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INTRODUCCIÓN

El presente trabajo monográfico hablara sobre EL UTILITARISMO ,


STUART MILL se sabe que el comienza por responder a dos formas erradas de
concebir el utilitarismo; la primera vez la utilidad como opuesta al placer, y Mill
argumenta que desde Epicuro hasta Bentham la utilidad, se ha entendido como no
opuesta al placer sino que lo útil significa agradable y placentero, entre otras cosas;
y ante aquellos que afirman que, suponer que la vida no tiene un fin más elevado
que el placer es defender una filosofía del cerdo, responde argumentando que los
que presentan a la naturaleza humana bajo el aspecto degradante no son los
utilitaristas sino sus acusadores, puesto que la acusación implica creer que los
humanos no son capaces de otros placeres diferentes de los de un cerdo; y esto no
es así. Los utilitaristas han sido también considerados hedonistas por el hecho de
identificar el placer con el bien, pero hay que resaltar que ellos no subordinan ese
placer al individuo sino a la sociedad, ya que, en su óptica el bien moral es provocar
la mayor cantidad de placer para el mayor número de personas.

Es interesante como Mill concede un rol importante a la educación, ya que


sería ella la encargada de inculcar a las personas de tal manera que identifiquen el
bien de la sociedad como su propio bien, el placer de otras personas como el suyo.
Cabe criticar el hecho de que coloca a los humanos solo como una estadística y
mutila parte de la dimensión humana de las personas.

Mill afirma que se puede ejercer fuerza en una persona contra su voluntad
para que haga o deje de hacer algo, si con esto se garantiza el bienestar de más
personas; sin embargo hay que tomar en cuenta también la clase de personas a las
que beneficiaría; por ejemplo, si la muerte de un pueblo es beneficiosa
económicamente para una ciudad e incluso el matarlos resulta placentero ¿se debe
de matar a ese pueblo?
EL UTILITARISMO DE JOHN STUARD MILL
John Stuart Mill creía que el conocimiento
humano enfrentaba en el siglo XIX la
circunstancia de no haber avanzado gran cosa
en la controversia ética, es decir, en la
determinación del criterio último que le
permite a la razón humana distinguir entre
lo correcto y lo incorrecto, entre el bien y el
mal de las acciones.

Esta era para Mill la más vieja de las cuestiones


que seguí a ocupando a los filósofos desde
tiempos inmemoriales, y para referirse a ella
usaba el mismo término que la tradición
escolástica había acuñado: La cuestión del summum bonum; o, lo que es lo mismo
en el lenguaje moderno: La cuestión de los fundamentos de la moralidad.

He tenido cuidado en decir que Mill creía que la humanidad no había avanzado
gran cosa en este terreno, porque lo cierto es que él pensaba que sí había habido
algunos pequeños avances. En su interpretación de esos logros, Mill reconocía que
la ética era comprendida por la mayoría de los filósofos contemporáneos como un
arte práctica, paralela al arte del derecho y también a la religión. Por lo menos los
europeos veían a ambas artes y a la religión como las disciplinas normativas de la
acción humana. A muy pocos se les ocultaba que normar la acción humana es algo
que se hace tomando en cuenta los fines que las acciones persiguen. En la
exploración de la facultad moral de la razón, la humanidad había llegado ya a la
convicción, después de una veintena de siglos investigando estos asuntos, de que el
juicio moral no permite discernir lo correcto y lo incorrecto en los casos
particulares, sino sólo otorga los principios generales del bien y el mal.

Estos eran vistos por Mill como los logros ya alcanzados por el conocimiento
humano en moral; pero todos esos avances, como se puede ver, conciernen
básicamente a la comprensión de cómo opera la razón práctica. El problema que
seguía sin ser resuelto, y que por esa razón le permitía decir a Mill que no se había
avanzado gran cosa en este terreno, era el del criterio último para la determinación
de la moralidad de la acciones. En esto, las distintas escuelas seguían sin hallar un
consenso y, por lo tanto, la humanidad seguía sin poder echar luz sobre la
exigencia, siempre sentida, de una aplicación teoremática de los principios éticos de
la acción a la resolución de los casos morales particulares.

