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Roma, en medio de sus triunfos, llevaba en su seno gérmenes de anarquía. Las clases medias, cuyo libre
desenvolvimiento había dado impulso a su poder, desaparecían para no dejar ya lugar en la sociedad más que
a riquezas desmesuradas o a una pobreza corrompida. A medida que se había sometido a los diversos pueblos
de la Italia se había asignado, vendido o arrendado a los colonos o dejado a los antiguos habitantes, que se
habían hecho aliados, la parte cultivada del suelo. En cuanto al exceso de las tierras, que constituían inmensas
extensiones que roturar, bosques, pastos, se había concedido su posesión. Se las había infeudado mediante
cánones anuales (la décima parte de los granos, la quinta de los frutos) a los que querían cultivarlas. Los ricos,
en posesión de su administración por el Senado. Donde nadie era admitido que no figurase en el censo por una
suma determinada, los ricos habían obtenido una parte considerable de las tierras infeudadas. No era esto todo:
habíanse apropiado las heredades de sus vecinos pobres, bien fuera por compra, bien a consecuencia de
violencias o procedimientos judiciales. Detentadores de vastos dominios, habían reemplazado por dondequiera
el cultivo por medio de los hombres libres por el de los esclavos, mucho menos oneroso porque no tenía la
carga del servicio militar. De aquí había resultado que los ricos habían llegado a ser desmesuradamente ricos,
y que los esclavos se habían multiplicado rápidamente en Italia, mientras que la población libre se empobrecía
y aniquilaba más y más, gastada por la guerra, el impuesto y la miseria. Tiberio Graco trató de atacar el mal en
su raíz, haciendo pasar una ley agraria con la que, indemnizando enteramente a los que habían hecho ejecutar
trabajos, se prohibía, conforme a las leyes licinianas, a los detentadores de tierras dominiales, poseer más de
500 yugadas (jugera). El remanente debía distribuirse entre los ciudadanos pobres, con la carga de los cánones
ordinarios. La ejecución de esta medida de alta política, debía dar por resultado, según su autor, reorganizar la
clase media en Italia y restablecer sobre bases más seguras y más anchas los recursos del servicio militar y las
rentas del Estado. Pero sabido es que esta ejecución, despues de haber suscitado mil dificultades, fue atajada
por las sediciones en que perdieron la vida Tiberio y su hermano Cayo.
No pudiendo vivir honrosamente enfrente de los grandes propietarios y de la esclavitud, que se acrecentaba de
continuo desmoralizado por la miseria y la licencia, el populacho se puso a sueldo de los ambiciosos votando
por los que le mantenían, alistándose en las banderas de los que le prometían los bienes de sus adversarios
proscritos y aquellas distribuciones de tierras que produjeron el desorden en toda Italia.
Después de estas luchas sangrientas, en que dominaban alternativamente Mario y Syla, Pompeyo y César,
Antonio y Octavio, Roma adquirió, en fin, la paz interior, pero a costa de su libertad. El despotismo,
prometiendo pan y juegos (panem et circenses) a la plebe y reposo a los ricos, fue acogido como el único
régimen posible en un estado social.
A contar de esta epoca, las convocaciones del pueblo, que habían llegado a ser verdaderamente inútiles puesto
que el Senado se halla en adelante en posesión de hacer las leyes y las elecciones, pues se considera al Senado
como representando al pueblo, y pudiendo ser consultado en su lugar.
Al lado de las antiguas magistraturas se elevan, por otra parte, cargos nuevos, de creación imperial, y que
adquieren prontamente una preponderancia marcada, En este número se encuentran el prefecto de la ciudad
(praefectus urbis) y los prefectos del pretorio (praefecti praetorio) (3).
Uno de los resultados más notables que estos cambios políticos y estas tendencias a la centralización produjeron
en la administración de justicia, fue el establecimiento de una jerarquía judicial y de un segundo grado de
jurisdicción. El emperador fue, compréndase bien, el juez supremo. Centralizó en sus manos el poder judicial,
como había centralizado el poder legislativo. Estas innovaciones necesitaron la creación de un consejo
imperial, compuesto de altos funcionarios y de jurisconsultos (auditorium principis), encargado de examinar
los asuntos de que entendía el emperador, ya por apelación, ya, en algunos casos, por evocación, y de preparar
las decisiones (decreta) que se habían dado en nombre del príncipe, aproximadamente como se dan en el día
las decisiones del Consejo de Estado en materia contencioso-administrativa.
