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TERCERA PARTE
OBEDIENCIA
«Hágase tu voluntad...»
I. Introducción
A) Nivel psicofisiológico
B) Nivel psicosocial
C) Nivel espiritual-racional
A) Obediencia cristiana
B) El consejo de obediencia
1. Cristológico
2. Eclesiológico
3. Escatológico: signo de eternidad
4. Ascético
a) Fe; b) Esperanza; c) Caridad; d) Misericordia; e) Humildad-docilidad; f) Justicia; g)
Paciencia
A) Corresponsabilidad
B) Personas para el Reino de Dios
C) Constancia y estabilidad en el discernimiento objetivo
D) Capacidad de escucha
E) Abertura al diálogo
F) Valorar al individuo
G) Complementariedad: apreciar el bien común
H) Interiorización de los valores evangélicos
I) Personalidad psicológicamente madura
A) Primer nivel
1. «Vida cómoda»
2. Esfuerzos excesivos
B) Segundo nivel
1. Complacencia
2. Identificación no interiorizadora
3. Dependencia
4. Desconfianza
5. Dominación
6. Falta de honradez en el diálogo
7. Evitar el peligro
8. Individualismo
C) Tercer nivel
1. Autojustificaciones
2. Narcisismo-Amor propio (orgullo)
3. Ausencia de fe
4. Rechazo:
a) De los fines del Instituto; b) De los compromisos adquiridos en la vida religiosa; c)
De la razón de ser de la ley
5. Racionalizaciones
6. Celos
A) Robustecer la voluntad
1. Renuncia
2. Servicio generoso
C) Ejercitarse en la escucha
1. En su estructura jerárquica
2. En los ministerios comunes locales
F) Tener presentes las necesidades del individuo en su totalidad
1. El bienestar espiritual
2. La humanidad de todos
VIII. Conclusión
I
INTRODUCCIÓN
Tomad, Señor,
y recibid toda mi libertad,
mi memoria,
mi entendimiento
y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis;
a vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro;
disponed a toda vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que esto me basta.
SAN IGNACIO
A) NIVEL PSICOFISIOLÓGICO
B) NIVEL PSICOSOCIAL
C) NIVEL ESPIRITUAL-RACIONAL
¿Qué lleva consigo este nivel? Nuestro ser está dotado de capacidad y tendencia a
trascender los límites de los hechos inmediatos y los procesos materiales (reacciones
químicas, presencia y ausencia social, etc.). Prescindiendo de estas experiencias
inmediatas, al primero y segundo nivel solamente, la persona está en disposición de
formular evaluaciones sobre la vida y el ser en cuanto tales. Por medio de la razón y de
la inteligencia se puede llegar a comprender y experimentar la obligación moral, a
juzgar las situaciones como buenas o malas racionalmente, no exclusivamente en base a
una evaluación emotiva, o con referencia al hic et nunc, a la gratificación o satisfacción
personal; se puede llegar incluso a trascender los límites de la propia situación
inmediata por principios más allá de sí mismo, por razones de «bueno, bello y
verdadero», etc., válidas por sí mismas. Este nivel nos permite ir más allá de ciertos
estímulos, más allá del procesó de vida «que se encierra materialmente ahí», y
determinado en sí mismo.
¿Cómo se ve «la obediencia» a este nivel? Nos permite obedecer de manera
verdaderamente humana, en cuanto que somos no solamente «sensaciones», emotividad
y «reacciones», como al primer nivel, ni que simplemente «coexistimos» con los demás
como en el segundo, sino que sabemos comprender y juzgar situaciones significativas,
relativas a nuestro bien y al de los demás, aquí y ahora y aún más allá del aquí y ahora,
o podemos prescindir de los beneficios materiales que se reportan de lo inmediato, y
«estar» por el bien, por la verdad, más allá de sí mismo. En este sentido, objeto de
nuestra obediencia no es simplemente la obediencia a las leyes de la naturaleza física
presentes en la persona, ni la obediencia al «bien común», la realización de sí
juntamente con los demás, sino la obediencia a la verdad, a los principios por sí mismos,
como característica humana más elevada. Se favorece un tipo de obediencia que
conlleva la conciencia: juicio, decisión y acción de acuerdo con normas objetivas o
principios trascendentes. Un ejemplo nos puede ayudar a aclarar esto; mientras el
primer nivel nos puede indicar solamente que tenemos sed y orientarnos a tomar un
vaso de vino o cualquier bebida a mano, actuando al tercer nivel somos capaces de
elegir de acuerdo con criterios externos relacionados con nuestro bienestar; puedo
«reaccionar» ciegamente (nivel uno) o en cambio verificar la calidad del vino para ver si
es bueno, si me va bien a mí. ¿Tengo que beber en todo caso sólo porque tengo sed?
¿Tengo que esperar a un amigo o la comida para compartir con otros y para darles
gusto? De este modo se llega a obedecer a toda nuestra persona, al «yo» que trasciende
cualquier parte de sí mismo (trascendencia parcial), y se puede también obedecer a la
«verdad», esto es, trascenderse totalmente por un bien objetivo, mayor, obedeciendo a
un «objeto» más allá de nosotros mismos por razones que nos superan. Esto permite un
tipo de obediencia a situaciones o experiencias que pueden «hacer mal» por la renuncia
que implican al primero y segundo nivel, pero que adquieren sentido a un nivel lógico
de verdad y bien último. Es posible una obediencia más madura, más profundamente
«humana», porque se es más libre. «Se obedece», pues, no sólo de un modo reactivo y
utilitarista, en base a las necesidades humanas propias y de los demás, sino también por
los principios mismos. Aún más, la elección de «no obedecer» a un nivel puede ser
«obediencia» a otro nivel más alto; por ejemplo, por más cansado que esté uno, puede
ocupar el tiempo en ayudar a un amigo antes de irse a dormir; viceversa, aunque un
amigo tenga necesidad, puede emplearse ese tiempo en preparar cualquier cosa para el
bien común de todos; si se pide «obedecer», -y esto va contra los principios de verdad o
justicia o de un bien mayor (por ejemplo, en países totalitarios), y se elige no obedecer,
ésta no es «desobediencia», sino obediencia a un nivel más elevado. Este es un asunto
delicado, y lo trataremos de nuevo más adelante, en el capítulo «Usos y abusos».
A veces esta obediencia requerirá sufrimiento, renuncia a gratificaciones u
«obediencia» en otros planos. Este nivel, sin embargo, nos libera en gran modo para ser
lo que verdaderamente somos: humanos en el sentido más profundo de la palabra.
