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Un Tesoro en Vasijas de Barro – Joyce Riddick S.C.C.

TERCERA PARTE
OBEDIENCIA
«Hágase tu voluntad...»
I. Introducción

II. Elementos humanos de la obediencia: niveles del ser

A) Nivel psicofisiológico
B) Nivel psicosocial
C) Nivel espiritual-racional

III . Definición de los elementos teológicos de la obediencia

A) Obediencia cristiana
B) El consejo de obediencia

1. Cristológico
2. Eclesiológico
3. Escatológico: signo de eternidad
4. Ascético
a) Fe; b) Esperanza; c) Caridad; d) Misericordia; e) Humildad-docilidad; f) Justicia; g)
Paciencia

IV. Características de la obediencia religiosa madura

A) Corresponsabilidad
B) Personas para el Reino de Dios
C) Constancia y estabilidad en el discernimiento objetivo
D) Capacidad de escucha
E) Abertura al diálogo
F) Valorar al individuo
G) Complementariedad: apreciar el bien común
H) Interiorización de los valores evangélicos
I) Personalidad psicológicamente madura

V. Relación entre elementos humanos y teológicos de una obediencia madura

A) Diferenciación, unidad, integración de la persona, como presupuestos

1. Niveles de desarrollo del yo (Loevinger)


a) Nivel presocial; b) Nivel impulsivo; c) Nivel de autoprotección; d) Nivel
conformista; e) Nivel autoconsciente; f) Nivel autónomo-integrado

2. Niveles de desarrollo moral (Kohlberg)


VI. Usos y abusos del voto de obediencia

A) Primer nivel
1. «Vida cómoda»
2. Esfuerzos excesivos

B) Segundo nivel
1. Complacencia
2. Identificación no interiorizadora
3. Dependencia
4. Desconfianza
5. Dominación
6. Falta de honradez en el diálogo
7. Evitar el peligro
8. Individualismo

C) Tercer nivel
1. Autojustificaciones
2. Narcisismo-Amor propio (orgullo)
3. Ausencia de fe
4. Rechazo:
a) De los fines del Instituto; b) De los compromisos adquiridos en la vida religiosa; c)
De la razón de ser de la ley
5. Racionalizaciones
6. Celos

VII. Medios para crecer en el consejo de obediencia

A) Robustecer la voluntad

1. Renuncia
2. Servicio generoso

B) Mejorar el método de discernimiento

1. Clarificar los valores


2. Oración y meditación

C) Ejercitarse en la escucha

D) Tener presentes las necesidades espirituales de la Iglesia universal.

1. En sus estructuras jerárquicas


2. En los ministerios comunes de la Iglesia universal

E) Tener presentes las necesidades de la comunidad local

1. En su estructura jerárquica
2. En los ministerios comunes locales
F) Tener presentes las necesidades del individuo en su totalidad

1. El bienestar espiritual
2. La humanidad de todos

VIII. Conclusión
I
INTRODUCCIÓN

Tomad, Señor,
y recibid toda mi libertad,
mi memoria,
mi entendimiento
y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis;
a vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro;
disponed a toda vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que esto me basta.
SAN IGNACIO

En esta densa oración encontramos sintéticamente expresado el sentido profundo


de la obediencia. Con mucha frecuencia repetimos estas palabras, quizás con devoción,
o acaso con sufrimiento, otras veces con gratitud y alguna que otra vez
automáticamente. Para profundizar más en el sentido de estas frases y la intensidad con
que pronunciamos cada una de estas palabras, consideraremos ahora nuestra vida de
obediencia. Esta presentación tiene por objeto, como las anteriores, integrar algunos
puntos teológicos esenciales con los elementos fundamentales de nuestra naturaleza
humana, elementos psicológicos que actúan e interactúan necesariamente para
perfeccionar nuestro compromiso de entrega y disponibilidad a la llamada de Dios y a
su acción en nosotros.
Ante todo, presentaremos (como en los demás votos) la esencia de nuestro ser,
los niveles de nuestra naturaleza, considerando las «obediencias naturales» como parte
de la vida cotidiana. Pasaremos luego a la discusión sobre la obediencia cristiana que
abarca y santifica estas obediencias naturales. Nos internaremos después en el consejo
de obediencia, desarrollando su valor positivo de testimonio y las relativas y reales
renuncias. Después de esto trataremos los elementos esenciales de nuestro desarrollo
como personas y del desarrollo moral, elementos importantes para lograr vivir los
ideales que la Iglesia propone como modalidad madura de actuar la obediencia.
Veremos seguidamente cómo estos niveles «naturales » pueden ofuscar la concepción y
experiencia de la obediencia en lo concreto (abusos) o cómo, en cambio, la pueden
facilitar (uso maduro de estos niveles). Por último, pondremos en claro algunas
modalidades de crecimiento en este acto de donación en la obediencia.
Comenzamos, pues, por el aspecto natural, preguntándonos de qué modo entra la
obediencia a formar parte del vivir cotidiano, como consecuencia de nuestra naturaleza.
II
ELEMENTOS HUMANOS EN LA OBEDIENCIA:
LOS NIVELES DEL SER
Para tener una visión global de la obediencia religiosa, como hemos hecho con
los votos de castidad y pobreza, parece necesario ante todo conocer los elementos y
procesos esenciales y fundamentales de la personalidad humana normal, procesos que
están en la base y constituyen la materia prima para vivir el consejo de obediencia. La
obediencia existe en nosotros a tres niveles: 1) psicofisiológico; 2) psicosocial, y 3)
espiritual-racional'. Tomemos nuevamente para su examen estos tres niveles por
separado, recordando siempre que en todo momento se actúa en base a los tres, aunque
uno prevalezca, a veces, sobre los demás. Trataremos también de estudiar estos niveles
desde el punto de vista de la específica potencialidad «inherente», y de las «leyes»
naturales de obediencia existentes en cada uno de ellos. Procuraremos asimismo
observar las modalidades de su interacción y su necesidad para disponernos a la acción
sobrenatural de la gracia.

A) NIVEL PSICOFISIOLÓGICO

Vivimos a un nivel fisiológico y somos organismos humanos complejos con


reacciones y procesos biológicos y químicos que actúan e interactúan con los sentidos,
de modo que producen estados psíquicos reactivos; por ejemplo, la sed es la reacción a
una carencia de agua en el cuerpo; el hambre proviene de una disminución de proteínas
o energía química corporal; la necesidad psíquica de dormir resulta de la flaccidez del
tejido químico concomitante. Se trata de procesos innatos que tienen lugar sin darnos
cuenta, aunque experimentemos conscientemente sus efectos; por ejemplo, no se
percibe conscientemente el cambio en los compuestos químicos y, sin embargo, la
«percepción» del hambre llega a la conciencia como una señal de la necesidad que
escapa a la conciencia, esto es, una carencia en el tejido 3. ¿Dónde está la obediencia en
todo esto? A tal nivel puramente humano la obediencia es una mera condición
«reactiva» respecto de aquellas leyes fisiológicas puestas en nosotros por la mente del
Creador y que funcionan «automáticamente», a no ser que se interponga alguna
«enfermedad » o anormalidad fisiológica. Nuestro cuerpo «obedece» a la solicitación
psíquica de satisfacer las necesidades corporales; cuando la sangre disminuye la
velocidad, los párpados comienzan a cerrarse, se relajan los músculos y uno se acuesta
para un agradable sosiego de sueño. Cuando el nivel de agua se rebaja, el cuerpo señala
una «sensación» de sed, con la reacción de buscar un buen vaso de agua fresca,
naranjada o una buena taza de café caliente. Todas estas funciones corporales actúan en
colaboración. Existe, en cierto modo, una «ley natural» que proviene, a este mismo
plano, de una «organización somática o corpórea»; en otras palabras: «la organización
del cuerpo incluye no sólo... el conjunto estático de los órganos y de articulaciones
coordinados entre sí, sino también la habilidad de reaccionar correctamente,
'normalmente' y, en cuanto sea necesario, de modo eficaz. Todo esto va encerrado en la
noción de organización somática, y se ve exteriormente en la constitución corpórea, y
en lo que se considera como 'la totalidad estática y dinámica del cuerpo humano'». Las
emociones pueden también nacer de estos procesos y dinámicas corporales. Las
emociones no son reacciones somáticas (esto es un desequilibrio químico), sino
acontecimientos psíquicos que por su naturaleza son cualitativamente diversos de las
reacciones del cuerpo mismos. Por causa de las necesidades fisiológicas, se siente uno
más o menos «bien» o «mal», física o psíquicamente, con relación a la satisfacción, o
no, de las «leyes» naturales innatas; por ejemplo, si interiormente estoy falto de agua,
me «siento» débil, «siento » sed; hago lo posible por «superar» la fatiga, me pongo en
movimiento y me dirijo al grifo, o si «no me gusta» el agua, puedo tomar otra bebida.
Bebo y me «siento» mejor. Por consiguiente, toda célula tiene que estar sana, viva y
funcionando, para que toda parte del cuerpo, todo miembro, articulación, tejido, etc.,
funcione bien, y de este modo el cuerpo entero pueda estar sano. Esto es ley. Esto es
naturaleza. A veces, a este mismo nivel, una parte puede «sacrificarse» por el bien
general de todo el cuerpo; por ejemplo, después de una pesada comida la sangre afluye
al estómago para la digestión, dejando las demás partes del cuerpo menos eficientes; así,
no se puede uno concentrar bien ni caminar expedito o estar despierto como en otros
momentos. O también, para curar una herida o infección, las demás partes del cuerpo
concurren en auxilio de la parte lastimada, trabajando intensamente para producir las
células sanguíneas o glóbulos necesarios para aliviar la situación de incomodidad. ¡Qué
sistema más excelente de «leyes» innatas! Leyes ordenadas todas a un fin, el bien
general, esto es, el sano funcionamiento del yo fisiológico; una eficiente organización
de las partes en pro del todo; toda parte se amolda a funcionar más o menos, según la
necesidad, para que el cuerpo funcione con la máxima eficiencia. Y todo esto sin tener
nosotros conciencia de ello.
Considérese ahora qué sucedería si el «mensaje» o señal enviado por el cuerpo fuese
mal interpretado o ignorado; supongamos, por ejemplo, que la «debilidad» por falta de
agua fuese atribuida a la necesidad de sueño y así se fuera uno a dormir; esto no
provocaría una verdadera recuperación del cuerpo en su óptimo y total funcionamiento
al servicio de la vida, porque el problema está en la necesidad de agua y no en la falta de
descanso, y en ese caso se despertaría uno más cansado todavía.
Constatamos, pues, que hay una obediencia también a nivel fisiológico; los tejidos
«obedecen» a las células, los miembros «obedecen » a los tejidos, etc. Nosotros
«obedecemos» a las leyes de la naturaleza en nuestro ser fisiológico; dormimos para
tener vitalidad y vivacidad; «perdemos» conciencia en el sueño para un bien mayor, el
del cuerpo entero. Somos «obedientes» centenares de veces al día, aun sin darnos
cuenta; «nos sacrificamos» en vista de un bien mayor (aun físicamente), según el «fin»
o «función» de nuestro ser fisiológico: un funcionamiento eficiente, la vida. A este
punto tenemos también que recordar nuestra «sumisión» a las leyes naturales corporales
que tiene lugar con el pasar de los años, esto es, los efectos que se derivan de la edad:
cabellos grises, aspecto encorvado, movimientos pausados, caminar inseguro, etc. Sigue
la misma muerte como «ley» de naturaleza. «Con la muerte se pide a la persona
'abandonar' o desprenderse incluso de las leyes físicas naturales.» Como dice Rahner:
«Por la muerte el hombre es interpelado de la manera más fundamental, para que acepte
o no que se disponga de él, en aquello que está escondido y es incalculable; y de esta
manera él renuncia a sí mismo». Por lo menos a este nivel, la ley de la muerte es más
fuerte que la ley de la vida y el cuerpo renuncia a sí mismo. ¡Qué «obediente» es
nuestro cuerpo sin saberlo, hasta el fin!

B) NIVEL PSICOSOCIAL

Debido a la segunda dimensión, nosotros superamos o «trascendemos» nuestro ser


corpóreo y las necesidades que surgen automáticamente, para entrar en un nivel más
profundo de vida, .donde damos sentido al mundo exterior y no «reaccionamos»
solamente a la sensualidad, a la emotividad del sentido del mundo desconocido dentro
de nosotros mismos, esto es, en nuestro cuerpo. Este nivel puede definirse como vida de
relación en el plano «social», esto es, en las relaciones que tienen lugar entre nosotros y
el mundo de las personas. Se supone, naturalmente, que la «persona » haya logrado la
madurez hasta el punto que pueda superar los efectos puramente fisiológicos, para
abrirse a las necesidades del otro y ser sensible a los demás. A este plano surge la
exigencia de «plenitud» no sólo física, en la asimilación y adaptación al ambiente de
manera puramente corporal; más allá de estas exigencias físicas en realidad nace la
necesidad de sentido: necesidad de reconocimiento social, estima, cuidado, interés, etc.
«El hombre asimila su ambiente, no sólo a nivel bioquímico y fisiológico, sino también
y más conscientemente como «situación de sentido», y este sentido no sólo se le
encuentra en una amplificada conciencia de sentido del yo con mayor potencialidad,
sino en una más amplia conciencia de sentido del yo en relación con los demás. Por
consiguiente, también cuando nos sentidos solos, hay una ausencia implícita de relación
con los demás y, por tanto, vivimos constantemente en base a sentidos dependientes de
relaciones interpersonales.
¿Qué podemos decir de la «obediencia» presente en este nivel? Del mismo modo
que el «funcionamiento» específico de las diversas partes del cuerpo es necesario para
una efectiva integración del todo, y esto implica seguir las leyes innatas, de la misma
manera «procesos» similares se verifican también a este nivel. ¿De qué modo?
Somos seres sociales, y las relaciones nos son necesarias, como el alimento, para la
plenitud y el crecimiento. Esto quiere decir que existe la necesidad de entablar
amistades y formar comunidad. Se necesita una diversidad de especificaciones para el
desarrollo de la comunidad, de modo que cada miembro pueda crecer gracias a la
diversidad y enriquecimiento recíprocos. De otro modo, «el otro» o la comunidad serían
superfluos; si todos fueran semejantes o iguales, cada cual se bastaría a sí mismo.
También aquí hay leyes de obediencia que han de tenerse en cuenta. «La obediencia
nace de la fundamental necesidad de la persona humana inclinada a ser social...» Esto
supone «luchar contra la propia voluntad, que se manifiesta individualista, cerrada,
replegada sobre sí misma. Más que aislarse y abandonar la comunidad, lo cual equivale
a la 'muerte' de esta parte del ser (el social), el hombre debe personalizarse a sí mismo
cada vez más, descubriendo, con las alternancias del tiempo, con mayor libertad y
claridad, que la persona no vive, ni se realiza, sino estableciendo relaciones válidas
interpersonales e insertándose allí donde existe la comunidad». Por consiguiente, se
realiza una obediencia natural a medida que se trabaja por pasar del individualismo,
interés fisiológico de la propia vida, funciones automáticas de satisfacción, de
supervivencia y de crecimiento, a una más amplia visión de plenitud con y merced a los
demás, considerados como personas. «Obedecemos», pues, no sólo cuando satisfacemos
estas tendencias naturales, fisiológicas o sociales, sino que «obedecemos» también
cuando limitamos el interés por nuestro yo, aceptando pertenecer a un grupo social y a
una comunidad, colaborar en ella, bajo la guía de la autoridad constituida, por el mismo
bien del grupo. De ese modo se vislumbra una nueva meta más allá de nosotros mismos:
el bien común. Es, por tanto, función del grupo asegurar el desarrollo del bien común,
en cuanto bien de todos los pertenecientes al grupo. La obediencia consiste en la
sensibilidad y respuesta a las necesidades y requerimientos del otro y en la renuncia a
los propios deseos e intereses, a veces, por un bien mayor. Por ejemplo, los miembros
de una familia logran «obedecer» recíprocamente, respondiendo los unos a las
necesidades de los otros, en pro de la unidad común, la alegría y el crecimiento familiar.
Lo mismo vale para un ambiente social «selecto» de amistad o asociación de cualquier
tipo. La amistad o pertenencia como socio a un grupo, ya que mira al bien común,
presupone la justicia, esto es, la obediencia o la sumisión de la propia vitalidad a la de
los fines o metas del grupo más amplio. Autoridad y normas se establecen o
espontáneamente o de común acuerdo, como en las organizaciones democráticas, o
naturalmente, como en la estructura jerárquica de la familia. De este modo, dado que
tenemos necesidades innatas de sociabilidad, llegamos a «obedecer» a aquellas normas
que favorecen al mismo tiempo nuestros derechos de individualidad y crecimiento y el
bien del conjunto de los miembros. La obediencia, a este nivel, es en cierto modo
material y espiritualmente utilitaria.
De todos modos, como en el primer nivel, para alcanzar las metas necesarias, la
obediencia a normas comunes puede requerir una cierta «trascendencia» o renuncia de
parte del individuo. Los cabeza de familia tienen que renunciar a un sueldo más alto y
pagar tasas y contribuciones por los beneficios que provienen del gobierno y la futura
seguridad familiar. Los maridos renuncian a sus deseos e intereses individuales para
trabajar, preocuparse, colaborar con la mujer, obedeciendo a la «ley» de amar a la mujer
y a los hijos. Las mujeres se olvidan de la fatiga, disgustos, inseguridades; «obedecen» a
los deseos, necesidades del marido, o de los niños para su crecimiento y felicidad. Esta
recíproca renuncia, por ejemplo: entre gobierno y ciudadanos, marido y mujer, patronos
y obreros, es una forma de trascendencia de los propios intereses en obediencia a un
bien común más grande, también a beneficio propio. Esta trascendencia nos descubre
nuestras características latentes y nos incita al crecimiento, a ulteriores realizaciones
para descubrir nuestras peculiaridades, que por sí solas no se podrían comprender.
¿Qué es lo que facilita este paso del primero al segundo nivel? El tercer nivel, el
potencial espiritual-racional que hay en nosotros.

