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Ama.

Acoge con todo tu ser el amor de Dios, pues él te amó primero. Permanece
siempre anclado en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y gozo a tu
vida: su amor por ti no cambiará, ni él romperá su alianza de paz contigo. Los
dones de Dios y su llamada son irrevocables. Él ha grabado tu nombre en la
palma de su mano.

Que tu alma, día y noche, esté llena de la presencia del Señor que te ama, y
vivirás. Fortalecido por el gozo de esta inhabilitación divina y por la potencia de
este amor, nunca te tambalearás.

Si conservas fielmente, como María, este recuerdo en tu corazón, Dios, paso a


paso, te invadirá, te construirá, te unificará. La acogida permanente de su amor es
tu primer deber de consagrado.


Fortalecido de este amor gratuito, ama a Dios que te ha creado a su imagen y
semejanza, ámalo de todo corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con
todo tu ser, en una palabra, con tu persona y tu vida entera. En este amor absoluto
y sin división consiste tu vocación monástica.

Teniendo la certeza de que Cristo te ha amado entregándote su vida, tú no puedes


responder a este amor sino entregándole la tuya. Tanto te ha amado Dios
entregándote a su Hijo único, que tú has elegido responderle libremente
entregándole tu vida. Esta ofrenda de todo tu ser al Amor por amor, te lleva a
perderlo todo con tal de ganar a Cristo. Así llegarás a comprender que todo es
nada y que nada es todo. Ya que si todo es tuyo, tú eres de Cristo y Cristo es de
Dios.

Serás monje o monja en medio del mundo si tu mirada es solamente para Dios, si
solamente deseas a Dios, si tu dedicación es solamente para Dios, no queriendo
servir sino a Dios solo; en paz con Dios, llegarás a ser causa de paz para los
otros.
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Si tu vida es una acogida libre y gozosa de su Amor y una búsqueda laboriosa y
paciente de su Rostro, solo con el Solo, entonces serás como un verdadero hijo en
su presencia y, en tu corazón, el Espíritu de su Hijo Único clamará: Abba, ¡Padre!

Ahora que has conocido a Dios, o, mejor, que él te ha conocido a ti, si le amas,
guardarás su palabra, el Padre te amará, y Dios Trinidad vendrá a ti y vivirá
contigo.

Entonces, podrás decir que ya no eres tú quien vive, sino que es Cristo quien vive
en ti y serás un sagrario vivo donde Dios mora. Estás verdaderamente consagrado
a Dios, porque el templo es sagrado y ese templo eres tú.

Todo lo que tendrás que hacer en la vida es para llevarte a ese fin. Dios, que es
un Fuego devorador, quiere consumirte totalmente en su amor. Que estas
palabras que el Señor te dicta hoy permanezcan en tu corazón. Haz esto y vivirás.

Ama a tus hermanos y a tus hermanas.

Sigue el camino del amor según el ejemplo de Cristo. No puedes pretender, amar
a Dios, a quien no ves, si no amas al hermano o a la hermana que vive junto a ti.

Al ser la caridad la plenitud de la Ley, la exigencia del amor fraterno es el resumen


de toda tu vida monástica, como la caridad es el resumen de la Ley y los profetas.
En cada instante pregúntate sobre el amor porque, "Al atardecer de la vida te
examinarán en el amor".

Porque en el cielo nos amaremos plena y eternamente, y porque quieres anticipar


el Reino; porque Dios es amor tal como Jesús nos lo ha demostrado y porque el
buscas imitar a Cristo; porque el primer mandamiento es amar y porque obedeces
a Dios haciendo siempre su voluntad; ama sin cesar, sin fisuras y sin murmurar.
Que el Señor te haga crecer y abundar en el amor con todos.

De una vez por todas se te ha dado este breve precepto:

Ama y haz lo que quieras.


Si te callas, cállate por amor.
Si hablas, habla por amor.
Si corriges, corrige por amor.
Si perdonas, perdona por amor.
Mantén en el fondo de tu corazón la raíz del amor.
De esta raíz no puede nacer más que el bien.

Reconoce y acepta que tu espontaneidad es mala. Ten lucidez para darte cuenta
que tu ser profundo es egocéntrico, egoísta, envidioso, agresivo y posesivo;
descubre que el diablo está ahí, acusando a tus hermanos, buscando siempre a
quien devorar y sembrando cizaña por la noche.

Para abrirte al amor deberás arrancarte, constantemente, del desamor. Sin este
paso previo de humildad y de conversión, nunca sabrás amar.

Amarás tanto mejor a tus hermanos y hermanas cuanto más sepas amarte a ti
mismo.

Si estás unificado, serás unificador; si estás en paz contigo mismo, serás


pacificador. Ámate sencilla y audazmente como Dios mismo te ama y, con este
mismo amor, ama a tu prójimo como a ti mismo. Éste es el segundo paso para
amar al prójimo.

Ámate hasta el olvido de ti mismo.