¿Por qué no había claridad al respecto? Porque si bien todos creían que la
racionalidad ética estaba hecha de teoremas y corolarios derivados de principios
generales, no todos hacían uso de los mismos principios éticos para determinar lo
correcto e incorrecto, el bien o el mal, lo justo o injusto. Si los principios son
divergentes, es obvio que los teoremas y corolarios producidos por el sistema
deductivo serán también divergentes. Todos están pensando del mismo modo, pero
los contenidos son diversos en cada escuela de pensamiento. El resultado de esa
divergencia ética es la divergencia en las prácticas morales.

John Stuart Mill publicó esta obra en 1863. En ella hace una clara exposición de la
doctrina ética utilitarista, defendiéndola de las objeciones y críticas de que había
sido objeto hasta el momento. A la vez, critica la consideración exclusivamente
cuantitativa del placer y de la felicidad propia de Bentham, introduciendo para esto
elementos antropológicos nuevos, próximos al aristotelismo. Así configurado, el
utilitarismo de Mill condiciona hoy día buena parte de la reflexión ética en las
áreas culturales anglosajonas. En particular, esta obra tiene interés, actualmente,
para comprender el modelo filosófico básico que los consecuencialistas emplean en
su exposición de la Teología Moral católica.

CAP. 1. CONSIDERACIONES PRELIMINARES


John Stuart Mill desea inicialmente poner de manifiesto la importancia de
establecer un supremo criterio distintivo del bien y del mal, lo que equivale a
determinar cuál es el sumo bien, fundamento de la moralidad, ya que en las ciencias
prácticas las normas se establecen a partir del fin. Stuart Mill considera que el
criterio distintivo del bien y del mal debe ser anterior a la determinación de lo que
en concreto es bueno y malo, y no una consecuencia de esa determinación (cfr. p.
19). Primero se determina qué es el bien; después se verá qué comportamientos son
correctos y qué comportamientos son incorrectos, ya que lo correcto no sería otra
cosa que la maximización del bien. Es ésta una exigencia, de alguna manera ya
señalada por Hume, que se ha convertido hoy día en una característica de la ética
teleológica o consecuencialismo.

Este planteamiento muestra claramente la preocupación del utilitarismo por la


fundamentación de las normas éticas. En principio no habría nada que objetar, pero
es obligado precisar que una cierta manera de asumir el punto de vista de la
fundamentación de las normas éticas presupone una precisa imagen de Dios. Por
tanto es éste un problema de importancia capital para la ética. Definir el bien antes
y con cierta independencia de lo que en concreto es justo o equivocado es una
exigencia aceptable y quizá incluso necesaria desde el punto de vista lógico; pero se
debe admitir, al menos por respeto a la común experiencia ética de los hombres,
que a veces la persona procede desde lo justo o injusto en concreto hacia la noción
general de bien, sin caer por eso en una definición circular del valor ético.

La explicación de este hecho es la siguiente: utilizando la dicotomía establecida por


la reflexión ética anglosajona entre "intuicionismo" y "utilitarismo", y sin que esto
implique un juicio de valor sobre ella, es necesario admitir en el conocimiento
moral un elemento intuicionista (en la línea del conocimiento por connaturalidad
de Santo Tomás). Kant lo admite en el prefacio de la Fundamentación de la
metafísica de las costumbres. Santo Tomás de Aquino señala justamente que el
conocimiento moral natural es una participación del hombre en la Sabiduría divina
y, por eso, un signo de la cercanía y del interés que Dios se toma por el obrar
humano (también cuando éste parece moverse en una dimensión "horizontal").

La valoración espontánea racional de comportamientos como el homicidio, el


adulterio, etc., no pierde nada de su valor, aun en el caso de que la persona no fuese
capaz de fundamentarla de un modo lógicamente perfecto e irreprensible. Rechazar
esos juicios éticos por el hecho de que en algún caso particular no estén apoyados
suficientemente en un razonamiento lógico impecable, es atribuir a la lógica
humana una función de fundamentación ontológica, es decir, admitir que lo que
todavía no está suficientemente fundamentado desde el punto de vista de la lógica
humana no está fundamentado en absoluto. Implícitamente se niega que Dios sea el
supremo Legislador moral. Naturalmente, no se debe caer en el extremo opuesto,
es decir, fundamentar toda la moral en el sentimiento subjetivo o personal. Muy
otro es el modo en que Santo Tomás entiende la participación humana en la
Sabiduría divina.

