Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
October 6, 2006
I. LA RAÍZ DE LO MODERNO
La narrativa japonesa de la segunda mitad del siglo xx ha sido una de las más nutridas,
prolíficas y versátiles de la modernidad literaria. Bastarían algunos nombres para probarlo:
Junichiro Tanizaki (1886-1965), Yukio Mishima (1925-1970), Yasunari Kawabata (1899-
1972), Kobo Abe (1924-1993) y más recientemente, Kenzaburo Oé (1935). A este singular
muestrario, ya de por sí ronco, es necesario agregar lo siguiente: Kawabata, autor de La
casa de las bellas durmientes (1961), ganó el Nobel en 1968; Oé, hizo lo propio en 1994.
Veintiséis años median entre ambas concesiones. Nada despreciable para una literatura
relativamente distante para el común de los lectores occidentales. Y aunque es claro que
dicho premio no puede ser un paradigma para valorar la calidad artística de las obras, si lo
es, en todo caso, para conocer la efervescencia e invención al interior de una tradición
literaria.
Siruela publicó La perla y otros cuentos que, a pesar de ser claramente representativos
de las obsesiones del autor (la presencia de la muerte, la espiritualidad del budismo, etc.),
es un esfuerzo editorial que no se ve enriquecido más que por la iniciativa de Alianza, que
lanzó El marino que perdió la gracia del mar (1963) hace algunos años. Las ruidosas y al
parecer biográficas Confesiones de una máscara (1949) o El rumor de las olas (1954) son
obras que con algo de suerte, quizá puedan conseguirse en alguna librería de viejo, aunque
resulta poco probable. Mishima, por haber sido un homosexual excéntrico en una
comunidad tradicional, por haberse suicidado con la ceremonia ritual del hara-kiri y por
haber sufrido a causa de la dicotomía tradición-modernidad en la sociedad japonesa, ha
pasado a ser, en el mayor de los casos, un creador escandaloso con el fárrago de una pesada
vida a cuestas. Triste destino para un escritor tan valioso.
De tal suerte, el escritor que vivió dividido por el conflicto tradición-modernidad del
Japón contemporáneo, cayó víctima de una práctica del pasado. Su inconformidad se
disolvió en el acto que salva el honor de los renegados. Igual suerte corrió, dos años
después de la muerte de Mishima, su amigo y contemporáneo, Kawabata. ¿El método? El
mismo. Dos destinos unidos por la fatalidad de una muerte compartida.
En occidente el acto del suicidio sigue siendo, en términos desnudos, uno de los tabúes
que jamás se ha podido superar. El judaísmo tiene condenas claras. El enigma crece cuando
el implicado realizó una obra estética de valor notable. Estudiosos y lectores se arrojan con
fervor a las páginas que sobrevivieron al deceso y buscan, enfebrecidos por las ansias
interpretativas, las claves del acto de arrebatarse la vida. A esta magnificación y para el
caso particular de Mishima, se adhiere otra de mayor envergadura, pues el creador fue un
genio precoz y su obra rebasa en mucho la media del valor estético. Así, a la figura del
Mishima-suicida, se suma la del Mishima-entidad genial. Las Confesiones se publicaron
cuando su autor contaba apenas con 23 años. Dato significativo cuando se lee y palpa la
calidad de su obra: nada de tentativas primerizas ni de regodeos experimentales. El libro,
construido desde una perspectiva ágil y álgida, pretende ser el relato fiel de una educación
sexual, de una iniciación. Su protagonista, un joven adolescente que descubre su irresistible
proclividad por los seres de su mismo género, narra las peripecias para convivir en una
sociedad que, deliberadamente, ha realizado una condena histórica de la homosexualidad
como norma plausible de vida. Sus enamoramientos, desencantos y frustraciones, son el
marco ideal mediante el cual Mishima plantea los problemas de modernización de una
comunidad que se ha caracterizado por el respeto a la tradición.
