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Diccionario Iberoamericano de Filosofía de la Educación


Se puede consultar en el siguiente enlace:
http://www.fondodeculturaeconomica.com/dife/index.aspx

• PREFACIO
• INTRODUCCIÓN
• AUTORES
• ÍNDICE

http://www.fondodeculturaeconomica.com/dife/index.aspx

l Diccionario Iberoamericano de Filosofía de la Educación (DIFE) –resultado de la colaboración de un nutrido


grupo de especialistas de diversas disciplinas, pensadores y actores educativos– pone en manos de sus
lectores una serie de ejercicios reflexivos bajo la consideración de que las categorías centrales para la
discusión filosófica en educación, y el uso de los métodos propios de esa disciplina, son instrumentos de
análisis con los que cada orientación, implícita o explícitamente, mira a los proyectos educativos.
Este ejercicio colectivo busca, además de proveer clarificación conceptual, dar cuenta de modos diversos en
que es posible hacer filosofía de la educación. Los ensayos reunidos en el DIFE involucran, desde luego, saber
especializado, pero su intención fundamental es colocarlo en dirección de atender a la acción práctica, i.e., en
condiciones de ser útil a la reflexión y orientación de los mejores modos de obrar al educar.

1 PREFACIO
http://www.fondodeculturaeconomica.com/dife/prefacio.aspx

Del propósito y el sentido del DIFE


Los coordinadores del Diccionario iberoamericano de filosofía de la educación concebimos la idea de realizarlo como
una obra de consulta, como un espacio de referencia orientado a un público muy amplio de estudiosos y
practicantes de las tareas educativas. Imaginamos el DIFE como una herramienta que debe proporcionar, en
primer lugar, claridad de significados y un conocimiento acumulado en términos y nociones fundamentales en el
campo educativo. Nuestra intención original surgió al constatar las dificultades que en la práctica y en la teoría
educativas generan las deficiencias de comprensión de los términos, las confusiones conceptuales y los
equívocos en el uso del lenguaje.
La convicción de que recurrir con la mayor precisión posible a las voces que usamos en los discursos
educativos –tanto en la política como en la investigación y en la intervención– protege de errores de coherencia
interna en las tareas de fundamentación en el ejercicio práctico fue el punto de partida del proyecto de elaboración
de este diccionario. Nos preocupaban las repercusiones que suelen suponer los usos desequilibrados de vocablos
que con frecuencia se hacen en el campo educativo y que sólo en apariencia se perciben como nociones capitales
para la expresión de principios o proyectos disciplinarios, pero que no hacen sino simplificar, encubrir, las
verdaderas intenciones, ideologizar o mercantilizar las soluciones educativas. Iniciamos la construcción de esta
obra convencidos de que una comprensión cabal de ciertos términos constituye una potente herramienta para la
resolución de dificultades, la evasión de planteamientos de pseudoproblemas y la complejidad de los procesos
reflexivos que dan forma a las prácticas de la enseñanza.
Sin embargo, una vez que iniciamos las discusiones sobre la estructura que podría tener el diccionario y las
perspectivas propias de su estructura y sus alcances, nos convencimos de que el proyecto admitía pensar en
otros horizontes. Más allá de sus funciones de clarificación conceptual, advertimos que la obra podría convertirse
en un impulso al desarrollo de la filosofía de la educación como una actividad fundamental en los procesos de
acción y reflexión pedagógica. Convenimos, por ello, en que no sólo cabrían en el DIFE colaboraciones que
hicieran complejos análisis de voces precisas; también serían bienvenidas las entradas que tomaran en cuenta
las aportaciones que han realizado algunos de los grandes autores de todos los tiempos al pensamiento
educativo, así como las que ofrecieran ideas relevantes y significativas sobre problemas y debates
contemporáneos que aportan luz a la investigación y a la intervención pedagógica.
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Estas decisiones fueron fruto, por supuesto, de una visión compartida por los coordinadores respecto del
sentido de la filosofía de la educación, del tipo de relación que ésta tiene con la pedagogía, de los problemas que
le competen y de las formas en que los trata.
Sin menosprecio de los traslapes y entrecruzamientos con que se establecen las distancias entre la teoría
educativa y la filosofía de la educación, esta perspectiva toca, por supuesto, las tareas de clarificación conceptual,
pero también las de provisión de ideales y de respuestas de orden último, así como las posibilidades de análisis
y crítica de la teoría y la práctica educativas. Es una visión que se completa cuando da cuenta del apoyo que la
filosofía proporciona a la pedagogía mediante las herramientas metodológicas que le son propias, sus recursos
hermenéuticos, sus sistemas de razón y las formas deliberativas y argumentativas de que se sirve. Si bien
partíamos de la premisa básica de que la claridad conceptual y el posicionamiento teórico respecto del uso del
lenguaje educativo constituyen dos de las herramientas con las que la filosofía apoya los ejercicios teórico-
prácticos que competen a la disciplina pedagógica, nos quedaba claro también que con ello no se agotaba la
función de la filosofía de la educación.
No es ésta, por cierto, una visión original ni arquetípica, pero sí largamente trabajada y conformada tras un
trayecto compartido de estudio y debate en el marco de la construcción del diccionario; de ella damos cuenta
detallada en la introducción. Aunque no estamos seguros de que todos los miembros del colectivo de autores
convendrían en suscribirla en todos sus rasgos, sí nos atrevemos a afirmar que el sentido propuesto en la
introducción da un significado particular al conjunto de la obra, sentido que asevera la indispensabilidad del
impulso del ejercicio filosófico en favor del desarrollo y fortalecimiento del quehacer pedagógico, con base en un
amplísimo abanico de posibilidades de estilos, perspectivas, tradiciones y herramientas de pensamiento. Cada
una de las colaboraciones constituye un ejemplo de la pluralidad de elaboraciones teóricas con las que la filosofía
puede acompañar y respaldar el hacer pedagógico. Sólo el rigor académico, la honestidad intelectual y la
complejidad teórica –que expulsan el hacer aficionado y el pensamiento diletante– constituyen cualidades
comunes a todas las entradas de esta obra.

De las entradas
El DIFE se compone de noventa y nueve entradas, que son en realidad noventa y nueve pequeños ensayos que
esclarecen conceptos, ofrecen hipótesis, defienden tesis, muestran debates o tendencias, critican posturas,
argumentan, interpretan, dan pautas para comprender las ideas de los autores, las materias y las nociones que
los ocupan; en fin, buscan inteligibilidad.
Ordenadas alfabéticamente, las entradas responden a tres tipos o categorías, a saber: conceptos, temas y
autores. A las categorías de conceptos y temas pertenecen ochenta de las entradas. Se trata de contribuciones de
investigadores y docentes que, en el primer caso, expresan el esclarecimiento de nociones relevantes para la
teoría y la práctica educativas; en el segundo, dan cuenta de desarrollos y planteos de las más distintas índoles.
Algunos exponen las posibilidades de diferentes enfoques de un asunto; otros realizan análisis críticos sobre
prácticas específicas, o muestran la coherencia interna de algún planteamiento puntual; critican postulados
teóricos, asunciones sin fundamento o prácticas específicas; otros más subrayan el poder de las tradiciones o
señalan su importancia y analizan los momentos críticos de los debates.
Las entradas de autores –diecinueve, en total– consideran a los pensadores de las más diversas épocas y
latitudes cuyas ideas han influido poderosamente en el campo teórico-práctico de la pedagogía.
La diversidad de perspectivas y de modos de abordaje constituye una de las fortalezas más destacadas del
conjunto reunido en el DIFE. Esa diversidad posibilita reconocer la riqueza y la complejidad del campo actual de
la pedagogía y la necesidad de tener diferentes enfoques sobre sus aspectos teóricos y prácticos. A la vez ofrece
un parámetro, en modo alguno exhaustivo, del tipo de las preocupaciones actuales acerca de los temas que son
objeto de estudio y análisis entre los autores. El tratamiento de cada tema, concepto o autor es producto de la
particular visión de quien lo escribe y de su peculiar manera de abordarlo. Ello es lo que define el espíritu plural
de este ejercicio colectivo.

