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Al otro lado de la pared

Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Fran
cisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel per
iodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico
, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de
juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum
Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia ir
regular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil
darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono so
cial está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente
. Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semeja
ntes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia much
as de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de
la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no ec
har nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país,
se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al com
ercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco senti
mental y su carácter supersticioso le hacía inclinarse al estudio de temas relaciona
dos con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que le pr
otegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de
lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certez
a.
La noche que le visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apoge
o: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irreg
ulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble.
El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la
playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un ter
reno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba.
Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían inten
tar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La viv
ienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en u
na esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del lugar
me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el chorro d
e agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarle, había con
testado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobrement
e iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar
al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada e
stancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como
yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibi
do más adecuadamente en el vestíbulo, después de verle, la idea de su posible inhospit
alidad desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Le encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arru
gada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcional
mente grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia
y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial du
rante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio qu
e había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una g
ran sonrisa:
-Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que
me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los oj
os con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a d
ejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente af
ectado que me encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos út
il -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De
repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba
de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía
del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una m
ano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien co
mo una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación
contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de
comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en
mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una
expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera vie
ndo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces
reaccionó.
-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez
.
-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy gentil por tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta
es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en
la pared de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, le seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de u
na farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pa
red totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de expl
icaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo
me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme,
pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado qu
e no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado
todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.
-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con
tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple ho
mbre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espe
ctros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los
huéspedes aún son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortes, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción es
pecial hacia ella.
-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber
escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora
sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo qu
e te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento t
oda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido d
e vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era
bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el
monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de
una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincon Hill. Es
a zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia,
en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto
de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían a
feado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apar
tada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecino
s por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de grav
illa bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta.
» Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquie
rda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho som
brero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de
sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenat
ural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente
bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su
expresión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista
Divino. Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, d
escubrí mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena famili
a ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me d
edicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, e
ntró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, conscie
nte de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza inco
mparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería ha
ber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier o
tro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso d
e la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas
flores sin importancia que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue
en vano; la chica no apareció.
» A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día
iguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego n
o volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mira
da demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamen
te. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de ev
idente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
» No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, au
nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por conoce
rla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte c
laramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
» Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chi
ca no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y
supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía,
una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escas
os y no tenía talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que n
unca he tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de v
ida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al niv
el de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censu
rables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pe
ro, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deb
erían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato im
perioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo.
En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez que pueda qu
edarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico
incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiri
tual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda segu
ridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. E
l amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despe
rtar?
» El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban hui
r, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer-y con gran esfuerzo-
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros
fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marcha
do a sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era com
o si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y
toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus ac
ciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso
de locura en el que viví.
» Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una con
versación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera. L
levado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inúti
, por lo que tuve el decoro de desistir.
» Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba a mi llamada. Dejé caer lo
s libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi cor
azón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tr
es, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero
fue suficiente; demasiado, diría yo.
» Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tarde
s, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestacione
s cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar
más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé aho
ra lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontr
arme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí inf
ructuosamente las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su
casa desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pe
nsé que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a
la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto d
el que yo consideraba apropiado.
» Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me a
costé temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un pode
r maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo inco
rporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en
la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno,
dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido al
erta y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la P
az intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como e
lla me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma mo
neda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí de
pierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
» A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entr
aba:
» -Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igu
al lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:
-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y aho
ra...
Casi salto sobre ella.
» -Y ahora... -grité-, y ahora ¿qué?
» -Está muerta.
» Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había des
ertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su úl
timo deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la c
uidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella
. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de
intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su i
nocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y
ciega a la ley del Ego.
» ¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas. por el descanso de almas que, en
noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por viento
caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
» Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias vece
s repetidas, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la
que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y pregunt
ar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de t
al forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento m
e dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza
y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.
[LT1]
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Desapariciones Misteriosas

La dificultad de cruzar un campo


Una mañana de julio de 1854 un colono llamado Williamson, que vivía a unas seis mi
llas de Selma, Alabama, estaba sentado con su mujer y su hijo en la terraza de s
u vivienda. Delante de la casa había una pradera de césped que se extendía unas cincue
nta yardas hasta llegar a la carretera pública, o «la pista», como solían llamarla. Más al
lá de esta carretera había un prado de unos diez acres, recién segado, completamente l
lano y sin un árbol, roca, o cualquier otro objeto natural o artificial en su supe
rficie. En aquel momento no había en el campo ni siquiera un animal doméstico. Al ot
ro lado del prado, en otro campo, una docena de esclavos trabajaban bajo la vigi
lancia de un capataz.
Arrojando la punta de un cigarro, el colono se puso en pie y dijo:
-He olvidado hablarle a Andrew de los caballos.
Andrew era el capataz.
Williamson echó a andar con calma por el paseo de gravilla, arrancando alguna fl
or a su paso, cruzó la carretera y llegó al prado. Mientras cerraba la verja de entr
ada se detuvo un momento a saludar a su vecino Armour Wren, que vivía en la planta
ción de al lado y pasaba por allí. Mr. Wren iba en un coche abierto, acompañado de su
hijo James, un muchacho de trece años. Cuando se alejaron unas doscientas yardas d
el lugar en el que se habían encontrado, Mr. Wren dijo a su hijo:
-He olvidado hablarle a Mr. Williamson de los caballos.
Mr. Wren había vendido a Mr. Williamson unos caballos que iban a ser enviados es
e mismo día, pero, por alguna razón que ahora no se recuerda, no iban a poder ser en
tregados hasta el día siguiente. Mr. Wren indicó al cochero que diera la vuelta y, m
ientras el vehículo giraba, los tres vieron a Williamson cruzando lentamente los p
astos. En aquel momento uno de los caballos del coche dio un traspié y estuvo a pu
nto de caer. No había hecho más que recobrarse cuando James Wren exclamó:
-Pero bueno, padre, ¿qué ha sido de Mr. Williamson?
No es el propósito de esta narración responder a esa pregunta.
La extraña relación que Mr. Wren hizo de los hechos, expresada bajo juramento dura
nte el curso de los procedimientos legales vinculados con la herencia de William
son, es la siguiente:
«La exclamación de mi hijo me obligó a dirigir la mirada hacia el lugar en el que ha
bía visto al difunto (sic) un instante antes, pero ya no estaba allí, ni en ningún otr
o sitio visible. No puedo afirmar que en aquel momento estuviera muy sorprendido
, ni que fuera consciente de la gravedad de la situación, aunque la consideré extraña.
Mi hijo, sin embargo, estaba muy asombrado y siguió repitiendo la pregunta de div
ersas maneras hasta que llegamos a la verja. Mi cochero negro, Sam, también se enc
ontraba muy afectado, incluso en mayor grado, pero tuve más en cuenta la actitud d
e mi hijo que lo que el otro pudiera haber observado. (Esta frase aparecía tachada
en la declaración.) Cuando bajamos del carruaje, y mientras Sam colgaba (sic) el
tiro a la valla, Mrs. Williamson, con su pequeño en brazos y seguida de varios cri
ados, venía corriendo por el paseo, muy excitada y gritando «¡Se ha ido! ¡Se ha ido! ¡Oh,
Dios mío! ¡Es horrible!» y otras exclamaciones parecidas que ahora no recuerdo con cla
ridad. Me dio la impresión de que se referían a algo más que a la mera desaparición de s
u marido, aun cuando ésta hubiera ocurrido ante sus propios ojos. Su actitud era a
locada, aunque no más, creo, de lo normal en aquellas circunstancias. No tengo raz
ones para pensar que en aquel momento hubiera perdido la cabeza. Desde entonces
nunca he vuelto a ver ni a saber nada de Mr. Williamson.»
Este testimonio, como podía esperarse, fue corroborado en casi todos los detalle
s por el otro único testigo presencial (si es que éste es el término apropiado), el jo
ven James. Mrs. Williamson había perdido la razón y, por otra parte, no era adecuado
tomar declaración a los criados. James Wren había declarado al principio que vio la
desaparición, pero nada de ello aparece en la declaración que hizo en el juicio. Ni
nguno de los braceros que estaban trabajando en el campo al que Mr. Williamson s
e dirigía le habían visto, y el registro riguroso de toda la plantación y de los campo
s colindantes no proporcionó la menor pista. Los relatos más monstruosos y grotescos
, inventados por los negros, fueron frecuentes en aquella parte del Estado duran
te muchos años, y probablemente todavía lo son; pero lo que aquí ha sido relatado es t
odo lo que se sabe con certeza de aquel asunto. Los jueces decidieron que Willia
mson había muerto y su herencia se distribuyó de acuerdo con la ley.
Una carrera inacabada
James Burne Worson era un zapatero que vivía en Leamington, en el condado de War
wickshire, Inglaterra. Tenía un pequeño taller en uno de los caminos poco transitado
s que confluían en la carretera que llevaba a Warwick. En su humilde actividad se
le consideraba un hombre honrado, aunque como muchos otros de su clase en los pu
eblos ingleses era muy aficionado a la bebida. Cuando estaba ebrio era capaz de
hacer las apuestas más alocadas. En una de aquellas ocasiones, demasiado frecuente
s, hizo alarde de su habilidad como caminante y atleta, y el resultado fue una p
rueba contra la naturaleza. Por un soberano se comprometió a ir corriendo hasta Co
ventry y volver, una distancia de algo más de cuarenta millas. Esto ocurrió el tres
de septiembre de 1873. Se puso en camino enseguida; el hombre con el que había hec
ho la apuesta, cuyo nombre no se recuerda, acompañado de Barham Wise, comerciante
de paños, y Hamerson Burns, fotógrafo, le siguieron en una carreta.
Durante varias millas Worson marchó muy bien, con paso suelto y sin fatiga apare
nte, pues verdaderamente tenía una gran resistencia y no iba lo suficientemente eb
rio como para menoscabarla. Los tres individuos de la carreta se mantenían a corta
distancia detrás de él, tomándole el pelo o animándole de vez en cuando, según el humor d
el momento. De repente, en medio de la carretera, a menos de doce yardas de dond
e ellos se encontraban con los ojos fijos en él, Worson dio un traspié y, desplomándos
e hacia delante, emitió un tremendo grito y desapareció. No llegó a caer al suelo; des
apareció antes de rozarlo. Nunca se encontró ni rastro de él.
Después de dar vueltas por el lugar durante un tiempo sin saber qué hacer, los tre
s hombres regresaron a Leamington, donde contaron la asombrosa historia y fueron
posteriormente arrestados. Pero tenían buena reputación, siempre se les había conside
rado sinceros, estaban sobrios en el momento del suceso y nunca se descubrió nada
que desacreditara la exposición que hicieron bajo juramento de su extraordinaria a
ventura, en relación a cuya verdad, sin embargo, la opinión pública apareció dividida a
lo largo del Reino Unido. Si tenían algo que ocultar, su elección de los métodos es, c
on toda seguridad, una de las más sorprendentes jamás realizadas por hombres cuerdos
.
El rastro de Charles Ashmore
La familia de Christian Ashmore estaba formada por su esposa, su madre, dos hi
jas mayores y un hijo de dieciséis años. Vivían en Troy, en el estado de Nueva York, e
ran gente pudiente y respetable, y tenían muchos amigos, algunos de los cuales, al
leer estas líneas, sin duda tendrán noticia por primera vez del extraordinario dest
ino de aquel joven. Desde Troy, los Ashmore se trasladaron en 1871 o 1872 a Rich
mond, en Indiana, y un año o dos más tarde a la región de Quincy, en Illinois, donde M
r. Ashmore compró una granja en la que vivió. A corta distancia de esa granja había un
a fuente de la que manaba constantemente un agua clara y fresca, de la que la fa
milia se abastecía para uso doméstico en todas las estaciones del año.
En la noche del 9 de noviembre de 1878, a eso de las nueve, el joven Charles A
shmore abandonó el círculo familiar en torno al fuego, cogió un cubo de estaño y se enca
minó hacia fa fuente. Como no regresaba, la familia comenzó a intranquilizarse y, di
rigiéndose a la puerta por la que había salido, su padre empezó a gritar sin recibir r
espuesta alguna. Encendió entonces una linterna y, en compañía de la hija mayor, Marth
a, que insistió en ir con él, emprendió su búsqueda. Había nevado ligeramente y, aunque el
camino había sido borrado, se podía distinguir el rastro del joven: sus huellas apa
recían marcadas con claridad. Después de recorrer poco más de la mitad del camino, una
s setenta y cinco yardas, el padre, que iba el primero, se detuvo y, elevando la
linterna, escrutó en la oscuridad que se abría ante él.
-¿Qué pasa, padre? -preguntó la muchacha.
Esto era lo que pasaba: el rastro del joven terminaba de repente, y más adelante
todo era nieve lisa, sin hollar. Las últimas huellas se distinguían con tanta clari
dad como las del resto de la estela; hasta las señales de los clavos eran apreciab
les. Mr. Ashmore miró hacia arriba, colocando su sombrero entre los ojos y la lint
erna. Las estrellas brillaban; no había ni una nube en el cielo. La explicación que
se había dado a sí mismo, por muy dudosa que hubiera sido (una nueva nevada con un lím
ite tan claramente definido), cayó por su propio peso. Describiendo un amplio círcul
o alrededor de las últimas huellas, con el fin de dejarlas como estaban para un po
sterior examen, el hombre prosiguió su camino hasta la fuente, con la joven detrás,
desfallecida y asustada. Ninguno había dicho una palabra acerca de lo que ambos ha
bían visto. La fuente aparecía cubierta por un hielo de horas.
De regreso a la casa advirtieron que había nieve a ambos lados del camino y en t
odo su recorrido. No había ninguna huella en él.
La luz del día no evidenció nada más. Lisa, sin huellas, intacta, la fina capa de ni
eve lo cubría todo.
Cuatro días después la afligida madre en persona fue por agua a la fuente. Cuando
regresó contó que, al pasar por el lugar en el que las huellas habían desaparecido, es
cuchó la voz de su hijo y que ella le había llamado con impaciencia mientras daba vu
eltas por el paraje, pues le había parecido que la voz venía unas veces en una direc
ción y otras en otra, hasta que se sintió agotada por el cansancio y la emoción. Al pr
eguntarle lo que había dicho la voz, fue incapaz de repetirlo, aunque afirmó que las
palabras eran perfectamente claras. En un instante toda la familia se dirigió al
lugar, pero no oyeron nada, y llegaron a la conclusión de que la voz era una aluci
nación producida por la gran ansiedad de la madre y sus trastornados nervios. Pero
luego, durante meses, a intervalos irregulares de unos cuantos días, la voz volvió
a ser oída por varios miembros de la familia y por otra gente. Todos declararon qu
e, sin lugar a dudas, se trataba de la voz de Charles Ashmore; todos coincidiero
n en que parecía venir de muy lejos, pues era muy débil, y en que la claridad de su
articulación era completa. Sin embargo, ninguno pudo determinar su procedencia, ni
repetir sus palabras. Los intervalos de silencio se hicieron cada vez mayores,
y la voz cada vez más débil y lejana, hasta que, hacia la mitad del verano, dejó de oírs
e.
Si alguien conoce el destino de Charles Ashmore, es probablemente su madre. Pe
ro ha muerto.
Con la ciencia al frente
En relación con este asunto de la «desaparición misteriosa», de la que hay abundantes
ejemplos en cada memoria, viene al caso citar la teoría del Dr. Hern, de Leipsic;
no a modo de explicación, a no ser que el lector quiera tomarla en ese sentido, si
no por su intrínseco interés como especulación singular. Este distinguido científico ha
expuesto sus opiniones en un libro titulado Verschwinden und Seine Theorie, que
ha atraído cierta atención, «en especial -dice un escritor-, entre los seguidores de H
egel y los matemáticos que defienden la existencia del llamado espacio no-euclídeo,
es decir, el que tiene más dimensiones que las de longitud, anchura y espesor; esp
acio en el que sería posible hacer un nudo en una cuerda sin fin y darle la vuelta
a una pelota de goma sin "solución de continuidad" o, en otras palabras, sin romp
erla ni abrirla.»
El Dr. Hern cree que en el mundo visible hay lugares vacíos, vacua o algo así, agu
jeros, como si dijéramos, a través de los cuales los objetos animados e inanimados p
ueden caer en un mundo invisible y no volver a ser vistos ni oídos. La teoría dice más
o menos así: el espacio está impregnado de éter lumínico, que es algo material; una sus
tancia parecida al aire o al agua, aunque infinitamente más atenuada. Toda fuerza,
todas las formas de energía deben propagarse en ese medio; todo proceso que tiene
lugar, tiene lugar en él. Pero supongamos que existen cavidades en este medio, po
r otra parte universal, del mismo modo que existen cavernas en la tierra o aguje
ros en el queso suizo. En tales cavidades no habría absolutamente nada. Sería un vacío
tal que jamás podría reproducirse por medios artificiales; porque si extraemos el a
ire de un recipiente, el éter lumínico permanece en él. A través de dichas cavidades no
podría pasar la luz, porque no encontraría ningún soporte. El sonido tampoco podría sali
r de ellas; no se podría percibir nada. No habría ni una sola de las condiciones nec
esarias para la acción de nuestros sentidos. En resumen, en un vacío de ese tipo no
podría ocurrir nada. Ahora, en palabras del escritor anteriormente citado, pues el
sabio doctor no lo explicó en ningún sitio de un modo tan conciso: «Un hombre encerra
do en un espacio así no podría ver ni ser visto; oír ni ser oído; sentir ni ser sentido;
ni vivir ni morir, porque tanto la vida como la muerte son procesos que sólo pued
en tener lugar donde hay energía, y en un espacio vacío la energía no podría existir.» ¿Son
tas las horribles condiciones (preguntará alguno) bajo las que los amigos de los d
esaparecidos han de pensar que ellos existen, y estarán por siempre condenados a e
xistir?
De modo escueto e imperfecto como aquí se ha enunciado, la teoría del Dr. Hern, en
tanto que declara ser una explicación adecuada de «misteriosas desapariciones», está ex
puesta a muchas objeciones evidentes; al menos tal y como la enuncia en la «espaci
osa volubilidad» de su libro. Pero incluso la exposición que hace su autor no explic
a los hechos relatados en estos apuntes y, a decir verdad, es incompatible con a
lgunos de ellos: por ejemplo, el sonido de la voz de Charles Ashmore. Pero yo no
soy quién para otorgar afinidad a los hechos y a las teorías.
A.B.