El aspecto más visible del libro e incluso el que se ha promocionado como producto
editorial, es el de ser el relato de un incapacitado para vivir en el seno de la sociedad dada
su caracterología sexual, su “enfermedad”. La edición que realizara Planeta en los ochenta,
además de ser de calidad ínfima (la traducción es del inglés), da cuenta de ese intento de
mercadeo carente de escrúpulos, con el acto de pedirle la escritura del prólogo a un
psicoanalista versado en la detección y cura de casos sexualmente patológicos. Esa vereda,
que no pocos recorrieron y en la que muchos se enlodaron, tal como Antonio Vallejo lo
hizo en su Mishima o el placer de morir (1978), ve en las Confesiones el camino más corto
al mejor análisis que pueda darse sobre una iniciación homosexual. Ahí están, expresados
con el mejor lenguaje, el descubrimiento de las formas masculinas, el erotismo pasmoso de
los golpes, el inicio de los ejercicios masturbatorios y la búsqueda de la compañía
homosexual.
El relato de las Confesiones de una máscara puede ser eso, pero es, sobre cualquier otra
cosa, una obra literaria. Un apasionado relato de búsqueda y decepción; un intrigante
retrato de la sociedad moderna y sus contradicciones y una ambiciosa tentativa de explorar,
con las armas del lenguaje, los límites de la realidad humana. Además Mishima, fuera de lo
estrictamente anecdótico, fue un consumado maestro de la estilística. La narración por parte
del adolescente, jamás pierde hondura o credibilidad. El efecto inmediato, de tersura y
decepción, pueden no menos que transportar al lector a esa atmósfera opresiva de los
barrios de Tokio. Cuando en 1968 la academia sueca hizo saber su decisión, el laureado
Kawabata expresó en entrevista al New York Times: “no comprendo cómo me lo han dado
a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo
cada dos o tres siglos. Tiene un don milagroso para las palabras.” Aunque podemos
desconfiar de la entusiasta declaración de su maestro y amigo, dado el cuidadoso protocolo
japonés, no debemos olvidar que Kawabata, predecesor y allegado de Mishima, con todo y
que le llevaba más de veinticinco años de edad, no dudó en elogiarlo en más de una
ocasión, saludándolo como un perspicaz artífice de la lengua japonesa.
Ante esto, Yourcenar propone la visión del vacío pues, según sus propias palabras,
“como ocurre con toda escritura o todo pensamiento voluntarioso, el libro [las Confesiones]
irrita o decepciona tanto que no se acepta la originalidad de la obra tal como es.” Jubilar
telarañas interpretativas y abrazar al texto como lo que es: un relato. La autora de las
Memorias de Adriano (1951) pone una de las primeras piedras para lograr que le sea
retirada a la narrativa de Mishima, ese hálito de falso amaneramiento del maldito
tradicional (tan seductor para occidente y tan perjudicial para los autores). Yourcenar, por
sobre todas las cosas, le concede el gran mérito de ser un narrador de las contradicciones
humanas. El hombre, al vivir y reconocer sus propias inclinaciones, se pone cara a cara
frente al mundo. Es un lío de fuerza y voluntades en donde el individuo, tristemente, habrá
de salir perdiendo.
Geneviére Allard y Pierre Lefort, escriben, en su tratado sobre La máscara (1984), que
“la razón esencial de una máscara es tomar un rostro, adaptarlo a su comportamiento y
hacerse pasar por otro. Se crea así una ilusión.” Su ensayo, de carácter antropológico,
rastrea el uso y características de la máscara como atributo pretendido de una personalidad
diversa. De las máscaras que se hallaron en el templo de Artemisa, en Esparta, a las
modernas y coloridas máscaras del Carnaval de Venecia, el hombre ha buscado multiplicar
su personalidad eliminando las limitantes de su unicidad. La duplicidad de Mishima
empieza desde su denominación, pues su nombre real era Kimitake Hiraoka. Y siendo el
nombre el fundamento de toda realidad, alterar las nomenclaturas es darle un nuevo
contenido al mundo que nos rodea. Habitar de nuevo el mundo.
Toda entidad distinta a la experiencia fáctica del protagonista. El otro protagonista es,
valga el término, lo otro: vaguedad determinada por su naturaleza insondable.
Reseña de: MISHIMA, Yukio (1969-70), Lecciones espirituales para los jóvenes
samuráis, La esfera de los libros, Madrid, 2001.
Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis es el título de uno de los trabajos que
componen este compendio (al cual, además, da el título) de escritos filosófico-políticos del
genial y polifacético Yukio Mishima (seudónimo de Kimitake Hiraoka), autor japonés que
saltó a la fama la mañana del 25 de Noviembre de 1970 cuando, tras el fracaso de un
intento de sublevación militar dirigido por él mismo, se quitó la vida, ante las cámaras de
televisión, por el rito Sepukku (vulgarmente “Hara-kiri”)… Pero bueno, ya sabemos lo que
es la fama: un brillo, un resplandor en el firmamento, que dura unos instantes y al final se
apaga; ilumina nuestros corazones durante un momento, aunque la memoria, quizás, quede
más tiempo impresionada por la belleza de ese fulgor, de ese fuego artificial… Así
concebía Mishima la acción, la belleza de la acción. Quizá desde nuestra cultura occidental
no le demos demasiado valor al suicidio… ¿No? Quizá ese valor dependa de los motivos…
Durkheim sabrá.
En cualquier caso Mishima ya gozaba de otro tipo de fama, una más perenne, menos
valiosa según el propio Mishima, probablemente más para nosotros: era uno de los mejores
escritores japoneses de todos los tiempos, hasta el punto de que estuvo, con sólo cuarenta
años, propuesto para el premio Nóbel de literatura; mas nunca se lo dieron por sus abiertas
posiciones políticas fascistas. En efecto, el mejor ejemplo que de esto tenemos es la
Proclama del 25 de Noviembre (el último de los escritos, tanto de este libro como de su
vida), el discurso que dio a los soldados del cuartel en el que entró, con sus cien hombres de
la Sociedad de los Escudos, para provocar la sublevación militar. El texto posee todos los
ingredientes fascistas: rechazo a la Constitución, a la democracia, a los políticos, a la
economía de libre mercado, nostalgia por el pasado imperial de Japón, odio a los USA, a
los partidos comunistas, etc., aunque por otro lado le fascinaban y alababa a los militantes
de izquierda, como todo fascista.
De esta guisa, aunque menos escandalosos, son otros de los textos aquí incluidos: Mis
últimos 25 años y La Sociedad de los Escudos, e incluso Introducción a la filosofía de la
acción. Este último, sin embargo, está dotado de un mayor nivel de reflexión filosófica,
alcanzando algunos puntos un alto grado de metafísica. El primero de estos puntos es,
desde luego, su concepto de “acción”: algo así como la actividad física combativa orientada
hacia un objetivo, actividad que se consuma en un corto lapso temporal; diferente, por
tanto, del arte —que sería aquella actividad orientada por impulsos estéticos (en este
sentido la gimnasia sería “la forma más próxima al límite entre arte y acción”)—, y
diferente también de la tarea o trabajo, es decir, de aquella actividad (física o intelectual,
artística o no…) que se desarrolla a lo largo de un período ilimitado o extremadamente
largo [Cfr. pp.164-170]:
«La acción tiene el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de
un fuego de artificio. Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única
empresa, lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que dura
un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores auténticos de la vida
humana.
»La acción más pura y esencial logra retratar los valores de la vida y las cuestiones
eternas de la humanidad con una profundidad mucho mayor que un esfuerzo humilde y
constante» [p.169].
No deja de ser, sin embargo, Yukio Mishima, uno de los autores malditos, de esos que
van en contra de las opiniones dominantes tanto en su obra como en su vida: un romántico,
al fin y al cabo, recuperable ahora por los nostálgicos del 68. Y es que, efectivamente, gran
parte de estos escritos hacen referencia a las revueltas estudiantiles japonesas del 69 y 70,
revueltas con las cuales mantiene una relación intelectual de ambivalencia… Y luego está
su suicidio, su muerte heroica. ¡Pues bien, que nos espere por muchos años!
Observemos, no obstante, que esta dialéctica (abierta) se cierra (o pretende ser cerrada)
a través de una política individual guerrera, donde el Samurái hace política combatiendo…
En fin, no salimos del fascismo.
Este es un ejemplo entre un amplio elenco de temas y casos que nos ofrece este autor.