Wojtyla afirma: «La libertad típica del ser humano, la libertad que brota de la
voluntad, se manifiesta idéntica a la autodeterminación, mediante este órgano
experimental, más completo y fundamental, que es la autonomía humana». Los diversos
grados de emoción provenientes de las necesidades del primero y segundo niveles se
integran bajo, con y por la emoción resultante del tercer nivel: el impulso hacia un bien
objetivo y, en particular, el bien o mal moral u . El tercer nivel es en realidad el que
permite una obediencia más completa, ya que facilita la integración humana necesaria
para una obediencia humana más perfecta. «La integración —dice Wojtyla— es la
manifestación y al mismo tiempo la realización de la unidad sobre la base de la
multiforme complejidad humana... Es complementaria de la trascendencia». Siendo así
que la conciencia del tercer nivel supera el sentimiento, aquélla lleva generalmente
consigo un orden, o «subordinación» de niveles, que es la condición de la
«autodeterminación», autogobierno, autoposesión, esto es, una obediencia
verdaderamente libre, objetiva, basada en la percepción del dinamismo personal, total:
capacidad de ser objetivo, conocerse y determinarse desde dentro («normas » internas) y
capacidad de adaptarse a la realidad y verdad externas con la razón («normas»
externas), esto es, la capacidad de ser objetivo; en otras palabras: una obediencia
madura requiere la integración de los dos aspectos: subjetividad, conocer «mis
reacciones », y objetividad, dirigir mis acciones.
Antes de seguir, tenemos que subrayar este punto: «Es en la trascendencia (ir más
allá de la emotividad), y no sólo en la integración de la emotividad humana, donde se
manifiesta el sentido más profundo de la espiritualidad de la persona y es aquí donde
encontramos la base más adecuada para probar la espiritualidad del alma humana». En
otras palabras: la transformación natural bajo la acción de los valores que
experimentamos, la potencialidad fundamental de nuestra constitución intelectual,
prefigura y prepara, predispone en cierto modo y continúa ayudando a la transformación
sobrenatural que está esencialmente destinada a promover . Veamos cómo toda esta
humanidad está comprendida en la obediencia cristiana.
III
DEFINICIÓN DE LOS ELEMENTOS TEOLÓGICOS
DE LA OBEDIENCIA
A) OBEDIENCIA CRISTIANA
Hemos visto hasta aquí cómo la obediencia es, en muchos aspectos, humana. La
obediencia, para ser cristiana, tiene antes que ser humana, esto es, obediencia de un
ser racional dotado de inteligencia y libre voluntad, que puede, por tanto, gracias a
su integración humana, comprender cognoscitivamente, ordenar libre y
voluntariamente su vida, elegir y obrar humanamente. Y, sin embargo, todo esto no
es virtud... no es aún cristiano. Si nos quedamos en el terreno sólo de nuestra
naturaleza, somos incapaces de comprender una vida totalmente distinta de nuestra
naturaleza, esto es, no podemos entender «lo que procede del espíritu de Dios» que
para nosotros sería locura (cf. 1 Cor 2,14). Cuando Jesús dijo: «Dad al César lo que
es del César», esto es, vivid la obediencia humana, añadió: «Y a Dios lo que es de
Dios» (Mc 12, 17).. Esto es, de otra naturaleza. Juan Pablo II, en la encíclica Dives
in misericordia, lo expresa claramente: «La manifestación del hombre en la plena
dignidad de su naturaleza no puede darse sin la referencia —no sólo conceptual,
sino integralmente existencial—a Dios. El hombre y su vocación suprema se
manifiestan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su amor».
¿Y en qué modo se nos ha revelado el misterio de Dios nuestro Padre? Mediante la
gracia infundida en nosotros el día del bautismo.
¿Qué es la gracia? La gracia es un don sobrenatural que nos da la radical y
profunda capacidad de seguir el único y singular camino para realizar el amor de
Dios: imitar de cerca a Cristo y obedecerle. Es Dios quien llega a nuestros corazones
con amable iniciativa, entablando una alianza de amor con nosotros: «Yo seré
vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26,12). Jesús mismo dio
cumplimiento a su parte de alianza mediante la forma más total de obediencia
imaginable con «una vida impregnada de la voluntad del Padre» hasta la muerte.
«Las palabras que yo os digo no son mías», «si dijera que no lo conozco (al Padre)
sería como vosotros mentiroso» (Jn 8,55). «El Hijo no puede hacer nada por sí
mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). «He bajado del cielo no para hacer
mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6,38). «Aquí estoy,
oh Dios, para hacer tu voluntad». De esta manera Dios llega a nuestros corazones
con el don de la gracia y nos llama a colaborar en su alianza de amor. «Infundiré mi
espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis (esto es, en vuestro yo más profundo)
según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que
yo di a vuestros padres (la Iglesia, nuevo pueblo de Dios en la tierra); vosotros seréis
mi pueblo y yo seré vuestro Dios; os libraré de todas vuestras inmundicias» (Ez
36,27-29; 11,19-20). De este modo Dios nos introduce en su corazón y se hace más
íntimo a nosotros que nosotros mismos. «Intimior, intimo meo», afirma San
Agustín. Él se pone en colaboración, mutua obediencia de amor, morando en
nosotros, no de cualquier modo de igual a igual, como socios iguales, ya que su
contribución supera muy de lejos y es infinitamente mayor que la nuestra, siendo
cualitativa y cuantitativamente distinta. Llegamos, pues, a ser hijos e hijas,
concibiendo nuestra vida no como una proximidad entre Dios y nosotros, sino un
mutuo «estar el uno en el otro». Estamos rodeados, envueltos en su amor, puesto
que la gracia es la vida en Dios. Todo es suyo, y Él es nuestro. Nuestra humanidad,
todos nuestros niveles, se hacen suyos. Sus planos son los nuestros, y los nuestros
van orientados a Él. Le obedecemos.
En este punto alguno podría entender la llamada gracia «sobrenatural » como
superhumana o no humana. Si bien es de otra naturaleza, ella no destruye los valores
humanos (incluso los valores naturales de la obediencia), ni los margina. Al
contrario, valores y elementos humanos asumen sentido y dignidad nuevos. La
obediencia adquiere un sentido particular más elevado; permanece siendo acción
nuestra, pero al mismo tiempo es un don de Dios, sostenida por la fe y dirigida por
El (Wojtyla trata de la «iluminación de la oscuridad» en su disertación sobre el tema
de la fe: K. Wojtyla, La fe según San Juan de la Cruz, Madrid, BAC,1980). ¿De qué
modo se verifica esto en la obediencia concretamente?
Rahner explica que la obediencia tiene dos dimensiones: funcional y religiosa.
La obediencia es «funcional» cuando hay voluntad de obedecer para mantener el
orden, facilitar la interdependencia, favorecer el común querer social para el bien y
realización propios y de la sociedad, hacer de modo que las cosas vayan adelante
para el progreso. Más allá de esto no hay otras ideologías ni valores. El progreso y la
vida son primarios. Actualización y realizaciones resultan metas, la
autotrascendencia es un medio.