Visiones de la noche
Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario,
pues, si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar la
s insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo co
rriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades
y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domestica
do. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera l
abor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de l
os sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embr
ollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia
insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes,
justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ro
pas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia de
l director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pe
ro, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su a
utoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los
demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y
alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural
se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte n
i lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el
soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo
que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un ani
mal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuand
o estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la
voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquell
o que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el
contrario, cuando dormimos nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y
mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo
; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto desp
iertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinacion
es; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacen
ada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al
menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca u
n olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nue
stro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observa
dores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en act
itud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representara
n. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiemp
o y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a h
echos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista
un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arp
a eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis)
que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor -se las ve y se las
desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final cons
idera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias
sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal)
yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me propongo exponer en est
as hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuent
a que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son
accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no
alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un
espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos
, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y
me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo,
como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obse
sionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda qu
e atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzab
a perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un l
argo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por
una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanc
o. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno
al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de an
chura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos
humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y p
ortentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo h
abía cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnu
dos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios d
e una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas
, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del qu
e brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento.
Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba.
Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía
un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llega
ba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la cienc
ia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía tod
o el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo orige
n debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia v
oz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de diecisé
s años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma
claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la c
olcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas s
iempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colin
as, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vege
tación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había s
ido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos char
cos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la ll
uvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en
los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya
luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un
fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produci
endo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escu
driñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una ma
ldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contr
a ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensione
s inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no p
arecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con
dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura sigu
ió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron comple
tamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaba
n construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una lu
z difusa esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió re
correr largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuy
as puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las man
siones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella ho
rrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré e
n lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales
con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un
signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de
la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terr
ible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en ver
so:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiemp
o antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos d
e una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la part
e funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme
al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el c
adáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al
inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba hor
riblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y,
a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía
el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes
amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento
bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general.
Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en
los míos con una mirada sólida y tranquila. Tratad de imaginar mi espanto, pues me
resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de
una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad
habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que contin
uaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno* que me parece suficientemente raro
como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar qu
e el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi al
ma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onír
ico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices fina
les. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un bo
tín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas
del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter
doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que ins
pira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al re
cordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles di
seminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y
viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de ama
necer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se v
e una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oest
e. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenil
unio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente.
Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me ob
serva durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte
y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me deten
go a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz
humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápi
damente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo
que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él
le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualq
uier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.
* Por sugerencia mía, la difunta Flora Mcdonald Shearer puso este relato en f
orma de soneto en su libro de poemas La leyenda de Aulus.
Visiones de la noche Ambrose Bierce
- 4 -
El club de los parricidas

UNA CONFLAGRACIÓN IMPERFECTA


Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó viva
mente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres e
n Wisconsin. Mi padre y yo estabamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiend
o el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor par
te, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. No
s pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la plat
ería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trat
a de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las difi
cultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra
familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, cur
iosamente tallada. No solo podía tocar gran variedad de temas sino que también silba
ba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañan
as, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última mar
avilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso
de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado e
se: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que en lo que le concernía, el
robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como dis
fraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que si, y sabía a
lgo que, evidentemente, él ignoraba: O sea, que la caja cantaría con la luz del día y
lo traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. To
do ocurrió como yo lo deseaba: Cuando la luz de gas empezó a palidecer en la bibliot
eca y la forma de las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo co
corocó salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases del área d
e Tannhauser y finalizando con un sonoro click. Sobre la mesa, entre nosotros, h
abía una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa
; la tome. El anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la
caja de música de entre su capa y la puso sobre la mesa.
- Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y sentimiento
.
Dije:
- No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a
mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nues
tra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel.
- No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería una con
fesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mi.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí orgu
lloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja d
e música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una
vez hecho sentí una pizca de desasosiego. No solo era mi padre -el autor de mis día
s- sino que sin duda el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier mom
ento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que
lo prudente era suprimirla también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirviente
s y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. M
e hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi
conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra
si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos ra
zonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con
el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable me aconsejó esconder los cadáver
es en una de las bibliotecas, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. C
osa que procedí a hacer.
En la biblioteca había una estantería que mi padre comprara recientemente a un inven
tor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño pa
recidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen plac
ards, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio.
Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse ere
ctos de modo que los puse en la biblioteca que la que había sacado los estantes. C
erré la puerta con llave y pinche unas cortinitas en las puertecitas de vidrio. El
inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble sin s
ospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa y, a través de los bosqu
es me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para encon
trarme en el momento en que la alegría estaba en su punto más alto. Con gritos de ap
rehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y llegué con ellos al lugar
del incendio unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba
allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente consumida, pero e
n el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesta e incólume se veía esa bibliot
eca. El fuego había quemado las cortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio
, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi que
rido padre, "igualito a cuando vivía" y a su lado la compañera de pesares y alegrías.
No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas era
n las heridas de su cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me
había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia
de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me
sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado casi
de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos americanos fal
sos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi la réplica exacta de mi biblio
teca.
- La compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el vendedo
r-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron rellenado
s a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que sea
realmente a prueba de fuego... se la puedo dar al precio de una biblioteca común.
- No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no la llev
aré. Y le di los buenos días.
No la hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente desagrada
bles.
MI CRIMEN FAVORITO
Después de haber asesinado a mi padre en circunstancias singularmente atroces, fui
arrestado y enjuiciado en un proceso que duró siete años. Al exhortar al jurado, el
juez de la Corte de Absoluciones señaló que el mío era uno de los más espantosos crímenes
que había tenido que juzgar.
A lo que mi abogado se levantó y dijo:
- Si Vuestra Señoría me permite, los crímenes son horribles o agradables sólo por compar
ación. Si conociera usted los detalles del asesinato previo de su tío que cometió mi c
liente, advertiría en su último delito (si es que delito puede llamarse) una cierta
indulgencia y una filial consideración por los sentimientos de la víctima. La aterra
dora ferocidad del anterior asesinato era verdaderamente incompatible con cualqu
ier hipótesis que no fuera la de culpabilidad, y de no haber sido por el hecho de
que el honorable juez que presidió el juicio era el presidente de la compañía de segur
os en la que mi cliente tenía una póliza contra riesgos de ahorcamiento, es difícil es
timar cómo podría haber sido decentemente absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, para instru
cción y guía de la mente de Su Señoría, este infeliz hombre, mi cliente, consentirá en tom
arse el trabajo de relatarlo bajo juramento.
El Fiscal del Distrito dijo:
- Me opongo, Su Señoría. Tal declaración podría ser considerada una prueba, y los testim
onios del caso han sido cerrados. La declaración del prisionero debió presentarse ha
ce tres años, en la primavera de 1881.
- En sentido estatutario -dijo el juez- tiene razón, y en la Corte de Objeciones y
Tecnicismos obtendría un fallo a su favor. Pero no en una Corte de Absoluciones.
Objeción denegada.
- Recuso -dijo el Fiscal de distrito.
- No puede hacerlo- contestó el Juez-. Debo recordarle que para hacer una recusación
debe lograr primero transferir este caso, por un tiempo, a la Corte de Recusaci
ones, en una demanda formal, debidamente justificada con declaraciones escritas.
Una demanda a ese efecto, hecha por su predecesor en el cargo, le fue denegada
por mí durante el primer año de este juicio. Oficial, haga jurar al prisionero.
Habiendo sido administrado el juramento de costumbre, hice la siguiente declarac
ión, que impresionó tanto al juez debido a la comparativa trivialidad del delito por
el cual se me juzgaba, que no buscó ya circunstancias atenuantes, sino que, senci
llamente, instruyó al jurado para que me absolviera. Así abandoné la corte sin mancha
alguna sobre mi reputación.
"Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y honrados, uno de los cu
ales el Cielo ha perdonado piadosamente, para consuelo de mis últimos años. En 1867,
la familia llegó a Califorma y se estableció cerca de Nigger Head, estableciendo un
a empresa de salteadores de caminos que prosperó más allá de cualquier sueño de lucro. M
i padre era entonces un hombre reticente y melancólico, y aunque su creciente edad
ha relajado un poco su austera disposición, creo que nada, fuera del recuerdo del
triste episodio por el que ahora se me juzga, le impide manifestar una genuina
hilaridad.
"Cuatro años después de haber puesto en servicio nuestra empresa de salteadores, lle
gó hasta allí un predicador ambulante, que no teniendo otra manera de pagar el aloja
miento nocturno que le dimos, nos favoreció con una exhortación de tal fuerza que, a
labado sea Dios, nos convertimos todos a la religión. Mi padre mandó llamar inmediat
amente a su hermano, el Honorable William Ridley, de Stockton, y apenas llegó le e
ntregó el negocio, sin cobrarle nada por la licencia ni por la instalación... esta últ
ima consistente en un rifle Winchester, una escopeta de caño recortado y un juego
de máscaras fabricados con bolsas de harina. La familia se trasladó entonces a Ghost
Rock y abrió una casa de baile. Se le llamó "La Gaita del Descanso de los Santos",
y cada noche la cosa empezaba con una plegaria. Fue aquí donde mi ahora santa madr
e adquirió el apodo de "La Morsa Galopante".
"En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar Coyote, en el camino a Mahala y tomé la di
ligencia en Ghost Rock. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas más allá de N
igger Head, unas personas que identifiqué como mi tío William y sus dos hijos, detuv
ieron la diligencia. No encontrando nada en la caja del expreso, registraron a l
os pasajeros. Actué honorablemente en el asunto, colocándome en fila con los otros,
levantando las manos y permitiendo que me despojaran de cuarenta dólares y un relo
j de oro. Por mi conducta nadie pudo haber sospechado que conocía a los caballeros
que daban la función. Unos días después, cuando fui a Nigger Head y pedí la devolución de
mi dinero y mi reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto y a
fectaron creer que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo, violando deshonestamen
te la buena fe comercial. El tío William llegó a amenazar con poner una casa de bail
e competidora en Ghost Rock. Como "El Descanso de los Santos" se había hecho muy i
mpopular, me di cuenta de que esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y se
convertiría para ellos en una empresa de éxito, de modo que le dije a mi tío que estab
a dispuesto a olvidar el pasado si consentía en incluirme en el proyecto y mantene
r el secreto de nuestra sociedad ante mi padre. Rechazó esta justa oferta, y enton
ces advertí que todo sería mejor y más satisfactorio si él estuviera muerto.
"Mis planes para ese fin se vieron pronto perfeccionados y, al comunicárselos a mi
s amados padres, tuve la satisfacción de recibir su aprobación. Mi padre dijo que es
taba orgulloso de mí y mi madre prometió, que aunque su religión le prohibiera ayudar
a quitar vidas humanas, tendría yo la ventaja de contar con sus plegarlas para mi éx
ito. Como medida preliminar con miras a mi seguridad en caso de descubrimiento,
presenté una solicitud de socio en esa poderosa orden, los Caballeros del Crimen,
y a su debido tiempo fui recibido como miembro de la comandancia de Ghost Rock.
Cuando terminó mi noviciado, se me permitió por primera vez inspeccionar los registr
os de la Orden y saber quién pertenecía a ella, ya que todos los ritos de iniciación s
e habían llevado a cabo enmascarados. ¡Imaginen mi sorpresa cuando mirando la nómina d
e asociados encontré que el tercer nombre era el de mi tío, que en realidad era vice
canciller adjunto de la Orden! Era ésta una oportunidad que excedía mis sueños más desen
frenados: ¡al asesinato podía agregar la insubordinación y la traición! Era lo que mi bu
ena madre hubiera llamado "un regalo de la Providencia".
"Por entonces ocurrió algo que hizo que mi copa de júbilo, ya llena, desbordara por
todos lados en una cascada de bienaventuranzas. Tres hombres, extranjeros en esa
localidad, fueron arrestados por el robo a la diligencia en el que yo había perdi
do mi dinero y mí reloj. Fueron enjuiciados y, a pesar de mis esfuerzos para absol
verlos e imputar la culpa a tres de los más respetables y dignos ciudadanos de Gho
st Rock, se los declaró culpables en base a las pruebas más evidentes. El asesinato
de mi tío sería ahora tan injustificable e irrazonable como podía desearse.
"Una mañana me puse el Winchester al hombro y, yendo a casa de mi tío, cerca de Nigg
er Head, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, si estaba él en casa, agregando que había
venido a matarle. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros lo
visitaban con esa intención y que después se iban sin haberlo logrado, que yo debía d
isculparla por dudar de mi buena fe en el asunto. Dijo que yo no daba la impresión
de ir a matar a nadie, así que, como prueba de buena fe, levanté mi rifle y herí a un
chino que pasaba frente a la casa. Ella dijo que conocía familias enteras que podía
n hacer cosas semejantes, pero que Bill Ridley era caballo de otro pelo. Dijo, s
in embargo, que lo encontraría al otro lado del estero, en el solar de las ovejas,
y agregó que esperaba que ganara el mejor.
"Mi tía Mary era una de las mujeres más imparciales que he conocido.
"Encontré a mi tío arrodillado, esquilando una oveja. Viendo que no tenía a mano rifle
ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y le
di un buen golpe en la cabeza con la culata del rifle. Tengo buena mano y el tío W
illiam cayó sobre un costado, se dio vuelta sobre la espalda, abrió los dedos y temb
ló. Antes de que pudiera recobrar el uso de sus miembros, cogí el cuchillo que él había
estado usando y le corté los tendones. Ustedes saben, sin duda, que cuando se cort
an los tendones de aquiles, el paciente pierde el uso de su pierna; es exactamen
te igual que si no tuviera pierna. Bien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba
a mi disposición. Tan pronto como comprendió la situación, dijo:
"-Samuel, has conseguido vencerme y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero pe
dirte una cosa, y es que me lleves a mi casa y me liquides en el seno de mi fami
lia.
"Le dije que consideraba éste un pedido perfectamente razonable y que así lo haría si
me permitía meterlo en una bolsa de trigo; sería más fácil llevarlo de esa manera y si l
os vecinos nos vieran en camino provocaría menos comentarios. Estuvo de acuerdo y
yendo al granero traje una bolsa. Esta, sin embargo, no le iba bien; era muy cor
ta y mucho más ancha que él, así que le doblé las piernas, le forcé las rodillas contra el
pecho y así lo metí, atando la bolsa sobre su cabeza. Era un hombre pesado e hice t
odo lo posible por ponérmelo a la espalda, pero anduve a los tumbos un trecho hast
a que llegué a una hamaca que algunos chicos habían colgado de la rama de un roble.
Aquí lo deposité en el suelo y me senté sobre él a descansar; y la vista de la soga me p
roporcionó una feliz inspiración. A los veinte minutos, mi tío, siempre en la bolsa, s
e hamacaba libremente en alas del viento.
"Yo había descolgado la soga y atado un extremo en la boca de la bolsa, pasando el
otro por la pierna, levantándole a unos cinco pies del suelo. Atando el otro extr
emo de la soga también alrededor de la boca de la bolsa, tuve la satisfacción de ver
a mi tío convertido en un hermoso y gran péndulo. Debo agregar que él no estaba total
mente al tanto de la naturaleza del cambio que había experimentado en relación con e
l mundo exterior, aunque en justicia al recuerdo del buen hombre, debo decir que
no creo que en ningún caso hubiera dedicado demasiado tiempo a un vano agradecimi
ento.
"El tío William tenía un carnero que era famoso como luchador en toda la región. Vivía e
n estado de indignación constitucional crónica. Algún profundo desengaño de su vida ante
rior le había agriado el carácter y había declarado la guerra al mundo entero. Decir q
ue embestía cualquier cosa accesible es expresar muy levemente la naturaleza y alc
ance de su activdad militar: el universo era su rival, sus métodos los de un proye
ctil. Luchaba como los ángeles con los demonios: en medio del aire, hendiendo la a
tmósfera como un pájaro, describiendo una curva parabólica y descendiendo sobre su vícti
ma en el ángulo justo de incidencia que más rendía a su velocidad y su peso. Su impuls
o, calculado en toneladas cúbicas, era algo increíble. Se lo había visto destrozar un
toro de cuatro años con un solo golpe dado en la nudosa frente del animal. No se c
onocía cerco de piedra que resistiera la fuerza de su golpe descendente; no había árbo
les bastante pesados para aguantarlo: los convertía en astillas y profanaba en la
oscuridad el honor de sus hojas. Este bruto irascible e implacable, este trueno
encarnado, este monstruo de los abismos, había visto yo que descansaba a la sombra
de un árbol adyacente, sumido en sueños de conquistas y de gloria. Con miras de atr
aerlo al campo del honor, suspendí a su amo de la manera descrita.
"Completados los preparativos, impartí al péndulo de mi tío una suave oscilación y, reti
rándome a cubierto de una piedra contigua, lancé un largo grito estridente cuya nota
final decreciente se ahogaba en un ruido como el de un gato protestando, ruido
que emanaba de la bolsa. Instantáneamente el formidable lanar se paró sobre sus pata
s y comprendió la situación militar de un vistazo. En pocos minutos más se había acercad
o piafando hasta unos cincuenta metros de distancia del oscilante enemigo, que,
ora avanzando, ora retirándose, parecía invitarlo a la riña. De pronto vi la cabeza de
la bestia inclinada hacia tierra como abatida por el peso de sus enormes cuerno
s; luego el carnero se prolongó en una franja confusa y blanca directamente dirigi
da desde ese lugar, horizontalmente en dirección a un punto situado a unos cuatro
metros por debajo del enemigo. Allí golpeó vivamente hacia arriba y, antes de que se
hubiera borrado de mi mirada el lugar de donde había arrancado, oí un terrible porr
azo y un grito desgarrador, y mi pobre tío fue disparado hacia adelante con un cab
o suelto más alto que el miembro al que estaba atado. Aquí la soga se puso tensa de
un tirón, deteniendo su vuelo y fue enviado atrás otra vez, describiendo, sin resuel
to, una curva de arco. El carnero se había caído -un indescriptible montón de patas, l
anas y cuernos-, pero rehaciéndose y esquivando el vaivén descendente de su antagoni
sta, se retiró sin orden ni concierto, sacudiendo alternativamente la cabeza o pat
eando con sus patas traseras. Cuando había retrocedido a más o menos la misma distan
cia que la que había usado para asestar el golpe, se detuvo nuevamente, inclinó la c
abeza como en una plegaria por la victoria y otra vez salió disparado hacia adelan
te, confusamente visible como antes, un prolongado rayo blanquecino, con monstru
osas ondulaciones y terminado en un vivo ascenso. Esta vez el curso del ataque d
io en el ángulo exacto, comparado con el primero, y la impaciencia del animal era
tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste llegara al punto más bajo del arco.
En consecuencia, mi tío empezó a volar dando círculos horizontales de un radio igual
a la mitad de la longitud de la soga, que he olvidado decirlo, era de unos seis
metros de largo. Sus alaridos, crescendo al ir hacia adelante y diminuendo al re
troceder, hacían que la rapidez de sus revoluciones fuera más evidente para el oído qu
e para la vista. Era evidente que aún no había recibido ningún golpe vital. La postura
que tenía dentro de la bolsa y la distancia del suelo a que estaba colgado, oblig
aban al carnero a dedicarse a sus extremidades inferiores y al final de su espal
da. Como una planta cuyas raíces han encontrado un mineral venenoso, mi pobre tío se
iba muriendo lentamente hacia arriba.
"Después de asestar el segundo golpe, el carnero no había vuelto a retirarse. La fie
bre de la batalla ardía fogosamente en el corazón del animal, su cerebro estaba ebri
o del vino de la contienda. Como un púgil que en su ira olvida sus habilidades y p
elea sin efectividad a distancia de medio brazo, la bestia enfurecida se empeñaba
por alcanzar su volante enemigo cuando pasaba sobre ella, con torpes saltos vert
icales, consiguiendo a veces, en realidad, golpearlo débilmente, pero las más de las
veces caía a causa una ansiedad mal dirigida. Pero a medida que el ímpetu se fue ag
otando y los círculos del hombre fueron disminuyendo en tamaño y velocidad, acercándol
o más al suelo, esta táctica produjo mejores resultados, produciendo una superior ca
lidad de alaridos que disfruté plenamente.
"De pronto, como si las trompetas hubieran tocado tregua, el carnero suspendió las
hostilidades y se marchó, frunciendo y desfrunciendo pensativamente su gran nariz
aguileña, arrancando distraídamente un manojo de pasto y masticándolo con lentitud. P
arecía cansado de las alarmas de la guerra y resuelto convertir la espada en reja
de arado para cultivar las artes de la paz. Siguió firmemente su camino, apartándose
del campo de la fama, hasta que ganó una distancia de cerca de un cuarto de milla
. Allí se detuvo, de espaldas al enemigo, rumiando su comida y en apariencia dormi
do. Observé, sin embargo, un giro ocasional, muy leve de la cabeza, como si su apa
tía fuera más afectada que real.
"Entretanto los alaridos del tío William habían menguado junto con sus movimientos,
y sólo provenían de él lánguidos y largos quejidos, y a grandes intervalos mi nombre, pr
onunciado en tonos suplicantes, sumamente agradables a mi oído. Evidentemente el h
ombre no tenía la más leve idea de lo que le estaba ocurriendo y estaba nefablemente
aterrorizado. Cuando la Muerte llega envuelta en su capa de misterio es realmen
te terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío disminuyeron y finalmente colgó
sin movimiento. Fui hacia él, y estaba a punto de darle el golpe de gracia, cuando
oí y sentí una sucesión de vivos choques que sacudieron el suelo como una serie de le
ves terremotos, y, volviéndome en dirección del camero, ¡vi acercárseme una gran nube de
polvo con inconcebible rapidez y alarmante efecto! A una distancia de treinta m
etros se detuvo en seco y del extremo más cercano ascendió por el aire lo que primer
o tomé por un gran pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, fácil y regular que no pud
e darme cuenta de su extraordinaria celeridad y me perdí en la admiración de su grac
ia. Hasta hoy me queda la impresión de que era un movimiento lento, deliberado, co
mo si el carnero -porque tal era el animal- hubiera sido elevado por otros poder
es que los de su propio ímpetu y sostenido en las sucesivas etapas de su vuelo con
infinita ternura y cuidado. Mis ojos siguieron sus progresos por el aire con in
efable placer, mayor aún por contraste, con el terror que me había causado su acerca
miento por tierra. Hacia arriba y hacia adelante navegaba, la cabeza casi escond
ida entre las patas delanteras echadas hacia atrás, y las posteriores estiradas, c
omo una garza que se remonta.
"A una altura de trece a quince metros, según pude calcular a ojo, llegó a su cenit
y pareció quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándose repentinamente hacia ade
lante, sin alterar la posición relativa de sus partes, se lanzó hacia abajo en pendi
ente con aumentada velocidad, pasó muy próximo a mí, por encima mío con el ruido de una
bala de cañón y golpeó a mi pobre tío casi exactamente en la punta de la cabeza. ¡Tan espa
ntoso fue el impacto que no sólo rompió el cuello del hombre sino que también la soga,
y el cuerpo del difunto, lanzado contra el suelo quedó aplastado como pulpa bajo
la horrible frente del meteórico carnero! La sacudida detuvo todos los relojes des
de Lone Hand a Dutch Dan, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en asunt
os sísmicos, que se encontraba en la vecindad, explicó de inmediato que las vibracio
nes fueron de norte a sudeste.
"Sin excepción, no puedo dejar de pensar que en punto a atrocidad artística, mi ases
inato del tío William ha sido superado pocas veces."
ACEITE DE PERRO
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de
la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estu
dio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados.
En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre
a procurar perros para sus cubas, sino que frecuencia era empleado por mi madre
para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber n
ecesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley
de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mand
ato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente er
a así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impop
ular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas q
ue se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos
, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo
que les gustaba designar Oil Can. Es realmente la medicina más valiosa que se cono
ce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales pa
ra los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo t
enían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocas
ión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirect
amente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectar
on profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño ru
mbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movi
mientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera
sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí
metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en s
eguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del
lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los ca
lderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el a
ceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superfic
ie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo
del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué gua
po era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras m
iraba al querubín, casi deseaba en mi corazón de que la pequeña herida roja de su pech
o -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente
para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agent
e. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero
. Mi padre nunca distinguiría los huesos de los de un cachorro, y las pocas muerte
s que pudiera causar el reemplazo del incomparable Oil Can por otra especie de a
ceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resu
men, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojand
o el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mí padre, frotándose las manos con satisfa
cción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca v
ista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento
de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absol
utamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo
hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias
. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industri
as, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre tras
ladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación
con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños s
uperfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por com
pleto, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan brusca
mente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera oci
oso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre
me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de
la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraci
ado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada
asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a
los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a
la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llena
ba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecino
s en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición a
bsorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en
el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprob
aron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo
nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres pad
res salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del
todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería
esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por un
a ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El f
uego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno
de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido,
como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acos
tado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuert
e soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduj
e con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude h
acer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre,
silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También el
la estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su ofici
o, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amis
tosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia
a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de
la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como dem
onios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos des
nudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de
infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoros
o, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un
momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sinti
endo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su
resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y
saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al
de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamb
lea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías ha
cia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee
, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por e
l acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
EL HIPNOTIZADOR
Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el
hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si t
engo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean
, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo
tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del
taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secreto
s del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, com
o parece que los míos han tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna mane
ra trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero po
r mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y
obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijer
a de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más
para ser mirados que para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuen
tes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancia
s, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada
a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes
de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irreleva
nte y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que so
y capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que exi
ste una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y opor
tunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como
relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes, me vino a los catorce años, en la e
scuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente e
l que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con lo
s míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación,
vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su t
entador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la cana
sta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue
mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión m
i sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del
festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hast
a la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde
, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían
a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de
una paz más allá de lo comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfact
orio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía ha
cerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me rub
orizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación
. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba hac
iendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padr
es a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo,
alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de
mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte q
ue consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a
la finalidad de este relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeño
s intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinam
iento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nu
eve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, re
alicé una hazaña verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de
civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo co
nfesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hac
ia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos
al director, lo puse rápidamente bajo mi control.
-Usted es un avestruz -le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos ind
igestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte
, lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del
que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis pena
s surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del al
muerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una
edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía as
esinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el
desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo q
ue nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras
estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientra
s iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la
colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. L
a vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y des
pertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me
reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.
-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad q
ue la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensib
le a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre n
o era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a
mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reco
nocimiento pudieron ponerse en acción.
-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo qu
e eran.
-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caball
ero-, quizás atribuible a la edad.
-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora
son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo...
-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro pat
as y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna pata
da a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de e
lla y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con infer
ior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo m
ismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; l
os pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adela
nte, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobr
arse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de
las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban
y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las
nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándo
se salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer so
bre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las mano
s y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabe
llo estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e
inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos,
gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticamente militar se vio en Gettysburg o
en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de
ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeado
s, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de for
ma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido,
juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años d
e proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase
a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agen
te conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres ma
lignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