C) NIVEL ESPIRITUAL-RACIONAL

¿Qué lleva consigo este nivel? Nuestro ser está dotado de capacidad y tendencia a
trascender los límites de los hechos inmediatos y los procesos materiales (reacciones
químicas, presencia y ausencia social, etc.). Prescindiendo de estas experiencias
inmediatas, al primero y segundo nivel solamente, la persona está en disposición de
formular evaluaciones sobre la vida y el ser en cuanto tales. Por medio de la razón y de
la inteligencia se puede llegar a comprender y experimentar la obligación moral, a
juzgar las situaciones como buenas o malas racionalmente, no exclusivamente en base a
una evaluación emotiva, o con referencia al hic et nunc, a la gratificación o satisfacción
personal; se puede llegar incluso a trascender los límites de la propia situación
inmediata por principios más allá de sí mismo, por razones de «bueno, bello y
verdadero», etc., válidas por sí mismas. Este nivel nos permite ir más allá de ciertos
estímulos, más allá del procesó de vida «que se encierra materialmente ahí», y
determinado en sí mismo.
¿Cómo se ve «la obediencia» a este nivel? Nos permite obedecer de manera
verdaderamente humana, en cuanto que somos no solamente «sensaciones», emotividad
y «reacciones», como al primer nivel, ni que simplemente «coexistimos» con los demás
como en el segundo, sino que sabemos comprender y juzgar situaciones significativas,
relativas a nuestro bien y al de los demás, aquí y ahora y aún más allá del aquí y ahora,
o podemos prescindir de los beneficios materiales que se reportan de lo inmediato, y
«estar» por el bien, por la verdad, más allá de sí mismo. En este sentido, objeto de
nuestra obediencia no es simplemente la obediencia a las leyes de la naturaleza física
presentes en la persona, ni la obediencia al «bien común», la realización de sí
juntamente con los demás, sino la obediencia a la verdad, a los principios por sí mismos,
como característica humana más elevada. Se favorece un tipo de obediencia que
conlleva la conciencia: juicio, decisión y acción de acuerdo con normas objetivas o
principios trascendentes. Un ejemplo nos puede ayudar a aclarar esto; mientras el
primer nivel nos puede indicar solamente que tenemos sed y orientarnos a tomar un
vaso de vino o cualquier bebida a mano, actuando al tercer nivel somos capaces de
elegir de acuerdo con criterios externos relacionados con nuestro bienestar; puedo
«reaccionar» ciegamente (nivel uno) o en cambio verificar la calidad del vino para ver si
es bueno, si me va bien a mí. ¿Tengo que beber en todo caso sólo porque tengo sed?
¿Tengo que esperar a un amigo o la comida para compartir con otros y para darles
gusto? De este modo se llega a obedecer a toda nuestra persona, al «yo» que trasciende
cualquier parte de sí mismo (trascendencia parcial), y se puede también obedecer a la
«verdad», esto es, trascenderse totalmente por un bien objetivo, mayor, obedeciendo a
un «objeto» más allá de nosotros mismos por razones que nos superan. Esto permite un
tipo de obediencia a situaciones o experiencias que pueden «hacer mal» por la renuncia
que implican al primero y segundo nivel, pero que adquieren sentido a un nivel lógico
de verdad y bien último. Es posible una obediencia más madura, más profundamente
«humana», porque se es más libre. «Se obedece», pues, no sólo de un modo reactivo y
utilitarista, en base a las necesidades humanas propias y de los demás, sino también por
los principios mismos. Aún más, la elección de «no obedecer» a un nivel puede ser
«obediencia» a otro nivel más alto; por ejemplo, por más cansado que esté uno, puede
ocupar el tiempo en ayudar a un amigo antes de irse a dormir; viceversa, aunque un
amigo tenga necesidad, puede emplearse ese tiempo en preparar cualquier cosa para el
bien común de todos; si se pide «obedecer», -y esto va contra los principios de verdad o
justicia o de un bien mayor (por ejemplo, en países totalitarios), y se elige no obedecer,
ésta no es «desobediencia», sino obediencia a un nivel más elevado. Este es un asunto
delicado, y lo trataremos de nuevo más adelante, en el capítulo «Usos y abusos».
A veces esta obediencia requerirá sufrimiento, renuncia a gratificaciones u
«obediencia» en otros planos. Este nivel, sin embargo, nos libera en gran modo para ser
lo que verdaderamente somos: humanos en el sentido más profundo de la palabra.
Wojtyla afirma: «La libertad típica del ser humano, la libertad que brota de la
voluntad, se manifiesta idéntica a la autodeterminación, mediante este órgano
experimental, más completo y fundamental, que es la autonomía humana». Los diversos
grados de emoción provenientes de las necesidades del primero y segundo niveles se
integran bajo, con y por la emoción resultante del tercer nivel: el impulso hacia un bien
objetivo y, en particular, el bien o mal moral u . El tercer nivel es en realidad el que
permite una obediencia más completa, ya que facilita la integración humana necesaria
para una obediencia humana más perfecta. «La integración —dice Wojtyla— es la
manifestación y al mismo tiempo la realización de la unidad sobre la base de la
multiforme complejidad humana... Es complementaria de la trascendencia». Siendo así
que la conciencia del tercer nivel supera el sentimiento, aquélla lleva generalmente
consigo un orden, o «subordinación» de niveles, que es la condición de la
«autodeterminación», autogobierno, autoposesión, esto es, una obediencia
verdaderamente libre, objetiva, basada en la percepción del dinamismo personal, total:
capacidad de ser objetivo, conocerse y determinarse desde dentro («normas » internas) y
capacidad de adaptarse a la realidad y verdad externas con la razón («normas»
externas), esto es, la capacidad de ser objetivo; en otras palabras: una obediencia
madura requiere la integración de los dos aspectos: subjetividad, conocer «mis
reacciones », y objetividad, dirigir mis acciones.
Antes de seguir, tenemos que subrayar este punto: «Es en la trascendencia (ir más
allá de la emotividad), y no sólo en la integración de la emotividad humana, donde se
manifiesta el sentido más profundo de la espiritualidad de la persona y es aquí donde
encontramos la base más adecuada para probar la espiritualidad del alma humana». En
otras palabras: la transformación natural bajo la acción de los valores que
experimentamos, la potencialidad fundamental de nuestra constitución intelectual,
prefigura y prepara, predispone en cierto modo y continúa ayudando a la transformación
sobrenatural que está esencialmente destinada a promover . Veamos cómo toda esta
humanidad está comprendida en la obediencia cristiana.

III
DEFINICIÓN DE LOS ELEMENTOS TEOLÓGICOS
DE LA OBEDIENCIA
A) OBEDIENCIA CRISTIANA

Hemos visto hasta aquí cómo la obediencia es, en muchos aspectos, humana. La
obediencia, para ser cristiana, tiene antes que ser humana, esto es, obediencia de un
ser racional dotado de inteligencia y libre voluntad, que puede, por tanto, gracias a
su integración humana, comprender cognoscitivamente, ordenar libre y
voluntariamente su vida, elegir y obrar humanamente. Y, sin embargo, todo esto no
es virtud... no es aún cristiano. Si nos quedamos en el terreno sólo de nuestra
naturaleza, somos incapaces de comprender una vida totalmente distinta de nuestra
naturaleza, esto es, no podemos entender «lo que procede del espíritu de Dios» que
para nosotros sería locura (cf. 1 Cor 2,14). Cuando Jesús dijo: «Dad al César lo que
es del César», esto es, vivid la obediencia humana, añadió: «Y a Dios lo que es de
Dios» (Mc 12, 17).. Esto es, de otra naturaleza. Juan Pablo II, en la encíclica Dives
in misericordia, lo expresa claramente: «La manifestación del hombre en la plena
dignidad de su naturaleza no puede darse sin la referencia —no sólo conceptual,
sino integralmente existencial—a Dios. El hombre y su vocación suprema se
manifiestan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su amor».
¿Y en qué modo se nos ha revelado el misterio de Dios nuestro Padre? Mediante la
gracia infundida en nosotros el día del bautismo.
¿Qué es la gracia? La gracia es un don sobrenatural que nos da la radical y
profunda capacidad de seguir el único y singular camino para realizar el amor de
Dios: imitar de cerca a Cristo y obedecerle. Es Dios quien llega a nuestros corazones
con amable iniciativa, entablando una alianza de amor con nosotros: «Yo seré
vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26,12). Jesús mismo dio
cumplimiento a su parte de alianza mediante la forma más total de obediencia
imaginable con «una vida impregnada de la voluntad del Padre» hasta la muerte.
«Las palabras que yo os digo no son mías», «si dijera que no lo conozco (al Padre)
sería como vosotros mentiroso» (Jn 8,55). «El Hijo no puede hacer nada por sí
mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). «He bajado del cielo no para hacer
mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6,38). «Aquí estoy,
oh Dios, para hacer tu voluntad». De esta manera Dios llega a nuestros corazones
con el don de la gracia y nos llama a colaborar en su alianza de amor. «Infundiré mi
espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis (esto es, en vuestro yo más profundo)
según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que
yo di a vuestros padres (la Iglesia, nuevo pueblo de Dios en la tierra); vosotros seréis
mi pueblo y yo seré vuestro Dios; os libraré de todas vuestras inmundicias» (Ez
36,27-29; 11,19-20). De este modo Dios nos introduce en su corazón y se hace más
íntimo a nosotros que nosotros mismos. «Intimior, intimo meo», afirma San
Agustín. Él se pone en colaboración, mutua obediencia de amor, morando en
nosotros, no de cualquier modo de igual a igual, como socios iguales, ya que su
contribución supera muy de lejos y es infinitamente mayor que la nuestra, siendo
cualitativa y cuantitativamente distinta. Llegamos, pues, a ser hijos e hijas,
concibiendo nuestra vida no como una proximidad entre Dios y nosotros, sino un
mutuo «estar el uno en el otro». Estamos rodeados, envueltos en su amor, puesto
que la gracia es la vida en Dios. Todo es suyo, y Él es nuestro. Nuestra humanidad,
todos nuestros niveles, se hacen suyos. Sus planos son los nuestros, y los nuestros
van orientados a Él. Le obedecemos.
En este punto alguno podría entender la llamada gracia «sobrenatural » como
superhumana o no humana. Si bien es de otra naturaleza, ella no destruye los valores
humanos (incluso los valores naturales de la obediencia), ni los margina. Al
contrario, valores y elementos humanos asumen sentido y dignidad nuevos. La
obediencia adquiere un sentido particular más elevado; permanece siendo acción
nuestra, pero al mismo tiempo es un don de Dios, sostenida por la fe y dirigida por
El (Wojtyla trata de la «iluminación de la oscuridad» en su disertación sobre el tema
de la fe: K. Wojtyla, La fe según San Juan de la Cruz, Madrid, BAC,1980). ¿De qué
modo se verifica esto en la obediencia concretamente?
Rahner explica que la obediencia tiene dos dimensiones: funcional y religiosa.
La obediencia es «funcional» cuando hay voluntad de obedecer para mantener el
orden, facilitar la interdependencia, favorecer el común querer social para el bien y
realización propios y de la sociedad, hacer de modo que las cosas vayan adelante
para el progreso. Más allá de esto no hay otras ideologías ni valores. El progreso y la
vida son primarios. Actualización y realizaciones resultan metas, la
autotrascendencia es un medio.
En la obediencia religiosa, en cambio, todo lo humano es abrazado por la fe;
todo acto de sumisión o aceptación se entiende como orientado no sólo hacia el
hombre, sino hacia Dios, en su providencial designio de amor al mundo. Mientras la
obediencia funcional es una sumisión a los acontecimientos, sobre todo en favor
personal, la obediencia religiosa es una respuesta al amor de Dios; es la
interpretación de los acontecimientos lo que cambia. La alianza entonces, para Jesús
como para nosotros, es la alianza de una vida entregada enteramente no sólo para
realizarse a sí mismo, sino sobre todo para realizar los designios de Dios, de salvar
al mundo y a nosotros. En buscar la «parte» que Dios nos ha asignado está nuestra
obediencia de cristianos. La obediencia es, pues, «la realización del plan de Dios en
la persona»; es una plena valoración de nosotros mismos, un liberarnos y
desarraigarnos de nosotros mismos, de proyectos y obediencias nuestras, que hasta
ese momento nos colocaban exclusivamente dentro de los límites humanos; toma
todos nuestros planes y los pone en la perspectiva del plan infinito de Dios sobre
nosotros. Nos conduce a una obediencia y valoración de nosotros mismos
trascendente, más allá de los simples confines del horizonte humano, de la humana
integración y «funcionalidad».
La obediencia cristiana se diferencia de la obediencia humana en cuanto que está
construida sobre un sistema de valores distintos: a) la presencia de la voluntad del
Padre y de los designios de la Providencia más que la sola voluntad del ser humano;
b) una visión de sí mismo, no como dueño de su propio destino, ni esclavo de las
propias limitaciones o de las de los demás, sino una visión de sí mismo como hijo
valorizado y vivificado por el amor que salva, que trasciende, que desea responder
con devoción obediencial a la invitación de la alianza.
La gracia, entonces, nos habilita para obedecer «más allá» de las puras razones
humanas, por la sola recompensa, o en vistas de un orden simplemente humano: «Al
que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera
pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y al que te obligue a
andar una milla, vete con él dos» (Mt 5,39-49).
La obediencia se funda en otra ley, la ley de Cristo, que es su palabra viva (cf.
Gal 6,2; 1 Cor 9,21). Es una ley de libertad (Jr 2,21; 1 Pe 2,16; 2 Pe 2,19), porque es
la ley del Espíritu de vida (Rom 8,2). El hermano Rueda, superior general de los
Hermanos Maristas, lo resume con exactitud:

«La vida cristiana es una respuesta existencial al amor con que el Padre nos
ama en Jesucristo y en su Iglesia. Esta respuesta existencial consiste, por un lado,
en el amor interior que continúa creciendo y madura hasta la plenitud, y por otro,
en un don de sí a los demás en gestos cotidianos bajo el signo de la santa voluntad
del Padre al servicio de su reino y por el cumplimiento de la historia de la
salvación»

La obediencia cristiana puede, pues, considerarse en sentido amplio como libre


aceptación de todo lo que es necesario, de todo aquello a lo que, en concreto, no
podemos sustraernos; lo inevitable, porque es parte de la disposición de Dios, parte
de la escondida caridad en su misterioso plan de amor por nosotros. En sentido
estricto, la obediencia cristiana es adhesión a la legítima autoridad que vincula
nuestras voluntades a preceptos particulares, en situaciones concretas, al considerar
a un superior como legislador y amigo en cuanto partícipe del amor para nosotros y
para la sociedad, que culmina en la misma persona de Dios.
Nos preguntamos ahora cómo es esta sumisión al plan de amor de Dios por
nosotros y por nuestra salvación, en los niveles «transformados » de nuestra vida,
con los ojos de la fe.
Al primer nivel, el psicofisiológico, consideramos útiles el cuidado y
sostenimiento del cuerpo no sólo para su realización, crecimiento y funcionamiento,
para evitar el dolor y para metas personales como la belleza, la salud u otras; pero
como cristianos nos sometemos a las leyes de la naturaleza (aunque al principio
automáticamente) y luego las interpretamos racionalmente como procesos que se
transfiguran en el plan divino de nuestra salvación y perfección. La muerte misma,
la obediencia definitiva, y su aceptación por nuestra parte, es un gesto de fe en la
vida eterna, ya que aquélla está permitida y realizada por un Dios misericordioso
como llamada a la transformación final en El.
En el segundo nivel la obediencia cristiana, mediante la fe en Jesús, transforma
la sumisión natural a la legítima autoridad en sumisión filial al Eterno Padre que nos
ama. Toda autoridad se considera como derivada de Aquel que crea el universo y lo
gobierna. «Quien acoja al que yo envíe me acoge a mí; y quien me acoja a mí, acoge
a Aquel que me ha enviado» (Jn 13,20). Hinnebusch resume elegantemente este
concepto de la obediencia cristiana que va más allá del bien común o de la
realización social como metas finales:

«...Aun siendo como somos uno en el Espíritu, cada uno conserva la propia
personalidad individual y distinta, y, por tanto, en la caridad hemos de respetar a
cada individuo como persona singular, amarlo por sí mismo, y desear que cada uno
sea lo que verdaderamente es, aquel yo que el amor creador de Dios y su
providencia han pensado para él. Nuestro amor, a semejanza del amor creador de
Dios, se emplea para llevar a todo hermano nuestro a la verdadera perfección... Es
un compromiso que cada cual debe mantener y desarrollar de acuerdo con la
verdadera potencialidad dada por Dios a cada uno»
La obediencia cristiana se hace, a este nivel, expresión filial de la actuación del
mandamiento «ama a Dios y al prójimo como a ti mismo por amor de Dios». La
obediencia a los demás se convierte en reflejo y expresión de la obediencia al Padre,
al Creador.
Aun el concepto de sí mismo cambia en este sentido; de tenerse como necesario
a los demás de manera humana, igual y complementario, se pasa a considerarse
«mensajero», una «luz» de su amor enviada a los demás para manifestar su bondad:

«Vosotros sois nuestra carta..., una carta de Cristo redactada por ministerio
nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo... Nuestra capacidad
viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza, no de
la letra, sino del Espíritu» (2 Cor 3,2-6).

Cuando aceptamos con amor obedencial ser intermediarios entre Él y los demás,
comprendemos entonces tener también nosotros necesidad de mediación; con
motivo de la intrínseca «humanidad » y. «debilidad», se llega a reconocer la
necesidad de luz por parte del propio semejante que puede iluminar nuestra
oscuridad e incapacidad para ver la voluntad de Dios y que provee a sostener nuestra
voluntad en los momentos de debilidad. Autoridad y amigos se convierten en
mediadores de Dios; se forma una nueva «hermandad» en respuesta mutua de amor
obediencial a la Providencia y a la acción vivificadora de Dios con su grey.
En el tercer nivel, entonces, el entendimiento del cristiano recibe una nueva luz
basada en la fe; por ella consigue una particular interpretación del mundo visible y
de las criaturas; la gracia nos hace capaces de creer, en la fe, que «aunque Dios
habite en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), Él nos habla por medio de todo el
universo, «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras, su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,20). Ya
que con la razón no podemos .encerrar a Dios y su voluntad dentro de los estrechos
límites de nuestra mente, tratamos, en la fe, de conocerlo, aunque de modo limitado,
mediante los niveles de nuestro ser, las preguntas y órdenes de los demás, y en
particular mediante la enseñanza y la orientación de la Iglesia. No sólo el
«entendimiento» es guiado por la fe, sino que el propio entendimiento trata de
formarse más objetivamente en la fe, discerniendo el plan de Dios, por medio y con
aquellos que están autorizados por la Iglesia, por ejemplo, mediante los superiores,
las homilías, la lectura espiritual. La misma voluntad queda reforzada en la fe, para
disponerse a aceptar la voluntad antecedente de Dios (lo que Dios quiere que se
haga aun antes de cualquier decisión o mandato del superior), aun pudiendo ser esto
difícil, ya que la interpretación de la voluntad de Dios por parte del superior
(voluntad de Dios consiguiente) no es resultado de un proceso lógico ni parece de
utilidad espiritual o psicológica. La lógica de la razón cede ante la presencia de la fe
y la confianza en el plan providencial de Dios a todos los niveles del ser y en todo
movimiento espiritual de nuestra vida; toda respiración se transforma en un susurro:
Fiat. Gracia, fe y visión cristiana del mundo integran y asumen todos los niveles en
los planes del corazón divino; la obediencia se convierte en una respuesta de amor.
La Lumen gentium resume en estos términos el compromiso implícito en la
obediencia cristiana:

«Obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos


según Dios... (ellos) allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su
propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación
del mundo como desde dentro, a modo de fermento... Por tanto, de manera singular,
a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están
estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen
conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor».