Del colectivo de autores


Con la idea de conformar una estructura básica articulada en atención al tipo de las entradas en proyecto,
iniciamos la búsqueda de estudiosos de diversas disciplinas humanísticas y sociales cuyas líneas de investigación
y trayectorias juzgamos pertinentes para delinear el colectivo de autores. La respuesta a nuestra convocatoria es
lo que conforma este diccionario.
Una de las más gratas sorpresas que nos ofreció el desarrollo del proyecto fue la actitud positiva de los
autores que se incorporaron al colectivo. Los investigadores que participan en este proyecto –todos de la mayor
talla académica– se sumaron a la tarea con un entusiasmo y un compromiso dignos de ser resaltados. La
respuesta a nuestra convocatoria estuvo siempre acompañada de las expresiones de simpatía de quienes se
sumaban al colectivo y de su reconocimiento a la importancia del proyecto. Cada una de las entradas expresa
libremente la posición de quien la escribe respecto del concepto, el tema o el autor expuesto; en todos los casos
los abordajes fueron determinados individualmente y de acuerdo con los parámetros del especialista.
Al principio solicitábamos una entrada a un colaborador atendiendo las líneas de su especialidad, pero
muchas de las voces, de los temas o de los autores estudiados fueron elecciones hechas por los propios
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miembros del colectivo, en función de sus investigaciones, realizadas o en curso. En no contadas ocasiones ellos
mismos proponían, siempre con acierto, realizar otra u otras colaboraciones. Ello aportó un valor añadido al
conjunto de la obra, que no sólo reúne textos de intelectuales reconocidos sobre las materias de su especialidad,
sino que permite dar cuenta, además, del tipo de trabajos que se realizan hoy en esos temas y de cómo se
entienden los conceptos y los modos de leer, en el siglo XXI y en Iberoamérica, a los autores clásicos.
Otro elemento de interés en la conformación del colectivo de autores fue su origen y localización geográfica.
Aunque nuestra convocatoria trascendió las fronteras de Iberoamérica, se puede decir que el proyecto produjo el
interés suficiente de manera primordial en autores de España y América Latina. Salvo por el caso de dos colegas
provenientes de Nueva Zelanda y Australia, el resto de los autores son iberoamericanos; concretamente de
México, España, Argentina, Colombia, Brasil, Uruguay y Puerto Rico. Fue esto lo que incorporó la
palabra iberoamericano al título general. Si bien los colegas de Australia y Nueva Zelanda no cabían dentro de
esta enmarcación territorial, sus lazos académicos y afectivos con México son de tal carácter que resulta casi
natural pensar en ellos como coterráneos nuestros. Su contribución requirió de traducción –fue también necesario
traducir un par de textos de colegas brasileños–; no obstante, no queremos dejar de subrayar, como un rasgo de
identidad de este diccionario la peculiar vocación de pensar en español que lo acompaña.
Valga quizá insistir –sólo para ofrecer una nota adicional a lo que caracteriza al colectivo de autores– la
sobresaliente trayectoria intelectual de cada uno en sus distintas disciplinas (la filosofía, la pedagogía, la política,
la antropología, la sociología, la historia o el derecho). Permítasenos aprovechar este señalamiento para acentuar
la expresión de nuestro mayor agradecimiento por la ilusión con que compartieron la empresa y por el generoso
y fecundo esfuerzo de creación de sus colaboraciones. A todos y a cada uno nuestro más sincero reconocimiento
y gratitud.

Del alcance de esta edición y el futuro del DIFE


Este diccionario es una obra inconclusa. Es un hecho que los diccionarios no logran nunca ofrecer el grupo total
de nociones, autores y temas que incumben al corpus de su especialidad. Y si los diccionarios son por definición
incompletos, el que presentamos aquí lo es más. Desde el inicio supimos que nuestras pretensiones debían
reducirse a ofrecer ejemplos de algunos de los tipos de análisis y de ejercicios hermenéuticos y críticos que es
posible hacer cuando la filosofía se pone al servicio de los problemas teórico-prácticos que importan a la
pedagogía.
Lamentamos que el volumen excluya mucho más de lo que incluye. Somos conscientes de la ausencia de
temas, voces y autores cuya asentada raigambre en el lenguaje y el saber disciplinarios posee poderes
explicativos y facilitadores de la comprensión de las lógicas y dinámicas de las tareas educativas. Pero la certeza
de que la manufactura del proyecto quedaría inevitablemente trunca acompañó nuestras discusiones y cada una
de las tareas de construcción de la obra.
Saber desde la concepción del proyecto que las exclusiones serían inevitables, y constatarlo durante los
meses de su avance, contribuyó a generar el propósito de que el DIFE no terminaría con la publicación en línea
de este micrositio.
Aspiramos a su continuidad; pretendemos hacer de esta publicación sólo el primer paso de un proyecto de
largo aliento. Tenemos la intención de realizar una edición electrónica en permanente construcción. Queremos
expandir las posibilidades de esta obra colectiva en aras de una creciente actualización y perfeccionamiento.
Apostamos por la posibilidad de un diccionario que se complete con el tiempo, poco a poco, con la cooperación
del actual colectivo de autores y los que se sumen en la creación de nuevas entradas, nuevas propuestas y
nuevas visiones. Confiamos en que un proyecto de esta naturaleza puede constituir un ejercicio colectivo que
colabore a pensar con rigor los problemas de la educación y a ampliar la mirada sobre los autores del pasado,
los contemporáneos y, ¿por qué no?, los que están por venir.

