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SEGUNDA PARTE
CASTIDAD
«Este es mi cuerpo
ofrecido en sacrificio por vosotros»
I. Introducción
II. Amor
A) Definición
B) Motivos de elección
1. Cristo, nuestro único esposo
2. Por el reino
A) Ascesis-Disciplina
C) Soledad-Desierto
D) Vida comunitaria
E) Examen de conciencia
F) Servicio
I
INTRODUCCIÓN
Amor
que creas la vida, da vida;
créame aún hoy en tu amor.
Oh Dios, amor infinitamente amado,
dame vivir para ti.
Oh Dios, infinitamente fiel,
ayúdame en toda tribulación.
Amor, infinitamente bueno,
actúa en todas mis acciones.
Amor, infinitamente dulce,
no me abandones famas.
STA. GERTRUDIS
Con justicia se ha escrito que «el que trata de hacer y trabajar en favor de los
demás, o del mundo, sin profundizar en el conocimiento de sí mismo, en la propia
libertad, integridad y capacidad de amar, no tendrá nada que hacer con los demás. Les
comunicará sin más el contagio de sus propias obsesiones, agresividad, desilusiones,
que se relacionan con los fines, medios y ambiciones egocéntricas».
Según el espíritu de esta afirmación, supongo que todo lector abriga el deseo de
renovarse en el don de la castidad. Cierto que, en los años de formación, este voto, uno
de los tres tesoros esenciales de la vida religiosa, ha sido objeto de estudio; sin embargo,
con el tiempo podemos haber olvidado su sentido, o quizás hayan surgido objeciones a
este respecto, objeciones probablemente ya nacidas entonces. Surge, pues, la necesidad
de preguntarse no tanto sobre el celibato como tal, sino sobre cómo se vive el propio
celibato; ¿es verdaderamente signo de Cristo o emblema de nuestro egoísmo? Es
importante considerar cómo vivimos la inevitable elección de la castidad vinculada a la
vida religiosa; ¿qué actitud asumimos ante ella? ¿Qué valor real tiene en nuestra vida?
Anhelamos volver aún más brillante el «diamante» para que se convierta en esa preciosa
joya destinada a serlo, y no un peso que estorba o una reliquia olvidada. En este tiempo
de libertad sexual, de pornografía y permisivismo, ¿qué lugar concedemos a nuestro
voto de total entrega, continencia y renuncia? ¿Es todo esto inhumano? ¿Nuestra
formación en este campo ha sido demasiado «rígida»? ¿O acaso han cambiado las
normas?
Como se puede ver consultando el sumario, comenzaremos revisando algunos
elementos fundamentales de nuestro yo natural, definiendo los aspectos que nos
caracterizan como seres humanos. Sería aquí oportuno considerar cómo el voto
sobrenatural de castidad está fundado y sostenido por estos mismos elementos. Esto
lleva consigo naturalmente un examen sobre el amor como factor unificante y
sacralizador a nivel natural y divino. Trataremos de los varios tipos de amor posible, el
ideal hacia el que tendemos, así como otras posibles opciones. De este modo se
obtendría la definición de castidad con sus variadas facetas; ¡éste es el diamante! ¿Para
qué vale? ¿Y cuál es su sentido en un mundo que ofrece tan gran número de «tesoros»?
Hablaremos, pues, del valor del testimonio del voto, y de ahí nos internaremos en los
problemas que pueden surgir, o quizás hayan surgido, para oscurecer la limpidez
cristalina de la joya. Concluiremos analizando algunos medios que podemos utilizar
para «revitalizar» nuestro voto y los efectos de la castidad, que ciertamente merecen
todo el esfuerzo que podamos emplear en tal sentido.
II
AMOR
A) DESCRIPCIÓN DE LOS ELEMENTOS HUMANOS DEL AMOR
1. Nivel psicofisiológico
Ante todo somos seres orgánicos, seres psicofisiológicos; de ahí, los ritmos
químicos, las reacciones fisiológicas. Tenemos necesidad de comer, dormir,
reaccionamos con los sentidos y los sentimientos; percibimos la atracción de tocar, de
ser tocados, de provocar satisfacción y gozo, también sexualmente. Por ejemplo, si nos
sentimos hambrientos, se desea comer, y al tomar la comida, se halla el placer de
gustarla. Lo mismo ocurre con las necesidades sexuales. En ciertos períodos del mes o
del día, en determinadas estaciones del año o estados de la vida, estos impulsos
fisiológicos o «instintos» son más fuertes que en otros. No sólo tenemos necesidades
corporales, sino que nos hacemos presentes a nosotros mismos y de ahí también a los
demás, en un sentido corporal, o como se expresa Van Kaam: «Mi cuerpo reviste el
mundo de sentido antes aún que yo pueda pensar en ese sentido. El dar sentido a las
cosas por parte del cuerpo es distinta del que se da al mundo por parte de la conciencia».
