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Un Tesoro en Vasijas de Barro – Joyce Riddick S.C.C.

SEGUNDA PARTE
CASTIDAD
«Este es mi cuerpo
ofrecido en sacrificio por vosotros»
I. Introducción

II. Amor

A) Definición de los elementos humanos del amor


1. Nivel psicofisiológico
2. Nivel psicosocial
3. Nivel espiritual-racional

B) Sentidos del amor


1. Concupiscencia: amor subjetivo (uso de todos los niveles para mis fines personales)
2. Amor de benevolencia: más objetivo (uso de todos los niveles de modo más
integrado, ordenado según la totalidad de la persona)
3. Amor loco o radical (darse totalmente)

III. La pureza: querer una sola cosa

IV. La castidad: querer de hecho una sola cosa

A) Definición

B) Motivos de elección
1. Cristo, nuestro único esposo
2. Por el reino

C) Celibato como elección de valores


1. Cristológico
2. Escatológico
3. Eclesiológico

D) Celibato como renuncia a tres niveles

E) Virtudes incluidas en la castidad


1. Primer nivel: modestia, templanza
2. Segundo nivel: justicia, simplicidad, sinceridad, honestidad, humildad
3. Tercer nivel: fe, fidelidad, prudencia

V. Usos y abusos de la castidad

A) Primer nivel: psicofisiológico


1. Masturbación
2. Interacción física: homo/heterosexual
3. Culto del cuerpo
4. Lectura de novelas, filmes, televisión

B) Segundo nivel: psicosocial


1. Amistad: criterios de evaluación
2. Jugar con los sentimientos de otro

C) Tercer nivel: espiritual-racional


1. Aislamiento egoísta o servicio
2. Desapego idealizado, intelectualizado
3. Compromiso y servicio para logros psicológicos subyacentes:«caridad», soberbia

VI. Medios para crecer en el amor casto, virginal

A) Ascesis-Disciplina

B) Oración-Meditación del Evangelio

C) Soledad-Desierto

D) Vida comunitaria

E) Examen de conciencia

F) Servicio
I
INTRODUCCIÓN
Amor
que creas la vida, da vida;
créame aún hoy en tu amor.
Oh Dios, amor infinitamente amado,
dame vivir para ti.
Oh Dios, infinitamente fiel,
ayúdame en toda tribulación.
Amor, infinitamente bueno,
actúa en todas mis acciones.
Amor, infinitamente dulce,
no me abandones famas.
STA. GERTRUDIS

Con justicia se ha escrito que «el que trata de hacer y trabajar en favor de los
demás, o del mundo, sin profundizar en el conocimiento de sí mismo, en la propia
libertad, integridad y capacidad de amar, no tendrá nada que hacer con los demás. Les
comunicará sin más el contagio de sus propias obsesiones, agresividad, desilusiones,
que se relacionan con los fines, medios y ambiciones egocéntricas».
Según el espíritu de esta afirmación, supongo que todo lector abriga el deseo de
renovarse en el don de la castidad. Cierto que, en los años de formación, este voto, uno
de los tres tesoros esenciales de la vida religiosa, ha sido objeto de estudio; sin embargo,
con el tiempo podemos haber olvidado su sentido, o quizás hayan surgido objeciones a
este respecto, objeciones probablemente ya nacidas entonces. Surge, pues, la necesidad
de preguntarse no tanto sobre el celibato como tal, sino sobre cómo se vive el propio
celibato; ¿es verdaderamente signo de Cristo o emblema de nuestro egoísmo? Es
importante considerar cómo vivimos la inevitable elección de la castidad vinculada a la
vida religiosa; ¿qué actitud asumimos ante ella? ¿Qué valor real tiene en nuestra vida?
Anhelamos volver aún más brillante el «diamante» para que se convierta en esa preciosa
joya destinada a serlo, y no un peso que estorba o una reliquia olvidada. En este tiempo
de libertad sexual, de pornografía y permisivismo, ¿qué lugar concedemos a nuestro
voto de total entrega, continencia y renuncia? ¿Es todo esto inhumano? ¿Nuestra
formación en este campo ha sido demasiado «rígida»? ¿O acaso han cambiado las
normas?
Como se puede ver consultando el sumario, comenzaremos revisando algunos
elementos fundamentales de nuestro yo natural, definiendo los aspectos que nos
caracterizan como seres humanos. Sería aquí oportuno considerar cómo el voto
sobrenatural de castidad está fundado y sostenido por estos mismos elementos. Esto
lleva consigo naturalmente un examen sobre el amor como factor unificante y
sacralizador a nivel natural y divino. Trataremos de los varios tipos de amor posible, el
ideal hacia el que tendemos, así como otras posibles opciones. De este modo se
obtendría la definición de castidad con sus variadas facetas; ¡éste es el diamante! ¿Para
qué vale? ¿Y cuál es su sentido en un mundo que ofrece tan gran número de «tesoros»?
Hablaremos, pues, del valor del testimonio del voto, y de ahí nos internaremos en los
problemas que pueden surgir, o quizás hayan surgido, para oscurecer la limpidez
cristalina de la joya. Concluiremos analizando algunos medios que podemos utilizar
para «revitalizar» nuestro voto y los efectos de la castidad, que ciertamente merecen
todo el esfuerzo que podamos emplear en tal sentido.

II
AMOR
A) DESCRIPCIÓN DE LOS ELEMENTOS HUMANOS DEL AMOR

Contemplemos la sabiduría amorosa de Dios, que, al crear nuestro ser, «nos ha


hecho como un prodigio», como dice el salmista, y percatémonos de quiénes somos
como personas y como religiosos y religiosas. Con otras palabras: enfoquemos los
diversos niveles de nuestro vivir, pensar y actuar, y de su relación en lo que se refiere a
la esfera sexual.
Somos personas, seres vivos a tres niveles naturales (los tres niveles de la
actividad de la mente humana). Si en realidad analizamos cualquier acción, aun la más
ordinaria, hallamos en ella presentes algunos o los tres elementos: el nivel
psicofisiológico, el nivel psicosocial y el nivel espiritual-racional.

1. Nivel psicofisiológico

Ante todo somos seres orgánicos, seres psicofisiológicos; de ahí, los ritmos
químicos, las reacciones fisiológicas. Tenemos necesidad de comer, dormir,
reaccionamos con los sentidos y los sentimientos; percibimos la atracción de tocar, de
ser tocados, de provocar satisfacción y gozo, también sexualmente. Por ejemplo, si nos
sentimos hambrientos, se desea comer, y al tomar la comida, se halla el placer de
gustarla. Lo mismo ocurre con las necesidades sexuales. En ciertos períodos del mes o
del día, en determinadas estaciones del año o estados de la vida, estos impulsos
fisiológicos o «instintos» son más fuertes que en otros. No sólo tenemos necesidades
corporales, sino que nos hacemos presentes a nosotros mismos y de ahí también a los
demás, en un sentido corporal, o como se expresa Van Kaam: «Mi cuerpo reviste el
mundo de sentido antes aún que yo pueda pensar en ese sentido. El dar sentido a las
cosas por parte del cuerpo es distinta del que se da al mundo por parte de la conciencia».
Tomemos, por ejemplo, el modo como el cuerpo reacciona y actúa en el mundo a la
edad de veinte años (intensidad, actividad, movimiento) y por otra parte a la edad de
ochenta años (cansancio, andar más despacio, más cauteloso, etc.). Quiere esto decir
que, a nivel de manifestaciones externas del cuerpo, no somos necesariamente libres,
capaces de determinar el sentido exacto: ellas «entienden».
Relacionando cuanto hemos dicho con la castidad, tomemos, por ejemplo, el
sentido de nuestras exigencias ligadas a la genitalidad y expresiones de los fenómenos
fisiológicos del hombre y de la mujer, vinculados a períodos o a particulares momentos
de la vida. Nosotros «percibimos» la experiencia del otro como algo bueno, agradable,
tierno y lo deseamos sin pensar en ello de manera explícita. Es un impulso emotivo,
fisiológico. El cuerpo tiene estas necesidades fisiológicas que establecen un diálogo
«preconsciente» entre nosotros mismos y el mundo. El cuerpo puede activar y facilitar
la interacción entre nosotros y los demás, precisamente a través de concretas emociones,
condiciones y actitudes directamente involucradas en su ser fisiológico. Estas
necesidades pueden ser varias: la necesidad física, expresada como una interna
necesidad de satisfacerse, de ser «recibido». Así también, a nivel fisiológico,
inconscientemente, elegimos un objeto como «bien» hacia el cual dirigirnos. A veces
este «bien» o deseo puede ser indefinido, global; otras veces específico, como, por
ejemplo, el deseo de aquella persona o de aquella experiencia. Es interesante notar
cómo estos estados fisiológicos de deseo o de estimulación no perduran
indefinidamente, sino más bien se autolimitan. Por ejemplo, llega el período menstrual y
la intensidad del deseo se aplaca; a medida que una persona atrayente se aleja, nos
calmamos; cuando la escena del film que se estaba viendo termina, la excitación
disminuye, lo mismo que involuntariamente se había despertado. Es asimismo
interesante notar cómo la fatiga y la frustración pueden entorpecer los sentidos o limitar
su eficacia al transmitir señales o determinar su significación. Toda experiencia
fisiológica llega naturalmente a un punto de agotamiento y conclusión. Así, nuestro
cuerpo es atraído y rechazado por personas, situaciones, objetos, que pueden ser
agradables o satisfactorios a un nivel físico. En el cuerpo y por medio de él, el otro, el
mundo se me ha dado, se hace en cierto modo mío, se incorpora a mis necesidades y
deseos. Aunque exista un sentido espontáneo a este nivel, tal sentido de satisfacción o
excitación corporal no es estrictamente característico de los seres humanos. Los mismos
animales tienen semejantes necesidades, que son espontáneas, no reflejas, automáticas.
Emotivamente se sienten atraídos o rechazados por objetos o situaciones físicamente
deseables o dañosas. También nuestros cuerpos están hechos para reaccionar, percibir,
sentir, buscar y ser satisfechos. El término «carnal» se aplica a este tipo de atractivo o
«amor», que es el deseo de los sentidos. De este modo, los cambios o procesos
somáticos y fisiológicos, partiendo del interior espontáneo de nosotros mismos,
condicionan, como estímulo-respuesta y, por tanto, sin control nuestro, el valor de la
sexualidad o del cuerpo. Llegamos así a aceptar el valor del cuerpo como medio
necesario de diálogo, de satisfacción, de placer. Por la misma razón podemos, como
seres humanos, amar el cuerpo de los demás y entrar en contacto con él. Por
consiguiente, la excitabilidad sexual es innata y natural y moralmente ni es buena ni
mala, simplemente existe.
Todo contacto directo tiene una reacción inmediata de los sentidos; con otras
palabras: la impresión de los sentidos va acompañada de la emoción, del deseo de
realización, de satisfacción. La sensualidad no es solamente una simple reacción de los
sentidos hacia el objeto, consiste también en la experiencia de valores definidos,
perceptibles por los sentidos, aunque tales valores sean los del cuerpo de otro o el
propios. Existe, pues, el deseo natural de los sentidos hacia la percepción o imagen del
propio cuerpo o del cuerpo del otro como objeto de placer espontáneo.
Independientemente de su presencia o ausencia, el cuerpo de una persona puede
ser apreciado como posible objeto de sensaciones placenteras; eso mismo vale para el
propio cuerpo. Es ésta una experiencia bioquímica de los sentidos que produce efectos
emotivos. Este es el nivel base para toda persona y todo animal. De aquí se puede
deducir que la persona no puede comprender totalmente la propia sexualidad o el
mundo si no aprecia profundamente el propio cuerpo, si no capta el sentido que hay en
él y no le da un enfoque. Por lo demás, el sexo como tal difiere en el ser humano.
Mientras las demás necesidades fisiológicas, como comer y dormir, no revisten
significación especial para el hombre como hombre, porque se limitan a la persona, esto
es, no son medios para entrar en relación, esto no ocurre con la sexualidad. ¿Qué
ocurre? En el ser humano el sexo no es solamente un hecho fisiológico, encaminado a la
satisfacción de las necesidades fisiológicas, sino que involucra otros niveles. Aun a este
primer nivel se busca sobre todo el contacto físico, satisfacción, estímulo, placer, y si la
atracción sexual puede ser «amor», en este caso es sobre todo simpatía, fruto de
necesidad, de experiencia afectiva fisiológica.
2. Nivel psicosocial

