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Historia económica de Colombia
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Historia económica de Colombia

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Este libro reúne ocho ensayos del autor sobre historia económica colombiana, publicados a lo lardo de casi veinte años de trabajo. El primero de los temas que analizan es el café, objeto de un estudio especial, además de otros sobre la transición hacia una economía más diversificada y sobre el papel central que desempeñaron los ciclos cafeteros en el comportamiento macroeconómico de Colombia durante el siglo XX. Un segundo tópico es la industria y su relación con las políticas de comercio exterior, que se aborda desde el análisis de la decadencia del artesano textil, el desarrollo y la evolución de la manufactura moderna y la historia de la protección. Una constante del trabajo del autor ha sido la de indagar para entender la historia con miras a las discusiones del presente.
LanguageEspañol
Release dateJul 19, 2017
ISBN9786071651105
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    Historia económica de Colombia - José Antonio Ocampo Gaviria

    SECCIÓN DE OBRAS DE ECONOMÍA


    HISTORIA ECONÓMICA DE COLOMBIA

    EDICIÓN REVISADA Y ACTUALIZADA

    Historia económica

    de Colombia

    Edición revisada

    y actualizada

    JOSÉ ANTONIO OCAMPO GAVIRIA

    COMPILADOR

    GERMÁN COLMENARES

    JAIME JARAMILLO URIBE

    HERMES TOVAR PINZÓN

    JORGE ORLANDO MELO GONZÁLEZ

    JESÚS ANTONIO BEJARANO ÁVILA

    JOSÉ ANTONIO OCAMPO GAVIRIA

    JOAQUÍN BERNAL RAMÍREZ

    MAURICIO AVELLA GÓMEZ

    MARÍA ERRÁZURIZ COX

    CARMEN ASTRID ROMERO BAQUERO

    Primera edición (Siglo Veintiuno Editores), 1987

    Segunda edición (Tercer Mundo Editores), 1994

    Tercera edición (Editorial Planeta Colombia), 2007

    Cuarta edición (FCE Colombia-Fedesarrollo), 2015

    Primera edición electrónica, 2017

    © José Antonio Ocampo Gaviria, 2015

    © Fundación para la Educación Superior y el Desarrollo, Fedesarrollo, 2015

    © Ediciones Fondo de Cultura Económica SAS.

    Calle 11 Nº 5-60, Bogotá, Colombia

    www.fce.com.co

    D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Diseño y diagramación: Vicky Mora

    Diseño de portada: Ignacio Martínez-Villalba

    Fotografías de la cubierta: Moneda macuquina de plata de ocho reales de 1687.

    Colección Numismática del Banco de la República

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5110-5 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE GENERAL

    Prólogo

    CAPÍTULO I.

    La formación de la economía colonial (1500-1740).

    Germán Colmenares

    Historia económica y órdenes de magnitud

    El espacio y los hombres

    La demografía indígena

    Las estructuras económicas de la Conquista

    La función de los núcleos urbanos

    Conflictos y reformas

    La economía minera

    Los ciclos del oro en la Nueva Granada

    La esclavitud

    El problema de las haciendas. Modelo empírico sobre su racionalidad

    El comercio

    CAPÍTULO II.

    La economía del virreinato (1740-1810).

    Jaime Jaramillo Uribe

    La minería

    La agricultura

    El comercio

    La economía pública

    CAPÍTULO III.

    La lenta ruptura con el pasado colonial (1810-1850).

    Hermes Tovar Pinzón

    La población

    La agricultura

    La minería

    Los problemas del comercio

    Las finanzas públicas

    CAPÍTULO IV.

    Las vicisitudes del modelo liberal (1850-1899).

    Jorge Orlando Melo González

    La población y el medio geográfico

    La expansión de la frontera agrícola y la transformación de la agricultura

    El comercio exterior

    La función del Estado

    Los sectores productivos

    CAPÍTULO V.

    El despegue cafetero (1900-1928).

    Jesús Antonio Bejarano Ávila

    La economía entre 1900 y 1920

    La prosperidad a debe

    CAPÍTULO VI.

    La crisis mundial y el cambio estructural (1929-1945).

    José Antonio Ocampo Gaviria

    Los reflejos directos de la crisis

    El surgimiento del intervencionismo moderno

    Los movimientos populares y la reforma social

    El desarrollo económico durante la República Liberal

    CAPÍTULO VII.

    Industrialización e intervencionismo estatal (1945-1980).

    José Antonio Ocampo Gaviria, Joaquín Bernal Ramírez, Mauricio Avella Gómez y María Errázuriz Cox

    Crecimiento y cambio estructural

    Comercio exterior, desarrollo financiero e industrialización

    La transformación del agro

    La transformación del Estado

    La organización de los grupos sociales y la distribución del ingreso

    CAPÍTULO VIII.

    La búsqueda, larga e inconclusa, de un nuevo modelo (1981-2014).

    José Antonio Ocampo Gaviria y Carmen Astrid Romero Baquero

    Dos concepciones diferentes de la reforma del Estado

    Las transformaciones estructurales

    La apertura externa

    Apertura financiera y cambiaria y ciclo económico

    La transformación del Estado

    Los resultados sociales de las transformaciones económicas

    Bibliografía básica de historia económica de Colombia

    Autores

    Índice de cuadros y gráficos

    PRÓLOGO

    ESTA OBRA fue publicada por primera vez hace casi tres décadas y fue distinguida en 1988 con el Premio Nacional de Ciencias Alejandro Ángel Escobar. Desde su publicación ha tenido unas dos decenas de impresiones, primero con la Editorial Siglo XXI de Colombia y posteriormente con Tercer Mundo Editores y la Editorial Planeta, en todos los casos en coedición con Fedesarrollo. Fue incluida también en 1997 en la Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República. Como lo refleja esta ya larga historia editorial, la obra tuvo desde su publicación una amplia acogida y se transformó desde entonces en el texto más utilizado de historia económica del país. Sin embargo, desde hace ya varios años, está agotado en las librerías del país.

    La obra reúne en un solo volumen los avances de lo que hace dos décadas se denominó la Nueva historia de Colombia, que revolucionó, desde mediados de los años sesenta del siglo XX, el conocimiento sobre nuestro pasado económico y social. Ofrece, así, al estudiante universitario de cualquier carrera y al estudioso en general una visión general del desarrollo histórico de la economía nacional.