Tomemos, por ejemplo, el modo como el cuerpo reacciona y actúa en el mundo a la
edad de veinte años (intensidad, actividad, movimiento) y por otra parte a la edad de
ochenta años (cansancio, andar más despacio, más cauteloso, etc.). Quiere esto decir
que, a nivel de manifestaciones externas del cuerpo, no somos necesariamente libres,
capaces de determinar el sentido exacto: ellas «entienden».
Relacionando cuanto hemos dicho con la castidad, tomemos, por ejemplo, el
sentido de nuestras exigencias ligadas a la genitalidad y expresiones de los fenómenos
fisiológicos del hombre y de la mujer, vinculados a períodos o a particulares momentos
de la vida. Nosotros «percibimos» la experiencia del otro como algo bueno, agradable,
tierno y lo deseamos sin pensar en ello de manera explícita. Es un impulso emotivo,
fisiológico. El cuerpo tiene estas necesidades fisiológicas que establecen un diálogo
«preconsciente» entre nosotros mismos y el mundo. El cuerpo puede activar y facilitar
la interacción entre nosotros y los demás, precisamente a través de concretas emociones,
condiciones y actitudes directamente involucradas en su ser fisiológico. Estas
necesidades pueden ser varias: la necesidad física, expresada como una interna
necesidad de satisfacerse, de ser «recibido». Así también, a nivel fisiológico,
inconscientemente, elegimos un objeto como «bien» hacia el cual dirigirnos. A veces
este «bien» o deseo puede ser indefinido, global; otras veces específico, como, por
ejemplo, el deseo de aquella persona o de aquella experiencia. Es interesante notar
cómo estos estados fisiológicos de deseo o de estimulación no perduran
indefinidamente, sino más bien se autolimitan. Por ejemplo, llega el período menstrual y
la intensidad del deseo se aplaca; a medida que una persona atrayente se aleja, nos
calmamos; cuando la escena del film que se estaba viendo termina, la excitación
disminuye, lo mismo que involuntariamente se había despertado. Es asimismo
interesante notar cómo la fatiga y la frustración pueden entorpecer los sentidos o limitar
su eficacia al transmitir señales o determinar su significación. Toda experiencia
fisiológica llega naturalmente a un punto de agotamiento y conclusión. Así, nuestro
cuerpo es atraído y rechazado por personas, situaciones, objetos, que pueden ser
agradables o satisfactorios a un nivel físico. En el cuerpo y por medio de él, el otro, el
mundo se me ha dado, se hace en cierto modo mío, se incorpora a mis necesidades y
deseos. Aunque exista un sentido espontáneo a este nivel, tal sentido de satisfacción o
excitación corporal no es estrictamente característico de los seres humanos. Los mismos
animales tienen semejantes necesidades, que son espontáneas, no reflejas, automáticas.
Emotivamente se sienten atraídos o rechazados por objetos o situaciones físicamente
deseables o dañosas. También nuestros cuerpos están hechos para reaccionar, percibir,
sentir, buscar y ser satisfechos. El término «carnal» se aplica a este tipo de atractivo o
«amor», que es el deseo de los sentidos. De este modo, los cambios o procesos
somáticos y fisiológicos, partiendo del interior espontáneo de nosotros mismos,
condicionan, como estímulo-respuesta y, por tanto, sin control nuestro, el valor de la
sexualidad o del cuerpo. Llegamos así a aceptar el valor del cuerpo como medio
necesario de diálogo, de satisfacción, de placer. Por la misma razón podemos, como
seres humanos, amar el cuerpo de los demás y entrar en contacto con él. Por
consiguiente, la excitabilidad sexual es innata y natural y moralmente ni es buena ni
mala, simplemente existe.
Todo contacto directo tiene una reacción inmediata de los sentidos; con otras
palabras: la impresión de los sentidos va acompañada de la emoción, del deseo de
realización, de satisfacción. La sensualidad no es solamente una simple reacción de los
sentidos hacia el objeto, consiste también en la experiencia de valores definidos,
perceptibles por los sentidos, aunque tales valores sean los del cuerpo de otro o el
propios. Existe, pues, el deseo natural de los sentidos hacia la percepción o imagen del
propio cuerpo o del cuerpo del otro como objeto de placer espontáneo.
Independientemente de su presencia o ausencia, el cuerpo de una persona puede
ser apreciado como posible objeto de sensaciones placenteras; eso mismo vale para el
propio cuerpo. Es ésta una experiencia bioquímica de los sentidos que produce efectos
emotivos. Este es el nivel base para toda persona y todo animal. De aquí se puede
deducir que la persona no puede comprender totalmente la propia sexualidad o el
mundo si no aprecia profundamente el propio cuerpo, si no capta el sentido que hay en
él y no le da un enfoque. Por lo demás, el sexo como tal difiere en el ser humano.
