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“Madame Bovary (moeurs de province) par Gustave Faubert”:la

(auto)censura de la Revue de Paris y el problema del nombre

I. Visto en perspectiva, el juicio a Flaubert es la culminación de un complejo proceso de

concepción, escritura y publicación. Mi intervención se propone ofrecer algunas notas

en relación con este último momento del trayecto. Porque, para decirlo pronto, en

Flaubert, la decisión misma de publicar (y éste es el momento que estas mesas están

analizando: el juicio señala el momento en que un libro sale a la luz pública, señala un

efecto de ese libro) no es algo que vaya de suyo sino que es un problema poético de

primer orden: publicar (o no), cómo se publica, cómo se mantiene el control sobre la

propia obra, es objeto en Flaubert de una reflexión que constituye parte fundamental de

su proyecto literario y que señala la especificidad de ese proyecto, con consecuencias

políticas (en el sentido de cómo se inserta y opera esa obra en el ámbito público) muy

particulares, a veces (y todavía hoy) mal comprendidas. Y creo que lo interesante en

Flaubert es que esas consecuencias son, por así decir, bifrontes, se articulan en una

doble dirección: porque si publicar fue un “escándalo” desde el punto de vista del

Estado, de la Justicia del Segundo Imperio, ciertamente no publicar había sido un

escándalo hacia el interior de la esfera literaria, encarnada bajo la figura de Maxime du

Camp, “amigo” de Flaubert (dicho sea entre comillas) y uno de los responsables de la

Revue de Paris donde Madame Bovary es publicada por primera vez.

Así pues, el objetivo de mi comunicación será, por un lado, mostrar brevemente

en qué sentido el rechazo inicial a la publicación es un gesto que apunta a salvaguardar

la integridad del proceso de composición eliminando (al menos declarativamente) todo

horizonte de expectativas de un público. Ese rechazo se da a ver, en el Flaubert que

escribe posteriormente a 1850, como un borramiento del nombre. En segundo lugar,

propongo enumerar y comentar algunas de las importantes supresiones y censuras que la

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Revue de Paris practicó sobre el manuscrito definitivo de Madame Bovary para ver en

ellas (en ese proceso de “corrección”) la manifestación ejemplar (casi diríamos,

anticipatoria) de una relación paradójica entre Flaubert y la esfera pública: paradójica

porque, signada por lo que podríamos denominar una mala lectura, es al mismo tiempo

la demostración palpable de la efectividad del proyecto literario flaubertiano.

II. Tras el decepción que significó la primera versión de La Tentación de San Antonio

(texto de 1849, que Du Camp y Louis Bouilhet, otro de los amigos íntimos de Flaubert,

aconsejan quemar porque se trata de un texto ilegible), Flaubert emprende con Du Camp

un viaje por Oriente de aproximadamente dos años. Y es allí, en ese viaje, en el que se

consolida (por una conjunción de la experiencia constante de las ruinas del antiguo

oriente y su propia ruina literaria) un diseño particular, conscientemente elaborado, de la

posición que Flaubert se propone ocupar en el “campo intelectual” de la época (uso esta

expresión sin demasiado convencimiento). Esa posición se manifiesta, en primer lugar,

como un rechazo a tomar posición. Dos ejemplos de esto, tomados de la

correspondencia desde Oriente. El primero es una carta a la madre: “Me hablas de mi

misión. No tengo que hacer nada y creo que no haré casi nada [...] Y además el Oriente,

Egipto sobre todo, es un país que anula las pequeñas vanidades humanas. A fuerza de

recorrer tantas ruinas, no piensas en construirte una bicoca. Todo ese antiguo polvo te

vuelve indiferente a la fama.” (3/2/50). El segundo es de una carta a Bouilhet: “No sé si

la visión de las ruinas inspira grande pensamientos. Pero me pregunto de dónde viene el

profundo desagrado que tengo ahora por la idea de agitarme para hacer que hablen de

mí. Siento que no tengo la fuerza física para publicar, ir al impresor, elegir el papel,

corregir las pruebas, etc. […]. Es lo mismo trabajar para uno mismo. Y además… ¡el

público es tan idiota!” (I: 627).

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Evidentemente, está aquí prefigurada la imagen del eremita de Croisset, el

escritor que se recluye en Normandía, lejos de la capital, aislado de los problemas y

cuestiones que mueven a la intelectualidad parisina. Su contramodelo es el propio

Maxime Du Camp, que tiene planes muy concretos para hacer carrera y ocupar un

lugar en el mundo literario: Du Camp, escribe Flaubert, tiene “proyectos muy

bulliciosos para su regreso y quiere lanzarse a una actividad demoníaca” (2/6/1850).

