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JOHN BELL HATCHER: UN CAZADOR DE FOSILES EN LA

PATAGONIA

A veces los rondaba la miseria,


la seca, la langosta, la ceniza,
cielos bajos y oscuros,
ni pájaro ni insecto ni lagarto,
sólo ellos
y el viento ciego amurallando noches,
el viento sin misericordia, el viento.

“Cielo adverso" - Dora Battistón

Entre 1896 y 1899 la Universidad de Princeton, una de las más


antiguas de EEUU, patrocinó tres expediciones a la Patagonia
austral, las que fueron programadas y ejecutadas por el paleontólogo
John Bell Hatcher, curador del Departamento de Paleontología de
Vertebrados de dicha universidad.

Hatcher que era un ávido cazador de fósiles tenía como objetivo


principal visitar los yacimientos descubiertos por Carlos Ameghino
y obtener una completa muestra paleontológica de los mismos.
Paralelamente reunirían una importante colección de mamíferos,
aves y plantas de la región.

Había tenido noticia desde 1887 de los viajes de exploración de


Ameghino y del éxito obtenido que se reflejaba en la tarea de su
hermano Florentino, uno de los mayores paleontólogos de la época
por la gran cantidad de fósiles que había descripto, si bien con una
estratificación incorrecta que le hizo otorgarles mayor antigüedad de
la que en realidad tenían.

En unos yacimientos que situó en el valle del río Deseado, Carlos


Ameghino había hallado restos de Pyrotherium, un gran mamífero
parecido al elefante, que Florentino atribuyó al período cretácico (en
realidad eran del oligoceno, unos 30 millones de años más joven).
Hatcher no pudo obtener más detalles de los Ameghino, ya sea por
su pobre dominio del castellano o porque Carlos ocultaba bien sus
hallazgos para evitar que se llevaran fósiles del país, aunque ellos
mismos venderían en 1892 y 1895 unos 500 ejemplares de fósiles a
distintos museos extranjeros. Más tarde, en 1903, Hatcher propuso a
los Ameghino un viaje conjunto para aclarar las controversias sobre
la datación, pero Florentino contestó que estaba muy ocupado y que
podía ir Carlos si tenía tiempo, pero poco después el norteamericano
falleció y el viaje nunca se hizo.

Las tres expediciones de la Universidad de Princeton se realizaron de


marzo de 1896 a julio de 1897; de noviembre de 1897 a noviembre de
1898, y la tercera de diciembre de 1898 a septiembre de 1899. Los dos
primeros viajes fueron costeados por numerosos graduados y amigos
de la Universidad. El tercero lo fue exclusivamente por el propio
Hatcher. En los reportes de las expediciones, editados por William B.
Scott en 1902, Hatcher redactó la narrativa de de la que tomamos
estas notas.

PRIMERA EXPEDICION

El 29 de febrero de 1896 Hatcher partió de Brooklyn con su cuñado


Olof Peterson en el “Gallileo”, nombre que consideraba de buen
augurio para una expedición científica. El viaje duró casi un mes
hasta Buenos Aires donde lograron desembarcar mediante un
certificado sanitario fraguado por el médico de a bordo. Allí se
enteraron que pocos días más tarde el transporte Villarino, de la
Armada Argentina, zarpaba rumbo a Santa Cruz. El vapor de casco
de hierro había sido adquirido en Inglaterra como transporte de
tropas y le cupo el honor de repatriar los restos del general José de
San Martín.
En el viaje pasaron por Bahía Blanca, San Blas y Puerto Madryn, en
el golfo Nuevo: “La peculiar belleza de este cuerpo de agua se
enfatizaba por la apariencia triste, por no decir desolada de las
planicies que lo rodeaban”.