La mirada del filósofo debe ser crítica (de lo contrario no sería filósofo) para extraer
aquello que de valor haya en un discurso; creemos que en estos escritos hay mucho de valor
(historia del Japón, de su literatura y cultura, normas de acción valiosas, crítica a la
democracia de mercado, espíritu de compromiso…), dejemos al lector que lo disfrute y que
sea él mismo el que extraiga sus propias conclusiones; contra el “mal” ya le hemos
prevenido.
DEBATS 80
QUADERN
Michel Random es un escritor francés que cultiva las artes marciales. Ha visitado varias
veces Japón. En una de ellas decidió conocer a Yukio Mishima, ya por entonces célebre
escritor. Lo entrevistó y luego fue invitado a su casa de Tokio, en 1968, poco antes de
morir1. Más tarde, Random relató su encuentro en un libro cuyas claves eran ya anticipadas
por las respuestas de Mishima2.
El escritor japonés vivía con su mujer y sus dos hijos a las afueras de la ciudad en una
casa grande, aislada y cercada. Al poco de llegar, a Random le intrigó que nada de lo que
veía respiraba en japonés. El jardín de acceso, dispuesto a la occidental, tenía un zodiaco de
mármol, en cuyo centro se erguía una estatua de Orfeo con su lira griega; daba pie a un
edificio unifamiliar como los habituales en la Costa Azul francesa. El primer piso estaba
decorado con mobiliario estilo siglo XVIII, también francés. El segundo piso de la casa,
donde lo recibió Mishima, tenía un aspecto euroamericano de la época: había sofás, mesas,
grabadoras, aire acondicionado, teléfono último modelo… Yukio Mishima, el “último
samurai”, estaba descalzo y vestía una camiseta negra, de mangas cortas y sin cuello, y un
pantalón yanki. Random, atónito, que no había conseguido descubrir aún los esperados
elementos shinto, las inevitables trazas zen o las presumibles evocaciones del bushido,
preguntó entonces a Mishima:
La intromisión de Perry trajo dos consecuencias, ninguna de ellas –es cierto– instruidas
directamente por la armada americana, pero sí favorecidas y agitadas por su intervención.
La Restauración Meiji, en 1868, fue la primera; la incorporación de Japón al mundo
moderno de aquel tiempo, la segunda. Sobre el telón de fondo de la caída de los Tokugawa,
espoleada por aquella intervención, la “cara” y “cruz” de esta moneda fueron dos hechos
decisivos, respectivamente: la vuelta al centro del poder del emperador, siempre venerado y
respetado, los últimos siglos un tanto alejado de los quehaceres políticos inmediatos; y la
abolición del estamento de los samurai, entonces un millón de guerreros, y sustituido ahora
por un nuevo ejército profesional de cuño europeo. Los samurai, con Saigo Takamori a la
cabeza, se levantaron, mas su intentona fue ahogada en sangre. Permaneció su recuerdo, no
obstante, que sería de vez en cuando evocado con mayor o menor fortuna en los años
venideros. En cambio, a la institución imperial le tocaban ahora momentos entusiastas,
aunque igualmente tendría que padecer en el futuro inmediato horas aciagas.
Pero a partir de ese momento y como consecuencia del mismo, la vida que se
inauguraba, teñida de occidentalismo por todas partes, con sus ritmos, modas y objetivos
iba a extender densas capas de señuelos, tras las cuales las tradiciones milenarias –incluso
la divinidad del mikado– seguirían viviendo en plena lozanía. Primero, de soslayo, al
margen y luego cada vez más emergentes. Japón parecía una cosa y seguía siendo otra. El
mismo emperador, poco después de la derrota, capitulación y abdicación lo dejaba
sentenciado pronunciando esta frase de sesgo profético que cito ahora de memoria. Vino a
decir: “Las perennes ramas del pino del Japón se doblegan hoy por el peso de la nieve, pero
llegará un día en que el resplandeciente sol derretirá este manto blanco4 que soportamos y
el árbol se levantará de nuevo como antes”.
¿Qué tenía que ver Yukio Mishima en todo este panorama que acabamos de sintetizar
apresuradamente? ¿Cómo vivía este hombre el eclipse samurai y el sacrilegio del que era
víctima el mikado?