El dedo corazón del pie derecho

I
Es bien sabido que la vieja casa Manton está hechizada. En toda la zona rural qu
e la rodea, e incluso en la ciudad de Marshall, situada a una milla de distancia
, no hay una sola persona de mente imparcial que tenga la menor duda al respecto
; la incredulidad se limita a esas personas que recibirán el término de «chifladas» en c
uanto esta útil palabra haya penetrado en la esfera intelectual del Advance de Mar
shall. La evidencia de que la casa está hechizada es doble: el testimonio de testi
gos desinteresados que han aportado la prueba ocular, y el de la propia casa. Lo
s primeros pueden ser rechazados por cualquiera de las diversas objeciones que s
e le ocurra plantear al ingenuo; pero los hechos que están al alcance de la observ
ación de todos son materiales y pueden controlarse.
En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por los mortales desde hace
más de diez años, y junto con sus edificios exteriores está entrando lentamente en de
cadencia: circunstancia que, por sí sola, nadie en su sano juicio se aventuraría a i
gnorar. Está un poco alejada del tramo más solitario de la carretera que une Marshal
l con Harriston, en un claro que en otro tiempo fue una granja, y sigue desfigur
ado por secciones de valla podrida y medio cubierta por zarzas que antaño cercaba
un suelo estéril y pedregoso que hace ya muchísimo tiempo que no sabe lo que es un a
rado. La casa se encuentra en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy desp
intada por el tiempo y con una gran necesidad de atención del vidriero, ya que la
población masculina infantil de la región ha dado pruebas, de la manera que le es ha
bitual, de su desaprobación a esa casa sin habitantes. Tiene una altura de dos pis
os, es de planta casi cuadrada y la fachada delantera está traspasada por una sola
puerta flanqueada a cada lado por una ventana, totalmente recubiertas ambas de
tablones. Las ventanas correspondientes del piso superior, que no están protegidas
, permiten la entrada de la luz y la lluvia en las habitaciones del segundo piso
. Hierbas buenas y malas crecen a su antojo por todas partes, y algunos árboles de
sombra, algo estropeados por el viento, se inclinan todos en la misma dirección,
dando la impresión de que estuvieran haciendo un esfuerzo concertado por escapar d
e allí. En resumen, tal como el humorista de la ciudad de Marshall explicaba en la
s columnas del Advance, «la proposición de que la casa Manton está hechizada es la única
conclusión lógica que puede obtenerse». El hecho de que fuera en aquella misma morada
donde al señor Manton le pareció adecuado una noche de hace unos diez años levantarse
y cortarle la garganta a su esposa y a sus dos hijos pequeños, yéndose a vivir ense
guida a otra parte del país, tiene sin duda su parte de responsabilidad en el hech
o de que a la atención pública el lugar le parezca adecuado para los fenómenos sobrena
turales.
Una tarde de verano llegaron a la casa cuatro hombres montados en una carreta.
Tres de ellos se bajaron enseguida, y el que iba conduciendo ató la yunta al único
poste que quedaba de lo que había sido una valla. El cuarto permaneció sentado en el
carro.
-Vamos -dijo uno de sus compañeros acercándose a él, mientras los otros dos se dirigía
n a la casa-. Éste es el lugar.
-¡Dios mío! -respondió sin moverse el otro-. Esto es una broma y me parece que están t
odos en el ajo.
-Quizás yo lo esté -contestó el otro mirándole directamente a la cara y hablándole con u
n tono que tenía algo de desprecio-. Pero recordará que la elección del lugar se le de
jaba a los otros con su consentimiento. Claro que si tiene miedo de los espectro
s...
-Yo no le tengo miedo a nada -le interrumpió el otro con un juramento antes de s
altar al suelo. Los dos se unieron a los otros en la puerta, que uno de ellos ha
bía abierto ya con cierta dificultad porque la cerradura estaba oxidada. Entraron
todos. Dentro estaba oscuro, pero el que había abierto la puerta sacó una vela y cer
illas y la prendió. Abrió después una puerta que tenía a su derecha en cuanto estuvieron
en el pasillo. Daba paso a una habitación grande y cuadrada que la vela sólo podía il
uminar muy débilmente. El suelo tenía una espesa capa de polvo que ahogaba parcialme
nte el ruido de sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando
del techo como tiras de un encaje podrido, y que con la agitación del aire que pro
dujo su entrada iniciaron unos movimientos ondulantes. La habitación tenía dos venta
nas en los lados, pero desde ninguna de ellas podía verse nada salvo la tosca supe
rficie interior de los tablones clavados a escasos centímetros del cristal. No había
chimenea ni muebles; no había nada: aparte de las telarañas y el polvo, los cuatro
hombres eran los únicos seres que no formaban parte de la estructura.
Debían tener un aspecto extraño bajo la luz amarillenta de la vela. El que se había
bajado del carro con mayor desgana resultaba especialmente espectacular: casi po
dría decirse que sensacional. Era de mediana edad, de fuerte constitución, pecho y h
ombros anchos. Viendo su figura cualquiera habría dicho que tenía la fuerza de un gi
gante, y si se le miraba a los rasgos de la cara, cualquiera se convencería de que
estaba dispuesto a utilizarla como tal. Iba bien afeitado y con el pelo, grisáceo
, muy corto. Su frente baja estaba cruzada por arrugas encima de los ojos, que s
e volvían verticales sobre la nariz. Las cejas, negras y espesas, seguían la misma l
ey, y sólo un último giro hacia arriba impedía lo que se habría convertido en un punto d
e contacto. Muy hundidos bajo las cejas, brillando bajo la luz oscura, había unos
ojos de color incierto pero evidentemente demasiado pequeños. Su expresión tenía algo
formidable que no mejoraba con la boca cruel y las mandíbulas anchas. La nariz est
aba, sin embargo, bastante bien, en cuanto que nariz; pero nadie espera demasiad
o de las narices. Todo lo que tenía de siniestro el rostro de aquel hombre parecía a
centuado por una palidez que no era natural: daba la impresión de que careciera to
talmente de sangre.
El aspecto de los otros hombres era bastante común: eran personas de esas que un
o conoce y se olvida de haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre que hem
os descrito, y entre ellos y el de mayor edad, que se mantenía apartado, no parecía
existir ningún sentimiento amable. Evitaban mirarse el uno al otro.
-Caballeros -dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves-. Creo que todo es
tá bien. ¿Está dispuesto, señor Rosser?
El hombre que se encontraba apartado del grupo inclinó la cabeza y sonrió.
-¿Y usted, señor Grossmith?
El hombre pesado inclinó la cabeza y frunció el ceño.
-Si me hacen el favor de quitarse las prendas exteriores.
Enseguida se quitaron los sombreros, abrigos, chalecos y pañuelos de cuello, que
arrojaron fuera de la puerta, al pasillo. El hombre que llevaba la vela asintió y
el cuarto hombre -el que había presionado a Grossmith para que bajara del carro-
sacó del bolsillo de su abrigo dos largos machetes de aspecto asesino que extrajo
inmediatamente de sus vainas de cuero.
-Son exactamente iguales -dijo dándole a cada uno de los dos personajes principa
les uno de los cuchillos, pues en ese momento hasta el observador más torpe habría c
omprendido la naturaleza de la reunión. Iba a ser un duelo a muerte.
Cada luchador cogió un cuchillo, lo examinó críticamente cerca de la vela y comprobó l
a fuerza de la hoja y del mango sobre su rodilla levantada. Después, el ayudante d
e cada uno de ellos se dirigió al otro.
-Si le parece bien, señor Grossmith -dijo el hombre que sostenía la luz-, se coloc
ará usted en esa esquina.
Indicó el ángulo de la habitación más alejado a la puerta, y hacia allí se retiró Grossmi
h, después de que su ayudante se despidiera de él con un apretón de manos que no tenía n
ada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rosser, y tras u
na consulta en susurros con su ayudante, éste le dejó y se unió al otro ayudante junto
a la puerta. En ese momento se apagó la vela dejando la habitación en una oscuridad
profunda. Quizás se debiera a una corriente provocada por la puerta abierta, pero
con independencia de cuál fuera la causa, el efecto resultó sorprendente.
-Caballeros -dijo una voz que parecía extrañamente desconocida en esas condiciones
alteradas que afectan a las relaciones de los sentidos-: no se moverán hasta que
oigan que se ha cerrado la puerta exterior.
Se escucharon sonidos de pisadas, después el de la puerta interior al cerrarse y
, finalmente, la puerta exterior, con un golpe que sacudió el edificio entero.
Unos minutos más tarde, el hijo de un granjero que se había retrasado se encontró co
n un carro ligero que conducían furiosamente hacia la ciudad de Marshall. Afirmó que
tras las dos personas del asiento delantero había una tercera, con las manos sobr
e los hombros inclinados de los otros, quienes parecían luchar en vano para libera
rse del tercero. A diferencia de las otras, esa figura iba vestida de blanco y s
in la menor duda se había subido al carro cuando éste pasó junto a la casa hechizada.
Como el muchacho podía jactarse de haber tenido muchísimas experiencias anteriores e
n esa zona sobrenatural, su palabra tenía con justicia el peso del testimonio de u
n experto. La historia (en relación con los acontecimientos del día siguiente) apare
ció en el Advance, con algunos ligeros embellecimientos literarios y la sugerencia
, a modo de conclusión, de que a esos caballeros se les permitiría utilizar las colu
mnas del periódico para dar su versión acerca de la aventura nocturna. Pero nadie re
clamó ese privilegio.
II
Los acontecimientos que habían llevado a aquel «duelo en la oscuridad» fueron bastan
te simples. Una noche, tres jóvenes de la ciudad de Marshall estaban sentados en u
na tranquila esquina del porche del hotel del pueblo, fumando y discutiendo acer
ca de los asuntos que es natural interesen a hombres jóvenes y educados de un pueb
lo del sur. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A una distancia escasa desd
e la que era fácil escucharles, pero sin tomar parte en la conversación, se sentaba
un cuarto hombre que aquellos tres no conocían. Simplemente sabían que cuando a prim
era hora de la tarde había llegado en la diligencia, se había registrado en el hotel
con el nombre de Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie salvo co
n el recepcionista del hotel. Sin embargo, parecía apreciar singularmente su propi
a compañía; o tal como lo expresó el personnel del Advance, era «muy adicto a las malign
as asociaciones». Pero habría que añadir entonces, para hacer justicia al desconocido,
que el personnelera de una disposición demasiado alegre como para poder juzgar a
alguien diferentemente dotado, y que además había experimentado un ligero rechazo cu
ando intentó hacerle una «entrevista».
-Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer -estaba diciendo King-. Ya sea
natural o... adquirida. Sostengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su
correlativo defecto mental y moral.
-Deduzco de ello -intervino con solemnidad Rosser-, que una dama que carezca d
e la ventaja moral de una nariz encontraría que la lucha por convertirse en la señor
a King sería una empresa ardua.
-Desde luego que puede expresarlo de ese modo -le respondió el otro-. Pero habla
ndo en serio, en una ocasión abandoné a una joven de lo más encantadora al enterarme a
ccidentalmente de que había sufrido la amputación de un dedo de un pie. Mi conducta
fue brutal, si quieren considerarlo así, pero si me hubiera casado con esa joven m
e habría sentido desgraciado durante toda la vida, y habría hecho que también ella se
sintiera así.
-Mientras que al casarse con un caballero de opiniones más liberales, escapó a ese
destino y se encontró con que le abrieron la garganta-intervino Sancher con una l
igera risotada.
-Ah, ya sabe a quién me refiero. Ciertamente, se casó con Manton, pero nada sé de su
liberalidad; no estoy seguro de que no le cortara la garganta al descubrir que
le faltaba eso que es tan excelente en una mujer: el dedo corazón del pie derecho.
-¡Fíjense en ese tipo! -dijo Rosser en voz baja fijando su mirada en el desconocid
o.
Evidentemente aquel tipo estaba escuchando la conversacion intensamente.
-¡Vaya descaro! -murmuró King-. ¿Qué podemos hacer?
-Eso es fácil -contestó Rosser levantándose-. Señor -dijo dirigiéndose al desconocido-:
creo que sería mejor que se fuera con su silla al otro extremo del porche. La pres
encia de unos caballeros es. una situación que, evidentemente, no le resulta famil
iar.
El hombre se puso en pie y avanzó hacia ellos con los puños cerrados y el rostro b
lanco por la rabia. Ahora estaban todos en pie y Sancher se interpuso entre los
beligerantes.
-Ha sido usted apresurado e injusto -le dijo a Rosser-. Este caballero no ha h
echo nada que merezca ese lenguaje.
Pero Rosser no retiró ninguna palabra. Dada la costumbre del país y de la época, aqu
ella disputa sólo podía tener una consecuencia.
-Exijo la satisfacción debida a un caballero -dijo el desconocido, ya más tranquil
o-. No tengo ningún conocido en esta región. Quizás usted, señor, tendrá la amabilidad de
representarme en este asunto -añadió haciendo un gesto a Sancher.
Sancher aceptó la misión; hay que confesar que con cierta desgana, pues ni el aspe
cto ni las maneras de aquel hombre eran totalmente de su agrado. King, que duran
te el coloquio apenas había apartado la mirada del rostro del desconocido y no había
dicho ni una sola palabra, consintió con un gesto actuar como ayudante de Rosser,
y como consecuencia de todo aquello, una vez se hubieron retirado los elementos
principales, se acordó un encuentro para la noche siguiente. La naturaleza de las
disposiciones tomadas ya se ha revelado. El duelo a cuchillo en una habitación os
cura fue en otro tiempo algo común en la vida del suroeste. Lo que veremos más adela
nte es la delgada capa de barniz de «caballería» que ocultaba la brutalidad esencial d
e dicho código.
III

Bajo el calor de un mediodía de verano, la antigua casa Manton resultaba verdade


ramente fiel a sus tradiciones. Era terrena, de la tierra. La luz del sol la aca
riciaba cálida y afectuosamente, despreciando evidentemente su mala reputación. La h
ierba que verdeaba todo el área frontal parecía crecer no sólo espesamente, sino con u
na exhuberancia natural y gozosa, mientras las matas florecían como si fueran plan
tas. Formando encantadores juegos de luces y sombras, y poblados de pájaros de agr
adables cantos, los olvidados árboles de sombra ya no luchaban por escapar, sino q
ue se inclinaban reverentemente bajo su carga de sol y de cantos. Incluso en las
ventanas altas, sin cristales, había una expresión de paz y alegría debida ala luz in
terior. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un temblor vivo
incompatible con esa gravedad que es atributo de lo sobrenatural.
Ése era el aspecto que presentaba el lugar ante el sheriff Adams y los dos hombr
es que le habían acompañado desde Marshall para ir a verla. Uno de ellos era el señor
King, ayudante del sheriff; el otro, llamado Brewer, era un hermano de la fallec
ida señora Manton. Según una benéfica ley del Estado relativa a cualquier propiedad qu
e hubiera sido abandonada durante un cierto período de tiempo por un propietario c
uya residencia no podía averiguarse, el sheriff era el custodio legal de la granja
Manton y de las dependencias que le pertenecieran. Aquella visita se debía a una
simple conformidad superficial al mandato de un tribunal al que había acudido el s
eñor Brewer con el fin de tomar posesión de la propiedad en cuanto que heredero de s
u hermana fallecida. Por una simple coincidencia, la visita se realizó al día siguie
nte de la noche en que el ayudante del sheriff, King, había abierto la casa con un
propósito muy distinto. Su presencia actual no la había decidido él: le habían ordenado
que acompañara a su superior y en aquel momento no se le ocurrió nada que fuera más p
rudente que simular prontitud en obedecer la orden.
Abriendo cuidadosamente la puerta principal, que para su sorpresa no estaba ce
rrada, el sheriff se alarmó al ver en el suelo del pasillo al que daba ésta un confu
so montón de prendas masculinas. El examen reveló que se componía de dos sombreros y e
l mismo número de abrigos, chalecos y pañuelos de cuello, todos en un estado de cons
ervación notablemente bueno, aunque algo manchados por el polvo sobre el que yacían.
El señor Brewer quedó igualmente asombrado, pero no se registró la emoción del señor King
. Con un renovado y vivo interés por aquel acto, el sheriff abrió y empujó una puerta
que daba a la derecha y los tres hombres entraron por ella. La habitación parecía va
cía... pero no, cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz pudieron ver algo
en el ángulo más alejado de la pared. Era una figura humana: la de un hombre acurru
cado en la esquina. Había algo en su actitud que obligó a los intrusos a detenerse c
uando apenas habían traspasado el umbral. La figura fue definiéndose con mayor clari
dad cada vez. El hombre estaba apoyado sobre una rodilla, la espalda contra un áng
ulo de la pared, los hombros elevados hasta la altura de las orejas, las manos d
elante del rostro con las palmas hacia afuera, los dedos extendidos y curvados c
omo si fueran garras; el rostro blanco y vuelto hacia arriba sobre el cuello ech
ado hacia atrás tenía la expresión de un temor indescriptible, con la boca abierta a m
edias y los ojos increíblemente abiertos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excep
ción de un machete que había caído, evidentemente, de su propia mano, no había ningún otro
objeto en la habitación.
Sobre el espeso polvo que cubría el suelo encontraron algunas huellas confusas c
erca de la puerta y a lo largo de la pared que daba a ésta. En una de las paredes
adjuntas, más allá de las ventanas entabladas, estaba el rastro que él mismo había hecho
hasta llegar a aquella esquina. Para acercarse al cuerpo, los tres hombres sigu
ieron ese rastro. El sheriff tocó uno de sus brazos extendidos; estaba tan rígido co
mo el hierro, y la aplicación de una fuerza suave hizo oscilar el cuerpo entero si
n alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido por la excitación, contempló fijamen
te el rostro distorsionado.
-¡Que Dios se apiade de nosotros! -gritó de pronto-. ¡Es Manton!
-Tiene usted razón -añadió King, en un evidente intento de mantenerse tranquilo-. Co
nocí a Manton. Entonces llevaba barba y el cabello largo, pero es él.
Podría haber añadido: «Lo reconocí cuando desafió a Rosser. Le dije a Rosser y a Sancher
quién era él antes de que le preparáramos esta trampa horrible. Cuando Rosser salió de
esta habitación oscura detrás de nosotros, olvidando sus prendas exteriores por la e
xcitación, y viniéndose con nosotros en mangas de camisa, durante todo aquel deshonr
oso procedimiento, sabíamos que estábamos tratando con ese cobarde y asesino.»
Pero el señor King no dijo nada de aquello. Estaba esforzándose por penetrar en el
misterio de la muerte de aquel hombre. Que no se había movido de la esquina que l
e habían asignado; que su postura no era ni de ataque ni de defensa; que había dejad
o caer el arma; que evidentemente había perecido por un horror terrible a algo que
había vista éstas eran las circunstancias que la inteligencia turbada del señor King
no podía comprender correctamente.
Buscando a tientas en su oscuridad intelectual una pista que le permitiera sal
ir de ese laberinto de dudas, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como a
costumbra a hacer quien medita profundamente, vio algo que allí, a la luz del día y
en presencia de sus compañeros, le afectó poderosamente llenándole de terror. En el po
lvo que se había acumulado en el suelo a lo largo de tantos años, desde la puerta po
r la que ellos habían entrado, cruzando la habitación y deteniéndose a un metro del ca
dáver acurrucado de Manton, había tres líneas paralelas de huellas: las impresiones li
geras pero claras de unos pies desnudos, las dos del exterior, de unos niños pequeño
s, y la interior, de una mujer. No habían regresado desde el punto en que terminab
an: todas señalaban en una dirección. Brewer, que se había dado cuenta de ellas en ese
mismo momento, se inclinó hacia adelante en una actitud de atención reconcentrada,
pero horriblemente pálido.
-¡Miren! -gritó señalando con ambas manos la huella más cercana del pie derecho de la
mujer, donde ésta evidentemente se había detenido-. Falta el dedo del centro... ¡era G
ertrude!
Gertrude era la fallecida señora Manton, la hermana del señor Brewer.
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Fábulas Fantásticas
El Principio Moral Y El Interés Material

Un Principio Moral se encontró una vez con un Interés Material, en tren de cruza
r un puente sobre el que sólo había paso para uno.
-¡Arrójate, ruin -tronó el Principio Moral-, y déjame pasar encima de ti!
El Interés Material simplemente miró al otro en los ojos, sin decir palabra.
-¡Ah! -dijo el Principio Moral, vacilante-. Echemos suertes, para ver quién de n
osotros se aparta hasta que el otro haya cruzado.
El Interés Material mantuvo su inquebrantable silencio y su imperturbable mira
da.
-Con el fin de evitar un conflicto -volvió a hablar el Principio Moral, ya un
poco incómodo-, yo mismo me voy a echar, y te permitiré pasar por encima.
Entonces el Interés Material recuperó el habla.
-No creo que seas un buen paseo -dijo-. Soy un poco exigente acerca de lo qu
e piso. Supongamos que te arrojas al agua.
Y así se hizo.

