Vous êtes sur la page 1sur 4

i tuviese que contar mi vida, empezaría hablando de Kanavka, el orfanato

donde me crié. No tengo ningún recuerdo anterior a aquel lugar, y prefiero


que así sea. Pues no debe ser agradable recordar como tus padres te
abandonan, muerto de frío en plena calle.
Kanavka hacía de orfanato, aunque antaño sirvió de hospital, durante la II

S
Guerra Mundial. Todavía conservaba las viejas camas, muebles y decoración
de aquella década. Un edificio gris que hacia juego con los continuos
nubarrones que ensombrecían el cielo de San Petersburgo.
En las pocas fotos que conservo, de aquella época, mi pelo es castaño, y mis
ojos de un tono ámbar muy particular. Resalta además en mi rostro una inocente sonrisa.
Debo admitir que los años en el orfanato fueron bastante agradables. Los niños con los que crecía
eran alegres e inquietos. Correteábamos por los pasillos, nos hacíamos los valientes entrando al oscuro
cuarto de la caldera, nos perseguíamos unos a otros y echábamos carreras por el patio. Para ser una
infancia sin padres no me podía quejar. Aunque en el fondo, esos momentos no debieron de significar
mucho para mí, cuando ahora ni siquiera recuerdo un solo nombre, de todos aquellos chiquillos…
bueno, en realidad sí que recuerdo un nombre. Un nombre que jamás olvidaré. Lana.
Entró en el orfanato cuando yo tenía catorce años. Recuerdo su llegada perfectamente: Era un frío y
lluvioso día de Febrero. El cielo, encapotado como de costumbre, azotaba los tejados con torrentes de
agua. Alguien golpeó la puerta bruscamente desde fuera. Rápidas e intranquilas, las monjas acudieron a
la llamada, los niños, curiosos, las seguimos. Al abrir la puerta, la madre Lilya cruzó el umbral jadeante,
empapada, con una niña acurrucada en sus brazos.
La pequeña no tenía nombre, las monjas la llamaron Svetlana, significa luz. Pero la gente pronto
abrevió su nombre, llamándola Lana. Hasta donde ella recordaba, había estado mendigando por las
calles, hasta que un coche la arrolló y le privó de las dos
piernas. Con solo once años, sola y minusválida… tuvo suerte
de ser encontrada por las monjas, antes de convertirse en
comida para las ratas.
Aunque era una jovencita muy agradable y educada, su
parálisis no le permitió hacer amigos. Era muy triste ver su
mirada, cuando los demás críos jugaban en el patio,
correteaban por los pasillos, o se escondían en los viejos
arcones. A veces hasta se le escapaba una lágrima de
abatimiento. Su minusvalía era permanente, ningún médico
podía ayudarla, estaba condenada a estar en una silla de
ruedas el resto de su vida. Y lo peor de todo, es que ella lo sabía y no tenía ninguna esperanza de volver
a caminar.
Quizá por ese motivo, desde que la conocí, dediqué todo mi tiempo a estar con ella, a hablar con ella
y a hacerla sonreír. Puede que por lástima, al menos es lo que yo pensaba por aquel entonces. No tarde
mucho en darme cuenta de que en realidad estaba enamorado de ella.
Esa mirada atónita cuando yo le hablaba, con esos dos ojos que reflejaban luz hasta en la más
intensa oscuridad. Sus palabras, suaves, delicadas y aterciopeladas. Y su piel, sin duda lo que más me
gustaba de ella era su piel, una tez clara y cálida a la vez, que la hacían parecer una muñeca de
porcelana cuando dormía.
Pasamos buenos momentos juntos. Leíamos libros, veíamos la televisión y antes de dormir
contábamos una historia de miedo. Aunque ella siempre se quejaba de mis historias, decía que después
no podía conciliar el sueño, y a ella le encantaba dormir. Un día le pregunté el motivo y desde entonces
no he podido olvidar su respuesta: “Me gusta soñar, en mis sueños en el único sitio donde puedo correr
y bailar.”
Le encantaba el baile, las danzas de todo tipo; bailes de salón, deportivo, folclórico… cualquier
conversación sobre baile bastaba para iluminarle la cara. Aunque ella nunca pensó en bailar fuera de sus
sueños, aunque era solo una niña era consciente de la gravedad de su estado.