    El libro está estructurado de tal forma que, al tiempo que hace un análisis rigoroso del período colonial y del primer siglo de la República, estudia extensamente el siglo XX y la primera década y media del siglo XXI. Esta edición reproduce los siete primeros capítulos de las anteriores, incluyendo la versión recortada del capítulo VII que fue incluida en la segunda edición revisada, y actualiza hasta 2014 el capítulo VIII, que cubre la historia económica del país a partir de 1980. Cada uno de los ocho capítulos ha sido escrito en forma independiente y puede ser leído, por lo tanto, como una unidad en sí mismo. Incluye además una bibliografía actualizada.

    La realización de esta obra fue mi iniciativa, cuando laboraba como director ejecutivo de Fedesarrollo, y contó con la entusiasta acogida del Banco de la República. Agradezco a los dos gerentes generales y los dos subgerentes culturales que la apoyaron, Hugo Palacios y Francisco Ortega, y Juan Manuel Ospina y Darío Jaramillo, respectivamente. Agradezco también el interés en la publicación que han manifestado a lo largo de los años Santiago Pombo, como director de Siglo XXI de Colombia y posteriormente de Tercer Mundo Editores, Juan Gustavo Cobo, director de la Biblioteca Familiar mencionada, Gabriel Iriarte, director editorial de Planeta Colombia, y Juan Camilo Sierra, gerente de Fondo de Cultura Económica de Colombia, así como a Leonardo Villar, actual director ejecutivo de Fedesarrollo.

    Dos de los autores ya no nos acompañan: Germán Colmenares, quien falleció pocos años después de su publicación, y Jesús Antonio Bejarano, quien se convirtió con posterioridad en una de las absurdas víctimas de la violencia colombiana. A ambos los recordaremos como grandes historiadores económicos y sociales de nuestro país.

    JOSÉ ANTONIO OCAMPO GAVIRIA

    CAPÍTULO I

    LA FORMACIÓN DE LA ECONOMÍA COLONIAL

    (1500-1740)

    Germán Colmenares

    HISTORIA ECONÓMICA Y ÓRDENES DE MAGNITUD

    Una de las dificultades más comunes con las que tropieza la comprensión de la historia económica reside en la falta de familiaridad con los órdenes arcaicos de magnitud, propios de economías precapitalistas. Esta dificultad induce muy frecuentemente al anacronismo, es decir, a sustituir con nuestras propias nociones sobre el tamaño o el valor de las cosas, las nociones mucho más imprecisas de épocas pretéritas. Hay una resistencia natural a aceptar, digamos, la medición de distancias en días o aun en meses, y se prefiere expresarlas en nuestras convenciones decimales. Con ello estamos eliminando muchos elementos que harían posible una verdadera comprensión histórica. Por ejemplo, la dimensión psicológica de la inseguridad que podía experimentar un hombre de los siglos pasados ante la perspectiva de emprender un viaje.

    Aquí enfrentamos un problema que no consiste solo en la confusión introducida por sistemas anárquicos de mensura. Un problema más radical se desprende del hecho de que los órdenes arcaicos de magnitud expresaban, ante todo, relaciones. No es muy intrincado determinar el contenido en gramos de oro de un castellano o su equivalente en pesos de plata o patacones. Pero resultaría absurdo convertir tales denominaciones acomodándolas a los precios contemporáneos de la onza de oro. Desde el punto de vista de la comprensión histórica, el único expediente consiste en familiarizarse con los precios corrientes de las cosas que se vendían. Tener en cuenta, por ejemplo, que en el siglo XVII un esclavo negro entre los 16 y los 25 años podía costar entre 250 y 300 patacones en Cartagena y de 500 a 600 en una región minera; que a comienzos del siglo XVIII una res se vendía por 4 patacones y a finales del siglo por 14, o que una extensión considerable de tierras (digamos mil hectáreas en el Valle del Cauca) costaba apenas 3.000 patacones, en tanto que el rico atuendo de una mujer noble de Popayán podía llegar a valer 500 patacones, los cuales representaban el salario de unos 35 peones de concierto en un año o la totalidad de los salarios que podía devengar un peón en el curso de su vida entera.

    Descritas así, las equivalencias parecen incongruentes o absurdas. Obviamente, ellas no forman parte de nuestro propio sistema de relaciones. Expresan una sociedad en la que las relaciones de trabajo, los consumos o el valor de la tierra no se ajustan a las proporciones que nos son familiares. Pero tales magnitudes y equivalencias tan disímiles a las nuestras son apenas el indicio de una discordancia más fundamental. No solo son intraducibles y tienen, por tanto, que abordarse y comprenderse por sí mismas, sino que remiten a realidades articuladas de manera diferente.

    Estas comprobaciones preliminares proponen un problema que debe considerarse: el de si nuestros esquemas interpretativos de la realidad económica —tal como los formula una teoría económica— podrían utilizarse o no en el estudio de la historia de una época precapitalista. La cuestión no se refiere tan solo a la dificultad de emplear materiales cuantitativos procedentes de una época que ignoraba las técnicas estadísticas o en la que las mismas nociones de mensura poseían una imprecisión absoluta. Se trata también de un problema que toca el fundamento mismo de la reflexión sobre la economía. En nuestros días dicha reflexión está basada en un concepto central, el del mercado, y en el supuesto de que absolutamente todos los bienes y servicios se realizan a través del mercado. La noción del mercado hace posible la homogeneización y la mensura de fenómenos sociales que de otra manera desorientarían cualquier tipo de análisis debido a su complejidad. En este sentido, el mercado es un mecanismo de abstracción que despoja relaciones sociales complejas de todo aquello que no resulta pertinente para el análisis económico.