En Puerto Deseado, anclaron frente a las ruinas del establecimiento


fundado por España en 1790, para la extracción de aceite de lobos
marinos y ballenas. En la desembocadura del río Santa Cruz
“detectamos los dorsos de unos enormes objetos negros en el agua, y
de pronto descubrimos que estábamos justo en el centro de una
manada de ballenas, probablemente Balaena australis [la ballena
franca austral Eubalaena australis], porque esta especie se sabe que
frecuenta esta costa y es gregaria. Conté no menos de 14 de estos
grandes monstruos mientras retozaban en el agua cerca del barco.
Frecuentemente salían a la superficie y se deslizaban con sus grandes
lomos sobresaliendo del agua, y ocasionalmente podíamos ver que
alguno elevaba su gran cola ahorquillada y varios metros de la parte
posterior del cuerpo en alto, luego, sumergiéndose de golpe y
descendiendo aparentemente en forma vertical, desapareciendo
inmediatamente bajo la superficie. No parecían alarmarse por
nuestra presencia, sino que más bien parecían disfrutar de nuestra
compañía, porque noté que por momentos varias de ellas tomaban
posición delante del barco, donde jugaban entre ellas de la misma
manera que he visto hacerlo en otras ocasiones a las marsopas,
cruzando a un lado y al otro el curso del buque con gran facilidad,
manteniendo al mismo tiempo el mismo movimiento hacia delante
que el barco. No suponía que las ballenas podían nadar tan rápido. “

Llegaron a Río Gallegos, la capital del territorio [actualmente


provincia] de Santa Cruz y se entrevistaron con el gobernador
Edelmiro Mayer, un personaje de aventura, digno de una película o
novela, quien había apoyado las expediciones científicas de Carlos
Burmeister, Clemente Onelli y Carlos Ameghino. Durante todo el
invierno trabajaron en las barrancas del río Gallegos y de la costa
atlántica, utilizando una carreta tirada por caballos, arriesgando la
vida en cada pleamar cuando debían retirarse rápidamente para no
quedar atrapados por la marea. En Guer Aike le llamó la atención la
espesa cobertura de “mata verde” (Lephydophyllum cupressiforme), un
arbusto que considera el más común en esa zona de la estepa
patagónica “porque a pesar de rara vez alcanzar un diámetro mayor
de media pulgada o una altura de más de 1 m, gracias a la gran
cantidad de materia resinosa que segrega, cuando se la usa como
combustible es de gran valor, debido a su alto poder calorífico. “

Tras viajar varios kilómetros hacia el NO llegaron a una gran


depresión, de unos 100 m de profundidad y unos 15 km de diámetro,
conocida como Bajo de la Leona con una pequeña laguna salada en su
centro. Más allá estaba la estancia del gobernador Mayer, junto al río
Coyle, donde visitaron un campamento indígena tehuelche de unos
30 habitantes, vestidos con cueros de guanaco.

En otra salida cruzaron el río Gallegos arribando a la estancia Killik


Aike propiedad de Herbert S. Felton. Allí recolectaron numerosos
fósiles: un interesante roedor, Pyocardia elliptica; el ungulado
Nesodon, del tamaño de un pequeño rinoceronte; Astrapotherium, otro
ungulado, y el mayor de esa fauna, Diadiaphorus, otro ungulado
semejante a un caballo. En total obtuvieron 1500 kg de fósiles.

A principios de septiembre se trasladaron a Corriguen Aike, cerca de


puerto Coy, donde hallaron otro rico yacimiento de fósiles de la edad
santacrucense. “En 18 años pasados casi contantemente colectando
fósiles de vertebrados, tiempo durante el cual visité los más
importantes sitios del Hemisferio Occidental, nunca vi nada que se
pareciera a esta localidad cercana a Corriguen Aike en riqueza de
géneros, especies e individuos.” Tras un mes de trabajo el valor de la
colección obtenida que alcanzaba un peso de 4 toneladas hizo que
Hatcher decidiera trasladarse a Punta Arenas para supervisar el
embarque de los fósiles a Nueva York, los que fueron sacados
ilegalmente del país.

Cerca de Palli Aike, lugar donde en 1937 Junius Bird descubriera una
cueva de antiguos cazadores patagónicos, Hatcher sufrió un serio
accidente. Al intentar destrabar una de las riendas que el caballo
había pisado, recibió un golpe en la cabeza con el freno, lo que le
levantó parte del cuero cabelludo causándole una importante pérdida
de sangre. Lo único que tenía para detenerla era agua fría, pero no fue
suficiente y la herida siguió sangrando y mojando su ropa, de modo
que trató de vendarla como pudo, con pañuelos, hasta que cesó la
hemorragia. Así, sin comida y herido, llegó a Ooshii Aike donde
pudo abastecerse y seguir camino hasta Punta Arenas.