El segundo nivel es el psicosocial. Somos seres que tienen necesidad de contacto


social, aceptación, reconocimiento, interacción o comunicación, amor, cuidados y
atención. Lo que podemos hacer y ser por nosotros solos es limitado; en efecto, somos
creados para crecer mediante la interacción y la proximidad de los demás. Aprendemos
los unos de los otros por nuestra complementariedad; lo que no puedo hacer, o tener, o
ser por mí solo, puede el otro hacerlo, serlo o tenerlo para mí, y enseñármelo. A este
nivel, el centro de atención se desvía de mi presencia a la del otro, a su gratificación o
comunicación física y a una forma más elevada de «ser con» de modo más total. Mi
visión se extiende más allá de la autopreservación o autosatisfacción, a la
autoafirmación mediante la cooperación con los demás. Mientras, al primer nivel, la
vida, la relación y el «amor», si se quiere, estaban con frecuencia basados en criterios de
provecho personal como «simpatía», sentido subjetivo, atracción, valoración física
espontánea por mi «bien» físico, personal, en este segundo nivel la camaradería o las
relaciones pueden estar fundadas en un terreno común como el trabajo, los objetivos, los
intereses. De esta manera nuestro vivir en el mundo se enriquece con un elemento más
objetivo: una meta más allá del propio bienestar físico, un elemento de unión de
voluntades en un compromiso común. Está presente un objetivo externo fuera de mí
mismo. El amor en este nivel lleva consigo también la voluntad y no la mera atracción.
Es fruto de opciones y de actos voluntarios y no fruto de la simple experiencia o del
estímulo físico «Un objeto» se convierte en «el objeto» definido, moldeado,
diferenciado como un «otro» específico con sus características propias. Este nivel
favorece el nacer de una verdadera «amistad», donde es posible reconocer el valor del
otro como objeto externo. Su núcleo potencial consiste en una verdadera benevolencia o
deseo de bien para sí mismo y para el otro de manera desinteresada. Por consiguiente,
mientras al primer nivel la simpatía y el atractivo son subjetivos y físicos, la amistad a
este segundo nivel resulta algo más objetiva, no circunscrita simplemente al instinto, al
impulso. Este nivel confiere al amor, o amistad, o relación sexual, un elemento de
responsabilidad. Wojtyla afirma: «El hombre no es responsable de lo que 'ocurre' en él
en la esfera sexual (como al primer nivel en el cuerpo), pero es plenamente responsable
de lo que 'hace' en este campo» 10. Esto significa, por ejemplo, que en la relación social
a este segundo nivel existe una responsabilidad. Tal relación puede incluir el ser sexual,
pero no debe ser necesariamente «sexual»; con otras palabras: la relación no está, como
al primer nivel, absolutamente incentivada o enfocada principalmente sobre las
características o instintos sexuales. Se puede amar como «mujer» o como «hombre» y
no sólo como «sujeto » sexual, y centrar la relación por ambas partes en un bien
personal más maduro. Los objetivos sociales y las personas se hacen elementos más
importantes en nuestra presencia en el mundo con respecto al simple placer o
satisfacción corporal. La atracción física puede estar englobada en objetivos o visión
más amplios, que pueden llevar consigo al reenfoque de las propias tendencias físicas.
De esta manera, el segundo nivel confiere a las personas la posibilidad de
perfeccionarse recíprocamente, con una reciprocidad social, psíquica más que física. Se
llega así a conocer la limitación, la contingencia de la propia vida, la insuficiencia como
persona. No se puede estar solo ni hacer todo por sí mismo. Tenemos necesidad los
unos de los otros. La fuerza varonil tiene necesidad de la delicadeza de la mujer, y aquí
fuerza y delicadeza tienen un sentido más pletórico que la simple fuerza y delicadeza
físicas. La afectividad y receptividad de la mujer necesitan la iniciativa activa y la
lógica masculinas. Y esta complementariedad no se refiere simplemente a la relación
heterosexual «hombre-mujer». Los talentos de una mujer tienen que ser perfeccionados
por las cualidades de otra mujer. Lo mismo ocurre con el hombre; nadie es una isla. El
amor y la sexualidad, pues, de la satisfacción física, instintiva, se orientan hacia la
coexistencia y el bienestar social.
La espontánea «exterioridad» del estímulo-respuesta o emoción y la sensualidad
del primer nivel mueven, en este segundo nivel, hacia una completa «interioridad», una
afectividad no orientada solamente al cuerpo. Este estímulo comienza a ser mayormente
guiado por nuestra persona. Mientras el contacto inicial con el mundo puede ser físico,
y sensual, una forma más profunda de presencia en el mundo surge a medida que aflora
la capacidad de estar con o cerca de los demás no sólo para la satisfacción de las
propias necesidades físicas. Elementos objetivos, como las metas en el trabajo
apostólico, pueden valer para limitar o «corregir» valoraciones subjetivas, intuitivas,
sensuales e idealizaciones a primer nivel; por ejemplo, una persona, aunque sea
atractiva, puede carecer de la capacidad necesaria para colaborar en la enseñanza de las
matemáticas o en el servicio de enfermera. A segundo nivel, pues, la atracción física
puede superarse con vistas a un fin que resulte más allá de nuestro propio bienestar. No
se trata de dar o recibir puramente en el plano físico, sino de dar también o recibir lo
que una persona tiene y hace, inclusive sus ideas, visión del mundo, metas, métodos,
sentimientos, etc. Miradas, palabras, gestos van principalmente dirigidos a la persona.
Entra en juego la afectividad y no simplemente la sensualidad. La afectividad es la
facilidad (no la mera excitabilidad a primer nivel) de reacción ante los valores sexuales
de la persona en toda su complejidad, de reacción ante la femineidad o la masculinidad.
Es una respuesta querida que puede acercar las personas, aunque estén materialmente
distantes. La persona es evocada de nuevo en el recuerdo con todas sus características y
no solamente las físicas. El horizonte se ensancha.
Hasta aquí hemos visto la necesidad de integrar la simpatía o atracción (primer
nivel) con una benevolencia más objetiva proveniente de opciones, de
autodeterminaciones en la amistad (segundo nivel), permitiendo a la razón entrar sobre
todo donde la emoción pretende reinar y dejando que las personas sean más importantes
que la satisfacción o la perfección física: crecer en interioridad, en orientación interior
más que responder de modo externo buscando una inmediata satisfacción o
complacencia.

3. Nivel espiritual-racional

¿De dónde procede esta mayor interioridad? Del tercer nivel de la vida humana:
el espiritual-racional.
A este tercer nivel encontramos las necesidades innatas de pensar, juzgar,
evaluar, ir más allá de lo presente, inmediato, material, más allá de los sentidos, para
formar conceptos inmateriales, más duraderos. Se puede, pues, pensar sobre los fines y
medios que elegir. Mientras que el primero y segundo niveles implican
automáticamente en nuestra vida una cierta relación «sexual », la primera física y la otra
social, el tercer nivel nos abre a otras posibilidades y horizontes; en cuanto seres
racionales, capaces de formar conceptos, podemos desear trascendernos, ir más allá de
nuestras necesidades, aun las sexuales y sociales a veces. Esto permite un amor genuino,
altruista, que es, ante todo, característicamente humano, ya que está basado en la
verdad, una verdad independiente de nuestras necesidades, un valor que nos supera.
Este nivel nos introduce en el mundo invisible del espíritu, del amor, de la verdad, de la
bondad, fines en sí mismos. De ese modo el hombre está libre de determinismos
biológicos o utilitarismo social.
La atracción «sexual» puede evaluarse como: 1) un bien físico para mí, aquí y
ahora (nivel uno); 2) un bien para una misión común o interacción social (nivel dos), o
3) un bien para valores a largo plazo que pueden no ser social o físicamente
satisfactorios. De este modo, el tercer nivel eleva el amor a una posición
cualitativamente diversa; puede mover desde la amistad o amor de benevolencia
(ofrecer los propios bienes o planes o lo que se tiene) a un amor más perfecto de
devoción, esto es, dar todo lo que se tiene y lo que se es, directamente de una manera
incondicional, absoluta. Así, por ejemplo, puedo caminar, unida mi mano con alguien,
sin comunicarle mis proyectos de vida (nivel uno); puedo tenerlo de la mano y hacerle
partícipe de mi plan de vida (nivel dos), pero no hacerme totalmente disponible; puedo,
en fin, estar totalmente disponible, física, social y espiritualmente ofreciendo al otro
todo mi espíritu y mi alma, todo mi ser. Maritain lo llama «amor loco». El espíritu
puede, a través de este tercer nivel, elevarse por encima de la carne o pasión o mudanza
a un género de amor más auténtico, extremo y radical. La persona puede hacer de sí
misma un don total, único, sin reservas. La calidad del amor cambia. Puedo amar no
tanto para lograr un complemento físico o social; más aún, puedo incluso
voluntariamente «ofrecer el alma», a mí mismo, y entregarlos a otro. Puedo ir más allá
de la relación parcial con el otro, en cuanto cuerpo o persona, capaz de interacción
social, y considerar al otro como un bien en sí mismo, independientemente del beneficio
que de él puedo obtener. Este nivel subraya más aún el factor voluntad en la interacción
sensual, afectiva. Es un madurar en el amor. Wojtyla afirma: «El amor es
psicológicamente maduro cuando adquiere un valor moral, cuando se convierte en
virtud de amor, que se concentra en la persona no como fuente de placer (físico o
social), sino como un bien objetivo». Esto implica un don de sí espiritual o moral y no
simplemente un don físico o psicosocial para una ganancia mutua. Es el don de la
propia alma. Darse enteramente a sí mismo es mucho más que «desear el bien del otro».
Podemos, pues, trascendernos. Víctor Frankl, hablando del verdadero amor, afirma: «El
amor es en realidad un aspecto de un fenómeno humano más amplio que yo he llamado
auto trascendencia... el hombre, en virtud de esa cualidad autotrascendente de la
realidad humana, está fundamentalmente predispuesto para salir de sí mismo, ya sea
para un objetivo que ha de cumplir, ya sea hacia otro ser humano con el que encontrarse
amorosamente». Esta es trascendencia, pero es aún simplemente una trascendencia
humana; me dejo a mí mismo por el bien del otro. Aún hay otro potencial a este nivel, y
es la autotrascendencia orientada no sólo hacia objetivos humanos, sino hacia lo divino,
Dios.
Esto nos ayuda a percatarnos de que nuestra vida no tiene origen dentro de
nosotros mismos; la primera causa está fuera de nosotros, y ésta es la relación primera.
Por consiguiente, este tercer nivel hace capaces de comprender y percibir que es el amor
del Creador (y no el amor de nosotros mismos y de los demás) el que ha decidido
nuestra existencia y la sostiene. Se ve, pues, el orden existencial como un orden divino,
si bien la vida como tal no es sobrenatural. Esta es al propio tiempo natural y
sobrenatural. También el amor puede ser al mismo tiempo natural, orientado hacia las
criaturas, y sobrenatural, hacia el Creador. Se puede reflexionar, elegir objetivos y
medios más allá de nuestras propias necesidades físicas o sociales; se puede amar no
meramente con el cuerpo por placer y ni siquiera sólo con la propia «personalidad» por
una satisfacción social o conveniencia material o psíquica; se puede amar con el alma
encarnada, aun cuando falten conveniencias personales como el placer o la satisfacción.
Gracias a una más profunda interioridad puedo, a veces en vista de un bien
mayor, no querer aquello que desearía en otro plano o aquello que los demás desean de
mí. Queda de ese modo favorecida la libertad, la verdadera libertad y la madurez de la
persona. Con otras palabras, según la expresión de un autor: «Cuando uno es maduro,
puede usar la energía afectiva con libertad y responsabilidad y encauzarla hacia ideales
verdaderos, altruistas, ideales que nacen del sacrificio de sí mismo. En tal sentido,
sentimientos e imágenes (a los otros dos niveles) se sintetizan en el plano espiritual y
por eso mismo se sostienen por la profundidad de la trascendencia del ser espiritual». Es
uno libre de establecer una jerarquía de deseos, de objetivos, personas e ideales; de
pasar de objetivos o relaciones humanas parciales, utilizados para nuestra gratificación,
a objetivos y relaciones que satisfacen nuestro deseo de autorrealización y de éstos a
objetivos o relaciones humano-divinas, fines que van más allá de sí mismos, a Dios. Por
consiguiente, a este nivel, el amor es más que atracción y aún más que colaboración; el
amor es un don total, libre, incondicional de sí mismo al Creador, a los demás. Se puede
elegir «perder » de vista nuestro ser, nuestra vida por otro bien tenido por más precioso.
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt
10,39). Se abre uno al amor, un amor que, desviándonos de la atención sobre nosotros,
nos hace ganar en unificación personal e integración en Dios.
Por consiguiente, la amistad a segundo nivel o el amor a tercer nivel difiere del
«amor loco», el amor radical del tercer nivel en el que se da o se pierde la propia alma
entregándola a Cristo y a los demás por El. Así es posible un amor extraño, auténtico,
madurado a través del sufrimiento, la frustración, el olvido de sí; es éste el don extremo,
absoluto, completo de una persona que se da totalmente, que se da a la verdad, a la
realidad, a su Creador y a su modelo de amor por nosotros. El apóstol Pedro, intuyendo
todo esto, escribe: «Habéis purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para
amaros los unos a los otros sinceramente como hermanos. Amaos intensamente unos a
otros, con corazón puro». El amor no es sólo una cristalización biológica de la atracción
o del deseo sexual. El cuerpo no es la fuente de actos voluntarios, proporciona
solamente material para estos actos o decisiones; ni siquiera las interacciones o
necesidades sociales son la fuente de actos voluntarios. Los actos tienen lugar a través
de la interioridad del hombre. «Los impulsos deben ser coordenados en el interior de la
persona; en el ser humano, en el cristiano, han de estar subordinados a su voluntad, a su
libertad de hijo de Dios, de criatura unificada, integrada, hecha a su imagen y
semejanza». Dios es indivisible, Dios es amor, que se hace sacrificio, holocausto. Así
tendría que ser el hombre. Si todo amor fuera integrado, a través del tercer nivel y con la
gracia, dirigido a Dios, entonces sería verdadero amor, ordenado, altruista y
desinteresado (no simplemente subjetivo, un aglomerado de necesidades, de fantasías);
sería un amor santo. Por consiguiente, podemos evitar enfocar nuestra atención sobre la
satisfacción física o autorrealización por otro objetivo: el Reino de Cristo. «Este
sacrificio, cuando es el resultado de un auténtico compromiso por una única misión, es
constructivo y no mutila la personalidad. La dimensión sexual no queda aislada de la
totalidad de nuestra vida y de otras dimensiones de nuestra existencia. Al contrario, la
orientación de la sexualidad está íntimamente unida a la orientación de toda nuestra
existencia».
Bajo la influencia de nuestro ideal (Dios) y del tercer nivel podemos emprender
una forma de vida que tiene en nosotros no sólo una «disposición natural», sino, al
propio tiempo y más aún, una disposición que nos permite superar el primero y segundo
niveles para pasar de la autorrealización como fin a la autotrascendencia.