Hay un amor que recibe, un amor que comparte, un amor que da y un amor que
se entrega a sí mismo; finalmente, hay un amor que se inmola. Monje o monja,
Dios espera de ti este último amor. Si un día puedes llegar a decir que ya no te
buscas más a ti mismo, vivirás la vida más feliz que pueda conocerse y el amor de
Dios se hará visible a través de ti. Éste es el tercer paso en el amor a los otros.

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Pídele a Dios, todos los días, que derrame en tu corazón el amor por tus
hermanos y que ponga en sus corazones el amor por ti. Dios no puede negarle
nada a una comunidad que así ora, porque ésa es su voluntad que nos amemos
los unos a los otros como él nos ha amado.

Allí donde no hay amor, pon amor y recogerás amor. La susceptibilidad es el peor
enemigo de la caridad, la humildad su mejor compañera. En los conflictos, sé
suficientemente inteligente y santo para ceder el primero y no pierdas nunca la
unión profunda con tus hermanos por discusiones sobre pequeñeces. Puedes
enojarte, pero tienes el deber de no dejar que la puesta del sol te sorprenda en tu
enojo. Imponte cada día el compromiso firme de orar por tus hermanos. Ora para
amar y ama orando y la gracia de su amor podrá crecer en ti.

Recibe la llamada al amor fraterno como la apertura a un gran misterio, pues por
el amor penetrarás en el mismo ser de Dios. Donde hay amor, allí está Dios. Así
pues, con tus hermanos, haces visible a Dios, traduces su presencia y eres signo
de su obrar. Que tu comunidad, a través de este amor, llegue a ser teofanía de su
Amor.
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Para traducir concretamente y en verdad este amor, vive el compartir. Comparte el
tiempo, la mesa, el techo, el salario y los bienes. No guardes nada sólo para ti y,
como Cristo, un día serás rico con todo lo que hayas dado. Que tú puedas decirle
a cada uno de tus hermanos y hermanas de la comunidad: todo lo mío es tuyo.

Tu seguimiento de Cristo no es una aventura solitaria sino comunitaria. Este


compromiso comunitario te invita a la mutua escucha, al estímulo recíproco y a la
conversión fraterna, siendo solidaria con los demás en la entrega mutua.

Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. Con toda
humildad, dulzura y paciencia, soportaos unos a otros con amor.

Al entrar en la Fraternidad te comprometes a compartir desde el más pequeño


detalle hasta el compromiso más fundamental y a formar con tus hermanos el
Cuerpo vivo del Hijo Único. De esta manera, aunque somos muchos, formamos un
solo cuerpo en Cristo; siendo, cada uno por su parte, miembros los unos de los
otros. Si quieres y vives esto, el gozo del compartir hará desaparecer totalmente
de ti el recuerdo de todos los sacrificios.


Con tus hermanos y hermanas, dotados de dones diferentes según la gracia que
les ha sido dada, anhela construir la unidad respetando la diversidad. Pero no
olvides nunca que la unidad es laboriosa y fácil la pendiente hacia la división. Es a
partir de una unidad profunda como llegarás a descubrir la unidad en la verdadera
diversidad.

Para que la unidad no sea una amalgama sin forma o una conformidad
disciplinaria y para que la diversidad no sea un individualismo egoísta o una
imaginación irreal, pídele al Dios Trinidad que te revele el secreto de su unidad en
la pluralidad.

Que la unidad de tu fraternidad sea expresión de un amor compartido.

Que la afirmación de la personalidad de cada uno de tus hermanos exprese que


se asume desde la libertad. Si rezas, estudias o trabajas, alégrate de que el otro
trabaje, estudie o rece por ti. Todo esto lo realiza el mismo y único Espíritu,
distribuyendo sus dones a cada uno en particular, como él quiere.
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Para llegar a amar, sé transparente.

Déjate conocer y trata de conocer. El conocimiento predispone necesariamente al


amor. Mediante la apertura de tu corazón de tus actos y de tus pensamientos,
aprenderás a coincidir mejor con tus hermanos y a desbaratar las trampas del
Maligno. No te dejes engañar por Satanás. No ignores sus ardides. El que obra
conforme a la verdad, se acerca a la luz.

Sé suficientemente humilde para dejarte mirar en tu realidad y suficientemente


misericordioso para ver sin condenar. Como paga de este doble esfuerzo llegarás
a descubrir la dulzura y delicia de vivir los hermanos unidos.

Excluye para siempre de tu boca y de tu corazón la maledicencia, la murmuración


y la envidia. Huye de las pequeñas controversias entre hermanos; nada divide
tanto como las continuas discusiones por todo y por nada. Aprende a cortarlas a
tiempo. No te permitas escuchar insinuaciones sobre tal o cual hermano. Sé
fermento de unidad. Al que en secreto difama a su prójimo, lo haré callar... No
habitará en mi casa quien diga mentiras.

Nunca hables ni escuches nada de un hermano ausente si no se lo has dicho


antes a él, o no estás dispuesto a decírselo con toda claridad.

Pide a Dios que tu Fraternidad irradie la presencia del Verbo, como un faro de luz,
y que sea un icono viviente de la Trinidad.

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