Mientras las demás necesidades fisiológicas, como comer y dormir, no revisten
significación especial para el hombre como hombre, porque se limitan a la persona, esto
es, no son medios para entrar en relación, esto no ocurre con la sexualidad. ¿Qué
ocurre? En el ser humano el sexo no es solamente un hecho fisiológico, encaminado a la
satisfacción de las necesidades fisiológicas, sino que involucra otros niveles. Aun a este
primer nivel se busca sobre todo el contacto físico, satisfacción, estímulo, placer, y si la
atracción sexual puede ser «amor», en este caso es sobre todo simpatía, fruto de
necesidad, de experiencia afectiva fisiológica.
2. Nivel psicosocial
3. Nivel espiritual-racional
¿De dónde procede esta mayor interioridad? Del tercer nivel de la vida humana:
el espiritual-racional.
A este tercer nivel encontramos las necesidades innatas de pensar, juzgar,
evaluar, ir más allá de lo presente, inmediato, material, más allá de los sentidos, para
formar conceptos inmateriales, más duraderos. Se puede, pues, pensar sobre los fines y
medios que elegir. Mientras que el primero y segundo niveles implican
automáticamente en nuestra vida una cierta relación «sexual », la primera física y la otra
social, el tercer nivel nos abre a otras posibilidades y horizontes; en cuanto seres
racionales, capaces de formar conceptos, podemos desear trascendernos, ir más allá de
nuestras necesidades, aun las sexuales y sociales a veces. Esto permite un amor genuino,
altruista, que es, ante todo, característicamente humano, ya que está basado en la
verdad, una verdad independiente de nuestras necesidades, un valor que nos supera.
Este nivel nos introduce en el mundo invisible del espíritu, del amor, de la verdad, de la
bondad, fines en sí mismos. De ese modo el hombre está libre de determinismos
biológicos o utilitarismo social.
La atracción «sexual» puede evaluarse como: 1) un bien físico para mí, aquí y
ahora (nivel uno); 2) un bien para una misión común o interacción social (nivel dos), o
3) un bien para valores a largo plazo que pueden no ser social o físicamente
satisfactorios. De este modo, el tercer nivel eleva el amor a una posición
cualitativamente diversa; puede mover desde la amistad o amor de benevolencia
(ofrecer los propios bienes o planes o lo que se tiene) a un amor más perfecto de
devoción, esto es, dar todo lo que se tiene y lo que se es, directamente de una manera
incondicional, absoluta. Así, por ejemplo, puedo caminar, unida mi mano con alguien,
sin comunicarle mis proyectos de vida (nivel uno); puedo tenerlo de la mano y hacerle
partícipe de mi plan de vida (nivel dos), pero no hacerme totalmente disponible; puedo,
en fin, estar totalmente disponible, física, social y espiritualmente ofreciendo al otro
todo mi espíritu y mi alma, todo mi ser. Maritain lo llama «amor loco». El espíritu
puede, a través de este tercer nivel, elevarse por encima de la carne o pasión o mudanza
a un género de amor más auténtico, extremo y radical. La persona puede hacer de sí
misma un don total, único, sin reservas. La calidad del amor cambia. Puedo amar no
tanto para lograr un complemento físico o social; más aún, puedo incluso
voluntariamente «ofrecer el alma», a mí mismo, y entregarlos a otro. Puedo ir más allá
de la relación parcial con el otro, en cuanto cuerpo o persona, capaz de interacción
social, y considerar al otro como un bien en sí mismo, independientemente del beneficio
que de él puedo obtener. Este nivel subraya más aún el factor voluntad en la interacción
sensual, afectiva. Es un madurar en el amor. Wojtyla afirma: «El amor es
psicológicamente maduro cuando adquiere un valor moral, cuando se convierte en
virtud de amor, que se concentra en la persona no como fuente de placer (físico o
social), sino como un bien objetivo». Esto implica un don de sí espiritual o moral y no
simplemente un don físico o psicosocial para una ganancia mutua. Es el don de la
propia alma. Darse enteramente a sí mismo es mucho más que «desear el bien del otro».
Podemos, pues, trascendernos. Víctor Frankl, hablando del verdadero amor, afirma: «El
amor es en realidad un aspecto de un fenómeno humano más amplio que yo he llamado
auto trascendencia... el hombre, en virtud de esa cualidad autotrascendente de la
realidad humana, está fundamentalmente predispuesto para salir de sí mismo, ya sea
para un objetivo que ha de cumplir, ya sea hacia otro ser humano con el que encontrarse
amorosamente». Esta es trascendencia, pero es aún simplemente una trascendencia
humana; me dejo a mí mismo por el bien del otro. Aún hay otro potencial a este nivel, y
es la autotrascendencia orientada no sólo hacia objetivos humanos, sino hacia lo divino,
Dios.
Esto nos ayuda a percatarnos de que nuestra vida no tiene origen dentro de
nosotros mismos; la primera causa está fuera de nosotros, y ésta es la relación primera.