Yukio Mishima descendía de una familia samurai de rancio abolengo, entre otros de un
daimyo (señor feudal) emparentado con el clan Tokugawa. Siente esa herencia y desea
asumirla. Lo confiesa de forma insistente en su obra y en su vida. Por consiguiente, la
pregunta es obligada: ¿qué significaba ser un samurai para Mishima en pleno siglo XX? En
su respuesta, no se conforma con un ideal figurado, con un suspiro de “lo que fuimos” o un
recuerdo que airear con palabras románticas. No, quiere la máxima pureza, autenticidad,
como lo quiso en todo lo que emprendió. No desea únicamente bella y sentida literatura
bien trabajada, pero desligada de la vida; quiere que aquella –sus escritos y sus
representaciones– sean los surcos en los que laborar su voluntariosa acción, el sol y el
acero. Es más, Mishima se verá a sí mismo como el hombre en el que su obra no es sino el
apéndice de su acción, simples y fulgurantes ecos de ésta; de forma que, por sí sola, no vale
nada. De hecho, para el escritor, lo único que de verdad cuenta es su acción. Centrémonos,
por tanto, en ella.
Junto a la síntesis transmitida por Yamamoto, existía otra tradición, ésta recogida por
Inatzo Nitobe en su obra El Bushido7 en la que se afirma: “Mientras exista el seppuku8, el
Japón eterno vivirá”.
Qué duda cabe, Mishima y Japón, Japón y Mishima estaban irremisiblemente unidos.
Ambos obligados a entrar en la modernidad y a interpretarla, y los dos celosos
mantenedores de las tradiciones. Mas lo curioso, lo inaudito del dato, es que los dos, Japón
y Mishima, Mishima y Japón, liberaban el mito, no a través de su conducto habitual
esperado, de su interpretación o referencia directa, sino mediante la expresividad moderna,
mediante su aparente negación. ¿No es esto cultura posmoderna?
Sí, la modernidad es desmitificadora. Pues he aquí que el mito retorna naciendo de ella,
dicho y hecho en ella. Yukio Mishima y Japón son, por esa razón, arquetipos de la
posmodernidad. Por eso la importancia de los dos, pero sobre todo la magnitud del héroe.
Porque la clave de Yukio Mishima no reside en haber sido un buen literato, un maestro en
artes escénicas, lo esencial en él fue haber encarnado, acaso como pocos, el mito otra vez
fundado de la sacralidad del mundo que “vuelve”, no desde fuera de este mundo voraz, sino
en el mismo ámbito que lo quiso almirezar y luego engullir. En realidad ha estado ahí
siempre, sin moverse. Pues no se daba cuenta el rebelde usurpador que, en el fondo, al
apropiarse de él para adueñarse del mundo seguía manteniéndolo vivo, garantizando su
presencia, su resurgir. Yukio Mishima interpretó el papel del agitador de los elementos, el
cauce por el que el agua limpia regresa. Ése es el “valor” del hombre que fue mucho más
que escritor, no sólo para la cultura japonesa, también para la nuestra, más perdida que
ninguna.
En el laberinto de la ambigüedad
Acaso por lo que acabamos de insinuar es por lo que Mishima despierta aún hoy, a
treinta y dos años de su tremenda muerte, tanto interés en Occidente.
Vemos hasta qué punto Mishima es atractivo en Europa, a raíz de aquella soleada
mañana del 25 de noviembre de 1970 en la que salió en la primera página de los telediarios
del mundo pronunciando un discurso (sin ser escuchado) a las tropas de las Jeitai (Cuartel
General de las Fuerzas de Autodefensa del Japón) y desplegando una proclama escrita
sobre un lienzo blanco, poco antes de clavarse una espada corta en el vientre. Vemos hasta
qué grado es conocido Yukio Mishima, quien, sin embargo, no es una exportación cultural
japonesa. Para su país, Mishima sigue siendo más bien un silencioso respeto, por la forma
en que escribió y, sobre todo, murió; y una dolida recriminación al haber el escritor
golpeado las instituciones como lo hizo en su secuestro de las Jeitai y “morderles la mano”
a sus representantes, cuando rendía su servicio a las tradiciones.