B) EL CONSEJO DE OBEDIENCIA

Los documentos del Concilio (Decreto sobre la adecuada renovación de la vida


religiosa) definen los elementos esenciales del consejo de obediencia:

«Los religiosos, por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios, como


sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad, y por ello se unen más
constante y plenamente a la voluntad salvífica de Dios. Por eso, a ejemplo de
Jesucristo, que vino a cumplir la voluntad de su Padre, y 'tomando la forma de
siervo', aprendió por sus padecimientos obediencia; los religiosos, por moción del
Espíritu Santo, se someten con fe a sus superiores, que hacen las veces de Dios, y
por ellos son dirigidos al ministerio de todos los hermanos en Cristo, a la manera
que Cristo mismo, por su sumisión al Padre, sirvió a sus hermanos y dio su vida por
la redención de muchos. Así se vinculan más estrechamente al servicio de la Iglesia
y se esfuerzan por llegar a la medida de la plenitud de Cristo».

¿De qué manera la vida religiosa y el voto de obediencia realizan la respuesta


cristiana a la alianza de Dios? El voto de obediencia, que por un lado comprende
cuanto pide la obediencia humana y cristiana, y por otro tiene un carácter
específicamente suyo en cuanto se refiere a los medios para alcanzar la perfección.
Tomás de Aquino escribe: «La perfección de la caridad, a la que se orientan los
votos... consiste en la renuncia, en el mayor grado posible, por parte de la persona,
de los bienes temporales, incluso lícitos, en los cuales ocupando la mente impiden el
movimiento actual del corazón a Dios». La obediencia religiosa es, pues, un nuevo
deber hacia un precedente amor. Es «nueva» en su actitud, en su conversión más
profunda aún a Cristo, en su totalidad; esto, por diversas razones:
1) Es una promesa pública a un tipo de obediencia, al que los demás, como
cristianos y como miembros de la Iglesia, no están obligados. Es un medio particular
de perfección de la caridad.
2) Es una llamada a favor de la Iglesia y del mundo entero, mediante una
disponibilidad total, libre de toda ligadura limitadora.
3) Es un abandonar la vida entera en manos de Dios, hasta el punto de no saber
siquiera cómo y en base a qué talentos seremos empleados; es un dejar a Dios que
dé forma a toda nuestra vida. Es una total entrega a la fe.
4) Es un compromiso a vivir la comunión evangélica en profundidad, en una
comunidad y conforme a una comunidad no nacida de carne ni de sangre, sino fruto
del Espíritu y de la «llamada» de la fe.
5) El objeto material es más amplio, en cuanto que la obediencia incluye el don
de todas, nuestras actividades, nuestra vida, nuestro ser, nuestra voluntad, todos los
aspectos internos y externos de nuestra existencia.
6) El objeto formal, esto es, el motivo, es una intensificación y atención
particular a la caridad ante todo; se obedece por un «amor loco» de Dios. El consejo
es distinto de la virtud, aun basándose en la virtud. Desarrolla, mediante la
disciplina, una nueva capacidad de sacrificio ilimitada, de amor desinteresado, sin
medida, para enseñar, a través de la propia vida, a ser modelo de bondad, humildad
y servicio.
En síntesis: la vida religiosa encarna una obediencia que tiene un carácter
particular: una obediencia que trae su origen del interior de la Iglesia, en una forma
mucho más importante, más totalizadora...
... Una cosa es obedecer en base a la consagración bautismal en un momento
dado, y otra es poner este testimonio público de caridad al servicio de la Iglesia
mediante un compromiso tomado una vez para siempre y por toda la vida...
Un voto hecho ante la comunidad eclesial confiere a la obediencia un carácter
sagrado, en cuanto se refiere al compromiso que se desea asumir para vivir
conforme a la voluntad de Dios, y para buscarla diariamente gracias a los
mediadores que Él nos da y mediante su ayuda. (Hay, pues, mucho más que una leve
diferencia entre obediencia cristiana y obediencia religiosa).
La obediencia, por tanto, es la «sacralización» de la conversión. Su esencia brota
de un movimiento interior: «un acto libre de conversión interior, la decisión central
de nuestra voluntad para dejarse transformar por Cristo, sin reservas».
¿A qué obedecemos mediante este consejo? Ante todo, en general: buscamos la
voluntad de Dios exteriormente: 1) en el Evangelio; 2) en las Constituciones, y 3) en
la vida eclesial, según sus necesidades, tendencia, perspectivas. Esto en base a
evaluaciones y decisiones en el interior de nuestra conciencia. Más concretamente:
— Obedecemos al Evangelio. El Evangelio nos lo interpreta la Iglesia: en las
homilías, en las exhortaciones, en las cartas pastorales, por medio de los confesores,
directores de Ejercicios, maestros, superiores, la comunidad. Nos comprometemos a
tomar seriamente en consideración e interiorizar estas «semillas» meditándolas,
valorándolas, sometiendo nuestra vida a los deseos que de esta manera nos
manifiesta el Señor.
— Obedecemos a las Reglas y Constituciones; son expresión del discernimiento
comunitario de la voluntad de Dios para nosotros. La comunidad, como tal, tiene el
deber de anunciar el plan de salvación como está revelado en el Evangelio. A veces
será necesario sacrificar nuestras opiniones, aun las más correctas o lógicas, si no
hay serios y objetivos motivos de conciencia, o se nos pide algo contrario a la
caridad. La obediencia a la Regla y a las Constituciones incluye asimismo la
obediencia al superior reconocido y en cierto modo aprobado por la Iglesia. Es
indispensable una amorosa colaboración entre el superior y el religioso en la
búsqueda cotidiana del plan de salvación de Dios para cada uno. La sincera lealtad a
los superiores y la confianza que en ellos pongamos, en cuanto sacramentos de
Cristo, inspirará al propio tiempo al superior en su voluntad de confiarnos un
compromiso por el Reino de Dios. Puesto que también él es «súbdito», tratará de
ayudarnos a encontrar la voluntad del Padre en determinadas situaciones y, en otros
momentos, de «verificar y autenticar» esta voluntad que yo creo haber descubierto.
Las Constituciones religiosas indican las maneras más detalladas de vivir el plan de
salvación de Dios; la obediencia religiosa cala más a fondo, comparada con la
simple obediencia cristiana, en todos los aspectos de nuestra vida personal; estilo de
vida, horario de la jornada, amigos, colegas, apostolado, formas de oración, vestido,
etc. ..
— Obedecemos a la Comunidad eclesial; esto significa que nos comprometemos
a ser abiertos y disponibles para con las necesidades de Cristo en su Iglesia, en las
diversas maneras con que se presentan: en los cambios propuestos, en las
perspectivas cada vez más hondas de compromiso cristiano y religioso, en las
directivas, en los compromisos ofrecidos. Prometemos obedecer a la Iglesia y a sus
guías, ser sensibles a sus quejas, sus necesidades, sus exhortaciones.
Tenemos que apuntar brevemente las características que distinguen la obediencia
religiosa de la sacerdotal. La obediencia sacerdotal es más «limitada» y deja a la
libre iniciativa personal todo aquello que no está directamente ligado con el
ministerio. Aun en el mismo ámbito del ministerio pastoral existen más bien normas
generales que sirven de orientación, pero dejan lugar a una amplia iniciativa y
creatividad según el celo apostólico personal. La obediencia de un religioso, en
cambio, es el holocausto completo de la vida misma, de la propia vida en todos sus
aspectos. Si un sacerdote diocesano quiere consagrarse más decisiva y totalmente,
puede hacer esta oblación ya al obispo, ya en un instituto secular. Pero esto es un
compromiso que va más allá de la obediencia prometida al obispo el día de la
ordenación.
Llegados a este punto, después de haber reflexionado sobre la llamada y sobre la
amplitud del voto de obediencia, podemos preguntarnos en qué medida es útil y
significativo, si vale la pena vivirlo y cuál es su valor de testimonio en la cultura
actual basada en la independencia, la satisfacción de los impulsos y la realización
personal. El voto de obediencia es un signo positivo; un signo para nosotros y para
el mundo de las cuatro dimensiones de la dinámica sobrenatural dentro de las
realidades humanas; la obediencia es, ante todo, Cristológica; en segundo lugar,
Eclesiológica; en tercer lugar, Escatológica, y, finalmente, Ascética.
Examinemos ahora estos cuatro aspectos:

1. Cristológico Si bien Cristo no fue un religioso, sujeto a un superior directo, ni


miembro de la Iglesia, sujeto a una jerarquía, su obediencia en relación al Padre y en
relación a los apóstoles y discípulos fue, en ambos casos, una experiencia de
sumisión a una obligación no impuesta desde fuera, sino una comunicación de vida,
de vida divina, de amor.
La obediencia de Jesús, pues, no es sólo un modelo que hay que admirar, sino
una vida que hay que imitar. Los documentos dicen: «Los religiosos no sólo deben
insertarse en el misterio de Cristo, sino que han de asumir el modelo de la misma
obediencia práctica de Cristo» (cf. LG 42; PC 14; ET [AAS 63]).
Se nos puede preguntar de qué manera practicó Jesús la obediencia.

a) En su relación con el Padre; era una relación de devoción filial, de amor


obediente hacia aquel amor que era «forma, impulso y contenido de su vida».
También nosotros, como religiosos, ofrecemos nuestra vida a Dios para que la
transforme día a día y la colme de ardor, de amor, para que el Padre se manifieste en
cada movimiento de nuestro ser. Esto no quiere decir que estemos dispuestos a
ofrecer ciertos actos para «merecer» el amor del Padre, sino que nos hacemos
totalmente disponibles para la unión de pensamiento con el Padre, y para expresar
este pensar en la realidad concreta a fin de llevar a Él todas las cosas. Esto, lo
mismo que en Jesús, implica la renuncia a todo plan personal que no esté de acuerdo
con su voluntad, y lleva consigo el empeño por discernir, descubrir y poner en
práctica sus planes. Es, sin embargo, verdad que nuestra obediencia es distinta de la
de Jesús.
I. Para nosotros, la voluntad del Padre no está siempre clara, aun cuando la
buscamos .
II. No siempre asentimos total y radicalmente.
III. La intensidad con que queremos lo que el Padre quiere es distinta, estorbada
a veces por nuestras incoherencias personales, efecto del pecado original.
No obstante, la Iglesia nos exhorta a ser luz en el candelero, que irradia, refleja a
Cristo, el cual «se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo... y se
humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp
2,7-8), y por nosotros «de rico, se hizo pobre» (2 Cor 8,9). La obediencia de Cristo
fue servicio, amor que se transformaba en obediencia de sacrificio, un sacrificio
salvífico, redentor, de todo él mismo, hasta la muerte. Así tiene que ser nuestra
obediencia. Como fue la de Cristo, una obediencia pasiva: «él se ofreció a sí
mismo», «no abrió la boca», «aprendió a obedecer por sus sufrimientos» como
expresión de sumisión interior a la voluntad del Padre. Y esto vale también para
nosotros. Como fue la obediencia de Cristo, una obediencia activa en la relación de
padre a hijo, en la expresión de su persona, en su particular intimidad con el Padre
(amor recíproco), en la enseñanza, en la oración, en la presencia, sufrimiento,
compromiso, desprendimiento. Y esto vale también para nosotros.

b) También la relación de Cristo con sus apóstoles y los discípulos debe ser
manifestada, señalada por la obediencia religiosa. ¿Cómo? Por ejemplo, en la
relación entre superior y religioso; Cristo fue director espiritual, oyente, médico, el
que desafiaba, reprendía, amaba. Así tenemos que ser también nosotros, obedientes
al Espíritu, que habita en cada uno de nosotros.

2. Eclesiológico

El segundo aspecto específico de la obediencia religiosa lo da su esencia


«eclesiológica». Rahner escribe: «La obediencia es una forma de vida permanente
que da al hombre una orientación hacia Dios. Tal orientación es eclesiológica,
puesto que por ella el religioso manifiesta la esencia característica de la Iglesia». El
Espíritu pide al religioso profesar la obediencia no principal o esencialmente por la
perfección de sus miembros y/o de la comunidad, sino para una misión eclesial (cf.
1 Cor 12,7; LG 7). El voto de obediencia religiosa indica al mundo que Dios quiere
la santificación de su pueblo en la asamblea cristiana, en la jerarquía, en la
comunidad organizada en base a una recíproca disponibilidad; la comunidad
religiosa es el signo de la comunidad de la Iglesia; es el signo de la alianza de la que
la Iglesia es realización concreta; es la indicación a los fieles de cómo la obediencia,
en la Iglesia, está basada en el Evangelio, como práctica de amorosa sumisión a la
autoridad, vivida en el interior del pueblo de Dios, de cooperación activa y amorosa
en el plan redentor, bajo la mediación, bajo la «guía» del Espíritu. Obedecer quiere
decir vivir, como hace la Iglesia, la plenitud del misterio de muerte y resurrección.
Este voto recuerda al pueblo de Dios su llamada, y la de la Iglesia, al servicio, a la
disponibilidad, al sufrimiento como participación en la oblación de Cristo; expresa
la comunicación amorosa de Dios, concretada en el mutuo diálogo confiado y en la
entrega final a un destino más significativo, visto ahora sólo en «enigma». La
obediencia religiosa es signo de la dedicación exclusiva de la Iglesia, de todas sus
energías al Señor, y a lo que a Él le place.
Es, por tanto, fundamental recordar que no sólo somos testigos del amor y de la
disponibilidad de Cristo para redimir a sus hijos, sino que, mediante nuestro voto de
obediencia, testimoniamos el compromiso y el amor universales de la Iglesia. Por
tanto, como escribe un autor: «La obediencia consagrada no es una realidad que se
contempla solamente en el interior de nuestros institutos. Es un hecho eclesial: ante
todo porque... es "un don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor' (cf. LG 43).
Luego... la Iglesia lo recoge y lo ofrece, en unión a la oblación del sacrificio
eucarístico (cf. LG 45: 'Esto es mi cuerpo ofrecido por vosotros'). Se expresa de este
modo, aun en el plano de la liturgia... la fecundidad de la obediencia consagrada
(como también la dimensión apostólica del contemplativo).
La obediencia religiosa es, pues, la consagración de la persona al bien de toda la
Iglesia, para reforzar en las almas el Reino de Cristo, y difundirlo en todas las partes
de la tierra. Por consiguiente, en el discernimiento deben tomarse en consideración
tanto las necesidades de la Iglesia local como las de la Iglesia universal. Una
pequeña comunidad debe tomar sus decisiones en el contexto de la comunidad
eclesial más extensa, no sólo teniendo en cuenta la vida de la Iglesia y de sus
necesidades, sino escuchando también a aquellos pastores que han recibido su
ministerio por sucesión apostólica. La obediencia es, pues, una total consagración a
la misión de la Iglesia universal, en cuanto manifiesta el espíritu de la Iglesia en el
ambiente elegido como más apto para esa persona, por el Espíritu Santo, según los
dones y carismas distribuidos por El (cf. LG 46; PC 1-2). Todos los dones
personales se dan con el fin de construir la Iglesia para que ella sea el Cuerpo de
Cristo (Ef 2,12; 1 Cor 13).
En una palabra, pues, el voto de obediencia nos hace signo de la Iglesia,
disponibles a servir la amorosa voluntad de Dios y anhelantes de discernir, para sí
mismo y para los demás, a qué conduce, aquí y ahora, esta voluntad, y de ayudar a
los otros para que ella se cumpla.

3. Escatológico: signo de eternidad

El voto de obediencia es testimonio de eternidad, manifestación del poder de la


gracia sobrenatural; es aceptar, en la fe, entregarse; es creer, a pesar de la propia
impaciencia, que puede haber, hay y habrá, una mística unión de voluntades entre el
Padre y el Hijo, entre el Hijo y nosotros. La obediencia nos recuerda que el poder
del amor es infinito y que la entrega de ese amor desemboca en la unión de
voluntades. La obediencia es un signo de que el Reino de Dios está presente al
declararnos totalmente disponibles a la voluntad del otro, que es Dios y que nos
llama a la unión eterna. En base al voto de obediencia, pues, eso que podría ser un
fracaso, una «desviación» de una parte de nuestra vida, se integra dentro de un
orden, de un plan eterno superior, en el que no caben fracasos, sino simplemente
sentidos de redención en el plan global del Divino Maestro, que nos ama
eternamente.
Por consiguiente, por estos tres tipos de obediencia religiosa, de Cristo, de la
Iglesia, de Vida Eterna, percibimos la riqueza positiva del voto de obediencia. Tal
voto de obediencia no es fin en sí mismo. Es una disponibilidad, un ofrecimiento
para alcanzar la realización completa de la alianza divina, para sí mismo, y para el
pueblo de Dios. «Si me sigues, yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo». La obediencia
es al propio tiempo una realización al más alto nivel, y una modalidad de organizar
jerárquicamente los niveles naturales como respuesta a lo sobrenatural, que facilita
una expresión de fe, tan radical, tan clara, que pueda brillar «en la cima de los
montes». El voto de obediencia, al propio tiempo que es un anularse, un «no» a todo
lo que se centra sobre sí mismo, individualista, egocéntrico, a todo lo que nos limite
dentro de nuestros planes y proyectos, nos abre a una multiplicidad de reacciones
dentro de la comunidad del pueblo de Dios; nos abre a móviles más puros,
universales, infinitos, como lo es el más puro amor divino; a un servicio que es más
eficaz y eterno; a un querer que es más fuerte y universal y orientado hacia Dios; a
un entendimiento que es libre para llegar a la fe superando la razón. En una palabra:
esta consagración de la obediencia religiosa es la invasión del amor germinado en el
momento de la consagración bautismal con el don del Espíritu (cf. Rom 5,5), que se
desarrolla de tal modo que toma posesión de nosotros en toda nuestras dimensiones
y las hace trascender para conducirnos, más puros, a Él. Por otro lado, el voto de
obediencia, por su misma naturaleza, implica también una renuncia a ciertos niveles,
ciertos medios, solamente para lograr una más plena realización. Afirma un
psiquíatra: «Es mediante el repetido consentimiento de la satisfacción de ciertas
necesidades, y el rechazo de satisfacer otras, como se desarrolla el dinamismo
humano en determinadas direcciones particulares en el curso de la vida humana» ¡A.
Esto mismo vale para el crecimiento sobrenatural integrado con el crecimiento
humano.
Examinemos estas renuncias, los tipos de entrega que se nos piden, y con qué fin
se nos piden.

