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Mill afirma que se puede ejercer fuerza en una persona contra su voluntad
para que haga o deje de hacer algo, si con esto se garantiza el bienestar de más
personas; sin embargo hay que tomar en cuenta también la clase de personas a las
que beneficiaría; por ejemplo, si la muerte de un pueblo es beneficiosa
económicamente para una ciudad e incluso el matarlos resulta placentero ¿se debe
de matar a ese pueblo?
EL UTILITARISMO DE JOHN STUARD MILL
John Stuart Mill creía que el conocimiento
humano enfrentaba en el siglo XIX la
circunstancia de no haber avanzado gran cosa
en la controversia ética, es decir, en la
determinación del criterio último que le
permite a la razón humana distinguir entre
lo correcto y lo incorrecto, entre el bien y el
mal de las acciones.
He tenido cuidado en decir que Mill creía que la humanidad no había avanzado
gran cosa en este terreno, porque lo cierto es que él pensaba que sí había habido
algunos pequeños avances. En su interpretación de esos logros, Mill reconocía que
la ética era comprendida por la mayoría de los filósofos contemporáneos como un
arte práctica, paralela al arte del derecho y también a la religión. Por lo menos los
europeos veían a ambas artes y a la religión como las disciplinas normativas de la
acción humana. A muy pocos se les ocultaba que normar la acción humana es algo
que se hace tomando en cuenta los fines que las acciones persiguen. En la
exploración de la facultad moral de la razón, la humanidad había llegado ya a la
convicción, después de una veintena de siglos investigando estos asuntos, de que el
juicio moral no permite discernir lo correcto y lo incorrecto en los casos
particulares, sino sólo otorga los principios generales del bien y el mal.
Estos eran vistos por Mill como los logros ya alcanzados por el conocimiento
humano en moral; pero todos esos avances, como se puede ver, conciernen
básicamente a la comprensión de cómo opera la razón práctica. El problema que
seguía sin ser resuelto, y que por esa razón le permitía decir a Mill que no se había
avanzado gran cosa en este terreno, era el del criterio último para la determinación
de la moralidad de la acciones. En esto, las distintas escuelas seguían sin hallar un
consenso y, por lo tanto, la humanidad seguía sin poder echar luz sobre la
exigencia, siempre sentida, de una aplicación teoremática de los principios éticos de
la acción a la resolución de los casos morales particulares.
¿Por qué no había claridad al respecto? Porque si bien todos creían que la
racionalidad ética estaba hecha de teoremas y corolarios derivados de principios
generales, no todos hacían uso de los mismos principios éticos para determinar lo
correcto e incorrecto, el bien o el mal, lo justo o injusto. Si los principios son
divergentes, es obvio que los teoremas y corolarios producidos por el sistema
deductivo serán también divergentes. Todos están pensando del mismo modo, pero
los contenidos son diversos en cada escuela de pensamiento. El resultado de esa
divergencia ética es la divergencia en las prácticas morales.
John Stuart Mill publicó esta obra en 1863. En ella hace una clara exposición de la
doctrina ética utilitarista, defendiéndola de las objeciones y críticas de que había
sido objeto hasta el momento. A la vez, critica la consideración exclusivamente
cuantitativa del placer y de la felicidad propia de Bentham, introduciendo para esto
elementos antropológicos nuevos, próximos al aristotelismo. Así configurado, el
utilitarismo de Mill condiciona hoy día buena parte de la reflexión ética en las
áreas culturales anglosajonas. En particular, esta obra tiene interés, actualmente,
para comprender el modelo filosófico básico que los consecuencialistas emplean en
su exposición de la Teología Moral católica.
Stuart Mill considera que el problema del criterio distintivo supremo entre el bien
y el mal no ha recibido una respuesta satisfactoria en los demás sistemas éticos
(Mill se refiere a la teoría del moral sense y a la ética inductiva). No son capaces
estos sistemas de reconducir los principios morales a un primer principio evidente,
capaz de resolver los problemas de colisión de deberes que se presentan en la
práctica. No consiguen, en definitiva, establecer de modo claro cuál es el primer
principio de todo razonamiento moral. Esta deficiencia origina no pocas
confusiones que, en la práctica, se ven atenuadas por el hecho de que todos aceptan
implícita o inconscientemente un único principio: el principio de la utilidad o
felicidad general, en virtud del cual se enjuician las diversas acciones según su
previsible repercusión en la felicidad de todos.
Esto es verdad incluso en Kant, gran enemigo del eudemonismo. Según Stuart
Mill, cuando Kant afirma que se debe obrar de manera tal que la propia acción
pueda ser aceptada por todos los seres racionales, no puede demostrar que exista
imposibilidad lógica de aceptar el peor de los comportamientos posibles.
Simplemente demuestra que las consecuencias de la difusión de ese
comportamiento serían tales como para desanimar a realizarlo. Mill quiere dar a
entender que sólo una interpretación utilitarista o consecuencialista del principio
kantiano pone de manifiesto la parte de verdad que hay en él.
CAP. 2. QUÉ ES EL UTILITARISMO
Stuart Mill comienza el capítulo II saliendo al paso de dos interpretaciones
equivocadas del utilitarismo. La utilidad —afirma Mill— ni puede oponerse al
placer ni puede identificarse con el placer grosero. El utilitarismo, o doctrina que
pone el fundamento de la moral en la utilidad o principio de la más grande
felicidad, afirma que las acciones son buenas en la medida en que otorguen felicidad
y son malas en caso contrario. Felicidad es el placer con ausencia de sufrimiento; la
infelicidad es lo contrario. El placer y la ausencia de sufrimiento son las únicas
cosas deseables: algo es deseable o porque es en sí placentero o porque es un medio
de llegar al placer o de evitar el dolor.