En la obediencia religiosa, en cambio, todo lo humano es abrazado por la fe;
todo acto de sumisión o aceptación se entiende como orientado no sólo hacia el
hombre, sino hacia Dios, en su providencial designio de amor al mundo. Mientras la
obediencia funcional es una sumisión a los acontecimientos, sobre todo en favor
personal, la obediencia religiosa es una respuesta al amor de Dios; es la
interpretación de los acontecimientos lo que cambia. La alianza entonces, para Jesús
como para nosotros, es la alianza de una vida entregada enteramente no sólo para
realizarse a sí mismo, sino sobre todo para realizar los designios de Dios, de salvar
al mundo y a nosotros. En buscar la «parte» que Dios nos ha asignado está nuestra
obediencia de cristianos. La obediencia es, pues, «la realización del plan de Dios en
la persona»; es una plena valoración de nosotros mismos, un liberarnos y
desarraigarnos de nosotros mismos, de proyectos y obediencias nuestras, que hasta
ese momento nos colocaban exclusivamente dentro de los límites humanos; toma
todos nuestros planes y los pone en la perspectiva del plan infinito de Dios sobre
nosotros. Nos conduce a una obediencia y valoración de nosotros mismos
trascendente, más allá de los simples confines del horizonte humano, de la humana
integración y «funcionalidad».
La obediencia cristiana se diferencia de la obediencia humana en cuanto que está
construida sobre un sistema de valores distintos: a) la presencia de la voluntad del
Padre y de los designios de la Providencia más que la sola voluntad del ser humano;
b) una visión de sí mismo, no como dueño de su propio destino, ni esclavo de las
propias limitaciones o de las de los demás, sino una visión de sí mismo como hijo
valorizado y vivificado por el amor que salva, que trasciende, que desea responder
con devoción obediencial a la invitación de la alianza.
La gracia, entonces, nos habilita para obedecer «más allá» de las puras razones
humanas, por la sola recompensa, o en vistas de un orden simplemente humano: «Al
que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera
pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y al que te obligue a
andar una milla, vete con él dos» (Mt 5,39-49).
La obediencia se funda en otra ley, la ley de Cristo, que es su palabra viva (cf.
Gal 6,2; 1 Cor 9,21). Es una ley de libertad (Jr 2,21; 1 Pe 2,16; 2 Pe 2,19), porque es
la ley del Espíritu de vida (Rom 8,2). El hermano Rueda, superior general de los
Hermanos Maristas, lo resume con exactitud:
«La vida cristiana es una respuesta existencial al amor con que el Padre nos
ama en Jesucristo y en su Iglesia. Esta respuesta existencial consiste, por un lado,
en el amor interior que continúa creciendo y madura hasta la plenitud, y por otro,
en un don de sí a los demás en gestos cotidianos bajo el signo de la santa voluntad
del Padre al servicio de su reino y por el cumplimiento de la historia de la
salvación»
«...Aun siendo como somos uno en el Espíritu, cada uno conserva la propia
personalidad individual y distinta, y, por tanto, en la caridad hemos de respetar a
cada individuo como persona singular, amarlo por sí mismo, y desear que cada uno
sea lo que verdaderamente es, aquel yo que el amor creador de Dios y su
providencia han pensado para él. Nuestro amor, a semejanza del amor creador de
Dios, se emplea para llevar a todo hermano nuestro a la verdadera perfección... Es
un compromiso que cada cual debe mantener y desarrollar de acuerdo con la
verdadera potencialidad dada por Dios a cada uno»
La obediencia cristiana se hace, a este nivel, expresión filial de la actuación del
mandamiento «ama a Dios y al prójimo como a ti mismo por amor de Dios». La
obediencia a los demás se convierte en reflejo y expresión de la obediencia al Padre,
al Creador.
Aun el concepto de sí mismo cambia en este sentido; de tenerse como necesario
a los demás de manera humana, igual y complementario, se pasa a considerarse
«mensajero», una «luz» de su amor enviada a los demás para manifestar su bondad:
«Vosotros sois nuestra carta..., una carta de Cristo redactada por ministerio
nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo... Nuestra capacidad
viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza, no de
la letra, sino del Espíritu» (2 Cor 3,2-6).
Cuando aceptamos con amor obedencial ser intermediarios entre Él y los demás,
comprendemos entonces tener también nosotros necesidad de mediación; con
motivo de la intrínseca «humanidad » y. «debilidad», se llega a reconocer la
necesidad de luz por parte del propio semejante que puede iluminar nuestra
oscuridad e incapacidad para ver la voluntad de Dios y que provee a sostener nuestra
voluntad en los momentos de debilidad. Autoridad y amigos se convierten en
mediadores de Dios; se forma una nueva «hermandad» en respuesta mutua de amor
obediencial a la Providencia y a la acción vivificadora de Dios con su grey.
En el tercer nivel, entonces, el entendimiento del cristiano recibe una nueva luz
basada en la fe; por ella consigue una particular interpretación del mundo visible y
de las criaturas; la gracia nos hace capaces de creer, en la fe, que «aunque Dios
habite en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), Él nos habla por medio de todo el
universo, «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras, su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,20). Ya
que con la razón no podemos .encerrar a Dios y su voluntad dentro de los estrechos
límites de nuestra mente, tratamos, en la fe, de conocerlo, aunque de modo limitado,
mediante los niveles de nuestro ser, las preguntas y órdenes de los demás, y en
particular mediante la enseñanza y la orientación de la Iglesia. No sólo el
«entendimiento» es guiado por la fe, sino que el propio entendimiento trata de
formarse más objetivamente en la fe, discerniendo el plan de Dios, por medio y con
aquellos que están autorizados por la Iglesia, por ejemplo, mediante los superiores,
las homilías, la lectura espiritual. La misma voluntad queda reforzada en la fe, para
disponerse a aceptar la voluntad antecedente de Dios (lo que Dios quiere que se
haga aun antes de cualquier decisión o mandato del superior), aun pudiendo ser esto
difícil, ya que la interpretación de la voluntad de Dios por parte del superior
(voluntad de Dios consiguiente) no es resultado de un proceso lógico ni parece de
utilidad espiritual o psicológica. La lógica de la razón cede ante la presencia de la fe
y la confianza en el plan providencial de Dios a todos los niveles del ser y en todo
movimiento espiritual de nuestra vida; toda respiración se transforma en un susurro:
Fiat. Gracia, fe y visión cristiana del mundo integran y asumen todos los niveles en
los planes del corazón divino; la obediencia se convierte en una respuesta de amor.
La Lumen gentium resume en estos términos el compromiso implícito en la
obediencia cristiana:
B) EL CONSEJO DE OBEDIENCIA
b) También la relación de Cristo con sus apóstoles y los discípulos debe ser
manifestada, señalada por la obediencia religiosa. ¿Cómo? Por ejemplo, en la
relación entre superior y religioso; Cristo fue director espiritual, oyente, médico, el
que desafiaba, reprendía, amaba. Así tenemos que ser también nosotros, obedientes
al Espíritu, que habita en cada uno de nosotros.
2. Eclesiológico
4. Ascético
,«Para el hombre —pecador redimido por Dios—, ser perfecto quiere decir
amar a Dios y al prójimo. De este modo, el que ama está unido con Dios, con aquel
que es el fin de su vida o, más exactamente, por el que ha sido salvado y elevado a
un estado superior respecto al de la naturaleza —gratia sanans et elevans—. Este
amor divino tendría que animar todos nuestros actos de virtud y nuestras mismas
pasiones; sólo entonces las virtudes superan el objeto inmediato, característico de
cada una, conducen a Dios como objeto de amor y cumplen su función de
perfeccionar nuestro ser. De este modo nuestra obediencia debería estar informada
por la caridad para desarrollar toda la potencialidad de la perfección cristiana. La
obediencia religiosa, sin embargo, aun independientemente de estar animada por la
caridad, es de tal naturaleza que pone en juego las más ricas posibilidades de
nuestro ser. Nos acordaremos de esto cuando hayamos de demostrar cómo para un
religioso la obediencia es el ejercicio de la libertad, del juicio y de la virtud de la
prudencia. Ella desarrolla lo que hay de más puro y profundo en nosotros —quien
pierda su vida, la encontrará—» (pág. 130). «Inútil decir que la profesión religiosa
y todos los actos de obediencia subsiguientes a ella tendrían que ser actos humanos.