Por consiguiente, este tercer nivel hace capaces de comprender y percibir que es el amor
del Creador (y no el amor de nosotros mismos y de los demás) el que ha decidido
nuestra existencia y la sostiene. Se ve, pues, el orden existencial como un orden divino,
si bien la vida como tal no es sobrenatural. Esta es al propio tiempo natural y
sobrenatural. También el amor puede ser al mismo tiempo natural, orientado hacia las
criaturas, y sobrenatural, hacia el Creador. Se puede reflexionar, elegir objetivos y
medios más allá de nuestras propias necesidades físicas o sociales; se puede amar no
meramente con el cuerpo por placer y ni siquiera sólo con la propia «personalidad» por
una satisfacción social o conveniencia material o psíquica; se puede amar con el alma
encarnada, aun cuando falten conveniencias personales como el placer o la satisfacción.
Gracias a una más profunda interioridad puedo, a veces en vista de un bien
mayor, no querer aquello que desearía en otro plano o aquello que los demás desean de
mí. Queda de ese modo favorecida la libertad, la verdadera libertad y la madurez de la
persona. Con otras palabras, según la expresión de un autor: «Cuando uno es maduro,
puede usar la energía afectiva con libertad y responsabilidad y encauzarla hacia ideales
verdaderos, altruistas, ideales que nacen del sacrificio de sí mismo. En tal sentido,
sentimientos e imágenes (a los otros dos niveles) se sintetizan en el plano espiritual y
por eso mismo se sostienen por la profundidad de la trascendencia del ser espiritual». Es
uno libre de establecer una jerarquía de deseos, de objetivos, personas e ideales; de
pasar de objetivos o relaciones humanas parciales, utilizados para nuestra gratificación,
a objetivos y relaciones que satisfacen nuestro deseo de autorrealización y de éstos a
objetivos o relaciones humano-divinas, fines que van más allá de sí mismos, a Dios. Por
consiguiente, a este nivel, el amor es más que atracción y aún más que colaboración; el
amor es un don total, libre, incondicional de sí mismo al Creador, a los demás. Se puede
elegir «perder » de vista nuestro ser, nuestra vida por otro bien tenido por más precioso.
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt
10,39). Se abre uno al amor, un amor que, desviándonos de la atención sobre nosotros,
nos hace ganar en unificación personal e integración en Dios.
Por consiguiente, la amistad a segundo nivel o el amor a tercer nivel difiere del
«amor loco», el amor radical del tercer nivel en el que se da o se pierde la propia alma
entregándola a Cristo y a los demás por El. Así es posible un amor extraño, auténtico,
madurado a través del sufrimiento, la frustración, el olvido de sí; es éste el don extremo,
absoluto, completo de una persona que se da totalmente, que se da a la verdad, a la
realidad, a su Creador y a su modelo de amor por nosotros. El apóstol Pedro, intuyendo
todo esto, escribe: «Habéis purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para
amaros los unos a los otros sinceramente como hermanos. Amaos intensamente unos a
otros, con corazón puro». El amor no es sólo una cristalización biológica de la atracción
o del deseo sexual. El cuerpo no es la fuente de actos voluntarios, proporciona
solamente material para estos actos o decisiones; ni siquiera las interacciones o
necesidades sociales son la fuente de actos voluntarios. Los actos tienen lugar a través
de la interioridad del hombre. «Los impulsos deben ser coordenados en el interior de la
persona; en el ser humano, en el cristiano, han de estar subordinados a su voluntad, a su
libertad de hijo de Dios, de criatura unificada, integrada, hecha a su imagen y
semejanza». Dios es indivisible, Dios es amor, que se hace sacrificio, holocausto. Así
tendría que ser el hombre. Si todo amor fuera integrado, a través del tercer nivel y con la
gracia, dirigido a Dios, entonces sería verdadero amor, ordenado, altruista y
desinteresado (no simplemente subjetivo, un aglomerado de necesidades, de fantasías);
sería un amor santo. Por consiguiente, podemos evitar enfocar nuestra atención sobre la
satisfacción física o autorrealización por otro objetivo: el Reino de Cristo. «Este
sacrificio, cuando es el resultado de un auténtico compromiso por una única misión, es
constructivo y no mutila la personalidad. La dimensión sexual no queda aislada de la
totalidad de nuestra vida y de otras dimensiones de nuestra existencia. Al contrario, la
orientación de la sexualidad está íntimamente unida a la orientación de toda nuestra
existencia».
Bajo la influencia de nuestro ideal (Dios) y del tercer nivel podemos emprender
una forma de vida que tiene en nosotros no sólo una «disposición natural», sino, al
propio tiempo y más aún, una disposición que nos permite superar el primero y segundo
niveles para pasar de la autorrealización como fin a la autotrascendencia.