    Ahora bien, durante el período colonial, factores económicos esenciales se hallaban excluidos del mercado. La circulación misma del dinero era muy escasa. El numerario que se acuñaba en las Casas de Moneda de Santa Fe y Popayán consistía en monedas de plata. Estas acuñaciones eran insuficientes para rescatar la producción de oro (es decir, para comprarla). Tanto monedas de plata como oro físico eran drenados por el comercio con la metrópoli, en mayor volumen aún por el contrabando y en parte por las cargas fiscales cuyo producto debía remitirse periódicamente a España. Las elevadas denominaciones de la plata acuñada y el alto valor del oro hacían de estos metales un vehículo inadecuado para las transacciones más corrientes. Aunque a veces se traía a la colonia moneda de cobre, esta resultaba insuficiente para los intercambios menudos. Por tal razón, las transacciones que se valían de moneda quedaban confinadas a los centros urbanos, pero aun allí el comercio debía valerse de créditos con plazos muy largos.

    La situación permanente de iliquidez se traducía en la ausencia de lo que hoy llamaríamos mercado de capitales. Aunque los comerciantes empleaban capitales ajenos, solo lo hacían en el momento en que las flotas del monopolio metropolitano llegaban a Cartagena. Entonces constituían sociedades en comandita destinadas a encubrir préstamos usurarios (del 15% al 25% para una transacción que debía durar seis meses). Los terratenientes, por su parte, gozaban de una forma de crédito institucional en el que la tasa de interés estaba fijada en 5% anual. Los créditos se otorgaban mediante el sistema de censos y el prestamista debía garantizar su pago mediante un gravamen sobre sus bienes inmuebles. Esos préstamos, que solo se amortizaban en el curso de varias generaciones (o a veces nunca, lo cual traía como consecuencia que las propiedades inmuebles fueran pasando poco a poco a manos de institutos religiosos), dan una idea de la inmovilidad de los capitales.

    La fuerza de trabajo tampoco constituía un factor ofrecido libremente en el mercado. Las empresas más considerables (minas, haciendas de trapiche) ocupaban mano de obra esclava. Otros tipos de unidad productiva agrícola apelaban a diferentes formas de coerción para obtener fuerza de trabajo. En cuanto a las manufacturas, estas podían organizarse íntegramente con formas coercitivas de trabajo, como en los obrajes, o imitar el patrón de las corporaciones medievales.

    Finalmente, la tierra, el factor de mayor peso, junto con el trabajo, en un sistema agrario precapitalista, tampoco se ofrecía en un mercado abierto. Naturalmente había algunas ventas de tierras, pero la rareza de estas transacciones no justifica hablar de un mercado de tierras.

    Varios fenómenos se conjugaban para producir la inmovilidad de las propiedades agrarias. Uno era la importancia de las propiedades eclesiásticas, tanto en extensión como en riqueza, pues eran bienes de manos muertas, es decir, bienes excluidos del comercio. Otro era la estructura social misma, en la que los agentes económicos, antes que los individuos, eran las familias. Ello implicaba que la transmisión de propiedad territorial fuera mucho más frecuente como sucesión hereditaria que como enajenación directa a un individuo ajeno al círculo familiar. La cohesión familiar y social de una casta de terratenientes reforzaba privilegios políticos que a su vez daban acceso a recursos como el crédito o la mano de obra.

    El sistema colonial español se ha visto casi siempre como un sistema con una intervención estatal desmesurada que debía coartar cualquier iniciativa individual. Esta interpretación de carácter liberal hace énfasis en la existencia de controles odiosos y mezquinos y de una burocracia frondosa e ineficiente. La verdad es que el aparato burocrático español no era tan grande como para producir los resultados que se le atribuyen. La imagen de inmovilidad y de pesantez paquidérmica no se originaba en el exceso de controles y cargas fiscales, sino en la inmovilidad de los factores económicos, la cual hemos tratado de describir. Naturalmente, a dicha inmovilidad contribuían las instituciones que regulaban el crédito (censos, capellanías), el acceso a la fuerza de trabajo (encomienda, mita, concierto), a la tierra o a otros recursos (mercedes de tierras, resguardos, ejidos, derechos de estaca) tanto como las estructuras familiares y sociales. Esta es la razón por la cual la economía colonial no puede examinarse independientemente de los factores institucionales y sociales, como si se tratara de un libre juego de fuerzas en el que solo el mercado pudiera servir como mecanismo regulador.

    Este sistema de relaciones en el que motivos religiosos, instituciones políticas de dominación o estructuras familiares recubrían actos económicos o se mezclaban con ellos de manera indisoluble, señala las limitaciones de aquellos modelos explicativos que se construyen a partir de factores económicos aislados en toda su pureza. Cuando se trata de conocer los mecanismos de una economía precapitalista, hay necesidad de familiarizarse con el clima de las relaciones sociales en las cuales se desenvolvía. Además, la escala y las formas restringidas de circulación de los bienes estaban enmarcadas por instituciones rígidas cuya naturaleza, muchas veces insuficientemente comprendida, se presta para introducir conceptos inadecuados, como los de mercado de tierras o mercado de trabajo, o algunos otros prestados del marxismo, como los de renta de la tierra o acumulación de capital.

    EL ESPACIO Y LOS HOMBRES

    El orden de magnitudes esencial para la comprensión de una economía precapitalista o de antiguo régimen es el de la simple ecuación entre el número de hombres y el espacio roturado para la agricultura. El anacronismo más frecuente en el que incurren aquellos que comienzan a interesarse por la cuestión agraria consiste en omitir los datos factuales elementales con respecto a ambas magnitudes. Sobre todo cuando los rasgos más chocantes de desigualdad en la distribución de la tierra se atribuyen a una herencia colonial, la presunción parece ser la de que se está hablando del mismo espacio y casi del mismo número de hombres, cuando en realidad han mediado dos o tres siglos de alteraciones esenciales en los órdenes de magnitud, considerados tanto en sí mismos como en su relación mutua.

    La consideración abstracta de los problemas agrarios tiende a olvidar que el espacio efectivamente explotado en el transcurso de la vida colonial era muy pequeño. Por lo general se trataba de las tierras más inmediatas a los núcleos urbanos. Estos, por su parte, no solían ser otra cosa que unas cuantas manzanas congregadas en torno de una plaza mayor. Los términos (es decir, la jurisdicción política y administrativa) de una ciudad importante, de unos 5.000 a 15.000 habitantes, le servían a esta para asegurar el monopolio de los recursos contenidos dentro de los límites político-administrativos, pero al mismo tiempo señalaban su aislamiento de otros núcleos urbanos. La deficiencia de los caminos y sistemas de transporte multiplicaba el efecto distanciador de la escasez de población y de los espacios yermos.