Si solamente fueran actos del hombre, no serían nunca medios para conseguir la
perfección. Por el contrario, cuanto más presentes estén en mis actos de obediencia,
mayor será el valor moral que poseen, y sólo en esta medida conducen a la
perfección. Un acto de obediencia realizado mecánicamente, debido a una
conformidad pasiva o a mentalidad infantil, no es un acto humano, sino subhumano.
Y en la medida en que lo es quedará sin valor moral. Brevemente: mis actos de
obediencia son tanto más perfectos cuanto más actos humanos son; mi obediencia
se hará siempre más perfecta con el ejercicio de la libertad, del juicio y de la
prudencia» (página 131).
a) Fe
c) Caridad
La obediencia religiosa es, de dos maneras distintas, una respuesta al amor: ante
todo, se nos pide leer la voluntad de Dios en los acontecimientos cotidianos con los ojos
de la caridad, ver que si el Padre nos pide algo es porque nos ama apasionadamente, aun
cuando su voluntad nos crucifique. El amor en la obediencia reconoce al amor. En
segundo lugar, cuando nuestra voluntad ya no nos interesa y nos entregamos totalmente
a Él y a los demás, se hace pura e instrumento de purificación. Aunque todo sea lícito, el
religioso, mediante la obediencia, reconoce que no todo es inofensivo y que no todo
conduce automáticamente a la perfección. Algo lícito puede no convenir al bien de los
demás (cf. 1 Cor 14, 1-19). Esto es caridad. Esto es obediencia a la verdad, al delicado
trabajo de Dios en cada alma. Renunciando, pues, aun a esto que es lícito, no buscando
nunca el provecho propio, sino el de los demás, vivimos el amor, que es un reflejo
divino de su inmolación. La renuncia es el símbolo más profundo de la caridad; se hace
así virtud escatológica, signo de la infinita plenitud del amor que se encuentra sólo en
Dios, en la eternidad. La caridad no tiene criterios de medida. La obediencia no es, por
tanto, una respuesta a un conjunto de normas, sino a un amor infinito. Adán de
Perseigne, monje cisterciense, ha escrito que «la ley es la caridad que ata y obliga» (en
Merton, Life and Holiness, pág. 45).
d) Misericordia
e) Humildad-docilidad
La obediencia es la expresión de una verdad interior, es ordenar la realidad
teniendo en cuenta al Creador y a las criaturas. Somos criaturas suyas y con Cristo
gritamos: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14,28). Eso es dar a Dios su justo puesto en
nuestra vida. Es admitir los límites de nuestra condición humana y la necesidad de ser
salvados. No podemos ser salvados sin abrirnos a la mediación. Por lo demás, la
condición para estar en comunión con el Señor, con nuestro Creador, es la humildad, la
prontitud para servir a los demás que el Señor nos concede para lavarle los pies.
Estamos dispuestos a «vaciarnos» diariamente como hizo El, en humilde obediencia.
f) Justicia
g) Paciencia
IV CARACTERÍSTICAS
DE LA OBEDIENCIA RELIGIOSA MADURA
¿Qué nos pide concretamente el Evangelio y qué nos dicen los documentos de la
Iglesia a propósito de la obediencia? ¿Qué actitudes y providencias debemos asumir si
queremos darnos de modo perfecto, total y exclusivo a su voluntad? Ilustraremos ahora
algunas de las características que deberemos encontrar en nosotros por lo que se refiere
a la obediencia comunitaria.
A) CORRESPONSABILIDAD
El religioso no puede renunciar totalmente al uso autónomo de libertad y
responsabilidad aun cuando el superior le haya dado una orden precisa o un permiso; la
última responsabilidad permanece siempre en la conciencia del sujeto. El peso de las
decisiones, de las opciones, de la vida espiritual no se le debe endosar únicamente a la
obediencia. Esto sería infantilismo. Quizás haya que realizar cosas que no son
«conforme al gusto» del superior, pero que están, sin embargo, «dentro de la
obediencia». Todo miembro tendría que participar activa y responsablemente en el
proceso de discernimiento, sostenido por el carisma que el Espíritu Santo «distribuye
entre los fieles de cualquier condición » (LG 12). La corresponsabilidad (no sólo en lo
que toca al discernimiento, sino en el autocontrol) se fundamenta en la fe y la fe se
concreta mediante la subsidiariedad y la descentralización, compartiendo la
responsabilidad con todos aquellos que han sido elegidos por Dios y que juntos tratan
de discernir en los acontecimientos, en las demandas y aspiraciones de cada uno...
cuáles son los verdaderos signos de la presencia y del plan de Dios, y vivirlo con
fidelidad. Los miembros corresponsables tratan constantemente de elegir las
circunstancias y las situaciones que permitan, a ellos y a los demás, «contemplar a Dios
más de cerca». «La conciencia personal debe tener una presencia de evaluación
responsable aun de lo que es mandado y que ha de ejecutarse por obediencia» (Santo
Tomás, De Vertíate, q. 17, a. 5). Esto conlleva la necesidad de ser:
Nuestra única meta debería ser la de intuir y vivir los pensamientos divinos, ser
sensibles a la palabra revelada interiormente, tener los mismos «sentimientos» que Jesús
(Flp 2,5). Esto supone buscar una sabiduría que no es de este mundo: «la sabiduría de
este mundo es vana delante de Dios» (cf. 1 Cor 2,14). Intentamos, pues, trascender todo
fin terreno y utilitario y dejarnos guiar por la fe. Es, por tanto, necesario un corazón en
continuo discernimiento.
D) CAPACIDAD DE ESCUCHA
E) APERTURA AL DIALOGO
El diálogo es el paso preliminar para decidir. Toda decisión tendría que estar
hecha en espíritu de apertura mutua y mutua confianza. Toda persona, superior y
religioso, tendría que tratar de entrar en el pensamiento del otro, siempre dispuesto a
dilatar, renovar y cambiar los propios puntos de vista. El diálogo habría de ser sincero,
abierto, sin rigidez ni prejuicios: «no tendría que haber condenas a priori y mucho
menos polémicas ofensivas». El cardenal Garrone, repasando la Ecclesiam suam y el
apartado sobre el arte de la comunicación espiritual, presenta cuatro características para
un diálogo maduro:
1) Claridad: mediante el ejercicio de las más altas facultades del hombre.
2) Afabilidad: característica de quien es pacífico, paciente, generoso, no
soberbio, no hiriente, no ofensivo.
