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En los 60s el Perú fue afectado con la violencia armada generada por movimientos
insurreccionistas con una clara orientación ideológica anticapitalista. La vocación
subversiva de dichos movimientos se sustentó en la doctrina, publicaciones y
experiencia que experimentó la Unión Soviética bajo el desarrollo de las ideas de
Lenin, y en China bajo el liderazgo de Mao. El enfoque leninista optó por la
concentración de esfuerzos en el proletariado de las ciudades, en tanto que el enfoque
maoísta privilegió el cercamiento de las ciudades desde la lucha armada en las zonas
rurales a lo largo del eje andino comprendido entre Amazonas y Puno.
En los 80s la paz social nuevamente fue socavada, en particular por los movimientos
terroristas que no sólo cuestionaban la organización estatal vigente, sino que
pretendían ganar el apoyo de la población amedrentándola. Si en los 60s la subversión
se organizó como «guerrilla» y se basó en la reivindicación de demandas populares,
en los 80s el terrorismo político tuvo una dimensión igualmente política que desbordó
el esquema del sustento y de la organización guerrillera. En los 80s el terrorismo
pretendía avanzar por el sendero de la violencia pura, sin contemplación alguna con
cualquier enemigo que se opusiera a su visión política. 1
Las raíces del terrorismo y de la subversión en los 80s tuvo como origen las
derivaciones de los movimientos políticos comunistas maoístas, en especial del
Partido Comunista del Perú – Bandera Roja, y Partido Comunista del Perú – Patria
Roja, ambos fundados en 1968. Es de esta última agrupación política que en 1970
nace y se construye Sendero Luminoso, bajo la fundación, inspiración y conducción de
Abimael Guzman quien, luego del período de investigación y formación que se inició a
comienzos de los 70s, entre otros con la formación y adoctrinamiento de niños,
jóvenes y adeptos en las Escuelas Populares, empezó la preparación del
enfrentamiento armado contra el Estado.
1
El autor es profesor de derecho parlamentario en la Pontificia Universidad
Católica del Perú desde 1994, y se ha desempeñado como funcionario y asesor en
el Congreso de la República del Perú desde 1980. Durante los años 2009 y 2010 ha
laborado en calidad de destacado en el Ministerio de Defensa como Asesor del
Despacho Ministerial. Este ensayo ha sido publicado en internet en el siguiente
enlace http://es.scribd.com/doc/36192784/CDG-Retos-para-la-pacificacion-del-Peru-
a-inicios-del-siglo-XXI-2010. Otras publicaciones del autor pueden obtenerse de su
espacio web en http://www.scribd.com/people/view/5117586-delgadoguembes, en
especial en http://es.scribd.com/doc/43979554/CDG-Narcosubversion-en-el-Peru-
Diagnostico-y-estrategia-estatal, y, sobre la estrategia contra el terrorismo que se
cierra a comienzos de los 90s en http://es.scribd.com/doc/8763370/CDG-Proceso-de-
pacificacion-en-el-Peru-de-los-90s
El inicio histórico de las operaciones terroristas ocurre con el atentado contra la
voluntad popular el día 17 de Mayo, en las elecciones de 1980, en el pueblo de
Chuschi, provincia de Cangallo, Departamento de Ayacucho. Dicha acción formó parte
del plan acordado por la Conferencia Nacional Ampliada en 1979, para el inicio de la
lucha armada a través del ejército guerrillero popular y el frente de operaciones.
En una y otra ocasiones, en los 60s y en los 80s, el Estado optó por combatir la
subversión y el terrorismo con una estrategia fundamentalmente militar. La dimensión
social, política y económica, que se encontraban a la base y en el origen de la
denuncia y de la lucha militar de la subversión y del terrorismo no formó parte de una
estrategia integral y sostenida en el tiempo.
A inicios del siglo XXI el Perú nuevamente advierte signos de violencia armada.