    Cuando se examinan con cuidado las escasas transacciones sobre tierras que se protocolizaron ante los escribanos de las ciudades durante los tres siglos de dominación española, advertimos que las posesiones más distantes confinaban con tierras baldías, en ocasiones enormes extensiones que separaban las esferas de influencia de dos núcleos urbanos contiguos. Inicialmente, cuando se hicieron las primeras mercedes de tierras o se fijaron los límites de los términos de un poblamiento, los linderos y límites se expresaban en forma muy vaga. Ello obedecía al hecho de que el privilegio se otorgaba de oídas, sin tener una idea aproximada de sus magnitudes. Naturalmente, lo anterior se prestaba para que surgieran conflictos, tanto entre individuos a propósito de linderos, como entre ciudades por los límites de su jurisdicción. Todavía en el siglo XVIII podía ocurrir que un terrateniente ni siquiera hubiera recorrido su predio en toda su extensión. Por tal razón, contrabandistas de tabaco podían mantener rozas y encontrar un refugio permanente en las tierras de Quintero y de la Bolsa, propiedad de la familia Arboleda de Popayán, sin que los propietarios llegaran a advertir su presencia.

    La ecuación entre el número de hombres y las tierras roturadas ayuda a comprender fenómenos económicos importantes. Entre otros, el de la desarticulación del espacio económico o el de las estructuras de tenencia de la tierra. Además, si nos atenemos a las magnitudes del espacio efectivamente explotado durante la dominación española o, todavía más, a las del espacio susceptible de apropiación privada por estar incluido dentro de los términos de un núcleo urbano, podemos darnos cuenta fácilmente de que, a comienzos del siglo XIX, apenas se había iniciado un verdadero proceso colonizador del territorio colombiano.

    Este hecho tiene importancia capital para comprender la evolución futura del país. Durante la época colonial los núcleos urbanos tendían al autoabastecimiento. Los mercados más distantes pero más lucrativos eran los centros mineros adonde podía llevarse ganado o aguardiente. Una empresa tan aventurada como la de llevar ganado desde la provincia de Popayán hasta la de Quito era algo excepcional. Cartagena, que se proveyó por algún tiempo de harinas del interior del país, pronto cambió su fuente de abastecimientos, pues las harinas de las colonias inglesas le resultaban más baratas y le llegaban en mejor estado. Por eso la ampliación de la frontera agraria en el curso del siglo XIX y la incorporación de tierras aptas para cultivos comerciales marcan un agudo contraste con la actividad económica colonial, hasta el punto de que la hacienda más tradicional se identifica casi con la unidad productiva dedicada a cultivos de pan coger, con un radio de mercado muy corto. A diferencia de los enclaves y colonias de las otras potencias europeas en el Brasil y las Antillas, algunas colonias españolas solo tardíamente desarrollaron una economía de plantación. En el caso de la Nueva Granada, la frontera agraria constituida por tierras bajas y de vertiente permaneció intacta. Si se accedió a ellas en época tempranera, la razón debe buscarse en la presencia de yacimientos mineros.

    Los movimientos colonizadores del siglo XIX significaron un desplazamiento violento de los antiguos ejes económicos coloniales. Tal fenómeno acompañaba la integración de un mercado por fuera de la influencia y el control inmediatos de los viejos centros urbanos. Estos tenían que competir a veces con la influencia de algún centro internacional que estimulaba la comercialización de la agricultura. La tensión que se creó ha tenido consecuencias duraderas en el tipo de formación nacional, en las estructuras sociales y en los desarrollos políticos de Colombia.

    LA DEMOGRAFÍA INDÍGENA

    En el proceso de ocupación del país, los conquistadores españoles buscaron ante todo procurarse excedentes económicos que les permitieran un asentamiento estable. Así se explica por qué los núcleos coloniales urbanos más importantes, no solo en la Nueva Granada, sino en las demás colonias, se emplazaron en los antiguos asientos de las grandes culturas americanas. Un número considerable de indígenas y la complejidad de su organización sociopolítica garantizaban que los excedentes que generaba su economía pudieran canalizarse en provecho de los conquistadores. Puede afirmarse, en términos generales, que el espacio colonial no excedió sino en raras ocasiones el espacio ya roturado por dichas civilizaciones. Es más probable que la mayoría de las veces se haya estrechado. Por lo menos esta es la conclusión que se impone cuando se reflexiona sobre las cifras demográficas anteriores a la Conquista.

    El problema de la demografía indígena americana fue durante mucho tiempo el centro de apasionados debates ideológicos. A partir de la difusión de los escritos del padre Las Casas, el debate constituía una oportunidad para enjuiciar moralmente la conquista y la colonización españolas. En el clima de las luchas religiosas del siglo XVII y de la competencia entre potencias europeas por la supremacía marítima y comercial en el siglo XVIII, la leyenda negra era un arma política contra el primer imperio trasatlántico de la época moderna. A fines del siglo XIX repuntó en muchos países hispanoamericanos un hispanismo que defendía no menos obstinadamente el carácter cristiano y civilizador de la Conquista. Hoy, el debate se ha despojado del tono moral ejemplarizante. La empresa española no podría juzgarse ya simplemente como la imposición victoriosa de valores ético-religiosos superiores. El problema queda reducido entonces a la observación desapasionada de cómo pudo producirse una catástrofe demográfica sin precedentes en la historia humana.

    El punto de partida documental para la reconstrucción de la población original americana y para el estudio de su posterior derrumbe lo constituyen los recuentos contenidos en las llamadas tasas de tributos. Se trata de un documento con fines fiscales que se originaba en las visitas de la tierra. En la Nueva Granada, a partir de 1550, un funcionario, generalmente un oidor de la Audiencia, visitaba periódicamente las comunidades indígenas, sometidas entonces al régimen de la encomienda, para establecer el tributo que los indios debían pagar a su encomendero y calcular la parte proporcional que correspondía a la Corona, o sea, el llamado quinto real. Los registros de tales visitas no solo proporcionan un material numérico importante sobre las tendencias demográficas de cada comunidad indígena, sino también una información muy rica, contenida en interrogatorios que debían responder los indios, sus curas y sus encomenderos, sobre las más diversas materias de la vida económica y social de las comunidades: el régimen de sus cultivos, detalles sobre su organización social y el impacto de la conquista y de las nuevas instituciones sobre esta organización, el tipo de relaciones que sostenían con los curas doctrineros y con los encomenderos, el proceso de su conversión, etcétera.