Uno podría plantear aquí un cierto debate entre una productividad luciferina, moderna,

(podemos decir: industrial), una estrategia que apunta a hacer reconocible un nombre en

el mercado literario, frente a otro modelo de trabajo (porque Flaubert tampoco caerá en

el mutismo eterno) que se reivindica como una forma de artesanado; si lo demoníaco es

lo activo, el consumo rápido del tiempo, Flaubert representa esa otra corriente que toma

el arte como un objeto de auténtica consagración (en el sentido fuerte, religioso, del

término) y que, por lo tanto, hace de la lenta formación reflexiva de la obra un valor

(Flaubert tarda entre 5 y 6 años en escribir cada una de sus novelas). Es decir que, por

un lado, Flaubert se rehúsa a adoptar una posición productiva en el seno de la sociedad

burguesa: se convierte en ese “idiota de la familia” del que hablaba Sartre. Y esto es así

incluso en el interior del campo intelectual (que es parte fundamental de esa sociedad):

su posición es, si se quiere, una no posición, que se resiste a cumplir con los pasos que

le darían una cierta notoriedad (actividad febril, polémicas, etc.). No rechazo de toda

acción sino de un tipo particular de acción, con una finalidad determinada: la acción

socialmente útil, la acción que genera una posición o un relieve social bajo la figura del

nombre. Porque lo que Flaubert quiere (es lo que aprende en las ruinas de Oriente) es

borrar su nombre: «En cuanto a mí, [escribe a Bouilhet en 1850] he renunciado a

ocuparme de la posteridad. Es una decisión tomada. [...] Estoy muy decidido a no ‘hacer

gemir las prensas’ con ninguna elucubración de mi cerebro» (a Bouilhet, 4/9/1850 ; I :

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677). Al bullicio fáustico de Du Camp, Flaubert opone el silenciamiento del nombre. Es,

por supuesto, la estética de la impersonalidad, la de la disolución del autor en su obra, la

que está en juego en esta operación. Flaubert la formulará ejemplarmente más tarde: el

autor tiene que escribir de tal forma de convencer a la posteridad que nunca existió.

Aquí se marca pues una primera separación con Du Camp. Al volver del viaje,

Du Camp insiste a Flaubert para que se instale en Paris y participe activamente de la

vida intelectual, del proyecto de la Revue, etc. Flaubert, por supuesto, se niega i. El

hecho mismo de haberse entregado a la publicación periódica hace de Du Camp uno de

esos littérateurs u hommes de lettres (las dos expresiones repugnan a Flaubert) que

sacrifican el ideal del Arte por el consumo cotidiano de la palabra, que se someten al

gusto pasajero de las masas y a las polémicas (políticas, estéticas) fútiles.

Flaubert, en cambio, emprende Madame Bovary y, mientras dura el proceso,

parece escribir para sí mismo, como si no tuviera en vistas (o no le preocupara) una

publicaciónii. Pero, una vez terminada la novela, su actitud con respecto a la publicación

(con respecto a ver su nombre impreso en letras de molde), cambia: “[...] no te oculto

[escribe a L. Bouilhet] que ahora [es Flaubert quien subraya] tengo muchas ganas de

verme impreso y lo más pronto posible.” (II, 613; 1/6/1856). Comienzan las tratativas

con la Revue de Paris (Flaubert ha “reactivado” su amistad con Du Camp) y se pacta su

publicación por entregas. Y, en su edición del 1° de agosto de 1856, la revista comunica

la próxima publicación de la novela: “La Revue de Paris me anunció [escribe Flaubert

a Bouilhet]. Pero incompletamente, escribiendo mi nombre sin L (te la dejo para que

hagas el calambur): ‘Madame Bovary (moeurs de province), par Gustave Faubert.’ Es el

nombre de un almacenero de la rue Richelieu, frente al Théâtre-Français. ¡Este

comienzo no me parece auspicioso! Quid dicis? Todavía no aparecí que ya me están

falseando [on me écorche].” (II: 622)

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Como siempre en Flaubert, se trata de una ironía significativa: Madame Bovary

nace, desde su réclame, bajo el signo de una mala lectura. Y Flaubert ve en esa mala

inscripción de su nombre una suerte de presagio. No es un asunto menor si se tiene en

cuenta lo tonto del episodio: Flaubert no parece temer una “conspiración” de Du Camp

y sus amigos sino un rasgo más de la idiotez del mundo (la proverbial bêtise). Segundo

aspecto a considerar: se trata de una caída, de un recorte. Y la cuestión del recorte, del

refreno, de la sujeción del impulso de escritura es algo que atraviesa todo el proceso de

escritura (y como veremos, de impresión y de lectura) de la novela. Un poco

mitológicamente, la novela era el resultado del fracaso de la primera versión de La

tentación, casi como un experimento o ejercicio de estilo destinado a contener el