Nuevamente también en la base y en el origen de la organización armada existe una
aguda problemática social y económica que, minimizada o minusvalorada, deja la
pretendida eliminación del problema en la dimensión policial y militar. Es importante
pues pensar en el nuevo tipo de manifestaciones de violencia que se larva en la
sociedad peruana, así como en la perspectiva desde la que debe abordarse el
enfrentamiento militar de estas fuerzas contrarias al proyecto colectivo de país,
dejando constancia que sin la comprensión de los factores sociales, políticos y
económicos toda propuesta y esfuerzo de pacificación está condenado a reeditarse en
el futuro, de modo similar a como antes ocurrió con las victorias militares sobre la
subversión y el terrorismo en los 60s y en los 80s. 2
Los grupos subversivos que niegan las bases de la convivencia en el Perú continúan
amenazando la paz, la normalidad y la estabilidad social. Es necesario leer con
claridad el nuevo mensaje de zozobra que produce la violencia. No ha sido erradicada
la prédica y estrategias de muerte. Zonas específicas del territorio pretenden quedar
liberadas de la acción y control estatal.
El Perú está lejos de haber quedado pacificado luego de la captura de los altos
mandos de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Las
huestes de Sendero se replegaron lentamente para reconstruir la organización cuyo
liderazgo se rompió a comienzos de los 90s. El repliegue está focalizado en secciones
alejadas del ande y de la amazonía.
A diferencia del movimiento ideológico del terrorismo previo, las nuevas formas de
agrupamiento y de acción subversiva se valen de una nueva y distinta lógica de
funcionamiento. Hoy la finalidad es poner a la población del lado de la subversión. No
convertirla en su adversario por el terror puro e inconfundible. El terror actual se
disfraza. Se presenta como socio y compañero de las poblaciones empobrecidas. Para
sumar con ellas un frente común de oposición al Estado. Ya no se mata a los
pobladores del campo. Ahora se los seduce y soborna con la prebenda de la ganancia
económica. Ya no se vuelan torres de electricidad ni se asesina a los dirigentes de las
comunidades. Ahora, contrariamente, se facilita el crecimiento económico de los
pobladores mediante el desarrollo de una cadena productiva que vincula a las
localidades más apartadas con el consumo que se realiza en las principales urbes del
globo.
Esta es una alianza próspera cuando a ella se suma la coincidencia de que los teatros
de operaciones se concentran en territorios rurales dispersos, afectados por la
pobreza y formas extremas de ésta. El apetito económico de la industria del tráfico
ilícito de drogas, la coincidencia de intereses con las agrupaciones subversivas y el
abandono y apremiante necesidad material de poblaciones a las que dificultosamente
llegan el Estado y la economía, configuran una combinación social y políticamente
explosiva, porque la lealtad a los principios que constituyen la identidad y unidad de
nuestra sociedad son abiertamente ignorados por el narcotráfico y el terrorismo, que
mantienen en calidad de rehén a la población económicamente deprimida en las zonas
en que se concentra las operaciones del narcoterrorismo.
Los territorios en los que vive la población en la que asientan sus bases el narcotráfico
y la subversión constituyen espacios comunes de beneficio y ganancia colectiva. Se
ha desarrollado un sistema paralelo al estatal que conspira en un marco de ilegalidad.
Es un régimen de ilicitud que conspira en la sombra y la oscuridad para obtener
ventajas imposibles de alcanzar en un régimen de transparencia y legalidad. El
narcotráfico y la subversión o el terrorismo “aportan” al progreso generando empleo en
la población, pero también financiando la construcción de canales, escuelas,
carreteras, y postas médicas.
El escenario que se configura con esta alianza permite advertir una situación
peligrosamente asimétrica para el Estado. Esta asimetría se puede percibir por la
confluencia de varios aspectos concurrentemente. Primero, por la dificultad de llegar
formalmente a las zonas geográficas en las que se sitúa la red de narcotráfico que
engancha a las poblaciones rurales pauperizadas.