A mis dieciséis años, la ley me obligaba a irme del orfanato y a buscarme yo mismo mi techo, mi
comida y mi dinero. Me despedí tristemente de Lana y prometí que la visitaría todas las veces que me
fuese posible. Encontré empleo más pronto de lo que esperaba. Todo gracias a una recomendación de la
madre Lilya. Me ofrecieron un trabajo a media jornada en la biblioteca Viktoria, organizando las
estanterías, ordenando y etiquetando libros. Dada mi situación, era un gran trabajo. Podía hasta
considerarme afortunado. No requería a penas de esfuerzo, y entre horas me podía leer los libros que
despertaran mi curiosidad.

Los primeros meses viví con un compañero de trabajo, hasta que ahorré lo suficiente para alquilar mi
propio hogar. Un discreto apartamento en el mismo barrio Viktoria. Aunque el inmueble cargaba con
muchos años de antigüedad, la estructura era sólida y la iluminación no estaba nada mal.
Los tres años siguientes de mi vida, los pasé entre libros y continuas visitas al orfanato. Hasta que
llegó el día donde Lana alcanzó la mayoría de edad. Que fuese parapléjica no la excluía de la ley que
obligaba a los niños de su edad a salir del orfanato. Sentí una profunda lástima por ella, y un fuerte odio
hacia el maldito sistema ruso, que en el siglo XXI dejaba en la calle a una niña parapléjica, sin trabajo, sin
casa y sin dinero. Decidí hacerme cargo de ella y la llevé a vivir conmigo, aunque al principio ella se negó
rotundamente. Odiaba sentirse inútil.
Al volver a convivir con ella, se avivó en mí un pesar que yacía dormido tres años desde entonces. La
empatía hacia Lana. Yo podía andar, correr, era libre de ir a donde me diese la gana sin depender de
nadie. Pero ella, no podía ir a ningún sitio sola, no podía bailar como la gente de esas películas que tanto
le gustaban, no podía ni alzarse más de lo que su brazo le permitiese.
No conseguía sacarme ese pensamiento de la cabeza. La conocía mejor que nadie, su sonrisa
resignataria era para mí un tormento. Pero una mañana de niebla, en la biblioteca, mi destino cambió
para siempre. Encontré un libro especial. “La Simiente del Mundo”, hablaba sobre magia, pero de un
modo que jamás había oído hablar. Nada que ver con esos estúpidos trucos de cartas, adivinos
farsantes, o maleficios gitanos, era algo totalmente distinto.
Sus páginas hablaban de un don. Un estigma mágico que seleccionaba a unos pocos agraciados,
permitiéndoles el acceso de la magia. ¿Tenía todo eso algo que ver con las historias y rumores que
hablaban sobre metahumanos?- me preguntaba. De ser así, debía tener extremo cuidado con que nadie
encontrase estos libros, y el doble de cuidado con ser descubierto estudiándolos.
Esencia, conexión, palabras que despiertan a quienes nunca despertaron, ecos que resuenan en el
infinito, luces que rivalizan con el sol, sombras que caminan sin objeto, ciegos que ven, muertos que
viven… pero lo más increíble de todo no era el contenido, sino la lógica con la que todo era expuesto.
Una lógica tan cierta y aplastante, que me convenció de ello hasta lo más profundo de mi ser.
Durante semanas leí y releí ese libro, hasta que mis ojos memorizaron sus frases. Después, busqué
símiles en la biblioteca, en todas y cada una de sus secciones, hasta en los libros que no estaban
expuestos. Finalmente encontré lo que buscaba: “Hay Magia como hay Aire”, “Secretos de lo
Desconocido”, “El Don Prohibido”. Pero el más fascinante de todos ellos, fue sin duda el llamado “Las
Raíces de la Creación”. Hablaba sobre la posibilidad de sanar heridas que ni la más avanzada medicina
podría sanar, ahora o en cientos de años. Rescaté aquellos libros de sus telarañas y me los llevé a casa.
Hablé con Lana del asunto, ella se reía, pensaba que no era más que un libro de fantasía. Otra de mis
historias para arrancarle una sonrisa. Pero yo seguía convencido de que aquellas palabras eran ciertas.