    Los recuentos de las visitas solo incluyen por lo general a los llamados tributarios, es decir, los varones adultos entre los 17 y los 55 años. Las cifras de sucesivos recuentos de tributarios dan una imagen aproximada del proceso fatal de extinción experimentado por la población indígena. Entre una visita y otra, separadas por diez años más o menos, pueden comprobarse índices de disminución anual que fluctúan entre el 2% y el 5%. En términos generales, la proporción más baja corresponde a las regiones altas, y la más alta, a los valles cálidos.

    Los cálculos sobre tributarios reflejan apenas lo que ocurría con los varones adultos sometidos a una carga fiscal. Solo ocasionalmente se hacía un recuento de la población entera. Al comparar un tipo de recuento con otro podemos aproximarnos a diversos problemas demográficos, como el del tamaño relativo de la familia indígena o la manera como la despoblación afectaba a capas diferentes de la población, distribuida por sexos o por edades.

    Hay que tener en cuenta también que los recuentos de indígenas, con propósitos fiscales, solo pudieron verificarse con la organización política y administrativa de la Colonia, es decir, una o dos generaciones después de iniciada la Conquista, cuando debe suponerse que la extinción de la población indígena estaba ya muy avanzada. Es muy probable que el impacto inicial haya sido mucho más catastrófico que el señalado por los índices de disminución de un período posterior.

    Cuando contamos con varias visitas, la frecuencia de los recuentos autoriza extrapolar las cifras para hacerse a una idea de cuál sería la población original. Al adicionar las cifras que se conocen de visitas practicadas en las mesetas andinas de Santa Fe-Tunja, Pasto-Popayán, algunas regiones de los valles interandinos y la costa Atlántica, puede avanzarse muy conservadoramente, al momento del arribo de los españoles, una cifra de cerca de tres millones de indígenas para el territorio de lo que hoy es Colombia. La cifra se basa en el supuesto de que los recuentos que poseemos corresponden en efecto a las regiones más pobladas. Algunos investigadores asociados verbalmente con las causas indígenas prefieren suponer que las regiones más pobladas eran aquellas de las que no poseemos información alguna. Pero cualquiera que sea la cifra inicial más verosímil, de lo que no cabe duda es del tremendo impacto causado por la Conquista y por la dominación española. A finales del siglo XVI, regiones que a mediados del siglo, cuando se hicieron los primeros recuentos, contaban con medio millón de habitantes, como en el caso del área chibcha, ahora mostraban solamente la tercera parte de esa cifra.

    El ciclo de la pauperización demográfica alcanzó el nivel mínimo a mediados del siglo XVII, cuando en muchas partes apenas sobrevivía el 10% de la población indígena original. El cuadro se torna complejo si se toma región por región. En algunas partes el impacto de la Conquista fue más temprano y mortífero que en otras. En la provincia de Cartagena, cuyo territorio abarcaba el de los actuales departamentos del Atlántico, Bolívar, Sucre y Córdoba, se calcula que habitaban unos 100.000 indígenas hacia 1530. Esta no puede ser en modo alguno la cifra original de su población. La historia de los 25 años precedentes estuvo repleta de violencias ejercidas contra los indígenas y de expediciones destinadas a esclavizarlos. Tales contactos debieron ser suficientes para introducir también epidemias hasta entonces desconocidas. Lo mismo debió ocurrir en la vecina provincia de Santa Marta, más poblada, y en el Darién. Pero aun descontando los efectos de los esporádicos choques iniciales, entre 1530 y 1610 los cien mil indígenas que quedaban fueron diezmados en un 95%.

    La evolución demográfica de otras regiones, tales como las de Santa Fe, Tunja, Vélez, Pamplona, Cartago, Pasto y Popayán, es mejor conocida. En dichas zonas existían poblaciones sedentarias que habían alcanzado niveles altos de cohesión y organización tribal, lo cual permitió una fácil sujeción al régimen de la encomienda. Pero confinando con esos grupos existían otros que conservaban los rasgos de sociedades bandales. Estos opusieron una efectiva resistencia a la dominación española y muy raras veces pudo sujetárseles a la servidumbre de la encomienda o de cualquier otro tipo de organización del trabajo. A comienzos del siglo XVII el tránsito entre Santa Fe y Popayán estaba lleno de peligros debido a las incursiones de indios indómitos que se habían refugiado en la cordillera y se volcaban sobre uno u otro de los dos grandes valles. Hasta finales del siglo XVIII hubo guerras de pacificación destinadas a asentar excedentes de población o a despejar una zona utilizada regularmente para el tráfico comercial.

    Los grupos que mantuvieron una guerra secular con los españoles estuvieron mejor preservados que aquellos que sufrieron una explotación rutinaria. La confrontación abierta mantuvo su identidad cultural y evitó la extinción, física y cultural, que el mestizaje estaba propiciando entre pueblos más sedentarios.

    Las características básicas de la organización social de los grupos indígenas estimularon o impusieron limitaciones al poblamiento español inicial. Aquellas regiones donde la resistencia indígena o el temprano aniquilamiento impidieron la implantación de la encomienda pasaron a convertirse en una frontera agraria que aislaba todavía más los claustros dispersos del poblamiento español. La sujeción tardía de algunos grupos indígenas rebeldes o la introducción de mano de obra esclava permitió en algunas de esas regiones la aparición de hatos ganaderos y de algunos trapiches que conformaron lo que un historiador ha llamado latifundios de frontera. El impacto de la Conquista sobre las poblaciones indígenas tuvo así consecuencias duraderas, pues determinó durante mucho tiempo, a veces hasta nuestros días, el carácter de una región.

