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ANTÍGONA:
MÁS
ALLÁ
PRESENTIMIENTO
DE
LO
ÉTICO
Y
LA
ETERNA
IRONÍA
DE
LA
COSA
PÚBLICA.
1.
Hay
varias
razones
para
lamentar
la
forma
sofisticada
y
sensacionalista
en
que
Freud
colocó
el
mito
de
Edipo
en
primera
línea
de
la
cultura
humana.
No
sólo
por
el
lastre
que
ello
ha
supuesto
para
la
historia
del
psicoanálisis
y
para
lo
mejor
de
las
intuiciones
freudianas,
sino
también,
en
lo
que
nos
interesa
para
este
texto,
porque
con
envió
a
un
segundo
plano
a
la
figura
de
Antígona
y
la
tragedia
sofóclea:
una
tragedia
que,
antes
de
Freud,
ocupaba
un
lugar
preponderante
en
una
cultura
europea
que,
como
ha
mostrado
George
Steiner,
estaba
fascinada
por
ella. 1
Esa
“hermana
absoluta”
que
es
Antígona,
cuya
entrega
incondicional
provoca
una
desestabilización
política
de
consecuencias
incontrolables,
es
la
mejor
ocasión
que
en
la
literatura
griega
halla
el
espíritu
romántico
y
romancesco
para
la
perplejidad
y
el
sobrecogimiento.
Aquí
tendremos
de
fondo,
en
cierto
modo,
estas
lecturas;
pero
vamos
a
poner
el
acento
en
un
aspecto
muy
determinado
del
mito,
del
personaje,
de
la
tragedia
y
de
la
interpretación
que
el
idealismo
alemán
y
el
feminismo
contemporáneo
hacen
de
todo
ello:
vamos
a
sugerir
que
si
la
hermana
sacrificada
y
díscola
suscita
tanto
interés
es
precisamente
porque
nos
muestra
algo
importante
sobre
lo
que
significa
ser
individuo
y,
en
consonancia,
porque
nos
muestra
algo
importante
sobre
lo
que
constituye
lo
político.
Trataremos
de
hacer
ver,
a
la
vez,
que
el
lugar
desde
el
que
proviene
la
iluminación
trágica
no
es
ni
mucho
menos
el
centro
de
la
actividad
política,
ni
tampoco
su
polo
opuesto,
la
esfera
doméstica,
la
esfera
privada
de
visibilidad,
ni
tampoco
el
conflicto
entre
ambos,
sino
la
emergencia
de
un
individuo
en
ese
conflicto.
No
nos
serviremos,
pues,
de
la
tragedia
para
hacer
una
interpretación
histórica
que
pretenda
ser
verosímil
o
filológicamente
innovadora,
porque
lo
que
nos
interesa
es
más
bien
reconstruir
el
sentido
que
para
la
concepción
moderna
de
lo
político
representan
las
lecturas
que
de
la
tragedia
sofóclea
se
han
hecho
en
la
Modernidad.
Tampoco
buscamos
aquí
trazar
un
recorrido
exhaustivo
por
dichas
lecturas,
dado
que
nuestro
objetivo
es
más
bien
establecer
una
interpretación
nueva,
aunque
deudora,
de
algunas
de
ellas,
en
particular
la
de
Hegel.
Queremos,
de
algún
modo,
dar
un
sentido
propio
a
esas
lecturas,
releerlas
con
una
nueva
luz.
De
esta
manera,
el
mito
y
el
personaje
arcaicos,
tanto
como
la
tragedia
que
escribió
Sófocles,
son
tomados
no
sólo
como
elementos
provenientes
de
un
momento
histórico
y
cultural
determinados,
sino
también
como
paradigmas
en
cierto
modo
intemporales,
figuras
que
se
disponen
ante
nosotros
y
que
podemos
pensar
y
manipular
con
libertad
pero
sin
inocencia:
después
de
todo,
como
se
verá
por
las
alusiones
que
hacemos
a
diferentes
autores
relativamente
recientes,
somos
herederos
de
una
tradición
interpretativa
de
la
que
1
GEORGE
STEINER,
Antigonas,
Madrid,
siglo
XXI,
1998.