En segundo lugar, porque lo que de formal puedan tener las autoridades locales está
marcadamente afectado y sesgado por la representatividad de la población afín e
identificada con el sistema productivo favorable a la hegemonía productiva, extractiva
y transformadora del narcotráfico: en gran parte son autoridades electoralmente bien
constituidas, pero los intereses que representan reflejan el sistema económico y social
dominante, lo cual equivale a la afectación del propio sistema político nacional en el
que se insertan de manera formal los intereses del narcotráfico.
Para el narcotráfico llegará un momento en el que los terroristas tendrán que optar
entre la defensa de un sistema económico hegemónico con tolerancia para la
ganancia capitalista en el mercado de narcóticos, o un sistema subversivo contra todo
tipo de capitalismo (sea o no el del narcotráfico) en el que el acceso legítimo al poder
se base exclusivamente en la pertenencia a la clase proletaria o al campesinado. Es
difícil imaginar que ambos tipos de actividad guarden compatibilidad y tengan
intereses recíprocos, mancomunados o conciliables entre sí.
Se trata, por esa razón, de una alianza meramente instrumental y coyuntural. Los
niveles de coincidencia entre los tres factores del sistema no están destinados a la
permanencia. Ello no obstante la improbabilidad de que sobrevivan a la coyuntura, la
existencia del peligro no ofrece lugar a duda. El peligro existe y corresponde al Estado
valorar la situación y tomar acción decidida para eliminarlo.
Existe un conflicto frente al cual es necesario responder con las armas, pero la
naturaleza en la que el enfrentamiento debe desarrollarse supone una visión
apropiada de la complejidad en la que opera el enemigo. No se trata de una mera
lucha armada. Se trata de formas de conflicto en las que las armas son insuficientes
para erradicar la causa y las diversas expresiones del mal público que amenaza a la
sociedad y al Estado.
Las nuevas amenazas contra la existencia pacífica y legal son una realidad cuya
magnitud es grave minimizar o tomar a la ligera. El silencio en el que operan en la fase
actual el tráfico ilícito de drogas y la subversión o el terrorismo es su principal ventaja.
El minado gradual y seguro del respaldo y compromiso de la población al Estado es
uno de sus objetivos. La informalidad masiva de las actividades ilícitas del narcotráfico
y de la subversión le otorga altos niveles de eficacia, en comparación con las
dificultades que la racionalidad formal del Estado son inherentes a su acción política y
social. De ahí que la población con la que contactan la industria de narcóticos y la
subversión cuenten con incentivos comparativamente fuertes para adherirse
progresivamente al sistema y red económicamente marginales e ilegales, mientras el
país pasa por alto, desatiende o da espaldas a la alarmante situación que se larva en
la lejanía rural del ande y de la amazonía.
Las medidas integrales en las que se inserta la participación militar y policial exigen la
formulación de planes idóneos y adecuados. En el marco de tales medidas integrales
parte del compromiso del Estado es el enfrentamiento abierto con quienes asumen un
estado de ilegalidad que incluye el uso de armas de guerra para eliminar a las fuerzas
armadas y a la policía nacional, y que pone en peligro la paz y tranquilidad general en
el territorio. El aspecto complejo del enfrentamiento no excluye la dimensión
propiamente armada en que éste debe desarrollarse.
Cuando sujetos aislados que forman parte de la población se vale de las armas para
oponerse al sistema legal que el Estado garantiza, es justo para la sociedad que las
fuerzas armadas intervengan en nombre de la seguridad integral de la colectividad.
Les corresponde asegurar los bienes comunes a todos y los proyectos políticos
colectivos, neutralizando, anulando o eliminando a quienes se yerguen encima de los
bienes comunes anteponiendo un concepto faccioso o sesgado que riñe con la
voluntad y destino del todo social. El riesgo y el costo de no hacerlo a tiempo y en la
oportunidad en que los signos de la amenaza y del peligro se manifiestan configuran
un acto de negligencia en la gestión de los asuntos relativos a la seguridad y a la paz
pública, elementos sin los cuales la prosperidad y el progreso se detienen o anulan.