A su regreso decidieron realizar un viaje más extenso por el interior


de la provincia, pero Hatcher tuvo un cuadro febril a causa de la
herida en su cabeza la que se hinchó desmesuradamente por el
edema, pese a lo cual y a no tener asistencia médica se negó a volver
a Río Gallegos. Tras varios días de permanecer en un estado de
delirio, durante los cuales tuvo una vívida alucinación de un viaje a
Groenlandia, lugar que no conocía, finalmente empezó a mejorar
aunque perdió buena parte de su pelo.

Continuaron el viaje hacia el N.O. y llegaron a una elevación de unos


800 m tras la cual se encontraron con el impactante paisaje de una
amplia depresión donde la distancia se veían las aguas azules del
Lago Argentino, enmarcado por los abruptos y nevados picos de la
Cordillera de los Andes. Habían superado en el valle del río Santa
Cruz el punto que habían alcanzado Darwin y FitzRoy, 53 años antes.

Cruzaron el río y atravesaron los campos basálticos hasta el río


Sheuen o Chalia, una zona pantanosa, agravada por intensas lluvias
recientes, en la que fueron atacados por enjambres de millones de
mosquitos. En este lugar vieron numerosas manadas de 60 a 200
guanacos (Lama guanicoe) y tropas de choiques (Rhea pennata) de
hasta una docena de ejemplares. Posados en los arrecifes basálticos
se veían numerosos cóndores (Vultur gryphus) y “carranchas”, como
llamaba a los caranchos (Caracara plancus). Llamó también su
atención un mamífero que no habían hallado al sur del río Santa
Cruz, el pequeño armadillo que identificó como Tatusia hybrida. Este
nombre corresponde en realidad a la mulita, especie que no sobrepasa
la latitud de Bahía Blanca, en el sur de la Provincia de Buenos Aires,
y es probable que Hatcher quisiera referirse al piche patagónico
(Zaedyus pichiy) que recientemente se ha extendido al sur del río
Santa Cruz. De todos modos refiere que era frecuente verlos correr
por la llanura y si se los sorprendía quietos sobre el suelo, al tocarlos
se enrollaban en una bola compacta. “Viven en huecos poco
profundos excavados en la superficie de la pampa, y si por casualidad
tiene éxito en llegar a la boca de una de estos antes de ser capturados,
apoyan con fuerza los bordes serrados del caparazón contra la tierra
de modo que sólo se los puede extraer con gran dificultad. En esta
latitud hibernan en invierno y prefieren un suelo arenoso tibio y una
ubicación protegida.”

Acamparon en el valle del río Chico, que gracias a las posibilidades


de alimento y protección contra los vientos que ofrecía, mostraba una
abundante fauna. “Grandes rebaños de guanacos y tropas de
avestruces aparecían frecuentemente”. Muchas aves pequeñas se
observaban “incluyendo el delicado y pequeño tiránido, Cyanotis
rubrigaster, [tachurí sietecolores, Tachuris rubrigastra] con patas color
naranja y un plumaje con muchos matices de amarillo, rojo y azul,
mezclados en tal perfecta armonía como para rivalizar en belleza y
variedad de colorido con las especies tropicales de picaflores. De cada
arbusto y mata el chingolo, Zonotrichia capensis, podía escucharse
desde temprano en la mañana hasta tarde en la noche, mientras se
posaba en la rama más alta. (...) numerosas especies de lagartijas se
veían corriendo rápidamente desde un arbusto o piedra a otro. La
variedad y belleza de color exhibida por estos animalitos era más
sorprendente que la de cualquier otra clase de animal hallado en esa
región.