Aquí podría ser útil profundizar más en el sentido de la naturaleza del amor. De
cuanto hemos dicho hablando de los diversos niveles se habrá podido entrever algo a
este respecto. ¿Por qué el amor es de por sí tan importante que merezca dedicársele
tanta atención? El amor se basa idealmente en el plano espiritual (nivel tres y aún
más...), sobre la libertad y la verdad de nuestro ser, de nuestra vida. El amor auténtico es
la llave de la integración y de la unificación en el interior de la persona y entre las
personas. De esta manera, si deseamos ser personas completas, unificadas, indivisas (a
todos los tres niveles) debemos estar seguros de obrar en base «a la norma formal que
impulsa al hombre a obrar» —lo espiritual, el alma—, la imagen de Dios, la «no
división» del amor. El sexo tiene origen en el cuerpo, el amor en el alma. Las cualidades
del alma, pues, a tercer nivel, deben ser los elementos que definen el amor, si se trata de
amor verdadero. El amor verdadero, a su vez, desarrolla una función integradora. Sobre
el tema del amor hay disponibles centenares de lecturas interesantes. Karol Wojtyla, el
actual Papa Juan Pablo II, ha escrito un libro clásico sobre Amor y responsabilidad.
Jacques Maritain, conocido filósofo francés y querido amigo del Papa Pablo VI, habla
del amor en su clásico Amor y amistad, y Aristóteles en Etica nicomachea trata del
amor. Son estos tres autores a los que quisiéramos resumir de una manera particular, ya
que ellos tienen muchos puntos en común, y sobre todo por la ayuda interpretativa y
pedagógica que dan a la perspectiva cristiana del amor.
1. Concupiscencia: amor subjetivo (uso a todos los niveles para mis fines personales)
En general, el término «amor» se usa para expresar dos experiencias diversas del
hombre. Por una parte, el término «amor» se usa, no muy correctamente, para expresar
una experiencia subjetiva de placer, de atracción, de satisfacción, de bienestar, de
plenitud. El Papa Wojtyla lo define: «amor de concupiscencia», porque tiende a
encontrar el bien del que carece la persona en otro bien fuera de la persona; eso
presupone la existencia de un límite, que puede ser eliminado por el objeto deseado: te
quiero como «objeto», como bien para mí. Esto no implica necesaria y únicamente un
significado carnal o sensual. Puede implicar el amor carnal o sensual (nivel uno:
autoconservación), pero puede también ser operante al segundo nivel: te quiero porque
no me basto a mí mismo, porque te necesito para mi afirmación personal, para
completarme. La atracción, pues, está con frecuencia basada sobre un querer emotivo;
un impulso sobre todo intuitivo hacia el placer, la satisfacción o el completarse, que se
convierten en fin. Las acciones se insertan en la perspectiva de la satisfacción, del placer
que se desea obtener y del dolor que se pretende evitar. Las personas entonces se
convierten en objetos, medios para la realización personal, para el placer, para llenar la
vida. Generalmente hay poco de operativo o directivo más allá de mí mismo; las
acciones e interacciones van y vienen de mí y para mí. La gratificación y la realización
de mis necesidades resultan de primera importancia. Las personas me interesan en la
medida en que «funcionan» de este modo. Son sobre todo operativos el primero y el
segundo niveles. Muchos «amores» se basan, en parte, sobre estos aspectos; algún
«amor» se apoya casi del todo sobre esto.
2. Amor de benevolencia: más objetivo (uso de todos los niveles de manera más
integrada, ordenada, según la totalidad de la persona)
III
LA PUREZA:
QUERER UNA SOLA COSA
Quien sabe amar
sabe ser puro.
Quien sabe ser puro
sabe ser casto.
El que sabe amar: el amor cristiano, como hemos dicho, es el don de sí que una
persona hace a otra persona; es el respeto serio, profundo, libre por el bien del otro en
cuanto alma encarnada, amada por Jesús y por El deseada. Sea que se trate del amor
expresado a través de la amistad, sea que se trate de «amor loco», siempre es una
elección hecha en base a valores trascendentes, sobre todo un amor trascendente (Dios),
y no únicamente en base a las necesidades, aunque éstas no se puedan excluir del todo.
Por tanto, quien sabe amar, sabe ser puro.
Pero ¿qué significa ser puro? Un elemento claro del amor altruista es la
capacidad de elegir un bien sobre otros y entregarse a él totalmente. La pureza la explica
y define Kierkegaard como «querer una cosa sola» *. Como ya hemos dicho, la religión,
o la elección de valores religiosos como forma de vida, expresa una vida para Dios, un
don radical de amor sin reservas a El. En esta elección, el principio de «una sola cosa es
necesaria» (porro unum est necesarium) ha tomado forma concreta; su misma realidad
es un testimonio ante este mundo de la vida eterna, y glorifica a Dios no es solamente el
medio para una unión más íntima con Dios, sino también su resultado. Es vivir de lo
«sólo necesario». Este sólo necesario es una respuesta al ágape, al amor divino que ha
creado y hecho crecer en nosotros el amor universal y unificado. El ágape es un amor
sobrenatural basado en la comunicación de la vida divina a la criatura, que es impulsada
hacia la unión divina, «ya que El nos ha amado y ha dado su vida por nosotros». La
meta del ágape es la visión beatífica de Dios, el «estar con El».