Para que el país cuente con la estabilidad que se generó luego del proceso de 10
pacificación alcanzado a inicios de los 90s, y cuya consolidación se planeó y realizó
durante esa misma década, es necesario no olvidar las experiencias colectivas de
nuestra historia reciente. En particular si la subversión, lejos de haber desaparecido,
trata de recomponerse bajo nuevas modalidades de acción, pero siempre con la
misma disposición violentista, ajena a las bases constitucionales de una república
construida en las normas del respeto a los procesos y a la voluntad expresada
libremente en el sufragio.
El uso de las armas como modo de acción política, ubica a quienes sin derecho a
usarlas en una posición antagónica a los intereses vitales de la sociedad contra cuyo
Estado insurgen quienes se levantan en armas. La irrupción o uso colectivo con
medios violentos para alcanzar objetivos particulares, al margen de los canales
conforme a los cuales se prevé la consideración, evaluación o reconocimiento de las
pretensiones grupales, de modo similar, ubica a quienes recurren a esta modalidad en
una posición contraria a las normas que sustentan las bases de convivencia en la
sociedad. El enfrentamiento a las reglas de convivencia es un acto que antagoniza una
situación colectiva con formas intolerables para la existencia y sobrevivencia de la
colectividad.
Si en vez del respeto a esta convención fundamental uno o más sujetos, de modo
aislado o concertados en una asociación u organización, optan por competir con la
instancia en la que se deposita la condición de árbitro, cuestionando su autoridad, y
oponiéndose por la fuerza, quienes así proceden actúan como enemigos del
compromiso, y por ello mismo a quien corresponde con carácter exclusivo asegurar
que la base del orden social se mantiene, no debe proceder de otro modo sino con la
imposición abierta, firme y enérgica de la fuerza que con carácter exclusivo se le
confiere para que asegure que el orden se mantenga. Este tipo de acción política
expresa la facultad de imperio del Estado en la sociedad. El Estado, y ninguna otra
instancia, es la única y exclusiva agencia con poder, autoridad y capacidad política
para establecer el orden general en la sociedad.
En este sentido la fuerza estatal tiene carácter universal en la medida que se procede
a favor de la existencia, de la permanencia, del mantenimiento y de la sobrevivencia
del vínculo colectivo. La fuerza del Estado tiene la condición de necesaria cuando sin
ella el vínculo está en grave riesgo o amenaza. Por eso, y en este sentido particular,
esa fuerza no puede tener carácter neutral sino todo lo contrario: es la fuerza que se
parcializa a favor del todo, de modo que ninguna de las partes que lo integra lo
disuelva, o amenace con disolverlo.
No se recibe la fuerza para que ésta no se use cuando se necesita que se la use. Ni
se la recibe para dejar de usarla con la energía y convicción que la necesidad de
usarla exige. Menos aún si existen en efecto emergencias, amenazas, riesgos y
peligros que afectan las posibilidades de convivencia de la colectividad como un todo.
El sistema político difícilmente o nunca resulta de un acto de plena y absoluta
coincidencia de toda la comunidad en los mismos sentidos, aspectos, materias,
grados, magnitudes, intensidades ni significados. El disenso, la discrepancia y el
conflicto es esencial a toda sociedad plural. Asumir que el consenso es pleno o
absoluto es una ficción que no resiste contraste con la realidad política.
De estas premisas se deduce que el contenido, sentido y significado de las reglas bajo
el Estado de derecho es una consecuencia de los valores que quienes representan a 13
la sociedad tienen la delegación colectiva de afirmar. No existen reglas en estado
valorativamente aséptico o neutral. Las normas son reglas de conducta colectiva cuyo
significado es consecuencia del paradigma que la coyuntura política y cultural aplica.
El derecho se interpreta no en función de sí mismo, porque quien opera su aplicación
no está exento de intereses o de un marco valorativo desde cuyas premisas lo lee e
interpreta.