“impulso lírico” del joven Flaubert. En la búsqueda de esa contención nacía además uno

de los pilares de la poética flaubertiana: la doctrina del mot juste, el pulimento obsesivo

de la obra con vistas a la eliminación de todo elemento superfluo (repetición, adjetivos,

etc.), proceso desgastante de la escritura (vale aquí el doble genitivo) que se evidencia al

ver el desarrollo de los sucesivos borradores del texto.

Pero este recorte, el recorte que convierte a Flaubert en Faubert, es un recorte

marcado por el equívoco, la incomprensión. Su resultado, sin embargo, es desnaturalizar

su nombre, hacerlo otro, precisamente cuando (casi por primera vez) acepta salir a la

luz. Es una imagen significativa de lo que ocurrirá con la publicación de la novela en la

revista.

III. Porque, de hecho, con el manuscrito del copista en su poder, la primera reacción del

comité directivo (o, mejor dicho, de Laurent-Pichat y Du Camp) de la revista es,

precisamente, el de suprimir. El primer aviso de estas supresiones es una carta que Du

Camp envía a Flaubert el 14 de julio de 1856 (II: 869). No puedo citar toda la carta,

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pero quisiera señalar algunos de sus argumentos principales: en primer lugar, sostiene

Maxime, la revista se propone recortar porque el libro es demasiado confuso

(embrouillée), plagado de detalles inútiles que impiden la visión del conjunto y el ritmo

fluido del relato. Du Camp golpea en el núcleo de la ideología estética flaubertiana (que

precisamente hace del ver, de la captación simultánea tanto del plano general como del

detalle, un elemento central: es lo que Flaubert denomina “captar la obra en una única

mirada, un único coup d’oeil” que debería ser el resultado que se busca como efecto de

lectura). Pero es todavía peor, porque Du Camp afirma que la novela, tal como Flaubert

la entregó, resulta, precisamente por su delectación en el detalle, por su falta de

concentración, una obra incompleta (pensemos en lo significativo de una crítica

semejante para un novelista que ha desarrollado, con esta novela, toda una teoría en

torno al concepto de obra cerrada, independiente –incluso de su contexto- absoluta,

etc.). Du Camp, entonces, parece retomar algunas de las críticas hechas por él y

Bouilhet a la primera Tentation, como si no hubieran transcurrido más de siete años

desde ese episodio fallido. Además, utiliza una metáfora médica (“Sé valiente, cierra los

ojos durante la operación y confía, si no en nuestro talento, al menos en la experiencia

que hemos adquirido para este tipo de cosas”) que no podía sino sonar preocupante

tratándose de una novela que tiene, entre sus episodios más famosos, el relato de una

operación médica que termina desastrosamente (con una amputación, de hecho). Por

último, la idea de un savoir faire (del que Flaubert carecería) que deriva no de la

posesión abstracta de un talento literario sino del contacto cotidiano con el mundo de las

publicaciones periódicas, es también, en cierto modo, infamante: porque Du Camp

propone que ese trabajo de “limpieza” sea realizado por un tercero (a quien no

menciona) “ejercitado y hábil” en tales tareas. Es decir, el autor-dios que posee (o

anhelaba poseer) un control total sobre su creación, que se encuentra difuminado en

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ella, de repente se ve en las manos de un “corrector” anónimo, casi un ghostwriter, que

haría su trabajo mejor (de acuerdo con los estándares de la revista). Como se ve, pues,

en esa carta Maxime parece moverse dentro del plano de la estética literaria: no hay

mención (explícita, al menos) de que las modificaciones propuestas se deban al temor a

una represalia o persecución judicial por parte del Estado.