Sin embargo, aunque Cristo haya introducido en las realidades terrenas el ágape,
un amor superior al humano como característica suya, éste no absorbe ni suprime los
otros tipos de amor, sino que «los integra, los ennoblece, los enriquece, los conserva, los
perfecciona, los ilumina». El amor humano, pues, es conservado y se transforma en
amor sobrenatural adquiriendo las características del ágape, del amor de Cristo. San
Pablo (1 Cor 13,4-7) cataloga estas características: «benignidad, tolerancia, humildad,
servicio, desinterés, justicia, verdad, paciencia, esperanza, altruismo, fe». Por k
fidelidad a la naturaleza, en el plano de la gracia, la criatura puede encontrar la
salvación. La verdadera integración afectiva cristiana de la personalidad en realidad sólo
podrá realizarse por medio y en el amor de Dios. «El ágape es el motor más profundo y
esencial de toda vida afectiva, es el complemento necesario para una visión integral del
hombre. Del ágape, y sólo de él, la afectividad, la virtud, todo amor natural, legítimo,
reciben valor salvífico».
IV
LA CASTIDAD:
QUERER DE HECHO UNA SOLA COSA
Así, el que sabe amar de este modo puede ser puro, desear «la sola cosa
necesaria», y orientarse a sí mismo hacia la «única Persona». Por consiguiente,
siguiendo nuestro esquema, si se sabe ser puro, se sabe ser casto.
Sólo cuando una criatura está dispuesta y es capaz de buscar «al amado de su
corazón» (Cantar de los Cantares) y darse a sí misma libremente a esta persona divina,
encarnada, sólo así es posible la castidad, y sobre todo la castidad consagrada.
A) DEFINICIÓN
B) MOTIVOS DE ELECCIÓN
De lo que el texto dice parece ser que existen dos modos de considerar la
castidad: hay un elemento positivo de elección y, como en toda elección, una renuncia
concomitante de otras elecciones posibles. Consideremos ante todo el aspecto positivo.
La persona pura, como ya hemos visto, vive en una actitud de reverente respeto
al Creador, a sí misma y a todas las criaturas. Esto significa que ella respeta el sexo, su
profundidad, su sentido sublime, en el orden divino, como expresión del don de sí a otro
ser, como don del amor unificante de Dios.
Aún más, Maritain escribe: «El que entra en un estado de vida de consagración
directa al amor radical y total de Dios, da a Dios su cuerpo y su alma. Da su alma a
través del amor, y su cuerpo a través de la castidad». El voto de castidad es, pues, un
verdadero holocausto de alma y cuerpo, holocausto elegido como el camino más rápido
y directo a la perfección de la caridad. Más exactamente, holocausto en cuanto es uso
correcto de la actividad sexual, subordinación o integración, a la «llamada de Dios»,
para valorizar un plan de vida y de misión que es fundamental: la adoración de Jesús. Es
una síntesis humano-cristiana de la realización de sí mismo a través de la
autotrascendencia, una integración de todos los tres niveles de vida psíquica, ordenados
por el tercero e inspirados por la gracia y por el ágape. ¿Qué es esta misión por la que
uno se sacrifica a sí mismo? A esta pregunta ha respondido un autor con claridad: «El
que renuncia al matrimonio confiesa públicamente la confianza de encontrar en Dios la
satisfacción de su deseo de amor; afirma con su vida considerar como preciosas las
promesas del Evangelio y creer en ellas; demuestra con su persona que la vida eterna es
una realidad ya iniciada en esta tierra».
2. Por el Reino
Ahora bien: los documentos conciliares citados han señalado tres sentidos y/o
motivaciones del voto de castidad. La castidad es esencialmente cristológica,
escatológica y eclesiológica.
1. Cristológica
2. Escatológica
a) Justicia: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados» (Mt 5,6). La justicia es el principio fundamental de la vida del hombre,
de la Iglesia. Está basado en una respetuosa obediencia del orden de la naturaleza, del
valor de la persona en Cristo. Reconoce la justicia de Dios y la justicia del hombre
según el plan de Dios. Dentro del plan de nuestra vocación y de la de los demás, «la
justicia es reconocer y honrar el plan de Dios en nuestra vida y respetarlo sin pretender
aquello a lo que no tenemos derecho».
c) Prudencia: esta virtud se basa en el concepto que el valor del hombre alcanza, visto
según el bien moral que éste ha realizado en la vida. La persona verdaderamente
prudente se esforzará en valorar todas las cosas, toda situación, toda relación, todo
movimiento del corazón y del cuerpo, o de la voluntad según el bien moral. Este tema
central del bien moral es la propia realización en Jesucristo, y para nosotros religiosos
es nuestra realización como esposos, personas indivisas en el amor de Cristo, indivisas a
los niveles psíquicos que predisponen a él. ¿Somos prudentes? ¿Vivimos valorando las
consecuencias de nuestras amistades en nosotros, en los demás, en la Iglesia? ¿Somos
responsables de nuestras acciones? Los programas que tratamos de realizar, ¿están al
servicio del verdadero bien de toda persona o sólo son una aparente parte de bien según
nuestras necesidades o las del otro? ¿Sirven de medios de salvación, que Cristo y la
Iglesia piden de nosotros? Después de haber examinado las bases naturales de la
castidad, el centro sobrenatural y el sentido del voto, parece oportuno repasar ahora
algunos problemas que pueden surgir a propósito del modo concreto de vivir el voto.