Estas razones sirven para dejar claro cómo es que el Estado es el titular de la
responsabilidad de afirmar el orden colectivo, y de hacerlo con carácter coactivo para
toda la sociedad. No existe otra instancia con el poder de imponer el orden en la
colectividad fuera del Estado. Pueden existir convicciones, criterios, valores e
intereses más allá del ámbito estatal, cierta e innegablemente, pero tales convicciones,
criterios e intereses no tienen la capacidad ni la titularidad coercitiva en una
comunidad regida por el Estado. Negarlo tiene como consecuencia la liberación de la
regla a una situación anómica, a una sociedad liberada a su propia anarquía, sin
capacidad para interdictar lo justo de lo injusto en la convivencia. Si el conflicto es
inherente a toda agrupación social, y con mayor razón a una sociedad regida por un
Estado, la ausencia de claridad sobre la capacidad interdictora y ordenadora del
Estado priva a la colectividad de una estructura que fije su propia identidad y el orden
en el que los intereses deben coordinarse.
El marco legal con el que la autoridad tiene la obligación de eliminar a ese enemigo
demanda una definición clara de las reglas con las que el Estado debe actuar para
restablecer la seguridad y el orden en el territorio, con conciencia plena que el proceso
no estará exento de riesgos, costos, contingencias y daños colaterales que estas
normas y que la autoridad prevén que se puedan producir. Es un hecho 14
incontrovertible que cuando se afirma la fuerza para reprimir actos graves contra la
seguridad interior en el país se produzcan lamentables daños en la vida y en la
propiedad de las personas, que si bien sería deseable que no ocurrieran, ello sólo
podría evitarse si la amenaza que crea la narcosubversión no existiera. El costo de la
defensa y de la seguridad que el Estado garantiza es tan inevitable como indeseable.
Se trata de una situación de conflicto y de violencia en la que repeler el ataque que
sufre la sociedad puede suponer usar medios extraordinarios y excepcionales como lo
son las armas. Y cuando el uso de las armas ocurre es natural que la vida y la
propiedad estén en una situación de alta vulnerabilidad.
Las normas para el uso y empleo de la fuerza, en consecuencia, deben tener tal
naturaleza que, por un lado, garanticen y protejan a quienes tengan la obligación de
usar las armas para que se sientan y estén efectivamente respaldados por el Estado
para actuar en plena y firme defensa del orden social y de la seguridad pública y, por
otro lado, no avalen el exceso ni el abuso de las armas cuando sea necesario que
ellas se usen.
Por esta misma razón es importante adelantar que si el derecho es un escenario más
en el que se desarrolla la batalla contra la inseguridad que causa la narocosubversión,
la comunidad política y jurídica debe también estar alerta sobre la pretensión del
enemigo de manipular las normas en su beneficio. Perder de vista este aspecto
supone dar ventajas, tanto dentro del país como en foros de nivel supranacional, a
quienes pretenden utilizar todo espacio posible para implantar e imponer sus
posiciones según reglas que no son compatibles con los fundamentos y bases de
convivencia política en el Perú. La violencia o la conquista del poder por la fuerza es
un medio vetado en la república, como lo es igualmente la colaboración, asociación,
financiamiento o complicidad con quienes asumen ese tipo de estrategias políticas
para obtener beneficios económicos en actividades ilegales como el tráfico ilícito de
estupefacientes o sustancias narcóticas.
Es este contexto el que exige que se comprenda que las reglas normales de una
sociedad civilizada están en cuestión y que debe procederse de manera excepcional,
de forma que las reglas normales no sirvan a quienes no las respetan para negar la
posibilidad de existencia en comunidad. El orden normativo es un escenario más en el
que se desarrolla la lucha contra quienes amenazan las bases de nuestra existencia
política. Es por esta razón que esas reglas no deben servir para beneficiar a quienes
han puesto en zozobra al país, para quienes generaron tanta muerte de valiosas vidas
humanas, y para quienes generaron tantas pérdidas materiales y tanto retraso en el
camino hacia el desarrollo nacional.