1
involuntaria,
aunque
totalmente,
participamos,
y
de
la
que
voluntaria,
aunque
parcialmente,
nos
alejamos.
Y
en
este
sentido,
nuestro
proceder
aquí
se
asemeja
al
de
la
propia
escritura
de
la
tragedia:
operamos
sobre
un
trasfondo
cultural
conocido
y
condicionante
sobre
el
que
pretendemos
ofrecer
variaciones
de
cierto
interés
para
nuestra
autocomprensión.
En
este
sentido,
el
mito
de
Antígona
y
los
diferentes
soportes
culturales
que
nos
lo
han
transmitido,
y
en
especial
la
manera
en
que
la
Modernidad
ha
recibido
y
pensado
a
su
vez
el
mito
y
la
tradición
literaria
que
le
ha
servido
de
vehículo
a
través
de
los
tiempos,
nos
permiten
hacer
a
nuestra
vez
una
relectura
que
puede
mostrar
algunos
aspectos
importantes,
y
no
siempre
suficientemente
expresados,
de
nuestra
propia
concepción
de
lo
político.
Aquí
veremos
que
el
personaje
y
su
tragedia
pueden
concebirse
como
paradigmas
o
figuras
del
sujeto
político,
y
veremos
que,
para
ello,
es
importante
destacar
el
papel
que
desempeña
la
heroína
como
individuo
que
a
la
vez
se
vincula
y
se
despega
de
su
comunidad
ética.
Veremos
en
la
peculiar
manera
en
que
Antígona
“llega
a
ser
mujer”
una
forma
de
resistencia
o
de
oposición
al
poder
que
saca
a
la
luz
algunos
presupuestos
elementales,
y
precisamente
por
elementales
cegados
o
ignorados,
sobre
los
que
se
basa
la
construcción
política.
Veremos,
pues,
en
Antígona,
una
de
las
maneras
en
que
las
mujeres
instituyen
el
poder
contraponiéndolo,
destituyéndolo
o
desestabilizándolo.
No
son
tanto
una
forma
de
contrapoder,
sino
que
brindan
una
manera
distinta
de
comprender
lo
político
–y
esa
disidencia
de
la
política
es
esencialmente
política.
2.
Fijémonos
en
la
interpretación
de
Hegel
sobre
Antígona.
Es
una
interpretación
que
hizo
época,
que
ha
provocado
la
mayor
parte
de
las
reacciones
feministas
contemporáneas,
a
la
vez
fascinadas
y
escandalizadas
por
la
interpretación
hegeliana,
como
Hegel
lo
estuvo
también,
toda
su
vida,
por
el
personaje
de
Antígona2.
Pero,
antes
de
llegar
a
esta,
podemos
comenzar
por
una
declaración
muy
tópica
de
Hegel
en
sus
años
maduros:
“Si
las
mujeres
están
a
la
cabeza
del
gobierno,
el
Estado
corre
peligro,
porque
ellas
no
actúan
según
las
exigencias
de
la
universalidad,
sino
siguiendo
opiniones
e
inclinaciones
contingentes.”
No
es
seguro
que
Hegel
dijera
esto
literalmente,
puesto
que
la
frase
aparece
en
un
añadido
–y
por
lo
tanto,
procede
de
los
apuntes
tomados
por
alumnos-‐
al
§
166
de
su
Filosofía
del
Derecho.3
Allí,
tras
exponer
el
lugar
de
la
familia
como
primera
esfera
de
la
vida
ética
–o,
para
decirlo
de
otro
modo
de
las
estructuras
intersubjetivas
de
convivencia-‐,
Hegel
señala,
ahora
sí,
literalmente,
que
“el
hombre
tiene
su
vida
efectiva
y
sustancial
en
el
Estado,
en
la
ciencia
y
cosas
semejantes”,
mientras
que
la
mujer
tiene
“su
determinación
sustancial”
en
la
familia,
y
su
interior
disposición
ética
en
la
piedad.”
