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LA PRIMA DE AURELIO

La tragedia ocurrió en la página veintidós aunque me descubriera


días después sentado en el water. E incluso antes (porque si hay algo
que tiene causa en este mundo son las casualidades), a gran
velocidad una tarde de muchísima lluvia, en la autopista rumbo al
aeropuerto: mi coche semi nuevo se detuvo y allí se quedó, en medio
del carril, del lunes y del aguacero que se adivinaban casi eternos.
Antes de que la grúa me rescatara, un avión surcó el cielo de plomo a
tan poca altura que tuve que reprimir el impulso de estirarme y
despedir en persona el amigo al que seguramente desilusioné con mi
ausencia in situ. Después vinieron el precio desorbitado, los charcos
de Don Vicente, el llanto de Doña Mercedes, mis excusas, Luisa, la
cita, el cálculo, la idea. Y el tiempo finalmente acabó cuajando.
Me disponía a evacuar mi amargo principio de semana, lejos de mi
casa y destino, en el desolado y avejentado taller mecánico "Vicente",
cuyo baño nada tenía que envidiar a algún pantano. El viejo me había
advertido:
-La luz tampoco funciona.
A don Vicente no se le ocurrió nada mejor (con una pretendida
ingenuidad que sus empleados -sin embargo- calificaban de
avilantez), que intercalar trapos totalmente maculados de grasa
indeleble con hojas sueltas de periódicos. Para contrarrestar las
groseras goteras del techo de zinc y de paso absorber el agua que
también se escurría por debajo de la taza.
Y en pésimo momento se me ocurrió apoyar todo el peso de la
cabeza sobre las palmas de las manos y a su vez los codos en las
rodillas desnudas, inclinado hacia abajo, leyendo aquellas letras de
las que la humedad se había apiadado. En la mentada página
veintidós se amontonaban varias noticias cortas: un niño de 11 años
ingresaba en prisión acusado de herir mortalmente y encerrar a su
madre en la alacena de una lujosa cocina californiana; la infructuosa
búsqueda "por parte de la policía de 66 millones" desaparecidos de
un saco roto; la aparición de un nuevo hijo del conocido cantante... Y
la muerte de Aurelio Antinori.
Había visto a Aurelio no más de un par de veces y hacía ya más
de un lustro; sin embargo no se me olvidaban los dedos largos y
delgados, la cara larga y delgada, la mirada sin compasión de ese
adolescente todo largo y delgado, primo de Luisa -que fuera novia
mía-, hijo del también mecánico Aurelio padre, sobrino y hermano de
Don Julio Antinori -al que no llamé 'suegro' ni en broma- (en cambio,
con Doña Mercedes era otra cosa). La extensísima rama familiar de
los Antinori vivía fuera de la capital, a poco más de la inacabable
media hora que aún demora el tren viejo del Oeste. Repartida por
varias casas de techo a dos aguas, levantadas por los primeros

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Antinori; impulsados hacia la periferia por la imparable miseria de la
zona Sur de la provincia. De todo este bagaje genealógico, Aurelio
sólo cargó con la piel dura y tostada, repartida sobre su cuerpo como
un manto de tierra regada que se resiste a dejar de ser árida.
Por lo demás, desmintió la tenaz raigambre familiar. Se puede
decir, con la desgracia detrás, que creció a destiempo. En aquel
entonces, Luisa me habló de él como "mi primo Aure el de la
motoneta". El día de su decimoquinto cumpleaños le traté. Por las
marcas en la alfombra, supe que el espacio de la casa había sido
ampliado y los muebles depositados en consigna en la parte
delantera que ocupaba por completo el taller. Esa tarde, Aurelio padre
tradujo el amor a su hijo en 400 centímetros cúbicos. Recuerdo la
impresión que me causó ver el alambre de aquel cuerpo montar en la
máquina fría y desproporcionada. Demoró la duración de un tenso
abrazo Aurelio hijo en embroncar el motor, templar los músculos,
gritar "¡Pepa!", recibir el nerviosismo de los brazos de la muchacha
alrededor de la cintura y volar en dirección contraria al viento,
dejando atrás una parva de tías y abuelos que nunca más dejarían de
deshacerse en advertencias.
Media tarde, varios cafés y una infinidad de cigarrillos y de idas y
vueltas en mi cuarto fue el precio que mi falta de hidalguía se cobró
antes de realizar la llamada. Los cuatro dobleces de la tarjeta
amarillenta que aún descansaba en el fondo de un cajón, no
impidieron que siguiera rezando:

┌────────────────────────────────┐
│ TALLERES ANTINORI e Hijo │
│ Motos-Automóviles-Furgones │
│ Todas Marcas │
│ Téfno 5......... │
└────────────────────────────────┘