    Aunque en algunas regiones americanas la población indígena comenzó a recuperarse durante el siglo XVIII, en la Nueva Granada la estabilización —es difícil pensar en una recuperación franca— debió operarse solamente en grupos marginales. La razón estriba en que, a diferencia de México, Perú, Ecuador o Bolivia, los elementos originales de las culturas indígenas desaparecieron casi por completo en el caso de los grupos culturalmente importantes. La mestización, fuera biológica o cultural, fue en la Nueva Granada el fenómeno dominante. Pero este mismo proceso, en una escala muy vasta, iba a ser a la larga el origen de la recuperación de espacios vírgenes mediante colonizaciones más o menos espontáneas que comenzaron en la segunda mitad del siglo XVIII.

    Como se ha dicho, el examen del proceso demográfico indígena no debe constituir un juicio moral. Sería ingenuo atribuir la desaparición de millones de personas y de civilizaciones enteras a la mera violencia física o a dudosas hercúleas hazañas de los conquistadores. Los argumentos hispanizantes tienden a crear tal confusión al insistir en el carácter heroico de la Conquista. Pero el proceso global de disminución física de índices de natalidad y fertilidad o la mera consunción física de los habitantes originales son hechos demasiado complejos como para atribuirlos a un acto consciente o a una política deliberada de exterminio. En realidad, muy pocos hombres de la época tuvieron la lucidez del padre Las Casas para advertir siquiera lo que estaba pasando. Cuando los recuentos sucesivos de las visitas hicieron evidente la caída demográfica, la Corona española adoptó una política de poblamientos encaminada a incrementar la población indígena.

    Para aproximarse a la comprensión del fenómeno, que tuvo consecuencias a muy largo plazo en la ecuación del número de hombres con respecto al espacio, podemos partir de un esquema global de la sociedad indígena. Si concebimos una superposición de niveles en la que, a partir de una base biológica que sirve de apoyo o de cimiento a los otros niveles, vamos ascendiendo a estructuras cada vez más conscientes de organización social, obtenemos un esquema elemental de lo que sería la totalidad social indígena. Sobre todas y cada una de estas estructuras reposaba la existencia física de tales sociedades. Cabe preguntarse qué ocurriría si cada uno de los niveles resultara afectado simultáneamente por la conquista y la colonización españolas. La respuesta, que está dada por el fenómeno histórico de un desplome total, con pavorosos índices de decrecimiento del 2% al 5% anuales, no parece entonces inverosímil.

    Con respecto al nivel biológico cabe apuntar algunos hechos básicos. Uno de ellos consistió en la introducción de ganado mayor y menor allí donde el equilibrio biológico estaba basado anteriormente en el consumo de proteínas de origen vegetal. A partir de la Conquista el ganado compitió ventajosamente con los indios por el espacio que los mismos indios habían roturado con técnicas que implicaban un empleo considerable de energía humana y la ausencia de tracción animal. Las quejas más frecuentes de las comunidades indígenas durante el siglo XVI se referían precisamente al hecho de que los ganados de los españoles destruían sus sementeras.

    Pero no solo el ganado redujo el espacio vital de las comunidades indígenas. La sustitución de cultivos como el maíz, de elevados rendimientos por grano y por hectárea, por los de otros cereales (trigo, cebada, centeno) propios de la dieta de los europeos, contribuyó también a esa reducción.

    Debe mencionarse también el hecho de que los aborígenes no poseían defensas inmunológicas contra enfermedades virales y bacterianas que los europeos y, más aún, los africanos, habían venido desarrollando durante milenios. Una simple enfermedad eruptiva, para no hablar de la viruela, diezmaba terriblemente a las poblaciones indígenas. A los efectos de tales epidemias se sumaban los de afecciones pulmonares ocasionadas por migraciones masivas destinadas a asegurar el trabajo en las minas o en la agricultura. Los españoles advirtieron muy pronto la relación entre los dos fenómenos y por eso la prohibición más frecuente contenida en cédulas y reales rescriptos solía ser la de que no debía sacarse a los indios de su natural.

    Las estructuras familiares, con sus complejas y sutiles reglas de parentesco, cuya naturaleza y funciones solo hasta nuestros días han sido exploradas a cabalidad por la antropología, se vieron afectadas casi siempre por las nociones propias de la cultura española sobre una sucesión patrilineal. A su vez, el régimen de encomienda limitó reglas de endogamia y de residencia indispensables para la reproducción de las sociedades indígenas. En muchas ocasiones, el régimen de trabajo que se impuso a los indios sacaba de sus comunidades a hombres y mujeres precisamente en los períodos de mayor fertilidad. El servicio doméstico y la utilización de mujeres indígenas como nodrizas tuvieron efectos demográficos no desdeñables.

    Es fácil comprender cómo la Conquista alteró radicalmente las estructuras sociales y políticas de la sociedad sometida. La necesidad de canalizar excedentes de las economías indígenas en provecho de los conquistadores mantuvo por algún tiempo los rangos de poder intermedio en la sociedad aborigen, pero no los elementos cohesionadores de la cúpula social. Política y socialmente, las comunidades indígenas se vieron fragmentadas, y la supresión de las castas de guerreros, sacerdotes y funcionarios anuló matices de diferenciación social.

    Finalmente, habría que considerar el efecto producido por la supresión de todos aquellos elementos ideológicos que alimentaban el cuerpo social. Creencias religiosas y el acervo cultural de las instituciones (ritos, ceremonias, regulación de cosechas a cargo de un cuerpo sacerdotal, etc.) fueron suprimidos en la creencia de que se trataba de elementos de barbarie que se oponían a la acción bienhechora de obstinados evangelizadores. Ello produjo un verdadero desplome interior que se reflejaba en actitudes negativas hacia la procreación.

    El resultado final de tantas presiones sobre la armadura social indígena explica la tragedia demográfica. Algunos investigadores se inclinan a aislar alguno de estos elementos para atribuirle mayor importancia causal en el desplome demográfico de los indígenas americanos. Las preferencias no parecen justificarse, puesto que resulta imposible jerarquizar la importancia del impacto de cada uno o saber en qué proporción contribuyó a la despoblación indígena.

    Hemos dejado para el final la consideración de los factores económicos que podían tener una influencia en la demografía para hacerlo con un poco más de detalle.

    LAS ESTRUCTURAS ECONÓMICAS DE LA CONQUISTA

    Los medios universitarios latinoamericanos vivieron enfrascados durante años en la discusión de cómo caracterizar el modo de producción de la sociedad posterior a la Conquista. ¿Modo de producción feudal? ¿Modo de producción capitalista? Y todavía se agregaba una inquietud respecto al modo de producción indígena, aunque sobre este fuera más fácil concluir que a todas luces debía tratarse de un modo de producción asiático.