3) Confianza: fiarse del valor de la palabra y en la disponibilidad honesta de
ambas partes.
4) Prudencia: conocer la sensibilidad del otro, tener en cuenta las disposiciones
morales y psicológicas de ambos y afrontar la discusión de manera conveniente.
El diálogo sincero y veraz, sin prejuicios, sólo se construye sobre el profundo
respeto interior a los demás y sobre la confianza en ellos. Entonces hemos de valorar a
los individuos.
Tanto los superiores como los religiosos han de ser muy conscientes de su
pobreza, sabedores de que solos, como individuos, no están en grado de ver de una
manera global el bien propio o de toda la comunidad. El Vaticano II reclama la
necesidad de colaboración entre muchos para que el bien común pueda ser más rico y
más completo. Esto supone que tenemos que apreciarnos mutuamente y desear que los
demás sean distintos de nosotros para poder enriquecernos con el intercambio, abrirnos
a soluciones más hondas, a puntos de vista y medios diferentes, dentro de una visión
evangélica, eclesial y del Instituto. ¡Qué desastre si nuestro cuerpo fuera todo manos y
la sociedad estuviera compuesta toda ella de mujeres o toda de hombres, patronos o
empleados, chóferes o alcaldes. Desear que todos piensen exactamente como nosotros,
que hagan lo que nosotros, que sientan como nosotros, significa negar y privar a los
demás de la cualidad diversificadora de los carismas y de la acción del Espíritu Santo
que trabaja en ellos; no es el deseo de negar la individualidad, que es la base de la
verdadera libertad y obediencia. Por consiguiente, tiene que haber una mutua confianza
en el hecho de estar aquí para «hacer su voluntad» como quiere el Espíritu, al elegir y
llamar a la persona en toda su unicidad. Si hay auténtico aprecio de la persona, puede
haber también mayor respeto y consideración al bien común y una más armoniosa
complementariedad.
V
RELACIÓN ENTRE
ELEMENTOS HUMANOS Y TEOLÓGICOS
DE UNA OBEDIENCIA MADURA
a) Nivel presocial
A este nivel comienza uno a verse a sí mismo como separado de los demás. En
general, en las primeras etapas de la infancia brota un sentido de diferenciación, de ser
«alguien» diverso de los demás. Se forma un ideal rudimentario basado en nuestras
necesidades, en la satisfacción de las necesidades fisiológicas. El otro es simplemente
«útil»; no es posible ninguna verdadera integración social o mutuo intercambio. Si el
religioso obedece a otro porque no tiene este sentido de diferenciación y no puede
prescindir del otro, se halla en este nivel.
b) Nivel impulsivo
El niño comienza a estar preocupado por los propios deseos e impulsos que
sirven para afirmar y consolidar el sentido del «yo». No hay aún un control interior, y el
ambiente sirve para «enseñar» el control de los impulsos mediante la recompensa o el
castigo. El niño evita hacer el mal orientando la agresividad hacia sí mismo, sintiéndose
avergonzado y culpable al desistir de cualquier cosa contraria a las «normas» recibidas.
Está en este nivel el religioso que obedece porque tiene vergüenza o se siente culpable
si desobedece o porque «el superior ha dicho esto» y «es mejor obedecer, de otro
modo...». Se halla en este punto también cuando trata siempre de obtener lo que quiere,
a toda costa, e independientemente de los demás.
c) Nivel de autoprotección
A este nivel, el niño se preocupa de evitar el dolor, buscando huir de los peligros
internos y externos. Es capaz de controlar los impulsos que pudieran parecer peligrosos
y aprende a posponer la satisfacción cuando ello es útil o conveniente. Con frecuencia
tiene lugar una oscilación entre completa sumisión y explosiones impulsivas de
dominación que se calman en seguida. Se hallan al mismo tiempo presentes una forma
de vulnerabilidad y un naciente sentido de seguridad motivado por los éxitos obtenidos
al dominar el ambiente y a sí mismo con fines autoprotectores. Un religioso que se halla
a este nivel puede obedecer según su capricho; generalmente es permisivo y
condescendiente, pero con fines de resistencia pasiva o de dominación que desaparecen
pronto. Trata de dominar ambos flancos de su potencialidad: sentirse seguro, ya
aceptando el control de los demás sin perder el sentido de individualidad, ya
controlando a los demás y dominándolos.
d) Nivel conformista
A este nivel, el problema de la autoprotección y de la autonomía se resuelve
mediante la identificación con la autoridad. Se identifica plenamente con quien ostenta
el poder, y, por consiguiente, en el subconsciente se tiene la impresión de compartir este
mismo poder. Este nivel lo han alcanzado muchos, pero no todos los niños. Las normas,
el standard de los padres, se aceptan en cuanto que son fuentes subsidiarias de poder y
de dominio, sin amenaza de peligro. Un religioso a este nivel se identifica totalmente
con el standard, los puntos de vista, las propuestas, las sugerencias del superior o del
instituto, porque «saben más» y «tienen más experiencia » o porque «lo hacen todos y
debemos hacerlo también nosotros». Hay conformidad con las reglas
independientemente de los medios o de las consecuencias. «Uso estas zapatillas hasta
que me vuelva cojo, porque la Regla dice...»
e) Nivel autoconsciente
f) Nivel autointegrado
A este nivel, el joven adulto tiende o es capaz de tolerar la ambigüedad moral sin
sentido interior de remordimiento, culpa, desintegración o condena moral. Está en
disposición de valorar de modo desinteresado éxitos y fracasos y puede asumir la
responsabilidad sin maniobras defensivas, planeando de manera realista el logro de sus
ideales objetivos y desinteresados, tolerando a lo largo de este camino la presencia de
diferencias individuales. Se encuentra a este nivel aquel religioso que puede obedecer
con un sentido claro de las propias limitaciones y fracasos, y, sin embargo, alcanza a
encontrar y crear un plan constructivo para realizar su unión con Cristo, integrándolo
con las sugerencias y órdenes de los demás, de los superiores. No está amenazado por
diferencias individuales, puede tolerar ambigüedades y hacer distinciones entre lo
esencial y lo accesorio. Es abierto, sensible y flexible, pero claro y estable en perseguir
los medios que lo llevan a alcanzar el fin de la propia vida, esto es, la voluntad de Dios.
Se puede ver, pues, claramente cómo estos niveles «humanos» del desarrollo
proyectan cierta sombra sobre nuestra vida de fe y de obediencia religiosa y pueden
«colorear» nuestros ideales de total entrega. Es interesante notar que Jane Loevinger ha
demostrado cómo, en realidad, sólo un pequeño grupo de personas ha alcanzado este
último nivel.
¿Cómo se relaciona todo esto con los niveles de desarrollo moral que existen al
mismo tiempo dentro de nosotros? Kohlberg ha descubierto y presentado seis estados de
nuestro desarrollo moral.
