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EVANGELIO
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: -«En la cátedra de
Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no
hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero
ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las
franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor
en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y
todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del
cielo.
No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
HOMILIA
2016-2017 -
5 de noviembre de 2017
HOMILIA
2013-2014 -
2 de noviembre de 2014
Título
---
HOMILIA
2010-2011 -
30 de octubre de 2011
Jesús habla con indignación profética. Su discurso dirigido a la gente y a sus discípulos es
una dura crítica a los dirigentes religiosos de Israel. Mateo lo recoge hacia los años ochenta
para que los dirigentes de la Iglesia cristiana no caigan en conductas parecidas.
¿Podremos recordar hoy las recriminaciones de Jesús con paz, en actitud de conversión, sin
ánimo alguno de polémicas estériles? Sus palabras son una invitación para que obispos,
presbíteros y cuantos tenemos alguna responsabilidad eclesial hagamos una revisión de
nuestra actuación.
«No hacen lo que dicen». Nuestro mayor pecado es la incoherencia. No vivimos lo que
predicamos. Tenemos poder pero nos falta autoridad. Nuestra conducta nos desacredita.
Nuestro ejemplo de vida más evangélica cambiaría el clima en muchas comunidades
cristianas.
«Cargan fardos pesados sobre los hombros de la gente... pero ellos no están dispuestos a
mover un dedo para empujar». Es cierto. Con frecuencia, somos exigentes y severos con los
demás, comprensivos e indulgentes con nosotros. Agobiamos a la gente sencilla con
nuestras exigencias pero no les facilitamos la acogida del evangelio. No somos como Jesús
que se preocupaba de hacer ligera su carga pues era sencillo y humilde de corazón.
«Todo lo que hacen es para que los vea la gente». No podemos negar que es muy fácil vivir
pendientes de nuestra imagen, buscando casi siempre "quedar bien" ante los demás. No
vivimos ante ese Dios que ve en lo secreto. Estamos más atentos a nuestro prestigio
personal.
«Les gustan los primeros puestos y los asientos de honor... y que les hagan reverencias por
la calle». Nos da vergüenza confesarlo, pero nos gusta. Buscamos ser tratados de manera
especial, no como un hermano más. ¿Hay algo más ridículo que un testigo de Jesús
buscando ser distinguido y reverenciado por la comunidad cristiana?
«No os dejéis llamar maestros... ni guías... porque uno solo es vuestro Maestro y vuestro
Guía: Cristo». El mandato evangélico no puede ser más claro: renunciad a los títulos para no
hacer sombra a Cristo; orientad la atención de los creyentes sólo hacia él. ¿Por qué la
Iglesia no hace nada por suprimir tantos títulos, prerrogativas, honores y dignidades para
mostrar mejor el rostro humilde y cercano de Jesús?
«No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra porque uno solo es vuestro Padre del cielo».
Para Jesús el título de Padre es tan único, profundo y entrañable que no ha de ser utilizado
por nadie en la comunidad cristiana. ¿Por qué lo permitimos?
HOMILIA
Jesús ha desenmascarado siempre la mentira que ha encontrado en su caminar diario, pero
nunca lo ha hecho con más violencia que cuando se ha enfrentado a los dirigentes de la
sociedad. No soporta la actuación de aquéllos que « han sentado cátedra» en medio del
pueblo para exigir a los demás lo que ellos mismos no viven. Jesús condena su descarada
incoherencia. «Dicen y no hacen.» Hay una profunda división entre lo que enseñan y lo que
practican, entre lo que pretenden de los demás y lo que se exigen a sí mismos.
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad. El pueblo sigue escuchando a dirigentes
que «no hacen lo que dicen». Defensores del orden cuya vida es desordenada. Proclamado-
res de justicia cuyas actuaciones están al margen de todo lo que es justo. Educadores cuya
conducta deseduca a quienes la conocen. Reformadores incapaces de reformar su propia
vida. Revolucionarios que no se plantean una transformación radical de su existencia.