De los apoyos y financiamiento del proyecto


La edición de este volumen ha sido posible gracias a la participación de muchas personas e instituciones. A todas
debemos nuestra gratitud. Sin realizar un recuento exhaustivo de todos los apoyos recibidos, nos interesa
destacar, en primer lugar, el respaldo ofrecido por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico
(DGAPA) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que aprobó y apoyó con recursos financieros
y de infraestructura el proyecto del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica
(PAPIIT) Diccionario de filosofía de la educación (clave: IN404011), presentado bajo la responsabilidad de Ana
María Salmerón.
Fue de gran valor también el respaldo otorgado por las instituciones en las que laboran los coordinadores de
la obra: la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, a la que están adscritas Azucena Rodríguez Ousset y Ana
María Salmerón; la Universidad Pedagógica Nacional, Unidad Ajusco, en la que labora Blanca Flor Trujillo, y la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Nuevo León, en la que Miguel de la Torre
Gamboa es profesor-investigador.
Entre otros apoyos recibidos, es destacable el de un proyecto de investigación europeo: The Civic
Constellation. Plan Nacional de I+D+i de España (código FFI2011-23388). Las entradas de José María
Rosales, Manuel Toscano y Ana María Salmerón son, también, parte de dicho proyecto.
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Expresamos nuestro agradecimiento a las instituciones mexicanas y españolas involucradas.
Además, colaboraron con nosotros tres estudiantes de la licenciatura en pedagogía de la UNAM, quienes
realizaron tareas de organización y edición de las entradas. Expresamos nuestra gratitud al impecable esfuerzo
realizado por Mariana Zapata Esquivel y Maricela Torres Montiel. Debemos un reconocimiento especial a la labor
de edición con que nos apoyó Betzabeth Reyes Pérez, cuyo cuidado e inteligencia constituyó un apoyo
extraordinario.
Los coordinadores