    Infortunadamente, tan interesante discusión no era el instrumento más eficaz para impulsar investigaciones empíricas que permitieran comprender los trastornos experimentados por economías agrarias al pasar de un régimen de explotación a otro. Cualquier verificación documental se tachaba de empirismo, es decir, de conocimiento precario y en cierta manera inútil frente a las certidumbres absolutas de la teoría.

    Algunas investigaciones recientes permiten modificar los términos del debate. Hoy sabemos, por ejemplo, que las economías agrarias de grupos indígenas que gozaban de una compleja organización social fueron suficientes para sustentar por más de una generación a los pequeños grupos urbanos de la sociedad conquistadora.

    Es importante advertir también un rasgo económico dominante en el fenómeno de la Conquista. Esta podría definirse como una empresa privada antes que como una empresa del Estado español. Obsérvese, por ejemplo, cómo a partir de la ocupación de la isla La Española, la expansión de los conquistadores al resto de las Antillas y luego a Tierra Firme fue relativamente lenta. Solo casi una generación después del Descubrimiento, en 1519, se completó el proceso de ocupación de algunas Antillas y apenas entre 1514 y 1519 se mantuvo una precaria colonia en Castilla del Oro que iba a servir de trampolín para la aventura del Perú. La morosidad obedecía al requerimiento básico de acumular recursos para la conquista. La financiación de tales empresas provenía de las ganancias acumuladas en empresas anteriores. Comerciantes de las Antillas operaban detrás de las huestes de los conquistadores como aviadores o financistas. Así, la Corona española no comprometía recursos de manera directa, sino que se contentaba con estipular las condiciones en que autorizaba la entrada en nuevos territorios. Estas estipulaciones, conocidas con el nombre de capitulaciones, eran contratos en los que se fijaban los compromisos de las huestes a cambio de privilegios económicos y políticos en los nuevos territorios que se iban incorporando al dominio eminente de la Corona española.

    Los recursos de los territorios conquistados se consideraban entonces como un premio a los esfuerzos de empresarios privados. Naturalmente, el premio no era idéntico para todos. El reparto de privilegios obedecía a la estructura misma de la hueste que diferenciaba entre oficiales (adelantados, sargentos mayores, capitanes) y soldados a pie y a caballo (rodeleros, arcabuceros, lanceros). A estos últimos cabía siempre una cuota menor en los beneficios. La preeminencia militar dependía a su vez de la capacidad de equipar una partida de hombres. La inversión en arreos militares, que en América alcanzaban precios astronómicos, debía reportar así una ganancia proporcional a su importancia.

    Estos rasgos marcaron desde el principio la diferenciación social entre los conquistadores. Existía, sin embargo, la posibilidad de que la audacia y el coraje físicos se vieran señalados como factores determinantes en el ascenso dentro de los rangos militares de la hueste y, por tanto, en el monto de la recompensa ulterior. Los valores ético-sociales predominantes eran de carácter heroico. Aunque los comerciantes podían asegurarse una buena tajada de las ganancias debido a que los soldados les habían empeñado su recompensa antes de emprender la aventura, sobre los comerciantes no podía recaer una recompensa honrosa, como la de las encomiendas o los puestos políticos de las ciudades. Lo mismo ocurría con los notarios o quienes ejercían funciones meramente administrativas sin participar en las batallas.

    En el momento de los repartimientos podían actuar también factores de descontento que servían de estímulo para iniciar otras conquistas en búsqueda de una recompensa mayor. Esto explica que proliferen las ciudades en un lapso muy breve, y que con ello se ocupara un enorme territorio. En la Nueva Granada, la fundación de ciudades fue extendiéndose como las ramificaciones de un árbol tanto en el occidente (Pasto, Almaguer, Timaná, La Plata, Popayán, Cali, Anserma, Cartago, Santa Fe de Antioquia, etc.), como en el oriente (Santa Fe, Tunja, Vélez, Mariquita, Tocaima, Málaga, Pamplona, etc.). Una recompensa insuficiente o un territorio relativamente pobre en indígenas y en otros recursos relanzaban la hueste conquistadora en la búsqueda de nuevos dorados.

    ¿En qué consistían las recompensas? Fundamentalmente en el acaparamiento de los excedentes de las economías indígenas. Desde muy temprano este acaparamiento se institucionalizó mediante el mecanismo de la encomienda. Al capitular con la Corona el reparto de los beneficios de la conquista, el jefe de la hueste adquiría el privilegio de repartir no solo el botín inmediato de la conquista (el oro y las gemas que la leyenda asocia a la codicia de los aventureros), sino también recursos permanentes, que eran los que permitían el asentamiento duradero de los españoles. Por eso el recurso más codiciado era el dominio sobre los hombres. A cada uno de los que habían contribuido en la conquista se repartía un número variable de indígenas. El repartimiento significaba para su beneficiario el privilegio de recibir un tributo de los indios, pero no incluía el dominio sobre las tierras u otros recursos. Estos eran repartimientos de otro tipo que recibían distintas denominaciones y estaban sometidos a un régimen jurídico diferente. Tal era el caso de las mercedes de tierras o el de los derechos de estaca.

    La encomienda era una institución compleja que comportaba simultáneamente aspectos políticos, jurídicos y económicos. Como instrumento político, la encomienda sirvió para sustituir el poder de las jerarquías aborígenes por el de los conquistadores europeos. Como el tributo era un símbolo de sujeción o de reconocimiento de las jerarquías, al pasar de los caciques a los conquistadores estos recibían una forma de homenaje reservado a los mandatarios.

    En rigor, el reconocimiento debía haber pasado exclusivamente al Estado español o a su monarquía, pero en virtud de las capitulaciones de la Corona con los conquistadores este atributo de la soberanía del Estado se había privatizado. Si inicialmente la privatización se impuso como una necesidad para estimular la ocupación de vastos territorios que se convertían en posesiones de la Corona, a la larga fue una fuente de conflictos entre los conquistadores o sus descendientes, que se aferraban a sus privilegios, y la Corona, que pugnaba por recuperar uno de sus atributos.