Pero, repetimos, ¿por qué interesa Mishima mucho más a Occidente que a Oriente? Es
la pregunta que mantenemos todavía sin una respuesta directa, aunque el lector se habrá
dado ya cuenta de que ha quedado anticipada en lo dicho.
Sin embargo, Mishima se suicida, conforme al modo ritual de los antiguos samurai,
cuando se encuentra en plena cima y madurez artística, cuando le sonríe la fama y la
fortuna. ¡Cuando ha logrado la belleza! Entonces muere, como debe ser, en la cumbre. Pero
este gesto casi nadie lo entiende. ¿Por qué realmente lo hace Mishima? Es la pregunta de
muchos. Seguimos dejando la cuestión, por ahora, en suspenso.
Es verdad que cada uno de los ingredientes señalados son lo bastante como para imantar
a cualquiera, pero ninguno de ellos constituye una novedad. Escritores extraordinarios y
geniales los ha habido y los hay, ignoro si los seguirá habiendo. Estetas, con cierto sabor
nihilista, también. Y suicidas, en la literatura, unos cuantos, incluso en Occidente, como
Montherlant, Hemingway o Larra. En Japón, el suicidio entre escritores no es un dato raro.
Once, al menos entre los de fama, en el siglo XX (Bizan Kawakami, 1908; Takeo Aishima,
1923; Ryonosuke Akutagawa, 1927; Shinichi Makino, 1936; Osamu Dazai, 1948; Tamiki
Hara, 1951; Michio Kato, 1953; Sakae Kubo, 1958; Ahihei Hino, 1960; Yukio Mishima, en
1970 y, por último, Yasunari Kawabata, el Premio Nobel, dieciocho meses después de su
amigo Mishima, el cual –me refiero a Kawabata– contó a propósito que Mishima se le
había aparecido tras su seppuku y le había hablado).
Comentamos tanto acerca de Mishima no por cada uno de esos ingredientes y por el
sabor de su conjunto. Eso son únicamente apariencias o, como él mismo dijera,
“excrementos” (¡!). Lo hacemos porque, como pocos, Mishima logró conferir a su persona
la planta de un verdadero arquetipo de nuestro tiempo. “Quiero hacer de mi vida un poema”
–expuso. Y para empezar cambió su verdadero nombre (Kimitake Hiraoka) por el de Yukio
Mishima. Yuki, en japonés, quiere decir “nieve”; y Mishima es el “lugar desde el que se ve
la nieve del Monte Fuji”. “Nieve” y “lugar desde el que se ve la nieve”. Dentro y fuera, a la
vez, de una idéntica realidad. Pues bien, su poema es el de la posmodernidad, el poema
síntesis de nuestro tiempo, el poema del héroe mítico capaz de encarnar un poderoso
mensaje.
¿Contradictorio? Es tradicional, si bien en sus ensayos no hace otra cosa que mencionar
nombres de autores occidentales, clásicos y modernos. Se presenta como pocos entregado
al bullicio presente, hasta el punto de escandalizar incluso a los modernizados ejecutivos y
gentes del sistema; parece encontrarse a gusto en la modernidad, actuar en ella como pez en
aguas propias, crecer en su celebridad, afecto y agasajo y, en cambio, los poros de su
cuerpo y su pluma no confiesan más que el espíritu ancestral reprobado por esa misma
modernidad. Su tinta negra es del color de la sangre. Por eso es Mishima tan de hoy y
arquetípico. Y su poema es un poema fundador. Vive siendo lo que debe ser en el Ser sin
que importe demasiado el medio de cultivo donde esa fidelidad sigue creciendo. En este
mundo sigue existiendo vigoroso lo “divino que no ha muerto”, solo que no queremos
verlo. La acción posmoderna de Mishima es una demostración de que es posible vivir la
tradición aquí y ahora. De que es posible hallar la unidad de los contrarios como fuera, es y
será en el origen del mundo, más allá de la destructora dialéctica que sostiene y justifica
esta incesante tempestad de aniquilación en la que existimos desde hace miles de años,
cuyo principio dice: al lado de lo que se afirma surge de inmediato aquello que lo niega.