Estudie cada uno de los volúmenes durante meses, hasta conocer los entresijos de esa materia
oculta llamada Magia. Realicé experimentos con alimañas. Primero les amputaba un miembro, y luego
intentaba recomponerlo. Tarde mucho tiempo en obtener resultados visibles. Pero conforme iba
avanzando en mis experimentos, notaba como
mi poder aumentaba, una extraña sensación,
como si mi alma se ensanchara. Cabe añadir
además, que los efectos de trabajar con magia
no se apreciaban solo anímicamente. Mi
cuerpo también cambió: mis pupilas se volvían
cada vez más claras, al igual que mi cabello. Mi
piel se blanqueaba y mi cuerpo adelgazaba sin
razón biológica aparente.
Y llegó el esperado día, el día en que
posiblemente mi sueño y el de Lana se harían
realidad. Estaba preparado, me sentía
motivado y listo. Sentía como la magia fluía por mis venas, podía incluso notar cómo me hacia cosquillas
en la palma de mis manos.
-Confía en mí– tomé a la asustada Lana de la mano, y comencé a conjurar con palabras aquel hechizo
de curación. Inmediatamente, un destello verdoso brotó de sus piernas. La impresión me hizo
retroceder, no esperaba que ese conjuro reaccionase de un modo tan llamativo. Lana reprimió un grito
de angustia ante la extraña situación. Cuando me tranquilicé, me arrodillé ante ella y recogí su pie sobre
mis manos. Desnudé el pie y le insté calmadamente a que intentara mover la punta de sus dedos.
Lentamente, y uno a uno, sus pequeños dedos comenzaron a moverse. Ella estaba alucinada,
boquiabierta, yo casi lloraba de la emoción.
–Ahora, intenta levantarte- le dije, arrastrado por la fascinación de aquel milagro.
Recelosa, Lana intentó incorporarse. El miedo la hizo retroceder un par de veces, hasta que al final se
alzo enhiesta ante mí. ¡Se había puesto de pié ella sola! ¡Estaba curada! Me invadió un sentimiento de
grandeza y alegría a la vez. Me sentía como un dios. Ella comenzó a llorar desconsoladamente, y se lanzó
sobre mí, abrazándome con gran fuerza. Me besó una y otra vez, sin detenerse ni para recuperar el
aliento. Era su forma de darme las gracias.