En Las Horquetas, en la confluencia de los ríos Belgrano y Chico,


pasaron por el antiguo camino indio, y “saltando entre los arbustos y
rocas, se veían en gran número representantes del pequeño y gris
Cavia Australis [cuis chico, Microcavia asutralis], sin cola y con
aspecto de liebre. Son criaturitas muy interesantes y divertidas ya
que, siempre alertas y prontas a detectar la menor señal de peligro,
saltan de una posición a otra, o se sientan erguidas sobre su grupa y
roen incesantemente un trozo de hoja u otro bocado de alimento,
sostenido adecuadamente con sus patas anteriores. Los lugares
favoritos de estos animalitos son depresiones poco profundas en la
base de los arbustos más grandes, o bajo algunas hierbas como Bolax
glebaria, [nana, Azorella trifurcata] que crece en densas y extensas
masas cespitosas sobre el suelo.”

También escuchaban el grave y subterráneo tamborileo del tuco-


tuco, Ctenomys magellanicus, muy activo a la mañana temprano y a
fines de la tarde, horas durante las cuales se los oía constantemente
aunque muy difíciles de observar en la superficie. “En una ocasión,
sin embargo, mientras caminaba rápidamente, sorprendí a uno de
estos animalitos en el césped a varios pies de la entrada de su cueva.
La forma en que corrió sin rumbo buscando su agujero, con el hocico
pegado al suelo, parecía indicar, no sólo que había perdido el rumbo y
estaba confundido por el pasto, que para él tendría el aspecto de una
gran selva, sino también que dependía igualmente del sentido del
olfato, sino más, que el de la vista, mientras emprendía la búsqueda
de la cueva perdida.”

Además de esta especie pudo observar una cantidad de otros


pequeños roedores de dos o tres especies distintas, aunque de forma,
color o tamaño similares. Lamentablemente, como era costumbre en
los naturalistas de la época, Hatcher no dudaba en matar sin
necesidad: “un carrancha vino y se posó en lo alto de un calafate tan
agresivamente cerca que, sin la menor contención, debo admitirlo,
saque mi revolver de su estuche, y, sólo para no perder la mano, lo
derribé muerto al suelo.”

A continuación ingresaron en el bosque patagónico, donde


escucharon el canto incesante de la ratona chilena o chircán,
Troglodytes musculus chilensis, que en gran número saltaban por ramas
y troncos, acercándose sin el menor temor, y también el del fiofío
silbón, Elaenia albiceps, que en cambio, permanecía oculto y
desconfiado. Saliendo del bosque hacia un prado se encontró
sorpresivamente con tres “ciervos” [huemules, Hippocamelus
bisulcus] que pastaban en el borde del bosque.

“No hicieron el menor esfuerzo para escapar, como lo podrían haber


hecho fácilmente metiéndose en el bosque, en cambio se quedaron a
una distancia no mayor de 6 metros, respondiendo a mi expresión de
sorpresa con una interesada curiosidad. Por un instante me quedé
admirando el bello pardo dorado de su elegante y brilloso pelaje,
mientras ramoneaban los pimpollos de rosa y otros bocados elegidos
del follaje cercano, o me lanzaban curiosas miradas. De repente,
recordando que habíamos estado sin carne fresca para el desayuno,
deliberadamente aunque con reticencia, saqué mi revolver del
estuche, y habiendo vencido por un rato el sentimiento compasivo
que me había sobrevenido, necesité poca destreza para despachar uno
del trió y demostrar que el hombre no es menos brutal que otros
animales. Los dos que sobrevivieron permanecieron sin alarmarse ni
por el disparo fatal registrado ni por las convulsiones mortales de su
compañero.”

¡Pese al remordimiento estos naturalistas eran de gatillo fácil!

Unos pequeños periquitos verdes, seguramente la cachaña,


Enicognathus ferrugineus, eran muy abundantes. “En algunos lugares
aparecían realmente por centenares, y eran muy alborotadores en
razón de su parloteo de ásperas notas que emitían continuamente
desde lo alto de los árboles, mientras pasábamos por abajo.”

Sin mayor novedad emprendieron el regreso a Rio Gallegos donde


Hatcher se enteró de la muerte de su hijo menor, acaecida seis meses
antes. Indudablemente estos viajes se hacían con un gran sacrificio
personal tanto por los padecimientos durante el recorrido como por el
alejamiento de las familias. Sin embargo, el afán por nuevos
descubrimientos superaba esos inconvenientes y en muchos casos se
transformaba en una obsesión.