Socialistas que no han «socializado» mínimamente su vida.
Pero, no hemos de olvidar que la invectiva de Jesús se din- ge de manera directa a los
dirigentes religiosos. Porque también en nuestra Iglesia hay quienes viven obsesionados por
aplicar a otros la ley con rigorismo sin preocuparse tanto de vivir la radicalidad del
seguimiento a Jesús. También hoy se levantan maestros que detectan «herejías ocultas» y
diagnostican supuestos peligros para la ortodoxia, sin ayudar luego positivamente a vivir con
fidelidad la adhesión a Jesucristo. También hoy se condena con rigor desde ciertas cátedras
el pecado de los pequeños y débiles, y se olvidan escandalosamente las injusticias de los
poderosos.
Nuestra sociedad no necesita predicadores de palabras hermosas, sino dirigentes que, con
su propia conducta, impulsen una verdadera transformación social. Nuestra Iglesia no
necesita tanto moralistas minuciosos y teólogos ortodoxos cuanto creyentes verdaderos que
con su vida irradien un aire más evangélico. Hombres y mujeres que vivan su fe.
Necesitamos «maestros de vida». Creyentes de existencia convincente. « Con su vuelta a lo
esencial del Evangelio, con su cordialidad y sinceridad habrán hecho posible la
“desintoxicación” de la atmósfera en la Iglesia» (L. Boros).
HOMILIA
El evangelio de Mateo nos ha trasmitido unas palabras de carácter fuertemente
antijerárquico donde Jesús pide a sus seguidores que se resistan a la tentación de convertir
su movimiento en un grupo dirigido por sabios rabinos, por padres autoritarios o por
dirigentes superiores a los demás.
Son probablemente palabras muy trabajadas por Mateo para criticar la tendencia a las
aspiraciones de grandeza y poder que se advertía ya entre los cristianos de la segunda
generación, pero, sin duda, eco del pensamiento auténtico de Jesús.
«Vosotros no os dejéis llamar “maestro “porque uno sólo es vuestro maestro, y todos
vosotros sois hermanos». En la comunidad de Jesús nadie es propietario de su enseñanza.
Nadie ha de someter doctrinalmente a otros. Todos son hermanos que se ayudan a vivir la
experiencia de un Dios Padre al que, precisamente, le gusta revelarse a los pequeños.
«Y no llaméis “padre” vuestro a nadie en la tierra, porque uno sólo es vuestro padre, el del
cielo». En el movimiento de Jesús no hay «padres». Sólo el del cielo. Nadie ha de ocupar su
lugar. Nadie se ha de imponer desde arriba sobre los demás. Cualquier título que introduzca
superioridad sobre los otros va contra la fraternidad.
Pocas exhortaciones evangélicas han sido ignoradas o desobedecidas tan frontalmente
como ésta a lo largo de los siglos. Todavía hoy la Iglesia vive en flagrante contradicción con
el evangelio. Es tal el número de títulos, prerrogativas, honores y dignidades que no siempre
es fácil vivir la experiencia de auténticos hermanos.
Jesús pensó en una Iglesia donde no hubiera «los de arriba» y «los de abajo»: una Iglesia
de hermanos iguales y solidarios. De nada sirve enmascarar la realidad con el lenguaje
piadoso del «servicio» o llamándonos «hermanos» en la liturgia. No es cuestión de palabras
sino de un espíritu nuevo de servicio mutuo amistoso y fraterno.
¿No veremos nunca cumplida la llamada del evangelio?, ¿no conoceremos seguidores de
Jesús que «no se dejen llamar maestros ni padres» ni algo semejante? ¿No es posible crear
una atmósfera más sencilla, fraterna y amable en la Iglesia? ¿Qué lo impide?
HOMILIA
No son pocos los que se han alejado de la fe escandalizados o decepcionados por la
actuación de una Iglesia que, según ellos, no es fiel al evangelio, ni actúa en coherencia con
lo que predica. También Jesús criticó con fuerza a los dirigentes religiosos: «No hacen lo
que dicen». Sólo que Jesús no se quedó ahí. Siguió buscando y llamando a todos a una vida
más digna y responsable ante Dios.