La Vela Carmesí

Un hombre que yacía en su lecho de muerte llamó a su lado a su esposa, y le dijo


:
-Estoy por dejarte para siempre; dame, entonces, una última prueba de tu afect
o y fidelidad. Encontrarás en mi escritorio una vela carmesí, que fue bendecida por
el Gran Sacerdote y tiene un peculiar significado místico. Júrame que mientras esa v
ela exista, tú no te volverás a casar.
La Mujer juró y el Hombre murió. En el funeral, la Mujer se mantuvo de pie a la
cabeza del féretro, sosteniendo una vela carmesí ardiente, hasta que esta se consumió
por completo.

LA REPUTACIÓN Y LA TOGA

Una Reputación Manchada planteó una cuestión de privilegio, y dijo:


-Señor Presidente, deseo hacer un alegato para explicar que las manchas que se
ven sobre mí son las marcas naturales propias de alguien que es descendiente dire
cto del sol y de una cierva manchada. No provienen de ningún accidente de carácter,
sino que integran el orden divino y la constitución de las cosas.
Cuando la Reputación Manchada volvió a sentarse, una Toga Sucia se levantó y dijo:
-Señor Presidente, he escuchado con profunda atención y entera aprobación la expli
cación del Honorable Miembro, y deseo ofrecer unas pocas observaciones en mi propi
o beneficio. Yo también he sido vilmente calumniada por nuestra antigua enemiga, l
a Infame Falsedad, y deseo señalar que estoy hecha de la piel de Mustela maculata,
que es sucia de nacimiento.
EL PATRIOTA INGENIOSO

Habiendo obtenido una audiencia del Rey, un Patriota Ingenioso extrajo un pa


pel del bolsillo, diciendo:
-Espero que esta fórmula que tengo aquí para construir un blindaje que ningún cañón pu
ede perforar sea del agrado de Su Majestad. Si este blindaje es adoptado en la A
rmada Real, nuestros barcos de guerra serán invulnerables, y por consiguiente inve
ncibles. Aquí, también, están los informes de los Ministros de Su Majestad, certifican
do el valor de la invención. Me desprenderé de mis derechos sobre ella por un millón d
e tumtums.
Tras examinar los papeles, el Rey los apartó, y le prometió una orden del Tesore
ro Mayor del Departamento de Exacción por el valor de un millón de tumtums.
-Y aquí -dijo el Patriota Ingenioso, extrayendo otro papel de otro bolsillo -e
stán los planos de un cañón de mi invención, que perforarán ese blindaje. El Real hermano
de Su Majestad, el Emperador de Bang, está ansioso por comprarlo, pero mi lealtad
al trono y a la persona de Su Majestad me obliga a ofrecerlo primero a Su Majest
ad. Su precio es de un millón de tumtums.
Habiendo recibido la promesa de otro cheque, hundió su mano en otro bolsillo,
diciendo:
-El precio del cañón irresistible hubiese sido mucho mayor, Su Majestad, si no f
uese por el hecho de que sus proyectiles pueden ser efectivamente desviados por
mi peculiar método de tratar las corazas blindadas con un nuevo...
El Rey hizo al Gran Factótum una seña para que se aproximara.
-Revisa a este hombre -le dijo-, e infórmame cuántos bolsillos tiene.
-Cuarenta y tres -dijo el Gran Factótum, tras completar el escrutinio.
-Puede complacer a Su Majestad -exclamó el Patriota Ingenioso, presa del terro
r-, saber que uno de ellos contiene tabaco.
-Cuélguenlo de los tobillos y sacúdanlo bien -dijo el Rey-. Después entréguenle un c
heque por cuarenta y dos millones de tumtums y mátenlo. En este acto decreto que l
a ingenuidad es un crimen capital.

EL OFICIAL DE POLICÍA Y EL MALHECHOR

Un Jefe de Policía que vio a un Oficial golpeando a un Malhechor se indignó muchís


imo, y le dijo que no debía volver a hacer algo así, bajo pena de destitución.
-No sea tan duro conmigo, Jefe -dijo el Oficial, sonriendo-. Lo estaba golpe
ando con un bastón de paño relleno.
-Así y todo -insistió el jefe de Policía-, usted se tomó una libertad que tiene que
haberle resultado muy desagradable, aunque no le haya hecho daño. Sírvase no repetir
la.
-Pero -dijo el Oficial, todavía sonriente-, era un Malhechor de paño relleno.
Al tratar de expresar su complacencia, el jefe de Policía extendió su brazo dere
cho con tanta violencia que la piel se le rasgó en el sobaco y un chorro de arena
cayó de la herida. Era un jefe de Policía de paño relleno.

EL FUNCIONARIO CONSCIENTE

Mientras un Superintendente de División de un ferrocarril estaba cumpliendo co


n la mayor aplicación su tarea de poner obstáculos en los rieles y alterar los cambi
os de vía, recibió la noticia de que el Presidente de la compañía iba a despedirlo por i
ncompetente.
-¡Buen Dios! -exclamó-. ¡Si hay más accidentes en mi división que en todo el resto de
la línea!
-El Presidente es muy riguroso -dijo el Hombre que había traído la noticia-; él pi
ensa que las mismas pérdidas de vidas podrían obtenerse con menos daño a la propiedad
de la compañía.
-¿Espera que arroje a los pasajeros a través de las ventanillas? -exclamó el indig
nado funcionario, cruzando un durmiente sobre los rieles-. ¿Me toma por un asesino
?

COMO SE LLEGA AL OCIO


Un Hombre para Quien el Tiempo era Oro, que estaba engullendo su desayuno, m
uy apurado por atrapar un tren, había apoyado el periódico contra la azucarera y leía
mientras comía. En su apuro y abstracción, se clavó un tenedor en el ojo derecho, y al
extraer el tenedor, el ojo salió con él. Desde entonces, cada vez que compraba ante
ojos, se veía obligado a derrochar inútilmente su dinero en cristales para el ojo de
recho, y este dispendio lo redujo pronto a la pobreza, por lo cual el Hombre par
a Quien el Tiempo era Oro se vio obligado a ganarse la vida pescando desde la pu
nta de un muelle.

EL GUARDIÁN PRECAVIDO

El Guardián de una Penitenciaría estaba un día poniendo cerraduras en las puertas


de todas las celdas, cuando un operario le dijo:
-Usted es muy imprudente... Esas cerraduras pueden abrirse desde adentro.
El Guardián replicó, sin apartar la mirada de lo que hacía:
-Si a esto se lo llama imprudencia, me pregunto cómo se debería denominar a una
precavida disposición contra las vicisitudes de la suerte.
EL TESORO Y LOS BRAZOS

Un Tesoro Público, al advertir que Dos Brazos se alzaban con su contenido, exc
lamó:
-Sr. Correligionario, propongo una división.
-Usted parece saber un poco acerca
de la forma parlamentaria de hablar -dijo Dos Brazos.
-Sí -replicó el Tesoro Público-. Estoy familiarizado con los acarreos legislativos
.

LA SERPIENTE CRISTIANA

Una Víbora de Cascabel regresó a su casa, donde estaban sus crías, y dijo:
-Hijos míos, reuníos para recibir la última bendición de vuestro padre, y ver cómo mue
re un cristiano.
-¿Qué ocurre, padre? -preguntaron las Viboritas.
-Me ha mordido el editor de un pasquín partidario -fue la respuesta, seguida p
or el ominoso cascabeleo de la muerte.

EL MALHECHOR DESCONTENTO

Un Juez que había condenado a prisión a un Malhechor, procedía a señalarle las desve
ntajas del crimen y los beneficios de la reforma.
-Su Señoría -dijo el Malhechor, interrumpiéndolo- ¿sería tan amable como para elevar m
i condena a diez años de prisión y nada más?
-¿Por qué? -dijo el juez, sorprendido-. ¡Sólo lo he condenado a tres años!
-Sí, lo sé -asintió el Malhechor-. Tres años de prisión y el sermón. Si no le molesta,
e gustaría que me conmute el sermón.

LOS CAÑONES DE MADERA

Un Regimiento de Artillería de la Milicia Estatal solicitó al Gobernador, cañones


de madera para la práctica.
-Resultarán más baratos que cañones de verdad -explicó.
-No se dirá de mí que sacrifiqué la eficacia a la economía -dijo el Gobernador-. Ten
drán cañones de verdad.
-Gracias, gracias -exclamaron efusivamente los guerreros-. Los cuidaremos mu
cho, y en caso de guerra los reintegraremos al arsenal.

EL ASTRÓNOMO LITERARIO

El Director de un Observatorio, que había descubierto la Luna, con un refracto


r de treinta y seis pulgadas, fue muy apurado a ver al Editor de un Periódico, con
una extensa narración del evento.
-¿Cuánto? -preguntó sentenciosamente el Editor, sin apartar la mirada de su ensayo
sobre la circularidad de la perspectiva política.
-Ciento sesenta dólares -replicó el hombre que había descubierto la Luna.
-Ni la mitad de eso sería suficiente -fue el comentario del Editor.
-¡Hombre generoso! -exclamó el Astrónomo, ardiendo de cálidos y elevados sentimiento
s-. Págueme, entonces, lo que quiera.
-Mi gran y buen amigo -dijo suavemente el Editor, levantando la vista de su
trabajo-. No nos entendemos, parece. El que tiene que pagar es usted.
El Director del Observatorio tomó el manuscrito y se fue, explicando que neces
itaba corrección, que había omitido poner el punto a una m.

EL SINO DEL POETA

Un Objeto que estaba caminando por el Camino Real, envuelto en honda meditac
ión y en poca cosa más, súbitamente se encontró ante las puertas de una ciudad extraña. Cu
ando solicitó ser admitido, fue detenido como indigente y llevado ante el Rey.
-¿Quién eres -interrogó el Rey-, y cómo te ganas la vida?
-Soy Snouter el descuidista -replicó el Objeto, inventando rápidamente-, carteri
sta.
El Rey estaba por ordenar su liberación, cuando el Primer Ministro sugirió que e
xaminaran los dedos del prisionero. Se descubrió que estaban muy achatados y encal
lecidos en los extremos.
-¡Ja! -exclamó el Rey- ¡Se lo dije! Es adicto a contar sílabas. Un poeta. Llévenlo con
el Gran Señor Disuasor del Hábito de la Cabeza.
-Mi señor -dijo el Inventor Ordinario de Penas Ingeniosas-, me atrevo a sugeri
r un castigo más sagaz.
-Dígalo -contestó el Rey. -¡Permitirle que conserve esa cabeza! Eso fue lo que se
ordenó.

EL LEÓN Y LA SERPIENTE DE CASCABEL

Un Hombre encontró en su camino a un León, y se puso a tratar de someterlo media


nte la hipnosis; cerca había una Serpiente de Cascabel dedicada a fascinar a un pe
queño pájaro.
-¿Cómo va lo tuyo, hermano? -el Hombre se dirigió al otro reptil, sin apartar sus
ojos de los del León.
-Admirablemente -replicó la serpiente-. El éxito está asegurado; mi víctima se acerc
a y se acerca, a pesar de sus esfuerzos.
-Y la mía -dijo el Hombre- se acerca y se acerca a pesar de los míos. ¿Estás seguro
de que todo marcha bien?
-Si dudas -replicó el reptil lo mejor que pudo, con la boca llena de pájaro-, se
ría mejor que abandones.
Un cuarto de hora después, el León, escarbándose pensativamente los dientes
con las garras, le decía a la Serpiente de Cascabel que nunca, en su muy varia
das experiencias al ser hipnotizado, se había encontrado con un hipnotizador tan a
nsioso por abandonar su tarea.
-Pero -añadió con una amplia, inteligente sonrisa- yo le sostuve la mirada.

EL LEGISLADOR Y EL JABÓN

Un Miembro de la Legislatura de Kansas que se cruzó con un jabón, pasaba junto a


él sin reconocerlo, pero el jabón insistió en detenerlo y estrecharle las manos. Pens
ando que se hallaba en goce de inmunidad parlamentaria, el legislador le dio un
cordial e intenso apretón de manos. Al abandonarlo, advirtió que una parte del Jabón h
abía quedado adherida en sus dedos, y corriendo muy alarmado hacia un arroyo, proc
edió a lavárselos. Para hacerlo, se vio obligado a frotarse ambas manos, y cuando te
rminó de lavarlas, quedaron tan blancas, que se metió en cama y mandó llamar a un médico
.

EL HOMBRE QUE NO TENIA ENEMIGOS

Una Persona Inofensiva que paseaba por un lugar público, fue atacada por un De
sconocido, con un Garrote, y severamente golpeada.
Cuando el Desconocido con un Garrote fue sometido a juicio, su víctima dijo al
Juez:
-Ignoro por qué me atacó; no tengo un enemigo en el mundo.
-Esa -dijo el acusado- es la razón por la que lo golpeé.
-El prisionero queda absuelto -dijo el juez-; un hombre que no tiene enemigo
s, no tiene amigos. Los tribunales no se hicieron para esta gente.

LA MAQUINA VOLADORA

Un Hombre Ingenioso construyó una máquina voladora e invitó a una gran concurrenci
a a verla funcionar. A la hora señalada, con todo dispuesto, él se introdujo en el v
ehículo y puso el motor en marcha. La máquina inmediatamente hizo pedazos la imponen
te estructura sobre la que estaba armada, y se hundió en la Tierra hasta perderse
de vista, mientras el aeronauta saltaba afuera, justo a tiempo de salvarse.
-Bien -dijo el Hombre Ingenioso-. He hecho lo suficiente para demostrar la c
orrección de los detalles. Los defectos -añadió, echando una mirada al estropeado arma
toste- son meramente básicos y fundamentales.
Ante esta aseveración, el publicó respondió con suscripciones para construir una s
egunda máquina.

EL GATO Y EL REY

Un Gato estaba mirando a un Rey, como lo permite el proverbio.


-Bien -dijo el monarca, advirtiendo
su inspección-, ¿cómo me ves?
-Puedo imaginar un Rey -dijo el Gato-, que me gustaría más. -¿Por ejemplo?
-El Rey de los Ratones.
Tanto complació al Rey el ingenio de esta respuesta, que le dio permiso para a
rrancar los ojos de su Primer Ministro.

LA CIUDAD DE LA DISTINCIÓN POLÍTICA

Jamrach el Rico, ansioso de llegar a la Ciudad de la Distinción Política antes d


e la noche, encontró una bifurcación de caminos, y estaba indeciso acerca de cuál toma
r; así que consultó a una Persona de Aspecto Sabio, sentada a un lado del camino.
-Tome ese camino -dijo la Persona de Aspecto Sabio-: se lo conoce como la Ca
rretera Política.
-Gracias -dijo Jamrach, y se dispuso a seguir viaje.
-¿Con cuánto me agradece? -fue la respuesta-. ¿Supone que estoy aquí haciendo una cu
ra de salud?
Como Jamrach no se había vuelto rico por su estupidez, le dio algo a su guía, y
apresurándose, pronto llegó a una barrera de peaje custodiada por un Caballero Benévol
o, quien lo dejó pasar tras recibir algo. Un poco más allá, halló un puente que sorteaba
un arroyo imaginario, donde un Ingeniero Civil (que había construido el puente) l
e exigió algo para permitirle pasar. Ya se estaba haciendo tarde, cuando Jamrach a
rribó a la orilla de lo que parecía un lago de tinta negra, donde terminaba el camin
o. Viendo a un Barquero en su bote, Jamrach pagó algo por la travesía y estaba a pun
to de embarcarse.
-No -dijo el Barquero-. Ponga el cuello en este lazo, y yo lo remolcaré. Es la
única manera de pasar -añadió, al ver que el pasajero estaba por quejarse de las como
didades.
A su debido tiempo, Jamrach fue arrastrado a través del lago, y llegó medio estr
angulado y atrozmente empapado por las aguas fétidas.
-Bueno -dijo el Barquero, remolcándolo sobre la ribera y soltándolo-, ahora uste
d está en la Ciudad de la Distinción Política. Tiene cincuenta millones de habi-
tantes, y como el color del Pozo Asqueroso no sale con el lavado, todos pare
cen exactamente iguales.
-¡Ay de mí! -exclamó Jamrach, llorando y lamentando la pérdida de todas sus posesion
es, gastadas en propinas y peajes-. Volveré con usted.
-No creo que lo haga -dijo el Barquero, desatracando-. Esta ciudad está ubicad
a en la Isla de los Que No Vuelven.

LA POETISA DE LA REFORMA

Un hermoso día de la última parte de la eternidad, mientras las Sombras de todos


los grandes escritores reposaban en lechos de asfódelos y molis en los Campos Elíse
os, cada uno de ellos muy feliz al escuchar de labios de todos los otros sólo copi
osas citas de la propia obra (porque a tal efecto Júpiter había hechizado generosame
nte sus oídos), llegó allí con aire triunfador una Sombra a la que nadie conocía. Ella (
porque la recién llegada mostraba evidencias de su sexo tales como el cabello cort
ado corto y un andar varonil) tomó asiento en medio de ellos, y con sonrisa de sup
erioridad explicó:
-Tras siglos de opresión arranqué mis derechos de manos de los dioses celosos. S
obre la tierra yo fui la Poetisa de la Reforma y canté para oídos desatentos. Ahora
canto para una eternidad de honor y de gloria.
Pero no habría de ser así, y muy pronto ella fue la más infeliz de las inmortales,
anhelando vanamente volver a errar en las tinieblas junto a los lagos infernale
s. Porque Júpiter no había hechizado su oído, y de los labios de cada Sombra bendita sól
o surgían copiosamente las citas de las obras de los otros. Además, a ella le había si
do negada la felicidad de recitar sus poemas. No recordaba un solo verso suyo, p
orque Júpiter había decretado que el recuerdo de sus poemas habitara el penoso domin
io de Plutón, como parte del castigo.

LOS SALVADORES DE VIDAS

Setenta y cinco Hombres se presentaron ante el Presidente de la Sociedad Hum


ana y solicitaron la gran medalla de oro por haber salvado vidas.
-Vaya, sí -dijo el Presidente-, mediante sus diligentes esfuerzos tantos hombr
es deben haber salvado un considerable número de vidas. ¿Cuántas salvaron?
-Setenta y cinco, señor -replicó el Vocero de los Hombres.
-Ah, sí, eso hace una cada uno; muy buen trabajo, muy buen trabajo, por cierto
-dijo el Presidente-. No sólo tendrán la gran medalla de oro de la Sociedad sino, t
ambién, su recomendación para un empleo en las dotaciones de varias estaciones de bo
tes salvavidas a lo largo de la costa. ¿Pero cómo salvaron tantas vidas?
El Vocero de los Hombres respondió:
-Somos agentes de la ley, y acabamos de abandonar la persecución de dos asesin
os fugitivos.

LA ZARIGÜEYA DEL FUTURO

Un día, una Zarigüeya que se había dormido colgada de la cola, en la rama más alta d
e un árbol, despertó y vio una enorme Víbora enroscada cerca de la rama, entre ella y
el tronco del árbol.
-Si me quedo -se dijo-, me engullirá; si me dejo caer me romperé el cuello.
Pero súbitamente se le ocurrió una estratagema.
-Mi perfecto amigo -dijo-, mi instinto paternal reconoce en usted una noble
evidencia e ilustración de la teoría del desarrollo. Usted es la Zarigüeya del Futuro,
el Sobreviviente Mejor Adaptado, último de nuestra especie, el fruto maduro de la
prensilidad progresiva: ¡pura cola!
Pero la Víbora, orgullosa de su antigua superioridad en la historia de las Esc
rituras, fue estrictamente ortodoxa y no aceptó el punto de vista científico.