4. Ascético

Dimensión de la renuncia: «Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí


mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24-26). La ascesis cristiana, si bien se
presenta ante todo como un «sí» al Dios de la vida, es también un «sí» a la manera
como la gracia obró en la vida de Jesús, conduciéndolo a la cruz y a la muerte. Es un
adherirse a la pasión de Cristo como acto de fe en aquel pacto de amor realizado en
la cruz, para la reconciliación del mundo con Dios.
La elección de un valor por encima de los demás implica siempre una renuncia.
Requiere el abandono de algunos deseos o quereres potenciales para poder realizar
otros *. Lo mismo dígase de la obediencia. La realización personal de los más altos
valores sobrenaturales, comparados a los puramente humanos, aun morales, puede
alcanzarse en último término solamente con el sacrificio libre de los bienes terrenos;
y esto a través de la oscuridad, aspectos de muerte, dolor, limitación, vanidad del
propio querer en donde aprendemos a entregarnos a Dios, en la fe y en el amor,
abiertos a su «incomprensible destino» s'. La obediencia religiosa es una verdadera
participación en la cruz de Cristo mediante la cual se puede entrar en su gloria. El
religioso obediente es siempre, debemos recordarlo, un «amante», y como en todo
amante, el sacrificio de la entrega de sí es una paradoja; si a veces es profundamente
penosa, en un nivel aún más profundo es una alegría, alegría de la unión y parecido
con Cristo.
¿Qué lleva consigo esta entrega del voto de obediencia? ¿A qué se renuncia? A
algunos de los más preciosos tesoros que posee la persona: al derecho de construir el
pequeño mundo propio de una manera más o menos tranquila y autónoma; al
derecho al poder, a disponer de sí; al derecho de desear, decidir, elegir según valores
considerados como buenos, satisfactorios, gratificantes. Aceptamos permitirle a
Aquel que nos ama hacernos preguntas justamente cuando no desearíamos ser
molestados; pedirnos actuar aun cuando no lo quisiéramos, llamarnos al sufrimiento
cuando preferiríamos rehuirlo, dejarnos solos cuando querríamos estar con alguien,
y estar con otros cuando desearíamos más estar solos; le pedimos atraernos a sí, a su
designio, cuando tendemos a perdernos en nosotros mismos, en nuestros mezquinos
planes. Esta renuncia, hecha como consagración al Amado, nos transforma y nos
realiza. «La obediencia religiosa, pues, lejos de disminuir la dignidad de la persona,
la ayuda a crecer hasta su pleno desarrollo, habiendo madurado en ella la libertad de
los hijos de Dios» ss. El don de nuestra confianza, hecho a Dios, se convierte en el
don del amor que Él nos hace a nosotros. Él nos quiere y nos confía su plan,
llevándonos siempre más de cerca a su voluntad, a su corazón. A. Pié, en su libro
Obediencia y vida religiosa, afirma que la obediencia lleva a la madurez. Escribe
así:

,«Para el hombre —pecador redimido por Dios—, ser perfecto quiere decir
amar a Dios y al prójimo. De este modo, el que ama está unido con Dios, con aquel
que es el fin de su vida o, más exactamente, por el que ha sido salvado y elevado a
un estado superior respecto al de la naturaleza —gratia sanans et elevans—. Este
amor divino tendría que animar todos nuestros actos de virtud y nuestras mismas
pasiones; sólo entonces las virtudes superan el objeto inmediato, característico de
cada una, conducen a Dios como objeto de amor y cumplen su función de
perfeccionar nuestro ser. De este modo nuestra obediencia debería estar informada
por la caridad para desarrollar toda la potencialidad de la perfección cristiana. La
obediencia religiosa, sin embargo, aun independientemente de estar animada por la
caridad, es de tal naturaleza que pone en juego las más ricas posibilidades de
nuestro ser. Nos acordaremos de esto cuando hayamos de demostrar cómo para un
religioso la obediencia es el ejercicio de la libertad, del juicio y de la virtud de la
prudencia. Ella desarrolla lo que hay de más puro y profundo en nosotros —quien
pierda su vida, la encontrará—» (pág. 130). «Inútil decir que la profesión religiosa
y todos los actos de obediencia subsiguientes a ella tendrían que ser actos humanos.
Si solamente fueran actos del hombre, no serían nunca medios para conseguir la
perfección. Por el contrario, cuanto más presentes estén en mis actos de obediencia,
mayor será el valor moral que poseen, y sólo en esta medida conducen a la
perfección. Un acto de obediencia realizado mecánicamente, debido a una
conformidad pasiva o a mentalidad infantil, no es un acto humano, sino subhumano.
Y en la medida en que lo es quedará sin valor moral. Brevemente: mis actos de
obediencia son tanto más perfectos cuanto más actos humanos son; mi obediencia
se hará siempre más perfecta con el ejercicio de la libertad, del juicio y de la
prudencia» (página 131).

A causa de este proceso dinámico de ascesis, de esta renuncia requerida por el


consejo de obediencia, se evocan y viven simultáneamente muchas virtudes. ¿Cuáles
son éstas?

a) Fe

La obediencia religiosa es un compromiso de la persona a la escucha del


Evangelio, de Cristo en su insondable misterio cotidiano. Esencialmente es un acto de fe
en el Dios invisible, de quien proviene todo poder, y, en su nombre, es confianza en
todos los instrumentos de los que se sirve Dios para transmitir este orden. Para un
simple observador, con frecuencia las exigencias de la fe pueden parecer irracionales.
La llamada de Dios a morir al propio orgullo, a los propios planes, no es nunca racional
según criterios que no sean los de la fe. Inspirándose en Kierkegaard, Bonhoeffer
afirma: «Cuando Dios llama al hombre, le ofrece ir a la muerte.» Solamente la fe puede
dar sentido a esto en una persona que ama.
b) Esperanza

La obediencia es una oblación de fe, es un centrarse en Dios solo, soportando las


pruebas de la vida con fortaleza, permitiendo a la esperanza dar energía a nuestra vida
terrena. La esperanza es la expectativa de que un día Dios será el «todo», el todo
absoluto de mi débil voluntad y de mis vacilantes abandonos. La esperanza es manantial
de fe y generadora de amor verdadero, del «Heme aquí» total.

c) Caridad

La obediencia religiosa es, de dos maneras distintas, una respuesta al amor: ante
todo, se nos pide leer la voluntad de Dios en los acontecimientos cotidianos con los ojos
de la caridad, ver que si el Padre nos pide algo es porque nos ama apasionadamente, aun
cuando su voluntad nos crucifique. El amor en la obediencia reconoce al amor. En
segundo lugar, cuando nuestra voluntad ya no nos interesa y nos entregamos totalmente
a Él y a los demás, se hace pura e instrumento de purificación. Aunque todo sea lícito, el
religioso, mediante la obediencia, reconoce que no todo es inofensivo y que no todo
conduce automáticamente a la perfección. Algo lícito puede no convenir al bien de los
demás (cf. 1 Cor 14, 1-19). Esto es caridad. Esto es obediencia a la verdad, al delicado
trabajo de Dios en cada alma. Renunciando, pues, aun a esto que es lícito, no buscando
nunca el provecho propio, sino el de los demás, vivimos el amor, que es un reflejo
divino de su inmolación. La renuncia es el símbolo más profundo de la caridad; se hace
así virtud escatológica, signo de la infinita plenitud del amor que se encuentra sólo en
Dios, en la eternidad. La caridad no tiene criterios de medida. La obediencia no es, por
tanto, una respuesta a un conjunto de normas, sino a un amor infinito. Adán de
Perseigne, monje cisterciense, ha escrito que «la ley es la caridad que ata y obliga» (en
Merton, Life and Holiness, pág. 45).

d) Misericordia

Entregándonos en sus manos, por medio de la obediencia, ofrecemos nuestras


vidas para llevar su compasión a los pobres, a los ciegos, a los que sufren por la
injusticia, a los privados de libertad, a los que tienen el corazón quebrantado, a los
pecadores, a quien tiene necesidad de misericordia aun sin saberlo. Nos ofrecemos
como mensajeros de misericordia en momentos de crisis.
Las crisis de la vida humana no quedan confinadas a su superficie; en realidad,
las más trágicas son las que tienen lugar en lo profundo del alma humana, allí donde
residen las características más ricas y perfectas, y donde pueden tener lugar, por razones
sabidas o no, las más graves pérdidas. La misericordia tendría que hacer llegar su ayuda
allí donde el amor de Dios derrama sus beneficios, abarcando la persona entera.
Queremos ser este «puente ». Al mismo tiempo expresamos nuestra fe en el amor
misericordioso que Él tiene hacia nuestras vidas, en la seguridad de que El será
misericordioso en sus mandatos y en sus promesas, en su plegarse a nosotros con amor
fiel. La obediencia religiosa es signo de las palabras de San Pablo: «Llevamos este
tesoro en vasijas de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es
de Dios y que no viene de nosotros» (2 Cor 4,7). Nosotros somos el testimonio de su
amor misericordioso; hay misericordia entre los hombres porque hay misericordia en
Dios, porque está el amor de Dios en nuestro Fiat obediente.

e) Humildad-docilidad
La obediencia es la expresión de una verdad interior, es ordenar la realidad
teniendo en cuenta al Creador y a las criaturas. Somos criaturas suyas y con Cristo
gritamos: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14,28). Eso es dar a Dios su justo puesto en
nuestra vida. Es admitir los límites de nuestra condición humana y la necesidad de ser
salvados. No podemos ser salvados sin abrirnos a la mediación. Por lo demás, la
condición para estar en comunión con el Señor, con nuestro Creador, es la humildad, la
prontitud para servir a los demás que el Señor nos concede para lavarle los pies.
Estamos dispuestos a «vaciarnos» diariamente como hizo El, en humilde obediencia.

f) Justicia

La obediencia religiosa es reconocer y respetar a los demás como personas,


como miembros de un Cuerpo místico, necesitados también ellos de redención. Esto
quiere decir que, en nuestra «semejanza herida», estamos dispuestos a restituir lo que
con tanta generosidad hemos recibido, «para que todos seamos uno». Estamos
dispuestos, mediante la obediencia, en la comunidad, a dar a cada uno lo que es
necesario para que realice su plan en armonía con el universo guiado por Dios, para que,
en base a esto, todos podamos alcanzar la unión con Dios.

g) Paciencia

Si hemos entregado sincera y totalmente nuestra voluntad al Padre, se nos pedirá


que sepamos «esperar». Con frecuencia caminaremos en la oscuridad, esperando la
realización de su plan en nuestra vida; esperaremos que se cumpla su amor, su Reino,
lentamente, en nuestra vida cotidiana y en la de aquellos con los que vivimos. La
sequedad, el ansia, la confusión, la oscuridad, la incertidumbre serán nuestra compañía
debido al riesgo que hemos asumido en la fe. El único remedio es la paciente esperanza.
Si la impaciencia proviene de una sensación de «formal y desenfrenada seguridad en
nosotros mismos», la paciencia es el único remedio para este tipo de autoindulgencia y
falta de confianza en la entrega obediencial. Tener paciencia significa mantener el justo
orden en nuestra vida; quiere decir que Dios es soberano y su voluntad, es la nuestra;
significa, asimismo, reconocer a los demás con sus objetivos sinceros y reconocer
también que, como seres humanos, se encuentran también afligidos como nosotros por
la lucha para vivir en consonancia con la fidelidad de su amor. Paciencia con nosotros
mismos, con Dios y con los demás, en la obediencia cotidiana; sólo quien vive en Cristo
puede perseverar hasta el fin y «salvar su alma» (cf. Le 21,19).

IV CARACTERÍSTICAS
DE LA OBEDIENCIA RELIGIOSA MADURA
¿Qué nos pide concretamente el Evangelio y qué nos dicen los documentos de la
Iglesia a propósito de la obediencia? ¿Qué actitudes y providencias debemos asumir si
queremos darnos de modo perfecto, total y exclusivo a su voluntad? Ilustraremos ahora
algunas de las características que deberemos encontrar en nosotros por lo que se refiere
a la obediencia comunitaria.

A) CORRESPONSABILIDAD
El religioso no puede renunciar totalmente al uso autónomo de libertad y
responsabilidad aun cuando el superior le haya dado una orden precisa o un permiso; la
última responsabilidad permanece siempre en la conciencia del sujeto. El peso de las
decisiones, de las opciones, de la vida espiritual no se le debe endosar únicamente a la
obediencia. Esto sería infantilismo. Quizás haya que realizar cosas que no son
«conforme al gusto» del superior, pero que están, sin embargo, «dentro de la
obediencia». Todo miembro tendría que participar activa y responsablemente en el
proceso de discernimiento, sostenido por el carisma que el Espíritu Santo «distribuye
entre los fieles de cualquier condición » (LG 12). La corresponsabilidad (no sólo en lo
que toca al discernimiento, sino en el autocontrol) se fundamenta en la fe y la fe se
concreta mediante la subsidiariedad y la descentralización, compartiendo la
responsabilidad con todos aquellos que han sido elegidos por Dios y que juntos tratan
de discernir en los acontecimientos, en las demandas y aspiraciones de cada uno...
cuáles son los verdaderos signos de la presencia y del plan de Dios, y vivirlo con
fidelidad. Los miembros corresponsables tratan constantemente de elegir las
circunstancias y las situaciones que permitan, a ellos y a los demás, «contemplar a Dios
más de cerca». «La conciencia personal debe tener una presencia de evaluación
responsable aun de lo que es mandado y que ha de ejecutarse por obediencia» (Santo
Tomás, De Vertíate, q. 17, a. 5). Esto conlleva la necesidad de ser:

B) PERSONAS PARA EL REINO DE DIOS

Nuestra única meta debería ser la de intuir y vivir los pensamientos divinos, ser
sensibles a la palabra revelada interiormente, tener los mismos «sentimientos» que Jesús
(Flp 2,5). Esto supone buscar una sabiduría que no es de este mundo: «la sabiduría de
este mundo es vana delante de Dios» (cf. 1 Cor 2,14). Intentamos, pues, trascender todo
fin terreno y utilitario y dejarnos guiar por la fe. Es, por tanto, necesario un corazón en
continuo discernimiento.

C) CONSTANCIA Y ESTABILIDAD EN EL DISCERNIMIENTO


OBJETIVO

La conciencia de un religioso trata siempre de cotejar con el superior, con los


miembros del grupo y con las Constituciones del Instituto (ya que las normas de la
comunidad son la actualización del Evangelio en el mundo de hoy), con la Iglesia, con
las propias intuiciones, con sus disposiciones psicosociales, la decisión que se adapta,
de la manera más realista, a la voluntad del Padre para él. Por consiguiente, un religioso
tendría que ser capaz de distinguir entre expectativas e idealizaciones irreales y
posibilidades concretas de testimonio como respuesta a la llamada de la obediencia. Un
discernimiento global implica por eso la imposibilidad de limitarse y encerrarse siempre
dentro de las normas «institucionales», porque a veces lo que es «según la ley» puede
no ser prudente, y viceversa. Un religioso que discierne tiene que estar atento a la
voluntad de Dios aún más allá de la norma, teniendo en cuenta las necesidades de la
comunidad eclesial, los deseos, los análisis constructivos y sugerencias de otros y el tipo
de trabajo en que están involucrados. Este discernimiento requiere, naturalmente, una
postura de constante reflexión sobre la propia conciencia y sus límites, sobre la
posibilidad de poner en práctica la decisión, y sobre las incertidumbres y riesgos que la
misma implica. En otras palabras, tenemos que preguntarnos sobre: 1) nosotros mismos;
2) el objeto en sí mismo, esto es, el tipo de acción que se quiere emprender; 3) las
consecuencias de la acción; 4) sus motivos, y 5) su entidad de valores evangélicos. Se
necesita asimismo mantener la disponibilidad a meditar sobre estas mismas reflexiones;
una vez que se ha tomado la decisión, juzgar honestamente sobre sus consecuencias. El
discernimiento, por tanto, es necesario con el fin de «no obstaculizar la acción del
Espíritu Santo». «No extingáis el Espíritu; no despreciéis las profecías; examinadlo
todo, y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5,19-21). Para poder juzgar es, pues, necesario:

D) CAPACIDAD DE ESCUCHA

Ni la autoridad ni el religioso son capaces de interpretar con certeza y


objetividad el bien espiritual, para sí o para otro, si ante todo no les ofrecemos la
posibilidad de abrir el corazón con espíritu de amistad filial (LG 20, 24, 27, 28). La
Lumen gentium nos induce a esto, y muchos autores ponen constantemente de relieve
esta capacidad fundamental: «cuando se trata de un solo miembro, la norma sugiere no
juzgar a nadie sin haberlo escuchado antes». Si se es capaz de escuchar, entonces hay
posibilidad de diálogo honesto.

E) APERTURA AL DIALOGO

El diálogo es el paso preliminar para decidir. Toda decisión tendría que estar
hecha en espíritu de apertura mutua y mutua confianza. Toda persona, superior y
religioso, tendría que tratar de entrar en el pensamiento del otro, siempre dispuesto a
dilatar, renovar y cambiar los propios puntos de vista. El diálogo habría de ser sincero,
abierto, sin rigidez ni prejuicios: «no tendría que haber condenas a priori y mucho
menos polémicas ofensivas». El cardenal Garrone, repasando la Ecclesiam suam y el
apartado sobre el arte de la comunicación espiritual, presenta cuatro características para
un diálogo maduro:
1) Claridad: mediante el ejercicio de las más altas facultades del hombre.
2) Afabilidad: característica de quien es pacífico, paciente, generoso, no
soberbio, no hiriente, no ofensivo.
3) Confianza: fiarse del valor de la palabra y en la disponibilidad honesta de
ambas partes.
4) Prudencia: conocer la sensibilidad del otro, tener en cuenta las disposiciones
morales y psicológicas de ambos y afrontar la discusión de manera conveniente.
El diálogo sincero y veraz, sin prejuicios, sólo se construye sobre el profundo
respeto interior a los demás y sobre la confianza en ellos. Entonces hemos de valorar a
los individuos.