Mishima, en cambio, nos aporta su lección vital: la modernidad me sirve para que el
espíritu se manifieste en ella y desde ella. “Es malo cuando una cosa se divide en dos” –se
lee en El Hagakure de Yamamoto. Discurso no dialéctico por antonomasia. Vamos por el
buen camino.
Si no, he aquí el relato del mito. Amaterasu se esconde en una gruta al haber sido
Susanowo brusco y grosero con ella. La tierra se ha quedado en tinieblas debido a esta
desgraciada circunstancia. Todo está ahora sin luz, incluso padecen su carencia los mismos
dioses. Entristecidos, hacen todo lo que está en sus manos para que Amaterasu, la diosa del
sol, vuelva a salir y la luminosidad expanda su ser. Ponen reclamos (aves, piedras
preciosas, lienzos blancos), hacen oraciones… Nada de nada, hasta que, incitándose con la
danza de una diosa completamente desnuda, empiezan a gritar y reír. Entonces, los alaridos
divinos ante el baile de la diosa es lo que despierta la curiosidad de Amaterasu. Aquel baile,
aquel griterío es su atención. Asoma su bello y reluciente semblante por una fisura entre las
piedras y malezas para ver qué ocurre, lo suficiente para que su luz se filtre al mundo
exterior. En ese instante, un espejo es situado ante ella. Amaterasu, al ver reflejado su puro
resplandor, se maravilla y sale. Las oscuras sombras la acogen y se fusiona en ellas. La
pura luz se encuentra tanto en el interior como en el exterior. Fue así como el sol naciente
tornó a iluminar la tierra, esto es, Japón, cual una joya. Después, Susanowo descubrió la
espada en el vientre de un dragón, que Amaterasu entregaría a su dinastía viviente. El
espejo, la joya y la espada, las tres insignias de la dignidad del trono imperial desde los
tiempos remotos…
© Isidro-Juan Palacios
NOTAS
5 Ronin eran los samurai sin señor al que servir. Generalmente derrotado y muerto su
señor, los samurai se convertían en ronin hasta que entraban al servicio de otra casa.
Entretanto vagaban como “caballeros andantes” desfaciendo entuertos allí donde los
encontraran o se hacían monjes o ermitaños. Fue este último el caso de Yamamoto, quien
tras escoger una cueva para vivir se retiró en ella el resto de sus días, en medio de un
bosque. Allí meditaba, contemplaba la naturaleza y recibía a sus discípulos a los que
enseñaba. Éstos tomaban notas con pinceles. Fue así como uno de aquellos discípulos, al
reunirlas, pudo publicar El Hagakuré (A la sombra de las hojas), cuya primera edición se
remonta a 1710. El libro (cuatro tomos) conoció numerosas ediciones, amplias y reducidas.
Su influencia fue enorme durante los siglos siguientes. En los años de la última gran guerra
sería una de las obras más leídas, junto con el Bushido de Inazo Nitobe.
6 Bushido, código de honor de los samurai. Do, vía o camino; bushi, guerrero o
caballero; Bushido, o “la vía del guerrero”.
7 De este Bushido, de Nitobe, existen en español varias ediciones, todas ellas tributarias
de la primera, traducida del inglés y costeada por el general Millán Astray. En el prólogo a
la edición de 1941, este militar reconoce que se inspiró en su filosofía o quedó influido por
ella cuando escribió el “decálogo” de la Legión Espñola, cuerpo voluntario fundado por él,
que ha hecho famosos gritos como el de ¡Viva la Muerte! Tema, éste de la muerte, por
cierto, tan en sintonía con la tragedia clásica española. El propio Mishima, gran amante y
conocedor de nuestro Siglo de Oro, hablará a propósito del “espíritu samurai” de los
hidalgos españoles.