Junto con la protección de los actores de la recuperación de la paz pública y del orden
interno, el Estado debe señalar las reglas según las cuales se identificará las
hostilidades enemigas de la colectividad, y cómo se asumirá la acción defensiva. El
combate contra los enemigos del orden interno tiene un marco de juego que restringe
la represión de la violencia y la ilicitud según bases apropiadas para desaparecer la
amenaza pública.
No obstante el celo y cuidado que las fuerzas armadas y la policía nacional tengan en
la misión de recuperación de la paz pública y del orden interno en las zonas en estado
de emergencia, es previsible que más allá de la voluntad de focalizar y singularizar la
lucha en contra de los individuos que pertenecen a la organización narcoterrorista
existan heridos y bajas de personas inocentes. Ese es un costo innegable y previsible
en la lucha contra quienes son enemigos del pacto político. Por ello es que los
miembros de la policía y de las fuerzas armadas deben contar con la preparación
necesaria para eliminar a quienes dirigen, participan y apoyan las actividades
narcoterroristas, sin que en el proceso resulten afectados los pobladores que no sólo
no colaboran ni participan en el circuito de la narcosubversión, sino que incluso
pueden disentir del régimen del tráfico ilícito de drogas y de las organizaciones
subversivas.
Los planes y las acciones que el Estado desarrolla no permiten eliminar objetivamente
el riesgo de vidas humanas y de la integridad física de personas inocentes, sus bienes
o patrimonio. Las acciones de defensa u ofensivas contra los objetivos hostiles no
pueden siempre realizarse con exactitud puntual. En un contexto de conflicto en el que
se usa la fuerza el daño incidental es una contingencia esperable. En consecuencia, y
en anticipación que ello deba ocurrir, es un supuesto central que el personal militar y
policial que, para cumplir su misión y objetivos usa armas o medios con los cuales
afecte la integridad de las personas o los bienes, las use tomando las precauciones
para evitar tales daños incidentales, pero ello siempre que evitarlos (1) no le impida
cumplir la misión y alcanzar sus objetivos, o (2) que no ponga en riesgo su vida o su
integridad física. Un segundo supuesto que la acción se planee, calcule y realice de
modo que el daño incidental como resultado del impacto del uso de las armas se
minimice en lo posible, y en cuanto aquél se produjera se preste la atención a quienes
resultaran afectados.
Siendo tal la situación es importante no perder de vista, una vez más, que es por el
carácter excepcional de la situación que genera este sistema y alianza entre la
población y la narcosubversión que el costo de la pacificación no será escaso. Dicho
costo no consistirá sólo en la participación y recursos que debe desplegarse en la
lucha de la policía y de las fuerzas armadas, sino en el riesgo en que queda una
población a la que la plenitud de oportunidades para el desarrollo les resulta lejano. La
policía y las fuerzas armadas tienen una tarea específica qué desarrollar,
paralelamente a la labor que debe realizar el Estado para integrar y articular formal y
efectivamente la actividad productiva de la población a la vida económica del país, y
esa tarea es ocuparse del espacio bélico que asegure la recuperación de la paz
pública y del orden interno. La seguridad nacional, cuyas expresiones son la paz
pública y el orden interno, es un límite material en el reconocimiento de los derechos
fundamentales de las personas. En ese ámbito es en el que se desenvuelve el costo
social de la responsabilidad que cumple el Estado en nombre, por cuenta y en interés
de la integridad de la sociedad nacional.