F) VALORAR A LOS INDIVIDUOS

Tanto los superiores como los religiosos han de ser muy conscientes de su
pobreza, sabedores de que solos, como individuos, no están en grado de ver de una
manera global el bien propio o de toda la comunidad. El Vaticano II reclama la
necesidad de colaboración entre muchos para que el bien común pueda ser más rico y
más completo. Esto supone que tenemos que apreciarnos mutuamente y desear que los
demás sean distintos de nosotros para poder enriquecernos con el intercambio, abrirnos
a soluciones más hondas, a puntos de vista y medios diferentes, dentro de una visión
evangélica, eclesial y del Instituto. ¡Qué desastre si nuestro cuerpo fuera todo manos y
la sociedad estuviera compuesta toda ella de mujeres o toda de hombres, patronos o
empleados, chóferes o alcaldes. Desear que todos piensen exactamente como nosotros,
que hagan lo que nosotros, que sientan como nosotros, significa negar y privar a los
demás de la cualidad diversificadora de los carismas y de la acción del Espíritu Santo
que trabaja en ellos; no es el deseo de negar la individualidad, que es la base de la
verdadera libertad y obediencia. Por consiguiente, tiene que haber una mutua confianza
en el hecho de estar aquí para «hacer su voluntad» como quiere el Espíritu, al elegir y
llamar a la persona en toda su unicidad. Si hay auténtico aprecio de la persona, puede
haber también mayor respeto y consideración al bien común y una más armoniosa
complementariedad.

G) COMPLEMENTARIEDAD: APRECIAR EL BIEN COMÚN

Cuando los individuos encuentran alegría y enriquecimiento en los dones


recíprocos del Espíritu se logra una complementariedad que favorece la ayuda mutua y
las relaciones activas de «comunión». Todo miembro, en la fe y en la alegría,
respetando y valorando las competencias de cada uno a su nivel, desea entablar
comunión con los demás, libres, pobres y frecuentemente limitados como él; confirmar
de cuando en cuando, discernir nuevamente de cuando en cuando, los recíprocos
carismas y ministerios, orientarse de modo más completo, en la fidelidad al Espíritu, al
mayor bien de la Iglesia, del Instituto. De este modo juntos llegamos a preguntarnos no
tanto lo que la comunidad quiere, sino lo que la comunidad cree que Dios pide de ella.
De otra forma podrían existir group biases, esto es, ilusiones colectivas. La
individualidad y el valor del individuo o del grupo son puestos entonces en la
perspectiva correcta, como búsqueda del amoroso plan de Dios, de lo que ha planeado
para nosotros, para redimirnos, para llamarnos a conversión.
Un teólogo, comentando los documentos del Concilio, afirma: «La variedad de
dones ha hecho nacer una variedad de comunidades religiosas o de vida consagrada (PC
1); pero en cada una, mediante una nueva redistribución de carismas y ministerios, que
el Espíritu Santo provee para cada miembro (LG 12), se realiza una variedad
complementaria de competencias y, por tanto, de funciones, de cargos... Todo, sin
embargo, es querido y ordenado por el Espíritu para una orgánica y ordenada
corresponsabilidad, que, mediante la activa colaboración, construye en la caridad todo el
cuerpo» (Ef 4,7-16).
Por consiguiente, el amor por los carismas del Espíritu presentes en cada persona
aumenta su estima y ayuda al individuo en la realización de la actividad apostólica con
un gozo más profundo, no en nombre propio, sino en nombre de la comunidad generosa
y obediente que lo manda. Esto quiere decir trabajar por el bien común, por fines
comunes del Instituto. El trabajo de uno se convierte en trabajo de todos, y Dios es
doblemente glorificado. Esta complementariedad para el bien común supone en cada
uno un sistema de valores evangélicos estables e interiorizados.

H) INTERIORIZACIÓN DE LOS VALORES EVANGÉLICOS

El religioso obedecerá voluntariamente si, a través de pruebas, luchas, tentativas,


en la alegría y en el dolor, con constancia y con fe, ha formado su voluntad con actos de
generoso desinterés. No sólo hemos de .creer en los valores de Cristo, sino que hemos
de confrontar también nuestros ideales personales con esos valores de Cristo, de la
Iglesia, de la comunidad. Las siguientes preguntas pueden servirnos como pautas para
indagar si los valores de Cristo se hallan interiorizados en nosotros:
1) ¿Estoy dispuesto a comprometerme sin recibir a cambio reconocimiento o
recompensa de otro?
2) ¿Estoy disponible para sacrificar lo que haya en mí que obstaculice la
realización del pacto de amor infinito de Dios?
3) ¿Estoy dispuesto a servir como él quiere y a hacerlo con gozo y creatividad?
4) ¿Me daré por entero a mí mismo, gastándome por la salvación de las almas,
olvidado de mí mismo?
Si puedo responder «sí» a estas preguntas es probable que el valor de la
obediencia tenga en nosotros profundas raíces y esté interiorizado por sí mismo; la
semilla de la llamada a la entrega encontrará en nosotros «campo» natural, consistente y
fértil para poder dar fruto.
Para sostener los valores es, por tanto, necesaria una:

I ) PERSONALIDAD PSICOLÓGICAMENTE MADURA

Si tenemos confianza en nosotros mismos, si nos conocemos, seremos capaces


de valorar realísticamente, con profundo sentido de admiración y gratitud, nuestra real
capacidad y nuestros dones. Al propio tiempo seremos profundamente conscientes de
nuestras limitaciones y de la necesidad que tenemos de los carismas de otros.
Una personalidad madura puede ser auténtica en el voto de obediencia al ser
dueña de sus reacciones espontáneas; sabe usar la inteligencia y la razón y puede
trascender sus intereses personales en pro de una visión más objetiva, libre de prejuicios
puramente emotivos, no influida por prejuicios o preferencias personales en la elección.
Ella trata de dar un aporte constructivo a la comunidad, de estar con los demás en una
relación personal y profunda sin huir la soledad requerida por el «sí» de Getsemaní, si
fuera necesario. Algunas investigaciones (Rulla, etc.) indican claramente cómo las
decisiones y el discernimiento son tanto más objetivos cuanto más madura es la persona
a todos los niveles.
Por consiguiente, la capacidad de vivir el voto de obediencia que deriva de la
interioridad jerárquicamente ordenada se manifiesta en la vitalidad, en la alegría, en
todos los frutos del Espíritu (Mt 7,16): amor, alegría, paz, comprensión, cordialidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. Ninguna ley puede «forzar» estos
frutos (Gal 5,22-23). La ley del amor se manifiesta en el «heme aquí», puesto a prueba
pero fiel, en el interior de la personalidad integrada.

V
RELACIÓN ENTRE
ELEMENTOS HUMANOS Y TEOLÓGICOS
DE UNA OBEDIENCIA MADURA

A) DIFERENCIACIÓN, UNIDAD, INTEGRACIÓN DE LA PERSONA


COMO PRESUPUESTOS

1. Niveles de desarrollo del yo (Loevinger)

Si obedecer significa darse de nuevo a Cristo y a su Iglesia con toda nuestra


persona, debemos ante todo ser un «yo» para darlo. Si la obediencia madura implica
capacidad de conciencia, discernimiento personal, interacción y apertura a los demás y a
la verdad del Evangelio, autonomía, entonces debe ser una personalidad humana
fundamentalmente integrada, capaz de hacer todo esto. ¿Cómo se llega a la madurez?
¿Qué nivel de crecimiento hay en la base de nuestras diversas respuestas a la llamada a
la entrega? ¿Por qué a veces somos incapaces de ir adelante, de dialogar y discernir
fácilmente como querríamos? Todo el problema del desarrollo está aquí en juego. Jane
Loevinger, una conocida psicóloga americana, ha formulado una teoría con etapas
diferenciadas de desarrollo del yo, correlativas también al desarrollo de la conciencia.
Puesto que la obediencia implica una «justa conciencia objetiva », consideremos estas
etapas para ver a qué nivel hemos llegado y para conocer nuestra capacidad de entrega
total a él.

a) Nivel presocial

A este nivel comienza uno a verse a sí mismo como separado de los demás. En
general, en las primeras etapas de la infancia brota un sentido de diferenciación, de ser
«alguien» diverso de los demás. Se forma un ideal rudimentario basado en nuestras
necesidades, en la satisfacción de las necesidades fisiológicas. El otro es simplemente
«útil»; no es posible ninguna verdadera integración social o mutuo intercambio. Si el
religioso obedece a otro porque no tiene este sentido de diferenciación y no puede
prescindir del otro, se halla en este nivel.

b) Nivel impulsivo

El niño comienza a estar preocupado por los propios deseos e impulsos que
sirven para afirmar y consolidar el sentido del «yo». No hay aún un control interior, y el
ambiente sirve para «enseñar» el control de los impulsos mediante la recompensa o el
castigo. El niño evita hacer el mal orientando la agresividad hacia sí mismo, sintiéndose
avergonzado y culpable al desistir de cualquier cosa contraria a las «normas» recibidas.
Está en este nivel el religioso que obedece porque tiene vergüenza o se siente culpable
si desobedece o porque «el superior ha dicho esto» y «es mejor obedecer, de otro
modo...». Se halla en este punto también cuando trata siempre de obtener lo que quiere,
a toda costa, e independientemente de los demás.

c) Nivel de autoprotección

A este nivel, el niño se preocupa de evitar el dolor, buscando huir de los peligros
internos y externos. Es capaz de controlar los impulsos que pudieran parecer peligrosos
y aprende a posponer la satisfacción cuando ello es útil o conveniente. Con frecuencia
tiene lugar una oscilación entre completa sumisión y explosiones impulsivas de
dominación que se calman en seguida. Se hallan al mismo tiempo presentes una forma
de vulnerabilidad y un naciente sentido de seguridad motivado por los éxitos obtenidos
al dominar el ambiente y a sí mismo con fines autoprotectores. Un religioso que se halla
a este nivel puede obedecer según su capricho; generalmente es permisivo y
condescendiente, pero con fines de resistencia pasiva o de dominación que desaparecen
pronto. Trata de dominar ambos flancos de su potencialidad: sentirse seguro, ya
aceptando el control de los demás sin perder el sentido de individualidad, ya
controlando a los demás y dominándolos.

d) Nivel conformista
A este nivel, el problema de la autoprotección y de la autonomía se resuelve
mediante la identificación con la autoridad. Se identifica plenamente con quien ostenta
el poder, y, por consiguiente, en el subconsciente se tiene la impresión de compartir este
mismo poder. Este nivel lo han alcanzado muchos, pero no todos los niños. Las normas,
el standard de los padres, se aceptan en cuanto que son fuentes subsidiarias de poder y
de dominio, sin amenaza de peligro. Un religioso a este nivel se identifica totalmente
con el standard, los puntos de vista, las propuestas, las sugerencias del superior o del
instituto, porque «saben más» y «tienen más experiencia » o porque «lo hacen todos y
debemos hacerlo también nosotros». Hay conformidad con las reglas
independientemente de los medios o de las consecuencias. «Uso estas zapatillas hasta
que me vuelva cojo, porque la Regla dice...»

e) Nivel autoconsciente

A este nivel, el muchacho comienza a interiorizar las reglas; aprende a valorarse


a sí mismo, a elegir las normas que ha de seguir, a discernir su valor y a aplicar las
reglas y los castigos a sí mismo. Sus ideales se extienden a un contexto social más
amplio que el familiar y la persona actúa en base a obligaciones interiores para el
bienestar propio y de los demás. Hay capacidad para alegrarse en el amor y respeto
recíprocos. El religioso a este nivel obedece porque encuentra valor y sentido en los
requerimientos que se le hacen por razones que no se refieren necesariamente a sí
mismo ni a los demás. Apaga la televisión ante la petición del superior porque sabe que
tiene algo de bueno para ofrecer y recibir de los demás.

f) Nivel autointegrado

A este nivel, el joven adulto tiende o es capaz de tolerar la ambigüedad moral sin
sentido interior de remordimiento, culpa, desintegración o condena moral. Está en
disposición de valorar de modo desinteresado éxitos y fracasos y puede asumir la
responsabilidad sin maniobras defensivas, planeando de manera realista el logro de sus
ideales objetivos y desinteresados, tolerando a lo largo de este camino la presencia de
diferencias individuales. Se encuentra a este nivel aquel religioso que puede obedecer
con un sentido claro de las propias limitaciones y fracasos, y, sin embargo, alcanza a
encontrar y crear un plan constructivo para realizar su unión con Cristo, integrándolo
con las sugerencias y órdenes de los demás, de los superiores. No está amenazado por
diferencias individuales, puede tolerar ambigüedades y hacer distinciones entre lo
esencial y lo accesorio. Es abierto, sensible y flexible, pero claro y estable en perseguir
los medios que lo llevan a alcanzar el fin de la propia vida, esto es, la voluntad de Dios.
Se puede ver, pues, claramente cómo estos niveles «humanos» del desarrollo
proyectan cierta sombra sobre nuestra vida de fe y de obediencia religiosa y pueden
«colorear» nuestros ideales de total entrega. Es interesante notar que Jane Loevinger ha
demostrado cómo, en realidad, sólo un pequeño grupo de personas ha alcanzado este
último nivel.
¿Cómo se relaciona todo esto con los niveles de desarrollo moral que existen al
mismo tiempo dentro de nosotros? Kohlberg ha descubierto y presentado seis estados de
nuestro desarrollo moral.

2. Niveles de desarrollo moral (Kohlberg)


Nivel preconvencional 1." etapa: Orientación hacia el castigo y la obediencia. Una
(consecuencias acción es buena o mala según las consecuencias físicas.
inmediatas y obvias) Meta: evitar el castigo, aquiescencia absoluta con el poder.
Obedeciendo, me dan vacaciones o evito que me llamen la
atención.

2." etapa: Orientación relativista-instrumental. La acción


correcta es la que satisface las propias necesidades; la etapa
del «si tú me vuelves la espalda, yo también te la vuelvo a
ti». Obedezco porque si yo te hago caso, tú me lo harás
también.
. Nivel convencional 3." etapa: Orientación interpersonal del «buen niño - buena
(expectativas de los niña». El comportamiento correcto está representado por
demás consideradas todo aquello que agrada a los demás o es aprobado por ellos.
válidas en sí mismas) «Haciéndose el bueno» se gana aprobación y se piensa obrar
de manera obediente (correcta). La regla objetiva cuenta
poco.

4." etapa: Orientación hacia la ley y el orden establecido. El


comportamiento correcto consiste en cumplir el propio
deber, respetando la autoridad y el orden social. La
autoridad, las reglas fijadas, el mantenimiento del orden
social son por sí mismas ya valederas. Obedezco porque en
casa las cosas funcionan con orden; debo hacerlo
Nivel posconvencional 5.a etapa: Orientación legalista hacia el contrato social. Se
hace resaltar el punto de vista legal, con la posibilidad de
cambiar la ley en base a consideraciones racionales sobre su
conveniencia social (no es rígida como la 4.a etapa). El libre
acuerdo y el convenio son los elementos que crean la
obligación. Obedezco porque he dicho que lo haría; es un
derecho mío, aceptado por todos.

6." etapa: Orientación hacia el principio ético. Lo bueno y


lo justo lo determinan decisiones de conciencia de acuerdo
con principios éticos elegidos autonómicamente y que se
refieren a criterios de comprensión lógica, de universalidad y
coherencia. Obedezco porque es justo. Respeto los derechos
y la dignidad de todos como personas individuales. Hay muy
pocas personas que lleguen a esta etapa.

Kohlberg, lo mismo que Loevinger, nos demuestra que hay un movimiento de


desarrollo:
— desde un control externo de nosotros mismos, de nuestras decisiones y
acciones,
— a un control más personal de nuestras acciones motivado por los castigos o
recompensas, aprobación o desaprobación,
— a un control más objetivo de nuestras acciones según principios
desinteresados considerados dignos de obediencia por sí mismos. Si la conciencia es
madura, hay de por sí un sentido de responsabilidad respecto de acciones, sentimientos
y obligaciones independientemente de otras motivaciones y una capacidad de crítica y
de clarificación de lo que son modelos e ideales. ¡Pocos son, sin embargo, los que
alcanzan esta integración humana! Ambos autores están de acuerdo en decir que no hay
necesariamente concordancia entre la edad cronológica y el crecimiento y desarrollo
psicológicos.
¿Puede aún maravillarnos el hecho de encontrar dificultades en discernir,
comunicar, aceptar las indicaciones y las órdenes de nuestros superiores religiosos? Las
inconsistencias psicológicas, las carencias de desarrollo humano, o sea, las tensiones o
«guerras» interiores, efecto del pecado original, tienden a empujarnos en direcciones
diversas: por una parte, hacia los valores proclamados por nosotros, por la institución o
por el evangelio, y por otra, hacia la satisfacción de nuestras necesidades personales,
con frecuencia fijadas a cualquier nivel inferior de desarrollo. ¿Cómo se manifiestan
concretamente en nuestra persona estas limitaciones en respuesta a la llamada de la
obediencia?

VI
USOS Y ABUSOS
DEL VOTO DE OBEDIENCIA
Hasta aquí hemos presentado los ideales de la obediencia madura en la vida
religiosa; hemos tratado luego de algunos factores del desarrollo humano, de nosotros
como personas, o, desde el punto de vista ético, como seres morales, factores que en
algún modo «colorean» nuestra disponibilidad de vivir en plenitud la obediencia en la
vida religiosa. Ahora, reconociendo las limitaciones que se derivan de estos niveles de
desarrollo, veremos cómo éstos afloran y se manifiestan a través de algunas distorsiones
o abusos en esta llamada en que estamos empeñados a hacer su voluntad.

A) PRIMER NIVEL

1. «Vida cómoda» (en el plan físico: evitar el cansancio, la ansiedad, etc.)

Si el nivel fisiológico y la satisfacción han venido a ser el fin de nuestra vida,


más que los medios, con frecuencia podemos elegir o discernir lo que podremos o
deberemos hacer, y lo que los superiores nos dicen que hemos de hacer, para alcanzar
una forma de comodidad, evitar el cansancio y angustia de todo tipo, sentimientos de
debilidad o «insatisfacción». El «naturalismo» se convierte en nuestra religión en el
rechazo de todo lo que cuesta y pesa mucho, aun a nivel físico. Por otro lado, si nuestra
vida hasta ese momento se ha caracterizado por el sacrificio, por la entrega total de
nosotros mismos a Dios, incluida la parte física, conseguimos aceptar y soportar
también ulteriores desapegos propios del transcurrir de los años. «... Nos fiamos de la
gracia divina, tal como se va manifestando día a día. Es más una actitud expectante que
una obligación de ejecutar rígidamente las indicaciones divinas». En las últimas etapas
de la vida, con el avanzar de la edad, continuamos entregándonos nosotros mismos y
nuestros mismos cuerpos. Cuanto más crecemos en la disponibilidad de dejar que Dios
haga de nosotros lo que desee, más dispuestos estamos, en la obediencia, a afrontar las
desilusiones y el debilitamiento que los últimos años nos reservan. La obediencia
supone prontitud para aceptar el dolor, el cansancio, la limitación, aun a nivel físico.
Escapar de la realidad movidos sólo por la comodidad es un modo de eludir la
obediencia.