Stuart Mill considera que el problema del criterio distintivo supremo entre el bien
y el mal no ha recibido una respuesta satisfactoria en los demás sistemas éticos
(Mill se refiere a la teoría del moral sense y a la ética inductiva). No son capaces
estos sistemas de reconducir los principios morales a un primer principio evidente,
capaz de resolver los problemas de colisión de deberes que se presentan en la
práctica. No consiguen, en definitiva, establecer de modo claro cuál es el primer
principio de todo razonamiento moral. Esta deficiencia origina no pocas
confusiones que, en la práctica, se ven atenuadas por el hecho de que todos aceptan
implícita o inconscientemente un único principio: el principio de la utilidad o
felicidad general, en virtud del cual se enjuician las diversas acciones según su
previsible repercusión en la felicidad de todos.

Esto es verdad incluso en Kant, gran enemigo del eudemonismo. Según Stuart
Mill, cuando Kant afirma que se debe obrar de manera tal que la propia acción
pueda ser aceptada por todos los seres racionales, no puede demostrar que exista
imposibilidad lógica de aceptar el peor de los comportamientos posibles.
Simplemente demuestra que las consecuencias de la difusión de ese
comportamiento serían tales como para desanimar a realizarlo. Mill quiere dar a
entender que sólo una interpretación utilitarista o consecuencialista del principio
kantiano pone de manifiesto la parte de verdad que hay en él.
CAP. 2. QUÉ ES EL UTILITARISMO
Stuart Mill comienza el capítulo II saliendo al paso de dos interpretaciones
equivocadas del utilitarismo. La utilidad —afirma Mill— ni puede oponerse al
placer ni puede identificarse con el placer grosero. El utilitarismo, o doctrina que
pone el fundamento de la moral en la utilidad o principio de la más grande
felicidad, afirma que las acciones son buenas en la medida en que otorguen felicidad
y son malas en caso contrario. Felicidad es el placer con ausencia de sufrimiento; la
infelicidad es lo contrario. El placer y la ausencia de sufrimiento son las únicas
cosas deseables: algo es deseable o porque es en sí placentero o porque es un medio
de llegar al placer o de evitar el dolor.

Se podría objetar: entonces, se afirma que el hombre es "como un cerdo". Mill


responde: cerdos son los que ponen esta objeción, pues piensan que al hablar de
felicidad y de placer se hace referencia a los placeres brutales e indignos del
hombre. Mi utilitarismo —prosigue Stuart Mill— tiene una idea más elevada de
hombre. Principio fundamental de esta doctrina es que ciertos tipos de placeres (los
placeres intelectuales y morales) son más deseables y tienen más valor que los
demás. Con este criterio Mill se separa de Bentham, que sólo admitía entre los
diversos placeres diferencias de tipo cuantitativo.

Para Mill resulta evidente que en la felicidad y en el placer, como en tantas otras
cosas, se debe atender sobre todo a la cualidad. Es un hecho que ciertas personas
prefieren ciertos tipos de vida. Ningún hombre prefiere ser animal, ni siquiera un
animal feliz; ningún sabio prefiere ser un ignorante; ningún hombre generoso
prefiere ser un egoísta. Es mejor y es preferible ser un Sócrates insatisfecho que un
imbécil satisfecho. Esto es para Mill un hecho indudable. Su explicación quizá sea
más difícil, pero no cabe duda que felicidad no se identifica con satisfacción, aunque
sólo sea porque el sentimiento de la dignidad personal forma parte de la felicidad
humana.

Un segundo principio fundamental del utilitarismo de Mill establece que la utilidad


no se refiere sólo a la máxima felicidad del agente, sino a la más grande suma total
y general de felicidad (maximización de la felicidad general). Desde este punto de
vista, la moral puede definirse como el conjunto de reglas para el gobierno de la
vida cuya observación asegurará, en la medida de lo posible, una existencia feliz a
la humanidad entera. Nótese que los actuales teólogos consecuencialistas católicos
afirman que asumir ese criterio como regla de conducta es la esencia del mandato
de la caridad en el cristianismo.
El utilitarismo niega que el sacrificio tenga un valor intrínseco. Se admite el
sacrificio realizado para procurar un bien mayor para sí o para los demás. En todo
caso, se considera que la promoción de la felicidad ajena sólo exige la renuncia a la
propia allí donde la organización social es todavía deficiente; con el progreso social,
la extensión de la educación pública, etc., esas situaciones tenderán a desaparecer.