EL PAVIMENTADOR

Un Autor vio a un Trabajador colocando piedras en el pavimento de una calle,


y aproximándose, le dijo:
-Amigo mío, usted parece fatigado. La ambición es un duro capataz.
-Estoy trabajando para el Sr. iones-respondió el Trabajador.
-Bueno, arriba ese ánimo -siguió el Autor-. La fama llega cuando menos se la esp
era. Hoy usted es pobre, oscuro y está desanimado, pero mañana su nombre puede sonar
en todo el mundo.
-¿De qué me está hablando? -dijo el Trabajador-. ¿No puede un honesto pavimentador h
acer su trabajo en paz, y ganar con él su dinero, y vivir de él, sin que otros venga
n a decir disparates acerca de la ambición y de la esperanza de fama?
-¿Y no puede hacerlo un honesto escritor? -dijo el Autor.

LOS DOS POETAS

Dos poetas se disputaban la Manzana de la Discordia y el Hueso de la Disputa


,
porque ambos estaban muy hambrientos.
-Hijos míos -dijo Apolo-, repartiré los premios entre ustedes. Tú -dijo al Primer
Poeta- sobresales en Arte: toma la Manzana. Y tú -dijo al Segundo Poeta-, en imagi
nación: toma el Hueso.
-¡El mejor premio al Arte! -dijo el Primer Poeta, con aire triunfante, y trata
ndo de devorar su premio se rompió todos los dientes. La Manzana era una obra de a
rte.
-Eso demuestra el desprecio de nuestro maestro por el mero Arte -dijo el Seg
undo Poeta, sonriendo.
Trató de roer su Hueso, pero sus dientes lo atravesaron sin encontrar resisten
cia. Era un Hueso imaginario.

EL CORCEL DE LA BRUJA

Un Palo de Escoba, que había servido largo tiempo de montura a una bruja, se q
uejaba de la naturaleza de su empleo, que consideraba degradante.
-Muy bien -dijo la Bruja-. Te daré un trabajo en el que te verás asociado con el
intelecto... te pondrás en contacto con cerebros. Te regalaré a una ama de casa.
-¿Qué? -se sorprendió el Palo de Escoba-. ¿Consideras algo intelectual las manos de
un ama de casa?
-Me refería -dijo la Bruja- a la cabeza de sus buenos maridos.

LA RATA SAGAZ

Una Rata que estaba por salir de su madriguera alcanzó a vislumbrar un Gato qu
e la esperaba, y volviendo al fondo de la cueva invitó a una Amiga a ir con ella d
e visita a un depósito de maíz vecino.
-Hubiera ido sola -dijo-, pero no podía negarme el placer de tan distinguida c
ompañía.
-Muy bien -contestó la Amiga-. Iré contigo. Condúceme.
-¿Conducirte? -exclamó la otra-. ¡Vaya! ¿Preceder yo a una rata grande e ilustre com
o tú? No, por cierto... Después de ti, después de ti...
Complacida por esta gran muestra de deferencia, la Amiga abrió la marcha y, de
jando primero la cueva, fue atrapada por el Gato, que se fue con ella. La otra s
e alejó sin ser molestada.

UN PUENTE SOBRE EL FANGO

Una Mujer Rica que volvía del extranjero desembarcó al pie de la Calle Hundida H
asta las Rodillas, y estaba por caminar hasta su hotel a través del barro.
-Señora -dijo un Policía-, no puedo permitir que haga eso; se embarrará los zapato
s y las medias.
-¡Oh, no tiene importancia, realmente! -replicó la Mujer Rica, con encantadora s
onrisa.
-Pero, señora, es innecesario; desde el desembarcadero hasta el hotel, como us
ted podrá observar, se extiende una línea ininterrumpida de periodistas postrados qu
e imploran el honor de que usted camine sobre ellos.
-En ese caso -dijo ella, sentándose en un umbral y abriendo su bolso- tendré que
ponerme mis galochas.
EL PURO PERRO

Un León, viendo a un Perro de Lanas, estalló en carcajadas ante lo ridículo del es


pectáculo.
-¿Quién vio alguna vez una bestia tan pequeña? -dijo.
-Es muy cierto -dijo el Perro de Lanas, con austera dignidad- que soy pequeño;
pero le ruego que tome nota, señor, de que soy puro perro.

LOS DOS POLÍTICOS

Dos Políticos cambiaban ideas acerca de las recompensas por el servicio público.
-La recompensa que yo más deseo-dijo el Primer Político- es la gratitud de mis c
onciudadanos.
-Eso sería muy gratificante, sin duda -dijo el Segundo Político-, pero es una lást
ima que con el fin de obtenerla tenga uno que retirarse de la política.
Por un instante se miraron uno al otro, con inexpresable ternura; luego, el
Primer Político murmuró:
-¡Que se haga la voluntad del Señor! Ya que no podemos esperar una recompensa, dém
onos por satisfechos con lo que tenemos.
Y sacando las manos por un momento del tesoro público, juraron darse por satis
fechos.

DOS MÉDICOS

Un Viejo Inicuo, sintiéndose enfermo, envió por un médico, que le recetó unas medici
nas y se fue. Entonces el Viejo Inicuo envió en busca de Otro Médico, al que no le d
ijo nada del anterior; este nuevo médico le prescribió un tratamiento completamente
diferente. Esto continuó durante unas semanas: los médicos lo visitaban en días altern
ados y lo trataban por dos desórdenes distintos, con dosis de medicina en constant
e aumento y cuidados cada vez más rigurosos. Pero un día se encontraron accidentalme
nte junto a su lecho mientras él dormía, y al salir a luz la verdad, una violenta di
sputa se produjo.
-Mis buenos amigos -dijo el paciente, despierto por el ruido de la discusión,
y adivinando su causa-, les ruego que sean más razonables. Si yo pude soportarlos
a los dos a la vez durante semanas, ¿no pue-
den soportarse entre ustedes un ratito? Hace diez días que me siento bien, per
o me he quedado en cama con la esperanza de obtener mediante el reposo las fuerz
as que me harían falta para tomar sus medicinas. Hasta ahora no las he tocado.

EL CADI HONESTO

Un bandido que había despojado de mil piezas de oro a un mercader, fue llevado
ante el Cadí, quien le preguntó si tenía algo que decir para salvarse de ser decapita
do.
-Su Señoría -dijo el Salteador-. No podía hacer otra cosa que apoderarme del oro,
porque Alá me hizo así.
-Tu defensa es ingeniosa y sólida -dijo el Cadí-, y debo exculparte de criminali
dad. Infortunadamente, Alá también me hizo de modo tal que debo cortarte la cabeza,
a menos a menos -añadió pensativo- que me ofrezcas la mitad del oro; porque El me hi
zo débil ante la tentación.
Por consiguiente, el Salteador puso quinientas piezas de oro en manos del Ca
dí.
-Bien -dijo el Cadí-. Te cortaré ahora sólo una mitad de la cabeza. Para mostrar m
i confianza en tu discreción, dejaré intacta la mitad con la que hablas.

UN FACTOR NO TENIDO EN CUENTA

Un Hombre que poseía un hermoso Perro, y mediante una cuidadosa selección de sus
parejas había criado una cantidad de animales apenas inferiores a los ángeles, se e
namoró de su lavandera, se casó con ella y crió una familia de bobalicones.
-¡Qué lástima! -exclamó una vez, contemplando el melancólico resultado-. Si hubiera bu
scado mi pareja con la mitad del cuidado que puse para mi perro, sería ahora un pa
dre orgulloso y feliz.
-No estoy tan seguro de eso -dijo el Perro, que acertó a escuchar el lamento-.
Hay una diferencia, es verdad, entre tus cachorros y los míos, pero yo me halago
pensando que no se debe completamente a las madres. Tú y yo no nos parecemos del t
odo.

EL DEPORTISTA Y LA ARDILLA

Un Deportista que había herido a una Ardilla, que estaba haciendo desesperados
esfuerzos para arrastrarse fuera de su alcance, corrió tras ella con un palo, exc
lamando:
-¡Pobrecita! La sacaré de su miseria.
En ese momento, la Ardilla se detuvo exhausta, y mirando a su enemigo, dijo:
-No me aventuraré a dudar de la sinceridad de tu compasión, aunque llega más bien
tarde, pero pareces carecer de la facultad de observación. ¿No percibes, por mis acc
iones, que el deseo más querido de mi corazón es continuar en mi miseria?
Ante esta exposición de su hipocresía, el Deportista se sintió tan vencido por la
vergüenza y el remordimiento, que no liquidó a la Ardilla, sino que, señalándosela a su
perro, se alejó pensativamente.

EL CANGURO Y LA CEBRA

Un Canguro que marchaba a los saltos con un objeto que abultaba oculto en su
bolsa, se encontró con una Cebra, y deseoso de llamar su atención, le dijo:
-Por tu traje parece que acabaras de salir de la penitenciaría.
-Las apariencias son engañosas -replicó la Cebra, sonriendo con plena conciencia
del más insoportable de los ingenios-; si así no fuera, yo tendría que pensar que tú ac
abas de salir de la Legislatura.

UN ASUNTO DE MÉTODO

Un Filósofo, al ver a un Tonto golpeando a su Burro, le dijo:


-No lo hagas, hijo mío, no lo hagas, te lo imploro. Quienes recurren a la viol
encia sufrirán violencia.
-Precisamente eso -dijo el Tonto, redoblando sus golpes sobre el animal- es
lo que estoy tratando de enseñar a esta bestia, que me ha pateado.
-Sin duda -se dijo el Filósofo, mientras se alejaba-, la sabiduría de los tontos
no es más profunda ni más auténtica que la nuestra, pero ellos tienen realmente un mo
do más impresionante de impartirla.
EL CALIFORNIANO RESTITUIDO

Un Hombre fue colgado del cuello hasta que murió. Esto fue en 1893.
-¿De dónde vienes? -preguntó San Pedro cuando el Hombre se presentó a la puerta del
Paraíso.
-De California -replicó el solicitante.
-Entra, hijo mío, entra; traes alegres noticias.
Cuando el Hombre desapareció adentro, San Pedro tomó su libreta de notas y escri
bió lo siguiente:
"16 de febrero de 1893. California colonizada por los Cristianos".

EL MÉDICO COMPASIVO

Un Médico de Buen Corazón sentado a la cabecera de un paciente aquejado por una


enfermedad incurable y dolorosa, escuchó un ruido tras él, y volviéndose vio a un Gato
que se reía de los débiles esfuerzos de un Ratón herido, por arrastrarse fuera de la
habitación.
-¡Bestia cruel! -exclamó- ¿Por qué no lo matas de una vez, como una dama?
Levantándose, sacó al Gato a puntapiés de la habitación, y recogiendo al Ratón, compas
ivamente lo arrebató a sus sufrimientos retorciéndole el cuello. Requerido desde el
lecho por los gemidos de su paciente, el Médico de Buen Corazón administró un estimula
nte, un tónico y un nutriente, y se fue.

LA TRIPULACIÓN DEL BOTE SALVAVIDAS

La Valiente Dotación de una estación de salvamento estaba por botar su barca par
a dar un paseíto a lo largo de la costa, cuando descubrieron a poca distancia, mar
adentro, una embarcación que había zozobrado, con una docena de hombres agarrados d
e su quilla.
-Tenemos suerte -dijeron los de la Valiente Dotación-; si no hubiéramos visto es
o a tiempo, nuestro destino podría haber sido el de ellos.
De modo que arrastraron su embarcación a lugar seguro y se reservaron para el
servicio de su país.

LA COLA DE LA ESFINGE

Un Perro de disposición taciturna le dijo a su Cola:


-Cada vez que me enojo, te levantas y pones tiesa; cuando estoy complacido t
e meneas; cuando estoy alarmado, te pones entre las patas, fuera de peligro. Ere
s demasiado vivaz... descubres todas mis emociones. Mi idea es que las colas fue
ron dadas para ocultar el pensamiento. Mi mayor ambición es ser tan impasible como
la Esfinge.
-Mi amigo, debes reconocer las leyes y limitaciones de tu ser -replicó la Cola
, con flexiones apropiadas para los sentimientos que expresaba-, y tratar de ser
importante de alguna otra manera. La Esfinge cumple ciento cincuenta requisitos
de la impasibilidad que a ti te faltan.
-¿Cuáles son? -preguntó el Perro.
-Ciento cuarenta y nueve toneladas de arena en la cola.
-¿Y...?
-Una cola de piedra.

EL LADO OSCURO DEL PERSONAJE

Un Talentoso y Honorable Editor, que mediante la práctica de su profesión había ad


quirido riqueza y distinción, solicitó a un Viejo Amigo la mano de su hija.
-¡De todo corazón, y Dios te bendiga! -dijo el Viejo Amigo, tomándolo de ambas man
os-. ¡Es un honor más grande que el que me hubiera atrevido a esperar!
-Sabía que esa sería tu respuesta -replicó el Talentoso y Honorable Editor, y agre
gó con una sonrisa-. Sin embargo, me parece que debo transmitirte todo el conocimi
ento de la personalidad que yo poseo. Este álbum de recortes contiene todos los te
stimonios relativos a mi lado sombrío que he sido capaz de recortar en los últimos d
iez años, de las columnas publicadas por mis competidores en el negocio de elevar
a la humanidad a un plano
espiritual y moral más alto... mis "repulsivos contemporáneos".
Dejando el álbum sobre una mesa, se retiró muy animado para hacer los arreglos d
e la boda. Tres días después, un mensajero le trajo el álbum, con una nota advirtiéndole
que nunca más volviera a manchar la puerta de su Viejo Amigo.
-¡Vean! -exclamó el Talentoso y Honorable Editor, señalando esa notificación- ¡La calu
mnia triunfa!
Y fue llevado al Asilo de los Indiscretos.

LA VIUDA DEVOTA

A una Viuda que lloraba sobre la tumba de su esposo, se le aproximó un Caballe


ro Atractivo que, de manera respetuosa, le aseguró que desde hacía tiempo abrigaba p
or ella los sentimientos más tiernos.
-¡Sinvergüenza! -exclamó la Viuda-. ¡Déjeme ya mismo! ¿Es momento para hablarme de amor
-Le aseguro, señora, que no pensaba descubrir mis sentimientos -explicó humildem
ente el Caballero Atractivo-, pero el poder de su belleza venció a mi discreción.
-Tendría que verme cuando no estoy llorando -dijo la Viuda.

EL DIFUNTO Y LOS HEREDEROS

Un Hombre murió dejando una gran fortuna y muchos apenados parientes que la re
clamaban. Después de unos años, cuando la justicia había fallado contra las pretension
es de todos, menos uno, este, a quien se le concedió el legado, pidió a su Abogado q
ue lo hiciera tasar.
-No queda nada para tasar -dijo el Abogado, embolsando sus últimos honorarios.
-Entonces -dijo el Demandante Exitoso-, ¿de qué me sirvieron todos estos pleitos
?
-Usted ha sido un buen cliente para mí -respondió el Abogado, recogiendo sus lib
ros y papeles-, pero debo decirle que revela una sorprendente ignorancia acerca
del propósito de los pleitos.

LOS POLÍTICOS Y EL BOTÍN

Varias Entidades Políticas estaban dividiendo los despojos.


-Yo tomaré el manejo de las prisiones -dijo un Decente Respeto por la Opinión Públ
ica-, y haré un cambio radical.
-Y yo -dijo la Reputación Manchada-, conservaré mis actuales conexiones con los
negocios, mientras mi amiga aquí presente, la Toga Corrupta, permanecerá en la judic
atura.
La Olla Política dijo que no herviría nada más, si no la volvían a llenar con líquido
del Pozo Asqueroso.
El Poder Cohesivo del Botín Público observó tranquilamente que las dos candidatura
s principales constituirían, suponía, su parte.
-No - dijo la Más Vil Degradación-, ya cayeron en mis manos.

EL HOMBRE Y LA VERRUGA

Una Persona con una Verruga en Su Nariz se encontró con una Persona Similarmen
te Afligida, y le dijo:
-Permítame proponer su nombre como miembro de la Orden Imperial de los Probóscid
es Anormales, de la cual soy el Gran Líder Preclaro y Tesorero Subrepticio. Hace d
os meses, yo era el único miembro. Hace un mes éramos dos. Hoy contamos con cuatro E
mperadores de la Proboscis Anormal de importancia... El doble cada cuatro semana
s, ¿ve? Es una progresión geométrica... ya sabe cómo aumenta eso... En un año y medio cada
hombre en este país tendrá una verruga en la nariz. ¡Orden poderosa! Cuota de ingreso
, cinco dólares.
-Amigo mío -dijo la Persona Similarmente Afligida-, aquí tiene cinco dólares. Mant
enga mi nombre fuera de sus libros.
-Le agradezco su amabilidad -replicó el Hombre con una Verruga en su Nariz, em
bolsando el dinero-; para nosotros es como si se nos hubiera unido. Adiós.
Se fue, pero al ratito apareció de vuelta.
-Me olvidé de hablarle de la cuota mensual -dijo.

LA DIETA DEL PUGILISTA

El Entrenador de un Pugilista consultó a un Médico, acerca de la dieta del campeón


.
-Las chuletas son demasiado tiernas -dijo el Médico-; que coma carne de cuello
de toro.
-Creía que la otra era más digerible -explicó el Entrenador.
-Eso es muy cierto -dijo el Médico-; pero no ejercita suficientemente la mandíbu
la.
EL ANCIANO Y EL ALUMNO

Un Hermoso Anciano se encontró con el Alumno de una escuela dominical, y posan


do tiernamente su mano en la cabeza del chico, le dijo:
-Hijo mío, escucha las palabras de los sabios y sigue el consejo de los rectos
.
-Muy bien -respondió el Alumno de la escuela dominical-. Prosigue.
-Oh, en realidad no tengo nada que decirte -dijo el Hermoso Anciano-. Sólo est
aba observando una de las costumbres de mi edad. Yo soy un pirata.
Y cuando retiró su mano de la cabeza del chico, este advirtió que su cabellera e
staba llena de sangre coagulada. El Hermoso Anciano siguió su camino, instruyendo
a otros jóvenes.

UN OPTIMISTA

Dos Ranas en la barriga de una serpiente estaban considerando su molesta sit


uación.
-Esto es flor de mala suerte -dijo una.
-No saques conclusiones apresuradas -dijo la otra-; estamos a resguardo de l
a lluvia, con comida y alojamiento.
-Con alojamiento, sin duda -dijo la Primera Rana-; pero no veo la comida.
-Eres un ave de mal agüero -explicó la otra-. Nosotras somos la comida.

LOS DOS SALTEADORES

Dos Salteadores de caminos estaban sentados tomando un trago, en un refugio


a un costado del camino, comparando sus aventuras nocturnas.
-Yo lo paré al jefe de Policía -dijo el Primer Salteador-, y me fui con todo lo
que tenía.
-Y yo -dijo el Segundo Salteador- paré al Fiscal del Distrito de los Estados U
nidos, y me fui con...
-¡Buen Dios! -interrumpió el otro, colmado de asombro y admiración- ¿Te fuiste con t
odo lo que ese tipo tenía?
-No -explicó el infortunado narrador-. Sólo con una pequeña parte de lo que tenía yo
.

UNA VALIOSA SUGERENCIA

Una Gran Nación, que sostenía una disputa con una Pequeña Nación, resolvió intimidar a
su antagonista con una gran demostración naval en el puerto principal de la última.
De modo que la Gran Nación reunió todos sus barcos de guerra dispersos en todo el m
undo, y estaba a punto de hacerlos navegar trescientos cincuenta millas hasta el
lugar del encuentro, cuando el Presidente de la Gran Nación recibió la siguiente no
ta del Presidente de la Pequeña Nación:
"Mi gran y buen amigo, me he enterado de que va a exhibirnos su marina con e
l objeto de impresionarnos con su poder. ¡Qué innecesario es ese gasto! Para demostr
arle que ya conocemos todo acerca de esta materia, adjunto a esta una lista de t
odas las naves y piezas de artillería que ustedes tienen".
Tanto impresionó al gran y buen amigo la sólida sensatez de esta misiva, que man
tuvo su marina en casa, economizando mil millones de dólares. Gracias a esta econo
mía pudo comprar una decisión satisfactoria cuando la causa de la disputa fue someti
da a arbitraje.

LA MANO TOMADA

Un Exitoso Hombre de Negocios que tuvo oportunidad de escribirle a un Ladrón,


le expresó su deseo de verlo y estrechar su mano.
-No -respondió el Ladrón-, hay algunas cosas que yo no tomo... entre ellas su ma
no.
-Usted debe usar un poco de estrategia -dijo un Filósofo a quien el Exitoso Ho
mbre de Negocios contó la desdeñosa respuesta del Ladrón-. Deje su mano afuera alguna
noche, y él la tomará.
De modo que una noche, el Exitoso Hombre de Negocios dejó su mano fuera del bo
lsillo de un vecino y el Ladrón la tomó con avidez.