2 INTRODUCCIÓN
http://www.fondodeculturaeconomica.com/dife/introduccion.aspx

Como reflexión en torno al hecho educativo, la filosofía de la educación ha existido a la par que la filosofía misma.
En sus intentos por comprender el lugar del hombre en el mundo y la naturaleza de la realidad, en su búsqueda
de clarificación de ideales y de fundamentación de los principios de acción correspondientes, las contribuciones
filosóficas –desde tiempos de la Grecia clásica– han acompañado –sea para legitimarlos sea para cuestionarlos–
al desarrollo de los proyectos educativos que se han juzgado necesarios o deseables. Educación y filosofía han
ido de la mano, desde siempre, en la reflexión sobre el hombre, su hacer y su destino.
En tanto que actividad humana, la educación ha sido permanentemente una arena privilegiada de la reflexión
filosófica; a ella se han destinado muchos de los más caros anhelos de la filosofía. El ideal social e individual, lo
que debe ser el hombre educado, su fin último, las condiciones de su realización, son quizá los temas más
recurrentes y conocidos de la filosofía de la educación, desde la perspectiva del esfuerzo por responder a las
preguntas ¿qué es educar? y ¿para qué educar? También lo son, desde otras perspectivas, de los estudiosos de
la teoría educativa y de los agentes prácticos que, en busca de respuestas satisfactorias a las preguntas de su
hacer cotidiano, recurren a respuestas desde la perspectiva filosófica.
En el campo de estudio de la pedagogía, acudimos a obras que no tuvieron la intención de marcar tradiciones
o formas de tratamiento de lo educativo. La República de Platón,la Ética nicomaquea de Aristóteles,
los Pensamientos sobre la educación de John Locke o el Emilio de Rousseau, por mencionar sólo algunas, son
ejemplos contundentes de formulaciones y fundaciones de cuya esencia y saberes se nutre el corpus general de
la pedagogía. Estos textos y otros de importancia equivalente son obras que desarrollan sus particulares
proyectos educativos mediante el estudio de objetos de carácter filosófico con los métodos propios de la filosofía,
y están orientados más por el afán de búsqueda de un proyecto de sociedad que con el fin de instituir formas
específicas de comprensión para la pedagogía, teorías educativas o filosofías de la educación propiamente
dichas. Son obras que representaron un diagnóstico social de su época y una forma de intervención sobre la vida
individual y social, y tuvieron a la educación como un factor de cambio, de transformación o, eventualmente, de
conservación de logros colectivos que permitirían la pervivencia de nuestra especie. Todas estas obras son
prueba de que la reflexión filosófica ha tenido en la mira a la educación y a su relación con las más diversas
dimensiones constitutivas de la vida en un sentido que va más allá de cierto método filosófico, de alguna tradición
o de algún rasgo característico de determinado autor o escuela filosófica. En los distintos tiempos y latitudes de
la historia humana, la filosofía ha contribuido a dar dirección al pensamiento y a la acción educativos como
instrumentos para dar norte a las formas más adecuadas de conducir la conservación y la renovación de la
especie.
En resumen, de lo que dan cuenta estas obras ejemplares es de que el pensamiento filosófico en torno a lo
educativo no es relevante sólo por el hecho de sugerir medios específicos para el desarrollo del hacer y el pensar
sobre los asuntos de la enseñanza; lo es, sobre todo, por la obligatoriedad que impone al ejercicio de prever y
planear un proyecto particular de ser humano y un ideal determinado de vida social. “La diferencia existente entre
los métodos educativos influidos por una filosofía bien elaborada y los métodos que no son influidos por ésta se
traduce en la diferencia existente entre una educación que tiene una idea clara de los fines inherentes al control
de los deseos y las intenciones que deben crearse y una educación conducida a ciegas bajo el dominio de
costumbres y tradiciones no criticadas o que responde a exigencias sociales inmediatas. Esta diferencia no deriva
de una santidad inherente a lo que se llama filosofía, sino de que cualquier obra de clarificación de los fines a
alcanzar es, en la medida en que se cumple, filosófica” (Dewey, 1952, p. 148).
Tanto en el desarrollo de la filosofía de la educación como disciplina académica como en el de la propia
pedagogía en tanto campo de estudio, es factible identificar las preocupaciones citadas. Son estas
preocupaciones las que los pedagogos tenemos como horizonte privilegiado en nuestros proyectos de
investigación e intervención; orientan también la explicación que aquí haremos respecto de nuestra comprensión
de la filosofía de la educación, del lugar que ésta guarda en la construcción de este diccionario,y asientan nuestra
convicción sobre la importancia del quehacer de la filosofía en auxilio de las tareas de reflexión y acción
pedagógicas.
Es una premisa aceptada que la educación, en tanto que acción social intencionada, recoge aspiraciones,
necesidades e intereses individuales y colectivos; es también reconocido que un proyecto común de educación,
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mientras más compartido sea en sus propósitos y modos de proceder, tendrá posibilidades de consecución más
amplias. Por eso, para llevar a cabo un proyecto educativo deben establecerse esfuerzos coordinados, desde la
proposición de prácticas adecuadas a los fines pretendidos y el establecimiento de regulaciones para darles
coherencia y orden, hasta la vigilancia constante de las acciones en su relación con cada uno de los elementos
de la propuesta. Pero en esa tarea los significados sociales en torno a los fines de la educación y a las
posibilidades de que ésta sea un proyecto colectivo que movilice la cohesión social son vertebrales. Lograr
acuerdos compartidos y consensos cooperativos parecería ser un factor de viabilidad inevitable.
Sin embargo, las múltiples formas de comprensión de la educación, sus tareas y sus propósitos constituyen
un asunto sobre el que estamos lejos de suponer, siquiera, la posibilidad de acuerdos. Esto ha sido así desde la
época de los griegos. En palabras de Aristóteles: “Está, pues, claro que la legislación debe regular la educación
y que ésta debe ser obra de la ciudad. No debe dejarse en el olvido cuál debe ser la educación y cómo se ha de
educar. Actualmente, en efecto, se discute sobre estos temas, pues no todos aceptan que hay que enseñar lo
mismo a los jóvenes, ni en cuanto a la virtud, ni en cuanto a la vida mejor, ni está claro si conviene atender más
a la inteligencia que al carácter del alma. Desde el punto de vista del sistema educativo actual la investigación es
confusa, y no está nada claro si deben practicarse las disciplinas útiles para la vida o las que tienden a la virtud,
o las que salen de lo ordinario (pues todas ellas tienen sus partidarios). Respecto a los medios que conducen a
la virtud, no hay acuerdo ninguno (de hecho no honran todos, por lo pronto, la misma virtud, de modo que difieren
lógicamente también sobre su ejercicio)” (Aristóteles, 1988, p. VIII).
Si bien Aristóteles localizaba en el principio fundamental de la virtud el barómetro para medir lo que la buena
educación sería, reconoce que no puede haber acuerdo general.
Veintitrés siglos después, las cosas parecerían no haber cambiado mucho, aun con la existencia de métodos
racionales y sistemáticos de conducir la educación y de pensar los fines a perseguir. Ralph Tyler (1973), al
plantearse la cuestión de la elaboración de los objetivos de la educación en el currículum, trazaba el problema de
la siguiente manera: “Todos los aspectos del programa son en realidad medios para realizar los propósitos
básicos de la educación. En consecuencia, si hemos de estudiarlo sistemática e inteligentemente, debemos estar
seguros de cuáles son sus objetivos. […] Pero, ¿cómo se les alcanza? Puesto que se trata de metas queridas
conscientemente, es decir, fines que el personal docente desea alcanzar, ¿no son acaso meras cuestiones de
preferencia personal de ciertos individuos o grupos? ¿Es posible plantear en forma sistemática el problema de
los mejores objetivos? […] Es por cierto verdad que, en última instancia, son cuestión de preferencia personal y,
en consecuencia, dependen de los juicios de valor de las autoridades docentes. Por ello falta una filosofía amplia
de la educación que guíe en la formulación de esos juicios” (Tyler, 1973, pp. 9-10).
El debate para Tyler debía integrar el punto de vista de especialistas de distintas materias: los diagnósticos
de la vida contemporánea de los sociólogos, psicólogos y pedagogos progresistas que ponían la atención en los
intereses de los individuos, más que en la sociedad; la visión de los defensores de la conservación de la cultura,
entre otros. La conclusión de Tyler consistió en señalar que no existe una fuente única en la que pueda apoyarse
la especificación de los objetivos de la educación.
Aunado al inerradicable conflicto en la discusión y en la toma de decisiones que supone la clarificación de los