Pero las consecuencias más notables del establecimiento del gobierno imperial fueron:
1° abrir una ancha vía a los progresos de la civilización en las provincias;
2° favorecer el inmenso desarrollo que recibio el derecho privado, en este período, que fue verdaderamente la
edad de oro de la Jurisprudencia.
Las provincias se habían dividido, en tiempo de Augusto, entre el pueblo y el emperador. Aquéllas cuyo
dominio eminente pertenecía con más especialidad al pueblo (provinciae populi) eran gobernadas, como en
otro tiempo, por los cónsules y los pretores que salían de su cargo; su impuesto, pagado en el tesoro público
(aerarium), se llamaba stipendium. Las demás eran propiedad del César (provinciae Caesaris); su impuesto,
llamado propiamente tributum (Gayo, 2, 21) se pagaba en el tesoro particular del príncipe (fiscus); eran
gobernados por legados enviados por el príncipe (legati Caesaris). Las diferencias, ligeras por otra parte, que
habían podido existir entre los poderes de los gobernadores de las provincias tributarias, debieron desaparecer
a medida qne se fortificó el poder central en manos de los emperadores. Dióse a todos estos gobernadores la
denominación general de presidente de la provincia (praeses provinciae). Más estables en sus funciones,
inspeccionados hasta cierto punto por la autoridad imperial, su gobieroo perdió algo de esa violenta avidez, de
esa ambición opresiva que caracterizaron el gobierno de Verres y otros procónsules de la República. Las
provincias, la Galia especialmente, se elevaron, en los I, II y III siglos, a esa brillante prosperidad cuyos
imponentes vestigios asombran a los modernos. Pero, como dice M. Guizot, a propósito precisamente de las
mejoras de que fueron deudoras al gobierno imperial las provincias. Los beneficios del despotismo son escasos,
y en breve se nos aparecerá el imperio, en el siglo IV, en un estado general de decadencia y de aniquilamiento.
El dominio eminente, que en las provincias pertenecía, como se acaba de decir, al pueblo romano o al príncipe,
hacia que, a menos que el suelo no fuese el de una ciudad que gozara por privilegio del jus italicum, el
detentador no tenia en él, como el terrateniente del antiguo ager publicus en Italia, más que la simple
posesión: In eo solo (dice Gayo, 2, 7) dominium populi romani est vel Caesaris; nos autem possessionem
tantum et usumfructum habere videmur. El detentador de los fondos provinciales no podía, por consiguiente,
disponer de ellos según las reglas del derecho civil (jure quiritium), aun cuando hubiese sido ciudadano
romano, porque estas reglas no se aplicaban más que a la transmisión del dominio propiamente dicho. Pero el
derecho pretorio había previsto, como ya hemos indicado anteriormente, para esta situación, estableciendo en
cuanto a la posesión reglas de transmisión que hacían de ella una especie de propiedad natural, útil, colocada
en las provincias bajo la protección juridica del presidente, el cual hacia allí las veces de pretor. De manera
que, sobre este punto, la diferencia de las dos propiedades, romana y provincial, concluyó por hallarse más en
la forma que en el fondo de las cosas. Pero una diferencia más importante y que marcó por largo tiempo la
inferioridad política de las provincias, fue el impuesto territorial. In provinciis, dice Ageno Urbico, omnes
etiam privati agri tributa atque vecligalia persolvunt. El impuesto territorial era la consecuencia del principio
que reservaba el dominio al Estado; el vectigal era el canon o foro, en cierto modo el alquiler que los
provincianos pagaban a Roma.
