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19/04/12
La virtud protagórica no es más que aquella actitud prudente, pragmática del pensar,
adecuada a las situaciones políticas y sociales de la época. La yuxtaposición del carácter
pseudoepistémico sobre el ético en el diálogo, vela sobre la premisa que dota a la
cotidianidad de la importancia debida. Ciertamente Protágoras también cae en la
confusión de comparar su enseñanza de la virtud, con el aprendizaje del saber científico:
“Es preciso que todos se persuadan de que estas virtudes no son, ni un presente de la
naturaleza, ni un resultado del azar, si no fruto de reflexiones y de preceptos que
construyen una ciencia que puede ser enseñada” (Platón, 2002) dando a entender a
Sócrates que los componentes conceptuales de la virtud son análogos en la exactitud de
su figura a los de, por ejemplo, los números, donde existe un perímetro del concepto
mucho más centrado y delimitado, y no uno mucho más dinámico, en una construcción
constante, en un moldeamiento permanente acorde al conocimiento de las circunstancias
cotidianas.
Por lo demás, el Protágoras de Platón es un excelente deconstructor de la estructura más
que endeble de la virtud en tanto que raya constantemente de una u otra manera, en lo
ambiguo. Sócrates elucida de este modo, con su siempre bien aplicada mayéutica, lo
que parece ser la inviabilidad de los componentes de a virtud, pues parece que estos
sobrevuelan la experiencia humana, dotándolos así de un horizonte metafísico. La virtud
se encuentra, como conclusión de los presentes en el diálogo (y más gustosamente para
Sócrates que para Protágoras), en un determinado contexto cuya complejidad la hace
incomprensible. Es desde esta humilde visión que se considera a la virtud inalcanzable,
a una altura tal que se hace inasequible la nitidez de su figura. La virtud y lo que la
constituye resulta ser imágenes difusas, borrosas, reducidas al lenguaje, sin puentes
entre las palabras y sus respectivas representaciones.