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Vivíd a la altura de la vocación a la que habéis sido llamados (Filip.

1,27)
Procura que tu manera de vivir esté de acuerdo con el Evangelio de Jesucristo

Introducción:
Después de haber vivido años de amistad con el Señor, quizás me ocurre que en la práctica me
encuentro pendiente de otras cosas que no son el Señor y mi vida no da fruto o no da el fruto esperado
(como la higuera estéril de Mt. 21, 18-19): en mi vida hay apariencia, hojas, promesas, planes,
discursos, palabras... pero no frutos.
Quizás hemos abandonado “el primer amor” por Jesucristo en la tienda de los empeños, para llevarnos a
cambio baratijas y fantasías; la pasión juvenil del corazón ha ido perdiendo intensidad en escapes y
filtraciones no controladas y hoy la cortina de la “buena apariencia” cubre la instalación y quizás la
mediocridad en la que ha caído mi vida. Sin darme cuenta, Jesús ha ido retrocediendo lugares en la fila
de mis intereses y hoy ya no ocupa el primer lugar de mi vida.
Pero algo dentro de mí clama por la pasión primera, por los días de desierto en lo que Dios me
conquistó hablándome al corazón (Os. 2,16)
¿Qué ha provocado ese desgaste y sobre todo, cuáles son las claves para vivir como auténticos
seguidores de Jesús?. Señalo dos motivos:
1. Nuestra propia fragilidad no asumida
2. El activismo que nos vacía.

1. Nos estancamos y hundimos en las arenas movedizas de nuestra propia debilidad:


Se nos introducen los valores de nuestra cultura que nos afectan y terminamos pensando que hemos de
ser fuertes, exitosos, brillantes, intachables; tenemos que “dar la talla” y demostrar lo que valemos; por
ello nos comparamos y exigimos cada vez más: perfección, eficacia, resultados!
Pero, tarde o temprano, terminamos por enfrentar, inevitablemente, nuestra debilidad: la falta de
respuesta generosa, nuestras incoherencias, ambigüedades, modos de ser, límites, carencias, cansancios
y enfermedades, nuestras equivocaciones y derrotas. Y nos provoca decirle al Señor: “Apártate de mí,
que soy un pecador” (Lc. 5,8)
A veces queremos ocultar esta fragilidad, nos defendemos de ella (como nos maquillamos para ocultar
las arrugas) porque la vemos como una amenaza y entonces nuestras debilidades son motivo de
sufrimiento callado y oculto, pero no por ello menos real, que se traduce en tensión, esfuerzo,
insatisfacción y sentimiento de frustración, culpabilidad, reclamos e insultos internos... Y para
compensar nuestras carencias, nos proponemos un perfeccionismo más exigente que nos hunde de
nuevo en la sensación de fracaso (como un jeep se hunde en la arena cuando quiere salir de un hueco
con la impetuosidad del poner la velocidad en primera)

Y es que, nos guste o no, la limitación es parte de nuestra vida: somos luz y sombra a la vez, barro
frágil. De cómo la vivamos, surgirán maneras distintas de situarnos ante Dios, ante los demás y ante
nosotros mismos: la debilidad nos puede hundir, endurecer, amargara y desmotivar... y también puede
ser la ocasión de hacernos más humanos, comprensivos, misericordiosos y cercanos a los demás
igualmente, más dóciles y disponibles ante Dios.

1- Puedo desesperarme al comprobar mi debilidad: caer en reclamos internos, insultos,


minusvaloración, intentar huir de ella mediante caretas de prepotencia, activismos agotadores o
esfuerzos farisaicos por salvarme a mí mismo
2- O puedo aprender a “verla en positivo”: aceptarla y amarla (Debes amar la arcilla que hay en tus
manos”, decía una canción), vivirla con humildad como parte del vivir con Jesús, lo que me hace vivir
consciente de que dependo de su fuerza.