EL POETA Y EL EDITOR

-Mi querido señor -dijo el Editor al Poeta que lo visitaba para hablar de la p
ublicación de su poema-, lamento decir que debido a un infortunado altercado en es
ta oficina, la mayor parte de su manuscrito es ilegible; se derramó sobre él una bot
ella de tinta, manchando todo salvo la primera línea, es decir: "Las hojas de otoño
caían, caían". Desafortunadamente, no habiendo leído el poema, fui incapaz de recordar
los incidentes que seguían; de otro modo, podríamos haberlos ofrecido con nuestras
propias palabras. Si la noticia no ha perdido interés y no apareció ya en otros periód
icos, quizás usted tendrá la amabilidad de relatarnos lo ocurrido, mientras yo tomo
notas. "Las hojas de otoño caían, caían". Prosiga.
-¿Qué? -dijo el Poeta-. ¿Espera que yo reproduzca todo el poema de memoria?
-Sólo la sustancia... sólo los hechos conducentes. Nosotros agregaremos lo que s
ea necesario para amplificarlo y embellecerlo. Sólo le llevará un momento. "Las hoja
s de otoño caían, caían". Adelante.
Se escuchó el sonido de un lento levantarse e irse, mientras el cronista de su
cesos efímeros permanecía inmóvil, con su pluma suspendida; y cuando el movimiento se
completó, la Poesía sólo quedó representada en ese lugar, por un sitio tibio en una sill
a.

EL ADMINISTRADOR PARTIDARIO Y EL CABALLERO

Un Administrador de un Partido le dijo a un Caballero, que estaba ocupándose d


e sus propios asuntos:
-¿Cuánto pagará por una candidatura a un cargo?
-Nada -replicó el Caballero.
-Pero contribuirá con algo a los fondos de la campaña para apoyar su elección ¿no? -
preguntó el Administrador del Partido, guiñando el ojo.
-Oh, no -dijo seriamente el Caballero-. Si el pueblo desea que trabaje para él
debe emplearme sin que yo lo solicite. Estoy muy bien sin ningún cargo.
-Pero -lo urgió el Administrador del Partido-, un nombramiento es algo deseabl
e. Es un gran honor ser un servidor del pueblo.
-Si el servicio del pueblo es un gran honor -dijo el Caballero- sería indecent
e de mi parte buscarlo; y si lo obtuviera por mi propio esfuerzo, dejaría de ser u
n honor.
-Bueno -insistió el Administrador del Partido-, espero que al menos endosará la
plataforma partidaria.
El Caballero replicó:
-Es improbable que sus autores hayan expresado fielmente mis puntos de vista
sin consultarme; y si endoso su obra sin aprobarla sería un mentiroso.
-¡Usted es un hipócrita detestable y un idiota! -gritó el Administrador del Partid
o.
-Ni siquiera su buena opinión acerca de mi idoneidad me convencerá -replicó el Cab
allero.

UN IMBÉCIL INCALIFICABLE

Un Juez le dijo a un Asesino Convicto:


-Prisionero en el banquillo: ¿tiene algo que decir que impida el dictado de su
sentencia de muerte?
-¿Lo que yo diga marcará alguna diferencia? -preguntó el Asesino Convicto.
-No veo cómo podría hacerlo -respondió reflexivamente el Juez-. No, no lo hará.
-Entonces -dijo el condenado-. Me gustaría señalar que usted es el más incalificab
le imbécil en siete Estados y todo el Distrito de Columbia.

EN EL POLO
Tras gran dispendio de vidas y riquezas, un Osado Explorador tuvo éxito y alca
nzó el Polo Norte, donde se le aproximó un Nativo que allí vivía.
-Buenos días -dijo el Nativo-. Estoy muy contento de verlo, pero ¿por qué vino aquí?
-La gloria -dijo el Osado Explorador, lacónicamente.
-Sí, sí, ya lo sé -insistió el otro-, pero ¿de qué le servirá al hombre su descubrimien
¿A qué verdades antes inaccesibles le dará acceso? ¿A qué hechos, quiero decir, que tenga
n valor científico?
-Sería adivino si lo supiese -replicó francamente el gran hombre-, tiene que pre
guntárselo al Científico de la Expedición.
Pero el Científico de la Expedición explicó que había estado tan enfrascado en
el cuidado de sus instrumentos y el estudio de sus tablas, que no había tenido
tiempo de pensar en el asunto.

UN PARALELO RADICAL

Unos Cristianos Blancos empeñados en expulsar a los Paganos Chinos de una ciud
ad americana, encontraron un periódico publicado en Pekín en idioma chino, y obligar
on a una de sus víctimas a traducir un editorial. Resultó ser un llamado al pueblo d
e la provincia de Pang Ki, a expulsar a los demonios extranjeros del país, y quema
r sus casas e iglesias. Esta evidencia de la barbarie mongólica encolerizó tanto a l
os Cristianos Blancos, que llevaron a la práctica su proyecto original.

EL LEGISLADOR Y EL CIUDADANO

Un ex Legislador le pidió a El Más Respetable Ciudadano, una carta para el Gober


nador, recomendándolo para el puesto de Comisionado de Langostinos y Cangrejos.
-Señor -dijo severamente El Más Respetable Ciudadano- ¿no estuvo usted una vez en
el Senado Estatal?
-No he llegado tan bajo, señor, se lo aseguro -fue la respuesta-. Fui miembro
de la Cámara Más Lenta. Me expulsaron por vender mi influencia.
-¡Y se atreve a pedir la mía! -gritó El Más Respetable Ciudadano-. ¿Tiene la
impudicia? Un hombre que acepta coimas es capaz de ofrecerlas. Quiere decir que.
..
-No se me ocurriría hacerle una propuesta corrupta, señor; pero si yo fuera
Comisionado de Langostinos y Cangrejos,
tendría cierta influencia sobre la población portuaria, y podría ayudarlo en su pu
gna por obtener el puesto de Oficial Instructor.
-En tal caso, no encuentro justificaciones para negarle la carta.

EL PERRO Y EL DOCTOR

Un Perro que había visto a un Doctor concurrir al entierro de un paciente adin


erado, le dijo:
-¿Cuándo vas a desenterrarlo?
-¿Por qué habría de desenterrarlo? -preguntó el Doctor.
-Cuando yo entierro un hueso -dijo el Perro-, es con la intención de desenterr
arlo posteriormente, descarnarlo y sacarle el jugo.
-Los huesos que yo entierro -dijo el Doctor-, son aquellos a los que ya nada
puedo sacar.

EL HOMBRE QUE HACIA LLOVER


Un Funcionario del Gobierno, con una gran dotación de mulas cargadas de globos
, cometas, bombas de dinamita y aparatos eléctricos, hizo alto y acampó en medio de
un desierto, en el que no había llovido durante diez años. Después de varios meses de
preparativos y un gasto de un millón de dólares todo estuvo dispuesto, y una serie d
e tremendas explosiones se produjeron en el cielo y en la tierra. Todo esto fue
seguido por un enorme diluvio que lavó al infortunado Funcionario y a todo su equi
po de la faz de la creación, y llenó el corazón de los agricultores de una alegría demas
iado honda para traducirla en palabras. Un Cronista de Periódico que acababa de ll
egar escapó trepando a una colina cercana, y allí encontró al Unico Sobreviviente de l
a expedición -un conductor de mulas- arrodillado detrás de un árbol, orando con, extre
mo fervor.
-Oh, no puede pararlo de ese modo -dijo el Cronista.
-Mi compañero de viaje al tribunal de Dios -replicó el Unico Sobreviviente, miránd
olo sobre su hombro-, su entendimiento está hundido en la oscuridad. No estoy dete
niendo a esta gran bendición; con la ayuda de la Providencia, la estoy trayendo.
-Ese sí que es un buen chiste -dijo el Cronista, riendo a más no poder en medio
de la espesa lluvia-: ¡Dios respondiendo a los ruegos de un conductor de mulas!
-Hijo de la superficialidad y el escarnio -replicó el otro-, te equivocas de n
uevo, engañado por estas humildes ropas. Soy el reverendo Ezequiel Thrifft, minist
ro del Evangelio, ahora al servicio de la gran firma manufacturera Skinn & Sheer
. Fabrican globos, cometas, bombas de dinamita y aparatos eléctricos.

LA FORTUNA Y EL FABULISTA

Un Escritor de Fábulas marchaba a través de un bosque solitario, cuando se encon


tró con la Fortuna. Terriblemente asustado, trató de trepar a un árbol, pero la Fortun
a tiró de él, lo hizo bajar, y se le ofreció con cruel insistencia.
-¿Por qué trataste de escapar? -preguntó la Fortuna, una vez que cesó la resistencia
y se acallaron los chillidos del Fabulista-. ¿Por qué me miras de manera tan inhosp
italaria?
-No sé qué eres -respondió el Escritor de Fábulas, hondamente perturbado.
-Soy la riqueza, soy la respetabilidad -dijo la Fortuna-; soy casas elegante
s, un yate, una camisa limpia todos los días. Soy el ocio, soy los viajes, el vino
, un sombrero brillante y un saco que no brilla. Soy la comida suficiente.
-Muy bien -dijo el Escritor de Fábulas, en un susurro-; ¡pero, por Dios, habla más
bajo!
-¿Por qué? -preguntó la Fortuna, sor
prendida.
-Para no despertarme -replicó el Escritor de Fábulas, mientras una increíble calma
se adueñaba de su hermoso rostro.

UNA TRANSPOSICIÓN

Viajando a través del País de la Artemisa, un Asno encontró a un Conejo, que excla
mó muy sorprendido:
-¡Cielos! ¿Cómo creciste tanto? ¡Sin duda eres el más grande conejo viviente!
-No -dijo el Asno-, tú eres el burro más pequeño.
Después de una larga y estéril discusión, el asunto fue sometido a la decisión de un
Coyote que pasó por allí, que tenía algo de demagogo y el deseo de quedar bien con lo
s dos.
-Caballeros -dijo-, ambos tienen razón, como se podía esperar de personas tan do
tadas de disposición para recibir instrucción de los sabios. Usted, señor -volviéndose a
l animal de más tamaño- es, como él ha señalado correctamente, un conejo-. Y usted -volv
iéndose al otro- fue correctamente descripto como un asno. Al transponer los nombr
es de ustedes, el hombre actuó con increíble locura.
Quedaron tan complacidos por esta decisión que declararon al Coyote su candida
to a Oso Gris; pero si el Coyote consiguió o no este puesto, es algo que la histor
ia no cuenta.

EL REY SIN HUESOS

Unos Monos que habían depuesto a su rey se hundieron de inmediato en la disens


ión y la anarquía. En este trance, enviaron una Diputación a una tribu vecina, para co
nsultar al Mono Más Viejo y Más Sabio del Mundo.
-Hijos -dijo el Mono Más Viejo y Más Sabio del Mundo, una vez que escuchó a la Dip
utación-, hicieron bien en librarse de la tiranía, pero la tribu de ustedes no está su
ficientemente adelantada como para pasarla sin la monarquía. Tienten al tirano con
falsas promesas para que vuelva, mátenlo y entronícenlo. Aun el esqueleto del más ile
gal de los déspotas hace un buen soberano constitucional.
Ante estas palabras, la Diputación se mostró muy confundida.
-Eso es imposible -dijeron, alejándose-. Nuestro rey no tiene esqueleto; era u
n rey de paño.

EL CIUDADANO HONESTO

Un Ascenso Político, etiquetado con su precio, recorría el Estado en busca de un


comprador. Un día se ofreció a un Hombre Verdaderamente Bueno que, después de examina
r la etiqueta y encontrar que el precio era el doble de lo que él estaba dispuesto
a pagar, expulsó desdeñosamente al Ascenso Político, de su puerta. Entonces, la Gente
dijo:
-¡Miren, este es un ciudadano honesto!
Y el Hombre Verdaderamente Bueno confesó que esto era cierto.

A LA PUERTA DEL PARAÍSO

Irguiéndose de la tumba, una Mujer se presentó a la Puerta del Paraíso, y golpeó con
mano temblorosa.
-Señora -dijo San Pedro, levantándose y acercándose a la ventanilla-, ¿de dónde viene?
-De San Francisco -respondió la Mujer, avergonzada, mientras grandes gotas de
sudor brillaban en su frente espiritual.
-¡No importa, mi buena muchacha! contestó el Santo, compasivamente- La eternidad
es un tiempo largo; terminarás por olvidar.
-Pero eso no es todo -la Mujer estaba cada vez más turbada-. Yo envenené a mi es
poso... yo descuarticé a mis niños, yo...
-Ah -dijo el Santo, con súbita severidad-, tu confesión sugiere una grave posibi
lidad. ¿Eras miembro de la Asociación de Mujeres de Prensa?
La mujer se irguió y replicó con entusiasmo:
-No.
Las puertas de madreperla y jaspe giraron sobre sus goznes de oro, producien
do la música más cautivadora, y el Santo, haciéndose a un lado, hizo una reverencia, d
iciendo:
-Entra, entonces, en tu eterno descanso.
Pero la Mujer vacilaba.
-El envenenamiento... el descuartizamiento... el... el... -tartamudeó.
-No tienen importancia, te lo aseguro. No vamos a mostrarnos rigurosos con u
na señora que no pertenecía a la Asociación de Mujeres de Prensa. Toma un arpa.
-Pero... yo solicité el ingreso... Me pusieron bolilla negra.
-Toma dos arpas.
EL ANARQUISTA ENGATADO

Un Orador Anarquista a quien cierto Respetuoso de la Ley le arrojó a la cara u


n Gato Muerto, hizo detener y llevar ante un magistrado al Gato Muerto.
-¿Por qué recurres a la Ley -dijo el Magistrado-, si tú estás por la abolición de la l
ey?
-Eso -replicó el Anarquista- no es asunto suyo; no estoy obligado a ser consis
tente. Usted está sentado aquí para hacer justicia entre este Gato Muerto y yo.
-Muy bien -dijo el Magistrado, con expresión solemne, poniéndose el birrete negr
o-; como el acusado no se defiende, y es indudablemente culpable, lo condeno a s
er comido por el ejecutor público; y como ocurre que este cargo está vacante, lo des
igno a usted, sin contrato.
Uno de los más deleitados espectadores de la ejecución fue el desconocido Respet
uoso de la Ley que había arrojado al con
denado.

EL HONORABLE MIEMBRO DE LA LEGISLATURA

Un Miembro de una Legislatura que se había comprometido con sus Constituyentes


a no robar, se llevó con él, al terminar la sesión, gran parte de la cúpula del Capitol
io. Por lo tanto, los Constituyentes se reunieron en indignada asamblea y votaro
n la resolución de embrearlo y emplumarlo.
-Son muy injustos -dijo el Miembro de la Legislatura-. Es verdad que yo les
prometí a ustedes que no robaría; ¿pero acaso les prometí que no mentiría?
Los Constituyentes dijeron que era un hombre honorable y lo eligieron para e
l Congreso de los Estados Unidos, sin embrearlo ni emplumarlo.

UNA REMUNERACIÓN INADECUADA

A un Buey incapaz de salir por sí mismo de la ciénaga en que se hundía, se le acon


sejó que hiciera uso de una Influencia Política. Cuando la Influencia Política llegó, el
Buey dijo:
-Mi buena amiga, le ruego que me amarre con fuerza, y deje que la naturaleza
siga su curso.
De modo que la Influencia Política amarró con fuerza la Cabeza del Buey, y la na
turaleza siguió su curso: el Buey fue arrancado de la ciénaga, primero, y a continua
ción de su piel. Entonces la Influencia Política miró por sobre sus hombros la buena c
arcasa gorda de carne que estaba arrastrando a su cubil y dijo, con insatisfacción
:
-Esto no alcanza a cubrir lo que habitualmente cobro; me llevaré a casa la pri
mera cuota, y después retornaré por la piel.

EL CACIQUE POLÍTICO EXPATRIADO

Un Cacique Político que había ido a Canadá fue escarnecido por un Ciudadano de Mon
treal, que lo acusaba de haber huido para evitar ser procesado.
-Me hace una grave injusticia -dijo el Cacique Político, dejando caer un par d
e lágrimas-. Vine a Canadá sólo a causa de sus atractivos políticos; se dice que su Gobi
erno es el más corrupto del mundo.
-Le ruego que me perdone -contestó el Ciudadano de Montreal.
Cayeron uno sobre el cuello del otro, y al terminar este tocante rito, el Ca
cique Político tenía dos relojes.

UN ESTADISTA

Un Estadista que asistía a una asamblea de la Cámara de Comercio se levantó para h


ablar, pero fue objetado, acusándoselo de que nada tenía que ver con el comercio.
-Señor Presidente -dijo un Antiguo Miembro, levantándose-, opino que esa objeción
no corresponde; la conexión del caballero con el comercio es íntima y estrecha. Es u
na mercancía.

LOS TRES RECLUTAS

Un Campesino, un Artesano y un Trabajador se presentaron ante el Rey de su p


aís, y se quejaron porque se veían obligados a sostener un enorme ejército de consumid
ores, que no hacía nada en su beneficio.
-Muy bien -dijo el Rey-, los deseos de mis súbditos son la ley suprema.
Así que disolvió su ejército y los consumidores se volvieron productores. La venta
de sus productos hizo bajar tanto los precios, que los campesinos se arruinaron
, y los artesanos y trabajadores fueron a dar a los asilos y los caminos. En poc
os años el desastre nacional era tan grande, que el Campesino, el Artesano y el Tr
abajador elevaron un petitorio al Rey, para que restaurase su ejército.
-¿Qué? -dijo el Rey-. ¿Desean sostener a esos consumidores haraganes otra vez?
-No, su Majestad -contestaron ellos-, deseamos enrolarnos.

UN DESORDEN FATAL

Un Agonizante, a quien le habían disparado, fue apremiado por oficiales de la


ley para que hiciera una rápida declaración.
-Usted fue atacado sin provocación, por supuesto -manifestó el Fiscal del Distri
to, preparándose para asentar la respuesta.
-No -replicó el Agonizante-, yo fui el agresor.
-Sí, entiendo -dijo el Fiscal del Distrito; usted cometió la agresión... fue oblig
ado a hacerlo. Lo hizo en defensa propia.
-No creo que me hubiera dañado si yo lo hubiese dejado en paz -dijo el moribun
do-. No... creo que era un hombre pacífico, incapaz de matar una mosca. Le hice so
portar tanta presión que él, naturalmente, tenía que sucumbir... no pudo aguantar. Hon
estamente, si se hubiera negado a dispararme, no veo cómo yo podría haber seguido tr
atándolo.
-¡Santo Cielo! -exclamó el Fiscal del Distrito, arrojando su cuaderno de apuntes
y su lápiz-. Esto es completamente anómalo. No puedo utilizar como declaración últimas
palabras como estas.
-Nunca he visto a un hombre que diga la verdad cuando muere violentamente -d
ijo el jefe de Policía.
-¡No hay ninguna violencia! -contestó el Médico Policial, sacando e inspeccionando
la lengua del hombre-. Es la verdad la que lo está matando.

UN TALISMÁN

Habiendo sido designado para cumplir las funciones de jurado, un Prominente


Ciudadano envió un certificado médico donde se declaraba que padecía de reblandecimien
to cerebral.
-El caballero está excusado -dijo el juez, devolviendo el certificado a la per
sona que lo había traído-, tiene cerebro.

EL CONGRESO Y EL PUEBLO

Los sucesivos Congresos habían empobrecido enormemente al Pueblo, que estaba d


esanimado y lloraba copiosamente.
-¿Por qué lloran? -indagó un Angel que se había posado en un árbol cercano.
-Nos han sacado todo lo que teníamos -fue la respuesta-, excepto -añadió el Pueblo
, al darse cuenta de quién era el llamativo visitante-, excepto nuestra esperanza
del Paraíso. ¡Gracias a Dios que no pudieron quitarnos eso!
¡Pero al fin llegó el Congreso de 1889!

EL JUEZ Y SU ACUSADOR

Un eminente juez de la Corte Suprema de Gowk fue acusado de haber obtenido s


u designación fraudulentamente.
-Usted disparata -dijo a su Acusador-; tiene poca importancia cómo obtuve mi p
oder; lo único importante es cómo lo he usado.
-Confieso -manifestó el Acusador- que en comparación con la manera ruin en que u
sted se condujo en la Corte, el método ruin mediante el cual usted llegó a ella es u
na bagatela.

ECONOMIZANDO FUERZA

Un Hombre Débil que iba colina abajo se encontró con un Hombre Fuerte que subía, y
le dijo:
-Vengo en esta dirección porque requiere menos esfuerzo, no porque lo haya ele
gido. Le ruego, señor, que me ayude a volver a la cumbre.
-Me alegrará hacerlo -dijo el Hombre Fuerte, con el rostro iluminado por una g
loriosa idea-. siempre he considerado a mi fuerza un don sagrado que se me confió
para bien de mi prójimo. Lo llevaré arriba conmigo. Póngase detrás de mí y empuje.

EL SALTEADOR DE CAMINOS Y EL VIAJERO

Un Salteador de Caminos enfrentó a un Viajero, y apuntándole con un arma de fueg


o, le gritó:
-¡El dinero o la vida!
-Mi querido amigo -dijo el Viajero-, de acuerdo con los términos de su exigenc
ia mi dinero salvará mi vida, mi vida mi dinero; usted indica que se apoderará de un
a o de lo otro, pero no de ambos. Si esto es lo que usted quiere decir le ruego
que sea bueno y tome mi vida.
-No es eso lo que quiero decir -replicó el Salteador-; usted no puede salvar s
u dinero renunciando a su vida.
-Entonces, tómela de todos modos -dijo el Viajero-. Si no sirve para salvar mi
dinero, no sirve para nada.
Tanto agradaron al Salteador la filosofía
y el ingenio del Viajero, que lo tomó como socio y esta espléndida combinación de
talentos fundó un periódico.