Por ello, como la autoridad política hace efectivo su compromiso con la totalidad de la
sociedad a través de la voluntad de defenderse con decisión, si el país quiere paz y
orden interno es necesario tener claridad sobre las responsabilidades por el costo
pleno de la recuperación de la paz y orden colectivos amenazados o en eventual
peligro de perderse. Esa recuperación no es gratuita ni fácil, y el costo del daño
público ocasionado, salvo casos puntuales e individualizables en los que se sepa de 21
excesos atribuibles a quienes procedieran sin observar las elementales reglas de
protección a la población no involucrada en la narcosubversión, debe asumirlo,
naturalmente, no el Estado, sino quienes con actos de su propia conducta pusieron a
la Nación en peligro. Es a los autores del delito contra la paz y el orden interno que
afecta la vida de la Nación a quienes corresponde exigir tal responsabilidad, puesto
que es debido a la amenaza que ellos constituyen que debe suspenderse la aplicación
del régimen jurídico, en primer lugar, y asumirse actividades y conductas de fuerza
anteriores a la instauración del pacto de convivencia política.
Lejos de existir algún tipo de aprendizaje que permita asumir que los métodos usados
en los 80s ya no más forman parte de la fiereza y ferocidad con la que procede el
terrorismo, el derribamiento de un helicóptero en la localidad de Anapati, el 2 de 22
Octubre de 1999, marca un nuevo hito en la reaparición del terrorismo, repontenciado
en su alianza con el tráfico ilícito de drogas. Entre los hechos recientes que permiten
verificar la reaparición indudable de la narcosubversión debe mencionarse el suceso
del 9 de Octubre del 2008, en Tintaypunco, Huancavelica, y el 9 de Abril del año 2009,
en Sanabamba, Ayacucho, donde la narcosubversión dejó muestras palpables de la
demencia y vesania con que trata la vida humana. Estas dos ocurrencias son parte de
un proceso que no se agotó en la década de los 90s, y que recrudece de manera
flagrante en los últimos años.
Ante este panorama la sociedad queda virtualmente desprotegida. ¿No se trata de una
situación repulsivamente contradictoria que personas cuya integridad debe proteger la
sociedad a rajatabla, hayan sido alienadas por la narcosubversión y sus cuerpos
ocupados con la instalación de una mentalidad respecto de la cual no son capaces de
asumir actitud crítica alguna? ¿Qué tipo de sujeto es un niño terrorista armado? ¿Deja
de ser un contrincante o un elemento hostil del que la fuerza armada debe proteger a
la sociedad en su conjunto? ¿Está el Estado prohibido de eliminar a quien armado es
un peligro contra la vida de los miembros de la fuerza armada y de la policía, en
principio, y por extensión contra la vida de cualquier persona de la sociedad? ¿Qué
tipo de norma es esa que ignora el peligro efectivo que un menor armado puede
significar para la sociedad? ¿Por qué no puede calificarse como enemigo a quien porta
y usa armas, no obstante su minoría de edad, cuando su mentalidad ha sido capturada
y entrenada para ignorar la vida e integridad física de todo otro grupo que no sea el de
su grupo y el de sus aliados?
Parte del trabajo pendiente en esta dimensión es la sustitución de enfoques en los que
se asume que la acción de la policía y de los militares, para tener validez en el marco
de los derechos humanos, exige que, por ejemplo, todos estén identificados y
uniformados; el aviso previo a una intervención armada y que, en consecuencia, no
existan intervenciones basadas en el factor sorpresa del enemigo; la proporcionalidad
entre la amenaza o peligro y la acción en su contra; o las limitaciones respecto a la
participación de menores de edad, de mujeres o de ancianos, no obstante formar parte
de las bases o grupos de apoyo que portan armas.
Pero así como se debe mantener la regla de que quien es responsable de excesos
debe asumir la sanción respectiva, no cabe presumir que todo acto de intervención
militar o policial configura una condición de potencial injusticia a quien obliga al Estado
a disponer la intervención armada para pacificar el país. El mal se genera no porque el
Estado o el personal militar y policial constituya o considere gratuita o arbitrariamente
a los traficantes de drogas, o a los subversivos, en fuerzas hostiles o en enemigos
gratuitos, sino porque los hechos y las conductas que ellos organizan, desarrollan y
concretan son efectivamente hostiles contra el proyecto de existencia colectiva de la
sociedad. Existen modos de convivencia cuyo desconocimiento es necesario excluir
radicalmente. La racionalidad de la narcosubversión se opone a las posibilidades de
llevar una vida pacífica en el Perú, y por esta razón es que quienes optan por tal tipo
de opción no merecen una valoración positiva, ni merecen la tolerancia del Estado
respecto al camino violento con el que actúan contra toda la sociedad para imponer
por la sangre y por el miedo su ideología.