A lo largo de los años también yo he podido conocer, incluso de cerca, actuaciones de la
Iglesia poco coherentes con el evangelio. A veces me han escandalizado, otras me han
hecho daño, casi siempre me han llenado de pena. Hoy, sin embargo, comprendo mejor que
nunca que la mediocridad de la Iglesia no justifica la mediocridad de mi fe.
La Iglesia tendrá que cambiar mucho, pero lo importante es que cada uno reavivemos
nuestra fe, que aprendamos a creer de manera diferente, que no vivamos eludiendo a Dios,
que sigamos con honestidad las llamadas de la propia conciencia, que cambie nuestra
manera de mirar la vida, que descubramos lo esencial del evangelio y lo vivamos con gozo.
La Iglesia tendrá que superar sus inercias y miedos para encamar el evangelio en la
sociedad moderna, pero cada uno hemos de descubrir que hoy se puede seguir a Cristo con
más verdad que nunca, sin falsos apoyos sociales y sin rutinas religiosas. Cada uno ha de
aprender a vivir de manera evangélica el trabajo y el erotismo, la actividad y el silencio, sin
dejar- se modelar por la sociedad y sin perder su identidad cristiana en la frivolidad moderna.
La Iglesia tendrá que revisar a fondo su fidelidad a Cristo, pero cada uno ha de verificar la
calidad de su adhesión a él. Cada uno ha de apreciar y cuidar su fe en el Dios revelado en
Jesús. El pecado y las miserias de la institución eclesial no me dispensan ni me
desresponsabilizan de nada. La decisión de abrirme a Dios o de rechazarlo es sólo mía.
La Iglesia tendrá que despertar su confianza y liberarse de cobardías y recelos que le
impiden contagiar esperanza en el mundo actual, pero cada uno es responsable de su
alegría interior. Cada uno ha de alimentar su esperanza acudiendo a la verdadera fuente.
HOMILIA
Jesús ha desenmascarado siempre la mentira que ha encontrado en su caminar diario, pero
nunca lo ha hecho con más violencia que cuando se ha enfrentado a los dirigentes de la
sociedad. No soporta la actuación de aquéllos que « han sentado cátedra» en medio del
pueblo para exigir a los demás lo que ellos mismos no viven. Jesús condena su descarada
incoherencia. «Dicen y no hacen.» Hay una profunda división entre lo que enseñan y lo que
practican, entre lo que pretenden de los demás y lo que se exigen a sí mismos.
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad. El pueblo sigue escuchando a dirigentes
que «no hacen lo que dicen». Defensores del orden cuya vida es desordenada. Proclamado-
res de justicia cuyas actuaciones están al margen de todo lo que es justo. Educadores cuya
conducta deseduca a quienes la conocen. Reformadores incapaces de reformar su propia
vida. Revolucionarios que no se plantean una transformación radical de su existencia.
Socialistas que no han «socializado» mínimamente su vida.
Pero, no hemos de olvidar que la invectiva de Jesús se din- ge de manera directa a los
dirigentes religiosos. Porque también en nuestra Iglesia hay quienes viven obsesionados por
aplicar a otros la ley con rigorismo sin preocuparse tanto de vivir la radicalidad del
seguimiento a Jesús. También hoy se levantan maestros que detectan «herejías ocultas» y
diagnostican supuestos peligros para la ortodoxia, sin ayudar luego positivamente a vivir con
fidelidad la adhesión a Jesucristo. También hoy se condena con rigor desde ciertas cátedras
el pecado de los pequeños y débiles, y se olvidan escandalosamente las injusticias de los
poderosos.
Nuestra sociedad no necesita predicadores de palabras hermosas, sino dirigentes que, con
su propia conducta, impulsen una verdadera transformación social. Nuestra Iglesia no
necesita tanto moralistas minuciosos y teólogos ortodoxos cuanto creyentes verdaderos que
con su vida irradien un aire más evangélico. Hombres y mujeres que vivan su fe.
