoyar y obedecer al Rey como le habíamos apoyado y obedecido a él.
 Porque, si las Fuerzas Armadas debían ser garantes de la estabilidad del nuevo régi-
men de acuerdo con el Artículo octavo de la Constitución, lo más lógico, prudente y
razonable por parte de los políticos era haber dicho la verdad y haber explicado con
naturalidad a las Fuerzas Armadas lo que el mismo Rey consideraba necesario hacer.

He dicho que la gran mayoría de los militares éramos conscientes de la necesidad del cambio;
sobre todo de los empleos intermedios para abajo. Pero es cierto que había núcleos que se re-
sistían a admitir el cambio, sobre todo por lo que aquel Título VIII de la Constitución repre-
sentaba y por la innecesaria utilización de la mentira para legalizar un Sábado Santo al PCE.
Por eso, sotto voce, políticos, periodistas, comentaristas y otras gentes, generalizaban refirién-
dose a las Fuerzas Armadas y, sobre todo, al Ejército, llamándolas "la fiera".

Después de aprobada la Constitución la situación política, social y económica empeoró, agra-


vada por las docenas de asesinatos cometidos sobre todo por ETA. El año 1980, con un go-
bierno a la deriva sin respaldo parlamentario debido a la división de las facciones que com-
ponían el grupo de la UCD y con una oposición durísima de un PSOE hambriento de poder,
se tomó en un año decisivo. Políticos, medios de comunicación, altos mandos militares, escri-
tores e, incluso, la Iglesia, reclamaban un cambio de rumbo en aquella España desnortada.

En enero de 1981, debido a múltiples causas, el presidente Suárez dimitió. A partir de aquí to-
dos eran conscientes de que las Fuerzas Armadas —un sector de las Fuerzas Armadas— pod-
ía ser protagonista de algún hecho crucial. Así fue. Llegó el 23 de febrero sin que la inmensa
mayoría de las Fuerzas Armadas hubieran sido advertidas de ello. Pero para casi todos "la fie-
ra" se había despertado. No era verdad. Hasta el punto de que "la fiera" obedeció sin rechistar
la orden recibida del Rey a través de la televisión a la una y veinte de la madrugada del 24 de
febrero. Esto no quiere decir que aquella "fiera" hubiese obedecido la orden contraria si se le
hubiese dado. Era, sencillamente, apoyar y obedecer al Rey como jefe supremo de las Fuerzas
Armadas.

A partir de aquella fecha, especialmente desde el momento en que el PSOE ganó las eleccio-
nes generales en 1982, todo debía cambiar en España para que no la conociera ni la madre que
la parió. Y las Fuerzas Armadas fue una de las Instituciones que sufrieron una mayor trans-
formación desde entonces hasta hoy. Hasta el punto de que, a pesar de las vicisitudes persona-
les sufridas por todos sus miembros, a pesar de la desamortización brutal de una enorme parte
de sus propiedades, y a pesar de las sucesivas "modernizaciones" para reducir cada vez más a
las Fuerzas Armadas, el mando militar no ofreció resistencia alguna digna de mención para
que todo lo que decidieran los políticos se llevara a la práctica.

En realidad, el ministerio de Defensa, con estas premisas, era uno de los ministerios más ape-
tecidos por cualquiera de los miembros de los sucesivos gobiernos. Conocían la excelente
preparación de los Mandos que podían asesorar al señor ministro —aunque en bien pocas
ocasiones les hicieron algún caso— y, sobre todo, conocían que la disciplina militar les facili-
taba absolutamente cualquier tipo de medidas que tomaran, aunque algunas de ellas fueran en
contra de la propia esencia de la Institución o de sus más genuinas y arraigadas tradiciones.
Hace algunas semanas, estas reflexiones se avivaron en mí cuando estaba viendo en televisión
uno de esos muchos programas en los que los contertulios exponen sus puntos de vista sobre
los muchos y graves problemas que hoy aquejan a España. Gravísimos problemas políticos,
sociales y económicos que, en gran medida, han sido generados por lo que hoy ya se conoce
como una "casta política" que defiende los intereses del partido y los propios por encima de
otras consideraciones de mucha mayor altura e interés nacional.

Lo de «casta política» o «casta parasitaria» lo han oído todos los españoles en boca de mu-
chos de estos contertulios —la mayoría de ellos periodistas—, que están escandalizados hoy
—al menos aparentemente— de las muchísimas mentecateces que los políticos cometen.

En aquella tertulia, uno de sus miembros comentó un hecho conocido —pero que conviene
recordar— sucedido al día siguiente de que acabara el fallido golpe de Estado del 23-F. Se re-
unieron los directivos de algunos periódicos de tirada nacional y otros periodistas de renom-
bre para, de común acuerdo, moderar sus habituales críticas hacia las Fuerzas Armadas y, en
especial, hacia el Ejército que, por entonces, era objetivo preferente de muchos de ellos por-
que los militares, además de ser franquistas, eran, en general, antidemócratas. Esta era la idea
generalizada.

Todos, o casi todos, estuvieron de acuerdo en que dichas críticas debían ser mucho más obje-
tivas y menos hirientes para que "la fiera" no volviera a dar un nuevo zarpazo. Pero hubo
quien no estuvo de acuerdo con tal postura y advirtió a todos que él no quería vivir "de rodi-
llas" ante "la fiera", acuñando de esta manera una postura que nada tenía que ver con la reali-
dad. Ese periodista, por cierto, es hoy uno de los más sagaces críticos frente a la "casta políti-
ca" que, en lugar de servir a los españoles, buena parte de ella lo que hace es servirse de ellos.

Cuando escuché la anécdota de nuevo, sonreí con cierta tristeza. Y recordé lo que mi abuela
me dijo cuando sólo tenía doce años: que la mayor desgracia para España y los españoles han
sido sus políticos. Enlacé este recuerdo con aquella anécdota. Y no pude evitar pensar que, de
las posibles causas del empobrecimiento intelectual de nuestros políticos y de sus insensateces
brutales que muchas veces cometen, no han sido ni son sólo ellos responsables. Todos sabe-
mos que los medios de comunicación son más o menos afines a unas ideologías u otras, y su
poder de influir sobre las gentes, esencial.

Por eso, cuando muchos medios se escandalizan hoy de las decisiones de los políticos de uno
u otro signo que tanto pueden perjudicar a tantos, me suelo preguntar: ¿quién es hoy "la fie-
ra"? Y si la respuesta es la que pienso, no deben olvidar que, en buena medida, fueron ellos
los que humillaron a una para que la otra campara a sus anchas. Y ésta, sin apenas límites que
detengan su ambición, puede mantener de rodillas a millones de españoles por medio de la in-
geniería política, social y económica, frutos de una ideología perversa con tintes totalitarios.

No entiendo de qué se quejan cuando, por acción u omisión, han contribuido decisivamente a
crear lo que hoy tenemos. Prefiero pensar esto a pensar que ni unos ni otros tenían muy poqui-
ta idea de nuestra Historia más reciente.

Enrique Domínguez Martínez Campos


Coronel de Infantería D.E.M.
De la Asociación Española de Militares Escritores

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