2
La
fascinación
de
Hegel
por
Antígona
es
un
asunto
que
podría
interesar
tanto
a
los
estudiosos
del
idealismo
alemán
como
al
pensamiento
feminista.
Le
dedicó
un
capítulo
célebre
en
la
Fenomenología
del
espíritu,
veremos
cómo
la
menciona
en
la
Filosofía
del
Derecho,
ya
en
su
madurez,
y
sabemos
que
empezó
de
joven
una
traducción
de
la
tragedia.
En
la
difícil
relación
de
Hegel
–también
del
individuo
Hegel-‐
con
lo
femenino,
Antígona
ocupa
un
lugar
especial.
3
Citamos
por
la
edición
alemana,
Grundlinien
der
Philosophie
des
Rechts,
Frankfurt,
Suhrkamp,
1986,
p.
320.
2
Se
trata
de
un
tópico
tan
persistente
en
la
Edad
Antigua
como
en
la
Edad
Moderna:
la
incapacidad
de
las
mujeres
para
los
asuntos
de
la
vida
pública,
paralela
a
la
que
supuestamente
tienen
para
la
ciencia
o
para
el
arte.
Hegel
lo
sitúa
en
un
marco
más
amplio,
argumentando
que
las
mujeres,
si
bien
pueden
ser
cultas,
“no
están
hechas
para
las
ciencias
elevadas,
la
filosofía
o
ciertas
producciones
del
arte
que
requieren
un
universal”4
(RPh.
319).
Como
todos
los
tópicos,
conviene
revolver
un
poco
los
hilos
de
los
que
está
tejido,
porque
de
ello
resulta
una
luz
distinta
para
muchos
conceptos
que
suelen
darse
por
sentados,
y
porque
la
posición
de
Hegel,
a
diferencia
de
las
apariencias
y
de
las
declaraciones
tan
tópicas
de
muchos
de
sus
contemporáneos
sobre
este
asunto,
es
más
intrincada
de
lo
que
parece.
El
tópico
suele
formularse
como
la
incapacidad
de
las
mujeres
para
los
grandes
asuntos
de
Estado,
que
resultaría
de
su
connatural
sensibilidad
para
las
cosas
pequeñas
de
la
casa,
o
para
el
interés
particular
más
inmediato.
Lo
suyo,
se
dice,
es
lo
contingente,
lo
cercano,
no
el
gran
Ideal.
Freud,
por
su
parte,
lo
expresaba
de
otro
modo:
las
mujeres
no
subliman.
En
virtud
de
su
atención
a
lo
concreto,
a
lo
cercano
–sobre
la
que
ha
construido
tanto
el
feminismo
de
la
diferencia-‐
a
las
mujeres
les
falta
la
visión
general.
La
propia
Simone
de
Beauvoir
lo
reproduce
con
malicia
al
describir
la
situación
y
carácter
de
la
mujer:
“Al
rechazar
los
principios
lógicos,
los
imperativos
morales,
escéptica
ante
las
leyes
de
la
naturaleza,
la
mujer
no
tiene
sentido
de
lo
universal:
el
mundo
se
le
aparece
como
un
conjunto
confuso
de
casos
singulares.
Por
eso,
cree
con
más
facilidad
los
chismes
de
la
vecina
que
una
exposición
científica
[…]
confía
en
que
el
juez
hará
con
ella
una
excepción”.5
Al
menos
dos
ámbitos
conceptuales
parecen
trazados
con
demasiada
nitidez
a
la
hora
de
formular
ese
tópico.
Por
un
lado,
lo
universal
frente
a
lo
concreto
y
particular.
Por
otro
lado,
lo
público
frente
a
lo
privado.
Lo
universal
es
objeto
de
la
ciencia,
o
del
arte
en
cuanto
ideal,
pero
es
también
el
ámbito
en
el
que
se
juegan
los
intereses
públicos,
generales,
y
los
asuntos
de
Estado:
una
y
otro
son
campo
para
el
científico
o
para
el
político.
Lo
concreto
y
lo
privado
parece
ser,
en
cambio,
el
campo
de
lo
particular
y
de
las
pequeñas
cosas.