Necesitamos «maestros de vida». Creyentes de existencia convincente. « Con su vuelta a lo
esencial del Evangelio, con su cordialidad y sinceridad habrán hecho posible la
“desintoxicación” de la atmósfera en la Iglesia» (L. Boros).
HOMILIA
Si me preguntaran cuál es la experiencia básica de la que arranca la fe cristiana, diría más o
menos esto: una persona comienza a hacerse cristiana cuando descubre a Jesucristo como
Maestro y Amigo, y experimenta en él la cercanía de un Dios Salvador.
Por eso pienso que nuestro riesgo más grave es vivir un cristianismo donde hay de todo,
pero donde falta precisamente Cristo. De hecho, hay cristianos que se mueven en una
atmósfera religiosa de creencias, convicciones y ritos de indudable valor, pero que no
pueden siquiera sospechar cómo se transformaría su existencia si conocieran la adhesión
viva a la persona de Cristo. Les parecería descubrir una nueva religión.
Con frecuencia, Jesús no es amado, sentido ni venerado de una forma que pueda recordar,
aunque sea de lejos, la experiencia que se vivió en las primeras comunidades cristianas.
Jesucristo es considerado como el fundador de la Iglesia y de los sacramentos o el portador
de una nueva moral, pero no ocupa el centro existencial de la vida de los creyentes. No es el
que inspira su vida desde dentro ni el que sostiene su esperanza.
Por eso, no basta la adhesión doctrinal a Jesucristo. No es suficiente «creer cosas» acerca
de él, afirmar que hizo milagros, que fue crucificado o que resucitó. Es necesario conocerle,
creer en él, inspirarse en su evangelio, seguir sus pasos, fundamentar en él nuestra
esperanza.
Pensemos en lo que sucede no pocas veces. Cada domingo el sacerdote predica su
homilía, los fieles la oyen y, más de una vez, todos salen de la iglesia sin haber escuchado
al único importante: Jesucristo. Se lee el Evangelio, pero no se acoge interiormente la
Palabra, se celebra la liturgia pero no se interioriza el misterio de salvación que allí
acontece. Se canta con la boca y se recitan oraciones con los labios, pero el corazón está
ausente.
Por eso, es necesario que en la Iglesia de hoy escuchemos las palabras de Jesús: «
Uno
solo es vuestro Maestro», «Uno solo es vuestro Señor, Cristo». Hoy como en tiempos de
San Pablo, Cristo es «escándalo» y «necedad» para no pocos, pero, ¿es realmente «fuerza
de Dios» y «sabiduría de Dios» para aquellos que decimos creer en él? La revitalización del
cristianismo contemporáneo sólo nacerá del retorno a la persona viva de Jesucristo.
HOMILIA
RABINISMO
Una de las críticas más duras de Jesús a los rabinos de su tiempo es la de que imponen al
pueblo la moral mosaica, pero luego no le ayudan realmente a vivir de manera más humana.
Estas son sus palabras: «Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la
gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar.»
Esta actitud de Jesús significa, según los exégetas, una llamada de alerta a su Iglesia ante
uno de los defectos más graves de un peligroso «rabinismo cristiano» ( W. Grundmann), que
siempre puede brotar en la comunidad eclesial.
La Iglesia ha de exponer con valentía y claridad el mensaje de Cristo y el conjunto de
exigencias morales que del mismo se derivan. Traicionaría a su misión si no se atreviera a
defender los principios morales y a recordar al hombre su responsabilidad ante Dios y ante
su propia dignidad humana. Pero, según la advertencia de Jesús, ha de preocuparse
también de ayudar al hombre de hoy a asumir esa moral de manera humana.