Un tercer principio formulado por Stuart Mill dice que el utilitarismo exige que el
individuo muestre, respecto a su felicidad y a la de los demás, una imparcialidad tan
grande como la que sería propia de un espectador benévolo y desinteresado. En la
regla de oro propuesta por Jesucristo en el Evangelio —asegura Mill— se
encuentra el espíritu de la moral utilitarista: hacer a los otros lo que queréis que
ellos os hagan, amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos; éstas son las dos
reglas de perfección de la moral .

También en este aspecto la educación y las convenciones sociales han de


desempeñar un importante papel. Han de crear en el espíritu humano una
asociación (en el sentido propio de la psicología asociacionista de la tradición
filosófica británica) entre la propia felicidad y la de los demás, entre la propia
felicidad y la puntual observancia de las reglas establecidas en función del interés
general de la colectividad.

Mill considera una posible objeción: antes de realizar una acción no es posible
detenerse a calcular cuáles serán sus consecuencias sobre la felicidad general.
Respuesta: es como afirmar que no se puede actuar cristianamente porque antes de
obrar no es posible detenerse a leer por entero el Viejo y el Nuevo Testamento. En
realidad, añade Stuart Mill, sí hay tiempo, ya que se cuenta con la experiencia
histórica de la humanidad, que se ha ido decantando en leyes y convenciones
sociales que permiten saber inmediatamente, por ejemplo, que el robo es nocivo
para el bienestar de la colectividad. El utilitarismo sólo sería imposible en la
hipótesis de la imbecilidad universal. Bajo cualquier otra hipótesis, es lógico pensar
que los hombres, en la medida en que van progresando, adquieren creencias
positivas sobre lo que es útil o inútil para la felicidad general. Por esa razón, los
filósofos no deberían criticar las costumbres vigentes hasta que hayan encontrado
otras mejores, más útiles.

Claramente se ve que el utilitarismo, aunque busca el primer principio de la moral,


no desprecia las normas próximas y secundarias. Saber cuál es la meta final del
viaje no implica despreciar las indicaciones que se encuentran a lo largo del
camino; los navegantes utilizan para el cálculo de las rutas tablas y mapas ya
hechos por otros. En suma, la acción concreta no siempre ha de ser regulada
directamente por el primer principio, que sin embargo es siempre la justificación de
todo uso social válido. A ese principio habrá que acudir cuando surjan dudas o
cuando entren en colisión diversas exigencias éticas.

Se examina por último la opinión de los que acusan al utilitarismo de ser una
doctrina atea. Respuesta: todo depende del modo como se entienda a Dios. Si se
considera que Dios quiere la felicidad de los hombres, que han sido creados
precisamente para ser felices, entonces el utilitarismo es la doctrina ética más
religiosa. Si la objeción se desprende del hecho que el utilitarista no recurre
frecuentemente a la voluntad de Dios contenida en la Revelación, se puede
responder que el utilitarista tiene fe en la bondad de Dios, y estima por
consiguiente que todo lo que pueda ser objeto de revelación observa máximamente
el principio de la utilidad (ordenación a la felicidad de los hombres).

Mill no acaba de pronunciarse sobre el papel que tiene la Revelación en el


conocimiento moral; dice que éste no es el lugar apropiado para discutir el
problema. Pero, añade, al utilitarista no se le escapa la ayuda que el hombre puede
recibir de la Revelación, como en general no se les escapa a los demás filósofos. El
utilitarista siempre puede considerar, en base a esa creencia, que Dios juzga y
ordena las acciones humanas según su utilidad o inutilidad, al menos con el mismo
derecho con que otros se sirven de la Revelación para hablar de normas
trascendentes y absolutas que no guardarían ninguna relación con la utilidad (lo
que hoy llaman algunos normas deontológicas o fundamentación deontológica de
las normas).

CAP. 3. LA SANCIÓN SUPREMA DEL PRINCIPIO DE UTILIDAD


Mill estudia en el tercer capítulo cuál es la fuente de la obligatoriedad del principio
de utilidad, y cuál es su sanción.