aspectos concernientes a la formulación de un proyecto educativo, se encuentra el constante señalamiento de la
crisis en la educación, que es también crisis social. Las crisis, a la vez momentos de cuestionamiento del estado
y rumbo de la humanidad, son coyunturas que obligan a repensar la condición humana, el carácter y las
posibilidades de la existencia y su mantenimiento, y los ideales de la continuidad y la permanencia cultural de la
especie.
Uno de los propósitos de diseñar y poner en marcha un proyecto educativo es, señalan García y García, no
sólo la sobrevivencia de la especie humana, sino su pervivencia. “Vivir alude a la función primaria de todo
organismo, sobrevivir es la función adaptativa que promueve todo el sistema biológico de cada especie. La calidad
de vida es un propósito cultural, conscientemente alimentado, ambiguamente definido, socialmente proyectado
con bastante equivocidad, pero que prueba la innovación excepcional de que la especie humana necesita de la
cultura para vivir, que la cultura, globalmente considerada, aparece como una necesidad vital de nuestra especie.
[…] La pervivencia de la especie y la construcción del sujeto humano no dependen exclusivamente de la
reproducción y la alimentación, sino también del proceso de asimilación cultural que llamamos educación” (García
Carrasco y García del Dujo, 2001, p. 269).
Frente a la necesidad de proyectar y operar la educación como fórmula para la regeneración y mantenimiento
de la cultura, históricamente los seres humanos hemos construido acuerdos tácitos y explícitos, al menos
parcialmente. Desde la constitución de los primeros sistemas educativos hasta nuestros días, las formas de
regulación de la educación han evolucionado, a pesar de las dificultades para arribar a consensos universales y
absolutos. Normar, regular, es tarea implícita en la generación de un proyecto educativo, cualquiera que sea y
dondequiera que se instale. Si bien la normatividad no ha satisfecho las demandas y aspiraciones de todos los
sectores sociales, su construcción no puede dejar de estar atenta a los principios y las reglas que emanan de la
orientación especializada que posibilita su perfeccionamiento, tanto quizá como de la necesidad de participación
de los diversos agentes.
Si a los problemas derivados de las exigencias y las posibilidades reales de la construcción de un proyecto
educativo agregamos los problemas derivados de la práctica concreta, de las opiniones que parecieran venir de
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todos lados, y de recoger la diversidad de los intereses y pretensiones de los más diversos sectores sociales, la
cuestión se torna aún más compleja y requiere de más serias y relevantes discusiones sobre los criterios y
principios comunes que pueden y deben orientar los proyectos de educación. ¿Cómo entendernos entre una
multitud de opiniones diferenciadas, disparejamente enteradas, desigualmente informadas, del sentido de la
educación, de sus repercusiones en los proyectos individuales de vida y en el destino de las sociedades? Estamos
convencidos de que la búsqueda de criterios y principios, el fortalecimiento de las vías de deliberación y las
discusión racionales y razonables para la comprensión del significado de la educación y las especificidades de
su conducción han sido y tienen que ser tarea de la filosofía de la educación.
Aquí daremos cuenta de la manera en que la filosofía ha hecho de la educación su objeto de estudio –tanto
en sus formulaciones más amplias como en las apreciaciones más particulares y dependientes de su propio
desarrollo como disciplina científica–, de cómo ha tenido, en el horizonte de sus formulaciones, la intención de
dar respuesta a estas cuestiones.
Cada una de las grandes obras de la filosofía que se ha ocupado de la educación representa un diagnóstico de
la sociedad y un juicio sobre el lugar de la educación en el logro de su sostenimiento. Cada una indica un modo
de entender las formas en que lo educativo puede o debe imprimir una dirección transformadora, conservadora,
o –más allá de esa dicotomía– permitir la evolución, el crecimiento, el progreso social. En cada una de esas obras
–como en otras de equivalente importancia– se realizaron planteamientos sobre cuestiones particulares relativas
a los métodos, los contenidos, la gramática de las relaciones entre las generaciones, la ingeniería escolar, etc.;
pero los planteamientos de mayor relevancia son los que anteceden a estas formulaciones. Hablamos de los
factores de armonización de cada proyecto educativo concreto con el ideal perseguido de sociedad. La búsqueda
fundamental se ha ofrecido en las mejores obras de la filosofía educativa en tres frentes distintos, coherente y
armoniosamente ensamblados: el pedagógico, el filosófico y el político.
La búsqueda del mejor proyecto educativo remitió a aquellos filósofos al establecimiento de definiciones
precisas acerca de la comprensión de lo bueno, la selección de lo más valioso para transmitir, la determinación
de lo que requería revocación, el sentido general de lo propuesto. Históricamente, la marca de la educación ha
sido su justificación, el señalamiento de los principios que guían la intervención, las ideas y los fundamentos que
sostienen la acción. Por eso sólo sobre la base de un diagnóstico social fue posible que aquellos pensadores
sostuvieran proyectos educativos; al menos proyectos que dieran cuenta de la elaboración de complejos juicios,
de deliberación amplia sobre los propósitos y problemas sociopolíticos, al mismo tiempo que de las perspectivas
puntuales respecto a la práctica, la labor del profesor, la delimitación del modo de ser del educando y la
comprensión del conocimiento orientado a la acción educativa. Rousseau, por ejemplo, señalaba –en torno a las
concepciones de hombre y de sociedad– en Emilio: “En el estado de naturaleza hay una igualdad de hecho real e
indestructible, porque es imposible en ese estado que la única diferencia de hombre a hombre sea bastante
grande para volver a uno dependiente de otro. En el estado civil hay una igualdad de derecho quimérica y vana,
porque los medios destinados a mantenerla son los mismos que sirven para destruirla, y porque la fuerza pública
agregada al más fuerte para oprimir al débil rompe la especie de equilibrio que la naturaleza había puesto en
ellos. De esta primera contradicción derivan todas las que se observan en el orden civil entre la apariencia y la
realidad. La multitud siempre será sacrificada a la minoría, y el interés público al interés particular” (Rousseau,
1998, p. 350).
Y antes, sobre cómo dirigir la labor educativa, decía: “Henos aquí reducidos a nosotros mismos. He ahí a
nuestro niño presto a dejar de serlo vuelto hacia su individualidad. Helo ahí sintiendo más que nunca la necesidad
que lo vincula a las cosas. Después de haber empezado por ejercitar su cuerpo y sus sentidos hemos ejercitado
su espíritu y su juicio. Finalmente hemos unido el uso de sus miembros al de sus facultades; hemos hecho un ser
actuante y pensante; para acabar en el hombre sólo nos queda hacer un ser amante y sensible; es decir,
perfeccionar la razón mediante el sentimiento. Pero antes de entrar en este nuevo orden de cosas, echemos una
ojeada sobre aquel del que salimos, y veamos con la mayor exactitud posible hasta dónde hemos llegado. […]
Nuestro alumno no tenía al principio más que sensaciones, ahora tiene ideas; no hacía más que sentir, ahora
juzga. Porque de la comparación de varias sensaciones sucesivas o simultáneas, y del juicio que uno lleva a
ellas, nace una especie de sensación mixta que yo llamo idea. […] Es la manera de formar las ideas lo que da un
carácter al espíritu humano” (Rousseau, 1998, p. 301).
El tránsito de una forma de ser a una en que se debe ser está orientado por la consecución de un tipo de
hombre para el tipo de sociedad proyectada. En el caso de Rousseau, para el tipo defendido en El contrato
social. Razón y sentimiento constituyeron la dupla inseparable del contrato educativo que contribuiría a preservar
su proyecto político.
Lo que el filósofo ginebrino pensaba como realizable puede afirmarse como una forma de concepción de la
autorrealización humana caracterizada por disposiciones positivas o, como diría William Frankena (1953), por
excelencias, “cualidades positivas de la personalidad” juzgadas como deseables. O bien, disposiciones psíquicas
de la personalidad, como las llamara Wolfgang Brezinka (1990). Ésta es la tarea de la acción educativa, la
intención de mejoramiento de las disposiciones de la personalidad humana que conduzcan a su mejoramiento, y
éste, uno de los cometidos de la tarea normativa de la filosofía de la educación.
Es quizá en el pensamiento de Johann Friedrich Herbart donde por primera vez se hace explícita la
intervención de la filosofía en el estudio de la educación, y donde la pedagogía se pretende científica. A partir de
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entonces se potencia la pedagogía como una disciplina que cuenta con “un cuerpo de una doctrina
poderosamente organizado” (Compayré, 1994, p. 16). Sin embargo, la división establecida por Herbart entre