Por eso, no basta la insistencia doctrinal y, mucho menos, la condena desabrida o la
indignación amargada ante la inmoralidad del mundo moderno. El hombre de hoy no
necesita sólo condena, sino fuerzas para cambiar. Y los cristianos nos hemos de esforzar
por mostrar prácticamente, con nuestras vidas, que la moral cristiana no es un conjunto de
arbitrariedades impuestas por Dios para «fastidiar» al hombre, sino la manera más sana y
acertada de vivir.
Por otra parte, en unos tiempos en los que al hombre se le hace difícil creer en Dios, los
creyentes hemos de saber contagiar la experiencia gozosa, radiante y liberadora de ese
Misterio de amor que llamamos Dios. Si un hombre no ha hecho ni siquiera inicialmente la
experiencia de ese Dios que libera de la soledad, la desesperanza y el miedo más
profundos, ¿cómo podrá entender «los mandamientos de Dios»? Quizás pueda comprender
que la violación de ciertas normas morales es Sa, pero nunca podrá captar lo que el
cristianismo quiere decir al hablar del pecado y la culpa ante Dios.
Por eso, es importante que la palabra moral de la Iglesia, dicha con valentía y claridad, sea,
al mismo tiempo, expuesta de manera que no produzca la falsa imagen de un Dios rigorista
y mezquino. La palabra y el testimonio de los cristianos no deben nunca dejar dudas sobre
la bondad y la misericordia de Dios.
Hemos de agradecer a Juan Pablo II que, en su reciente encíclica «Veritatis splendor»,
después de exponer los fundamentos de la moral cristiana, nos haya recordado a todos que
«en la palabra pronunciada por la Iglesia» ha de resonar «la voz del Dios que “sólo es el
Bueno”, que sólo “es el amor”».
HOMILIA
PRESERVATIVOS
Desde muchos frentes se critica hoy la moral sexual predicada por el cristianismo. Y la
Iglesia ha de escuchar, ciertamente, la parte de verdad que se encierra en esa crítica al
carácter legalista de determinados planteamientos, al desarrollo de una culpabilidad
malsana o a la utilización del miedo para presionar las conciencias.
Pero, ¿cuál es el mensaje que predican «los nuevos moralistas», una vez arrinconada la tan
denostada «moral judeo-cristiana»?
La ley suprema parece ser ahora el máximo goce. La autodisciplina sexual ha de ser
sustituida por una permisividad sin fronteras. Lo importante es buscar una relación
pragmática y placentera entre los sexos.
No resulta sorprendente que esta sociedad sólo sepa ofrecer preservativos a esos
adolescentes a los que ella misma arrastra hacia una vida sexual desquiciada.
Desde hace unos días, anuncios televisivos, cuñas radiofónicas, canciones juveniles,
pegatinas y camisetas acompañan la distribución gratuita de más de un millón y medio de
preservativos para que aprendan prácticamente a evitar gonorreas, sida, hongos y
embarazos no deseados.
Pero, ¿ésa es precisamente la campaña que los adolescentes necesitan para vivir una vida
más sana y feliz? ¿Son sólo ésos los riesgos de los que han de «preservarse»?
Los responsables de la campaña pregonan solemnemente que se trata de «crear cultura»,
of Carballo que «el
pero, ¿no nos han advertido voces tan poco sospechosas como las de R
mal supremo de nuestra cultura es la frivolidad, la trivialidad»?
Cierta prensa aplaude el proyecto porque «introduce racionalidad en el coito de los
adolescentes», pero, ¿no introduce, al mismo tiempo, nuevas frustraciones y vacíos en
chicos y chicas que, habituados al contacto sexual fácil y frívolo, quedan incapacitados, a
veces de manera decisiva, para un amor hondo y estable?
La campaña seguirá suscitando aplausos y condenas, pero ¿quién está junto a estos
adolescentes cultivando positivamente una libertad disciplinada que les ayude a desplegar
toda su capacidad de amar? ¿Quién se acerca a ellos en los momentos difíciles para
escuchar sus frustraciones, potenciar su autoestima y orientarles en el difícil aprendizaje
sexual en medio de esta sociedad?