No se crea por esto que en cada provincia el derecho local fuese destruido por el solo hecho de la conquista;
pues, por el contrario, subsistió, y el Derecho romano no regía, en general, sino a los romanos que habitaban
en la provincia. Pero, bajo la Influencia de una civilización nueva más adelantada, que generalizaba las
relaciones y relajaba los lazos del régimen aristocratico, a que se hallaban sometidos antes de la conquista la
mayor parte de los pueblos extranjeros, las costumbres locales desaparecían insensiblemente y el carácter
nacional de las dIversas provincias se eclipsaba cada día más. La transformación fue a veces tan completa, en
las Galias, por ejemplo, que los habitantes adoptaron la lengua y los usos de los romanos. ¡Cómo había de
haberse conservado el antiguo derecho galo! El Derecho romano, al fin de este período, se extendió, pues, por
todo el imperio. Un gran número de provincianos individualmente, distritos enteros, obtuvieron el derecho de
ciudadanía romana, cuando en 212 Caracalla concedió el título de ciudadano a todos los habitantes del imperio;
título, por otra parte. que no era casi más que honorífico, porque había perdido sus antiguas prerrogativas, en
el orden político, por la supresión de las asambleas legislativas y electivas; en el orden civil, por la
preponderancia que había tomado, en la práctica, el derecho pretorio, el jus gentium, sobre el antiguo jus civile,
el derecho de las Doce Tablas.
Así, la Constitución de Caracalla pasa por haber sido sobre todo inspirada por miras fiscales; tuvo por objeto
principal extender a los provincianos el impuesto de un vigésimo sobre las sucesiones y otros impuestos
indirectos con que se hallaba gravada la Italia después de Augusto.
Lo cierto es que Caracalla no relevó a las provincias del impuesto territorial, cuya exención fue largo tiempo,
aun para Italia, un vestigio postrero de su grandeza pasada. Sólo se cambió la condición de sus individuos,
permaneciendo la misma la de las tierras. La distinción jurídica entre el suelo itálico y el suelo provincial no
fue completamente quitada por Justiniano.
Las provincias adquirieron generalmente, con las costumbres y el derecho privado de los romanos, la
organización municipal que regía la Italia. Al fin de este periodo, las ciudades provinciales son gobernadas en
todo el Imperio como las antiguas colonias o municipios; por un Senado o cuerpo municipal, curia, ordo
decurionum. Tenían, como las ciudades de Italia, magistrados, duumviri, quatuorviri, encargados de la primera
instancia, y salvo la apelación al presidente, de una parte de la jurisdicción civil. Esto es incontestable respecto
de las ciudades que, como Lyón, Viena y Colonia, gozaban del jus italícum. M. de Savigny piensa que era de
otra suerte respecto de las demás, y que en general la administración de justicia pertenecía directamente a los
lugartenientes del emperador, que la ejercían, ya por sí mismos, ya por medio de sus legados, y que recorrían
la provincia con este doble objeto.
Derecho privado.
Gracias a las importantes y equitativas modificaciones que el derecho pretorio continuaba haciendo
experimentar, en la práctica, a la ley de las Doce Tablas; gracias también al hábil desarrollo que los trabajos
de los jurisconsultos dieron en este período a los elementos del derecho privado, no fue en manera alguna
necesaria, ni tampoco fue emprendida una refundición general de la legislación. Solamente el estado de las
costumbres inspiró al gobierno imperial algunas notables innovaciones sobre diversas materias del derecho
privado.
Las indicaremos al pasar revista a los diversos orígenes del derecho en este período.
Leyes o plebiscitos.
No hay ya leyes propiamente dichas, pues no existen ya los comicios por centurias, al menos desde la
abdicación de Syla. Entre los numerosos plebiscitos que se dieron hacia el fin de la República, hay pocos que
se refieran al derecho privado. Deben exceptuarse, no obstante:
1° Las leyes Cornelia, atribuídas a Corn. Syla, la una relativa a los testamentos hechos por un prisionero de
guerra, la otra de que se habla en las Instituciones en el título de las injurias;
2° Otra ley Cornelia, emanada de un tribuno a quien defendió Cicerón en sus discursos, de que nos quedan
algunos fragmentos (Pro Corn. maj. reo); volveremos a hablar de este plebiscito con ocasión del ediclo
pretorio;
3° La ley Falcidia, a la que se consagra un título especial en las Instituciones;
4° La ley Julia y Titia, que extendió a las provincias el beneficio de la ley Atilia.
Los plebiscitos que se dieron bajo los primeros emperadores tuvieron casi todos, al contrario, el derecho
privado por objeto; vamos a indicar los más importantes.