El principio de utilidad tiene las mismas sanciones que los demás sistemas éticos.
Sanciones externas: el reconocimiento por parte de los demás, el respeto y el amor
a Dios y el deseo de cumplir su Voluntad. El creyente no tendrá ninguna dificultad
para considerar que Dios aprueba lo que es bueno según el principio utilitarista.
Sanciones internas: el sentimiento interior de nuestro espíritu que, juntamente con
la idea de deber, constituye la conciencia moral.

El utilitarismo descansa especialmente sobre los sentimientos sociales de la


humanidad, que llevan a conceder igual atención a los intereses de todos. Sólo de
esta manera es posible una sociedad de iguales. El progreso social y la educación
identificará cada vez más los propios sentimientos con la preocupación por el bien
de todos. Como afirma Comte, la humanidad tendrá la fuerza de una religión.

CAP. 4. DE QUÉ TIPO DE PRUEBA ES SUSCEPTIBLE EL PRINCIPIO


DE UTILIDAD.
Comienza el cuarto capítulo con la advertencia de que en los problemas relativos a
los fines supremos no cabe una demostración en sentido estricto. ¿Cómo se puede
demostrar que la felicidad es la única cosa deseable en sí misma? Se demuestra que
algo es visible —dice Mill— por el hecho de que todos lo ven. La felicidad es
deseable porque todos la desean. La felicidad es un bien para cada hombre y la
felicidad general es el bien de todas las personas reunidas.
¿Se demuestra así que la felicidad es el único bien en sí? ¿No se debería
admitir que también la virtud es querida en sí misma? Efectivamente, pero no
por eso queda desmentido el principio de utilidad. La felicidad está integrada por
diversos elementos, deseables en sí mismos y al mismo tiempo como partes de la
felicidad. Los hombres aman la virtud no como un medio, pero sí como parte
integrante de la felicidad. Es verdad, entonces, que todo lo que es deseado, o lo es
en cuanto medio para la felicidad o como parte de la felicidad.

Esto es para Stuart Mill un hecho psicológico testimoniado por la experiencia. La


naturaleza humana es así. Cualquier observador imparcial comprobará que desear
una cosa es encontrarla agradable, y que rechazarla es considerarla desagradable.
Un deseo que no actúa bajo la razón de agrado es una imposibilidad física y
metafísica. Se debe concluir que la felicidad es el único fin de las acciones humanas
y el criterio supremo de la moralidad.

Mill se plantea una última objeción. La voluntad parece ser algo distinto que el
deseo. Se puede desear algo porque se quiere, y no porque el objeto sea en sí
deseable. También se puede querer algo en razón de un hábito. Mill responde
haciendo notar que la voluntad es, inicialmente, hija del deseo, aunque en algún
caso pueda disociarse artificialmente de él. Por eso, el que todavía no es virtuoso
trata de consolidar su buena intención asociando el placer a la virtud, es decir,
considerando que la virtud es agradable y que aleja del hombre los sufrimientos
ligados al vicio y a la miseria.

CAP. 5. RELACIONES ENTRE JUSTICIA Y UTILIDAD


Stuart Mill admite que la única verdadera e importante objeción que puede ponerse
al utilitarismo es la que se deriva de la idea de justicia.
Existe un fuerte sentimiento natural de la justicia que lleva a pensar en una
cualidad absoluta inherente a las cosas e irreducible a la utilidad. Parece claro que
lo útil no es siempre justo, y que se pueden cometer grandes injusticias en nombre
de la utilidad.
Se plantea, pues, el siguiente interrogante: ¿el sentimiento de justicia es un
sentimiento original irreducible a los demás o es un sentimiento derivado? ¿La
justicia es una cualidad original o una combinación de cualidades? Para obtener la
respuesta, Mill hace un detenido análisis de los diversos sentidos que puede tener
la justicia. Aquí expondremos solamente sus conclusiones.
El elemento específico de la justicia, que la distingue de otros sectores de la
moralidad, es la idea de deber estricto, al que corresponde en la otra parte un
preciso derecho, cuyo respeto es asegurado socialmente mediante la coacción. Por
su parte, el sentimiento de la justicia tiene dos elementos: a) el deseo de castigar a
quien ha obrado injustamente, y b) la idea de que la injusticia daña a una o a varias
personas concretas.