2. Esfuerzos excesivos

La otra cara de la moneda está representada por aquellos religiosos que no


pueden sentarse nunca, siempre están corriendo, tienen necesidad de hacer, de hablar, de
encontrarse con otros, de actuar. Este exceso es un abuso de obediencia porque deja
poco tiempo o posibilidad de ponerse ante el Señor y escucharlo. Nuestros planes y
esfuerzos se convierten en el fin de nuestra vida.

B) SEGUNDO NIVEL

1. Complacencia

¿Qué es la complacencia? Complacencia es aceptar una orden o invitación con


el principal motivo de evitar un castigo o recibir una recompensa. A este nivel se actúa,
o mejor, «se reacciona», ante una orden o ante una petición por el beneficio material
que de allí puede derivarse; por ejemplo, «el año próximo puedo ser elegida superiora»,
«me pondrán en una comisión», «seré admitida a los votos perpetuos», «la próxima vez
que nos encontremos no tendrán nada que reprocharme o de qué criticarme». De esta
manera la obediencia proviene de un antiguo impulso de pasar por ser la «buena chica»,
el «buen muchacho», con el fin de mantener la tranquilidad y quedarse en paz. Fransen
afirma: «Debería quedar bien claro lo siguiente: Dios quiere nuestros corazones, no el
conformismo; ni siquiera el más piadoso (conformismo) puede satisfacer las demandas
de Dios. Nuestros corazones se nos han dado para que podamos luego devolverlos».
Somos libres y sometidos filialmente al Padre en la medida en que vivimos por
convicción, por amor y no por miedo.
Estos «obedientes» por complacencia son los que dudan exponer su opinión
sobre cualquier cosa y ni siquiera pretenden discutir acerca de un comportamiento
francamente contrario a la voluntad de Dios. Es verdad que se tendría que hacer una
distinción entre crítica y discernimiento; pero mientras se permiten criticar con soberbia
y cicatería a los demás según módulos exteriores, no son bastante maduros para dialogar
o discernir con otros cuáles pueden ser los problemas objetivos de la obediencia. El
diálogo, entendido como expresión de obediencia madura, conlleva un desafío
especialmente para la persona abierta, genuina y rica en espíritu de fe. En cambio, si
caemos en la mediocridad de las críticas y en la complacencia, o tomamos una postura
de distanciamiento de la vida real, negándolo todo, comenzamos a capitular y a
comprometernos y continuamos nuestra vida religiosa en «este estado humanamente
imperfecto», somos personas que viven una llamada de obediencia de manera
inadecuada, siendo así que el Maestro nos había pedido seguirle de una manera más
generosa. Si llegamos hasta el punto de «soportar» la vida religiosa, mitigando nuestras
responsabilidades y compromisos y llevando una vida mediocre y complaciente, hemos
truncado el sentido y el objeto de la obediencia.

2. Identificación no interiorizadora

La identificación no interiorizadora es el proceso mediante el cual obedecemos a


una regla o mandato por los beneficios sociales que de allí se derivan; por ejemplo,
obedecemos para sentirnos miembros de un grupo, para satisfacer algunas necesidades
nuestras como la dependencia, el exhibicionismo, el éxito. En otros términos:
obedecemos no por el valor del principio inherente al mandato mismo, sino porque nos
sentimos «parte del grupo». ¡Esto ocurre con frecuencia! Vamos a un encuentro, o
rezamos, u «obedecemos», porque aquella hermana lo hace así, para mantener su
amistad y su apoyo. La amistad no es obstáculo a la obediencia con tal de que no deje
de ser verdadera amistad y se convierta en dependencia o «egoísmo de dos». Esta
debilidad o límite de identificación no interiorizadora deriva de la costumbre de una
fijación a un nivel de desarrollo del pasado en el que las relaciones con los demás eran
funcionales: la persona obedecía porque de esa manera era «aceptada ». «El niño o el
adolescente habituados a sentirse importantes por ser útiles a alguien, porque sabían
hacer muchas cosas o porque se sentían amenazados si no hacían cuanto se pedía,
continuarán, de adultos, sintiéndose 'alguien' solamente si pueden hacer algo para los
demás (como los demás) y canalizar sus energías en actividad continua» S1. Pero si de
esta llamada «obediencia» se eliminan los servicios hechos recíprocamente, los regalos,
mensajes, la relación de «obediencia» termina y la identidad de la persona tiene peligro
de quebrar. «La madre general o el padre general no ha venido a verme», «la superiora
salió con otra amiga», «¿por qué tengo que obedecer si no se preocupa de mí?». La
obediencia depende de las ventajas que saco del otro por mi identidad o estima personal.
No puede haber un crecimiento en la obediencia sin una seria y dolorosa lucha interior
por liberarse de identificaciones con la figura paterna del pasado. El Señor tiene que ser
el único que nos sostiene cuando «caminamos por el camino de sus preceptos».

3. Dependencia

La necesidad psicológica que puede aumentar la identificación no


interiorizadora, o mejor, puede ser su base, es la de dependencia. Puede ocurrir que uno
obedezca por el apoyo, los cuidados, la atención, el interés que puede recibir de un
superior. Incluso se puede llegar al punto de que el superior tome todas o casi todas las
decisiones en lugar del religioso, debilitando de este modo la autonomía del otro, para
sentirse «importante», «necesario», «digno de tener en cuenta». Puede vivirse así una
relación de dependencia en vez de afrontar juntos el riesgo de discernir la voluntad de
Dios, de encarnarse en la comunidad, pero de manera autónoma según la llamada del
Espíritu a cada persona. Por consiguiente, podemos decir que todos pueden estar juntos
en la sala de recreo y mirar la televisión, pero no todos en ese momento están
obedeciendo, porque puede haber motivos inconscientes, como los de la dependencia
afectiva, que los tengan allí: «¡estoy aquí porque está él o ella!, ¡no porque esté Dios!».
A este propósito escribe Rahner: «No puede haber subordinación del individuo (en la
obediencia madura) a la comunidad y a la autoridad que la representa si se pretende
hacer del individuo una función totalmente dependiente de la comunidad o de la
autoridad».

4. Desconfianza

¿De dónde provienen la dependencia y la identificación no interiorizadora y qué


llevan consigo?
Desconfianza de sí mismo, de la propia capacidad de razonar, de mantenerse en
pie por sí mismos, de amar altruísticamente; desconfianza de los demás, de su auténtica
capacidad receptora y voluntad de vivir en diálogo recíproco, en el respeto y
discernimiento de la obra de Dios y de sus requerimientos en nuestras relaciones.
Wojtyla escribe: «Hay una notable falta de sensibilidad y de interés por los demás; se
tiende a favorecer la propia carrera y las propias ideas a expensas de los demás,
amenazando las recíprocas posiciones; hay un sentimiento bastante difundido de
desconfianza. En vez de espíritu comunitario hay un aumento de atomización social...
No nos separan solamente los muros, sino el total ambiente de desconfianza,
indiferencia y alienación. En semejante ambiente el corazón humano languidece». (Y
aquí el Papa estaba hablando de la política del Partido Comunista, a propósito de los
acontecimientos polacos; sin embargo, ¡qué real es este discurso incluso para la vida
religiosa!) En la desconfianza, pues, de los demás, en el intento de ocultarnos
recíprocamente las limitaciones personales, manteniéndolas en «campos» separados, no
nos permitimos a nosotros mismos estar abiertos al poder del amor obediente que está
dentro de nosotros y dentro de los demás. No consentimos a nuestro deseo proclamado
de ser «abiertos a los demás», disponibles a ser «ayudados», si por casualidad piensan
los demás objetivamente que no tenemos necesidad.

«Aun en los casos en los que uno trata de ocultar la debilidad de la que es
realmente responsable, por lo que su manifestación provocaría ciertamente en la
persona un sentimiento de humillación dolorosa, el deseo de mantenerla secreta a toda
costa hace ver una cierta falta de libertad interior. El verdadero cristiano está
dispuesto a aceptar aún este tipo de dolorosa penitencia, si fuera necesario, por razón
de algún valor importante (amor-honestidad-relaciones personales - Reino de Dios -
obediencia). Pero sobre todo no permitirá nunca que el miedo de los demás y la
vergüenza se conviertan en factores fundamentales que dominen su vida interior. Él
sabe ciertamente que el error que ha podido cometer está mal por el hecho de que
ofende a Dios y, en comparación de esto, la 'desgracia' debida a la vergüenza no tiene
sentido alguno...».

Si obedecer significa estar abiertos al crecimiento en la voluntad del Padre sobre


nosotros, mediante nuestra propia colaboración, hemos de tener la valentía de ser
humanos, permitiendo que nuestras limitaciones estén a disposición del noble soplo del
Espíritu, presente en los hermanos, que nos dice: «Sal de ti mismo.» Necesitamos, como
comunidad, ayudarnos unos a otros a desarrollar un aprecio personal más sólido,
poniendo nuestra confianza en las virtudes infusas de cada alma y viviendo en el
Espíritu Santo. Esta es una grave responsabilidad. La desconfianza se construye sobre el
miedo, y el miedo, desgraciadamente, a veces está justificado por los hechos (reales o
exagerados). ¿Nos hemos ayudado mutuamente a tener confianza dando confianza,
favoreciendo un ambiente de acogida sincera y genuina en la que los demás están
dispuestos a discernir y escuchar el plan de Dios sobre nosotros?

5. Dominación

Alguna vez puede encontrarse una dificultad o abuso de obediencia en los


mandatos rígidos, obsesivos, que provienen constantemente de un superior, decidido,
convencido, inflexible, o quizá de un... ¡«inferior»! ¡Cuántas veces se ven líderes,
«grandes o pequeños líderes», que dicen a todos lo que hay que hacer, cuándo, cómo y
con qué frecuencia hacerlo, y luego exigen que se dé cuenta de cómo, cuándo y por qué
se hizo aquello. Algunos se sienten interiormente dominados por el instinto de poder. ¡Y
no me refiero solamente a los líderes! Estas personas no pueden aceptar limitaciones a
su autoridad. Hay algunos que constantemente insisten en que el superior «tendría que
haber obrado de esta manera», «podría haberlo hecho mejor», «tendría que haber sido
más severo », «tendría que haber invitado a fulano», «no debería haber invitado a
zutano», etc. Si el superior consiente y toma una determinada resolución, se ha
equivocado. Si hace lo contrario, ¡también desbarra! Quizá estos religiosos que afirman
siempre saber cuál es la verdadera, madura, obediencia en cada situación están más
impulsados por necesidades de «poder» que por la apertura y disponibilidad para
escuchar lo que Dios quiere realizar en su vida. Puede también hallarse una necesidad
de dominación en aquellos que insisten en que todos caminen con el mismo ritmo, al
mismo paso. Los que insisten en la conformidad se olvidan siempre de un factor
importante: no todos los miembros de la comunidad poseen los mismos dones del
Espíritu Santo. «Cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros
de otra» (1 Cor 7,7; 12,8-11). A uno le es concedido el don de la sabiduría, a otro la fe,
a otro la ciencia, a otro el de la curación... Si la necesidad de dominación se impone, la
realidad teológica, dinámica, de los dones del Espíritu pierde importancia; pero la
realidad, por el contrario, es que si bien Dios nos llama a la vida religiosa y a la
obediencia en la comunidad, su acción sobre nosotros se realiza mediante un amor
personal. Se hace violencia a nuestra libertad y a nuestra capacidad madura de obedecer
si se usa coacción, si nos vemos forzados con amenazas físicas o más sutilmente con
presiones psicológicas, manipulaciones o apremios morales. La obediencia debería
preceder e ir acompañada de la renuncia al egoísmo por parte del superior y del súbdito,
por un «sí» incondicional de ambos a seguir a Jesús en su verdadera pasión por el Padre.

6. Falta de honradez en el diálogo

Si se mantiene que el amor apasionado por Dios, la mutua responsabilidad y la


corresponsabilidad son los tres requisitos esenciales para la obediencia madura a través
del diálogo, es esencial que el diálogo y la discusión sean absolutamente honestos, que
cada uno discuta con las «cartas boca arriba», con toda la verdad por delante, no con
parte de verdad o con el énfasis puesto sobre ciertos aspectos mientras lo esencial se
deja de lado. El diálogo ha de ser abierto, sin sutiles intentos de cambiar las palabras del
otro con una interpretación subjetiva, oyendo lo que uno quiere oír o alargando
indefinidamente la decisión, de modo que se presente el asunto más ambiguo o confuso
para obstaculizar la decisión o cansar al superior hasta que diga «¡ya está bien, hazlo a
tu manera!». El diálogo abierto no significa obtener información de modo que la pueda
usar el superior contra los demás o intentar bloquear toda decisión sobre lo que se
pretende. Más bien, tanto el superior como el religioso, con humildad y verdad, están
llamados a buscar desinteresadamente la voluntad de Dios, los mejores medios para
actualizarla, lo más adaptada a esa persona, en ese caso. Tendría que lograrse un mutuo
discernimiento de un común plan de amor, no una guerra de ambigüedades y
distorsiones para mantener la propia voluntad.

7. Evitar el peligro

Una persona puede usar la obediencia más que vivirla si la mayor parte de su
vida va guiada por el deseo de evitar el peligro. Si la obediencia resulta una sumisión
pasiva a la decisión de otro, una ejecución de actos sin motivaciones interiorizadas, sólo
para «mantenerse en pie», para evitar peligros, no existe verdadera autonomía, sino que
se trata de infantilismo. Una persona no puede tomar iniciativas por temor de cometer
errores o de ser criticada o por «ponerse a salvo». Estos son los que «hacen el nido» en
la vida religiosa, entran en una fase de «regular mediocridad», evitan lo nuevo y lo
distinto y buscan una vida tranquila, confortable y burocrática. Rahner los describe
seguidamente: «Cumplimos con nuestro deber y recibimos a cambio el alimento,
estamos contentos y no deseamos nada de la vida. La obediencia religiosa no tiene, sin
embargo, este sentido; es el sacrificio real de un valor de importancia central como acto
de fe...» «Sería un mal testimonio tanto para nuestro espíritu de ascesis como para
nuestra autenticidad humana, vitalidad y fortaleza...».
Rueda, en su libro Heme aquí, Señor, lo expresa en estos términos: «El
verdadero peligro no está en que los que son dirigidos, llegando a la edad madura, se
hagan demasiado exigentes, sino que prefieran instalarse más que progresar. La
enfermedad menos grave de un joven es la ingenuidad un poco tonta que se expresa en
un torrente de palabras mal ordenadas; decimos que lo único que hace falta es un poco
de paciencia para dejarle desahogarse. Pero el que es ya mayor sabe, en cambio, hacerse
su nido muy discretamente, encerrarse en su capullo, buscar cómodamente la manera de
continuar viviendo en una realidad que no compromete, en una oración que no estimula
o hasta en un diálogo que nada arriesga. Se puede llegar bastante bien a no renunciar ni
a Dios ni al mundo y a buscar tranquilamente la cuadratura del círculo: servir a Dios y...
vivir cómodamente. Evidentemente se termina por no servir a ninguno».

8. Individualismo

Podría decirse a estas alturas que la única solución para superar estas tendencias,
dependencia, identificación, complacencia, sea el individualismo. Pero también éste
puede representar una distorsión de la obediencia. Si el individualismo significa
«discernir por sí mismo» según las propias necesidades, intereses, carismas, esto puede
ser o llegar a ser fácilmente egocentrismo. Cristo nunca desobedeció proclamando una
conciencia individualista, proclamando su derecho de autonomía, ni siquiera como eco
de la voluntad del Padre. Antes bien, fundándose en el Antiguo Testamento y
obedeciendo al «destino verdadero y profundo de la sinagoga, del pueblo elegido,
presentado y anunciado en las Escrituras», reivindicó solamente el cumplimiento de la
ley, de la alianza. «No he venido para abolir la ley, sino para llevarla a su
cumplimiento.» Era obediencia y no rebeldía (cf. Me 15,28; Le 14,27-32). De este
modo, mientras se puede afirmar ser individualistas y sostener que se trata de
obediencia madura, escucha del Espíritu Santo dentro de nosotros, debe tenerse presente
que en cada uno existe la presencia posible de inconsistencias y móviles subyacentes
inconscientes que «colorean » este valor proclamado. Nuestro individualismo puede ser
en realidad una fuga de la desconfianza, de la agresividad, del sufrimiento, y ninguna de
estas fugas puede considerarse como obediencia madura.

A) TERCER NIVEL

1. Autojustificaciones

Con mucha frecuencia, a propósito de la obediencia religiosa, pueden fácilmente


asumirse actitudes de autojustificación. Esto significa que podemos manipular la
escucha de la palabra del Señor o la realización de sus planes según nuestros proyectos
por lo que se refiere a cualquier aspecto de nuestra vida. Si a esto siguen afirmaciones
como «yo soy mejor que usted porque llevo el hábito oscuro, vengo aquí todos los días
a rezar o a todas las reuniones y usted no», una actitud «legalista», complaciente, puede
subyacer a este acto de obediencia.
Así, por ejemplo, es muy fácil «ser caritativo» a expensas de los demás para
hacer ostentación de nuestra virtud para crearnos una imagen de santidad. En este
sentido, sin embargó, la práctica de un voto o de una virtud resulta un medio de
autoafirmación y deja de ser caridad. El voto o la virtud genuinos son, en cambio,
expresiones de amor al otro en Dios y de Dios en el otro (San Juan), con el amor, el
respeto y la obediencia que Cristo mismo tiene al otro. Si amamos y obedecemos
porque el otro nos atrae y «piensa como yo», esto es, con mis mismas categorías
mentales y modos de ver, que para mí son los mejores, se trata de una autoafirmación.
Significa querer que los demás me obedezcan a mí más que al Espíritu en ellos, el
Espíritu que opera en cada uno de nosotros como comunidad. Es querer olvidar de
nuevo la verdad de los modos de intervenir del Espíritu. Se trata, en fin, de la muerte de
mi deseo de obediencia madura enriquecedora:

«Insistir en que todos piensen como yo y sean como yo, por ejemplo,
intentar forzar a otro para que adopte mí mismo tipo de prácticas ascéticas,
o mis planes apostólicos preferidos, es empobrecerme a mí mismo.
En efecto, si impido que otro sea verdaderamente él mismo, si obstaculizo
el desarrollo de su personalidad y de sus mociones especiales de la
gracia, empobrezco a la comunidad. Esto porque también yo soy más yo
mismo sólo en la comunidad, completando con mi crecimiento particular
en la gracia lo que falta a los otros, mientras ellos, con sus gracias y
virtudes, compensan lo que me falta a mí»

Hay que ser conscientes de que la «religiosidad» (por tanto, también la


obediencia) puede encubrir dureza de corazón, indiferencia, amargura, deshumanización
si no está abierta a la belleza del Fiat de los demás, susurrado en la intimidad entre la
persona y Dios. Creer que se es obediente es una cosa, pero entenderlo e interpretarlo en
sí mismo o en otro es algo totalmente distinto. Se ha escrito que «cualquier 'alma
piadosa' bebe ávidamente en la fuente de las devociones sentimentales, mientras
condesciende a los propios caprichos y cierra el corazón al prójimo». Esta no es
apertura al amor para servir al espíritu de Dios en las necesidades de los demás. Es más
bien imponer a los otros la propia dulce voluntad.

