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PPK ya no se ríe. Probablemente creía, al inicio de su aventura otoñal en la presidencia, que sería un
buen ejercicio de esparcimiento de un senior citizen cualquiera. Algo así como el gringo jubilado que
gasta sus ahorros en poner un bar en Iquitos para matar el tiempo. Queda clarísimo ahora que las
boutades y demás extravagancias verbales de PPK no eran más que síntomas de su gigantesca
ceguera política para darse cuenta de lo pavoroso del escenario del 28 de julio del 2016: Haber
ganado en un empate práctico solo por 0.3 por ciento, a pesar del apoyo irrestricto del gobierno de
Humala, el oligopolio mediático, el Departamento de Estado norteamericano, la intelligentsia liberal
y caviar, la Conferencia Episcopal y los organismos multilaterales internacionales con un congreso
mayoritariamente opositor exasperado por la satanización extrema a la que fue sometido en la
campaña.
Dos autismos se juntaron en este quizás brevísimo gobierno: el de la intelligentsia progre mediática
que solo se observa y escucha a sí misma y olvida que la democracia solo se practica con los
enemigos; es decir, que el ejercicio democrático liberal practicado en los parlamentos no es más que
un sucedáneo de la guerra, donde dos bandos opuestos que no pueden aniquilarse en el campo
deciden «hacer una repartija», anular a los radicales de ambos lados, y sentarse a pactar y generar
una institucionalidad y una alternancia en el poder. Así ocurrió en la Inglaterra del siglo XVII, en
Francia en 1958, en Colombia con el Frente Nacional y en Venezuela con los acuerdos de Punto Fijo.
Para estos sectores –sean neosocialistas o liberales – el fujimorismo era algo inexistente en la
realidad, casi mítico, como el Coco o Sarah Hellen, solo conjurable en calidad de espanto o de cabeza
de turco para insultar, incluso con más furia que al MOVADEF o al Sodalicio, las dos bestias negras
que habitan en las periferias de su imaginario. Lo más gracioso de todo es que al obrar así creían que
eran auténticos demócratas y, no solo eso, con la cucufatería que los caracteriza, se consideraban así
mismos la conciencia del Perú. Aconsejaban «desde afuera» frívolamente y, merced de la lluvia de
millones de consultorías en ministerios estratégicos y la publicidad estatal, procuraban seguir
conduciendo al régimen al abismo, creyendo que su bendición a través del Grupo El Comercio era
suficiente para hacerlo durar hasta el 2021.
El presidente Kuczynski ha tenido que verse confrontado con una realidad que él mismo había
negado en cadena nacional públicamente y ha terminado por admitir lo que negó: sus misteriosas
empresas miaminenses y sus misteriosos socios con acceso al palco presidencial habrían recibido
dinero de Odebrecht por “consultorías” verdaderamente inútiles (el mismo don Marcelo llegó a decir
que eran para “restañar heridas” no sabemos de quién) –y quién sabe si no correspondientes a la
planilla de sobornos, lo que agravaría el asunto hasta hacerlo sospechoso de lavado de activos –, tanto
fuera como dentro de los altos cargos que ocupó en el gobierno de Alejandro Toledo, actualmente
fugado en Estados Unidos. Poco importa que intente talmúdicamente negar que mintió, diciendo
que en cierto sentido sí recibió pero en otro no. En el mejor de los casos, se ha sepultado
políticamente y ha hecho inviable su gobierno. En el peor, arrastrará problemas judiciales que
amargarán sus últimos años de vida y además, hundirá definitivamente la institucionalidad de 1993.
Sin embargo cabe la pregunta, ¿de qué manera un mejor manejo político hubiera podido salvar al
gobierno? Un cogobierno sutil con un gabinete conversado el 28 de julio de 2016 y que
verdaderamente represente el sentir mayoritario del Perú, al margen de los llantos de oligopolios,
¿habría tenido la capacidad de cambiar el pasado y hacer que Odebrecht no comprometiese tanto
a nuestros políticos? Claro que no. Pero sí hubiera podido generarse la ocasión de un pacto político
sólido que establezca un compromiso de lucha anticorrupción y a la vez de institucionalidad: podrían
caer implicadas en la corrupción diversas figuras individuales de todos los partidos, incluso muy
encumbradas, pero los partidos de gobierno, tanto en el ejecutivo y en el legislativo, están para
quedarse hasta el 2021 y más allá si fuera posible, pues, para bien o para mal, representan –o
deberían de hacerlo- opciones políticas mayoritarias en la sociedad peruana (un liberalismo burgués
tecnocrático de centro derecha y un conservadurismo popular de matiz militar y cristiano) destinados
a fundar la institucionalidad futura del Perú por muchos años.
Pero para que eso ocurra se requería una madurez política y una visión trascendente de la que
carecían nuestros líderes, empezando por PPK. En un artículo justo antes de la segunda vuelta, esbocé
por primera vez una comparación que luego hizo fortuna entre los analistas políticos: PPK como una
versión de Bustamante y Rivero. La comparación se quedó corta, Bustamante poseía una grandeza
incomparablemente mayor: a la chabacanería burlesca y desprecio a veces poco contenido al Perú –
que siempre fue evidente en él, recordemos la engañifa de la renuncia al pasaporte yanqui en 2011 y
sus campañas y dichos chicha – se le unió una ceguera y frivolidad de proporciones monumentales. Y
eso es imperdonable en política.