B) SENTIDOS DEL AMOR

Aquí podría ser útil profundizar más en el sentido de la naturaleza del amor. De
cuanto hemos dicho hablando de los diversos niveles se habrá podido entrever algo a
este respecto. ¿Por qué el amor es de por sí tan importante que merezca dedicársele
tanta atención? El amor se basa idealmente en el plano espiritual (nivel tres y aún
más...), sobre la libertad y la verdad de nuestro ser, de nuestra vida. El amor auténtico es
la llave de la integración y de la unificación en el interior de la persona y entre las
personas. De esta manera, si deseamos ser personas completas, unificadas, indivisas (a
todos los tres niveles) debemos estar seguros de obrar en base «a la norma formal que
impulsa al hombre a obrar» —lo espiritual, el alma—, la imagen de Dios, la «no
división» del amor. El sexo tiene origen en el cuerpo, el amor en el alma. Las cualidades
del alma, pues, a tercer nivel, deben ser los elementos que definen el amor, si se trata de
amor verdadero. El amor verdadero, a su vez, desarrolla una función integradora. Sobre
el tema del amor hay disponibles centenares de lecturas interesantes. Karol Wojtyla, el
actual Papa Juan Pablo II, ha escrito un libro clásico sobre Amor y responsabilidad.
Jacques Maritain, conocido filósofo francés y querido amigo del Papa Pablo VI, habla
del amor en su clásico Amor y amistad, y Aristóteles en Etica nicomachea trata del
amor. Son estos tres autores a los que quisiéramos resumir de una manera particular, ya
que ellos tienen muchos puntos en común, y sobre todo por la ayuda interpretativa y
pedagógica que dan a la perspectiva cristiana del amor.

1. Concupiscencia: amor subjetivo (uso a todos los niveles para mis fines personales)

En general, el término «amor» se usa para expresar dos experiencias diversas del
hombre. Por una parte, el término «amor» se usa, no muy correctamente, para expresar
una experiencia subjetiva de placer, de atracción, de satisfacción, de bienestar, de
plenitud. El Papa Wojtyla lo define: «amor de concupiscencia», porque tiende a
encontrar el bien del que carece la persona en otro bien fuera de la persona; eso
presupone la existencia de un límite, que puede ser eliminado por el objeto deseado: te
quiero como «objeto», como bien para mí. Esto no implica necesaria y únicamente un
significado carnal o sensual. Puede implicar el amor carnal o sensual (nivel uno:
autoconservación), pero puede también ser operante al segundo nivel: te quiero porque
no me basto a mí mismo, porque te necesito para mi afirmación personal, para
completarme. La atracción, pues, está con frecuencia basada sobre un querer emotivo;
un impulso sobre todo intuitivo hacia el placer, la satisfacción o el completarse, que se
convierten en fin. Las acciones se insertan en la perspectiva de la satisfacción, del placer
que se desea obtener y del dolor que se pretende evitar. Las personas entonces se
convierten en objetos, medios para la realización personal, para el placer, para llenar la
vida. Generalmente hay poco de operativo o directivo más allá de mí mismo; las
acciones e interacciones van y vienen de mí y para mí. La gratificación y la realización
de mis necesidades resultan de primera importancia. Las personas me interesan en la
medida en que «funcionan» de este modo. Son sobre todo operativos el primero y el
segundo niveles. Muchos «amores» se basan, en parte, sobre estos aspectos; algún
«amor» se apoya casi del todo sobre esto.

2. Amor de benevolencia: más objetivo (uso de todos los niveles de manera más
integrada, ordenada, según la totalidad de la persona)

Hay otro nivel de amor más profundo, llamado de «benevolencia» o «amistad» o


«bien verdadero». El amor de benevolencia, según Santo Tomás, es una orientación que
deriva de la voluntad, de sentimientos altruistas hacia el otro. Es una voluntad de bien
no simplemente para sí mismo, sino también para el otro, por su bien. Mientras que el
«amor de concupiscencia» es ante todo subjetivo, idealizado, «ciego» en relación con
las características y metas del otro, «el amor de: benevolencia es más objetivo,
consciente de los límites del otro, del cual desea la realización y la perfección. En este
caso la primera afirmación ya no es «yo te deseo como bien», sino «yo deseo tu bien».
Esto lleva consigo tratar al otro como persona, sin usarla para la propia realización o
perfección personal, independientemente de lo que de ella se puede esperar. Por
consiguiente, la síntesis de los propios gustos, intereses, fines, se apoya sobre lo que es
el bien verdadero para el otro y para sí mismo. Al otro se le considera globalmente, en
base a lo que está bien para él según las exigencias de su naturaleza. Este amor es más
libre que el de concupiscencia, porque no está basado en evaluaciones subjetivas y
elecciones espontáneas, sin sistematizar, fundadas en el criterio «lo que es necesario
para mí». La entrega, el compartir, la donación, comprenden a la persona totalmente; no
puede darse solamente el cuerpo y los sentidos, ni fines o necesidades que necesitan
complementariedad y tienen que ser satisfechos; solamente la persona total puede
ofrecerse. Aspectos, niveles de la propia personalidad, pueden ser sublimados en una
integración total. A esta operación se le llama sublimación. «La sublimación no es lo
mismo que renuncia o rechazo del principio del amor; sublimar no es negar, sino
asumir; no es destruir, sino reconstruir en un nivel más alto; no es condenar, sino
glorificar. La sublimación es un esfuerzo tranquilo para llevar a término el trabajo que
la naturaleza realiza en nosotros: el de elevar continuamente los niveles más bajos
(primero y segundo niveles) para hacerles participar en el superior (tercer nivel)».
El amor real y profundo, pues, y el comportamiento que de ahí arranca,
provienen de la evaluación racional y pensada de los fines e ideales personales y, al
mismo tiempo, de los fines e ideales del otro en cuanto distinto de mí, y del intento de
ayudar al otro a alcanzar estos fines como persona madura. Por consiguiente, aunque yo
pueda desear el amor físico, caricias, intimidad, esto puede estar en contraste con la
visión de vida, la llamada del otro, puede estar en desacuerdo con su sistema de valores,
o también con sus necesidades o con las mías. Este es el criterio de mi elección: el
verdadero bien del otro y mi verdadero bien. Quizás también en base a mi vocación
puede no ser un «bien» para mí, o puede serlo parcialmente (fisiológicamente,
socialmente), pero no como persona global, con sus ideales (espiritualmente,
racionalmente). Wojtyla expone este pensamiento con claridad: «La norma personalista
es el principio (la norma fundamental) que constituye la base del mandamiento del
amor... la base del amor es el valor de la persona, la base del utilitarismo es la base del
placer».

3. Amor loco o radical (darse totalmente)

Este amor benévolo de amistad puede también transformarse en «amor loco»,


como le llama Maritain; trascendencia de sí hasta el punto de dar libremente todo lo que
soy, y no simplemente lo que tengo o hago, al otro. Aun la triple función del matrimonio
se basa en el principio de los tres niveles del hombre, considerado globalmente; el amor
implica capacidad de generación, fidelidad y el sacramento (Santo Tomás); el primer fin
del matrimonio se refiere al primer nivel del hombre, que lo caracteriza como ser
viviente (carnal): procreación, autoconservación; el segundo le pertenece como ser
humano: complementariedad, ayuda a los demás, realización, afirmación de sí mismo; Í-
1 tercero, como cristiano, capaz de autotrascendencia responsable para los demás, no
sólo como ciudadanos de este mundo, sino como peregrinos hacia la ciudad celeste.
Esto nos suscita una posterior pregunta: ¿Este amor benévolo, o también este
«amor loco», total, amor integrador a todos los niveles y ordenado por el tercero, es lo
que comúnmente llamamos virtud? Hasta aquí hemos descrito sobre todo el amor
humano natural. «Las cualidades psicológicas, aunque no garanticen la virtud o la
perfección cristiana, condicionan su normal expresión o su pleno desarrollo». Con esto
se pretende decir que esta integración humana, incluso este mismo «amor loco», puede
ser una virtud, pero no lo es necesariamente. Como se ha dicho en lo tratado sobre el
tercer nivel, cuando reconocemos que el orden de la naturaleza, en el otro o en nosotros
mismos, nace de Dios y es guiado por El y para existir tiene que depender de El,
nuestras acciones asumen un nuevo criterio de valoración. Entra en juego un nuevo
objeto: a través del tercer nivel podemos ir más allá de nosotros mismos hacia otra
persona, y también hacia la relación con Dios. Aquí actúa la gracia. La gracia, otorgada
por Dios gratuitamente, nos libera totalmente porque nos revela la verdad de toda la
existencia: Dios como fuente y sostén de mi ser, del amor: Alfa y Omega. El amor de la
persona a otro se hace ahora independiente del sujeto, independiente también en cierto
modo del otro, ya que está comprendido dentro de los límites de la relación con el
Creador. Hay aquí interesadas tres voluntades ordenadas: la mía, la del otro y la
voluntad del Creador. Cuanto mayor es la consistencia entre ellas, más profundo, más
libre, más estable será el amor. Por consiguiente, la renuncia simplemente humana no es
necesariamente virtud; la renuncia puede estar hecha para mi bien personal y al primer
nivel, o por mi bien y el del otro en cuanto ser social que se autorrealiza, o por los
valores o necesidades del otro como persona, o por Dios. El tercer nivel es entonces el
encuentro, el lugar de encuentro, del amor humano con el divino. A través de él trabaja
la gracia, transformando el amor humano en amor de virtud. La persona puede no
solamente responder en potencia, reconociendo la posible existencia de Dios, sino que
puede responder en la realidad a la acción de la gracia con todo su ser en el amor. San
Agustín afirma que la gracia es, ante todo, amor: «Porque tú me has amado primero, me
has hecho amable.» En este caso «amable» tiene un doble sentido: la persona se hace
digna de ser amada por Dios (se subraya el aspecto persona-objeto) y se ha hecho capaz
de recibir su amor (se subraya la acción de Dios). Nuestra razón puede imaginarse este
amor de Dios y toda nuestra persona puede responder al amor. Esto es amor de virtud.
La gracia, entonces, es una acción divina que actúa sobre las estructuras y sobre
los niveles psíquicos de la persona, respetando su libertad. Meissner afirma: «La
libertad es... una condición de la acción de la gracia, y la gracia, a su vez, es la
condición para el crecimiento humano de la libertad». El amor se hace virtud cuando la
acción decidida a cualquier nivel se hace en presencia y como respuesta a El y por El.
Esto no excluye mi bien ni el bien del otro, de Dios, sino que más bien los eleva a una
relación con el solo bien objetivo: el amor de Dios. Así, nuestra vocación al amor, como
cristianos y religiosos, no está solamente determinada por la interioridad o la
integración de nuestra persona; la necesidad de dar una dirección al propio desarrollo
por medio del amor humano debe encontrarse con la llamada objetiva del Dios del
amor. No podemos hacer crecer nuestra personalidad en el amor cristiano trascendente,
sólo a través de nuestras energías racionales-espirituales. El Evangelio, llamándonos a
la perfección, nos recuerda que hemos de creer y confiar de manera particular en la
fuerza y en la verdad de la gracia. Esta es la que introduce al hombre en el reino de la
acción de Dios y de su amor33. El amor se transforma así en caridad; amor de Dios y de
los hermanos: 1) amar al prójimo como Jesús lo ama (amistad), y 2) ver a Jesús en el
prójimo (Mt 25,35).(amor loco) y entregarse a El. El «amor loco» por Cristo es el más
profundo y el más verdadero de todos los amores, porque es eterno. Es el mandamiento:
«Ama a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu
ser» 3s. Cuanto más se entrega uno radicalmente tanto más se realiza una relación que
va más allá de la amistad y se hace de tipo esponsalicio; se aproxima así a la meta de la
creación: «mirar su rostro».
Hasta aquí hemos presentado los elementos esenciales. Hemos dicho que la
persona actúa y reacciona a tres niveles jerárquicamente ordenados e integrados. Ella
interactúa interiormente a estos tres niveles, en las relaciones con los demás, y para
ambas dimensiones, a la luz del Dios fiel. El amor, pues, para ser maduro, debe
reconocer la unicidad de cada persona y de cada uno de estos principios en la persona:
«para la persona madura el partner no es ciertamente un objeto; la persona madura ve
en el socio otro sujeto, otro ser humano (y, como cristianos, podemos añadir otro
corazón divino), estoes, un miembro del género humano; considerándolo en su
humanidad (y divinidad) ve en el partner otra persona, esto es, su unicidad» 3S. Esta
unicidad constituye la característica personal del ser humano, y es solamente el amor el
que hace a una persona capaz de «apresar» al otro de esta manera típica, única. La
intuición de la unicidad de la persona humana desemboca naturalmente en una relación
monogámica. El partner ya no es cambiable. Al contrario, si no se es capaz de amar de
esta manera madura, se termina en la promiscuidad.
Ahora bien, el tipo de amor más perfecto y completo es el «loco» o «radical». Si
esta donación total, de todo lo que uno es, se hace a Dios directamente, resulta de ahí el
estado de consagración. La persona ama en virtud y en caridad si ama en el corazón de
Cristo, como El amó y le ama a El en los demás. No se puede uno dar a sí mismo de
manera total, absoluta y profunda a dos personas al mismo tiempo: el amor maduro
lleva consigo «unicidad », indivisibilidad. Si una persona desea consagrarse libremente
a un amor radical, directamente con su creador, no puede al mismo tiempo desposarse
con otra persona; por ejemplo, no puede entregar su cuerpo, su compañía, o a sí misma
a otro con la intensidad del amor matrimonial. Si se da todo el dinero propio a uno, no
se lo puede dar al mismo tiempo y de la misma manera a otro. Por lo demás, el amor de
caridad es distinto del amor creado, y aun del amor loco. El objeto de amor de la caridad
es el Espíritu; el deseo de poseer al amado, de ser poseído y de embriagarse en El para
ser por El amado38. Habiendo tratado extensamente el tema del amor, se nos podría
preguntar qué tipo de relación tiene con la castidad. Ante todo recordemos que la
realidad sobrenatural (amor de Dios) no puede constituirse más que sobre una realidad
humana correspondiente (amor del prójimo), de otro modo quedaría sin base. Esto no
quiere decir que lo sobrenatural se reduzca a lo terreno o a lo mundano, sino sólo que
aquello debe encontrar al tercer nivel, en el Yo integrado, el punto de contacto. Por
consiguiente, ¿cuál es el punto de contacto entre amor y castidad?