Como es lógico, Doña Mercedes tardó instantes que fueron


semanas en reconocerme. De inmediato balbuceó mi nombre y
rompió a llorar, a lo que respondí mirándome de pie en el viejo espejo
del ropero que expulsó una imagen que rechacé. Al otro lado de la
línea, la firme voz se acercó taconeando: "¡Tía... Tía Merche! ¿Pero
quién es?". Cuelgo. No. Ya fui reconocido. "Hola, soy Juan Pablo".
"Hola", dijo Luisa. Con bastante dificultad expliqué que llamaba
porque me había enterado (no le digo cómo). "Gracias", contestó. De
pronto pensé que también ella habría pasado los treinta.
Me la imaginé yendo y viniendo por el salón empapelado de
girasoles, sirviendo café a Don Julio, preparando junto a su tía
pasteles con azúcar impalpable, hablando de distracciones, llevando y
trayendo sus seguramente aún firmes caderas a lo largo y ancho de la
casa. Me estremecí (para entonces me había sentado) con la

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esperable noticia de su casamiento y con lo mucho que se alegraría si
"conocieras a mi hijita". Dije: -por supuesto que sí-, al tiempo que
comencé a sospechar de su tono cristalino, que se metalizaba a
medida que avanzábamos en la amena conversación. Fue extraño,
ante un comentario, oírla reír y en seguida reprimir el exabrupto,
seguramente fulminada por una mirada. "¿Todavía escribes?", me
preguntó recomponiéndose, como al pasar.
Nunca soñamos una familia juntos; es más, nunca soñamos
juntos. Nos llevábamos bien y lo mejor es que pudimos pasar largas
horas sin hablar; pero cada uno esperó del otro que un día se fuera
con alguien mejor. Y como ambos éramos -somos- muy vanidosos,
estiramos la relación para no dar el brazo a torcer. 'Una idea
estúpida', pensé cuando la oí, pero no reaccioné al mencionar ella la
cita. Dije que a mí también me parecía bien "mañana", y como en un
juego de niños repetimos bar y hora de antaño. "Otra vez", dijo. Me
humillé por no saber llevar la iniciativa. Al fin, y casi como un
desquite, mencioné el nombre de su primo. Explicó que no se lo
explicaban. "Pobrecito", murmuró.
Repetí el rito del espejo, pero no apareció el de minutos antes.
Más bien me pareció estar viendo una foto en la que no salgo
retratado.

II

"Aurelio tenía un talento especial para hacer las cosas. No sabes


lo bien que cantaba". Luisa intentaba hablar con claridad y comprobé
que no había perdido la bendita costumbre de abrir bien su boca y
acariciar las palabras antes de darles vida. Físicamente, sigue siendo
tan agradable como mi archivo indica; además tiene el aplomo que
toda mujer adquiere una vez madre. A eso hay que sumarle la
gravedad que la muerte estampa en aquellos a los que roza. Calculé
si llevaba dinero suficiente para invitarla al cine, a cenar... "En la casa
todo lo arreglaba él: las cañerías, el jardincito... Y encima le quedaba
tiempo para preparar unas oposiciones... El negocio iba bien, pero ya
sabes, por las dudas... Siempre pensando en los demás, pobrecito".
(El calendario había olvidado dejar caer cinco o seis de sus
mejores hojas. El tiempo no retrocedió ni avanzó, las pesadas rosas
no aliviaron su belleza al paso de las tormentas, los gobiernos y
cabellos no cayeron, el mar no es un difunto en extinción, la pitillera
de Luisa no es plateada, el café que tengo delante no dejó escapar su
calor y su té con leche ya no humea ni empaña las para mí nuevas
gafas doradas que recogen los reflejos también ambarinos de su
pelo).
Entonces se me ocurre que apropiarme de todo lo barroco de esta

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mujer -que ha sabido volver a cautivarme con sólo un golpe de
muñeca para mirar el reloj y decir que le queda poco tiempo porque
"ya casi son las cinco y Merceditas debe estar por salir de la
guardería"- es en realidad una idea nefasta, de la que me arrepiento
antes de atreverme a enunciarla. "¿Sabes lo mucho que Aure quería a
Merceditas?". El gesto de su rostro se endureció al emparejar dos
nombres alejados el uno del otro por una diferencia que yo
catalogaría de sutil.
Por vez primera miró decididamente a través de la ventana del
bar, buscando en la calle respuestas que mi rictus anodino no le
ofrecía; quizás estuviese demasiado preocupado en reconocerme en
sus ojos diáfanos y a la vez profundos, porque no recuerdo con
exactitud la cronología de su relato, de la misma manera que no se
recuerda una película y sí las facciones más ocultas de su actriz
principal. Luisa, Aurelio y yo sentados en la mesa de un bar,
repasando la vida de unos y la muerte de otros; cinco años muertos
de muerte natural. Intenté explicar a Luisa que había vivido de varias
maneras en ese lustro: viajé poco, trabajé bastante y me contradije
en mis ideas; amé y me amaron en instantes tibios completados por
otra figura; supe y olvidé. Y la recordé más de una vez. Al fin y al
cabo, el verano loco de Cabo Martina había sido casi un ensayo
general. Pero no pude.
Ella por su parte había partido de mí y reconocido otra boca como
suya; parió una criatura que se veía ("ésta es de los dos años", me
dijo mirando la foto) el arquetipo de la contracara del hada negra de
la nada, vivía rozagante -quizás por esquivar- y contagiaba y me
contagiaba de un fervor tremendamente ajeno; tenía su familia
diezmada pero más unida que nunca-. Aurelio en cambio era un
muerto. Y quise aprovechar su ausencia para reencontrarla.