No tengas miedo de tu debilidad; no tengas miedo de tus miedos; que tu pobreza y limitación no te
hundan. Porque no se trata de negar ni de destruir: jamás el rechazo, el autonálisis o el voluntarismos
han sido los caminos para superar nuestra debilidad; sólo la superamos cuando le ponemos nombre, la
aceptamos y la colocamos confiadamente en las manos de Dios.
No olvidemos que para salvarnos, Jesús “se hizo carne”, debilidad, aunque nosotros nos empeñamos
en ser fuertes. Su sacerdocio se basó:
1. En el servicio y en el dar la vida a los demás
2. En el desprendimiento personal que lo llevó a asumir la forma de siervo (Filip. 2,7-8)
3. En la misericordia hacia todos los pecadores (Col. 3,12)
4. En la cercanía y solidaridad con todos, porque El mismo había vivido, en carne propia, la experiencia
del dolor y de la debilidad (“Es capaz de ser indulgente con los ignorantes y extraviados, porque a él
también la debilidad lo cerca” (Heb. 5,2)

Queremos ser personas al estilo de Jesús: no por encima de los demás, sino solidarios con ellos, desde
nuestra debilidad, asumiendo la misión porque confiamos en la fuerza de Dios.
El camino que Jesús nos muestra está muy lejos de la ostentación, de los éxitos, de lo espectacular:
- Es el del “grano de trigo” que es fecundo cuando se entierra (Jn. 12,24) y muere. No el triunfalismo,
sino la fidelidad en la rutina al deber de cada día, las cosas pequeñas hechas con amor.
- Es el camino de la sencillez y el servicio oculto (Mc. 9,35), el ocupar el último lugar en vez de
pretender los primeros lugares, a los que tendemos tan fácilmente.
- Es la misericordia del Padre que siempre perdona (Lc. 6,36)
- Es el abandono confiado de nuestro trabajo y de nuestra debilidad en las manos del Padre. No me
salvo yo, me salvan.

2- El activismo reseca mi intimidad con el Señor:


Nuestro día se desgasta en salir al paso a urgencias que nos agotan... y la vida nos pesa como una carga
que no nos permite disfrutar el camino. Un caminar en el que Jesús parece estar cada vez, más ausente.
¿Cómo recuperar la vitalidad espiritual?. La recuperación de este desgaste de la vivencia religiosa no
vendrá de un recetario de observancias y normas; jamás la ley ha dado como fruto el amor. Por el
contrario, “quien no tiene el valor de medirse con el amor, se protege en la ley”. Mi conversión no es
volver a una ley, sino a una persona. Tampoco me salvará mi exagerado voluntarismo, ni mi farisaica
insistencia en la perfección propia, pues lo único que esto genera es culpabilidad y frustración.

Es indispensable disponernos a la experiencia apasionada de Dios: este es el punto primero, único


necesario e imprescindible. “El arroyo incomunicado con su fuente, se seca. Ignorar la cercanía, la
inmanencia de Dios lo destierra de nuestras vidas y lo transforma en un desconocido distante, con quien
difícilmente podemos tener ningún tipo de relación; es como condenar a Dios al ostracismo. Esto lleva
a que nuestra vida sufra una enorme pérdida de significado y de auténtica plenitud (Pier Van Bremen S.
J.)
Necesito vivir conectado con Dios, permanecer unido a El (Jn.15,4), renovar mi “experiencia fundante”,
que Dios sea el Absoluto de mi vida.
¿Cómo lograrlo?.

Para ello he de vivir tres dimensiones:

1- Vivir la alegría de que he sido perdonado:


Dios me salva de mi propia debilidad, de mi pecado. El me ama como soy, sin exigirme que sea distinto
y ese amor me salva de mis exigencias y condenas. Su amor es más fuerte que mi debilidad. El me
invita no a suprimir mi debilidad, sino a cargar con ella como señal de su paso por mi propia vida:
“Levántate, carga con tu camilla y vete a tu casa” (Lc. 5,24). He de ser testigo de la misericordia de
Dios con el testimonio de mi propia vida. Mis limitaciones entonces, ya no son motivo de hundimiento,
sino señales de resurrección: Dios ha pasado por mi vida y me ha salvado.