V
USOS Y ABUSOS DE LA CASTIDAD
Hemos dicho que la virginidad consagrada, o castidad, activa la energía
espiritual y natural del hombre por la «sola cosa necesaria»: la unión con Dios en el
amor por El y por sus criaturas. Si la más alta perfección puede nacer de una integración
jerárquicamente ordenada de los niveles psicológicos de la persona en un «amor loco»,
radical, a otro ser humano, otra perfección suprema, incomparablemente más elevada
porque es de distinto orden, es «el amor loco» sobrenatural, radical, de Dios al hombre
y del hombre a Dios. El amor humano que simboliza el segundo tipo de amor perfecto
entre Dios y su esposa aparece vivamente descrito en el bellísimo Cantar de los
Cantares. Manteniendo esta visión sobrenatural de nuestro ideal de vírgenes
consagrados a Dios, miremos ahora concretamente a nuestros niveles vivenciales y al
modo de vivir nuestro voto en relación con ellos.
Recordando los principios del amor maduro, de la pureza, de la castidad ya
establecidos, podemos notar que los problemas tocantes a la castidad surgen cuando no
se logra integrar la propia sexualidad en la dinámica de toda persona, cuando se cierra
en un nivel, en el narcisismo, en la soledad, en el egoísmo, faltando de esta manera al
verdadero amor a sí mismo, a los demás y a Dios. Lo que hace un acto inmoral o
limitado es la distorsión que él causa, o que de él se deriva, respecto de la globalidad de
la persona, en el plan concreto, humano-sobrenatural, de Dios sobre aquella criatura. El
fin de la castidad, pues, es llevar la naturaleza humana a la perfección del amor: para los
religiosos, al amor radical de Dios. La libertad del corazón es liberarse del egoísmo en
el interior de la persona integrada que busca solamente a Dios.
San Ambrosio habla de las dificultades de la persona, de un modo particular de
la mujer, para vivir una vida de castidad. Subraya particularmente las características y
deseos de la mujer como causa de estas dificultades: deseo de tener el don de un esposo,
de ser «especial»; el deseo de ser necesaria, recobrada; el deseo de fecundidad; la
necesidad de hablar, de conversar, de comunicarse, de tener seguridad y apoyo; el
miedo a la soledad; sentimientos de simpatía, de misericordia, de sensibilidad. Todo
esto tiende a disponernos para relaciones intensas, amplias y profundas. ¿Cómo
pensamos comportarnos con estas y otras necesidades habiendo hecho voto de castidad?
¿Buscamos compensaciones? ¿Somos indulgentes para con nosotros mismos? Tratemos
de entender lo que importa o qué podría importar.
1. Masturbación
Otro modo, típico del primer nivel, y de falta de integración a los tres niveles, es
dejarse llevar por la adoración del propio cuerpo. Esto puede revestir dos aspectos; hay
quienes adoran el cuerpo cuidándolo «a muerte». Practican la gimnasia hasta el
agotamiento; toman pastillas hasta transformarse en farmacias ambulantes; viven sobre
la balanza por miedo de engordar medio kilo; visten poniendo particularmente de
relieve la belleza física o la juventud; se tiñen los cabellos para cambiar lo que Dios está
desarrollando en ellas y para impresionar y atraer; duermen excesivamente para evitar
las ojeras. Todo esto puede ser egoísmo del cuerpo. Este cuerpo, ¿ha sido entregado a
Jesús para su voluntad? Puede también comprobarse el otro extremo; una persona —
religioso o religiosa— no puede dejar de cuidarse por completo de su cuerpo; come
hasta destruir su femineidad o masculinidad; se viste como «la mujer dedicada a los más
humildes servicios»; o rechaza a toda costa tomar una aspirina o una pastilla para el
resfriado; tiene miedo de mirarse al espejo. ¿Es esto cuidar el propio cuerpo para
ofrecerlo al Señor? ¿Es ésta la alabanza al Creador por el don de la sexualidad
integrada?
La amistad, pues, como resume San Agustín, es una unión entre personas que
aman a Dios con todo el corazón, se aman mutuamente y están unidas por toda la
eternidad, la una a la otra, y a Cristo mismo. La amistad es un trampolín de lanzamiento
hacia la perfección, que es esencialmente amor de Dios y del prójimo, de tal modo que
el hombre, por la amistad con otro hombre, pueda penetrar más plena y totalmente en la
amistad con Dios.