En pocos días, mi querida Lana se acostumbró a caminar. Paseaba por el parque todos los días, se
apuntó a clases de baile, y me visitaba en el trabajo con notable frecuencia. Estaba rebosante de
felicidad, jamás la había visto tan feliz. Me sentía lleno de poder y júbilo. Había hecho realidad el sueño
de la persona a la que yo más quería.
Ella siempre soñó con bailar. Los bailes de salón, la danza clásica, la fascinaban, desde siempre. En el
orfanato se quedaba embobada viendo la televisión, cuando salía una actuación de baile.
Tal era su alegría, tales eran sus ganas, que en muy poco tiempo se convirtió en la mejor bailarina de su
academia. Era asombroso ver como mejoraba día tras día. Sin duda tenía talento.
Por una vez en nuestras vidas, éramos realmente felices.
Nuestro barrio era de los más pobres y peligrosos de San
Petersburgo, siempre con coches patrulla y ambulancias subiendo y
bajando calles, pero no nos importaba. Tampoco nos
preocupábamos por el dinero, tarde o temprano ella se convertiría
en la mejor bailarina de Rusia, y no tendríamos que preocuparnos
por ese asunto. La comida, aunque a veces faltaba, tampoco nos
importaba, nos teníamos el uno a otro. Era mucho más de lo que yo
podía soñar.
Un año después, atrapado por nuestro edén particular, decidí
llevar nuestra felicidad un paso más allá. Decidí pedirle matrimonio
a Lana. Aunque éramos demasiado jóvenes, sentí en mis huesos que
este era el mejor momento, la etapa perfecta de nuestras vidas para
contraer matrimonio.
Le compré un hermoso anillo dorado, con un zafiro incrustado.
Me gasté todos mis ahorros, pero la situación lo merecía. La lleve
una hermosa noche a un parque al que solíamos ir. Fue entonces
cuando le entregué la alianza. Y le expresé mi decisión. Ella rompió a llorar y me abrazó fuertemente.
Me dijo que ardía en deseos de casarse conmigo.
Mientras hablábamos, un indeseable se plantó ante nosotros, y discretamente sacó una pistola de su
abrigo.
– Dame ese anillo y todo saldrá bien.- me dijo, engatillándome con el arma.
Yo no iba a permitir que semejante escoria estropease ese momento más de lo que ya lo había
estropeado, le amenacé con que se fuera o tendría serios problemas, pero me ignoró. Le insistí, pero
sólo conseguí que se pusiera más nervioso. Me abalancé contra él y durante el forcejeo disparó la
pistola. Dos corazones se rompieron esa noche: el de Lana, atravesado por la bala, y el mío… por su
muerte.
Grité con todas mis fuerzas mientras la abrazaba, el maleante huyó aterrado ante mi cólera. En ese
instante noté como algo se apoderaba de mi alma… un profundo odio, una tristeza inaudita. Me
desmayé, no pude soportar tanto dolor. No podía ver como el amor de mi vida moría ante mis ojos.
No quiero hablar de su funeral, no quiero ni recordar cómo lo pasé. De todos modos, aunque me
apeteciera hacerlo, no existen palabras para expresarlo.
Pero si algo he aprendido de esta maldita vida mía, es que la esperanza no se pierde nunca. Volví a
mi abandonado despacho y rescaté los viejos y empolvados libros de magia. Si había logrado un milagro
en el paso, ¿por qué no iba a lograrlo ahora?
Busqué por todo el país, en todas las bibliotecas. Tenía que existir algo, una respuesta a mis
plegarias. Y al fin la encontré, el volumen que ansiaba, las palabras que me devolverían a mi amada
Lana, arrebatada de mis brazos de tan injusta
manera.
“Nigromancia: El Arte Oculto” Eran las
palabras que encabezaban la portada de
aquel volumen negro.
Me especialicé en ese campo, el campo de la
nigromancia, estudiando entre desvelos los
mil y un enigmas que encerraban sus
sombrías páginas. La locura se apoderó de mí,
la tragedia de Lana me cambió
completamente. Nunca aceptaría su muerte,
nunca la dejaría marchar.
Una noche, una hermosa voz en forma de
brisa acarició mi oído.
–Seyren- me susurraba. Era ella, mi amada
Lana. La magia negra me otorgó el
maravilloso privilegio de poder hablar con los
difuntos.
-Bailemos una vez más- añadió.
Cogí mi abrigo, y en mitad de la noche fui
hasta el estudio de danza, donde Lana recibía
sus clases. El silencio y la oscuridad le daban
un tono tétrico a aquel lugar. Los espejos
reflejaban formas invisibles, el ulular del
viento, atravesando las quebradas ventanas,
murmuraba palabras inaudibles. Podía sentir su presencia, sabía que Lana estaba allí conmigo, a mi lado.
Entonces, de un modo casi automático e inconsciente, comencé a formular un sortilegio. Mis palabras
revelaron una hermosa silueta femenina, brillante, como una estrella y trasparente, como la seda más
fina. Era ella, mi Lana, nunca me abandonó. Su cabello era blanco, su cuerpo imitaba vagamente un
color carnoso y sus ojos plateados brillaban en la sombra. Vestía uno de sus trajes de baile, convertida la
tela en niebla.
Recogió grácilmente mis manos. Aunque no podía tocarlas, fingía que las sujetaba. Pude notar un
frío recorriendo mis muñecas. Yo hice lo mismo, la agarré aparentemente, dispuesto a iniciar un vals.
Entonces comenzamos a bailar, sin música, solos, en silencio. Pero eso daba igual, Lana estaba
sonriendo, mientras danzaba con sus pasos de gacela, una preciosa sonrisa yacía en su rostro. Por una
noche volví a ser feliz.
Pero me niego a alimentarme de sueños. Escrutaré el infierno si hace falta, hare lo imposible por
devolverle la vida que le pertenece. ¡Aunque para conseguirlo tenga que quemar el mismísimo cielo!

Te quiero, y haré cualquier cosa para que puedas ponerte ese anillo.

Vous aimerez peut-être aussi