He de atreverme a dejar mis caretas de autosuficiencia, de fortaleza, de “persona buena”; entregar mi


debilidad en manos de Dios y comprobar que así soy amado, sin condiciones.
No te canses de entregarle una y mil veces tu debilidad a Dios, pues El es el alfarero que puede cambiar
tu corazón, el médico que puede curarte.
Sólo así, conscientes de nuestra debilidad, pero viviendo la libertad de sabernos perdonados, seremos
mensajeros y testigos de la misericordia de Dios. (Es la experiencia que vivimos en la confesión: el
amor de Dios me alcanza cuando he caído, como fuerza para levantarme)

2- Sentirme invitado a colaborar en el trabajo salvador de Dios:


Lograr así, vivirlo todo como respuesta a Jesús; que su amistad de sentido a cada acontecimiento de mi
vida. A pesar de todo lo que haya ocurrido en mi vida, Jesucristo me toma en cuenta, cree en mí, me
invita. Y si El cuenta conmigo, también yo he de contar con El. No soy yo quien salva; mi papel es
colaborar, ser instrumento; nada más.
Vivir mi vida como la aventura de seguir por amistad a Jesús que siempre va adelante y me capacita
para seguirle en el amor hecho servicio. “Allá donde tú llegues, te estaré esperando. Sígueme”.

3- Que la gratitud sea el perfume de todos mis días, de todo mi día:


No puedo encerrar a Dios en mi oración de la mañana; necesito que ésta se prolongue y fertilice todo mi
día. Necesito desarrollar una nueva sensibilidad que me permita encontrar a Dios, captar su lenguaje,
sentir su presencia en lo cotidiano de cada día.
Este es el reto: Descubrir a Dios vinculado a las experiencias más cotidianas de la vida (no encerrado
entre los paréntesis de espacios y tiempos específicos calificados como “religiosos”), sino aprender a
verlo en el bullicio y en los avatares de la vida, vinculado a mis sueños y a las preocupaciones que me
abruman.

Se trata de vivirlo como “presencia motivadora” de todos los minutos de mis días; atravesar la corteza
de la realidad y como paladeamos el agua de un coco, descubrir a Dios que alienta y sostiene mi vida y
la creación toda. Es aprender a ser contemplativo en la vida, ver a Dios en todas las cosas.
Vivir esta gratitud produce una forma nueva de exigencia (al amor se responde con la vida), que no
rompe la persona, porque surge del amor. La gratitud no endurece el corazón, no impone rigidez, no
alimenta angustias ni culpabilidad, amargura ni autocastigo. Por el contrario, refresca y conserva joven
y alegre el corazón, porque la gratitud surge del amor. Es la primera de la “tres palabras mágicas que
transforman el corazón”: Gracias, Perdón y Te amo. La gratitud llena de sentido y de alegría nuestra
vida: la alegría de corresponder a un amor.
Si nos vivimos: a. perdonados y salvados de nuestra debilidad b. llamados y agradecidos, seremos
apóstoles de Jesucristo. Y hoy se necesitan, urgentemente, personas que se sientan enviados por Dios a
colaborar en su plan de salvación; mensajeros y testigos del perdón de Dios que han experimentado en
su propia vida; personas configuradas por la alegría que procede de la acción de gracias; personas que
fomentan el sentido de Dios y comunican misericordia.