Hay quienes, a sabiendas, juegan con los afectos y sentimientos de los demás;
crean en ellos la ilusión de que se interesan por ellos, con gran solicitud personal y
afecto, sin tener en realidad ninguna intención de continuar la relación, manteniéndola
en un estado de ambigüedad, haciendo cumplimientos en señal de afecto, pero retirando
el propio interés en breve tiempo, una vez que están seguros de poder conseguir el
afecto del otro. La otra cara de la medalla está representada por aquellos que juegan con
las emociones de los demás, haciéndoles sentirse culpables, o relegados, o inútiles,
mediante observaciones abiertamente agresivas o severas. Los hay también que están en
el medio; son tus amigos mientras les interesa para su estima; por ejemplo, le dicen a
alguno que está interesado en un cierto tema, como puede ser la música: «Oh, estamos
orgullosos de tal hermana, que es nuestra especialista.» Sin embargo, serán los primeros
en criticarla ante los demás, o pedir que la cambien. Se trata de personas afectivamente
secas, indiferentes a los problemas de los demás, con dificultades en las relaciones
interpersonales, impelidas por la voluntad de dominar, por el deseo de compensar las
renuncias de la castidad, sentidas como frustrantes, por medio de la volubilidad,
dominación e independencia. En su interior hay un vacío de personalidad. Todos éstos
no son modos de amar castamente, sino egoísticamente; son grandiosas caricaturas no
sólo del corazón de Cristo, sino también del ser humano maduro.
El amor casto puede retroceder a uno o a los otros dos niveles ya examinados. También
en el mismo plano espiritual-racional son posibles algunos abusos.
VI
MEDIOS PARA CRECER
EN EL AMOR CASTO, VIRGINAL
¿Qué instrumentos podemos utilizar para incrementar este tesoro del amor casto,
virginal? El amor es un don, pero es también una conquista. Es fruto del trabajo de la
persona a la luz de su naturaleza y de su voluntad; es vivificado por la gracia y por la
labor del Espíritu en nosotros. ¿Qué podemos hacer por parte nuestra para estar
disponibles a la gracia? La mayor parte de los medios que desarrollaremos para la
renovación de nuestro voto de castidad son también aplicables al perfeccionamiento en
general dentro de la vida religiosa. Podemos, asimismo, hacer aplicaciones particulares
de estos instrumentos a nuestro amor religioso, a nuestra castidad.
A) ASCESIS-DISCIPLINA
C) SOLEDAD-DESIERTO
D) VIDA COMUNITARIA
La Perfectae caritatis (n. 12) nos recuerda que «la castidad se guarda más
seguramente cuando entre los hermanos reina verdadera caridad fraterna en la vida
común». La comunidad puede ofrecer a cada religioso una participación desinteresada
en sus proyectos, atención a su persona, sentido de pertenencia, de seguridad, de
dignidad, de solidaridad en un plan de amor común a todos. Como dice Stanley, jesuita:
«Estas propuestas sinceras de fraterna participación no brotan ciertamente de una fuente
natural, sino que tienen su origen en el amor que Dios nos ha manifestado en Jesucristo,
nuestro Señor» (Rom 8,39).
Si hay debilidades en el voto de castidad, en las amistades de nuestras hermanas
y hermanos, ¿no podría ser útil examinar nuestra vida de comunidad? ¿Hemos apoyado,
amado, animado a los demás, o los hemos criticado, dejado a un lado o puesto en
competición con ellos? La participación comunitaria, el interés por la vida de los demás
por puro amor es el mejor antídoto contra el culto de sí mismo. La vida comunitaria
constituye un terreno fértil para la renuncia, pero no debería solamente representar esto.
Tenemos necesidad del sostén de los valores positivos y de las necesidades neutrales, de
las necesidades que estén vocacionalmente en consonancia. Solos estamos incompletos.
¡Nadie es una isla! Tenemos necesidad del amor de Dios en nuestras hermanas, o en
nuestros hermanos, como ejemplo, como unción, como paz, como estímulo.
E) EXAMEN DE CONCIENCIA
¿Nuestro amor es virtud? He aquí algunas preguntas que nos podemos hacer, algunos
criterios que podemos seguir.
Mi amor, mi colaboración con los demás, ¿respeta todos los tres niveles de la
persona? ¿Es principalmente emotivo en el sentido de satisfacer mis deseos de afecto,
de poder, de exhibicionismo? ¿Uso al otro? ¿Tengo presentes la vida espiritual y los
valores de la persona, la perfección de su alma y no simplemente la satisfacción de mis
necesidades físicas y sociales y las suyas? ¿Soy capaz de anteponer sus necesidades a
las mías, sus valores a los míos? ¿Soy capaz de amar aun cuando no resulten
favorecidas mis necesidades, mientras mis valores resultan favorecidos por el otro? La
virtud la forman la voluntad y la emoción. El impulso va hacia los valores más que a las
necesidades.
Mi amor, ¿respeta constantemente el ideal de vida del otro, sus medios para
alcanzar esa meta, y le sostiene en él? Si el fin que ha elegido lo está destruyendo, por
ejemplo, si las necesidades se van satisfaciendo indiscriminadamente y los valores en
cambio se descartan, ¿tengo la valentía de manifestar mí parecer y discutir con él las
cosas? ¿Soy capaz de correr el riesgo de disgustar al otro por una postura mía objetiva,
de principio?
3. Elección y responsabilidad
4. Empeño de la libertad