III
LA PUREZA:
QUERER UNA SOLA COSA
Quien sabe amar
sabe ser puro.
Quien sabe ser puro
sabe ser casto.

Definamos los términos:

El que sabe amar: el amor cristiano, como hemos dicho, es el don de sí que una
persona hace a otra persona; es el respeto serio, profundo, libre por el bien del otro en
cuanto alma encarnada, amada por Jesús y por El deseada. Sea que se trate del amor
expresado a través de la amistad, sea que se trate de «amor loco», siempre es una
elección hecha en base a valores trascendentes, sobre todo un amor trascendente (Dios),
y no únicamente en base a las necesidades, aunque éstas no se puedan excluir del todo.
Por tanto, quien sabe amar, sabe ser puro.
Pero ¿qué significa ser puro? Un elemento claro del amor altruista es la
capacidad de elegir un bien sobre otros y entregarse a él totalmente. La pureza la explica
y define Kierkegaard como «querer una cosa sola» *. Como ya hemos dicho, la religión,
o la elección de valores religiosos como forma de vida, expresa una vida para Dios, un
don radical de amor sin reservas a El. En esta elección, el principio de «una sola cosa es
necesaria» (porro unum est necesarium) ha tomado forma concreta; su misma realidad
es un testimonio ante este mundo de la vida eterna, y glorifica a Dios no es solamente el
medio para una unión más íntima con Dios, sino también su resultado. Es vivir de lo
«sólo necesario». Este sólo necesario es una respuesta al ágape, al amor divino que ha
creado y hecho crecer en nosotros el amor universal y unificado. El ágape es un amor
sobrenatural basado en la comunicación de la vida divina a la criatura, que es impulsada
hacia la unión divina, «ya que El nos ha amado y ha dado su vida por nosotros». La
meta del ágape es la visión beatífica de Dios, el «estar con El».
Sin embargo, aunque Cristo haya introducido en las realidades terrenas el ágape,
un amor superior al humano como característica suya, éste no absorbe ni suprime los
otros tipos de amor, sino que «los integra, los ennoblece, los enriquece, los conserva, los
perfecciona, los ilumina». El amor humano, pues, es conservado y se transforma en
amor sobrenatural adquiriendo las características del ágape, del amor de Cristo. San
Pablo (1 Cor 13,4-7) cataloga estas características: «benignidad, tolerancia, humildad,
servicio, desinterés, justicia, verdad, paciencia, esperanza, altruismo, fe». Por k
fidelidad a la naturaleza, en el plano de la gracia, la criatura puede encontrar la
salvación. La verdadera integración afectiva cristiana de la personalidad en realidad sólo
podrá realizarse por medio y en el amor de Dios. «El ágape es el motor más profundo y
esencial de toda vida afectiva, es el complemento necesario para una visión integral del
hombre. Del ágape, y sólo de él, la afectividad, la virtud, todo amor natural, legítimo,
reciben valor salvífico».

IV
LA CASTIDAD:
QUERER DE HECHO UNA SOLA COSA
Así, el que sabe amar de este modo puede ser puro, desear «la sola cosa
necesaria», y orientarse a sí mismo hacia la «única Persona». Por consiguiente,
siguiendo nuestro esquema, si se sabe ser puro, se sabe ser casto.
Sólo cuando una criatura está dispuesta y es capaz de buscar «al amado de su
corazón» (Cantar de los Cantares) y darse a sí misma libremente a esta persona divina,
encarnada, sólo así es posible la castidad, y sobre todo la castidad consagrada.

A) DEFINICIÓN

¿Qué es el voto de castidad?


Lo hemos indicado anteriormente. Según los documentos del Concilio Vaticano
II (PC n. 12): «La castidad por amor del reino de los cielos (Mt 9,12) que profesan los
religiosos ha de estimarse como don eximio de la gracia, pues libera de modo singular
el corazón del hombre (cf. 1 Cor 7,32-35) para que se encienda más en el amor de Dios
y de todos los hombres, y, por ello, es signo especial de los bienes celestes y medio
aptísimo para que los religiosos se consagren fervorosamente al servicio divino y a las
obras de apostolado. De este modo evocan ellos ante todos los fieles aquel maravilloso
connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el
que la Iglesia tiene por esposo único a Cristo.» Y en otro lugar, en los mismos
documentos (n. 6): «Los que profesan los consejos evangélicos busquen y amen ante
todo a Dios, que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10).»

B) MOTIVOS DE ELECCIÓN

De lo que el texto dice parece ser que existen dos modos de considerar la
castidad: hay un elemento positivo de elección y, como en toda elección, una renuncia
concomitante de otras elecciones posibles. Consideremos ante todo el aspecto positivo.

1. Cristo nuestro único Esposo

La persona pura, como ya hemos visto, vive en una actitud de reverente respeto
al Creador, a sí misma y a todas las criaturas. Esto significa que ella respeta el sexo, su
profundidad, su sentido sublime, en el orden divino, como expresión del don de sí a otro
ser, como don del amor unificante de Dios.
Aún más, Maritain escribe: «El que entra en un estado de vida de consagración
directa al amor radical y total de Dios, da a Dios su cuerpo y su alma. Da su alma a
través del amor, y su cuerpo a través de la castidad». El voto de castidad es, pues, un
verdadero holocausto de alma y cuerpo, holocausto elegido como el camino más rápido
y directo a la perfección de la caridad. Más exactamente, holocausto en cuanto es uso
correcto de la actividad sexual, subordinación o integración, a la «llamada de Dios»,
para valorizar un plan de vida y de misión que es fundamental: la adoración de Jesús. Es
una síntesis humano-cristiana de la realización de sí mismo a través de la
autotrascendencia, una integración de todos los tres niveles de vida psíquica, ordenados
por el tercero e inspirados por la gracia y por el ágape. ¿Qué es esta misión por la que
uno se sacrifica a sí mismo? A esta pregunta ha respondido un autor con claridad: «El
que renuncia al matrimonio confiesa públicamente la confianza de encontrar en Dios la
satisfacción de su deseo de amor; afirma con su vida considerar como preciosas las
promesas del Evangelio y creer en ellas; demuestra con su persona que la vida eterna es
una realidad ya iniciada en esta tierra».

2. Por el Reino

La castidad pone ante nosotros y ante el mundo un signo vivo y constante de la


dimensión religiosa. La virginidad afirma que la consagración a Dios ha de ser elegida
por Dios. No basta que sea elegida porque Dios la quiere (debo ser célibe porque he
elegido la vida religiosa); debe referirse a El mucho más directamente, consagrada
directamente a El (Mt 19,11-12) por el Reino. El celibato debería ser elegido
voluntariamente y gozosamente vivido como un continuo deshacer el propio cuerpo, en
el amor, por El. Debe ser expresión o manifestación orgánica del amor, del lazo interior,
de la típica intimidad entre el virgen y Dios. La castidad es, pues, saber dominar los
valores humanos y vivirlos, dominar la condición sexual, el sentimentalismo, o su
atractivo, dominarlos por un bien mayor.
C) CELIBATO COMO ELECCIÓN DE VALORES

Ahora bien: los documentos conciliares citados han señalado tres sentidos y/o
motivaciones del voto de castidad. La castidad es esencialmente cristológica,
escatológica y eclesiológica.

1. Cristológica

La castidad es amor profundo e imitación de Cristo. ¿De qué modo? Como la


vida de Jesús estaba encaminada a la proclamación de la presencia y de la venida del
Reino de Dios en el espíritu del ágape, esto es, de amor y de servicio, así también
nosotros, con esa misma finalidad, como vírgenes castas, hemos de ser «luz» y «sal» del
mundo. Este anuncio o proclamación del Padre incluía, para Jesús, renuncias e
incomprensiones inherentes a ello. El renunció a la satisfacción sexual o a expresiones
de intimidad; renunció a la compañía de una mujer determinada. Esta es también nuestra
elección (Mt 8,20; Me 3,21.31-35). Como el Padre encarnó su amor en Jesús por
nosotros, así se nos pide a nosotros, recordando que ahora Dios recurre a nosotros para
la encarnación. Jesús es para nosotros el signo de que la vida que quiera consagrarse a sí
misma directa y exclusivamente a Dios, sin la mediación o amor terrenos, es una
ilusión*. Jesús nos indica cómo tenemos que ser mediadores usando nuestra
«humildad», cuerpo, necesidades sociales, voluntad, planes de amor, por la única cosa
necesaria: la voluntad de amor del Padre, su interés por el bien de las criaturas. Cristo,
por medio de su vida célibe, nos enseña cómo darse a sí mismo totalmente al reino (Mt
9,12). Jesús nos indica también el sentido de la fe; la fe tiene que expresarse a través de
una libre acción de elección de la castidad, en la oscuridad, en el dolor, en el vacío; una
elección que se concreta y que es testimonio de la fe en la realización de la propia vida a
través de la vida que es Dios mismo, una que nos viene de la muerte, de la trascendencia
de Cristo, y de aquellos a los que él ama en este mundo. Como Pablo, también nosotros
estamos llamados a afirmar: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí»
(Gal 2,20); la castidad es un medio concreto para llegar a esto, ya que la carne es «un
cuerpo para El», un cuerpo dado en la vida y en la muerte para la redención de las
almas.

2. Escatológica

La castidad es un testimonio de los bienes futuros, es una manifestación de la fe


y de la esperanza en Dios; es creer que en la realidad final estaremos delante de Dios,
donde ya no habrá «ni muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas», donde habrá eterna
comunión y felicidad con el Padre, donde reinará el amor.
Este fiarse totalmente de la gracia por una «vida nueva» de fe y caridad, donde
«no se toma ni mujer ni marido», no expresa de ningún modo desprecio por la realidad
actual, la humana, sino que indica más bien que el sentido religioso es el único que
puede llenar y condicionar toda la vida. La castidad es, pues, una manifestación de la
gracia y de la constante llamada a la trascendencia. «El célibe grita con la propia vida a
sus hermanos que el Reino de Dios (el Padre por medio de su amor) espera su perfecta
realización en Cristo». Y todo esto lo vive aquí en la tierra.
3. Eclesiológica

En fin, la castidad consagrada es signo de la Iglesia. Como la Iglesia, sacramento


de Cristo, está formada por El y lo da, así el virgen lleva en sí este mismo carácter de la
Iglesia: llevar el amor puro y casto de Cristo al rico, al pobre, al que está triste y solo; se
pone a total disposición de la Iglesia, en servicio y redención, comprometiéndose con un
pacto de amor universal a interesarse sólo «por las cosas de Dios». Escribe R. Schultz,
prior de Taizé, hablando de la virginidad: «Ella nos permite abrir los brazos sin
cerrarlos nunca, evitando abrazar a una sola persona». San Ambrosio, hablando de la
maternidad de la Virgen, compara los límites de la maternidad física con la potencia
generadora de la vida nueva, posible a través del uso y anuncio de la palabra de Dios.
Este anunciar la palabra de Dios expresa la vida de la Iglesia, de Jesús; y el compromiso
del virgen, como el de Cristo y de su Iglesia, en el anuncio de la Palabra, alimenta y da
la vida divina, y puede engendrar descendientes numerosos «como las estrellas del
cielo» (promesa hecha a Abrahán). Así, también, el virgen consagrado, siempre sin sed
y satisfecho, ante todo por la Palabra de Dios, se convierte, como Cristo, en signo vivo
de la eficacia de esta Palabra, de la condición redentora de la muerte y del sacrificio, de
la oración constante de alabanzas a Dios, que hace grandes cosas por nosotros. De este
modo, la castidad nos abre al servicio de Cristo, de la Palabra, del Evangelio (Me
10,29). Este amor indiviso, manifestado concretamente en la misión apostólica, no es
sólo utilitarista; no hacemos voto de castidad para trabajar más. Hacemos voto de
castidad para vivir primordialmente una vida de total dependencia de la fe, en el amor,
para poder ser signo visible de la fe, de la adhesión al Señor que se manifiesta en un
«eterno» proyecto, en una forma interior de vida y en una misión apostólica.
Recordemos que la «virtud» no es «virtud» si decimos «sí» a la castidad, porque
el «no», en otras palabras, la satisfacción psicológica, social, espiritual y racional, no
tienen valor para nosotros; no tenemos que decir que no a nada como el sexo, si lo
consideramos como un «mal».
Desde un punto de vista positivo, la castidad es ante todo elección o selección;
selección de un valor entre muchos, selección del valor considerado superior o primero
respecto de los demás, incluidos la sexualidad o las relaciones sociales íntimas;
selección del amor indiviso por Cristo y de entrega a El, a su persona. En este amor hay
apertura hacia todos los hombres.