"Mis tíos también se habían enamorado de esa chica, les


gustaba... de toda la vida. Sabes que su padre es el sastre. Su madre
ayudó a mi tía cuando la inundación grande... de toda la vida. Si
apenas eran unos críos cuando se conocieron... Aurelio tenía el
taller... ella y sus hermanos, la sastrería... Creo que llegaste a
conocerla... en un cumpleaños ¿te acuerdas?, cuando el tío le regaló
la moto. Pues a mí Pepa nunca me gustó. Incluso los padres habían
llegado a comprarles el piso y poco a poco lo iban arreglando. Bueno,
ella no hacía nada. El último día Aurelio estaba lleno de pintura... Le
pregunté si había pintado con las orejas, por embromar... El me
contestó preguntándome si había llamado alguien. Estaba muy serio.
Yo no entendí lo que pasaba, Juan Pablo... si me hubiera dado
cuenta.... si hubiera sabido que el teatro había llegado al pueblo...
El... malnacido... de Ochoa lo mandó buscar... ¿Ochoa? ¿No sabes
quién es Ochoa? El borracho, el sereno del cine; él fue el que los vio
revolcándose en la última fila... la Pepa y ese actorzuelo de

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morondanga, la muy puta... seguro que primero fisgoneó un buen rato
y después voló con el chisme... ¿Y qué más da la película que daban?
No sé, creo que era española... el cine Atalaya, donde íbamos a
merendar y a ver tres seguidas todo el primaje..."
Una moto se detiene en el semáforo. El chico se quita el guante
izquierdo, saca un cigarrillo y fósforos del bolsillo de la camisa, prende
fuego, guarda las cerillas y termina de ponerse el guante en el
momento en que la señal cambia a verde.
Ahora Luisa no para de sollozar. Busco con la vista al camarero,
aunque no necesite nada de él. Tampoco tengo un pañuelo: jamás los
uso. Ella llora. Sin pensar en hacer las tres cosas que mejor me salen
cuando estoy nervioso (mascullar bobadas trascendentes sin
conexión; cometer alguna torpeza física notable; y calcular), digo:
"este mundo no era para él" y al inclinarme sobre ella para acariciar
su cuello, vuelco con el codo agua en el cenicero; de inmediato
calculo: 'con un vaso de agua se pueden llenar siete ceniceros'. Y en
seguida, automático: 'café, té con leche y propina: doscientas
cuarenta'.
Ella se sacude. Ahora sus ojos no reflejan nada; miran hacia
adentro. "¿Por qué... por qué dejó encendidas las luces... por qué
todo...?". Vuelvo la cara, ofendido. Odio que me interrumpan cuando
calculo: 'un metro y medio es la altura de un coche, más casi dos del
pobre Aurelio, más uno de soga... otro metro para el impulso... ¿Tiene
el taller de Antinori e Hijo seis metros de altura?'. Pregunto:
-Luisa, ¿el taller de tu tío tiene seis metros de alto?
Inmediatamente después de insultarme, Luisa se pone de pie.
-¿Para esto has llamado? -inquirió desde lo alto.
Dio dos pasos hacia la puerta, pero la detuve con su nombre.
-La foto...
Estiró el brazo (tiene la carne flácida) y frunció los ojos, como
quien mira un cuadro desde lejos.
-No eres un buen hombre... ¿lo sabías?
Desde entonces no hemos vuelto a vernos. Y probablemente
nunca más lo haremos. Es una sensación extraña, pero me alegra
saber que ella pensará, con osadía y excitación, en la profunda
injusticia del mundo, que otorga fuerzas para vivir a tipejos como yo y
no a cándidos chicos como Aurelio. Pienso en los últimos instantes del
pobre primo subido al techo del coche de su padre, sudando,
anudando, preparando la última escena. Todo por culpa de un actor
de provincias. Me entristezco. El me entendería.

Alejandro Feijóo

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