Como explica el mismo Hatcher: “Aquellos que tienen un verdadero


amor por la naturaleza deben a veces encontrar este afecto tan fuerte
como para dejarse llevar fuera de los límites de la civilización hacia
algún lugar retirado donde, sin ser molestados, pueden estudiarla en
su verdadera forma y libre de la influencia ambiental del hombre”.
LOS VIAJES DE CARLOS AMEGHINO

En 1886 Carlos Ameghino fue designado naturalista viajero del


Museo de La Plata t en enero del año siguiente partió a bordo del
“Villarino” a Santa Cruz donde exploró hasta el lago Argentino
realizando importantes descubrimientos y regresando con más de
2.000 piezas de mamíferos fósiles. En agosto de 1888 emprendió un
segundo viaje por la cuenca del río Chubut. La famosa disputa entre
su hermano, Florentino, y el director del Museo, Francisco Pascasio
Moreno, hizo que ambos hermanos renunciaran. De modo que el
próximo viaje de Carlos a la Patagonia fue financiado por su
hermano con lo producido por su librería “Rivadavia”. En ese viaje
(1889-1890) cruzó el alto río Deseado, costeó el río Chico y recorrió el
Sehuen. Entre junio de 1890 y julio de 1891, realizó un cuarto viaje
por Santa Cruz, remontando el río Gallegos.

El quinto viaje (1891- 1892) fue para explorar la zona entre el Río
Gallegos y el Estrecho de Magallanes. Entre 1892 y 1894 realizó dos
viajes más, y en 1894-1895 otro más por el río Deseado, golfo San
Jorge, bahía Sanguinetti y Casamayor. En estos viajes habría
descubierto los famosos estratos de Pyrotherium en La Flecha, Santa
Cruz y en Cabeza Blanca, Chubut. Desde 1896 a 1900 realizó cinco
viajes más y dos últimos entre 1901 y 1903. Algunos de estos viajes
fueron contemporáneos de los de Hatcher, aunque no se mencionan
encuentros entre ellos en el campo.

Además de los hallazgos sobre mamíferos, Carlos recolectó una gran


colección de moluscos fósiles para establecer la cronología de las
formaciones en las que trabajó y que fueron datados erróneamente
por su hermano, y más tarde corregidos por William B. Scott.
También recogió muchos datos etnográficos de las tribus pampas,
tehuelches y araucanas, organizó un herbario y obtuvo ejemplares
paleobotánicos.
SEGUNDA EXPEDICION
En noviembre de 1987 Hatcher inició el segundo viaje acompañado
esta vez por el joven taxidermista y ornitólogo A. E. Colburn, con el
que se embarcaron en New York en el vapor de línea "Cacique”,
dirigiéndose a Punta Arenas y de allí a Río Gallegos. Visitaron a las
tribus tehuelches en el río Coy para obtener fotografías para el
United States National Museum.

Luego siguieron hacia el río Santa Cruz en la búsqueda de los


famosos yacimientos de Pyrotherium. Cerca de la confluencia de los
ríos Chico y Belgrano encontraron una laguna que bautizaron Swan
(cisne) debido a la abundancia de cisnes de cuello negro (Cygnus
melancoryophus) y del blanco (Coscoroba coscoroba). Hatcher tuvo un
encuentro con un zorro gris (Lycalopex gymnocercus): “Atraído por
mi presencia y la de mi caballo, este bello animal había dejado su
refugio y, sin duda movido por la curiosidad, llego valientemente a
una distancia de 9-12 metros, donde, con evidente satisfacción por mi
compañía, corría y jugaba, para mi diversión, de la misma forma que
un perro favorito.” Pero a los pocos minutos Hatcher sacó su
revólver y despachó al amistoso zorro, que fue a parar a sus
colecciones.