EL BUEN GOBIERNO
-¡Qué territorio feliz eres! -dijo una Forma Republicana de Gobierno a un Estado
Soberano-. Sé bueno y quédate quieto en tanto paseo encima de ti, cantando los elog
ios del sufragio universal y disertando sobre las bendiciones de la libertad civ
il y religiosa. Mientras, puedes mitigar tus penas maldiciendo al poder uniperso
nal y a las decadentes monarquías de Europa.
El Estado replicó:
-Mis servidores públicos han sido tontos y pillos, desde la fecha de tu ascens
o al poder; mis cuerpos legislativos -tanto los estatales como los municipales-
son bandas de ladrones; mis impuestos son insoportables; mis Cortes, corruptas;
mis ciudadades, una desgracia para la civilización; mis corporaciones tienen sus m
anos
en la garganta de todos los intereses particulares... La totalidad de mis as
untos está en desorden y en criminal confusión.
-Cuanto dices es muy cierto -respondió la Forma Republicana de Gobierno, ponién
dose sus zapatos claveteados-, pero considera cómo te emociono cada Cuatro de juli
o.

EL GUARDA VIDAS

Una Antigua Doncella, parada en el borde de un muelle, cerca de un Amante Mo


derno, dejó oír estas palabras:
-¡Noble protector! ¡La vida que has salvado te pertenece!
Tras repetir esto varias veces en diversas entonaciones, se arrojó al agua, do
nde murió ahogada.
-Soy un noble protector -dijo el Amante Moderno, alejándose pensativo-, la vid
a que he salvado es sin duda la mía.

TRES DE LA MISMA CLASE

Un Abogado fue contratado para defender a un Ladrón, a quien la policía había logr
ado detener tras violenta pelea con otro que había huido. En la reunión con su clien
te, el Abogado preguntó:
-¿Tiene cómplices?
-Sí, señor -respondió el Ladrón-. Tengo dos, pero ninguno fue capturado. Contraté a un
o para que me defendiera de la policía, y a usted lo contraté para que me defienda d
e una condena.
Esta respuesta impresionó profundamente al Abogado, quien tras verificar que e
l Ladrón no había acumulado ningún dinero mediante el ejercicio de su profesión, abandonó
el caso.

EL FABULISTA

Un Ilustre Satírico visitaba un zoológico ambulante, con la idea de recolectar m


aterial literario. Cuando pasó cerca del Elefante, este animal dijo:
-¡Qué triste que un censor tan justamente famoso eche a perder su obra ridiculiz
ando personajes con narices colgantes, que son la sal de la tierra!
El Canguro añadió:
-Disfruto mucho la crítica de lo ridículo que hace ese gran hombre, particularme
nte sus ataques contra los proboscidios; pero ¡cielos!, es irreverente con los mar
supiales, y se ríe de nuestra manera de llevar a nuestros cachorros en una bolsa.
El Camello dijo:
-Si al menos conservara el respeto a la Sagrada Giba, sería impecable. Pero ta
l como son las cosas, no puedo permitir que su obra sea leída en presencia de los
míos.
El Avestruz, al ver que se aproximaba, hundió su cabeza en la paja, diciendo:
-Si no me oculto, puede ocurrírsele escribir algo desagradable acerca de mi fa
lta de una cresta, o de mi apetito por la chatarra, y aunque es indeciblemente b
rillante cuando se consagra a ridiculizar la locura y la codicia, su estupidez e
s inigualable cuando excede los límites del comentario lícito.
-Ese -señaló el Buitre a su pichón- es el autor de esa fábula gloriosa, "El Avestruz
y el barril de clavos crudos". Lamento añadir que también escribió "El festín del Buitr
e", en el que la dieta de carroña es insolentemente desacreditada. La dieta de car
roña es el fundamento de la buena salud. Si todo el mundo comiera sólo cadáveres, la m
uerte sería desconocida.
Al ver que se aproximaba un asistente, el Ilustre Satírico salió de la tienda y
se mezcló con la multitud. Posteriormente se descubrió que se había colado bajo la tie
nda, sin pagar.
UNA PETICIÓN DEFECTUOSA

Un Juez Adjunto de la Suprema Corte estaba sentado a la orilla de un río, cuan


do un Viajero se aproximó y le dijo:
-Deseo cruzar. ¿Será legítimo usar este bote?
-Lo será -fue la respuesta-; es mi bote.
El Viajero le dio las gracias, y empujando el bote al agua se embarcó y comenzó
a remar, alejándose. Pero el bote se hundió y él se ahogó.
-¡Hombre cruel! -exclamó un Espectador Indignado-. ¿Por qué no le dijo que su bote e
staba agujereado?
-La cuestión del estado del bote -dijo el gran jurista- no me fue planteada.

LOS HERMANOS DE LUTO

Advirtiendo que estaba por morir, un Anciano convocó a sus dos Hijos junto a s
u lecho, y expuso la situación.
-Hijos míos -les dijo-, ustedes no me ofrecieron muchas señales de respeto duran
te mi vida, pero darán fe de su pena por mi muerte. Aquel que más tiempo lleve luto
en su sombrero en mi memoria, se quedará con toda mi fortuna. He hecho un testamen
to a tal efecto.
De modo que cuando el Anciano murió, los jóvenes pusieron luto en sus sombreros,
y lo llevaron hasta que ellos mismos fueron viejos, cuando, comprendiendo que n
inguno de los dos lo abandonaría, convinieron que el más joven dejaría de usar luto, y
el mayor le daría la mitad de la fortuna. ¡Pero cuando el mayor solicitó la propiedad
, se encontró con que había habido un Albacea!
De este modo, fueron adecuadamente castigadas la hipocresía y la obstinación.

EL PATRIOTA Y EL BANQUERO

Un Patriota que, siendo pobre, había accedido a un puesto en el gobierno, y lo


había abandonado rico, se presentó en un Banco, donde deseaba abrir una cuenta.
-Con mucho gusto -dijo el Banquero Honesto- será un placer para nosotros hacer
negocios con usted; pero primero tiene que convertirse en un hombre honesto, de
volviendo todo lo que robó desde el Gobierno.
-¡Bendito cielo! -exclamó el Patriota-. Si hago eso, no me quedará nada para depos
itar en el Banco.
-No me parece -respondió el Banquero Honesto-. Nosotros no somos todo el puebl
o americano.
-Ah, comprendo -contestó el Patriota, reflexionando-. ¿En cuánto estima la proporc
ión que le corresponde al Banco, del dinero que el país perdió por mí?
-Un dólar -respondió el Banquero Honesto.
Y con orgullosa conciencia de servir a su país con sabiduría y propiedad, cargó es
a suma en la cuenta.

EL ANARQUISTA REFORMADO

Un famoso Anarquista naufragó, y el mar lo arrojó a las playas de la isla de Gow


queechi, habitada por la antigua y poderosa tribu de los Tumtum. Fue descubierto
y llevado ante el Jamgrogrum, que le preguntó cuál era su fe política.
-Le preguntamos esto a todos los extranjeros -explicó el Jamgrogrum-, con la e
speranza de conocer algún día principios políticos superiores a los nuestros.
-Soy un Anarquista -respondió el recién llegado-. Sostengo que todos los gobiern
os son perversos, todas las leyes opresivas. Enseño que todos los Jamgrogra deberían
ser asesinados.
El monarca llamó al Primer Ministro a su lado, y tras susurrarle ciertas instr
ucciones, se retiró.
Al día siguiente, una vez que el Primer Ministro se presentó en palacio, y comió
un puñado de lodo, como la etiqueta de la corte lo exigía, el Jamgrogrum le pidió
noticias del Anarquista.
-Lo hice llevar a los baños, y fue cuidadosamente bañado.
-¿Y entonces?
-Cuando se le preguntó, de acuerdo con las instrucciones de su Majestad, si to
davía era un Anarquista, respondió que ningún tratamiento, por duro y cruel que fuera,
alteraría sus convicciones.
-Entonces -exclamó el Jamgrogrum, con el aire decepcionado de alguien privado
del cumplimiento de una ilusión largamente anhelada- mi teoría acerca de la unidad d
e la suciedad y el anarquismo ha sido refutada.
-No, su Majestad -dijo el Primer Ministro-; murió diez minutos después del baño.

LOS DOS HIJOS

Un Hombre tenía Dos Hijos. El mayor era virtuoso y obediente, el más joven perve
rso y taimado. Cuando el padre estaba por morir, los llamó ante él y dijo:
-Sólo tengo dos cosas valiosas: mi rebaño de camellos y mi bendición. ¿Cómo los distri
buiré?
-Dame tu bendición -dijo el Hijo Más Joven-, porque puede reformarme. Si me dier
as los camellos, seguramente yo sin duda los vendería y malgastaría el dinero.
El Hijo Mayor, disimulando su júbilo, dijo que trataría de contentarse con los c
amellos y un recuerdo piadoso.
Todo se arregló según lo hablado y el Hombre murió. Entonces, el perverso Hijo Más j
oven se presentó ante el Cadí y dijo:
-Mira, mi hermano se ha apropiado de mi herencia legítima. Es tan malo que nue
stro padre, como todo el mundo sabe,
le negó su bendición; ¿es verosímil que le haya dado los camellos?
El Hijo Mayor fue obligado a entregar el rebaño y fue correctamente apaleado p
or su rapacidad.

EL EXPLORADOR AFORTUNADO

Un Emisario del Presidente de los Estados Unidos ante el Emperador de Abisin


ia se despedía de este soberano que, para atestiguar su pesar de acuerdo con las c
ostumbres de su país, dejó caer un diluvio de lágrimas.
-Mi fama está asegurada -dijo el Emisario-: he descubierto la fuente del Nilo.
EL HIJO RESPETUOSO

Un Millonario había ido a un asilo a visitar a su padre, y se encontró allí con un


Vecino que se mostró enormemente sorprendido.
-¿Qué? -dijo el Vecino-. ¿Usted a veces visita a su padre?
-Estoy seguro de que si nuestras situaciones se invirtieran, él me visitaría a mí
-respondió el Millonario. El viejo siempre estuvo orgulloso de mí. Además -agregó en voz
baja-, tengo que hacerle firmar; estoy asegurando su vida.

LA VIUDA Y EL SOLDADO

Una Viuda cuyo marido había sido colgado encadenado estaba velando el cadáver la
primera noche, y empapada en lágrimas imploraba al Centinela que lo custodiaba, q
ue le permitiera robarlo.
-Señora -dijo el Centinela-. No puedo resistir más sus ruegos; su belleza se imp
one sobre mi sentido del deber. Le entregaré el cuerpo y tomaré su lugar en la jaula
, en la que un golpe de mi puñal confundirá a la justicia y me otorgará la felicidad d
e morir por una mujer tan adorable.
-No -dijo la dama-. No puedo aceptar el sacrificio de una vida tan noble. Si
es cierto que usted me mira con buenos ojos, ayúdenos a mí y a mis sirvientes a lle
var el objeto sagrado a mi castillo, donde usted permanecerá oculto hasta que poda
mos huir del país.
-No -dijo el Centinela-. Seguramente sería descubierto y arrancado de sus braz
os. En tres días usted puede reclamar el cuerpo de su querido esposo; después podrá co
nferir a un honorable soldado toda la felicidad y distinción que a juicio de usted
su devoción merezca.
-¡Tres días! -exclamó la dama-. Eso es mucho para esperar y poco para fugar. Pero
sin llevar carga podemos alcanzar la frontera. Ya el día comienza a romper... deje
mos el cuerpo y partamos.

UNA OFERTA MEZQUINA

Dos Soldados yacían muertos en el campo de honor.


-¿Qué darías por volver a vivir? -le preguntó uno al otro.
-Al enemigo, la victoria -fue la respuesta-; a mi país, una larga vida de serv
icio desinteresado como civil. ¿Y qué darías tú?
-El aplauso de mis compatriotas.
-¡Tú sí que eres un pichinchero de lo más tacaño! -dijo el otro.

DIPLOMACIA
-¡Si usted no somete mi reclamo a arbitraje -escribió el Presidente de Omohu al
Presidente de Modugy-, tomaré inmediatas medidas para satisfacerlo por mis propios
medios!
-Señor -contestó el Presidente de Modugy-, puede irse al diablo con su amenaza d
e guerra.
-Mi gran y buen amigo -escribió el otro-, usted confunde el carácter de mi comun
icación. Es un antepenultimátum.

LOS DOS ESCÉPTICOS


Ciertos paganos cuyo Idolo estaba muy deteriorado lo arrojaron a un río. Luego
, erigieron uno nuevo y se entregaron a la adoración pública, a sus pies.
-¿Qué significa todo esto? -preguntó el Nuevo ¡dolo.
-Padre del Regocijo y del Coágulo - dijo el Gran Sacerdote-, sé paciente y te in
struiré en las doctrinas y ritos de nuestra santa religión.
Un año después, tras un curso de estudios de teología, el ¡dolo pidió que lo arrojaran
al río, declarándose ateo.
-No permitas que eso te moleste -dijo el Gran Sacerdote-, yo también lo soy.

UNA REPRESENTACIÓN IMPERFECTA

Una Zarigüeya mascota perteneciente a un Gran Crítico, le robó a este su gatito pr


eferido. Estaba por matarlo y comérselo, cuando vio aproximarse a su dueño, y temien
do ser descubierta, ocultó al animalito en su bolsa.
-Bueno, mi linda -dijo el Gran Crítico, con condescendencia-, ¿qué nuevas gracias
tienes para hoy?
Antes de que la Zarigüeya pudiera contestar, el gatito lanzó diligentes y persis
tentes maullidos. Cuando al fin la música cesó, la Zarigüeya dijo:
-He estado practicando un poco la mímica y la ventriloquia; pensé que le agradaría
, señor.
-El deseo de complacer siempre complace -respondió el Gran Crítico, no sin un to
que de dignidad profesional-, pero tienes mucho que aprender acerca del maullido
de los gatitos.

JUNTÓ A LA MARGEN DEL RIÓ

Viendo que un Político tomaba un baño, un Observador, curioso acerca de los extr
años hábitos de los animales inferiores, exclamó:
-¡Qué! ¿No te queda para tomar nada más valioso que un baño? ¿Por qué haces eso?
-He estado en manos de mis amigos -respondió el Político.
-Entonces te sugeriría el despellejamiento -dijo el Observador.
-Llegas tarde, amigo; ya alguien se lo sugirió a ellos. Estoy limpiando las ma
rcas de dedos de mis huesos.

EL ASUNTO PRINCIPAL

Un Poeta que ofrecía su obra a un Editor dijo:


-Este es un poema pequeño, pero el asunto principal es la calidad. Me atrevo a
pensar que usted lo considerará auténtica poesía.
Después de leerlo, el Editor lo puso en un cajón, y extendiéndole al Poeta una mon
eda de diez centavos, dijo:
-Esta es una moneda pequeña, pero soy tan temerario como para esperar que uste
d quedará encantado con su pureza. Es casi toda de plata.

EL SECRETO DE LA FELICIDAD

Habiéndose enterado por obra de un ángel, que Noreddin Becar era el hombre más fel
iz del mundo, el Sultán ordenó que lo trajeran a palacio, y le dijo:
-Impárteme, te lo ordeno, el secreto de tu felicidad.
-Oh, padre del sol y de la luna -respondió Noreddin Becar-, yo no sabía que era
feliz.
-Ese -dijo el Sultán- es el secreto que yo buscaba.
Noreddin Becar se retiró profundamente afligido, temiendo que su recién descubie
rta felicidad lo abandonara.

COMPENSACIÓN

Dos Mujeres en el paraíso reclamaban a un Hombre que acababa de llegar.


-Yo fui su esposa -dijo una.
-Yo su amante -señaló la otra. San Pedro le dijo al hombre:
-Baja al Otro Lugar... Ya has sufrido bastante.

LOS DOS LOROS

Un Autor que había hecho una fortuna escribiendo vulgaridades, tenía un Loro.
-¿Por qué no tengo una jaula de oro? -preguntó el ave.
Y le respondió su dueño:
-Porque tú piensas mejor de lo que repites, como lo demuestra tu pregunta. Y p
orque no tenemos la misma audiencia.

UNA PARTE DE LA RECOMPENSA

-La nuestra es una vida de autosacrificio -decía un Clérigo-. Mientras otros cor
ren atrás de la ganancia o el placer, nosotros vemos arder el aceite de medianoche
estudiando cómo cascar las más duras nueces teológicas. Y todo ¿por qué recompensa terres
tre?
-Bueno -dijo su Feligrés, meditativamente-, están las almendras, por ejemplo.

LOS INTOLERABLES GEMELOS

Una Serpiente de Cascabel, observando que se acercaba un Hombre con una Cámara
Fotográfica, se arrastró debajo de una piedra plana, y no dejó expuesta otra cosa más q
ue la punta de su nariz.
-No iba a fotografiarte -explicó el Hombre de la Cámara, con un toque de tristez
a en su voz-. Poseo la antigua fe en la divina sabiduría de las serpientes, y he v
enido a preguntarte por qué soy odiado y evitado por toda la humanidad.
-Cielos -dijo la Serpiente de Cascabel-, los dioses me han negado ese conoci
miento. ¿Puedes decirme tú por qué yo no soy muy requerida como compañera?

CONSUELO

Un Gran País había reivindicado su coraje y su bravura a través de quince derrotas


en las cuales las tropas enemigas no sufrieron ninguna baja, y su Primer Minist
ro pidió la paz.
-No seré duro con ustedes -dijo el Vencedor-: conservarán todo excepto sus colon
ias, su libertad, el crédito y su autoestima.
-Ah -dijo el Primer Ministro-, usted es verdaderamente magnánimo; nos deja nue
stro honor.
DESENGAÑO

Un Perro que había estado persiguiendo su propia cola abandonó la caza y se echó a
reposar, encogido. En su nueva postura, descubrió que su cola estaba al alcance d
e sus dientes. La mordió con avidez, pero la soltó de inmediato, respingando por el
dolor.
-Después de todo -dijo-, hay más alegría en la persecución que en la posesión.

EL SANTO Y EL ALMA

San Pedro estaba sentado a la puerta del Paraíso, cuando se aproximó un Alma y,
haciendo una cortés reverencia, le extendió su tarjeta.
-Lo siento mucho, señor -dijo San Pedro, después de leer la tarjeta-, pero realm
ente no puedo admitirlo. Usted tiene que ir al Otro Lado. Lo siento, señor, lo sie
nto mucho.
-No importa -dijo el Alma-; he pasado todo el mes en un balneario, y el camb
io será agradable. Sólo venía a preguntar si mi amigo Elihu Root está aquí.
-No, señor -replicó el Santo-; el Sr. Root no está muerto.
-Oh, eso lo sé -dijo el Alma-. Pensé que podría estar visitando a Dios.

IMPREVISIÓN

Una Persona que había caído de la riqueza a la indigencia pidió limosna a un Hombr
e Rico.
-No -dijo el Hombre Rico-, no conservaste lo que tenías. ¿Qué seguridad tengo de q
ue conservarás lo que yo te dé?
-Pero no quiero conservarlo-explicó el mendigo-. Lo quiero para cambiarlo por
pan.
-Eso es exactamente lo mismo -dijo el Hombre Rico-. No conservarías el pan.

LA OVEJA Y EL LEÓN

-Eres una bestia de guerra -le dijo la Oveja al León-, por eso los hombres te
buscan para matarte. A mí, que soy una creyente en la no resistencia, no me cazan.
-No necesitan hacerlo -replicó el hijo del desierto-; pueden criarte.

LA VIUDA INCONSOLABLE

Una Mujer con lutos de viuda lloraba sobre una tumba.


-Consuélese, señora -dijo un Simpático Desconocido-. La piedad del Cielo es infini
ta. En algún lado hay otro hombre, además de su esposo, con quien usted puede ser fe
liz.
-Lo había, lo había -sollozó ella-, pero está en esta tumba.

UNA INTRUSIÓN

La Moralidad puso la punta del pie en la política internacional, y rápidamente s


e lo cortaron.
-Mil gracias -dijo la Diplomacia, con graciosa reverencia- lo conservaremos
como recuerdo del más distinguido honor.
Y desde aquel día, la Moralidad cojeó un poco.

LA PALABRA MISTERIOSA

El Jefe de un batallón de corresponsales de guerra leyó la crónica escrita de una


batalla.
-Hijo -le dijo a su Autor-, tu historia no sirve para nada. Dices que sólo per
dimos dos hombres en vez de cien; que las pérdidas del enemigo son desconocidas, e
n vez de diez mil, y que fuimos derrotados y fugamos. No es manera de escribir.
-Pero considere -objetó el escriba consciente- que mi historia puede ser insípid
a con respecto al número de nuestras víctimas, decepcionante en lo que hace a los daño
s causados al enemigo y chocante respecto al desenlace, pero tiene la ventaja de
ser la verdad.
-No entiendo del todo -dijo el jefe, rascándose la cabeza.
-Bueno, la ventaja -exclamó el otro-, el mérito... la distinción... la provechosa
excelencia... el...
-Oh -dijo el jefe-, conozco muy bien el significado de "ventaja"; ¿pero qué demo
nios quisiste decir con "verdad"?

REVELACIÓN

Un León fue atacado por una manada de Lobos hambrientos, que lo rodearon, aull
ando lo más fuerte que podían, aunque ninguno se atrevió a acercársele.
-Estas son criaturas muy útiles -dijo el León, mientras se echaba para su siesta
de la tarde-, me dan parte de mis virtudes. Yo no sabía que era comestible.

UN ÁGUILA ENCADENADA

Un legislador recientemente elegido para el Parlamento de Despotamia, declaró


que presentaría una resolución criticando al rey. Cuando dejó el Parlamento, encontró a
un Desconocido, quien le previno que si persistía en su desleal proyecto, perdería l
a cabeza.
-Eso -dijo él-, sería una privación más pequeña que la pérdida de mi libertad.
-No sé qué es eso -respondió el Desconocido-. La libertad es algo que no puedo. ap
reciar correctamente, porque nunca la tuve. Yo soy el rey.