    Todos los intentos de la monarquía por limitar o atenuar los abusos que se originaban en el cobro de tributos a los indígenas por parte de los encomenderos fueron inútiles en el curso del siglo XVI. La Corona quiso evitar que la encomienda se convirtiera en una fuente de poder señorial con una base rural y por eso prohibió la residencia de los encomenderos en los pueblos de indios y les impuso la obligación de tener casa poblada en un centro urbano. Asimismo impuso la limitación de dos generaciones para el goce de una encomienda, al cabo de las cuales el privilegio debía revertir a la Corona. Finalmente, se esforzó para evitar la conversión de la obligación tributaria en una exacción de trabajo gratuito (prohibición de los servicios personales). Pese a tales prohibiciones, los encomenderos establecieron aposentos en el sitio mismo de sus encomiendas, se las arreglaron para perpetuar a sus familias en el goce de los privilegios y en general cambiaron la obligación contenida en las tasaciones de los visitadores (casi siempre fijada en moneda o en especies) por la de que los indios trabajaran sus tierras.

    Políticamente la casta de los encomenderos se atrincheró en sus privilegios y los aseguró para sus descendientes hasta por lo menos el fin del siglo XVI. A partir de entonces la declinación demográfica de las comunidades indígenas debilitó de tal manera la encomienda, que este grupo privilegiado dejó de constituir una amenaza política.

    Desde un punto de vista jurídico, la encomienda era una institución que imponía obligaciones recíprocas tanto a los indios como a los encomenderos. En compensación por la protección y la evangelización que el encomendero debía prestar a los indígenas, estos debían reconocerle un tributo. En la mayoría de los casos la protección de los encomenderos significó simplemente que solo ellos tenían la oportunidad de abusar de los indios. En cuanto a la evangelización, esta era impartida por curas doctrineros que el encomendero debía pagar con parte de los tributos que recibía. En su conjunto, la institución regulaba así los aspectos fundamentales de la nueva relación entre dominadores y dominados. Era el encauzamiento institucional de la Conquista, nacido de circunstancias peculiares.

    Desde un punto de vista puramente económico, la encomienda puede verse como un mecanismo de redistribución de excedentes. El tributo que los indios pagaban a sus encomenderos servía no solo para sustentarlos, sino también para mantener allegados o clientes que realzaban su prestigio y poder. Los abusos cometidos contra los indios se originaban en exigencias de los encomenderos para que pagaran mucho más de lo que razonablemente podían, dadas las características de su sistema productivo.

    La Corona española aspiraba a que los pagos se conformaran con los antiguos patrones del tributo que los indígenas pagaban a sus propios caciques. Esta sustitución, en los beneficios económicos, de caciques por encomenderos, era la materialización de la relación política que entrañaba la encomienda. Los abusos de los encomenderos contra otros vasallos de la Corona entrañaban un uso ilegítimo del poder que la monarquía procuraba evitar. Ello originó, como se ha visto, esfuerzos de control administrativo mediante las visitas de la tierra, destinadas, entre otras cosas, a que un funcionario de la Corona estableciera tasaciones, o sea la proporción del producto de las comunidades indígenas que estas debían pagar a su encomendero. Tal obligación afectaba solamente a los hombres entre los 17 y los 54 años, pero excluía a las jerarquías indígenas (los reservados), por cuanto estas colaboraban en la recepción del tributo.

    La encomienda y el tributo debían dejar intactas las estructuras productivas indígenas, puesto que su misma existencia dependía de ellas. A la llamada república de los indios se le atribuía el papel de sustentar la república de los españoles. Por esto, los llamados colonizadores no tenían nada que colonizar la mayoría de las veces. Para poblarse buscaban generalmente un emplazamiento ventajoso, en aquellas regiones que poseían una densidad demográfica capaz de sustentarlos y de llenar su ambición de un premio por sus hazañas.

    LA FUNCIÓN DE LOS NÚCLEOS URBANOS

    Se ha dicho muchas veces que la ocupación española en América se caracterizó por su carácter urbano, de tipo mediterráneo. Como se ha visto, el afán de una recompensa entre los conquistadores multiplicaba los centros en ramificaciones que iban extendiéndose al paso de una hueste conquistadora. En cierto modo, las querellas internas dentro de la hueste y sobre todo la insatisfacción de algunos conquistadores eran los propulsores del afán de nuevas fundaciones. El hecho fue particularmente importante por cuanto contribuyó a una atomización de los espacios económicos y a que cada fracción se viera como el patrimonio de un grupo.

    Tal situación se veía reforzada todavía más por el afán de honores de los conquistadores. Un nuevo centro significaba no solo un botín inmediato y más indios para encomendar, sino también privilegios sociales y políticos atribuidos a los beneméritos de la conquista. Estos consistían en puestos en el cabildo, precisamente la institución que controlaba el acceso a los recursos. Inicialmente, los cabildos de las ciudades distribuyeron no solo solares y huertas del perímetro urbano, sino que comenzaron también a otorgar mercedes de tierras a veces en grandes extensiones. Las primeras generaciones de encomenderos monopolizaron los puestos en el cabildo, lo que les permitió atribuirse grandes concesiones de tierras, a menudo en la vecindad de sus encomiendas. En este caso, como en el de la encomienda, se ve claramente cómo de los privilegios políticos se derivaban privilegios económicos, no a la inversa.

    Aunque la Corona española no logró debilitar el poder de los encomenderos mediante medidas legales restrictivas abiertamente establecidas con tal propósito, de manera indirecta logró mucho estableciendo el carácter venal de los puestos del cabildo. Desde finales del siglo XVI cualquier puesto en el cabildo podía comprarse en un remate público; se permitió así el acceso al cabildo de otros sectores sociales, sobre todo el de los comerciantes, que podían disputar a la casta de los encomenderos el reparto de los privilegios.

    Inicialmente la ciudad era apenas un poco más que un título pomposo para el vacío de una plaza mayor en cuyo marco se levantaban los símbolos visibles de la dominación española: las casas del cabildo, la Iglesia, la cárcel y, en algún local junto a las tiendas, la escribanía. También alrededor de la plaza se levantaron las casas de los caudillos de la hueste. En las manzanas aledañas se repartieron los solares, de a cuatro por manzana, para

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