La crítica de Jesús a los letrados de su tiempo es aplicable a los dirigentes de todas las
épocas. Estamos echando «fardos pesados e insoportables» sobre los hombros de estos
chicos y chicas, y, luego, no parecemos muy «dispuestos a mover un dedo» para ayudarles
a vivir de manera más saludable.
HOMILIA
1986-1987 – CONSTRUIR SOBRE LA ROCA
¿QUE APRENDERAN?
Desde hace unas semanas, miles de niños y jóvenes llenan de nuevo las aulas de nuestros
colegios, escuelas e ikastolas. Día tras día se sientan ante sus profesores y educadores
para aprender. Pero ¿aprender qué?
Tal vez, todo menos lo más importante que es aprender a vivir. No nos damos cuenta de
que, con frecuencia, a estos niños que acaban de recibir el regalo de la vida, les estamos
proporcionando “un manual de instrucciones para su uso», totalmente disparatado.
Si siguen muchas de nuestras instrucciones, están condenados a no conocer nunca la
felicidad. Ya no podrán sospechar siquiera que es posible disfrutar de la vida sin dinero. Se
sentirán frustrados si no pueden ir satisfaciendo todos y cada uno de sus pequeños
caprichos. Se creerán fracasados si no pueden cumplirse sus ambiciones.
Casi sin darnos cuenta, los iremos programando para la competitividad, la rivalidad, el éxito
y el poder. Les animaremos a “sacar sobresaliente» y a entender la vida como una carrera
en la que la mayor desgracia es quedarse “descolgado”.
Les enseñaremos a subir “al tren de la vida» y les instruiremos sobre cómo se han de
comportar dentro de cada departamento, pero ¿quién les dirá hacia dónde se dirige ese tren
alocado?
En su Exhortación pastoral con motivo del comienzo del curso, el Obispo de nuestra diócesis
decía que «la comunicación ha de ser el cauce privilegiado para la acción educativa». La
pregunta surge espontánea: ¿Qué pueden aprender las nuevas generaciones al
comunicarse con nosotros?
¿Cómo contagiarles el gozo verdadero de la vida si nos ven ocupados estúpidamente en mil
asuntos y negocios sin saborear apenas nunca el amor, la belleza y la amistad?
¿Cómo educarlos para la paz si sufren nuestra violencia, nuestra irritación y toda clase de
agresividades?
¿Cómo sensibilizar su corazón a todo lo bueno, lo bello, lo digno, si ven que, para sentirnos
vivos, necesitamos toda clase de drogas, excepto, naturalmente, las tres o cuatro que
hemos de condenar de manera tajante?
¿Cuáles son las grandes convicciones que, con toda verdad y honradez, les podemos
mostrar como horizonte y sentido de nuestra vida? ¿Qué Dios pueden descubrir en el fondo
de nuestras creencias y de nuestra vida?
La frase de Jesús nos sigue interpelando a todos: «No os dejéis llamar maestro porque uno
sólo es vuestro maestro”. Para los cristianos, sólo Jesucristo es el verdadero Maestro. De él
hemos de aprender a vivir todos más humanamente si queremos enseñar algo digno a las
nuevas generaciones.
HOMILIA
Durante muchos años hemos conocido entre nosotros un clero numeroso y activo. Esta
realidad que, por una parte, ha sido tan valiosa y enriquecedora para nuestra iglesia, ha
provocado sin embargo una postura de pasividad y falta de protagonismo en el resto de la
comunidad creyente.
Nos hemos acostumbrado a pensar que son los sacerdotes los únicos protagonistas y
responsables de la vida y la marcha de la iglesia. Ellos son los que saben qué hay que
hacer. Ellos los únicos que han de pensar, programar y hacerlo todo.
La iglesia la hemos entendido como una gran pirámide donde toda la responsabilidad parece
recaer en el Papa, los Obispos y los sacerdotes. Sólo en la base de la pirámide están los
fieles dispuestos a escuchar, aprender y recibir todo lo que se les indique.
