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31/12/2017 Ceremonia antes de partir

 24/05/2013 - 12:58 Ι Clarin.com Ι Sociedad

Ceremonia antes de partir


Julio Cortázar despide a su última mujer, la fotógrafa Carol Dunlop

Matilde Sánchez

La primera mujer  y luego albacea de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, no da entrevistas. Sin embargo, cierta
vez le oímos contar, en una cena por los 80 años de José Saramago en Buenos Aires, que cuando Cortázar
conoció a Carol Dunlop, en 1977, le prepuso muy pronto vivir con él en París, aunque con una condición: que no
llevara con ellos a su hijo, Stéphane Hébert. Su pedido guarda evoca de manera directa el pasaje de Rayuela en
que el personaje de Horacio Oliveira expone a la Maga que él no estaría dispuesto a vivir bajo un mismo techo
con su bebé, Rocamadour. Carol aceptó; desde entonces solía ver a Stéphane por cortos períodos y en
vacaciones. Así aparecen en un Super8 que tomó el propio Cortázar en la playa.

Dunlop murió de leucemia el 2 de noviembre de 1982, con apenas 36 años. Su muerte derrumbó al escritor. Poco
antes habían vuelto de ese feliz y delirante viaje por la autopista París-Marsella, que convertía un traslado en
exploración social y del territoria. Los autonautas de la cosmopista es un singular relato de viaje, con textos y
fotos de ambos, que Carol no llegó a concluir. En clave deliberadamente menor, sus fotos low-tech, de aire
doméstico y amateur, influyeron en algunos autores, como por ejemplo en la narrativa del alemán W. G. Sebald
y el ciclo que se inicia con Vértigo y las caminatas de Los anillos de Saturno –lo más auténtico que queda de la
experiencia del viaje, en la era de la industria turística de masas y la expansión de la aviación comercial, vuelve
a ser el reconocimiento del camino. Los autonautas también es clave en la obra cortazariana por su giro
subjetivista y autobiográfico, que él ejerció tempranamente en algunos relatos breves y que dominará la
literatura de las dos últimas décadas.

“Carol se me fue como un hilito de agua”, escribe Cortázar a su madre, María Herminia Descotte, el 10 de
noviembre de 1982. Su último tomo de correspondencia, publicado recientemente, registra ese mes de pesadilla
en que el escritor acompaña a su mujer en el Hospital de Saint-Louis. En las cartas no se menciona la palabra
leucemia, solo se alude a la médula, a los tratamientos infructuosos y la conformidad de la paciente. Un año y
tres meses más tarde, en febrero de 1984, Cortázar falleció en un trámite clínico aún más breve, después de unas
semanas bajo transfusiones cotidianas.

La enfermedad fulminante del escritor hizo que algunos amigos, como la poeta y narradora uruguaya Cristina
Peri Rossi, autora de una biografía publicada en España, sospecharan de un contagio de sida, cuyos parámetros
apenas se conocían bien entonces. En 1981 Cortázar había sufrido una hemorragia gástrica, por exceso de
aspirinas, que lo obligó a someterse a transfusiones masivas en un hospital de Aix-en-Provence (“más de treinta
litros de sangre, ésto último, para alguien que frecuenta la vampirología, no estaba nada mal, porque no creo
que Drácula haya bebido la sangre de treinta personas diferentes en cinco días, dicho sea con todo mi respeto al
Conde”, escribe en carta del 28 de septiembre de 1981 a Jaime Alazraki.  Rossi ha contado que en noviembre de
1983, en Barcelona, Cortázar le mostró con preocupación "una placa negra en su lengua: el sarcoma de Kaposi",
y recordó el escándalo que sacudió a Francia en 1991, cuando quedó expuesto que entre 1984 y 1985 las
autoridades no seguían la rutina obligada de controles en las transfusiones de los hospitales. Pero esta hipótesis
es solo una conjetura; la palabra oficial indica que él murió de leucemia.

En su duelo el escritor dirigió a su mujer esta despedida, que aparece en Los autonautas de la cosmopista a la
manera de una posdata, fechada en diciembre de 1982.

“Lector, tal vez ya lo sabes: Julio, el Lobo, termina y ordena solo este libro que fue vivido y escrito por la Osita y
por él como un pianista toca una sonata, las manos unidas en una sola búsqueda de ritmo y melodía.

Apenas terminada la expedición, volvimos a nuestra vida militante y partimos una vez más a Nicaragua donde
había y hay tanto que hacer. Carol reanudó allí su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para
mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que

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infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad. También allí encontramos felicidad, ya no
solos en los paraderos del París-Marsella sino en el contacto cotidiano con mujeres, hombres y niños que
miraban como nosotros hacia delante. Allí la Osita empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero
porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como
siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más
hermoso. Volvimos a París llenos de planes: terminar juntos el libro, dar sus derechos de autor al pueblo
nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente. Siguieron dos meses que nuestros amigos llenaron de
cariño, dos meses en que rodeamos a la Osita de ternura y en que ella nos dio cada día ese valor que nos iba
abandonando. La vi emprender su viaje solitario, donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me
fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que
tanto los había desafiado y combatido en estas páginas.

A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías
hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas
últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como
acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro
dragón, sigue para siempre en nuestra autopista.”

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