fines, como concernientes a la filosofía, y medios, asociados a la psicología, no se reduce a la cientificidad de la
pedagogía, sino que confiere una forma de indicar una serie de elementos y categorías ineludibles para el análisis
de los procesos educativos, sobre los cuales se torna indispensable un entramado coherente y unificador de
sentencias, presupuestos, fundamentos y argumentos.
Desde la delimitación del fin de la educación, hasta el estudio de la individualidad a partir de rasgos como el
carácter y el interés; desde la manera en que debe instruirse al educando hasta cómo se construye el
conocimiento; desde la discusión sobre cómo fundar un método pedagógico que logre articular fines y medios
hasta el propósito primordial –como lo muestra la lógica propia de Pedagogía general derivada del fin de la educación–
, la tarea se entiende con el propósito de cimentar una racionalidad moral que conduzca la práctica educativa.
Aquí tiene su origen, de manera organizada y sistemática, una base normativa de la educación que la pedagogía
heredó y que continúa vigente hasta nuestros días. Si bien los antecedentes estaban ya establecidos en
Rousseau y Kant, fue Herbart quien elaboró un sistema orientado a la tarea propia de la pedagogía, a la práctica
educativa por sí misma y, desde luego, a su legitimación como discurso académico.
La pedagogía retomó de esta tradición la preocupación por establecer valores y formas de acción para
conducir el proceso educativo. Ello marcó un modo de proceder respecto del sentido y los fines de la educación.
La educación como disciplina científica y el pensamiento filosófico se encontraron así en el marco de horizontes
comunes: la clarificación, la argumentación, la crítica y la determinación de directrices conformadoras de sistemas
de pensamiento organizados, metódicos y coherentes que pudieran dirigir las acciones educativas.
Colocada ahí, la pedagogía, como reflexión organizada y sistemática sobre las prácticas educativas, ha
orientado posiciones, perspectivas y tradiciones de pensamiento educativo cruzadas por una serie de aspectos
fundamentales que no resultan fácilmente distinguibles de los problemas que atañen a los estudios filosóficos.
Tal es el caso, por ejemplo, de la concepción antropológica del sujeto a educar, de la comprensión de los fines
de la educación, del sentido último –moral y social– de la acción pedagógica, de la concepción general sobre la
naturaleza del conocimiento, de las habilidades o rasgos de carácter que se han de transmitir o desarrollar vía
los procesos educativos, de las condiciones lógicas y psicológicas que supone la adquisición del conocimiento,
de la determinación de pertinencia entre los fines a alcanzar y los medios propuestos para ello, etcétera.
Desde el desarrollo de la reflexión pedagógica, disciplinariamente hablando, la filosofía se constituyó en su
guía y en su apoyo más leal. Destacadamente, la pedagogía ha abrevado en ella en relación con los temas y los
problemas que, como trasfondo, inducen y posibilitan, entre otras cosas, la elección de las maneras de pensar y
proceder. Sin la filosofía de la educación, la pedagogía corre el riesgo de reducirse; puede convertirse en una
disciplina de traducción de formas particulares del saber –de raigambre sociológica, antropológica, psicológica o
técnica– destinadas a la aplicación. Su condición puede tornarse meramente instrumental y sus pretensiones
estrecharse al ofrecimiento de soluciones temporales a problemas circunstanciales. Desgraciadamente, este
lugar vertebral de la filosofía educativa no es siempre entendido por los actores de la enseñanza y por algunos
de sus estudiosos. Para muchos, la filosofía de la educación es sólo reflexión abstracta y alejada de las
condiciones reales en que opera la práctica docente. Esta distancia problemática entre pedagogía y filosofía y
entre práctica docente y reflexión filosófica se agudizó, quizá, con la configuración de la filosofía de la educación
como disciplina. No obstante, a nuestro juicio, en el fondo de sus preocupaciones prevalece la exigencia de
aportar criterios y principios para decidir cuál es el mejor proyecto educativo y cuáles son las condiciones óptimas
para llevarlo a cabo. El sentido que Kant otorgara al “arte de la educación” sigue vigente: “Tanto el origen como
el proceso de este arte es: o bien mecánico, sin plan, sujeto a las circunstancias dadas, o razonado […]; todo arte
de la educación que procede sólo mecánicamente ha de contener faltas y errores, por carecer de plan en qué
fundarse. El arte de la educación y la pedagogía necesita ser razonado si ha de desarrollar la naturaleza humana
para que pueda alcanzar su destino” (Kant, 1983, p. 35).
El carácter normativo de la filosofía de la educación procede de la preocupación por el ideal de ser humano
y de la obligación moral de la acción necesaria para hacerlo posible en aras de la utopía. El programa de acción
que se sigue de ello, antes que contener enunciados que describan cómo hacerlo, se propone dar cuenta de los
fundamentos, de las razones del hacer, del sentido de la acción y de la coherencia de las formas en su relación
con los propósitos.
Ése es el lenguaje característico de la educación –no del aula, no de la enseñanza–: un lenguaje en el que
encontramos “las metas y principios, las reglas y consejos que gobiernan la actividad del maestro”. Es un discurso
que “trata de utilizar los significados primariamente descriptivos del lenguaje de la ciencia para ponerlos al servicio
de una empresa fundamentalmente evaluativa y práctica” (Salmerón, 2004a, p. 325).
Para algunos pensadores, la filosofía de la educación, en su carácter de disciplina formalmente establecida, cobró
carta de naturalización muy tardíamente; quizá lo hizo hasta la segunda mitad del siglo XX, y lo hizo de la mano
de los desarrollos académicos en las universidades. De acuerdo con filósofos de la educación como Richard S.
Peters –aunque el interés por los asuntos educativos tuviera precedentes históricos desde siglos antes de Cristo–
, sólo “recientemente ha llegado a concebirse la filosofía de la educación como una rama específica de la filosofía”
(Peters, en Dearden et al., 1982, p. 13).
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Este reconocimiento de que la filosofía de la educación es una rama independiente que no se corresponde,
en rigor, con los intereses clásicos de la filosofía es producto de una forma particular de su comprensión, que
implica el vínculo con un universo de problemas específicos y formas particulares de relación con los asuntos
prácticos y teóricos del hecho educativo.
En el marco de esta distinción se descobijaron las posturas que, sostenidas por muchos años, igualaron a la
filosofía de la educación con la teoría de la educación. A esa postura muchos de los filósofos analíticos del siglo
pasado opusieron objeciones. T. W. Moore, por ejemplo, afirmó que mientras la teoría de la educación constituye
una forma sistemática de análisis y crítica sobre la práctica docente, la filosofía de la educación cumple una
función analítica y crítica sobre la práctica y la teoría educativas. Así, en una cadena de niveles lógicos entre las
prácticas de los educadores, las tareas de teorización sobre esas prácticas y las labores de análisis filosófico, la
filosofía educativa ocuparía el más alto rango, y su relación con las anteriores se podría definir como parasitaria.
La teoría, de acuerdo con Moore, sería parasitaria de la práctica educativa, y la filosofía de la educación,
parasitaria de ambas. Frente a las prácticas de los educadores y sobre los discursos teóricos que gobiernan esas
prácticas o sugieren sus mejoras, la filosofía tendría la función de examinar la coherencia interna de los supuestos
básicos, la conformidad con el conocimiento científico disponible, la pertinencia de las convicciones morales
relativas, la claridad conceptual comprometida e incluso las posibilidades empíricas de practicabilidad. La filosofía
de la educación no sólo cobrará su sentido a partir de la práctica y la teoría educativas, sino que su obligación
fundamental será la de realizar “verificaciones” de los supuestos y argumentos sobre las prácticas de enseñanza
y de sus teorizaciones para dar cuenta, fundamentalmente, de su racionalidad (Moore, 1980).
Desde la preocupación por una razón teórica que ordene la práctica, en principio haciendo abstracción de las
condiciones presentes, pero con la pretensión de conformar un nivel de generalización que permita la
comunicación inteligible de nuestros conceptos e ideas, el análisis del lenguaje en la filosofía educativa ha tenido
también una pretensión crítica. “En la tradición analítica, la filosofía de la educación se comprende como un área
de la filosofía en la que el ejercicio de la razón teórica contribuye críticamente al desarrollo de prácticas y discursos
racionales en el ámbito educativo” (Hirst, en Dearden et al., 1982), “no en el sentido de dar un fundamento a partir
de principios metafísicos y antropológicos” (Vázquez, 2012, p. 28).
Richard Peters, uno de los autores más representativos de esta corriente, al analizar el concepto
