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1. Es como un niño que comienza a pronunciar con sentido las primeras palabras: papá, mamá.
Las ha pronunciado primero su madre, han descendido por su interior, hasta tropezar
con un instinto que las estaba esperando, que casi las reconoce y las hace rebotar hacia fuera. En
boca de la madre eran un agacharse enseñando; en boca del niño son una llamada, que distingue
y une.
Se repite el movimiento con nuevas palabras, y sus conjugaciones; ya con frases que se
desmontan y se recomponen. Ahora no basta el secreto instinto: el niño tiene que entrar en
situación, escuchar en ella las palabras del padre, de los conocidos; así va aprendiendo la lengua
de ellos.
¡Qué difícil entender al infante! (infante significa, precisamente, «sin habla»). ¿De qué
se queja, dónde le duele, qué pide? ¿Qué significa su sonrisa, su llanto? Bienestar y malestar son
datos demasiado genéricos y vagos, incluso para la madre. Pero cuando el niño aprende el
lenguaje materno, puede darse a entender. Ya puede pedir y contar, puede preguntar mucho y
contestar un poco, puede comunicar y comunicarse. Y cuando se queda solo, aprende a hablar
consigo mismo, y su fantasía se hace a la mar del lenguaje descubierto.
«Como un padre educa a su hijo, así Dios educa a su pueblo» (Dt 8,5). Parte esencial de
esta educación es enseñarle a hablar para entenderse con Dios. No le falta al hombre un como
instinto que responde confusamente a Dios; con él llega a emitir quejas inarticuladas de infante.
Dios mismo le enseña el lenguaje de entenderse con Dios: para que sepa quejarse
articuladamente, decir dónde le duele y qué necesita, para que sepa razonar su sonrisa y gozo,
para que pueda unirse a sus hermanos en canto al unísono, para que sepa, a solas ante Dios,
derramar en palabras el desborde de su corazón.
Un día el hijo mayor ayudará a los siguientes en este aprendizaje de la lengua.