D) CELIBATO COMO RENUNCIA A TRES NIVELES

Consideremos ahora el otro aspecto: la renuncia implícita en la selección


celibataria. Cristo dice a cada uno de nosotros: «Vende todo lo que tienes, niégate a ti
mismo y sígueme.» Toda selección supone una renuncia; si a nivel físico (primer nivel)
elijo hacer gimnasia, no puedo al mismo tiempo relajarme; si elijo dormir, he de
renunciar a hacer gimnasia. A nivel psicosocial, si elijo estar con la gente, he de
renunciar a la soledad. Así también al tercer nivel, si elijo hacer de mi alma y de mi
cuerpo una presencia viva, consagrada a Cristo, tengo obviamente que limitar otras
expresiones idénticas de amor hacia otros objetos; si elijo vivir una vida de persona
madura totalmente consagrada a Dios, no puedo permitirme reducirlo a una «parte»:
vivir solo o principalmente uno de los aspectos de mi persona; si quiero un bien, he de
sacrificar el otro. Pensemos en el sacrificio de bienes materiales hecho por Santa Isabel
de Hungría o Santa Juana Francisca de Chantal, cuando ningún precio les pareció
demasiado elevado para la felicidad de su matrimonio, o en el momento en que se
encontraron frente a la muerte de sus maridos. Por otra parte, Isabel de Hungría con
frecuencia pasó horas de la noche en oración con su marido, sacrificando el placer físico
y los gozos de la intimidad nocturna por un bien aún más grande.
¿A qué renunciamos, pues, como vírgenes consagrados? Por lo que se refiere al
primer nivel, recordemos que no renunciamos a nuestro ser físico, sino sólo a aquellos
medios con los que éste se expresa o se realiza que están en desacuerdo con la
orientación elegida; renunciamos al gozo estático de la intimidad física, al placer sexual,
a todos los gestos simbólicos de la unión sexual, ya sea en su relación completa, ya sea
al placer sexual. Esto abarca actitudes de intimidad física, como besarse, tomarse de la
mano, deseos, miradas seductoras, caricias, cualquier acto físico que representa la
unicidad del amor, que, en nuestro caso, pertenece a Jesús, elegido como Esposo.
Hemos de recordar por lo demás que, mientras renunciamos a la expresión sexual, no
renunciamos a la sexualidad, a la manifestación del bellísimo don de la femineidad o de
la masculinidad en su complejidad total; por ejemplo, en cuanto a las religiosas, no
renunciamos a la delicadeza, a la gentileza, a la sensibilidad, al calor humano, a la
ternura... en su contexto y sentido adecuado; éstos son medios particulares que deben
usarse por parte de la mujer para encarnar el corazón delicado de Cristo, con tal de que
no sean ambiguos, sino claros y adecuados.
Al segundo nivel, el psicosocial, echamos de menos la compañía fiel e íntima de
una persona amada, de la complementariedad hombre-mujer, que da seguridad interior y
gozo de vivir; por ejemplo, renunciamos a compartir «secretos», a los diálogos
estimulantes, a la intimidad a promesas, a consuelos y a mutuas responsabilidades.
Ponemos en el corazón de Cristo nuestros deseos de atención e interés por parte del otro
sexo, y la satisfacción de las necesidades como la seguridad, dependencia,
exhibicionismo, juego, afirmación personal. De esta manera damos a Cristo el deseo de
ser miembros de aquella íntima comunidad en la que todos se aman entre sí: la familia;
naturalmente, esto conlleva la voluntad de renunciar al gozo de ver el amor personal
concretado en los hijos «carne de mi carne y alma de mi alma». A este nivel, los
religiosos no renuncian a toda amistad, pero deben subordinarla a una severa vigilancia
interior, a su «amor indiviso».
Para terminar, también el tercer nivel ofrece a los religiosos una posibilidad de
«muerte» redentora. Renunciando al matrimonio, a un compañero y a los niños,
ofrecemos a Cristo el deseo de continuar existiendo a través de nuestra descendencia.
Esto mira también al deseo de ver continuar y desarrollarse en ellos nuestros planes de
vida. ¡Qué hermoso es para los padres ver que sus niños viven los ideales, los proyectos,
el estilo de vida que ellos han vivido! También las religiosas renuncian a proyectos
personales, por ejemplo, de femineidad en la esfera matrimonial: la creatividad
imaginativa que halla gozo en embellecer la casa para la familia y el marido, en preparar
la comida o una fiesta, en elegir juntos los vestidos o el lugar de vacaciones, el
prepararse con delicadeza para el acto sexual, en actitudes de complacencia y de
intimidad durante y después del mismo. Por consiguiente, sin renunciar a la
imaginación y a la creatividad, abandonamos estos medios particulares y preciosos que
la expresan. Renunciamos también a un compañero fiel, único, todo para nosotras, a un
marido, por ejemplo, o a una mujer, con el que podemos siempre dialogar íntimamente
sobre nuestros planes de vida, que se preocupa de nosotros dentro de una relación de
amor único, que nos ayuda a purificar nuestros valores y los planes aun en el campo
sexual, que tiene para nosotros atenciones y pensamientos particulares. ¡Qué renuncia
más preciosa!
Renunciar al sexo significa también renunciar a un tipo de conocimiento de sí
mismo que sólo puede venir de esta interacción. ¡Quizás sean éstas las renuncias más
difíciles! La decisión de vivir a este tercer nivel por Cristo da un sentido particular a los
otros dos niveles. Por eso a todos los tres niveles renunciamos no sólo «a la carne», sino
también al sinfín de aspiraciones naturales depositadas en nuestra alma y en nuestro
espíritu; en una palabra: renunciamos a la posibilidad de obtener y querer aquel paraíso
terrestre de la naturaleza que es el «amor loco» entre hombre y mujer.
El sexo, en la apertura hacia el otro, nos permite sobre todo colmar parte de
nuestra imperfección existencial, nuestra soledad física y falta de plenitud psíquica de la
que la sexualidad nos hace conscientes. Nosotros renunciamos a este tipo de
satisfacción.
Vemos, pues, como dice Wojtyla: «... se piensa que la virtud de la castidad tiene
un carácter puramente negativo que es el efecto de un 'no'. Al contrario, es
esencialmente un 'sí', del que resultan muchos 'no'».
Además, como ya hemos indicado, un tipo de comportamiento sexual consistente en la
abstención de un contacto genital y único es psicológicamente normal y es libremente
elegido, si procede de la consistencia o unidad de la persona, elegido por razones
válidas, y se respeta el bien mayor de la persona. Sobrenaturalmente esta normalidad
psicológica puede ser virtud y es elegida como opción fundamental: una llamada al
«amor loco», radical, en Cristo y para El, y, si se vive claramente, profundamente,
totalmente o de manera estable por una persona madura e integrada. Es un verdadero
holocausto, un don de cuerpo y alma, y sólo una experiencia profunda y cotidiana de fe
y de amor puede mantener el equilibrio entre el valor positivo de la castidad y los
aspectos negativos de la renuncia, de modo que facilite una castidad fecunda y santa, un
amor santo y fecundo.

E) VIRTUDES INCLUIDAS EN LA CASTIDAD

Es interesante advertir que, cuando hacemos voto de castidad, nos


comprometemos automáticamente a practicar otras virtudes inherentes a ella. Estas
comprenden:

1. Primer nivel: modestia, templanza

a) Modestia: la modestia brota de nuestra interioridad, del deseo de conservar dentro de


nosotros valores y hechos, especialmente el valor del sexo. Es un intento de controlar la
tendencia a evidenciar los valores sensuales y sexuales del cuerpo sin considerar el
valor de la persona. La modestia, con otras palabras: una atención conveniente y
delicada en lo que se refiere al modo de vestir, el cuerpo, las acciones..., ofrece a los
demás un mensaje de nobleza natural, de «inviolabilidad», como la define Wojtyla: «No
me toques, ni siquiera con tus deseos secretos» . Yo soy de Jesús y le pertenezco
totalmente. Esta modestia implica naturalmente continencia, esto es, abstención del uso
de los genitales y de cualquier parte del cuerpo que pueda conducir al ejercicio de la
sexualidad.

b) Templanza: el hombre temperante y sobrio es dueño de sí mismo; en él, las pasiones


no tienen precedencia sobre la razón, sobre la voluntad y sobre el corazón. Wojtyla
considera todo esto indispensable para la madurez humana. Controlando los placeres de
los sentidos, los mantenemos en una perspectiva que se halla en consonancia con el plan
divino de la naturaleza. Como dice Rahner: «Es necesario un prudente y sobrio control
de sí mismo» .
2. Segundo nivel: justicia, simplicidad, sinceridad, honestidad, humildad

a) Justicia: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados» (Mt 5,6). La justicia es el principio fundamental de la vida del hombre,
de la Iglesia. Está basado en una respetuosa obediencia del orden de la naturaleza, del
valor de la persona en Cristo. Reconoce la justicia de Dios y la justicia del hombre
según el plan de Dios. Dentro del plan de nuestra vocación y de la de los demás, «la
justicia es reconocer y honrar el plan de Dios en nuestra vida y respetarlo sin pretender
aquello a lo que no tenemos derecho».

b) Simplicidad, sinceridad, honestidad, humildad: la castidad presupone una capacidad


clara y cristalina de entregarse al Creador y decir: «Tú eres el Señor, Tú eres el Creador;
todo lo que yo soy y tengo es tuyo.» Esta es la verdad, la simple verdad. Es simplicidad,
pureza. Es aceptar esta verdad (honradez) y entregarse a ella, sin intentos de retractarse,
de racionalizaciones.

3. Tercer nivel: fe, fidelidad, prudencia

a) Fe: confianza en la persona de Cristo y en sus promesas, confianza en la palabra del


Creador, en su pacto de amor por nosotros. Creer que su amor es profundo nos purifica,
nos hace santos, nos eleva si cooperamos con él. La sencilla oración de Juan Pablo I
expresa esta fe: «Tómame, Señor, como soy, con mis defectos, mis limitaciones, pero
hazme ser como Tú me querrías». Le pedimos que haga de nuestra imperfección, la
imperfección del amor humano físico, un amor redentor y eterno.

b) Fidelidad: la castidad es una fidelidad radical al gran mandamiento: «Ama al Señor


tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con toda tu alma, y al prójimo como a
ti mismo» (Mt 19, 8; 1 Cor 7). La persona se compromete a vivir radicalmente el
mandamiento del amor, sabiendo que se trata de una decisión para un imprevisible e
incontrolable futuro. Lo hace con fe en el poder de la cruz. Es una promesa de fidelidad
al plan de Dios en nuestra naturaleza humana, a su plan sobre nuestra alma. Rahner
afirma: «Lo que hemos recibido como gracia debe ser merecido en fidelidad, del mismo
modo que el impulso sexual se ha de hacer amor; en efecto, sin fidelidad, sin fidelidad
conquistada con gran esfuerzo, aún no hay amor.» Se permanece fiel, porque éste es el
modo característico con el que se realiza en nosotros la llamada a la vida eterna, al amor
de Dios y al testimonio de la cruz de Cristo.

c) Prudencia: esta virtud se basa en el concepto que el valor del hombre alcanza, visto
según el bien moral que éste ha realizado en la vida. La persona verdaderamente
prudente se esforzará en valorar todas las cosas, toda situación, toda relación, todo
movimiento del corazón y del cuerpo, o de la voluntad según el bien moral. Este tema
central del bien moral es la propia realización en Jesucristo, y para nosotros religiosos
es nuestra realización como esposos, personas indivisas en el amor de Cristo, indivisas a
los niveles psíquicos que predisponen a él. ¿Somos prudentes? ¿Vivimos valorando las
consecuencias de nuestras amistades en nosotros, en los demás, en la Iglesia? ¿Somos
responsables de nuestras acciones? Los programas que tratamos de realizar, ¿están al
servicio del verdadero bien de toda persona o sólo son una aparente parte de bien según
nuestras necesidades o las del otro? ¿Sirven de medios de salvación, que Cristo y la
Iglesia piden de nosotros? Después de haber examinado las bases naturales de la
castidad, el centro sobrenatural y el sentido del voto, parece oportuno repasar ahora
algunos problemas que pueden surgir a propósito del modo concreto de vivir el voto.