de educación, se coloca en el plano normativo, indicativo del sentido o de la dirección de lo que ha de lograrse
en razón del establecimiento de su valor: “Este aspecto normativo tanto del término educar como del
de reformar los convierte en casos especiales de lo que Ryle llama “verbos de realización”. Son verbos
como ganar, descubrir, recordar y aprender, ya que está implícita en ellos alguna clase de éxito. Difieren, sin
embargo, en que no implican una actividad como correr o buscar que termine en éxito, y en que el éxito en
cuestión, a diferencia del que consiste en ganar o en encontrar algo, tiene algún valor” (Peters, en Peters (comp.),
1977, pp. 34-35).
Otras posturas destacadas en el curso del siglo pasado concibieron a la filosofía de la educación en un sentido
más amplio. Como señalara Peters, la filosofía de la educación: “Ha tomado la forma de un debate o análisis de
pensamientos de los grandes educadores, como Comenio, Rousseau o Froebel, o hasta de los principios
generales de la educación, como fue el caso de sir Percy Nunn en su obra: Education: Its Data and First Principles,
o como A. N. Whitehead en The Aims of Education” (Peters, en Peters (comp.), 1977, p. 9-10).
No obstante, el mismo Peters reconoce que tales libros y otros similares promovieron el encuentro de aquellos
postulados filosóficos, éticos y hasta psicológicos que resultaban útiles para establecer lineamientos y prácticas
de orden general en materia educativa (Peters, en Peters (comp.), 1977). Estas ideas colocan a la filosofía de la
educación en dos modos de comprensión distintos. El primero, como recuperación de tradiciones de pensamiento
sobre lo educativo; el segundo, como una actividad de acercamiento de postulados filosóficos al quehacer de los
educadores.
Ambas ideas han cursado por el tamiz de la crítica. La primera parece una tarea ociosa: ¿qué impedimento
tendrían los propios educadores para acercarse al estudio de las filosofías clásicas?; ¿por qué esa actividad
requeriría la intervención específica del profesional de la filosofía educativa? La segunda, la que corresponde a
la comprensión que sugiere situar la responsabilidad del filósofo de la educación en el establecimiento de
postulados que funjan como guías en el diseño de lineamientos y prácticas educativas, ha dado lugar también a
poderosas objeciones.
Uno de los alegatos en contra de ella fue ofrecido por un destacado filósofo australiano, de la segunda mitad
del siglo pasado, John Passmore. Para él, pensar la filosofía de la educación como proveedora de doctrinas
filosóficas, sin más, que sirvan como guías para la solución de problemas educativos no hace favor alguno ni a
la filosofía ni a la educación. Conforme su postura, no hay un trayecto lógico indiscutible entre premisas
epistemológicas, ontológicas o metafísicas y el diseño de políticas de la educación. “Un católico liberal como
Maritain –afirmaba Passmore– puede escribir con aprobación de los ideales educativos de John Dewey, aunque
las teorías metafísicas de ambos se encuentren en polos opuestos […], no hay tránsito posible del atomismo
lógico a las innovaciones educativas radicales de Russell; del empirismo lógico a la defensa de una educación
liberal hecha por Feigl” (Passmore, 1980, pp. 19-20).
Por otro lado, el análisis de los significados lingüísticos se convirtió, en el siglo XX, en el método y la
descripción de la tarea del filósofo. A esta perspectiva se sumaron quienes, siguiendo a Wittgenstein,
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compartieron la comprensión de la filosofía como “la crítica del lenguaje”. En esa tradición se sitúo la comprensión
de la filosofía de la educación que, tras la muerte de John Dewey, cobró mayor importancia en el mundo
anglosajón. Según los analíticos, la filosofía de la educación está vinculada con la filosofía en general,
primariamente, por sus métodos.
El tránsito de la filosofía metafísica, o de la filosofía cartesiana, a la filosofía del siglo XX constituyó no sólo
un movimiento en el enfoque de los problemas sino, y sobre todo, una revolución de los métodos. Una revolución
que exige del filósofo, y del filósofo de la educación en particular, un examen del lenguaje. La materia de la
filosofía, decía T. W. Moore (1980), es la clarificación de conceptos y la disolución de problemas que existen sólo
por confusiones lingüísticas.
Frente a esta postura, de nuevo, John Passmore impuso objeciones. Algo está mal –dijo– en afirmar que la
filosofía de la educación tiene una tarea estricta de afinamiento conceptual. Si la labor es un mero trazo de
distinciones sin propósito, la elaboración de definiciones esencialistas parece a todas luces innecesaria. Es una
especie de flaca solución a los problemas: cuando se coloca alejada de las circunstancias puntuales en las que
los problemas de la práctica educativa se manifiestan, el ofrecimiento de esclarecer nociones y conceptos no
puede ser fecundo.
El sentido que Passmore otorga a la filosofía de la educación, a propósito de su teoría de la enseñanza, pone
en primera línea de importancia la configuración de la filosofía como herramienta no sólo destinada para los
especialistas –sí como un saber especializado de apoyo–, sino, sobre todo, como un saber que atiende a la
naturaleza de una acción práctica, que supone la consideración y determinación de los mejores modos de obrar.
En este sentido, como lo señalara Fernando Salmerón (2004, p. 329), “el lenguaje de la educación es el mismo
lenguaje de la moralidad” y toda acción moral ha de fundamentar y justificar su sentido y orientación.
Sea como una atribución que se arrogan filósofos especializados, sea como un legítimo obrar en términos del
análisis conceptual desde herramientas filosóficas, sea como respuesta a las preguntas ontológica: ¿qué es
educar? y axiológica: ¿para qué educar?, lo que queremos poner en consideración –en función de la herramienta
que nos hemos propuesto que sea este diccionario– es que las categorías centrales para la discusión filosófica y
el uso de los métodos propios de esta disciplina son los instrumentos de análisis e intervención con los que cada
orientación, implícita o explícitamente, se aproxima a la práctica docente.
Si partimos de que la educación es una acción de mejoramiento de la persona, en la que se juegan opciones
de valor que han de ser fundamentadas, visualizamos distintas posiciones y aportes desde los más diversos
programas educativos –como los de Platón, Rousseau, Locke o Kant–, así como entre los más
predominantemente pedagógicos –como los de Comenio, Pestalozzi o Froebel–. Esto mismo es observable en
las indagaciones respecto de los sistemas de razón de filósofos y teóricos de la educación reconocidos, ya sea
para hacer una historia de las doctrinas filosóficas en educación, ya sea para identificar la adscripción filosófica
de cada autor, o ya sea para asir el característico abordaje de la filosofía analítica.
Las intenciones de la actividad educativa no están dadas de antemano. La normatividad referida a los
planteamientos de los tomadores de decisiones, de aquellos que elaboran las políticas educativas, de los
educadores mismos, se ve cuestionada en la medida en que presentan aquellas realizaciones en términos de
aprendizajes concretos o estándares, por ejemplo, como realidades empíricas o como descripciones
pretendidamente científicas. Para no caer en la trampa de la eficacia de modos pseudocientíficos para determinar
y llevar a cabo la praxis educativa, es necesaria la vigilancia que corresponde hacer a la filosofía de la educación.
En ningún caso es posible defender la idea de que el estudio de la práctica se quede en los meros límites de
la fundamentación y haga abstracción de la realidad y las condiciones particulares de la operación. Porque la
tarea filosófica alcanza a la crítica de las condiciones existentes para la realización de los fines educativos y los
modos en que es posible buscar su consecución. La reflexión minuciosa sobre aspectos de la teoría y la práctica
educativas tiene que dar cuenta de ejercicios de deliberación en los que se formulen juicios, se establezcan
razones válidas y se tomen posturas precisas respecto de los modos de comprensión del ser educado, del
currículum, de la política educativa, de las posibilidades del discurso a manos de los teóricos y del sentido que la
teoría cobra para la intervención y las prácticas.
A lo dicho hasta aquí hay que añadir la necesidad de distinguir entre el significado de un enfoque prescriptivo y
el de uno de carácter normativo en la comprensión de la educación. El primero ordena la práctica mediante la
recuperación de saberes y herramientas propios de disciplinas de apoyo, como la psicología o la sociología, y
contribuye a la presentación de un programa de acción particular. Aporta definiciones programáticas de acción
(Scheffler, apud Salmerón, 2004, p. 328; vid. Brezinka, 1990). El segundo tiene que ver con las consideraciones
deliberativas y críticas que nos plantean opciones y orientan la toma de decisiones; es decir, supone una
experiencia de carácter moral. “Las dos características señaladas en la experiencia moral se repiten por igual en