Sobre el manuscrito del copista, la revista practica casi setenta modificaciones

(que Du Camp, en su carta a Flaubert, atribuye a Laurent-Pichat, pero Du Camp ha

admitido estar en un todo de acuerdo con él), algunas importantes: Du Camp quiere

suprimir todo el episodio de la boda, Laurent-Pichat quiere recortar el episodio de los

comicios agrícolas, también consideran que el espacio dedicado a la operación de

Hipólito es inútil, etc. Flaubert, obviamente furioso, restablece casi en su totalidad el

texto (algunos cambios los mantiene) y exige que sea publicado del modo previsto. La

revista acepta, lo que motiva una carta “de agradecimiento” (por decirlo de algún modo)

de Flaubert a Laurent-Pichat, al día siguiente de la publicación de la primera parte (o

sea, el 2 de octubre), y allí Flaubert sostiene que no hay, entre la posición de la revista y

la suya propia, una distancia real, sino que también él, Flaubert, abomina del crudo

realismo que la revista quiere evitar mostrar. Pero, en realidad (sigue diciendo Flaubert)

lo que yo he querido emprender en esta novela es un experimento (un ensayo, dice

Flaubert) que excede el mero realismo: “quise decir todo, aceptar todo, pintar todo,

minuciosamente”, tomar esta realidad moderna desagradable y reelaborarla en base a

una poética (que es la de la impersonalidad, la del estilo como “manera absoluta de ver

las cosas”, la del “libro sobre nada”) cuya unidad habría sido menoscabada si se

hubieran aplicado las reformas propuestas. Con esta carta, Flaubert está señalando ya un

elemento que será constante en su relación con la recepción de Madame Bovary: su

mala lectura. No se ha entendido el propósito del experimento porque, en realidad,

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como dirá unos días más tarde en una carta a Edma Roger des Genettes, “emprendí esta

novela por odio al realismo” (II: 643)iii.

Pero, antes de la quinta entrega de la novela, los directores vuelven a insistir en

la necesidad de suprimir un pasaje: el famoso viaje en coche de Emma y Léon al salir de

la catedral de Rouen (momento y lugar de la “segunda caída” de Emma). Y, en este

caso, Du Camp había admitido (en carta a Flaubert del 19 de noviembre) que se trataba

de un recorte motivado por el temor a la policía correccional: “Se suben al coche y más

tarde bajan, eso puede pasar sin problemas; pero el detalle es realmente peligroso, y

reculamos por simple miedo al Procurador imperial” (II: 873). En la edición del 1° de

diciembre, la revista decide anular todo el episodio, añadiendo una nota de Du Camp:

“La dirección se ha visto en la necesidad de suprimir aquí un pasaje que no podía

convenir a la redacción de la Revue de Paris. Damos constancia al autor”iv. Pero eso no

es todo: exige nuevas supresiones para la última entrega (una parte de la escena de

extremaunción, dos conversaciones del Abad Bournisien y Homais durante el velatorio

de Emma). El arreglo al que llegarán novelista y directores es añadir, en esa última

entrega, una nota firmada por el propio Flaubert llamando a leer la novela, tal como

apareció en la revista, como una serie de fragmentos y no como una unidadv. Ahora

bien, más interesante que la nota en sí es una carta de Flaubert a Laurent-Pichat del 7 de

diciembre, con ocasión de los nuevos cortes exigidos. Allí, por un lado, Flaubert se

niega de plano a realizar nuevos cambios y (volvemos a lo anterior) se lamenta de haber

tomado la decisión de publicar. Pero, más importante todavía, Flaubert hace, por

primera vez, un diagnóstico de lo que constituye la radical incomprensión de la novela,

que merece ser citado in extenso: “Al suprimir el pasaje del coche, no han quitado nada

de aquello que escandaliza; y al suprimir, en el sexto número, lo que me piden, tampoco

quitarán nada. Ustedes se la agarran con los detalles, es el conjunto lo que hay que

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captar. El elemento brutal está en el fondo, no en la superficie. No se blanquea a los

negros y no se cambia la sangre [destacado de Flaubert] de un libro. Se lo puede

empobrecer, eso es todo.” (II: 650). La imagen de la sangre de una obra literaria es rara

en Flaubert: no he podido encontrar otro momento en el que la emplee como metáfora

(frente a las más usuales de “la obra como pirámide”, “la obra como collar de perlas”,

incluso los músculos de una obra, como líneas de tensión). Amén de la posible

“fanfarronería” del pasaje, si lo tomamos al pie de la letra cabría suponer que, para

Flaubert, hay una vida, una vitalidad de la obra. Y resulta extraño leer al portaestandarte

de la doctrina del mot juste aventurar la posibilidad de que una obra puede ser recortada

(incluso empobrecida) pero no aniquiladavi, precisamente por mor de esa vitalidad, de

esa vida que está en las palabras pero también más allá de ellas (en su combinación, en

su ritmo, en su disposición de acuerdo al estilo).