Mill llega a la conclusión de que la viva reacción subjetiva que provoca en nosotros
la justicia y la injusticia no se deriva de la idea de utilidad, pero sostiene que lo que
hay de específicamente moral en ese sentimiento sí procede de la utilidad.
Psicológicamente, el sentimiento de justicia se fundamenta sobre dos instintos: a)
el instinto de la propia conservación, que lleva a reaccionar vivamente contra el
agresor, y b) el sentimiento de simpatía con todos los hombres, que nos lleva a
considerar al que daña a la sociedad como si nos dañase a nosotros mismos. La
moralización del instinto de autodefensa se realiza mediante su subordinación a la
simpatía social, a las exigencias del bien general de la colectividad. En efecto, el
hombre justo reacciona únicamente ante los delitos que la sociedad está interesada
en castigar, interés que responde a las exigencias de la utilidad general.

Para Stuart Mill la justicia es un sector particular de la utilidad. Concretamente, el


sector que contiene los principios más esenciales para la felicidad de todos. A este
importantísimo sector de la moralidad se unen unos instintos especiales, instintos
que no se movilizan ante faltas que no ponen en peligro los aspectos cardinales de
la vida social.

La relación entre justicia y utilidad puede comprobarse ulteriormente de otra


manera. La justicia se caracteriza por la aequalitas, cuyo significado profundo es:
toda persona será valorada como una persona, ninguna contará como más de una
(Bentham). Todo hombre tiene igual derecho a la felicidad y a los medios para
conseguirla. La igualdad se deriva, pues, del hecho de que la felicidad es fin de
todos y cada uno de los hombres. Es cierto que condiciones inevitables de la
existencia humana podrán limitar ese principio, pero siempre serán claramente
injustas las desigualdades que no sean útiles para todos, para la sociedad.

La justicia no es algo absoluto. Implica preferencias y opciones que han de ser


justificadas por la utilidad social. Algunos pensarán que los tribunales deben hacer
respetar los derechos de los amos sobre los esclavos; otros hombres pensarán que
esos tribunales, aunque apliquen rectamente las leyes vigentes, obran
injustamente, ya que tales diferencias sociales no son útiles para la sociedad
humana, y por lo tanto no son justas.

Conclusión: Mill afirma que los problemas de justicia son problemas de utilidad. La
única diferencia estriba en los sentimientos unidos a la justicia y a la injusticia,
sentimientos que no son originarios, sino simplemente el sentimiento de
autodefensa moralizado por su subordinación a la utilidad colectiva. Es necesario
que los aspectos más vitales e importantes de la utilidad social sean protegidos por
sentimientos especiales, por deberes más estrictos, por sanciones más rigurosas.
CONCLUSIÓN

Una ética incompatible con la felicidad de la humanidad no puede ser justa. Más
aún, el motivo remoto por el cual muchas acciones son buenas o malas es la
relación que guardan con el bien de la sociedad humana.

Esto es claro si se tiene en cuenta que el bien moral se fundamenta en la naturaleza


del hombre según todas sus relaciones esenciales con Dios, consigo mismo y con
sus semejantes. La naturaleza humana es sociable: el hombre no puede vivir
dignamente ni perfeccionarse más que en la sociedad. Por este motivo cuando nos
preguntamos si una acción es justa o no, pensamos también en las posibles
consecuencias que tal modo de proceder puede tener para la sociedad.

El principio utilitarista es muy indeterminado, y parece referirse a los aspectos más


bajos del hombre. Los utilitaristas no pueden escapar a estos defectos sin traicionar
sus principios fundamentales, a saber:
a) El placer es la única realidad que es por sí misma buena, y el dolor es la única
realidad que es por sí misma mala. La felicidad es la presencia del placer y la
ausencia del dolor.
b) La acción es justa o equivocada en cuanto que contribuye o no, considerando
globalmente sus consecuencias, a la maximización de la felicidad.
Ahora bien, la idea utilitarista de felicidad y de placer es muy indeterminada, y no
se entiende cómo de ella se puede extraer una ética precisa. Es un hecho que todo
el mundo quiere ser feliz, también aquéllos que obran mal, pensando sin duda que
con esas acciones contribuyen a su felicidad.

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