Yukio Mishima
Ernesto Milá
Se suele decir que Mishima ha sido el más grande escritor japonés de su generación. No
recibió el Premio Nobel, pero indudablemente tuvo una fama más amplia que Kawabata
que sí lo obtuvo y que fue su descubridor. Los editores sabían que cada novela de Mishima
iba a ser un éxito de ventas y los propietarios de salas de teatro e incluso de Cabaret
hubieran dado varios años de su vida para que Mishima trabajara en ellos, ya fuera
interpretando, escribiendo el libreto o simplemente estando presente en el local. Tal era la
fama de Mishima en el Japón…
Su fama llegó a Europa poco después de su muerte. Hasta entonces fue un ilustre
desconocido, incluso en los ambientes más conocedores de la literatura. El 26 de noviembre
de 1970, los más grandes rotativos nacionales publicaron la foto de Mishima encaramado
en el balcón de un cuartel del ejército japonés. Minutos después de aquella foto, se haría el
hara-kiri. No era la primera tentativa de suicidio del escritor japonés; cuando era un
desconocido, en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, enrolado voluntario en las
escuadrillas “kamikazes”, debía haberse estrellado contra algún barco americano si no
hubiera sido porque una gripe de última hora le impidió morir por el emperador.
Los escándalos de Mishima hicieron furor en el Japón de los años 50-60. No reparaba
en besar a un travestí en una escena de cabaret para acto seguido cumplir con sus deberes
de padre de familia; consideraba uno de sus momentos más felices el que una enciclopedia
reclamara una foto suya para acompañar el vocablo “culturismo” y con la misma facilidad
demandaba a otra revista que publicó sin permiso “una foto en la que parecía menos
hercúleo”. Hombre extremadamente controvertido, contradictorio, lo menos que puede
decirse de él es que seguía la fórmula extremo oriental de “cabalgar al tigre”, participando
en la vida cotidiana y no como uno más, sino como una figura que atraía la atención, pero
que en medio de sus excentricidades mantenía una sólida y tradicional visión del mundo.
Algo más que imposible. Se puede decir que sus obras, y en especial “Caballos
Desbocados”, representaban la válvula de escape que Mishima tenía frente al Japon
occidentalizado. Pero esta contradicción entre un “hombre tradicional” en su interior y un
exhibicionista y genial literato en su aspecto público no podían durar mucho tiempo.
Justo mientras estaba escribiendo las páginas de “Caballos Desbocados”, concibe la
idea de formar el “Tateno kai”, la “Sociedad del Escudo”. Esta asociación era bastante más
que una mera agrupación de extrema-derecha, de las que se pueden contabilizar en el Japón
no menos de 500. Concebida como “el escudo que debía proteger al Japón, y especialmente
al Emperador, de la embestida occidental” (de lo que de burgués, consumista y
antitradicional tiene “lo occidental”), se podía asemejar a una orden mística y combatiente.
Sus miembros, instruidos en las artes marciales, tenían una composición social interclasista.
Quienes entraban en ella dejaban de pertenecer al mundo de lo contingente, dedicaban su
tiempo a la práctica de las artes marciales y a dialogar con Mishima. El “Tate no kai”
estaba concebida como una estructura de choque: su actuación primera sería también la
última: su debut, una despedida. Mishikma pensó en quemar, inicialmente, a su medio
centenar de hombres luchando con las manos desnudas contra los estudiantes del
Zenkaguren (movimiento estudiantil de ultraizquierda japonés). Dicho enfrentamiento
supondría la muerte de todos ellos aplastados por la orda izquierdista y obligaría a los
militares a actuar, restableciendo el código del honor japonés y aboliendo las costumbres
occidentales. Pero al producirse en 1969 una de las más gigantescas y violentas
manifestaciones izquierdistas, y ser disuelta por los antidisturbios sin producirse ni una sola
víctima, comprendieron que tal proyecto dejaba de tener interés: el emperador no estaba
indefenso, tenía los “grises” locales. La acción derminativa debía ser otra.
Aquel día de diciembre del 70, cuando en España las turbulencias desatadas por el
proceso de Burgos apenas dejaban espacio para noticias de otro tipo que no fueran las
relacionadas con el orden público, Yukio Mishima “tuvo el placer de morir”, demostró ser
el último samurai. Japón se sorprendió de que el gesto de Mishima fuera comprendido y
acogido por la joven generación. Su ejemplo debía de servir para algo.