2. Narcisismo-Amor propio (orgullo)

«Con frecuencia, hoy, en la afirmación de iniciativas autónomas, en


contraposición a la 'pasividad' de la obediencia, se esconde un desordenado amor
propio, una pasión no dominada». Narcisista es una persona enamorada de sí misma, de
sus planes, de sus intenciones, de su cuerpo, de sus ideas. El narcisista usará el voto de
obediencia: 1) si es superior, para realizar sus planes o intuiciones y para probar su
validez, o 2) si es súbdito, para exhibir sus propios derechos y sus propios méritos con
el fin de obtener «permisos» que realicen sus expectativas de éxito personal. Su mutuo
subconsciente es: «Nosotros nos gloriamos en nosotros, no en el Señor » (cf. 1 Cor
1,31). Bien que tanto la persona que se considera virtuosa como la narcisista tiendan a
comparar lo que ellos hacen con lo que realizan los demás, estimándose generalmente
mejores que los otros; la persona que se considera virtuosa se siente en general
satisfecha cuando mantiene su «obediencia» en una área circunscrita o dentro de ciertos
límites, mientras que el narcisista fácilmente intenta «usar» la comunidad para sus
planes grandiosos. No hay nunca bastantes ocasiones para satisfacer sus ambiciones. Es
incapaz de un discernimiento silencioso, humilde, tranquilo respecto de sus actividades
y «se descorazona» si alguien le descubre sus ocultas «tácticas» de obediencia.

3. Ausencia de fe
Falta un elemento vital en la obediencia del narcisista: esa humilde reverencial
visión de amor que proviene de la íntima, profunda fuente de la experiencia de la propia
limitación y de la necesidad de los demás, de la comunidad, del discernimiento, de
Dios. No tenemos ningún plan sino el suyo, no tenemos vida alguna sino la suya; pero
tenemos necesidad de discernir objetivamente que éstos sean realmente suyos. «Por sus
frutos los conoceréis...» En la auténtica experiencia y asimilación de nuestra limitación
Dios se pliega a nosotros con su generoso, delicado, tierno don de la gracia y nos hace
progresar en la fe. La fe es la seguridad de que Dios está en cada movimiento de nuestro
ser, en cada persona, en cada acontecimiento, seguridad de que él nos sostiene en su
alianza y la cumple. Todo proyecto o plan emprendido independientemente de él o sin
un profundo espíritu de fe es meramente humano. No es la entrega del consejo de
obediencia.

4. Rechazo

a) de los fines del Instituto

El voto de obediencia se hace a Dios mediante la Iglesia, pero dentro de una


comunidad particular, con su típico carisma y sus fines concretos. Si un religioso, por
propia voluntad y sin la aprobación y el mandato de sus superiores, orienta sus
esfuerzos y su vida hacia cualquier objetivo fuera de los fines de su Instituto, no cumple
el voto de obediencia tal como se había comprometido el día de su profesión. Por
«fines» del Instituto no se entiende sólo las «obras» del Instituto. Los objetivos y los
medios para alcanzarlos (por tanto, también las «obras» de la comunidad de
santificación y evangelización) están prescritos por el Instituto. Unos y otros deberían
representar una realidad existencial vivida, motivada por Dios solo. Desacuerdos,
abusos, resistencias pueden ser fruto de una visión incompleta y distorsionada de los
fines del Instituto que se pueden resumir en uno solo: participación en la oblación de
Cristo.

b) de los compromisos tomados en la vida religiosa

El compromiso tomado el día de la consagración perpetua es un compromiso


asumido para con la «comunidad de personas consagradas en un plan común de
santidad cristiana, para un testimonio evangélico y una misión apostólica» por el bien de
la Iglesia universal. Se da una distorsión en la obediencia cuando se dice obedecer por
cualquier otra razón parcial, como «el derecho canónico prescribe esto», «las reglas son
sabias», «las reglas ayudan a regular una buena vida de comunidad», «la Iglesia lo
quiere así», «la gente prefiere este modo de obrar», «la jerarquía lo ha dispuesto así»,
«de esta manera podemos crecer en el autocontrol», etc. Estas afirmaciones tienden a
estar fundadas solamente sobre verdades parciales y quizá aún más sobre nuestros
niveles humanos. La obediencia está en peligro de perder la riqueza de su plena
dimensión en Cristo.

c) de la razón de ser de la ley

Simples distorsiones en la comprensión y en la concreción del consejo de


obediencia pueden nacer de un rechazo de las razones por las que existen reglas e
instituciones. Como sabemos por nuestro conocimiento de las; leyes naturales, toda
«ley» se propone facilitar el crecimiento o el funcionamiento a otro nivel y lograr una
actuación conveniente del conjunto. La «ley» cristiana aún va más allá de esta necesidad
«funcional» o «utilitaria» de la ley, hacia «una ley del amor». El religioso, como hemos
indicado, busca un guía por su debilidad y fragilidad, busca medios para expresar la fe y
el amor en las «leyes» de la vida religiosa. Estas no existen solamente por razones
humanas, sino para librar a cada uno de sí mismo; más aún, para estar a ese nivel de
amor que tiene sus límites solamente en el eterno amor de unión con el Padre.

5. Racionalizaciones

Se pueden fácilmente constatar abusos del voto de obediencia en base al uso de


una defensa comúnmente conocida corno «racionalización». La racionalización es un
intento para hallar razones o justificar el propio comportamiento utilizando medios
aparentemente aceptables. Es una «defensa» porque de manera subconsciente se abriga
la intención de encubrir procedimientos o motivaciones menos aceptables o menos
nobles. ¿Qué tipo de racionalizaciones nos toca escuchar? ¿Cómo se «usa» la
obediencia para racionalizar?
He aquí algunos ejemplos: «El superior me ha dado permiso, dinero, ¡por tanto,
no es contra la obediencia!» Esto, sin embargo, no significa ser obediente desde el
momento que la obediencia es una escucha a la llamada y al plan de Dios en nuestra
vida, y Dios llama a la cruz y a la renuncia ¿y también a una constante indulgencia?
«El superior me ha dicho que use también este coche como si fuera mío; tengo
permiso.» Esto es para tomar en consideración que el hecho de que esto sea legítimo
puede no ser siempre prudente (motivo de escándalo, etc.), y la prudencia es una
sensibilidad de la presencia de Dios en nuestra humanidad o bien una obediencia
directa.
«He sido obediente, he ido a su encuentro, aunque he perdido el tiempo, y
hubiera podido hacer mucho más en casa.» Esto que este religioso llama obediencia es
una manera de racionalizar su actitud de agresividad y de desaprobación de los
mandatos del superior con el «pretexto» de tener que hacer cosas mejores en casa.
Efectivamente, la obediencia debería incluir no sólo la ejecución externa, sino la
sumisión de la voluntad y del juicio (cf. Ignacio de Loyola).
«Dicen que soy 'quejumbrosa'. En realidad solamente soy 'obediente' y trato de
ayudar a la superiora y comprender qué sería mejor hacer por la comunidad, con la
intención de colaborar y de servir de ayuda.» Se trata de una racionalización; se usa la
obediencia para justificar la propia agresividad.
«No he obedecido porque lo ha pedido con tonos violentos, no era necesario ser
tan dura...» Otra racionalización; el rechazo de la obediencia se usa para pagar con la
misma moneda la dureza de la superiora, para echarle a ella la culpa y esconder el
propio deseo de ser tratada de manera «especial».
«Sus disposiciones son absurdas y no tenemos que obedecer a mandatos
ilógicos.» Racionalización; puesto que la superiora ha sido poco comprensiva en la
confrontación de sus ideas, la disposición es definida como ilógica y no se obedece. Se
racionaliza la propia autojustificación, se buscan razones para afirmar que el asunto es
ridículo antes que intentar comprender su sentido.
«Estoy metido en esta actividad en línea con las directrices de la Iglesia
siguiendo los 'signos de los tiempos'.» Racionalización; se dan «buenas» razones para
poder satisfacer las propias razones subyacentes sin hacer un verdadero discernimiento
de la validez de las opiniones corrientes en relación con los valores evangélicos. Se
corre de este modo el riesgo de confundir los «signos de los tiempos» con «la
decadencia de los valores», con el abandono de valores fundamentales.
En pocas palabras: podemos decir con el hermano Rueda que «si queremos
racionalizar la voluntad de Dios hasta el punto de que nuestras pequeñas ideas sobre
nuestro pequeño bien sean la medida y el criterio para discernir su querer, estamos
perdiendo el tiempo».

6. Celos

Muy frecuentemente oímos decir «puede ir a donde quiera, tener esto, hacer lo
otro, ir libremente, y yo aquí, a tirar del carro». Este tipo de comentario revela amargura
y egocentrismo, disgusto y extrañeza del sentido esencial de la voluntad de Dios sobre
mí. Cuando uno es proclive a sentirse humillado al parangonarse con los demás, cuando
se compara con ellos, se aleja de la ley del amor que Cristo nos trajo..., «porque yo os
doy un mandamiento nuevo..., no ojo por ojo, o diente por diente...». La obediencia se
vacía, se desvirtúa. Planes humanos, necesidades e incoherencias, poca estima personal
e insatisfacción profunda en sí mismo se quedan al descubierto al atacar a los demás.
Hinnebusch afirma: «Como un hombre es, así juzga; para una lengua hipersensible, todo
sabe amargo». Somos propensos a juzgar a los demás conforme a nuestros mismos
módulos, que tienden a desvalorizar; así como podemos encontrar pesadas la vida
comunitaria o la obediencia, o sentirnos inadaptados en nuestra función o anhelando
escapar, proyectamos también nuestra pequeñez y limitación en la auténtica obediencia,
en los móviles y en los actos ajenos, no dejando lugar a su responsabilidad y seriedad,
no creyendo en la profundidad de su vida espiritual ni en la seriedad con que viven la
obediencia. Ya que dentro de nosotros queremos una vida tranquila y cómoda más que
echarnos al hombro la cruz de Cristo, hasta la muerte, pretendemos que los demás hagan
lo mismo, tratando de huir del sufrimiento para encontrar la comodidad y la
tranquilidad. Transformamos al otro y lo hacemos como nosotros. Al no tener bastante
confianza aún en Jesús, en su amor personal, en su presencia y sostén, en sus exigencias
sobre nuestra vida, la obediencia se hace una respuesta a la estructura, a la regla, a la
obligación, al deber, más que a una persona, al amado. Si estamos verdaderamente
enamorados de Jesús y él es nuestro todo, si estamos convencidos de su ardiente amor
personal por nosotros, ¿qué más necesitamos? ¿Por qué tenemos que convertir a los
demás en sostén de nuestra inseguridad y pequeñeces interiores? «No desear...»
significa también aceptar la desigualdad entre nosotros y Dios (P. Lyonnet). Querer todo
lo que los demás tienen, son y hacen es querer ser iguales a Dios, que es él solo todas
las cosas; esto es orgullo, el primer pecado; no es obediencia.
Hemos dicho que se necesita una sólida estructura fundada en la integración de
necesidades y actitudes antes de poder discernir cuál es el querer de Dios sobre nosotros
o sobre los demás. Hemos de ser plenamente conscientes de algunas realidades
psicológicas, fundamentales, para la eficacia sobrenatural de la gracia:

1) A nivel consciente, se puede querer alcanzar un fin sin querer poner los medios
adecuados; por ejemplo, seguir las sugerencias, etc. (Hay diferencia entre la voluntad
consciente de alcanzar un fin y voluntad consciente de poner los medios.)
2) A nivel de conciencia, podemos querer alcanzar un fin; por ejemplo, ser obedientes, y
también conscientemente, querer poner los medios —vivir las constituciones con
espíritu de amor—; pero inconscientemente oponernos a ambas cosas; por ejemplo, por
nuestro deseo subconsciente de dominio, por exhibicionismo o dependencia, etc. (De
este modo, el hacer consciente el inconsciente puede ser una de las metas principales de
la moral y de la educación... El querer reflexivo de los fines y de los medios no equivale
al querer subconsciente de los fines y medios).

Hemos de darnos cuenta de que en nosotros mismos «llevamos al opresor y al


oprimido» y que tenemos necesidad de ser educados, de discernir, de alejarnos de todo
lo que no es auténtico para un total Fiat, a sus gestos de amor en nuestra vida.
En resumen: hemos de recordar que cuando la gracia de Dios invade por primera
vez a un hombre, ésta vive y se desarrolla ante todo en aquellos espacios en los que no
hay defectos particulares que le estorben y donde hay ciertas tendencias naturales
buenas en armonía con la gracia misma m. Un auténtico desarrollo espiritual puede
tener lugar en este ambiente mucho antes de que la gracia extienda su influencia en
otros campos, en los que hay obstáculos y donde no hay una particular tendencia natural
convertible en sobrenatural... Una vez lograda una postura de solidez en ese campo, la
persona está capacitada luego para comprometerse en dejar crecer el Reino de Dios, en
facilitar la influencia de la gracia en los demás aspectos de su personalidad. Ahora bien:
¿cómo salir de estos límites humanos naturales? El deseo de crecer y profundizar
nuestro compromiso de obediencia ¿es ya de por sí obediencia, respuesta a la invitación
«vete, vende lo que tienes y sígueme», o es sostén de nuestra inseguridad y pequeñez?
Reflexionemos sobre algunos medios posibles.

VII
MEDIOS PARA CRECER
EN EL CONSEJO DE OBEDIENCIA
Hemos llegado de este modo al fin de nuestro estudio, haciéndonos la pregunta
más importante: ¿qué puedo hacer para facilitar el trabajo de la gracia, para vivir el
consejo de obediencia en la vida religiosa?
Ofrecemos algunas sugerencias prácticas con la esperanza de que, mediante la
amorosa iniciativa y el poder del Espíritu Santo en cada uno de vosotros, surjan muchos
otros aspectos de vuestras reflexiones.

A) REFORZAR LA VOLUNTAD

Desde el momento en que la obediencia madura requiere voluntad y empeño


decididos para encontrarle a él, y a él entregarse en toda circunstancia difícil, para llenar
y desarrollar la misión en la fidelidad continua, en situaciones favorables o adversas, en
la luz y en la oscuridad, nuestra voluntad tiene que ser mucho más que una «cascara
fluctuante». La obediencia requiere unicidad de dirección e intensa constancia de
voluntad no sólo en las situaciones extraordinarias de exigencias e indicaciones
insólitas, sino también en la monotonía de las cotidianas, y para el observador externo,
insignificantes entregas. Tenemos, pues, que elegir cada día los medios para mantener
una voluntad fuerte y flexible para lograr el mayor bien, el mandamiento más alto.
¿Cómo puede hacerse todo esto?

1. Renuncia

El religioso no podría nunca renunciar a grandes cosas si no ha aprendido día a


día a decir no a los pequeños deseos. Cosas aparentemente simples en los diversos
aspectos de la vida presentan ocasión para este «ejercicio» de la voluntad. Aprender a
decir no a una inocente satisfacción: por ejemplo, dos caramelos en lugar de tres; siete
horas y media de sueño en vez de ocho; un capítulo leído con atención mejor que tres
libros devorados aprisa; dejar cerrada la ventana porque otro la ha cerrado, aunque la
preferiría abierta; pasar cuarenta y cinco minutos con un amigo y no dos horas al día;
aceptar un programa de televisión o de radio aunque no satisfaga nuestros deseos; estar
dispuesto a admitir cierta falta de claridad en una discusión no obstante todos los
intentos de aclaración; vivir en la incertidumbre, pero continuando con los propios
cargos y en la propia misión; en los momentos de depresión ir adelante con constancia.
La renuncia es liberadora tanto en las pequeñas como en las grandes cosas, fortalece la
voluntad como precio de la obediencia que libera en el más amplio sentido. Hay tantas
ocasiones de renuncia por el reino como de satisfacción o gratificación personal. Por
otro lado, también el aceptar una situación de satisfacción, un regalo, un pensamiento
afectuoso o un placer generoso, un honor, puede ser una renuncia, un fortalecimiento de
la voluntad a favor de otros; en este sentido renunciamos a una autonomía radical, a la
autosuficiencia, a encerrarnos en nuestro limitado mundo para hacer entrar a los demás
como ellos quieren y según el plan de Dios.

2. Servicio generoso

Otro medio para fortalecer la propia voluntad por Cristo es hacerse disponibles,
de modo permanente y constante, a las necesidades de la Iglesia, de la comunidad, del
que está a mi lado. Esto supone querer el bien del otro antes que el mío; significa
ofrecer el sostén amoroso de Cristo que se encarna permanentemente en la vida del otro.
Y si es difícil servir al otro, es aún más difícil ofrecerse a sí mismo a aquellos que son
menos simpáticos, menos atrayentes, que no saben reconocer. «Servir» quiere decir
también ser incomprendido y criticado como lo fue Cristo. ¿Nos decidimos a
permanecer junto a él en el servicio de los suyos hasta ser despreciados y rechazados,
aun cuando nuestras motivaciones y fines no sean comprendidos? Si nos hemos
ejercitado en las cosas pequeñas, esto quiere decir que se fortalece nuestra voluntad en
el amor de Dios con el sostén de la gracia. Situaciones difíciles referentes a actos de
obediencia más formales y evidentes no nos dejarán «débiles de corazón».

B) MEJORAR EL MÉTODO DE DISCERNIMIENTO

Si la obediencia incluye el diálogo, éste supone ante todo que nosotros, de


manera activa, discernimos a qué nos llama Dios en los acontecimientos que El dispone
o permite y lo ofrecemos a los superiores para el discernimiento. Dígase lo mismo de
los superiores con respecto a los súbditos, aun cuando en la obediencia la decisión final
se deje a los primeros. ¿Cómo puede mejorarse el método de discernimiento?