V
USOS Y ABUSOS DE LA CASTIDAD
Hemos dicho que la virginidad consagrada, o castidad, activa la energía
espiritual y natural del hombre por la «sola cosa necesaria»: la unión con Dios en el
amor por El y por sus criaturas. Si la más alta perfección puede nacer de una integración
jerárquicamente ordenada de los niveles psicológicos de la persona en un «amor loco»,
radical, a otro ser humano, otra perfección suprema, incomparablemente más elevada
porque es de distinto orden, es «el amor loco» sobrenatural, radical, de Dios al hombre
y del hombre a Dios. El amor humano que simboliza el segundo tipo de amor perfecto
entre Dios y su esposa aparece vivamente descrito en el bellísimo Cantar de los
Cantares. Manteniendo esta visión sobrenatural de nuestro ideal de vírgenes
consagrados a Dios, miremos ahora concretamente a nuestros niveles vivenciales y al
modo de vivir nuestro voto en relación con ellos.
Recordando los principios del amor maduro, de la pureza, de la castidad ya
establecidos, podemos notar que los problemas tocantes a la castidad surgen cuando no
se logra integrar la propia sexualidad en la dinámica de toda persona, cuando se cierra
en un nivel, en el narcisismo, en la soledad, en el egoísmo, faltando de esta manera al
verdadero amor a sí mismo, a los demás y a Dios. Lo que hace un acto inmoral o
limitado es la distorsión que él causa, o que de él se deriva, respecto de la globalidad de
la persona, en el plan concreto, humano-sobrenatural, de Dios sobre aquella criatura. El
fin de la castidad, pues, es llevar la naturaleza humana a la perfección del amor: para los
religiosos, al amor radical de Dios. La libertad del corazón es liberarse del egoísmo en
el interior de la persona integrada que busca solamente a Dios.
San Ambrosio habla de las dificultades de la persona, de un modo particular de
la mujer, para vivir una vida de castidad. Subraya particularmente las características y
deseos de la mujer como causa de estas dificultades: deseo de tener el don de un esposo,
de ser «especial»; el deseo de ser necesaria, recobrada; el deseo de fecundidad; la
necesidad de hablar, de conversar, de comunicarse, de tener seguridad y apoyo; el
miedo a la soledad; sentimientos de simpatía, de misericordia, de sensibilidad. Todo
esto tiende a disponernos para relaciones intensas, amplias y profundas. ¿Cómo
pensamos comportarnos con estas y otras necesidades habiendo hecho voto de castidad?
¿Buscamos compensaciones? ¿Somos indulgentes para con nosotros mismos? Tratemos
de entender lo que importa o qué podría importar.

A) PRIMER NIVEL: PSICOFISIOLOGICO

1. Masturbación

A primer nivel, psicofisiológico, puede suscitarse el problema de la


masturbación. Esta autoestimulación genital provoca placer, excitación, satisfacción,
deseo, calor. La gravedad del acto puede variar según el nivel de la naturaleza, y debe
de hecho distinguirse entre un acto aislado de masturbación y un hábito estructural de
masturbación. Esta constituye un problema en cuanto permite a primer nivel de vida
psíquica prevalecer sobre los otros dos, especialmente sobre el tercero; es una búsqueda
de placer para sí mismo; una postura inmadura, egoísta y narcisista en las relaciones de
la vida. Si la masturbación no afecta a la opción fundamental, la vocación, puede no ser
un pecado mortal. Sin embargo, para una persona adulta es siempre un desorden. En
general es una manifestación de necesidades no sexuales, no integradas, subyacentes en
lo sexual. Investigaciones científicas revelan que solamente en el 17 por 100 de las
mujeres y en el 23 por 100 de los hombres sometidos a examen el sexo es por sí mismo
un problema central. La masturbación puede tener lugar por rabia, miedo, tristeza,
frustración o cuando alguna otra necesidad no ha sido satisfecha; por ejemplo, cuando
una necesidad de dependencia no ha encontrado satisfacción, la persona busca con rabia
y miedo satisfacerse a sí misma. En general, las personas que se masturban
regularmente tienen dificultades en las relaciones interpersonales, en la comunicación,
en la confianza con los demás. El problema puede tener su origen en el ambiente, pero,
en general, es un problema intrapsíquico, en el interior de la persona que no ha
empezado aún a ser consciente de otras necesidades psicológicas y a tratarlas. Si se
conocen las propias necesidades y el valor de la propia vocación y, no obstante esto, se
elige directamente satisfacerse a sí mismo mediante este estímulo, la gravedad del acto
aumenta, al ser usada la voluntad, al tercer nivel, para un valor que no es el «bien más
grande». Como dice Hildebrand: «El egoísmo o altruismo de la adhesión a un bien y del
deseo de poseerlo varía en proporción a la profundidad y nobleza de aquel bien»; en
otras palabras: en base al valor y a la gracia dentro de nosotros. Cuando poseemos
realmente el bien superior, la adhesión al bien inferior (físico) parece ridícula y
superada.

2. Interacción física: homo/heterosexual

Pueden suscitarse ulteriores problemas a nivel físico entre hombre y mujer o


entre dos mujeres o entre dos hombres. Se trata de promiscuidad física heterosexual u
homosexual. Como hemos indicado hablando de la «renuncia», un amor radical e
integrado por Dios ante todo, y al prójimo en El dentro de la vida religiosa, cierra la
puerta a cualquier expresión física íntima, como agarrarse de la mano, besarse,
acariciarse, etc. Tal interacción entre hombre-mujer, o mujer-mujer, o entre hombre-
hombre, a nivel íntimo, tiene connotaciones sexuales, independientemente de las
racionalizaciones ofrecidas, o de las situaciones de intimidad en las que uno se
encuentra. Ningún religioso ni ninguna religiosa tienen el derecho de pedir a otro
comprometerse a tales acciones, ya que son objetivamente contrarias a su plan de vida,
el de un amor indiviso y total a Cristo. Razones como «desinhibirse», «aprende a tener
confianza», «tengo necesidad de ti», «necesito relajarme», «gratitud», «simpatía», son
sutilezas, ya que todas estas «necesidades » pueden satisfacerse de otro modo, con otros
medios convenientes y de acuerdo con el plan de vida. La autorrealización no es nuestra
finalidad; lo es en cambio la trascendencia. Estas acciones usan al otro como objeto, no
como persona; niegan, privan al otro del tercer nivel humano y del de la gracia que
habría de obrar en ellos de modo particular. Lo mismo puede decirse de las acciones que
implican el uso de los sentidos, por ejemplo de los ojos; citamos como ejemplo las
«miradas de concupiscencia»; miradas de prolongada intensidad, profundas, seductoras,
penetrantes, agudas. El mensaje inconsciente de deseo sexual es patente si ambos son lo
suficientemente honestos para reconocerlo. También esto se ha de evitar. Cristo miró a
la mujer con amor, no con deseo sexual, y ella recogió con limpieza su mensaje. Dijo a
la mujer: «Vete y no peques más», no le dijo «ven y no peques más». Un buen criterio
concreto de evaluación podría ser: ¿me sentiría cómodo si lo que hago con otro, en
secreto, lo repitiese en la sala de recreo o en el comedor, entre mis hermanos? O por lo
menos, ¿sería eso por sí mismo objetivamente aceptable? El último criterio,
naturalmente, es el grado de amor honesto y trascendente a Dios que yo quiero tener.

3. Culto del cuerpo

Otro modo, típico del primer nivel, y de falta de integración a los tres niveles, es
dejarse llevar por la adoración del propio cuerpo. Esto puede revestir dos aspectos; hay
quienes adoran el cuerpo cuidándolo «a muerte». Practican la gimnasia hasta el
agotamiento; toman pastillas hasta transformarse en farmacias ambulantes; viven sobre
la balanza por miedo de engordar medio kilo; visten poniendo particularmente de
relieve la belleza física o la juventud; se tiñen los cabellos para cambiar lo que Dios está
desarrollando en ellas y para impresionar y atraer; duermen excesivamente para evitar
las ojeras. Todo esto puede ser egoísmo del cuerpo. Este cuerpo, ¿ha sido entregado a
Jesús para su voluntad? Puede también comprobarse el otro extremo; una persona —
religioso o religiosa— no puede dejar de cuidarse por completo de su cuerpo; come
hasta destruir su femineidad o masculinidad; se viste como «la mujer dedicada a los más
humildes servicios»; o rechaza a toda costa tomar una aspirina o una pastilla para el
resfriado; tiene miedo de mirarse al espejo. ¿Es esto cuidar el propio cuerpo para
ofrecerlo al Señor? ¿Es ésta la alabanza al Creador por el don de la sexualidad
integrada?

4. Lectura de novelas, filmes, televisión

El último modo que podemos tomar en consideración es la posibilidad de


disminuir el amor propio aislándolo a nivel fisiológico, y encontrando placer en la
lectura de novelas de contenido sexual, de revistas, en la contemplación de películas o
de espectáculos televisivos. No se pretende decir que se hayan de dejar a un lado por
afectado pudor, que es la distorsión de la castidad. Lo que se quiere poner en claro es la
necesidad de una «dieta» de novelas, con todos sus detalles y descripciones gráficas y
presentaciones excitantes; el peligro es el de vivir una vida de placer sexual de modo
supletorio, dejando el uso de la sexualidad a los demás, pero tratando de participar en
sus efectos. Me pregunto si no podemos considerar desde este punto de vista la mayor
parte de las telenovelas. ¿Nos relajan verdaderamente, nos hacen crecer, nos ayudan a
apreciar libremente el don de la sexualidad? Si esto es verdad, ¿cómo nos sentimos
empujados a no perder nunca «nuestro programa»? Quizás podemos sospechar la
presencia de un placer egoísta... ¿Acudimos a la capilla con el mismo entusiasmo?

B) SEGUNDO NIVEL: PSICOSOCIAL (INTERACCIÓN AFECTIVA ENTRE


AMIGOS O MIEMBROS DE UNA MISMA COMUNIDAD)

El segundo nivel puede disponernos a concretar nuestro amor a Dios


expresándolo por medio de la colaboración con los hermanos o las hermanas de la
comunidad, o con otros, comprometidos en las mismas actividades apostólicas, en el
compartir planes, como también afectos y colaboración auténticos. Wojtyla hace notar
en su libro que mientras el afecto es necesario para las relaciones, la parte afectiva no
debe convertirse en la regla fundamental de nuestra vida, no debe degenerar en lo
sensual, sino integrarse en un plan de amor, amor de la totalidad de persona, en el
Señor.
1. Amistad: criterios de valoración