Se
da
por
entendido
que
no
se
accede
a
él
por
la
razón
abstracta,
sino
por
una
intuición
subjetiva
y
por
una
sensibilidad
hacia
lo
pequeño,
hacia
el
detalle,
se
diría
hoy;
también
hacia
lo
natural
y
a
la
experiencia
más
inmediata
del
cuerpo.
“No
se
sabe
cómo”
añade
Hegel
en
su
comentario
–y
ya
es
raro
que
Hegel
conceda
un
no
saber-‐,
pero
“ellas
[esto
es,
la
mujeres]
se
forman
en
la
atmósfera
de
la
representación,
más
por
la
vida
que
por
la
adquisición
de
conocimientos
o
por
el
esfuerzo
del
pensamiento.”6
Lo
último
es
el
caso
de
los
hombres.
A
éstos
les
corresponde
“lo
poderoso,
lo
que
actúa,
a
aquéllas
lo
pasivo
y
lo
subjetivo”.
Innecesario
es
recordar
cuántas
topografías
de
lo
político
se
han
formado
sobre
esta
divisoria,
empezando
por
la
de
la
propia
Hannah
Arendt
y
su
noción
de
un
espacio
público
de
acción
y
lucha
agónica
de
individuación
en
el
ágora,
frente
a
un
espacio
privado,
oculto,
de
refugio
y
subsistencia
en
el
oikós,
en
la
casa.
Muchas
veces
se
ha
planteado
la
recombinación
de
esa
divisoria
como
forma
de
reordenar
y
hacer
más
justas
las
relaciones
entre
los
sexos,
tanto
en
la
dimensión
personal
como
en
la
política.
De
pronto,
las
relaciones
entre
lo
concreto
y
lo
universal,
entre
lo
público
y
lo
privado,
entre
el
interés
general
y
el
particular,
relaciones
que
atañen
de
manera
esencial
a
4
Ibídem,
p.
319.
5
BEAUVOIR,
S.
El
segundo
sexo.
Madrid,
Alianza
Editorial,
1999.
p.*
6
op.
cit.
318
3
lo
político
y
a
lo
epistemológico,
se
ven
atravesadas
por
la
perspectiva
de
género:
por
una
diferencia
que,
ficticia
o
real,
interesada
o
simplemente
ciega,
redistribuye
sexualmente
las
capacidades
cognitivas
y
de
acción
política.
Las
cognitivas:
ellos
para
la
ciencia
y
ellas
para
las
minucias
prácticas
de
todos
los
días.
De
acción
política:
ellos
para
los
altos
intereses
del
Estado,
y
ellas
para
el
gobierno
de
de
la
casa.
Hegel,
decíamos
para
empezar,
repite
un
tópico
de
sus
contemporáneos.
Con
todo,
era
mucho
más
sutil
que
ellos:
más
que
Kant,
por
ejemplo,
inmediatamente
antes,
cuya
tosquedad
en
estos
asuntos
produce
sonrojo-‐-‐;
más
que
Schopenhauer,
por
ejemplo,
inmediatamente
después,
que
ha
surtido
desde
hace
150
años
todas
las
baterías
de
la
misoginia.
En
realidad,
como
enseguida
haremos
ver,
es
más
sutil
que
ellos
en
una
medida
que
hará
también
repensar
hegelianamente
el
tópico.
Por
un
lado,
coloca
la
familia,
“sustancialidad
inmediata
del
espíritu,
determinada
por
su
unidad
sentida,
el
amor”7,
como
estadio
primero
del
orden
ético
donde
el
individuo
maduro
se
define;
y
también
donde
se
da
ese
espacio
de
afectividad
en
el
que
la
individualidad
se
forma
y
encuentra
un
primer
reconocimiento
antes
de
salir
a
la
jungla
de
la
sociedad
civil
y
al
mundo
político
del
Estado
y
las
instituciones.
Es
cierto
que
Hegel
realiza
una
distribución
de
género
muy
clásicamente
patriarcal
dentro
de
la
familia.