VI
USOS Y ABUSOS
DEL VOTO DE OBEDIENCIA
Hasta aquí hemos presentado los ideales de la obediencia madura en la vida
religiosa; hemos tratado luego de algunos factores del desarrollo humano, de nosotros
como personas, o, desde el punto de vista ético, como seres morales, factores que en
algún modo «colorean» nuestra disponibilidad de vivir en plenitud la obediencia en la
vida religiosa. Ahora, reconociendo las limitaciones que se derivan de estos niveles de
desarrollo, veremos cómo éstos afloran y se manifiestan a través de algunas distorsiones
o abusos en esta llamada en que estamos empeñados a hacer su voluntad.
A) PRIMER NIVEL
2. Esfuerzos excesivos
B) SEGUNDO NIVEL
1. Complacencia
2. Identificación no interiorizadora
3. Dependencia
4. Desconfianza
«Aun en los casos en los que uno trata de ocultar la debilidad de la que es
realmente responsable, por lo que su manifestación provocaría ciertamente en la
persona un sentimiento de humillación dolorosa, el deseo de mantenerla secreta a toda
costa hace ver una cierta falta de libertad interior. El verdadero cristiano está
dispuesto a aceptar aún este tipo de dolorosa penitencia, si fuera necesario, por razón
de algún valor importante (amor-honestidad-relaciones personales - Reino de Dios -
obediencia). Pero sobre todo no permitirá nunca que el miedo de los demás y la
vergüenza se conviertan en factores fundamentales que dominen su vida interior. Él
sabe ciertamente que el error que ha podido cometer está mal por el hecho de que
ofende a Dios y, en comparación de esto, la 'desgracia' debida a la vergüenza no tiene
sentido alguno...».
5. Dominación
7. Evitar el peligro
Una persona puede usar la obediencia más que vivirla si la mayor parte de su
vida va guiada por el deseo de evitar el peligro. Si la obediencia resulta una sumisión
pasiva a la decisión de otro, una ejecución de actos sin motivaciones interiorizadas, sólo
para «mantenerse en pie», para evitar peligros, no existe verdadera autonomía, sino que
se trata de infantilismo. Una persona no puede tomar iniciativas por temor de cometer
errores o de ser criticada o por «ponerse a salvo». Estos son los que «hacen el nido» en
la vida religiosa, entran en una fase de «regular mediocridad», evitan lo nuevo y lo
distinto y buscan una vida tranquila, confortable y burocrática. Rahner los describe
seguidamente: «Cumplimos con nuestro deber y recibimos a cambio el alimento,
estamos contentos y no deseamos nada de la vida. La obediencia religiosa no tiene, sin
embargo, este sentido; es el sacrificio real de un valor de importancia central como acto
de fe...» «Sería un mal testimonio tanto para nuestro espíritu de ascesis como para
nuestra autenticidad humana, vitalidad y fortaleza...».
Rueda, en su libro Heme aquí, Señor, lo expresa en estos términos: «El
verdadero peligro no está en que los que son dirigidos, llegando a la edad madura, se
hagan demasiado exigentes, sino que prefieran instalarse más que progresar. La
enfermedad menos grave de un joven es la ingenuidad un poco tonta que se expresa en
un torrente de palabras mal ordenadas; decimos que lo único que hace falta es un poco
de paciencia para dejarle desahogarse. Pero el que es ya mayor sabe, en cambio, hacerse
su nido muy discretamente, encerrarse en su capullo, buscar cómodamente la manera de
continuar viviendo en una realidad que no compromete, en una oración que no estimula
o hasta en un diálogo que nada arriesga. Se puede llegar bastante bien a no renunciar ni
a Dios ni al mundo y a buscar tranquilamente la cuadratura del círculo: servir a Dios y...
vivir cómodamente. Evidentemente se termina por no servir a ninguno».
8. Individualismo
Podría decirse a estas alturas que la única solución para superar estas tendencias,
dependencia, identificación, complacencia, sea el individualismo. Pero también éste
puede representar una distorsión de la obediencia. Si el individualismo significa
«discernir por sí mismo» según las propias necesidades, intereses, carismas, esto puede
ser o llegar a ser fácilmente egocentrismo. Cristo nunca desobedeció proclamando una
conciencia individualista, proclamando su derecho de autonomía, ni siquiera como eco
de la voluntad del Padre. Antes bien, fundándose en el Antiguo Testamento y
obedeciendo al «destino verdadero y profundo de la sinagoga, del pueblo elegido,
presentado y anunciado en las Escrituras», reivindicó solamente el cumplimiento de la
ley, de la alianza. «No he venido para abolir la ley, sino para llevarla a su
cumplimiento.» Era obediencia y no rebeldía (cf. Me 15,28; Le 14,27-32). De este
modo, mientras se puede afirmar ser individualistas y sostener que se trata de
obediencia madura, escucha del Espíritu Santo dentro de nosotros, debe tenerse presente
que en cada uno existe la presencia posible de inconsistencias y móviles subyacentes
inconscientes que «colorean » este valor proclamado. Nuestro individualismo puede ser
en realidad una fuga de la desconfianza, de la agresividad, del sufrimiento, y ninguna de
estas fugas puede considerarse como obediencia madura.
A) TERCER NIVEL
1. Autojustificaciones
«Insistir en que todos piensen como yo y sean como yo, por ejemplo,
intentar forzar a otro para que adopte mí mismo tipo de prácticas ascéticas,
o mis planes apostólicos preferidos, es empobrecerme a mí mismo.
En efecto, si impido que otro sea verdaderamente él mismo, si obstaculizo
el desarrollo de su personalidad y de sus mociones especiales de la
gracia, empobrezco a la comunidad. Esto porque también yo soy más yo
mismo sólo en la comunidad, completando con mi crecimiento particular
en la gracia lo que falta a los otros, mientras ellos, con sus gracias y
virtudes, compensan lo que me falta a mí»
3. Ausencia de fe
Falta un elemento vital en la obediencia del narcisista: esa humilde reverencial
visión de amor que proviene de la íntima, profunda fuente de la experiencia de la propia
limitación y de la necesidad de los demás, de la comunidad, del discernimiento, de
Dios. No tenemos ningún plan sino el suyo, no tenemos vida alguna sino la suya; pero
tenemos necesidad de discernir objetivamente que éstos sean realmente suyos. «Por sus
frutos los conoceréis...» En la auténtica experiencia y asimilación de nuestra limitación
Dios se pliega a nosotros con su generoso, delicado, tierno don de la gracia y nos hace
progresar en la fe. La fe es la seguridad de que Dios está en cada movimiento de nuestro
ser, en cada persona, en cada acontecimiento, seguridad de que él nos sostiene en su
alianza y la cumple. Todo proyecto o plan emprendido independientemente de él o sin
un profundo espíritu de fe es meramente humano. No es la entrega del consejo de
obediencia.
4. Rechazo
5. Racionalizaciones
6. Celos
Muy frecuentemente oímos decir «puede ir a donde quiera, tener esto, hacer lo
otro, ir libremente, y yo aquí, a tirar del carro». Este tipo de comentario revela amargura
y egocentrismo, disgusto y extrañeza del sentido esencial de la voluntad de Dios sobre
mí. Cuando uno es proclive a sentirse humillado al parangonarse con los demás, cuando
se compara con ellos, se aleja de la ley del amor que Cristo nos trajo..., «porque yo os
doy un mandamiento nuevo..., no ojo por ojo, o diente por diente...». La obediencia se
vacía, se desvirtúa. Planes humanos, necesidades e incoherencias, poca estima personal
e insatisfacción profunda en sí mismo se quedan al descubierto al atacar a los demás.