La acción represora del Estado se justifica cuando justamente existe un peligro
evidente y manifiesto. La acción de la narcosubversión, sin embargo, no opera de
modo abierto, y tampoco se vale de un mismo tipo de ataque contra la sociedad. La
modalidad reciente, por ejemplo, consiste en acciones sorpresivas y esporádicas
contra las fuerzas armadas o la policía nacional, mientras procura arraigar su ideología
y ganar adherentes lentamente entre la población, integrándose en el proceso con el
sistema de vida y producción de los habitantes de los territorios en los que opera.
La legislación que apoya el enfrentamiento de este mal nacional, aún limitado pero no
menos efectivo y potencialmente de grave impacto en la sociedad, debe constituir una
pieza eficaz para garantizar que la moral del personal militar y policial cuente con la
certeza de que sus planes e intervenciones no repercutirán negativamente en relación 26
con sus actos. Si quienes deben comandar las operaciones y patrullar la zona bajo la
influencia de la narcosubversión ven deteriorada la disciplina de sus subalternos,
debido a la amenaza que constituye la falta de apoyo convencido y decidido de todo el
Estado para protegerlos y también para respaldarlos y para protegerlos cuando se
pretenda procesarlos por las tareas que cumplen en servicio a la pacificación del país,
la consecuencia será que la narcosubversión avanzará inexorablemente recuperando
los onerosos niveles de terror que el Perú ya sufrió durante más de una década no
hace mucho.
El rol del Estado en este panorama consiste en definir las características del proyecto
colectivo excluyendo las prácticas grupales o colectivas que riñan con el núcleo duro
de la unidad estatal. La multiplicidad de opciones no es ilimitada en todo proyecto
colectivo, y la unidad estatal no es una entelequia sino una entre varias opciones de
reglas de inclusión de la pluralidad. Es la antinomia insalvable e inherente al
nacimiento y a la formación del Estado moderno. La inclusión absoluta es lógicamente
imposible y la exclusión total es colectivamente impracticable. El narcotráfico y la
subversión son dos de esas modalidades en las que el Estado afirma su poder de
exclusión.
Para que la soberanía del Estado sea una realidad reconocida, efectiva y existencial
debe tener éxito el proceso de subjetivación de la población según el modelo que el
Estado debe vigilar que prime y se imponga. La subjetivación se concreta en el
convencimiento compartido de convicciones colectivas y mayoritarias en la población
que acepta su pertenencia y dependencia legal de un Estado. El sujeto colectivo que
es la comunidad sobre la que manda un Estado es un sujeto regulado por la
experiencia de su disciplina y su adhesión intencional o tácita a un orden legal que el
Estado fija y dispone.
Sin esa disciplina política asentada en la experiencia de los sujetos que soportan el
orden fijado por el Estado la unidad se diluye. Ese es el riesgo de perder la brújula en
la lucha contra la narcosubversión. El Estado debe garantizar la seguridad y
gobernabilidad colectiva según un designio y un futuro ordenado y pacífico para todo
el país, pero el costo de esas seguridad y gobernabilidad no puede ser tan alto que
pierda la calidad soberana en los procesos de toma de decisión colectiva que
impactan en todo el territorio sobre el que impera el Estado. Sin el soporte de su
reconocimiento y legitimidad colectivo no sólo el Estado pierde su carácter soberano,
lo que en sí mismo quizá tiene más carácter simbólico que cratológico, sino que deja
de desempeñar efectivamente esa función elemental que es proveer de seguridad a
toda la colectividad de forma que sea posible la convivencia estable de todos los
ciudadanos que reconocen al mismo Estado como agente de unidad comunitaria.
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