Pero
cabe
pensar,
desde
una
perspectiva
más
contemporánea,
en
formas
menos
patriarcales
de
familia,
o
formas
de
no-‐familia,
que
igualmente
proporcionen
ese
espacio
de
afectividad,
intimidad
y
reconocimiento
donde
el
individuo
adviene
a
la
vida
y
se
prepara
para
el
mundo,
o
se
refugia
de
él.
Lo
interesante,
en
todo
caso,
es
que
Hegel,
al
formular
esa
distribución
de
género,
recurre
a
un
personaje
que
no
le
encaja
para
nada
en
ella,
y
que
le
obliga
a
replantear
y,
en
cierto
modo
ablandar,
lo
que
en
su
primera
gran
obra
de
juventud,
la
Fenomenología
del
espíritu,
se
daba
en
el
modo
de
una
tragedia.
Ese
personaje
es
Antígona.
En
los
pasajes
de
la
Filosofía
del
derecho
que
comentamos,
tras
haber
explicitado
la
distribución
de
roles
entre
hombre
y
mujer
dentro
de
la
familia,
Antígona
se
menciona
como
la
figura
“más
sublime”
de
la
piedad,
y
la
ley
de
la
mujer
como
ley
“de
la
substancialidad
subjetiva
y
sentiente,
la
ley
de
la
interioridad[…]”8.
Y
aunque
allí
repasa
brevemente
el
conflicto
trágico
de
la
Fenomenología
que
Hegel
había
esbozado
en
su
juventud
–y
que
retomaremos
enseguida-‐,
en
la
Filosofía
del
Derecho,
obra
de
madurez,
la
piedad
de
Antígona
queda
ya
asignada
a
una
de
las
funciones
de
esposa
y
madre
en
el
matrimonio
burgués
postromántico
que
Hegel
tiene
en
mente.
7
op.cit.
p.307
8
ibídem.
p.
319
4
Antígona,
a
la
heroína
que
le
obsesionó
toda
la
vida,
y
con
la
fuerza,
a
la
vez
que
vacilaciones,
de
su
argumento,
introduce
directamente
la
cuestión
de
hasta
qué
punto
la
diferencia
sexual
afecta
al
orden
de
lo
político
y
en
qué
medida
la
dimensión
de
género
se
halla
presente
en
la
formación
de
la
subjetividad
y
la
ciudadanía.
3.
En
verdad,
la
lectura
que
hace
Hegel
de
la
tragedia
de
Antígona,
sobre
la
que
se
elaboran
casi
todas
las
lecturas
feministas
recientes,
de
Irigaray
a
Butler,
es
más
compleja
de
lo
que
una
sugerente
y
común
exposición
puede
hacer
creer
a
primera
vista.
Podemos
reconstruir
esa
lectura
en
una
primera
aproximación 9 :
Hegel
considera
la
polis
antigua
–momento
de
la
eticidad
ingenua,
no
consciente
de
sí
misma-‐
estructurada
en
dos
leyes:
la
ley
humana
y
la
ley
divina.
Aquella
corresponde
a
la
cosa
pública,
al
mundo
comunitario
donde
los
hombres
conviven
por
el
trabajo
y
la
lucha,
donde
se
constituye
un
pueblo
como
comunidad
política.
Esta,
la
ley
divina,
corresponde
al
ámbito
religioso,
el
de
la
comunidad
inmediata,
asentado
en
el
espacio
privado
de
la
familia
y
de
los
penates.
En
el
mundo
público
de
la
ley
humana,
hay
ciudadanos,
individuos
que
se
desenvuelven
en
el
seno
de
lo
universal.
En
el
ámbito
familiar,
esos
individuos
existen
como
parientes
consanguíneos.
Si
la
ley
de
la
familia
es
divina
y
subterránea,
es
porque
el
deber
ético
máximo
de
la
familia
para
con
el
pariente
consanguíneo
es,
justamente,
enterrarlo,
darle
sepultura
cuando
ha
muerto
luchando
por
el
Estado,
por
la
cosa
pública,
hacia
la
que
había
salido
desde
la
familia
en
que
se
había
formado.