toda experiencia educativa verdaderamente digna de este nombre, es decir, en toda aquella que deba decidir
sobre estrategias, sobre principios justificadores y sobre fines últimos de la educación” (Salmerón, 2004, p. 330).
En este sentido, el enfoque normativo de la educación supone considerar no sólo el conocimiento teórico de
la educación en forma de prescripciones, reglas de acción y principios, sino también y como punto de partida el
conocimiento de la práctica misma. Las prescripciones establecidas constituyen guías en la formulación de
proyectos educativos, nunca restricciones inamovibles ni premisas de verdad incuestionables. Los problemas
educativos abordados con herramientas filosóficas son aquellos que derivan de los usos institucionales, de las
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prácticas escolares, inscritos en dinámicas sociales y políticas específicas. Se vincula, así, la tarea del filósofo de
la educación con la tarea social que es inherente al pensamiento pedagógico. La educación, bien señaló John
Dewey (1998), no tiene fines; los fines son de las personas, de los educadores, de los grupos sociales y de sus
proyectos sociales y políticos.
La función prescriptiva cobra obligatoriamente un carácter peculiar, que exige, por una parte, la revisión
permanente de las premisas normativas relacionadas con los medios y los fines de lo educativo, y, por la otra, la
reformulación de las orientaciones y tendencias. Para ello la teoría de la educación y la filosofía de la educación
están obligadas a la revisión y la crítica asentadas en la observación de las condiciones empíricas cambiantes,
en las pretensiones de cambio y meliorismo, en el conocimiento accesible acerca de la sociedad y la condición
humana, en la voluntad de perpetuación de conductas humanas y civilizatorias, en la contemplación de las
necesidades sociales y de las aspiraciones legítimas de las individualidades. En ese sentido, el deber ser (social,
político y moral) acompaña y guía a la formulación teórica y a la práctica educativas. El deber ser educativo es la
preocupación coincidente más estrechamente relacionada con los grandes problemas de la filosofía práctica y
con las necesidades sociales.
Sin embargo, el auxilio que a los problemas de la educación presta el quehacer filosófico es de un orden
diferente al de la mera solución anticipada de las respuestas de orden último que están comprometidas en las
preguntas de carácter educativo. Es decir, no basta con las aportaciones que provee el saber filosófico general
(ni el específico derivado de los desarrollos de la ética, la estética, la lógica, la antropología filosófica, la
epistemología, la filosofía de la ciencia o la filosofía política) a las cuestiones irremediablemente imbricadas en
los problemas de la práctica y la reflexión educativas. Aunque la pedagogía requiere de las respuestas puntuales
que pueden brindar las diversas ramas de la filosofía a los problemas de orden práctico (como aquellas que
atañen al tipo de organización social que podemos o debemos buscar, a la clase de condiciones de reparto de
bienes sociales que supone la igualdad de oportunidades, al tipo de conducta moral que la democracia exige de
la ciudadanía, a las condiciones lógicas que supone la comprensión de una determinada materia, etc.), la filosofía
no resuelve ni pretende resolver los problemas educativos y pedagógicos; no es ésa su función y no cabe
esperarlo de ella. No lo es siquiera para la filosofía de la educación, cuyos objetos de estudio y problemas son,
eventualmente, también de un orden distinto a los de la disciplina pedagógica.
Gracias a la larga historia de la filosofía de la educación, al saber acumulado y a la reflexión sistemática sostenida
y plural, contamos hoy con fórmulas variadas para atender a los grandes temas y problemas que ocupan a los
educadores de nuestro tiempo. Contamos, por un lado, con los proyectos y formas de trabajo de los filósofos que
fundaron sus orientaciones a partir de supuestos antropológicos o metafísicos, por ejemplo. Por otro lado,
tenemos herencias de pensadores que, a partir de posicionamientos filosóficos, realizaron análisis y establecieron
consecuencias prácticas para la educación. Así, contamos con tradiciones de tintes idealistas, fenomenológicos,
pragmatistas o instrumentalistas, hermenéuticos, etc., sobre la educación. Entre otras tradiciones, ha sido
particularmente influyente la analítica, preocupada por el ejercicio de la crítica teórica y por el desarrollo racional
del discurso para orientar las prácticas en materia educativa.
Este enorme corpus es el que permite sostener la idea de educación como acción social, y pensarla tanto
desde sus condiciones de determinación cultural, económica, social y política, como desde los registros propios
de la subjetividad y la intencionalidad individual. Es ese corpus el que da lugar a la observación del proyecto
educativo como proyecto ético-político-pedagógico, como un sistema incompleto, imperfecto, en el que siempre
hay algo por reconstruir, en permanente evolución, y lo coloca de cara a la crítica. La acción educativa es acción
moral, y ese carácter exige tareas de fundamentación, justificación, ofrecimiento de razones inteligibles
intersubjetivamente, deliberación y continuo sometimiento a la revisión de lo que se tiene como mejor.
No obstante, el fin de la educación es práctico y su saber lo es también. Las cuestiones filosóficas lo
acompañan: la antropología filosófica, la ética y la filosofía política apoyan y guían las tareas teóricas de la
educación, pero su orientación no es útil si se reduce a la proposición de soluciones fundamentales y únicas,
inamovibles y rígidas, alejadas de los condicionantes específicos de las labores de intervención –de las
situaciones, tipos de relaciones y circunstancias de los docentes, los directivos, los legisladores, los consejeros,
los tomadores de decisiones, los inspectores, los padres de familia, los ciudadanos y los estudiantes–. El lugar
de la filosofía no puede ser visto como el de proveedora de saberes que regulan la acción sin la consideración de
las consecuencias prácticas. Es éste un reclamo repetido a la labor realizada por la filosofía, tanto como a la de
ciertos proyectos de la reflexión teórica en pedagogía o en algunas áreas de las llamadas “ciencias de la
educación”. El reiterado reclamo de la labor filosófica como mera organizadora de prescripción para la práctica la
ha ubicado en una posición instrumental para la consecución de objetivos educativos que no merece. El arbitrario
divorcio entre la teoría y la práctica constituye una de las más dañinas dicotomías clásicas que el pensamiento
filosófico tiene que sortear sustantiva y continuamente en su ineludible compromiso con la acción educativa.
Pero la filosofía, y particularmente la filosofía de la educación, no es ni útil ni integral si no alienta, refuerza y
se cimbra en las conexiones indispensables entre la teoría y la práctica. La mejor filosofía se ocupa de los
problemas prácticos, de los que competen al bien y el bienestar de la especie humana. De ahí que Jesús Mosterín
afirme que: “La filosofía como especialidad académica y profesional sólo tiene sentido y justificación en la medida
en que contribuya a la filosofía como dimensión humana […]. La destreza en el vivir nos interesa a todos. La
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orientación última, la cosmovisión, la elucidación de la buena vida no son temas para especialistas. Son los temas
de la filosofía. Y la filosofía es asunto de todos” (Mosterín, en López Cuenca (coord.), 1999, pp. 37-38).
Sirva lo dicho para dar cuenta del sentido de la tarea que quisimos atacar con la realización de esta obra y
de la función que esperamos que el Diccionario iberoamericano de filosofía de la educación pueda cumplir.
Confiamos en que esta herramienta sea útil para guiar y procurar la deliberación sobre fines y razones últimas al
quehacer cotidiano de la investigación y la acción educativas, en favor de formas más humanas y progresivas de
reproducción y renovación social y cultural.
Los coordinadores
Ciudad Universitaria, octubre de 2013

BIBLIOGRAFÍA
Aristóteles, Política, Gredos, Madrid, 1988.
Brezinka, W., Conceptos básicos de la ciencia de la educación, Herder, Barcelona, 1990.
Compayré, G., Herbart: La educación a través de la instrucción, Trillas, México, 1994.
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García Carrasco, J., y A. García del Dujo, “X. Creación de cultura y procesos de educación”, en Teoría de la
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Moore, T. W., Introducción a la teoría de la educación, Alianza, Madrid, 1980.
Mosterín, J., “Grandeza y miseria de la filosofía analítica”, en A. López Cuenca (coord.), Cuaderno Gris, Época
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Passmore, J., Filosofía de la enseñanza, FCE, México, 1980.
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Vázquez, S. M., Filosofía de la educación: Estado de la cuestión y líneas esenciales, CIAFIC Ediciones, Buenos Aires,
2012.

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