Sin embargo, esta imagen piramidal no responde al deseo original de Jesús ni refleja bien el
misterio de la iglesia llamada a ser, antes que nada, c omunidad fraterna.
Jesús ha pensado más bien en una iglesia donde nadie se sienta «padre» ni «maestro» ni
«jefe». Una iglesia hecha de hermanos donde todos han de encontrar su sitio y su tarea de
servicio a los demás.
Por eso, nadie ha de pretender en la comunidad cristiana monopolizar toda la
responsabilidad ni acaparar todas las tareas. Y nadie ha de considerarse miembro
innecesario o pasivo.
Todos estamos llamados a participar activamente pues todos somos responsables de la
iglesia y de su misión, aunque no todos seamos responsables de la misma manera.
Esto nos exige a todos un cambio y una conversión. Los seglares han de ir asumiendo su
propia responsabilidad, colaborando con interés y generosidad, sin rehuir las tareas y
funciones que les corresponden.
Por su parte, los sacerdotes hemos de aprender a trabajar no sólo para los fieles sino con
los fieles. Hemos de aprender a ser sacerdotes en una iglesia más corresponsable,
valorando el papel de los seglares, promoviendo su participación activa y confiándoles una
responsabilidad mayor. Los sacerdotes somos responsables de que todos sean
responsables.
Esta es una de nuestras grandes tareas en la iglesia: ir encontrando cada uno nuestro
verdadero sitio en la comunidad cristiana para colaborar de manera fraterna y
corresponsable en la vida y la misión de nuestra iglesia.
HOMILIA
INCOHERENTES
Jesús ha desenmascarado la mentira que ha encontrado en su caminar diario, pero nunca lo
ha hecho con más violencia que cuando se ha enfrentado a los dirigentes de aquella
sociedad.
No soporta la actuación de aquéllos que «han sentado cátedra» en medio del pueblo para
exigir a los demás lo que ellos mismos no viven.
Jesús condena su descarada incoherencia. «Dicen y no hacen». Hay una profunda división
entre lo que enseñan y lo que practican, entre lo que pretenden de los demás y lo que se
exigen a sí mismos.
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad. El pueblo sigue escuchando a dirigentes
que «no hacen lo que dicen».
Defensores del orden cuya vida es desordenada. Proclamadores de justicia cuyas
actuaciones están al margen de todo lo que es justo. Educadores cuya conducta deseduca a
quienes la conocen.
Reformadores incapaces de reformar su propia vida. Revolucionarios que no se plantean
una transformación radical de su existencia. Socialistas que no han «socializado»
mínimamente su vida.
Pero, no deberíamos olvidar que la invectiva de Jesús se dirige de manera directa a los
dirigentes religiosos. Porque también en nuestra iglesia hay quienes viven obsesionados por
aplicar a otros la ley con rigorismo (admisión de los divorciados a los sacramentos, práctica
de la confesión individual...) sin preocuparse tanto de vivir la radicalidad del seguimiento a
Jesús.
También hoy se levantan maestros que detectan «herejías ocultas» y diagnostican
supuestos peligros para la ortodoxia, sin ayudar luego positivamente a vivir con fidelidad la
adhesión a Jesucristo.
También hoy se condena con rigor desde ciertas cátedras el pecado de ios pequeños y
débiles, y se olvidan escandalosamente las injusticias de los poderosos.
Nuestra sociedad no necesita demagogos declamadores de palabras hermosas sino,
dirigentes que, con su propia conducta, impulsen una verdadera transformación social.
Nuestra iglesia no necesita tinto moralistas minuciosos y teólogos ortodoxos cuanto
creyentes verdaderos que con su vida irradien un aire más evangélico. Hombres y mujeres
que vivan su fe.
Necesitamos «maestros de vida». Creyentes de existencia convincente. «Con su vuelta a lo
esencial del evangelio, con su cordialidad y sinceridad habrán hecho posible la
‘desintoxicación’ de la atmósfera en la Iglesia» ( L. Boros).
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