El viaje continuó por el valle del arroyo y el lago Ghio, y avanzando


hacia el oeste llegaron al lago Pueyrredón, que llamó Princeton,
creyendo ser su descubridor, aunque comprobó más tarde que
Ludovico von Platen, de la Comisión de Límites Argentina, ya lo
había designado con aquel nombre. En este lugar Hatcher tuvo otro
encuentro con un huemul, en este caso una hembra a la que no duda
en liquidar para mejorar su magra dieta de carne de loycas (Sturnella
loica). Para peor la hembra estaba lactando y al rato apareció un
cervato y un machito de casi un año, y el cazador (aquí ya nos cuesta
llamarlo naturalista), pensando en el mejor bocado que ofrecía el
cervato, le disparó pero hiriendo también al añal que se interpuso en
el trayecto del disparo, por lo que terminó eliminando a toda la
familia. Mientras Hatcher se dedicaba a esta matanza, su compañero
Colburn se encontró casualmente con Francisco P. Moreno quien se
encontraba trabajando con la Comisión de Límites.

Tras una búsqueda infructuosa se dirigieron al Lago Buenos Aires,


donde tampoco pudieron hallar los yacimientos celosamente
salvaguardados por los Ameghino. Atravesando una de las mesetas
observó un guanaco que en un mal salto había caído de lado en un
pequeño barranco. “Aunque aún vivo, ya estaba rodeado de una
cantidad de carranchas y unos 5 ó 6 cóndores. Uno de estos (...) ya
había hecho un agujero a través de la cavidad abdominal, y estaba
sumamente ocupado separando una porción de los intestinos del
impotente, pero aún vivo, guanaco. Al acercarme las aves se alejaron,
y pronto descubrí que, como siempre, los carranchas habían sido los
primeros en detectar el infortunio padecido por la bestia, porque ya el
ojo había sido arrancado del lado de la cabeza que había quedado
hacia arriba, aunque la lengua aún estaba intacta.” Digamos, a favor
de Hatcher, que su revólver esta vez sirvió para ahorrar sufrimientos
a la víctima.

A pesar de que esta zona estaba desprovista de bosques, en el interior


de los cañadones era posible encontrarse con huemules. Una tropa de
tres de ellos fue rápidamente despachada por el revólver de Hatcher y
con su carne además de provisiones prepararon cebos envenenados
para cazar algún felino. Lamentablemente el único envenenado fue
su perro al que califica de bonachón aunque inútil, ya que se rehusaba
a participar de las cacerías. Densas humaredas dificultaron su tarea
en esos días. Al parecer provenían de incendios de bosques
provocados por los miembros de las comisiones de límites de Chile y
Argentina, quizás con el objeto de despejar las zonas donde tenían
que trabajar.
Regresando ya por el lago Ghio, Hatcher sufrió un fuerte ataque de
reumatismo que le afectó ambas rodillas y brazos, además de
producirle una intensa fiebre, de manera que tuvo que regresar en un
carro. Durante 6 semanas Hatcher estuvo casi siempre en cama,
impedido de trabajar, y se mantenía gracias a los pacientes cuidados
de Colburn, pese al malhumor que mostraba Hatcher. Nunca pudo
liberarse del todo de los dolores reumáticos que lo aquejaron hasta el
final de sus días. ¿Quizás una venganza del Elal, el héroe mítico de
los tehuelches y amigo de los animales?

TERCERA EXPEDICION

Pese a estos inconvenientes Hatcher obsesionado por el Pyrotherium


realizó un tercer viaje, nuevamente acompañado por su cuñado
Peterson, y por Barnum Brown del American Museum of Natural
History.

En enero de 1899 llegaron a Punta Arenas y desde aquí, vía San


Julián, iniciaron un nuevo viaje al lago Pueyrredón, en el que
tampoco encontraron los yacimientos buscados, pero consiguieron
una gran cantidad de invertebrados de los yacimientos
santacrucenses, patagonienses y del cabo Buen Tiempo. Cerca del
lago, Hatcher vio un puma que corría trepando una barranca. “Como
el terreno era abierto y yo montaba un buen caballo, parecía una
excelente oportunidad y me decidí a perseguirlo. Aunque el animal
me llevaba varios centenares de metros de ventaja, rápidamente me
acerqué, (...) Conocía la incapacidad de este animal, como los demás
de su especie, para mantener una velocidad considerable en
distancias largas, y que una vez fuera de mi vista buscaría refugio
para ocultarse antes que huir.” Hatcher descubrió al puma y obtuvo
este ejemplar que fue descripto como una nueva subespecie: Puma
concolor patagonica (Merriam, 1901) [actualmente Puma concolor puma].