Hinnebusch afirma: «Como un hombre es, así juzga; para una lengua hipersensible, todo
sabe amargo». Somos propensos a juzgar a los demás conforme a nuestros mismos
módulos, que tienden a desvalorizar; así como podemos encontrar pesadas la vida
comunitaria o la obediencia, o sentirnos inadaptados en nuestra función o anhelando
escapar, proyectamos también nuestra pequeñez y limitación en la auténtica obediencia,
en los móviles y en los actos ajenos, no dejando lugar a su responsabilidad y seriedad,
no creyendo en la profundidad de su vida espiritual ni en la seriedad con que viven la
obediencia. Ya que dentro de nosotros queremos una vida tranquila y cómoda más que
echarnos al hombro la cruz de Cristo, hasta la muerte, pretendemos que los demás hagan
lo mismo, tratando de huir del sufrimiento para encontrar la comodidad y la
tranquilidad. Transformamos al otro y lo hacemos como nosotros. Al no tener bastante
confianza aún en Jesús, en su amor personal, en su presencia y sostén, en sus exigencias
sobre nuestra vida, la obediencia se hace una respuesta a la estructura, a la regla, a la
obligación, al deber, más que a una persona, al amado. Si estamos verdaderamente
enamorados de Jesús y él es nuestro todo, si estamos convencidos de su ardiente amor
personal por nosotros, ¿qué más necesitamos? ¿Por qué tenemos que convertir a los
demás en sostén de nuestra inseguridad y pequeñeces interiores? «No desear...»
significa también aceptar la desigualdad entre nosotros y Dios (P. Lyonnet). Querer todo
lo que los demás tienen, son y hacen es querer ser iguales a Dios, que es él solo todas
las cosas; esto es orgullo, el primer pecado; no es obediencia.
Hemos dicho que se necesita una sólida estructura fundada en la integración de
necesidades y actitudes antes de poder discernir cuál es el querer de Dios sobre nosotros
o sobre los demás. Hemos de ser plenamente conscientes de algunas realidades
psicológicas, fundamentales, para la eficacia sobrenatural de la gracia:
1) A nivel consciente, se puede querer alcanzar un fin sin querer poner los medios
adecuados; por ejemplo, seguir las sugerencias, etc. (Hay diferencia entre la voluntad
consciente de alcanzar un fin y voluntad consciente de poner los medios.)
2) A nivel de conciencia, podemos querer alcanzar un fin; por ejemplo, ser obedientes, y
también conscientemente, querer poner los medios —vivir las constituciones con
espíritu de amor—; pero inconscientemente oponernos a ambas cosas; por ejemplo, por
nuestro deseo subconsciente de dominio, por exhibicionismo o dependencia, etc. (De
este modo, el hacer consciente el inconsciente puede ser una de las metas principales de
la moral y de la educación... El querer reflexivo de los fines y de los medios no equivale
al querer subconsciente de los fines y medios).
VII
MEDIOS PARA CRECER
EN EL CONSEJO DE OBEDIENCIA
Hemos llegado de este modo al fin de nuestro estudio, haciéndonos la pregunta
más importante: ¿qué puedo hacer para facilitar el trabajo de la gracia, para vivir el
consejo de obediencia en la vida religiosa?
Ofrecemos algunas sugerencias prácticas con la esperanza de que, mediante la
amorosa iniciativa y el poder del Espíritu Santo en cada uno de vosotros, surjan muchos
otros aspectos de vuestras reflexiones.
A) REFORZAR LA VOLUNTAD
1. Renuncia
2. Servicio generoso
Otro medio para fortalecer la propia voluntad por Cristo es hacerse disponibles,
de modo permanente y constante, a las necesidades de la Iglesia, de la comunidad, del
que está a mi lado. Esto supone querer el bien del otro antes que el mío; significa
ofrecer el sostén amoroso de Cristo que se encarna permanentemente en la vida del otro.
Y si es difícil servir al otro, es aún más difícil ofrecerse a sí mismo a aquellos que son
menos simpáticos, menos atrayentes, que no saben reconocer. «Servir» quiere decir
también ser incomprendido y criticado como lo fue Cristo. ¿Nos decidimos a
permanecer junto a él en el servicio de los suyos hasta ser despreciados y rechazados,
aun cuando nuestras motivaciones y fines no sean comprendidos? Si nos hemos
ejercitado en las cosas pequeñas, esto quiere decir que se fortalece nuestra voluntad en
el amor de Dios con el sostén de la gracia. Situaciones difíciles referentes a actos de
obediencia más formales y evidentes no nos dejarán «débiles de corazón».
b) Ideales institucionales
También la comunidad trata de esclarecer cada vez más y precisar sus fines y
objetivos. Estos ideales, presentados con claridad en las constituciones, se nos ofrecen
para su estudio, su profundización, con puntualizaciones cada vez más claras, mediante
lecciones, lecturas propuestas, discusiones, cartas circulares del superior mayor. Tomar
seriamente en consideración estos puntos puede ayudar a clarificar y a dar vigor a la
propia vida según los ideales comunes. Sería también conveniente examinar con
frecuencia los propios ideales, la llamada del Evangelio y la llamada de la institución, y
ver si las tres «voluntades», todas ellas, están en consonancia, si hay solidez entre las
tres.
2. Oración y meditación
Si hemos de adelantar en el discernimiento, en el diálogo, en la entrega, hemos
de ser personas de oración, personas de meditación. ¿Por qué? Sólo después de haber
«dialogado» con el Señor en lo íntimo, en la verdad pura y simple de lo que somos,
juntos, él y yo, es cuando las palabras pueden salir de nuestra boca para el diálogo
exterior. De otro modo, la fuente de diálogo se reduce simplemente a mi «humanidad» o
a Cristo «intelectualizado»..., sin raíz ni consistencia interior. El diálogo entonces
resulta vacío; el discernimiento, falseado. La oración, su compañía, mantiene siempre
ante nosotros su espíritu, sus fines y deseos; los hace reales, actuales y concretos. No
tendrá lugar entonces ninguna «sorpresa» cuando Dios «pida» algo difícil en la entrega
a su plan porque estamos ya en contacto íntimo con su voluntad. Podremos ponerlo con
facilidad en sus planes porque a ellos estamos más íntimamente asociados y los
conocemos mejor. Aprendemos a someternos, a ofrecernos como ha hecho él,
meditando sus maneras y medios de obediencia al Padre. Tenemos que dejar lugar al
desierto, a la meditación, a la reflexión, a Betania, si es necesario, para llegar a ser otra
María de Betania a fin de conocerlo mejor, otra María de Nazaret para seguirle más de
cerca.