1. Aclarar los valores

a) Los valores de Cristo y los propios ideales


Con mucha frecuencia se crean dificultades al responder al plan de Dios en
nuestra vida cotidiana porque, con el paso del tiempo, nuestros ideales se hacen (o
permanecen) confusos o inciertos; la misma jerarquía de valores de nuestra vida resulta
confusa y trastornada; la interpretación del Evangelio se hace subjetiva. Estamos
inseguros en torno a los fines, a los objetivos, y, por tanto, el «sí» del consejo de
obediencia pierde sentido y nos parece gravoso. ¿Cómo esclarecer los propios ideales?
Tomándose regularmente tiempo para una introspección profunda; no sólo (pero
también) el día de retiro; estando al día sobre las interpretaciones teológicas (aprobadas
por la Iglesia), objetivas, de los Evangelios, los valores de Cristo, tratando de encontrar
las maneras de ponerlos en práctica en la vida concreta. Un ejemplo puede servir para
aclarar esto; con frecuencia comenzamos a racionalizar nuestro comportamiento y
nuestras tendencias «citando el Evangelio» a un superior que nos pide explicaciones;
por ejemplo, se ha pedido aclarar por qué se va todas las semanas, o tres veces a la
semana, a casa de tal persona, decimos: «Cristo tenía su Betania.» Interpretación
subjetiva: Cristo iba a Betania principalmente para relajarse y ser querido.
Interpretación objetiva: Cristo iba en primer término para enseñar, y, entre paréntesis,
no iba solo ni con regularidad. Jesús dice que María había elegido la «mejor parte», y
esto no porque ella se sentara a los pies de Jesús para satisfacer el yo de Jesús con su
admiración, sino porque trataba de aprender de Dios con simplicidad y verdad.
De esta manera nuestros ideales deben aclararse, ordenarse de manera exacta: ¿qué
andamos tramando?, ¿adónde vamos?, ¿por qué estamos haciendo eso?, ¿es acaso el
valor de Cristo? Una nueva regla de discernimiento es preguntarse: ¿este acto de
obediencia es por Cristo o por nosotros?

b) Ideales institucionales
También la comunidad trata de esclarecer cada vez más y precisar sus fines y
objetivos. Estos ideales, presentados con claridad en las constituciones, se nos ofrecen
para su estudio, su profundización, con puntualizaciones cada vez más claras, mediante
lecciones, lecturas propuestas, discusiones, cartas circulares del superior mayor. Tomar
seriamente en consideración estos puntos puede ayudar a clarificar y a dar vigor a la
propia vida según los ideales comunes. Sería también conveniente examinar con
frecuencia los propios ideales, la llamada del Evangelio y la llamada de la institución, y
ver si las tres «voluntades», todas ellas, están en consonancia, si hay solidez entre las
tres.

2. Oración y meditación
Si hemos de adelantar en el discernimiento, en el diálogo, en la entrega, hemos
de ser personas de oración, personas de meditación. ¿Por qué? Sólo después de haber
«dialogado» con el Señor en lo íntimo, en la verdad pura y simple de lo que somos,
juntos, él y yo, es cuando las palabras pueden salir de nuestra boca para el diálogo
exterior. De otro modo, la fuente de diálogo se reduce simplemente a mi «humanidad» o
a Cristo «intelectualizado»..., sin raíz ni consistencia interior. El diálogo entonces
resulta vacío; el discernimiento, falseado. La oración, su compañía, mantiene siempre
ante nosotros su espíritu, sus fines y deseos; los hace reales, actuales y concretos. No
tendrá lugar entonces ninguna «sorpresa» cuando Dios «pida» algo difícil en la entrega
a su plan porque estamos ya en contacto íntimo con su voluntad. Podremos ponerlo con
facilidad en sus planes porque a ellos estamos más íntimamente asociados y los
conocemos mejor. Aprendemos a someternos, a ofrecernos como ha hecho él,
meditando sus maneras y medios de obediencia al Padre. Tenemos que dejar lugar al
desierto, a la meditación, a la reflexión, a Betania, si es necesario, para llegar a ser otra
María de Betania a fin de conocerlo mejor, otra María de Nazaret para seguirle más de
cerca.

C) EJERCITARSE EN LA ESCUCHA

Si se debe escuchar a Dios en los Evangelios, en la Iglesia, en la comunidad, en


los superiores, si se debe dialogar, es indispensable ser capaces de «escuchar». ¿Qué
podemos hacer para acrecentar nuestra capacidad de escucha verdadera y objetiva?
Antes que nada tratar de comprender la presencia, la experiencia, el hic et nunc del otro.
Esto significa abstenerse de compararse consigo mismo o de interpretaciones inmediatas
o apresuradas ante una sola frase, una sola afirmación o un solo encuentro. Lentamente,
con tiempo, con calma, estar dispuesto a ver el mundo con los ojos del otro, sentirlo con
su corazón. Significa aún más: perder el propio modo de ver o la propia visión de Dios,
y ponerse en la piel del otro, para sentir, experimentar anhelo, paz, alegría, pena,
incertidumbre, celo; sus ideales y necesidades, sus actitudes y la síntesis de todo esto en
su característica jerárquica de valores o conforme a la persona. Comprender y escuchar
puede suponer, a veces, preguntar para esclarecer cómo estar objetivamente más
cercanos de la verdad, para servir de apoyo o de cotejo. Hemos de hacer crecer una
actitud, de humilde temor en la escucha del otro, temor frente al misterioso e
incomprensible trabajo de la Providencia en cada momento en el interior de la persona.
De este modo, la escucha por sí misma es una obediencia, un concentrarse en su acción,
en sus deseos y requerimientos en el hic et nunc, un «encontrarle» en todas las cosas y
en todas las personas.

D) TENER PRESENTE LAS NECESIDADES ESPIRITUALES DE LA IGLESIA


UNIVERSAL

Si el consejo de obediencia se vive por amor a Cristo, en su Iglesia universal y a


través de ella, es conveniente estar informado y puesto al día de sus problemas,
objetivos y orientaciones más allá de los confines de nuestro yo-interior solo, de nuestra
misión, de nuestra comunidad.

1. En sus estructuras jerárquicas


Esto nos hace ver la ventaja de caminar acordes con los proyectos de la
jerarquía, siguiendo con apertura, sinceridad y docilidad las enseñanzas, la predicación
y los estudios del Santo Padre y de aquellos que han sido colocados al frente de la
Iglesia con él a un nivel más o menos universal o local. Es necesaria una clara actitud de
obediencia a la Iglesia universal antes de poder actualizar esta obediencia en nuestra
situación local. Seguir los recientes documentos, las reflexiones, las decisiones y
propuestas de la jerarquía en su enseñanza o ministerio exhortativo es un apoyo
inestimable para nuestro deseo de identificarnos más íntimamente con Cristo en su
Vicario, y al mismo tiempo es un remedio constante contra nuestra tendencia a la
desobediencia superficial o «esclerotizada».

2. En los ministerios comunes de la Iglesia universal


El interés y la apertura al Espíritu mediante las orientaciones y exhortaciones del
magisterio de la Iglesia (obispos, Santo Padre...) tendrían que completarse con el interés
por nuestra parte por las intervenciones y la llamada de Dios en los hechos y
acontecimientos más allá de «nuestra casa», esto es, más allá de nuestra comunidad.
¿Estamos deseosos de saber qué nos pide Dios por medio de la gente de la calle, los
pobres, los ancianos, los necesitados, los desorientados, los deprimidos, los inseguros,
las minorías étnicas..., aun los extraños a nuestro ministerio inmediato? ¿Estamos
dispuestos a escuchar sus requerimientos, sus inspiraciones, su presencia en ellos para
comprenderlos? ¿A orar por ellos con solicitud auténtica y profunda, a sacrificarnos en
la obediencia por su encarnación en ellos?
E) TENER PRESENTES LAS NECESIDADES DE LA COMUNIDAD LOCAL

1. En su estructura jerárquica
¿Cuándo ha sido la última vez en que os habéis preguntado qué podíais hacer
para aliviar las fatigas de vuestro superior general o local? ¿Habéis captado últimamente
el verdadero sentido de sus decisiones, las habéis sopesado, habéis buscado en ellas la
acción de Cristo? Con frecuencia olvidamos que nuestros superiores inmediatos,
crucificados en el amor como el Maestro, tienen una sabiduría templada por el
sufrimiento y la sensibilidad y una visión que se extiende no sólo a su persona y a la
nuestra, sino a toda la comunidad y a la Iglesia entera. El religioso maduro expresa una
obediencia espontánea, amistosa aun en la actitud misma hacia la autoridad; no se forja
falsas ilusiones, esperando personas infalibles, incansables, «superhombres»; en otras
palabras: nuevos «Dios en la tierra». Tenemos que recordar que todos los cargos tienen
responsabilidades y exigencias tan amplias y perentorias, que ninguna persona
particular (con excepción del mismo Dios) puede tener todas las cualidades para
desempeñarlos perfectamente. Rahner aclara muy bien este punto:

«Humanamente hablando, cuanto más alto es el cargo, menor es la posibilidad


de cumplirlo. En este sentido podemos razonablemente presumir
que los grados de variación en los dones intelectuales y morales de los
hombres son inferiores a los grados de dificultades encontrados en la
dirección de varias iniciativas sociales. Generalmente, pues, los cargos
más importantes serán inevitablemente peor ejercidos que los menos relevantes.
Juntamente con la asunción de una responsabilidad mayor se adquiere
la conciencia, experimentada por el superior y por sus colaboradores, de
que la persona responsable se halla lejos de estar preparada para su
cargo. El defectuoso cumplimiento de compromisos más graves revela
cruelmente la insuficiencia de la capacidad del hombre, que escapa a
nuestra atención»

Desde el momento en que los superiores son débiles y limitados como nosotros,
es indispensable que el consejo de obediencia esté fundado en la fe. Nuestra sincera
participación en la cruz, que ellos tan generosamente se han ofrecido a llevar por
nosotros, puede concretarse mejor mediante nuestra honestidad, sinceridad y
disponibilidad para dejarnos impregnar con ellos de amor por la Iglesia. Participemos
con ellos del celo por la Iglesia, en el amor, en el mutuo apoyo, en la buena voluntad
para discernir con ellos con humildad y a dejarles a ellos, en la fe y en la confianza, la
presentación final de lo que se considera como el bien más grande para el plan del
Maestro sobre nuestra vida. Cumplir la propia misión con alegría y firmeza significa
también colaborar junto a ellos en la construcción de su cuerpo. Así, se necesita cultivar
el espíritu, la actitud de apertura y comprensión, la actitud de corresponsabilidad. Se
tiene que ver a los superiores como personas, no como jueces; como «hermanos», que
buscan juntamente con nosotros la voluntad de Dios más personal y conveniente para
nuestro bien eterno y para el de la Iglesia.

2. En los ministerios comunes locales


Las necesidades de la comunidad local en toda casa apostólica, en todo «sector»,
en cada ministerio, deberían constituir la preocupación de todos nosotros; no en una
actitud de crítica y de enjuiciamiento, sino de apoyo y de entusiasmo. El hacer
partícipes a los demás de lo que sucede en nuestra realidad, de los episodios divertidos,
de los momentos difíciles, de las preocupaciones y dificultades inherentes al propio
modo de vivir la obediencia, es un modo privilegiado de inspiración recíproca, de
información y estímulo sincero y mutuo para encontrar la presencia del Señor en las
múltiples situaciones de cada día. Muy frecuentemente nuestra obediencia resulta
egocéntrica y cerrada en sí misma porque no hemos encontrado la alegría de la mutua
participación en la obediencia de los demás, al menos en el compartir, porque
desconocemos o no percibimos plenamente todo el bien que se ha hecho en la Iglesia,
con el apostolado silencioso y modesto de cada uno.

F ) TENER PRESENTES LAS NECESIDADES DEL INDIVIDUO EN SU


TOTALIDAD

1. El bienestar espiritual
Para terminar, examinemos la expresión más concreta de la obediencia: nuestro
respeto obediente al trabajo del Espíritu en cada uno. Nos es muy necesario cultivar una
actitud de interés sincero y fraterno, de amor y delicado apoyo al crecimiento del Señor
en todo hermano. Reducimos el verdadero sentido de la comunidad cuando nos
concentramos en lo exterior: «dónde está, cómo viste, habla, etc.». Somos propensos a
olvidar las verdaderas necesidades interiores del individuo, el espíritu de cada hermano.
¿Sabemos, en cambio, sostener su celo, estar cercanos a su espíritu de entrega, ánimo y
esperanza con nuestros dones espirituales, sean los que sean, dones de paz y nobleza,
dones de humorismo o sabiduría, dones de lucha interior y sufrimiento por la visión de
su presencia que opera en nosotros? El más bello regalo que podemos hacernos unos a
otros en recíproca obediencia es el de un corazón que lucha por conocerlo más y
entregarse a él más completamente en cada aspecto de nuestra vida. ¿Nos exhortamos
mutuamente, como los discípulos, y nos enseñamos a escuchar, responder, entregarnos,
a encontrarle a Él, allí precisamente donde no lo esperamos? Una expresión noble y
delicada de una obediencia madura ante una necesidad puede ser susurrar al oído: «he
dicho un avemaría por ti», o también «he ofrecido estos sufrimientos por tu trabajo y
por tu progreso espiritual», «te encontraré en la Eucaristía», o también una simple
palabra: «doy gracias a Dios y a ti», «él está sin duda alguna contigo, cerca de ti».

2. La humanidad de todos
Si logramos estar serenos, merced a los dones de Dios en nosotros, sensibles y
admirados ante lo que él realiza personalmente en cada uno, conscientes de nuestras
deficiencias, inseguridades, problemas y alegrías, éxitos, esperanzas y aciertos, con toda
nuestra «humanidad» a todo nivel, seríamos también mucho más sensibles en la relación
de nuestras limitaciones reales, aceptándolas y luchando contra ellas, y, por
consiguiente, seríamos más sensibles respecto de las mismas limitaciones que
encontramos en los demás. Debemos fiarnos de todo hermano, ya que todos estamos
luchando por liberarnos de factores inhibitorios y paralizantes que influyen y
distorsionan la voz de Dios; por ejemplo, rebeldía contra las directrices, búsqueda de
comodidades, de una libertad sin obstáculos, miedo de responsabilidades, obstinación,
agresividad. Tenemos incluso necesidad de ser un poco «testarudos» y discutir
noblemente con los demás cuando, en amor, nos interesa su camino como individuos,
pero no en actitud soberbia o de dominación del «tú no estás a mí altura, así que procura
ponerte». Comprender las necesidades del individuo no significa solamente ser
sensibles a los esfuerzos del otro en su abertura a la voz de Dios, sino también fortalecer
y hacer resaltar en el otro aquellos dones positivos, sagrados, del Espíritu, que trabaja en
él, y como fruto de esta acción del Espíritu responde a la voz y a la llamada de Dios;
estar dispuestos a apoyar, a gozar con el otro, a reconocer las cualidades humanas que
ha recibido y dado por el Reino. Esto significa, en un amor obediente, hacerse
disponible a «servir de complemento a los demás», satisfacerles, colaborar en la medida
de lo posible, en un servicio espontáneo. Para quien tiene dificultad para coser, un
ofrecimiento de ayuda por parte de otra «que lo sabe hacer con primor»; a quien no sabe
esclarecer personalmente sus motivaciones, el ofrecimiento de un consejo; para quien se
siente un «desastre» en cocina, echarle una mano o darle una explicación por parte de
«expertos en culinaria »... ¡Cuántas posibilidades en situaciones concretas pueden
hacernos crecer en la obediencia recíproca! Nadie por sí mismo lo posee todo ni puede
hacerlo todo; es realmente característico de la limitación humana que deja espacio a
nuestra respuesta de amor en la obediencia a lo que el Espíritu pide a cada uno de
nosotros por medio del otro. ¡Qué obra maestra del plan del Cuerpo Místico estamos
llamados a desarrollar gracias a los tesoros específicos, las limitaciones y las
necesidades de cada uno de nosotros, aun como seres humanos individuales! ¿Habría
algo que no hiciéramos por Jesús si él estuviera aquí en persona? Si estamos en verdad
enamorados localmente por él, ¿estamos acaso dispuestos a esperar sus requerimientos?
Recordemos, pues, que «el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros», en nuestros
hermanos, en nuestras hermanas.

VIII
CONCLUSIÓN
¡Qué más podríamos decir respecto de la obediencia! Aun siendo compleja para
entenderla, es, sin embargo, sencilla. Si buscamos, pues, un modelo de semejante
simplicidad en la entrega total al amor meditemos un momento y volvamos nuestro
corazón a María:

Cristo Historia de la obediencia María

Natividad <— «Hágase en mí tu voluntad» —> Fiat


Crucifixión <— «.Todo se ha cumplido» —> Dolorosa
Resurrección <— «Retorno al Padre» —> Asunción

María es la virgen siempre en escucha, en oración. María acepta la invitación,


escucha y se sumerge en la fe y en el diálogo que podemos llamar «obediencia activa y
responsable». María es la virgen madre, la virgen que ofrece... Es sobre todo el modelo
de los que hacen de su vida una ofrenda a Dios... Su «sí» es para todos los cristianos una
lección y un ejemplo de cómo hacer de la obediencia a la voluntad del Padre el camino
y el medio de la propia santificación (Marialis cultus, nn. 7-20).
La obediencia de María es la expresión concreta de la respuesta absoluta que su
amor ha dado; una respuesta tan profunda y total que es eternamente fiel, sin retroceder
nunca, aun cuando la condujo al Calvario, porque sabía que la obediencia debe tener
una efectiva prontitud a dejarse hacer conforme al Señor Jesús hasta la pasión.
Ella, con profunda intensidad, anhelaba encontrarlo de nuevo con la esperanza
de no separarse nunca más, en la plena luz de la eternidad. Fue asunta al cielo.
La madre del Señor, María, fue siempre perfecta transparencia de la palabra de
Dios, perfecta aceptación de Él, voluntad ardiente y siempre confiada de estar con Él,
como El, para El.
Su amor, al igual que la inmensidad de sus deseos, ha sido plenamente
satisfecho. En ella, la extensión de la resurrección del Señor se cumplió hasta en el
cuerpo, para quedar para nosotros como imagen viva de lo que es la Iglesia entera, de
aquello a lo que somos llamados, cuando hayamos llevado a plenitud el misterio de
nuestra preciosa obediencia religiosa, en Cristo.
Con ella, repetidamente, con renovado fervor y con esperanza,

Tomad, Señor,
y recibid toda mi libertad,
mi memoria,
mi entendimiento
y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer.
Vos me lo disteis,
a vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro;
disponed a vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que esto me basta.
SAN IGNACIO

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