Como señala Hatcher, la mayoría de los viajeros de la Patagonia han


remarcado el carácter tímido del puma, incapaz de atacar al hombre
que teniéndole acorralado puede arrimársele para matarlo a cuchillo o
con las boleadoras. Sin embargo cita un relato de Theodoro
Arneberg, Ingeniero Jefe de la División Sur de la Comisión
Argentina de Límites: “Ocupado en su trabajo en vecindades del lago
Viedma en otoño de 1898, caminaba un día por una densa masa de
arbustos y pastos altos, cuando repentina e inesperadamente dio con
un puma oculto. El animal no sólo no hizo ningún intento de escapar,
sino que instantáneamente y sin advertencia, atacó al intruso de la
manera más salvaje. Saltando sobre él con toda su fuerza, lo arrojó al
suelo, aunque Arneberg es un hombre grande y fuerte, y el león
aferrándolo por la mandíbula, logro romperle varios dientes y
mutilando su comparativamente indefensa víctima, antes que uno
de sus compañeros pudiera abalanzarse y despachar a la bestia tan
enojada, que, tras ser matada, se descubrió que era un macho muy
viejo”.

Los exploradores siguieron hasta las fuentes del río Belgrano y luego
descendiendo por el Chico hasta el puerto Santa Cruz, donde
abordaron el histórico transporte "Primero de Mayo," con el que
regresaron a Buenos Aires. En bahía Camarones vieron los restos
del naufragio del Villarino, ocurrido en 1899, durante su 101º viaje al
sur, cuando fue arrojado sobre las restingas de las islas Blancas,
destruyéndose totalmente. Según el relato de Hatcher : “Por un total
descuido de sus oficiales, que, en lugar de atender sus deberes en la
entrada al puerto, asistían al bautismo de un niño nacido a bordo, el
buque ingresó a toda velocidad contra el arrecife sumergido,
literalmente desprendiendo su fondo hasta la mitad de su eslora.”
Afortunadamente no se perdieron vidas humanas. Hoy día pueden
verse algunos de sus restos en un monumento en la ciudad de Puerto
Madryn.

ENTRE DARWIN Y HUDSON

Hatcher analiza al final de su relato las impresiones que la Patagonia


produjo en dos grandes naturalistas: Charles Darwin y William
Hudson, y sobre él mismo.
Darwin atribuía el profundo impacto recibido a lo desconocido de esa
región al momento de su visita y de lo poco que se llegaría a conocer
de la misma debido a lo difícil que sería habitarla.

Hudson, en cambio, afirmaba que a pesar de ser ya bastante conocida


y transitada para su época, la Patagonia seguía produciendo un
peculiar interés y una gran impresión, permaneciendo más
vívidamente en su mente que cualquier otra de sus experiencias de
vida, y lo atribuía a la monotonía y la desolación del paisaje.

Y Hatcher con mayor interés científico concluye “Es verdad que


estas llanuras son inhóspitas, que a lo largo de grandes regiones la
maldición de la esterilidad es la única característica omnipresente,
que la fauna y la flora son pobres y poco diversas, que el opaco color
pardo predominante presente en el paisaje por la escasa cobertura de
hierba seca y achaparrada es monótona y poco propicia para producir
entusiasmo en alguien con gran temperamento artístico, que, en su
mayor parte, estas llanuras permanecen aun inhabitadas y son
mayormente inhabitables. ¿Pero acaso estos hechos no le otorgan a
esta región un cierto interés? (...) Es una mente opaca, realmente, la
que puede contemplar sin interés estas vastas, casi ilimitadas
planicies, sin igual en el mundo (...) no conozco ninguna otra cosa
que me produzca más pena que verme forzado a abandonar la
esperanza de visitar nuevamente la región.”