C) EJERCITARSE EN LA ESCUCHA
1. En su estructura jerárquica
¿Cuándo ha sido la última vez en que os habéis preguntado qué podíais hacer
para aliviar las fatigas de vuestro superior general o local? ¿Habéis captado últimamente
el verdadero sentido de sus decisiones, las habéis sopesado, habéis buscado en ellas la
acción de Cristo? Con frecuencia olvidamos que nuestros superiores inmediatos,
crucificados en el amor como el Maestro, tienen una sabiduría templada por el
sufrimiento y la sensibilidad y una visión que se extiende no sólo a su persona y a la
nuestra, sino a toda la comunidad y a la Iglesia entera. El religioso maduro expresa una
obediencia espontánea, amistosa aun en la actitud misma hacia la autoridad; no se forja
falsas ilusiones, esperando personas infalibles, incansables, «superhombres»; en otras
palabras: nuevos «Dios en la tierra». Tenemos que recordar que todos los cargos tienen
responsabilidades y exigencias tan amplias y perentorias, que ninguna persona
particular (con excepción del mismo Dios) puede tener todas las cualidades para
desempeñarlos perfectamente. Rahner aclara muy bien este punto:
Desde el momento en que los superiores son débiles y limitados como nosotros,
es indispensable que el consejo de obediencia esté fundado en la fe. Nuestra sincera
participación en la cruz, que ellos tan generosamente se han ofrecido a llevar por
nosotros, puede concretarse mejor mediante nuestra honestidad, sinceridad y
disponibilidad para dejarnos impregnar con ellos de amor por la Iglesia. Participemos
con ellos del celo por la Iglesia, en el amor, en el mutuo apoyo, en la buena voluntad
para discernir con ellos con humildad y a dejarles a ellos, en la fe y en la confianza, la
presentación final de lo que se considera como el bien más grande para el plan del
Maestro sobre nuestra vida. Cumplir la propia misión con alegría y firmeza significa
también colaborar junto a ellos en la construcción de su cuerpo. Así, se necesita cultivar
el espíritu, la actitud de apertura y comprensión, la actitud de corresponsabilidad. Se
tiene que ver a los superiores como personas, no como jueces; como «hermanos», que
buscan juntamente con nosotros la voluntad de Dios más personal y conveniente para
nuestro bien eterno y para el de la Iglesia.
1. El bienestar espiritual
Para terminar, examinemos la expresión más concreta de la obediencia: nuestro
respeto obediente al trabajo del Espíritu en cada uno. Nos es muy necesario cultivar una
actitud de interés sincero y fraterno, de amor y delicado apoyo al crecimiento del Señor
en todo hermano. Reducimos el verdadero sentido de la comunidad cuando nos
concentramos en lo exterior: «dónde está, cómo viste, habla, etc.». Somos propensos a
olvidar las verdaderas necesidades interiores del individuo, el espíritu de cada hermano.
¿Sabemos, en cambio, sostener su celo, estar cercanos a su espíritu de entrega, ánimo y
esperanza con nuestros dones espirituales, sean los que sean, dones de paz y nobleza,
dones de humorismo o sabiduría, dones de lucha interior y sufrimiento por la visión de
su presencia que opera en nosotros? El más bello regalo que podemos hacernos unos a
otros en recíproca obediencia es el de un corazón que lucha por conocerlo más y
entregarse a él más completamente en cada aspecto de nuestra vida. ¿Nos exhortamos
mutuamente, como los discípulos, y nos enseñamos a escuchar, responder, entregarnos,
a encontrarle a Él, allí precisamente donde no lo esperamos? Una expresión noble y
delicada de una obediencia madura ante una necesidad puede ser susurrar al oído: «he
dicho un avemaría por ti», o también «he ofrecido estos sufrimientos por tu trabajo y
por tu progreso espiritual», «te encontraré en la Eucaristía», o también una simple
palabra: «doy gracias a Dios y a ti», «él está sin duda alguna contigo, cerca de ti».
2. La humanidad de todos
Si logramos estar serenos, merced a los dones de Dios en nosotros, sensibles y
admirados ante lo que él realiza personalmente en cada uno, conscientes de nuestras
deficiencias, inseguridades, problemas y alegrías, éxitos, esperanzas y aciertos, con toda
nuestra «humanidad» a todo nivel, seríamos también mucho más sensibles en la relación
de nuestras limitaciones reales, aceptándolas y luchando contra ellas, y, por
consiguiente, seríamos más sensibles respecto de las mismas limitaciones que
encontramos en los demás. Debemos fiarnos de todo hermano, ya que todos estamos
luchando por liberarnos de factores inhibitorios y paralizantes que influyen y
distorsionan la voz de Dios; por ejemplo, rebeldía contra las directrices, búsqueda de
comodidades, de una libertad sin obstáculos, miedo de responsabilidades, obstinación,
agresividad. Tenemos incluso necesidad de ser un poco «testarudos» y discutir
noblemente con los demás cuando, en amor, nos interesa su camino como individuos,
pero no en actitud soberbia o de dominación del «tú no estás a mí altura, así que procura
ponerte». Comprender las necesidades del individuo no significa solamente ser
sensibles a los esfuerzos del otro en su abertura a la voz de Dios, sino también fortalecer
y hacer resaltar en el otro aquellos dones positivos, sagrados, del Espíritu, que trabaja en
él, y como fruto de esta acción del Espíritu responde a la voz y a la llamada de Dios;
estar dispuestos a apoyar, a gozar con el otro, a reconocer las cualidades humanas que
ha recibido y dado por el Reino. Esto significa, en un amor obediente, hacerse
disponible a «servir de complemento a los demás», satisfacerles, colaborar en la medida
de lo posible, en un servicio espontáneo. Para quien tiene dificultad para coser, un
ofrecimiento de ayuda por parte de otra «que lo sabe hacer con primor»; a quien no sabe
esclarecer personalmente sus motivaciones, el ofrecimiento de un consejo; para quien se
siente un «desastre» en cocina, echarle una mano o darle una explicación por parte de
«expertos en culinaria »... ¡Cuántas posibilidades en situaciones concretas pueden
hacernos crecer en la obediencia recíproca! Nadie por sí mismo lo posee todo ni puede
hacerlo todo; es realmente característico de la limitación humana que deja espacio a
nuestra respuesta de amor en la obediencia a lo que el Espíritu pide a cada uno de
nosotros por medio del otro. ¡Qué obra maestra del plan del Cuerpo Místico estamos
llamados a desarrollar gracias a los tesoros específicos, las limitaciones y las
necesidades de cada uno de nosotros, aun como seres humanos individuales! ¿Habría
algo que no hiciéramos por Jesús si él estuviera aquí en persona? Si estamos en verdad
enamorados localmente por él, ¿estamos acaso dispuestos a esperar sus requerimientos?
Recordemos, pues, que «el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros», en nuestros
hermanos, en nuestras hermanas.
VIII
CONCLUSIÓN
¡Qué más podríamos decir respecto de la obediencia! Aun siendo compleja para
entenderla, es, sin embargo, sencilla. Si buscamos, pues, un modelo de semejante
simplicidad en la entrega total al amor meditemos un momento y volvamos nuestro
corazón a María:
Tomad, Señor,
y recibid toda mi libertad,
mi memoria,
mi entendimiento
y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis,
a vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro;
disponed a vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que esto me basta.
SAN IGNACIO