Textos:
1 Sam. 16,7: El hombre se fija en las apariencias, pero Dios en los corazones.
Lc. 5,8: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador
Lc. 8, 22-25: Hombres de poca fe, ¿por qué dudan?
Jn. 14,1: No estén agitados; confíen en Dios y confíen también en mí.
Ef. 3,20: El puede hacer mucho más de lo que somos capaces de pedir e incluso de imaginar, gracias al
poder que actúa eficazmente en nosotros.
2 Tim. 1, 8b-9: Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te de. El nos
salvó y nos llama a una vida santa.
1 Cor. 1, 26-29: Fíjense a quienes ha llamado.
1 Tim. 1,12-14: Qué agradecido estoy al que me dio fuerzas, a Cristo Jesús nuestro Señor, por la
confianza que tuvo en mí al designarme para su servicio.
Filip. 4,13: Para todo me siento con fuerzas, gracias al que me robustece
2 Cor. 1,4.9: El nos alienta en todas nuestras dificultades para que podamos nosotros alentar a los demás
en cualquier dificultad (4). Me vi abrumado por encima de mis fuerzas.. así aprendí a no confiar en mí
mismo, sino en Dios (9)
1 Cor. 10,13: Fiel es Dios y no permitirá que sean tentados sobre sus fuerzas.
2 Cor. 4, 7-12: Esta riqueza la llevamos en vasos de barro para mostrar que se poder viene de Dios y no
de nosotros.
2 Cor. 9, 6-10: Dios les dará todo lo necesario
2 Cor. 12, 9-10: Te basta mi gracia, mi fuerza se realiza en la dificultad... Pero cuando soy débil,
entonces soy fuerte.
2 Tim. 1,12: Sé de quién me he fiado

Preguntas:
1. ¿Cuáles son mis debilidades? ¿Qué aspecto de mi persona, de mi modo de ser o de mi historia vivo
como debilidad, son heridas que me cuesta aceptar y me han sufrir?
¿Por qué las considero debilidades?
¿Qué sentimientos producen en mí? ¿a qué me llevan?

Apoyo: Acerca de San Jerónimo que vivió en sus últimos años en el desierto, cerca de Belén hay una
anécdota muy sugerente. Se dice que se le apareció Jesús crucificado. Jerónimo cayó de inmediato de
rodillas, se inclinó profundamente y con un gesto ostensible, se golpeó el pecho. Jesús desde la cruz, le
sonrió amablemente y le preguntó: Jerónimo, ¿qué tienes para ofrecerme?. Jerónimo se sintió encantado
y respondió de inmediato: Todo, Señor, especialmente la soledad de este desierto que me resulta tan
dura. El Señor le dio las gracias bondadosamente y le preguntó otra vez: ¿Qué más tienes, Jerónimo,
para ofrecerme?. Jerónimo replicó: Mi ayuno, mi hambre y mi sed y añadió incluso una pequeña
aclaración explicando que no comía ni bebía antes de la puesta del sol. Jesús desde la cruz, le manifestó
su profundo aprecio y empatía; después de todo, él mismo tenía alguna experiencia de ayuno en el
desierto. Jesús repitió su pregunta varias veces: Qué mas me ofreces, Jerónimo?. Y a éste nunca le faltó
una respuesta, algunas veces incluso bastante locuaz: sus noches de vigilia, la oración de los salmos, la
lectura de la Escritura... En cada ocasión, el crucificado Jesús le dio las gracias con una sonrisa y
continuó repitiendo la pregunta. Jerónimo se las arregló para encontrar nuevas respuestas: El celibato,
que trato de vivir lo mejor que puedo la falta de comodidades en este árido lugar, el calor del día y el l
frío de la noche...
Pero finalmente, agotó su ingenio y renunció, completamente frustrado porque el Señor aún no
estuviera satisfecho con una lista de sacrificios heroicos tan impresionante. Entonces se produjo un
profundo silencio en el desierto, cuando Jesús miró amorosamente a Jerónimo y le dijo: Has olvidado
una cosa, Jerónimo. Dame también tus pecados para que pueda perdonártelos.

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