Alex Mouchard

¿QUIÉN ERA JOHN BELL HATCHER?

Nacido en 1861 en Cooperstown, Illinois, E.E.U.U., en una familia


granjera, trabajó como minero en Cooper, Iowa, donde se despertó
su interés por la paleontología. Estudió en la Universidad de Yale,
siendo alumno del famoso geólogo James Dwight Dana y donde
conoció al paleontólogo Othniel C. Marsh, del Peabody Museum,
quien lo nombró su asistente. Realizó un gran trabajo de recolección
de fósiles en el oeste norteamericano, por lo que Marsh lo llamaba el
“rey de los colectores”, aunque no le permitía publicar sus hallazgos.
Contrariado, Hatcher renunció y obtuvo un nuevo trabajo como
curador de paleontología de vertebrados en la Universidad de
Princeton en 1893, bajo las órdenes de William B. Scott.

En Princeton concibió, planificó y obtuvo fondos para las tres


expediciones a la Patagonia. En estos viajes obtuvo una gran
colección de mamíferos del mioceno que constituyen uno de los
pilares de la colección paleontológica de esa universidad. A pesar de
sus diferencias con Marsh le dedicó el volumen de la narrativa del
viaje que redactó.

Tras esos viajes Hatcher se alejó de Princeton por un supuesto mal


trato inmerecido y entonces se trasladó al Carnegie Museum of
Natural History donde fue nombrado curador de paleontología y
osteología.

En 1904 falleció de fiebre tifoidea. Su tumba en el cementerio


Homewood de Pittsburgh, permaneció sin identificación hasta 1995,
cuando la Society of Vertebrate Paleontology colocó una lápida con
su nombre y la imagen de uno de sus descubrimientos, el Torosaurus.
En su honor se nombró el cerro Hatcher en el departamento río
Chico de la provincia argentina de Santa Cruz, ya que sus
investigaciones permitieron establecer la discrepancia entre la línea
de las cumbres más altas y la divisoria de aguas, concepto que fue
utilizado para la determinación del límite entre Argentina y Chile.

Hombre de gran modestia, honestidad y capacidad de sacrificio


personal es considerado uno de los más relevantes colectores
paleontológicos, actividad que convirtió en un “fino arte”, según
palabras de W. B. Scott.

http://peabody.yale.edu/collections/archives/biography/john-bell-
hatcher

&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&

REFERENCIAS

Hatcher, J. B. – 1903 - Narrative and Geography - En


Scott, William B. (Ed.) Reports of the Princeton University
Expeditions to Patagonia. 1896-1899. Vol I - Princeton University-
Princeton, N. J.

Rea, Tom – 2004 - Bone Wars: The Excavation and Celebrity of


Andrew Carnegie's Dinosaur. University of Pittsburgh Press - 288
páginas.

Simpson, John Gaylord – 1984 – Discoverers of the lost world – Yale


U.P

Wallace, David Rains – 2004 - Beasts of Eden: Walking Whales,


Dawn Horses, and Other Enigmas of Mammal Evolution.
University of California Press, 2004 - 368 páginas

IMAGENES

http://www.histarmar.com.ar/BuquesMercantes/Marina%20Merca
nte%20Argentina/Transportes/Villarino.htm

-Correa Falcón, Edelmiro A. y Luis J. Klappenbach - La Patagonia


Argentina Estudio gráfico y documental del Territorio Nacional de
Santa Cruz - G. Kraft, Buenos Aires.
http://patlibros.org/lpa/vwran/kilik-aike-norte.htm
-Tucotuco
Brehms Thierleben. Allgemeine Kunde des Thierreichs, Zweiter
Band, Erste Abtheilung: Säugethiere, Dritter Band: Hufthiere,
Seesäugethiere, Zweite umgearbeitete und vermehrte Auflage,
Kolorirte Ausgabe, Leipzig: Verlag des Bibliographischen Instituts,
1883
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Brehm, A. E. , Schmidt, Dr. E. O.), y Taschenberg, E. L. – 1879-79 -
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Ameghino
http://www.ugr.es/~mlamolda/galeria/biografia/cameghino.html

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