Esto nos introduce en el tema de la amistad; un tipo particular de relación


afectiva psicosocial, que no sólo es admisible, sino también aconsejable como medio
sincero para concretar el amor de Dios en nosotros y para la autotrascendencia.
La verdadera amistad ofrece ocasiones de trascendencia; en el reconocimiento
de los límites recíprocos se nos pide amar, a pesar de su existencia, sobre todo cuando,
por causa de ellos mismos, no hay satisfacción.
La castidad puede sostenerse por la afectividad si se utiliza como sostén de
valores, los valores de la persona en su plan de vida espiritual. Esto significa que, si uno
es proclive a la sensualidad, tendrá que convertir la sensualidad y la afectividad en amor
por medio de la continencia, la virtud, la reflexión. ¿Qué es la afectividad? Es el deseo
de la presencia de otro ser humano; no sólo necesariamente de la presencia física, si
bien puede reducirse a esto sólo. Pero, así como puede haber un egoísmo de los sentidos
(al primer nivel acabamos de describir la subjetivación de los valores en el placer, en las
sensaciones físicas, en la sensualidad), así puede darse un egoísmo de los sentimientos,
de la afectividad. No se trata de sensaciones físicas, sino más bien psicológicas, de
sentimientos psíquicos. En este caso se puede utilizar a los demás para satisfacer no
nuestras propias necesidades físicas (aunque podemos quedarnos en esto), sino las
necesidades afectivas, por ejemplo, exigencias de afecto, de apoyo, de comprensión, de
interés. Esta actitud egoísta puede ponerse de relieve por un exceso de atención sobre sí
mismo: «Nadie me quiere», «nadie se preocupa de mí», «no has venido a buscarme»,
«no me dices adonde vas», «no me envías una postal». Así se comienza a dar amor,
atención e interés para estar seguros de que, en tiempo de dificultades, nos serán
intercambiados. Te escribo una carta, tú me contestarás; si no, no me interesa, no me
«sirves». ¡Esto no se dice nunca! ¡Pero se hace! «Te doy un regalo, y espero otro, si
no... ¡Tú no pienses en mí, como yo tampoco!» ¿Buscamos en los demás el placer
afectivo? ¿Quedamos en nuestros pequeños grupos porque nos sentimos a gusto, en
otras palabras, tenemos miedo de probar inseguridad e incertidumbre, miedo de amar
verdaderamente, concretamente? Si es así, estamos utilizando nuestro grupo de amigos
para nosotros mismos. Esto puede ser altruismo aparente. Aprecio los placeres de los
demás solamente porque esto me valoriza. Todo lo sopeso a través de mis necesidades
afectivas, ¡tomo lo que me conviene y olvido la persona! Así, por ejemplo, estaré
contento sólo cuando el otro se interesa por lo que a mí me atrae, o emprende un plan
semejante al mío. No se quiere decir que no hemos de estar contentos con esto. Un
«bien realmente sincero» da alegría profunda cuando se lo ve buscado también por
otros. Si sé que el interés por temas espirituales es bueno, soy feliz cuando otro
comienza a leer más libros de espiritualidad. Pero la alegría no está en el hecho de que
los lea para ser como yo, sino que los lea para crecer en Jesús, del que yo acaso he dado
testimonio por medio de su gracia. El amor, el verdadero amor o amistad, no tendrían
que ser egoísmo recíproco, fusión de placeres; ambos tomamos lo que podemos uno de
otro para nuestras necesidades afectivas y buscamos alimento en la «comunidad» por el
mismo motivo. El apoyo emotivo es necesario, e incluso una cierta satisfacción de
necesidades afectivas es necesaria y útil para un crecimiento espiritual. Pero el
interrogante es: ¿qué necesidades, qué apoyo y qué valores? El apoyo afectivo a
necesidades como la ayuda a los demás o el dominio (mandar, controlar) ajando se pone
al servicio de valores como el reino, la caridad, puede ser un bien para el religioso, un
don para la vida comunitaria. Del otro lado, el apoyo afectivo a necesidades como la
dependencia o la agresividad, o a valores como el poder o la posesión, no ayuda al
religioso a ser el humilde «siervo del Señor», que se ha comprometido a ser. El voto de
castidad excluye un afecto sensible que podría llevar al matrimonio. Todo otro afecto
sensible, con tal de no ser equívoco, ha de considerarse abierta y honestamente en todas
las implicaciones posibles profundas de la motivación subyacente.
La afectividad, como la sensualidad o la sensibilidad, aunque esté bastante
desarrollada, puede conducir a una entrega más profunda y más viva al amor de Jesús, o
puede encerrar a una persona más aún en sí misma. Puede ser un medio o convertirse en
fin de sí misma. Por otra parte, así como la insensibilidad al sexo no equivale a la
castidad, y no robustece siquiera un ambiente favorable para el desarrollo de esta virtud,
así ocurre con la falta de afectividad. Una persona fría, insensible, solitaria, encontrará
dificultad en colaborar con vitalidad y alegría en la construcción del Reino de Dios.
Tenemos necesidad de amistades afectuosas, cálidas, delicadas y profundas. Pero
tenemos necesidad de integrarlas y ordenarlas jerárquicamente a los niveles de nuestro
ser. Y «sin continencia, las energías naturales de la sensualidad y las de la afectividad,
atraídas a su órbita, se convertirán en 'material' para el egoísmo de los sentidos y
eventualmente para el de los sentimientos». Esto quiere decir que, sin autocontrol, la
libertad en el amor es imposible.
En este sentido, puede servir de ayuda catalogar un cierto criterio de evaluación
de la amistad: amistad mujer-mujer, hombre-hombre, hombre-mujer.
1) Amor de la soledad, y deseo de permanecer en la soledad (ausencia de miedo de estar
solos).
2) Amor al propio plan de vida, libremente elegido por Jesús.
3) Deseo del bien de la otra persona; estar dispuesto a abandonarla, si es necesario.
4) Profundo sentido de honestidad para no engañar o dejar que la relación degenere.
5) Libertad interior, poner el propio corazón allí donde tendría que estar, haciendo
aquello con lo que uno se ha comprometido.
6) Mayor empeño y amor a la oración, a la intimidad con Cristo.
7) Relación aceptada, no buscada con ansiosa impaciencia; no considerada
indispensable para la propia madurez afectiva.
8) Libremente elegida y continuada, no manipulada, atormentada, construida por medio
de la seducción.
9) Incluye calor afectivo, pero evita el comportamiento característico de dos personas
ennoviadas o desposadas (carnal, sensual, corpóreo, táctil).
10) Vivida en pobreza.
11) Ausencia de intimidad y de sentimentalismo de tipo afectivo expresado en largas
visitas, citas, correspondencia inútil, conversaciones interminables, costosos regalos
personales.
12) Respeto por la intimidad del otro; no hay necesidad de compartir los propios
secretos, por ejemplo conocer las necesidades psicológicas del otro y el «centro»
profundo de su personalidad; se puede aceptar si el otro desea compartir y si la cosa es
útil.
13) Evita la pasión, el amor romántico camuflado de espiritualidad.
14) Amistad no excluyente, no impide la propia misión y la disponibilidad a los otros
por el Reino; en realidad, las promueve.
15) Amistad cuidadosamente elegida, no tomada por casualidad, valorada; se ven sus
límites y los lados positivos.
16) Amistad sometida a prueba; con buena voluntad permanece fiel en los momentos de
alegría y en los de dificultades; no nace solamente de la prosperidad, sino también de las
pruebas.
17) Aceptación: compasión en percatarse de los límites recíprocos, de que se sufre, pero
que son corregidos para favorecer el crecimiento personal.
18) Perfecta complementariedad y acuerdo; no significa necesariamente querer y pensar
lo mismo, sino comprender y respetar, prever las necesidades de los demás, olvidándose
de sí mismo.
19) Confianza; ofrenda a la presencia de Dios en él o ella; ser optimista en lo tocante al
amigo que crece en el bien, pero también realista ante sus esfuerzos por poner en
práctica ese bien.
20) Franqueza; la verdad es un absoluto más grande que la misma amistad. El amigo
digno de este nombre sacrificará el propio placer por el bien espiritual de su amigo.
21) Moderación entre intromisión y desprendimiento. Dios me pide santificar el mundo
entremetiéndome en toda situación, aun con los amigos, pero al propio tiempo con
disciplina y desprendimiento

La amistad, pues, como resume San Agustín, es una unión entre personas que
aman a Dios con todo el corazón, se aman mutuamente y están unidas por toda la
eternidad, la una a la otra, y a Cristo mismo. La amistad es un trampolín de lanzamiento
hacia la perfección, que es esencialmente amor de Dios y del prójimo, de tal modo que
el hombre, por la amistad con otro hombre, pueda penetrar más plena y totalmente en la
amistad con Dios.

2. Jugar con los sentimientos de otro

Hay quienes, a sabiendas, juegan con los afectos y sentimientos de los demás;
crean en ellos la ilusión de que se interesan por ellos, con gran solicitud personal y
afecto, sin tener en realidad ninguna intención de continuar la relación, manteniéndola
en un estado de ambigüedad, haciendo cumplimientos en señal de afecto, pero retirando
el propio interés en breve tiempo, una vez que están seguros de poder conseguir el
afecto del otro. La otra cara de la medalla está representada por aquellos que juegan con
las emociones de los demás, haciéndoles sentirse culpables, o relegados, o inútiles,
mediante observaciones abiertamente agresivas o severas. Los hay también que están en
el medio; son tus amigos mientras les interesa para su estima; por ejemplo, le dicen a
alguno que está interesado en un cierto tema, como puede ser la música: «Oh, estamos
orgullosos de tal hermana, que es nuestra especialista.» Sin embargo, serán los primeros
en criticarla ante los demás, o pedir que la cambien. Se trata de personas afectivamente
secas, indiferentes a los problemas de los demás, con dificultades en las relaciones
interpersonales, impelidas por la voluntad de dominar, por el deseo de compensar las
renuncias de la castidad, sentidas como frustrantes, por medio de la volubilidad,
dominación e independencia. En su interior hay un vacío de personalidad. Todos éstos
no son modos de amar castamente, sino egoísticamente; son grandiosas caricaturas no
sólo del corazón de Cristo, sino también del ser humano maduro.

C) TERCER NIVEL: ESPIRITUAL-RACIONAL

El amor casto puede retroceder a uno o a los otros dos niveles ya examinados. También
en el mismo plano espiritual-racional son posibles algunos abusos.

1. Aislamiento egoísta o servicio

Si el amor y la castidad implican un compromiso por el Reino, el resultado


natural de este amor debe ser una actitud de servicio; el deseo de ser para los demás
como Jesús, que lavó los pies a los discípulos. Muchas veces, sin embargo, se insinúa
nuestro egoísmo; los ideales altruistas y de autotrascendencia quedan confinados en la
pequeña caja del «yo», del «mío», «mi»; mis planes, mis ideas, mi creatividad ocupan el
primer lugar, los demás pueden hacer lo que quieran. ¿Es éste el amor de Cristo
misericordioso venido para sanar, consolar, servir? ¿Es éste el sentido de su
Encarnación?

2. Desapego idealizado, intelectualizado

Puede haber también quienes vivan en un mundo de ideas, incapaces de «sentir».


Han hecho de su preciosa masculinidad o femineidad un fragmento de museo
cristalizado, o una hierba amarga. Siempre racionales, distantes, críticos, solos, tienen la
pretensión de tener permanente control de sí mismos y no querrían nunca «rebajarse» a
amar a nadie, sino sólo a sí mismos. Sin embargo, ¡qué rápidamente pueden «echarse
por la ventana» estas «evaluaciones intelectuales» cuando una persona del otro sexo se
presenta a completar su narcisismo! ¿Es éste el amor espontáneo, universal, herido del
corazón de Jesús, nuestro esposo?

3. Implicación y servicio por ventajas psicológicas subyacentes: «caridad», soberbia

En fin, aun los valores e ideales declarados de amor, de vida comunitaria, de


vida espiritual, pueden usarse con fines egoístas. Hemos de tener un director espiritual
porque no acertamos a ir de acuerdo con las demás hermanas y con los hermanos (deseo
de fuga). Hemos de tener un amigo porque los demás son ingenuos, no entienden, no
están a la altura de nuestros pensamientos (necesidad de recibir un sostén afectivo).
Podemos incluso utilizar el amor y el modo con que se manifiesta a través del servicio,
la cordialidad, para sostener nuestro orgullo; «¡qué hábil soy, no como los demás!»
¡Cuánta es nuestra sutileza! Cristo, aunque llamó a los fariseos «sepulcros
blanqueados», no puso nunca su persona como termine de comparación para la
perfección: «Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre, que está en los cielos», dijo.
Numerosísimos son los abusos de la castidad que podríamos enumerar aquí.
Pero nos hemos de limitar a elegir uno o dos temas más sobresalientes respecto de
nuestra incapacidad para vivir un amor casto, y reflexionar sobre ellos.

VI
MEDIOS PARA CRECER
EN EL AMOR CASTO, VIRGINAL
¿Qué instrumentos podemos utilizar para incrementar este tesoro del amor casto,
virginal? El amor es un don, pero es también una conquista. Es fruto del trabajo de la
persona a la luz de su naturaleza y de su voluntad; es vivificado por la gracia y por la
labor del Espíritu en nosotros. ¿Qué podemos hacer por parte nuestra para estar
disponibles a la gracia? La mayor parte de los medios que desarrollaremos para la
renovación de nuestro voto de castidad son también aplicables al perfeccionamiento en
general dentro de la vida religiosa. Podemos, asimismo, hacer aplicaciones particulares
de estos instrumentos a nuestro amor religioso, a nuestra castidad.
A) ASCESIS-DISCIPLINA