Los últimos tiempos de la República habían ofrecido, por una parte, una disminución considerable en la
población libre de la Italia; por otra parte, una espantosa corrupción de costumbres. El lujo y la depravación de
las mujeres, la sumisión y la complacencia de los esclavos y de los libertinos. La facilidad de una vida
licenciosa alejaban a los cIUdadanos del matrimonio, y los celibatarios ricos se veían rodeados de
consideraciones y obsequios por la esperanza que se tenía de participar de sus liberalidades testamentarias.
Augusto trato de remediar este mal esforzándose por fomentar el matrimonio y el nacimiento de hijos, ya
concediendo privilegios a la paternidad (jus liberorum), ya imponiendo a los celibatarios (caelibes) la
incapacidad de adquirir por testamento, incapacidad que se extendió, si bien en límites menos rigurosos, a los
casados sin hijos (orbi), ya favoreciendo las fecundas nupcias. Tal fue el objeto de la ley Julia, de
adulteriis (año 17 antes de J. C.), una de cuyas disposiciones prohibía al marido enajenar los inmuebles dotales
(de fundo dotali), para que la mujer divorciada o que había quedado viuda pudiera, por medio de su dote que
se le conservaba, volver a casarse nuevamente: Reipublicae interest mulieres dotes salvas habere, propter quas
nubere possunt. (L. II, de jure dotium). Tal fue el objeto de las célebres leyes Julia, de maritandis
ordinibus (sobre el matrimonio de las diversas órdenes de ciudadanos), y la ley Pappia Poppea (año 9 de J.
C.), llamadas comunmente leyes caducariae, porque establecían causas nuevas e importantes de caducidad
para las instituciones de herederos y los legados.
Durante las guerras civiles se habian multiplicado considerablemente las manumisiones. Habíase manumitido
multitud de esclavos, por lo común para incorporarlos en las legiones, y otras veces por pura ostentación, para
crearse un circuito de clientes o para hacerse seguir, después de la muerte, de un largo séquito funerario
adornado con el gorro de la libertad. Publicáronse las leyes Aelia Sentia, Junia Norbana y Fusia Caninia para
moderar estas manumisiones que, introduciendo en la ciudad una población bastarda, mezcla confusa de los
restos de cien naciones subyugadas, contribuían activamente a disolver y a corromper las antiguas costumbres
nacionales. Ya daremos a conocer las disposiciones de estas leyes al explicar las Instituciones de Justiniano,
porque se han conservado hasta el tiempo de este emperador.
También se dieron bajo Augusto la ley Junia Velleia, que permitía instituir herederos a los hijos póstumos, lo
cual no tenía lugar anteriormente, y una de las dos leyes Juliaque Gayo cita como habiendo confirmado y
completado la ley Aebutia, que suprimía las antiguas acciones de la ley.
Senado-Consultos.
Los Senado-Consultos debieron llegar a ser, en este período, una fuente del derecho mucho más importante
que en el período precedente. Dióseles por lo común el nomhre del cónsul que los habia propuesto. Por eso los
libros de derecho mencionan, entre otros, un Senado-Consulto Sileniano (Silenianum), dado bajo Augusto; el
Senado-Consulto Veleyano (Velleianum), dado bajo Claudio, y cuyas célebres disposiciones prohibían a las
mujeres obligarse por otro; el Senado-Consulto Trebeliano (Trebellianum), bajo Nerón; el Senado-Consulto
Pegasiano, bajo Vespasiano. A veces el mismo emperador era quien presentaba la proposición al Senado, o
verbalmente, ad orationem principis, o por mensaje, per epistolam, y entonces daba su nombre al Senado-
Consulto. Puede citarse como ejemplo el Senado-Consulto Claudiano, de que se habla en las Instituciones, otro
Senado-Consulto Claudiano, relativo a los honorarios de los abogados; el Senado-Consulto Neroniano, de que
haremos mención en el título de los legados. Desde el reinado de Adriano se ve introducirse una costumbre
que tomó sin duda nacimiento en las frecuentes ansencias que este príncipe se hallaba obligado a hacer fuera
de Roma: la de añadir a un Senado-Consulto, que se ha hecbo en virtud de la autorización del emperador, autore
d. Hadriano o exautoritate d. Hadriani. Esta fórmula, que se encuentra frecuentemente en Gayo y en Ulpiano,
puede servir también para indicar el estado de dependencia en que se hallaba el Senado desde entonces respecto
del príncipce.