Se trata entonces, otra vez, de un problema de mala lectura. Flaubert lo dice

claramente: lo peligroso no está allí donde ustedes quieren encontrarlo. Es lo que, por

otra parte, había aventurado en una carta a L. Colet de 1853 (25/6/53): “el efecto del

estilo depende, exclusivamente, de las malicias del plan, de las combinaciones de

efectos, de todos los cálculos de aquello que va por debajo [de la obra].”vii

Curiosamente, el propio Du Camp reconocería también que el peligro de Madame

Bovary no debe buscarse en el detalle, en alguna imagen más o menos escabrosa, sino

en el efecto de conjunto generado por el libro. En efecto, cuando el juicio está ya en

marcha Flaubert desarrollará una estrategia de defensa que consistirá en buscar

ejemplos puntuales, aislados, tomados de textos consagrados y de cuya moralidad nadie

dudaría (la Biblia, por caso) para compararlos con los pasajes acusados de su obra y

demostrar que aquellos los superan en mucho en lo que hace a la moralidad, la

obscenidad, etc. Ahora bien, a esta estrategia Du Camp responde con una profundidad

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de miras que ciertamente no había demostrado al momento de justificar la propia

censura de la revista: “Te equivocas al buscar analogías, no las hay. Encontrarás frases

[es Du Camp quien destaca] más vivas que las tuyas, no hay duda de ello. Pero no

encontrarás un conjunto [de nuevo destaca Du Camp] tan violento. Allí está el

verdadero mal.” (II: 875)

IV. Concluyo, entonces, con esta idea: la mala lectura de Madame Bovary. En este

último caso (en esa carta del 7 de diciembre), se aventura la posibilidad de que se trate

de una mala lectura virtuosa. Porque, si todo ha sido un experimento sobre la bêtise,

fuerza es reconocer que ese experimento ha tenido éxito: Laurent-Pichat, Pinard, cada

cátedra donde Madame Bovary es enseñada como epítome del realismo son a la vez el

objeto del experimento y la prueba palpable de esa bêtise. Como sea, el veneno no está

allí donde se ha querido verlo (en lo obsceno, en lo real, etc). El veneno, claro, está en la

sangre de Emma. Pero es más que arsénico. ¿Cuál es el veneno, la sangre de Emma?

Pueden verlo en la caricatura. La sangre, el veneno de Emma, es tinta. Es decir, el estilo.

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i
“Si publico, va a ser del modo más estúpido del mundo. Porque me dicen que lo haga, por imitación, por obediencia y
sin ninguna iniciativa de mi parte. No siento ni la necesidad ni el deseo.” (II: 10).
ii
“Ser uno mismo su público, su crítica, su propia recompensa”, escribe a L. Colet ya en un momento avanzado de la
redacción (II: 313). Público, crítica, premios: es todo el sistema literario el que Flaubert pone (al menos
declaradamente) en la picota.
iii
El desprecio del realismo es una constante en Flaubert: “execro el realismo, aunque me hayan transformado en uno de
sus pontífices” (a Sand, 6/2/1876). También a Maupassant (21/10/1879). La mala comprensión de la novela también se
manifestaría en el hecho de que nadie parece ver que eso no es Flaubert: que esos no son sus temas, sus medios, etc.
Que nada hay de él en la representación de ese ambiente burgués.
iv
De hecho, Pinard se mostraría irónico con respecto a la censura practicada por la revista: “los señores de la Revue de
Paris me permitirán decir esto: han dado el golpe de tijeras dos palabras tarde; había que hacerlo antes del subir al
coche. Cortar después, ya no valía la pena”.
v
“Consideraciones que no puedo apreciar han obligado a la Revue de Paris a realizar una supresión en el número del 1°
de diciembre. Habiéndose renovado sus escrúpulos con ocasión del presente número, ha juzgado conveniente quitar
todavía más pasajes. En consecuencia, declaro negar la responsabilidad de las líneas que siguen. Se ruega pues al lector
que no vea en ellas más que fragmentos y no un conjunto.” (p. 250)
vi
Casi hay algo de borgeano avant la lettre con la traducción: habría algo inherente a la obra – a las buenas obras- que
no puede perderse en la traducción – en las buenas traducciones-: curiosamente, Borges esgrimía esta teoría
precisamente para confrontar con la doctrina del mot juste
vii
Si tomáramos la imagen flaubertiana de la obra literaria como un collar de perlas donde lo que realmente importa es
el hilo, podríamos pensar que e episodio del fiacre (y todos aquellos con una capacidad –módica- de escandalizar) son
las perlas, mientras que lo verdaderamente revulsivo (la representación de la estupidez, etc.) es el hilo que, sin embargo,
pasa. Es de nuevo

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