Está suficientemente claro, en base a lo que se ha dicho anteriormente, que para


alcanzar un amor verdadero, casto, consagrado, es indispensable un empeño por vencer
todas las formas de subjetivismo de los valores, todas nuestras tendencias egoístas. Esto
implica la necesidad de robustecer la voluntad, de integrar los niveles de la vida
psíquica al servicio de la voluntad del amor. Para objetivar de nuevo el valor con el fin
de mirar el amor y la castidad con los ojos de Cristo, del modo como Cristo opera en
nosotros, es indispensable abrir la propia vida interior y buscar la verdad, para colocarse
en la línea de lo que Cristo busca en nosotros y de nuestra respuesta a El. Wojtyla nos
indica manifiestamente la necesidad de una cierta frustración y de renunciar a un valor
para conseguir otro más alto. Esto significa, como se ha dicho anteriormente, que toda
elección por el predominio, no exclusivo, de un nivel requiere la renuncia en otro plano.
Aquel que quiere tener todo el amor queda de tal modo frustrado en su busca, que no
puede decidir nunca libremente, ni darse a sí mismo totalmente a ningún amor. La
autorrealización es un callejón sin salida. Sólo la autotrascendencia puede conducirnos a
descubrir a «Aquel que nuestro corazón busca» en todas las situaciones. Pablo VI
hablaba de la necesidad de ascesis para la madurez de la personalidad. «Los jóvenes
(aspirantes al sacerdocio) habrán de convencerse de que no podrán recorrer su difícil
camino sin una ascesis particular, superior a la que se pide a los demás fieles... Una
ascesis seria, pero no agobiante, que suponga un meditado y asiduo ejercicio de aquellas
virtudes que hacen de un hombre un sacerdote: negación de sí mismo en supremo grado
—condición esencial para seguir a Cristo (Mt 16,24; Jn 12,25)—, humildad y
obediencia... prudencia y justicia, fortaleza y templanza... sentido de responsabilidad, de
fidelidad... desapego y espíritu de pobreza... servicio». Rahner hace una afirmación
semejante definiendo con precisión esta renuncia en el celibato: «El que hace de su
celibato un acto de amor, se olvida de sí mismo; y esto es posible por la gracia
liberadora de Dios... posee la felicidad y encuentra aquel gozo perfecto que sólo tiene el
que sabe llorar serenamente» (p. 14). «Sin fe, sin la aceptación de la incomprensible
locura de la cruz, sin la esperanza contra toda esperanza, sin la ciega obediencia de
Abrahán, y sin la oración, no se avanza» (en el celibato). Para aquellos que buscan
nuevas experiencias es bueno recordarles que «también la responsabilidad, el misterio,
la aceptación del sufrimiento son una experiencia» a. Renunciando a una gran ayuda
humana profunda, por el amor divino, nosotros ponemos de manera más firme y directa
nuestra confianza en su gracia. No hay experiencia más grande que la de estar llenos de
gracia. La renuncia proveniente de nuestra libre elección puede ser libremente aceptada
por Dios y servir de beneficio en el crecimiento del amor solamente si El es el que
colma el vacío que ha quedado abierto, solamente si nosotros impedimos que se
insinúen otras compensaciones. «¡Qué fácil es —dice Hildebrand— para el hombre que
ha renunciado a la felicidad deliciosa y liberadora de la más elevada 'vida en común',
terrena, caer en la mezquindad y en el apego a futilidades... revolverse interiormente en
la amargura, encerrarse dentro de sí!» «¡Cuántas veces buscamos, en la rutina cotidiana,
por medio de distracciones o dejándoos llevar por la corriente de experiencias
superficiales, sacudirnos de encima la cruz que Dios nos ha impuesto!». La parábola del
gran banquete (Le 14,16-21) nos recuerda que cuanto más libre está el corazón de
ataduras egoístas y materiales, más se puede uno ocupar, con un corazón indiviso, de las
cosas de Dios. La muerte, pues, es necesaria, la renuncia, la determinación son
indispensables para la integración, para el holocausto de un amor ordenado que busca
«una sola cosa».
B) ORACION-MEDITACION DEL EVANGELIO

Después de la renuncia, viene la necesidad de seguir el consejo de San Pablo:


«Velad, manteneos firmes en la fe, sed hombres, sed fuertes» (1 Cor 16,13); todo esto
por medio de la oración. Maritain afirma que el mejor modo de progresar en la virtud es
la contemplación: «el amor loco», radical de Dios expresado en la típica contemplación
de la vida claustral o en la contemplación escondida de la vida activa. Esto -supone una
vida basada en el Evangelio. Rahner, hablando de los medios y causas que conducen al
celibato, dice: «Ante todo se cree en el Evangelio, y se vive creyendo con valentía
incontenible que el Evangelio sabe sin lugar a duda lo que es importante». Es menester
meditar el Evangelio para conocerlo, y entregarse a sí mismo al Evangelio, para
aprender a vivir el amor como hizo El. Por eso Pablo VI pide a los sacerdotes que usen
los medios sobrenaturales: «Nueva fuerza y nuevo gozo aportará al sacerdote de Cristo
el profundizar cada día en la meditación y en la oración los motivos de su donación y la
convicción de haber escogido la mejor parte. Implorará con humildad y perseverancia la
gracia de la fidelidad, que nunca se niega a quien la pide con corazón sincero»?. No hay
manera mejor que la devoción a la Eucaristía para hacer rebosar nuestro cáliz de su
amor.

C) SOLEDAD-DESIERTO

Las experiencias de grupo son necesarias, son también expresión de castidad y


medios para profundizarla. Sin embargo, el desierto o la soledad son antes que nada
indispensables para encontrarse a sí mismo, para integrar los aspectos y niveles
problemáticos del yo, y para tener una identidad personal en Cristo, que puede ofrecerse
como don a los demás.
Las experiencias de desierto dejan a la persona en contacto y la ponen en
confrontación con las necesidades, valores, actitudes fundamentales, y le dan tiempo
para lograr una integración personal y estable. Tenemos necesidad de silencio, de
soledad, para estar con nuestro Esposo, para encontrar ya sea la herida, o los miedos, las
incertidumbres y las penas, ya sea la alegría, la paz, el deseo y la gratitud, para ofrecer
nuestras vasijas llenas de aceite y no cualquier vacío sucedáneo.

D) VIDA COMUNITARIA

La Perfectae caritatis (n. 12) nos recuerda que «la castidad se guarda más
seguramente cuando entre los hermanos reina verdadera caridad fraterna en la vida
común». La comunidad puede ofrecer a cada religioso una participación desinteresada
en sus proyectos, atención a su persona, sentido de pertenencia, de seguridad, de
dignidad, de solidaridad en un plan de amor común a todos. Como dice Stanley, jesuita:
«Estas propuestas sinceras de fraterna participación no brotan ciertamente de una fuente
natural, sino que tienen su origen en el amor que Dios nos ha manifestado en Jesucristo,
nuestro Señor» (Rom 8,39).
Si hay debilidades en el voto de castidad, en las amistades de nuestras hermanas
y hermanos, ¿no podría ser útil examinar nuestra vida de comunidad? ¿Hemos apoyado,
amado, animado a los demás, o los hemos criticado, dejado a un lado o puesto en
competición con ellos? La participación comunitaria, el interés por la vida de los demás
por puro amor es el mejor antídoto contra el culto de sí mismo. La vida comunitaria
constituye un terreno fértil para la renuncia, pero no debería solamente representar esto.
Tenemos necesidad del sostén de los valores positivos y de las necesidades neutrales, de
las necesidades que estén vocacionalmente en consonancia. Solos estamos incompletos.
¡Nadie es una isla! Tenemos necesidad del amor de Dios en nuestras hermanas, o en
nuestros hermanos, como ejemplo, como unción, como paz, como estímulo.

E) EXAMEN DE CONCIENCIA

Es útil una honesta evaluación de nuestras tendencias egoístas, de nuestras


necesidades discordantes con el amor. ¿Podemos encontrar la necesidad e integrarla con
el valor?

Castidad; criterios de evaluación

¿Nuestro amor es virtud? He aquí algunas preguntas que nos podemos hacer, algunos
criterios que podemos seguir.

1. Afirmación del valor de la persona

Mi amor, mi colaboración con los demás, ¿respeta todos los tres niveles de la
persona? ¿Es principalmente emotivo en el sentido de satisfacer mis deseos de afecto,
de poder, de exhibicionismo? ¿Uso al otro? ¿Tengo presentes la vida espiritual y los
valores de la persona, la perfección de su alma y no simplemente la satisfacción de mis
necesidades físicas y sociales y las suyas? ¿Soy capaz de anteponer sus necesidades a
las mías, sus valores a los míos? ¿Soy capaz de amar aun cuando no resulten
favorecidas mis necesidades, mientras mis valores resultan favorecidos por el otro? La
virtud la forman la voluntad y la emoción. El impulso va hacia los valores más que a las
necesidades.
Mi amor, ¿respeta constantemente el ideal de vida del otro, sus medios para
alcanzar esa meta, y le sostiene en él? Si el fin que ha elegido lo está destruyendo, por
ejemplo, si las necesidades se van satisfaciendo indiscriminadamente y los valores en
cambio se descartan, ¿tengo la valentía de manifestar mí parecer y discutir con él las
cosas? ¿Soy capaz de correr el riesgo de disgustar al otro por una postura mía objetiva,
de principio?

2. Participación recíproca de personas

La esencia del amor alcanza su máxima profundidad en el libre, mutuo, don de sí


mismo. El hombre puede renunciar libremente a su derecho de ser independiente e
inalienable dueño de sí sólo por un bien superior (por Dios en la vida religiosa).
¿Intento imponer mi «amor» a otro con exigencias posesivas como «¿Dónde has
estado?», «¿A quién prefieres?», «¿Por qué no me lo has dicho?». ¿Intento imponerme a
los demás, diciéndoles cómo se me ha de amar, cuándo y cuánto? Utilizo trampas para
«inducirlos» a amarme, haciéndoles sentirse culpables, haciéndome yo la víctima,
haciéndoles regalos? ¿Les pregunto si aman más o me comprometo con ellos para ver si
han crecido en el amor de Dios y de los demás? ¿Los invito o los manipulo?
¿Nos queremos recíprocamente por Dios, con sentimiento, calor, ternura, pero
también con objetividad y razón? Nuestro amor, ¿es un don recíproco y un mutuo
compartir de dos personas, y no simplemente de dos cuerpos, la presencia de dos almas,
no simplemente de dos personas? Mi vinculación con el otro se coloca en el plano
sensitivo o afectivo, especialmente por placer o necesidades sociales? (Esto es
egoísmo.)
¿Sé aceptar, así como sé dar, creando siempre un clima interior de respeto por la
persona, por el alma que busca?

3. Elección y responsabilidad

El amor se forja en la libertad y en la responsabilidad, y presupone la capacidad


de introspección y de discernimiento personales. Ambos deberán asumir la propia
responsabilidad en la relación de amor y tendrán que sentirse responsables del bien del
otro. ¿Sé tomar decisiones por mi cuenta, independientemente del otro, en armonía con
los valores a los que he sido llamado por Dios?
Si me equivoco, ¿sé ser honesto admitiendo mi error y pedir perdón usando
todos los medios posibles para tender a valores más profundos? El otro sabrá respetar
mis preferencias aun cuando él no consiga directamente ventaja alguna; ¿sabré yo
respetar las suyas? Si nuestra forma de amistad o de amor no es compatible con la vida
religiosa (o con nuestra elección vocacional), ¿qué elegiría? ¿Llevar una doble vida?
¿Renunciar a mis valores más elevados? ¿Renunciar a la amistad, pero haciéndola
recaer en otro? ¿Culpo siempre al otro de las dificultades en las relaciones? (Esto es
falta de responsabilidad madura.) ¿Qué espero de este amor?

4. Empeño de la libertad

La libertad es una prerrogativa de la voluntad; la voluntad tiende al bien. Es, por


tanto, la misma naturaleza de la voluntad la que busca y elige el bien que le
corresponde. Conforme a esto, podemos preguntarnos en qué medida estamos libres
para abrirnos a nosotros mismos, ¿o estamos más bien siempre en actitud de defensa
respecto a la parte de bien que hemos elegido (físico, social)? ¿Somos constantes en la
búsqueda del bien absoluto, del bien infinito, el bien del alma sobre todas las cosas?
¿Empleamos nuestro tiempo en buscar y satisfacer preferentemente las necesidades
espirituales de nuestros amigos? ¿Nos sentimos con frecuencia o en general resentidos
por el hecho de que el tiempo no nos pertenece, que se nos pide hacer cosas que no nos
gustan? ¿Nos sentimos «libres» sólo cuando hacemos lo que nos place y a esto
orientamos nuestra vida? (Esto es egoísmo.) Si hemos avanzado en años, ¿pensamos
tener más derecho a bienes materiales, derecho a tener más tiempo para nosotros
mismos, mayor consideración, beneficios, amor y atención? ¿Somos bastante libres por
dentro para regular nuestro tiempo y nuestras energías al servicio de los demás de
manera radical y continua por Cristo? ¿Somos capaces de desapegarnos de aquellos
enredos que destruyen el principio organizador de nuestra vida, la amorosa relación con
Cristo? ¿Fluctuamos en la capacidad de relación: amables, felices y afectuosos un día,
agresivos, opresores y alejados el otro? Cuando vemos claramente el «bien» superior o
valor de Cristo, ¿somos capaces de seguirlo, aun cuando esto signifique perder el
«amor» y la estima del otro?
(Texto adaptado de K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad,
1979. Para otros signos de libertad y madurez afectiva necesarias,
L. M. RULLA, Psicología profunda y vocación. Las
personas, Madrid, Sociedad de Educación Atenas, 1983.)
F) SERVICIO

Servir a los hermanos es un auténtico modo de renovar, defender y robustecer el


propio amor; el servicio es una manera de hacer fructuosa la experiencia de la soledad,
de intentar traducir en realidad sus frutos. Podemos vivir fácilmente en un amor
«imaginario» de Cristo en soledad, hasta que toca el timbre de la puerta o la hermana
llama desde la cocina... y nuestros «ideales» se diluyen... «¿por qué otra vez yo?»
El amor desconoce límites, llega hasta morir en la cruz. El servicio es el amor en
acción. ¿Podemos no sólo esperar que se nos confíe un encargo, sino vibrar de tal modo
en el amor, que salgamos al encuentro de aquellas situaciones en las que Cristo puede
nuevamente servir y amar en mí, repetir el lavatorio de los pies?
De este modo hemos llegado al fin, pero apenas hemos comenzado. Vivir el voto
de castidad es algo serio, profundo y excitante. Ahora podemos emprender un camino
nuevo para amar castamente como ama Cristo, para entregar cuerpo, necesidades
sociales y espirituales de intimidad, a El, a su corazón, para entrar en su amor al que
podemos entregarnos, y humildemente llevar este precioso diamante dentro de nosotros,
de modo que El pueda reflejarse en cada faceta de nuestro cotidiano don virginal a
aquellos que El nos ha dado, en un servicio de amor maduro, en pureza y castidad.

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