EL POETA IMPOTENTE

Un poeta que nunca hacia el correcto escandido de sus versos, fue emplazado
a presentarse ante el Rey, quien le ordenó que dijera algo en su defensa para evit
ar ser condenado a muerte.
-Si tu oído es imperfecto -dijo el Rey-, podrías contar tus sílabas con los dedos,
como un trabajador honesto.
-Yo cuento mis sílabas -dijo el Poeta, reverentemente-. Pero observe: a mi man
o izquierda le falta un dedo... lo mordió un crítico.
-Entonces -dijo el Rey-, ¿por qué no los cuentas con la mano derecha?
-¡Cielos! -fue la respuesta del poeta, mientras elevaba su mutilada izquierda-
. ¡Eso es imposible... no tengo nada con qué contar! El dedo que me falta es el índice
.
-¡Hombre infortunado! -exclamó con simpatía el monarca-. Tenemos que hacer que tus
limitaciones e incapacidad no te pesen. Escribirás para las revistas.
EL LOBO Y LA TORTUGA

Un Lobo se encontró con una Tortuga, y le dijo:


-Amiga, eres la cosa más lenta que anda por el mundo. No veo cómo te las arregla
s para escapar de tus enemigos.
-Como me falta la capacidad para huir -replicó la Tortuga-, la Providencia sab
iamente me proporcionó un caparazón impenetrable.
Tras reflexionar largo, tiempo, el Lobo dijo:
-Me parece que igualmente fácil le hubiera resultado darte patas largas.

DE LO GENERAL A LO PARTICULAR

Un Hombre Sincero le dijo a su Esposa:


-No puedo permitir que me imagines mejor de lo que soy. Tengo muchos vicios
y debilidades.
-Eso es sólo lo natural -dijo ella, sonriendo dulcemente-; ninguno de nosotros
es perfecto.
Envalentonado por su magnanimidad, él le confesó una mentira particular que le h
abía dicho una vez.
-¡Abominable canalla! -gritó ella, y golpeó tres veces con sus manos.
Apareció un gigantesco esclavo nubio, que despachó al marido con una cimitarra.

UN FILOSOFO DESCONCERTADO

El Rey de Remotia tenía un filósofo favorito, a quien dijo:


-Tú has sido para mí un esclavo tan fiel que deseo premiarte. Pide cualquier cos
a que quieras tener.
-Dame -dijo el Filósofo- un cabello de la cabeza de un hombre que no te haya l
isonjeado nunca.
El Rey le prometió hacerlo y lo despidió. Al día siguiente, lo mandó llamar frente a
l trono y le extendió un cabello.
-Estás intentando engañarme -dijo el Filósofo, examinando cuidadosamente el regalo
-. Este pelo es de la cabeza de un adulador que te aseguró que sería un honor para él
ofrecerte también su cabeza.
-No eres tan astuto como crees -replicó el Rey-. Ese cabello es de la cabeza d
el único sordomudo del reino.

EL LIMITE

El Rey de las Islas Faraway designó primer ministro a su caballo, y cabalgaba


sobre un hombre. Observando que bajo el nuevo orden de cosas el reino prosperaba
, un Anciano Estadista aconsejó al Rey que se pusiera a pastar y ubicara un buey e
n el trono.
-No -dijo el soberano, pensativamente-, un buen principio puede ser llevado
a extremos injuriosos. La verdadera reforma se detiene a un paso de la revolución.

EL ZORRO Y EL PATO

Un Zorro y un Pato habían disputado sobre la propiedad de una rana, y llevaron


el asunto ante un León. Después de oír una enorme cantidad de argumentos de uno y de
otro, el León abrió la boca para emitir juicio.
-Ya sé cuál es tu decisión -dijo el Pato, interrumpiendo-. Es que de acuerdo con n
uestra propia exposición, la rana no pertenece a ninguno de nosotros dos, y que tú t
e la comerás. Permíteme decirte que esto es injusto, como lo demostraré.
-Para mí está claro -dijo el Zorro- que tú darás la rana al Pato, y me darás el Pato a
mí, y luego me comerás a mí. No me falta experiencia acerca de la ley.
-Estaba por decirles -dijo el león, bostezando-, que durante la discusión de est
e caso, la propiedad en disputa se fue a los saltos. Quizá puedan procurarse otra
rana.

EL LADRÓN ARREPENTIDO

Un Muchacho a quien su Madre le había enseñado a robar, creció hasta ser hombre, y
se convirtió en Funcionario Público profesional. Un día fue sorprendido con las manos
en la masa y condenado a muerte. Mientras marchaba al lugar de la ejecución pasó ju
nto a su Madre, y le dijo:
-¡Contempla tu obra! ¡Si no me hubieras enseñado a robar, yo no habría llegado a eso
!
-¡Claro! -dijo la Madre-. ¿Y quién, dime, te enseñó a que te descubran?

EL LOBO Y EL CORDERO

Un Cordero perseguido por un Lobo, buscó refugio en el templo.


-Si te quedas ahí, el sacerdote te atrapará y te sacrificará -dijo el Lobo.
-Me da igual ser sacrificado por el sacerdote o devorado por ti -respondió el
Cordero.
-Amigo mío -dijo el Lobo-, me apena ver cómo consideras una cuestión tan important
e desde un punto de vista meramente egoísta. No me da igual a mí.

EL PESCADOR Y EL PESCADO

Un Pescador que había atrapado un Pez muy pequeño lo estaba poniendo en su cesto
, cuando el pez le habló:
-Te suplico que me arrojes de vuelta al agua, porque no puedo serte útil; los
dioses no comen peces.
-Yo no soy un dios -dijo el Pescador.
-Es cierto -dijo el Pez-, pero apenas Júpiter se entere de tu proeza te elevará
a la deidad. Eres el único hombre que alguna vez haya pescado un pez pequeño.

EL LOBO Y LOS PASTORES

Un Lobo que pasaba junto al refugio de unos Pastores, miró adentro y vio a los
pastores comiendo.
-Entra -dijo uno de ellos irónicamente-, y sírvete un pedazo de tu plato favorit
o, una pata de cordero.
-Gracias -dijo el Lobo, mientras se alejaba-, pero tienen que disculparme: a
cabo de comerme un cuarto de pastor.

EL LEÓN, EL GALLO Y EL BURRO


Un León estaba por atacar a un Burro que rebuznaba, cuando un Gallo que estaba
cerca cantó estridentemente y el León huyó.
-¿Qué fue lo que lo asustó? -preguntó el Burro.
-Los Leones tienen un miedo supersticioso de mi voz -respondió con orgullo el
Gallo.
-Bien, bien, bien -reflexionó el Burro, sacudiendo la cabeza-; diría que cualqui
er animal que tiene miedo de tu voz y no se asusta de la mía debe poseer un oído de
lo más extraordinario.

LA VÍBORA Y LA GOLONDRINA

Una Golondrina que había construido su nido en una Corte de Justicia crió una he
rmosa familia de jóvenes aves. Cierto día, una Víbora salió de una grieta en la pared y
ya estaba por comérselas, pero el juez Justo, de inmediato libró un oficio, y dando
orden de que las golondrinas fueran trasladadas a su propia casa, se las comió él.

LA GALLINA Y LAS VÍBORAS

Una Golondrina se acercó a una Gallina que había empollado pacientemente unos hu
evos de víbora, y le dijo:
-Qué estúpida eres al darle vida a criaturas que te premiarán destruyéndote.
-Soy un poquitito destructiva -dijo la Gallina, engullendo tranquilamente a
uno de los pequeños reptiles-, y no es un acto de locura proporcionarse los bocado
s de la estación.

EL LEÓN Y LA ESPINA

Un León que vagaba por el bosque se clavó una espina en la pata, y al encontrar
un Pastor, le pidió que se la extrajera. El Pastor lo hizo, y el León, que estaba sa
ciado porque acababa de devorar a otro pastor, siguió su camino sin hacerle daño. Al
gún tiempo después, el Pastor fue condenado, a causa de una falsa acusación, a ser arr
ojado a los leones en el anfiteatro. Cuando las fieras estaban por devorarlo, un
a de ellas dijo:
-Este es el hombre que me sacó la espina de la pata.
Al oír esto, los otros leones honorablemente se abstuvieron, y el que habló se c
omió él solo al Pastor.

EL MILANO, LAS PALOMAS Y EL HALCÓN

Unas Palomas expuestas a los ataques de un Milano solicitaron a un Halcón que


las defendiera. El Halcón consintió. Admitido entre ellas, esperó al Milano, se abalan
zó sobre él y lo devoró. Cuando estuvo tan saciado que casi no podía moverse, las agrade
cidas Palomas le arrancaron los ojos.

EL LOBO Y EL BEBE

Un Lobo hambriento pasaba cerca de la puerta de una cabaña en el bosque, y oyó q


ue una Madre le decía a su Bebé:
-Tranquilízate, o te arrojaré por la ventana y te comerán los lobos.
De modo que esperó todo el día al pie de la ventana, sintiendo más y más hambre a me
dida que pasaba el tiempo. Pero a la noche, el Padre, al volver del club del pue
blo, arrojó por la ventana tanto al Niño como a la Madre.

EL LOBO Y EL AVESTRUZ

Un Lobo que al devorar a un hombre se había atragantado con un manojo de llave


s, le pidió a un avestruz que introdujera la cabeza a través de su garganta y las ex
trajera, lo que el Avestruz realizó.
-Supongo -dijo el Lobo- que esperas una retribución por ese servicio.
-Una buena acción -replicó el Avestruz- es su propio premio; me he comido las ll
aves.

EL CABALLO DE GUERRA Y EL MOLINERO

Habiéndose enterado de que el Estado estaba a punto de ser invadido por un ejérc
ito hostil, un Caballo de Guerra perteneciente a un Coronel de la Milicia ofreció
sus servicios a un Molinero que por ahí pasaba.
-No -dijo el patriota Molinero-, no emplearé a uno que abandona sus posiciones
a la hora del peligro. Es hermoso morir por la propia patria.
Algo en esta opinión le sonó familiar al Caballo de Guerra, y mirando más de cerca
al Molinero, reconoció a su dueño disfrazado.

EL LEÓN Y EL RATÓN

Un León había atrapado a un Ratón y estaba a punto de matarlo, cuando el Ratón dijo:
-Si me perdonas la vida, otro tanto haré yo por ti algún día.
El León, bondadosamente, le permitió irse. Poco después ocurrió que el León fue captur
ado por unos cazadores y atado con cuerdas. El Ratón pasó por el lugar, y viendo que
su benefactor estaba indefenso, se puso a roerle la cola.

EL CORDERO Y EL LOBO

Un Lobo estaba calmando su sed en un arroyo, cuando un Cordero se apartó de su


pastor, bajó hacia la orilla del arroyo, y pasando ostentosamente alrededor del L
obo, se preparó para beber corriente abajo.
-Le ruego que observe -dijo el Cordero- que por lo común el agua no corre haci
a arriba. Que yo beba acá no puede contaminar el agua que toma usted; de modo que
no tiene el menor pretexto para asesinarme.
-No sabía -replicó el Lobo- que necesitaba un pretexto para que me gusten las ch
uletas de cordero.
Fin de ese pequeño lógico.

EL PADRE Y LOS HIJOS

Un Padre afligido por una familia de Hijos pendencieros, les exhibió un atado
de varas y pidió a los jóvenes que lo rompieran. Tras repetidos esfuerzos, admitiero
n que les resultaba imposible.
-Vean -dijo el Padre- las ventajas de la unidad; mientras esas varas permane
cen unidas son invencibles; y observen lo débiles que se muestran individualmente.
Sacando una vara del atado, fácilmente la rompió en la cabeza del Hijo mayor, y
repitió el procedimiento hasta que todos fueron servidos.

EL LEÓN Y EL RATÓN
A un juez lo despertó el ruido de un abogado que procesaba a un Ladrón. Rojo de
ira, ya estaba por sentenciar al Ladrón a prisión perpetua, cuando este dijo:
-Le suplico que me libere, y algún día retribuiré su bondad.
Complacido y lisonjeado al ser coimeado, aunque no fuera por nada más que una
promesa hueca, el juez lo dejó irse. Poco después, comprobó que había sido más que una pro
mesa hueca, porque habiéndose convertido él mismo en Ladrón fue liberado por el otro,
que se había convertido en Juez.
[LT1]
Fábulas fantásticas Ambrose Bierce
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Un Naufragio Psicológico

En el verano de 1874 me encontraba en Liverpool, donde había ido en viaje de neg


ocios representando a la sociedad mercantil Bronson & Jarret de Nueva York. Mi n
ombre es William Jarret, y el de mi socio era Zenas Bronson. La compañía quebró el año p
asado y Bronson, incapaz de soportar el salto de la opulencia a la pobreza, murió.
Una vez concluidos mis asuntos financieros y viendo cercana una crisis de agot
amiento y desaliento, decidí que una larga travesía marítima podría resultar al mismo ti
empo agradable y beneficiosa para mí; por ello, en vez de embarcarme a la vuelta e
n uno de aquellos excelentes buques de pasajeros, hice una reserva para Nueva Yo
rk en el velero Morrow, donde había hecho cargar una abundante y valiosa remesa de
los artículos que había comprado. El Morrow era un barco inglés dotado con pocos cama
rotes para pasajeros, entre los que sólo nos contábamos yo y una joven con su doncel
la, una mujer negra de mediana edad. Me pareció extraño que una joven inglesa viajar
a tan bien atendida, pero ella me explicó más tarde que la doncella había estado al se
rvicio de un matrimonio de Carolina del Sur, y que fue recogida por su familia a
l morir ambos cónyuges el mismo día en casa de su padre, en Devonshire. Dicha circun
stancia, por su rareza, permanecería en mi memoria con bastante claridad, incluso
aunque no hubiera salido a relucir en una posterior conversación con la joven dama
que el marido se llamaba William Jarret, igual que yo. Sabía que una rama de mi f
amilia se había establecido en Carolina del Sur, pero desconocía completamente su hi
storia y lo que había sido de ellos.
El Morrow partió del estuario del río Mersey el 15 de junio y durante varias seman
as tuvimos brisas ligeras y cielos cubiertos. El patrón del barco, un marinero adm
irable (pero nada más), no nos ofreció, salvo a la hora de comer, demasiada hospital
idad, por lo que la joven Miss Janette Harford y yo hicimos amistad enseguida. A
decir verdad, estábamos casi siempre juntos y, con una disposición de ánimo introspec
tiva, procuré varias veces analizar y definir el sentimiento novelesco que me insp
iraba: una atracción secreta y sutil, pero poderosa, que me impulsaba constantemen
te a buscarla. Mis intentos fueron vanos. Sólo pude asegurarme de que, al menos, n
o se trataba de amor. Una vez convencido de esto y confiando en que ella me era
bastante incondicional, una tarde (recuerdo que era el 3 de julio), mientras estáb
amos sentados en cubierta, me aventuré a preguntarle entre risas si podría ayudarme
a resolver una duda psicológica.
Al principio se quedó callada, mirando hacia otro lado. Empecé a temer que había sid
o extremadamente descortés e inoportuno. Pero entonces clavó su mirada solemne sobre
la mía. En un instante mi mente se vio dominada por una ilusión extraña y nunca regis
trada en la consciencia humana. Daba la impresión de que me miraba, desde una leja
nía inconmensurable, no con sino a través de sus ojos, y que otras personas, hombres
, mujeres y niños, en cuyos rostros creí ver efímeras expresiones extrañamente familiare
s, se arremolinaban a su alrededor, pugnando todos, con una ligera impaciencia,
por mirarme a través de las mismas órbitas. El barco, el océano, el cielo: todo había de
saparecido. No era consciente más que de las figuras de esa extraordinaria y fantást
ica escena. Entonces, de repente, una profunda oscuridad se abatió sobre mí, y desde
ella y poco a poco, como quien se va acostumbrando despacio a una luz más débil, el
entorno anterior de la cubierta, el mástil y las jarcias, fue reapareciendo lenta
mente ante mi vista. Miss Harford, que había cerrado los ojos y parecía estar dormid
a, seguía sentada en su silla con el libro que había estado leyendo abierto sobre su
regazo. Impulsado por no sé qué motivo, me fijé en la parte superior de la página; era
un ejemplar de una obra rara y curiosa, Las Meditaciones de Denneker, y el dedo ín
dice de la dama descansaba sobre este pasaje:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una tempora
da; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es a
rrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruza
n y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente f
ijados, sin que lo sepan.»
Miss Harford se despertó temblando; el sol se había ocultado tras el horizonte, pe
ro no hacía frío. Tampoco hacía nada de viento ni había nubes en el cielo; sin embargo,
no se veía una estrella. Unos pasos precipitados resonaron fuertemente sobre la cu
bierta; el capitán, al que habían hecho subir, se reunió junto al barómetro con el prime
r oficial. «¡Dios mío!», le oí exclamar.
Una hora más tarde, la figura de Janette Harford, invisible en medio de la oscur
idad y la espuma, me fue arrebatada de las manos por el vórtice cruel del barco al
hundirse, mientras yo perdía el conocimiento entre las jarcias del mástil flotante
al que me había amarrado.
Me despertó la luz de una lámpara. Yacía en una litera rodeado por el característico a
mbiente del camarote de un buque. Frente a mí, un hombre sentado en un canapé y medi
o desnudo para irse a dormir, leía un libro. Reconocí el rostro de mi amigo Gordon D
oyle. Me había encontrado con él el día que me embarqué en Liverpool, cuando estaba a pu
nto de subir al buque Ciudad de Praga, y me había pedido encarecidamente que le ac
ompañara en él.
Pasados unos instantes, pronuncié su nombre. Él se limitó a decir «Bien», y pasó la hoja
el libro sin apartar la vista de la página.
-Doyle -repetí-, ¿la salvaron a ella?
Entonces se dignó mirarme y sonrió divertido. Evidentemente creyó que estaba medio d
ormido.
-¿A ella? ¿A quién te refieres?
-A Janette Harford.
Su diversión se convirtió en asombro; me miró fijamente, sin decir nada.
-Me lo dirás dentro de un rato -proseguí-; supongo que me lo dirás dentro de un rato
.
Un momento después pregunté:
-¿Qué barco es éste?
Doyle volvió a mirarme fijamente.
-El Ciudad de Praga, que partió de Liverpool con rumbo a Nueva York y lleva tres
semanas de travesía con el eje de una hélice roto. Principal pasajero: Mr. Gordon D
oyle; ídem lunático: Mr. William Jarret. Estos dos distinguidos viajeros embarcaron
juntos, pero están a punto de separarse, siendo la decisión irrevocable del primero
tirar por la borda al segundo.
Me incorporé de repente.
-¿Quieres decir que llevo tres semanas como pasajero de este barco?
-Sí, casi tres. Hoy es 3 de julio.
-¿Es que he estado enfermo?
-Sano como una manzana y siempre puntual en las comidas.
-¡Dios santo! Doyle, aquí hay algún misterio. Por favor, te ruego que seas serio. ¿No
fui rescatado del naufragio del velero Morrow?
A Doyle le cambió el color, se acercó a mí y me cogió por la muñeca. Al rato preguntó con
calma:
-¿Qué sabes de Janette Harford?
-Primero dime qué sabes tú.
Mr. Doyle me observó durante unos instantes como si estuviera pensando qué hacer.
Después se volvió a sentar en el canapé y dijo:
-¿Por qué no? Estoy comprometido con Janette Harford, a la que conocí hace un año en L
ondres. Su familia, una de las más ricas de Devonshire, se ofendió por ello y nos fu
gamos, o mejor dicho, estamos fugándonos, porque el día que tú y yo nos dirigíamos al em
barcadero para subir a este barco, ella y su fiel doncella, una mujer negra, nos
adelantaron y se dirigieron al velero Morrow. No consintió que fuéramos en el mismo
barco y creyó más oportuno embarcar en un velero para evitar que nos vieran y reduc
ir el riesgo de ser descubiertos. Ahora estoy muy preocupado porque esa maldita
rotura de nuestra maquinaria puede que nos retrase tanto que el Morrow llegue a
Nueva York antes que nosotros y, en ese caso, la pobre chica no sabrá dónde ir.
Me quedé quieto en la litera, tan quieto que apenas respiraba. Pero el asunto no
parecía desagradar a Doyle pues, tras una breve pausa, continuó:
-A propósito, ella es sólo hija adoptiva de los Harford. Su madre murió en su tierra
al caer de un caballo durante una cacería, y su padre, loco de tristeza, se suici
dó el mismo día. Nadie reclamó a la niña y los Harford la adoptaron después de un tiempo r
azonable. Aunque ella ha crecido en la creencia de que es su hija.
-Doyle ¿qué libro estás leyendo?
-Oh, se llama Las Meditaciones de Denneker. Es muy raro; Janette me lo dio. Po
r casualidad tenía dos ejemplares. ¿Quieres verlo?
Me arrojó el volumen, que se abrió al caer. En una de las páginas había un pasaje subr
ayado:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una tempora
da; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es a
rrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruza
n y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente f
ijados, sin que lo sepan.»
-Tenía, es decir, tiene, un gusto muy singular a la hora de leer -conseguí decir,
dominando mi nerviosismo.
-Sí. Tal vez ahora tengas la amabilidad de explicarme cómo llegaste a conocer su n
ombre y el del velero en que se embarcó.
-Te oí hablar de ellos en sueños -señalé.
Una semana después atracamos en el puerto de Nueva York. Pero del Morrow nunca s
e volvió a saber nada.

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