Para Mill resulta evidente que en la felicidad y en el placer, como en tantas otras
cosas, se debe atender sobre todo a la cualidad. Es un hecho que ciertas personas
prefieren ciertos tipos de vida. Ningún hombre prefiere ser animal, ni siquiera un
animal feliz; ningún sabio prefiere ser un ignorante; ningún hombre generoso
prefiere ser un egoísta. Es mejor y es preferible ser un Sócrates insatisfecho que un
imbécil satisfecho. Esto es para Mill un hecho indudable. Su explicación quizá sea
más difícil, pero no cabe duda que felicidad no se identifica con satisfacción, aunque
sólo sea porque el sentimiento de la dignidad personal forma parte de la felicidad
humana.
Un tercer principio formulado por Stuart Mill dice que el utilitarismo exige que el
individuo muestre, respecto a su felicidad y a la de los demás, una imparcialidad tan
grande como la que sería propia de un espectador benévolo y desinteresado. En la
regla de oro propuesta por Jesucristo en el Evangelio —asegura Mill— se
encuentra el espíritu de la moral utilitarista: hacer a los otros lo que queréis que
ellos os hagan, amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos; éstas son las dos
reglas de perfección de la moral .
Mill considera una posible objeción: antes de realizar una acción no es posible
detenerse a calcular cuáles serán sus consecuencias sobre la felicidad general.
Respuesta: es como afirmar que no se puede actuar cristianamente porque antes de
obrar no es posible detenerse a leer por entero el Viejo y el Nuevo Testamento. En
realidad, añade Stuart Mill, sí hay tiempo, ya que se cuenta con la experiencia
histórica de la humanidad, que se ha ido decantando en leyes y convenciones
sociales que permiten saber inmediatamente, por ejemplo, que el robo es nocivo
para el bienestar de la colectividad. El utilitarismo sólo sería imposible en la
hipótesis de la imbecilidad universal. Bajo cualquier otra hipótesis, es lógico pensar
que los hombres, en la medida en que van progresando, adquieren creencias
positivas sobre lo que es útil o inútil para la felicidad general. Por esa razón, los
filósofos no deberían criticar las costumbres vigentes hasta que hayan encontrado
otras mejores, más útiles.
Se examina por último la opinión de los que acusan al utilitarismo de ser una
doctrina atea. Respuesta: todo depende del modo como se entienda a Dios. Si se
considera que Dios quiere la felicidad de los hombres, que han sido creados
precisamente para ser felices, entonces el utilitarismo es la doctrina ética más
religiosa. Si la objeción se desprende del hecho que el utilitarista no recurre
frecuentemente a la voluntad de Dios contenida en la Revelación, se puede
responder que el utilitarista tiene fe en la bondad de Dios, y estima por
consiguiente que todo lo que pueda ser objeto de revelación observa máximamente
el principio de la utilidad (ordenación a la felicidad de los hombres).
El principio de utilidad tiene las mismas sanciones que los demás sistemas éticos.
Sanciones externas: el reconocimiento por parte de los demás, el respeto y el amor
a Dios y el deseo de cumplir su Voluntad. El creyente no tendrá ninguna dificultad
para considerar que Dios aprueba lo que es bueno según el principio utilitarista.
Sanciones internas: el sentimiento interior de nuestro espíritu que, juntamente con
la idea de deber, constituye la conciencia moral.
Mill se plantea una última objeción. La voluntad parece ser algo distinto que el
deseo. Se puede desear algo porque se quiere, y no porque el objeto sea en sí
deseable. También se puede querer algo en razón de un hábito. Mill responde
haciendo notar que la voluntad es, inicialmente, hija del deseo, aunque en algún
caso pueda disociarse artificialmente de él. Por eso, el que todavía no es virtuoso
trata de consolidar su buena intención asociando el placer a la virtud, es decir,
considerando que la virtud es agradable y que aleja del hombre los sufrimientos
ligados al vicio y a la miseria.
Mill llega a la conclusión de que la viva reacción subjetiva que provoca en nosotros
la justicia y la injusticia no se deriva de la idea de utilidad, pero sostiene que lo que
hay de específicamente moral en ese sentimiento sí procede de la utilidad.
Psicológicamente, el sentimiento de justicia se fundamenta sobre dos instintos: a)
el instinto de la propia conservación, que lleva a reaccionar vivamente contra el
agresor, y b) el sentimiento de simpatía con todos los hombres, que nos lleva a
considerar al que daña a la sociedad como si nos dañase a nosotros mismos. La
moralización del instinto de autodefensa se realiza mediante su subordinación a la
simpatía social, a las exigencias del bien general de la colectividad. En efecto, el
hombre justo reacciona únicamente ante los delitos que la sociedad está interesada
en castigar, interés que responde a las exigencias de la utilidad general.
Conclusión: Mill afirma que los problemas de justicia son problemas de utilidad. La
única diferencia estriba en los sentimientos unidos a la justicia y a la injusticia,
sentimientos que no son originarios, sino simplemente el sentimiento de
autodefensa moralizado por su subordinación a la utilidad colectiva. Es necesario
que los aspectos más vitales e importantes de la utilidad social sean protegidos por
sentimientos especiales, por deberes más estrictos, por sanciones más rigurosas.
CONCLUSIÓN
Una ética incompatible con la felicidad de la humanidad no puede ser justa. Más
aún, el motivo remoto por el cual muchas acciones son buenas o malas es la
relación que guardan con el bien de la sociedad humana.