Así,
esta,
en
virtud
de
una
ley
divina,
mantiene
en
su
singularidad
la
individualidad
que
era
arrancándola
del
ciclo
natural
de
descomposición,
de
ser
devorado
como
cualquier
cadáver
animal
por
los
perros
y
las
aves.
Dentro
de
este
esquema,
Hegel
establece
una
primera
diferenciación
de
género
entre
el
hombre
–que
es
la
eticidad
que
se
forma
por
medio
del
trabajo
para
lo
universal,
para
lo
público-‐
y
la
mujer,
cuya
eticidad
es
permanecer
a
la
cabeza
de
la
casa
y
salvaguardar
la
ley
divina.
Son
dos
ámbitos
complementarios,
que
mantienen
una
tensión
dialéctica
de
mutua
necesidad
–el
hombre
necesita
salir
de
la
familia
a
la
cosa
pública,
pero
debe
poder
retornar
a
ella,
aunque
sea
como
muerto:
no
hay
cosa
pública,
esto
es,
no
hay
ley
humana,
sin
un
mundo
divino,
subterráneo,
que
la
sostenga-‐.
Los
dos
ámbitos
forman
un
conjunto
que
es
un
“equilibrio
tranquilo
de
las
partes”.
Hasta
aquí,
Hegel
se
atiene
a
la
división
tradicional
de
los
géneros
que
diversas
antropologías
vienen
también
a
describir:
la
mujer,
en
su
apego
a
lo
particular
y
concreto,
guardaría
la
casa
y
las
tradiciones,
dando
estabilidad
y
continuidad
a
la
vida
humana;
el
hombre
sale
a
la
guerra,
a
la
caza
y
a
la
política,
creando
así
una
sustancia
universal
más
allá
del
hogar.
La
tensión,
además,
se
mantiene
irresuelta,
pero
equilibrada:
la
mujer,
casi
por
definición,
no
encaja
en
la
polis,
la
ignora
o
la
perturba
si
accede
a
ella;
pero,
por
otro
lado,
¿qué
sería
una
polis
sin
casas?
¿cómo
cabría
concebir,
entonces,
una
ciudad
sin
mujeres?
La
ruptura
de
este
equilibrio
llega
con
lo
que
el
propio
Hegel
llama
la
“acción
ética”,
la
culpa
y
el
destino,
que
el
personifica
en
la
tragedia
de
Antígona:
una
mujer,
o
más
precisamente,
una
9
HEGEL,
G.W.F.
Fenomenología
del
espíritu,
Madrid,
Abada,
2010,
p.
540
sigs.
5
hermana,
guardando
la
ley
divina,
tiene
que
enterrar
a
su
hermano
muerto
incluso
si
la
ley
humana,
personificada
en
Creonte,
prohíbe
esa
sepultura
porque
el
hermano
había
muerto
rebelándose
contra
la
ciudad,
Tebas.
El
conflicto
trágico
que
entonces
se
desata
entre
la
ley
humana
y
la
ley
divina,
entre
el
hombre
y
la
mujer,
entre
lo
universal
y
lo
privado,
entre
el
Estado
y
la
familia
fascinó
a
Hegel
tanto
como
a
su
época,
como
bien
documenta
el
citado
libro
de
Steiner,
y
ha
sido
objeto
de
interpretaciones
que,
de
un
modo
u
otro,
se
han
encendido
en
los
puntos
más
candentes
de
la
discusión
política,
cultural
y
de
género.
Ciertamente,
al
final
de
su
análisis,
o
al
final
de
ese
capítulo,
Hegel
acentúa
el
conflicto
entre
la
feminidad
y
la
cosa
pública,
exponiendo
la
derrota
de
ésta
frente
a
aquélla,
pues
“la
cosa
pública,
al
no
darse
su
subsistencia
más
que
perturbando
la
plácida
felicidad
familiar
y
disolviendo
la
autoconciencia
en
lo
universal,
se
crea
su
enemigo
interior
en
aquello
que
oprime
y
que,
a
la
vez,
le
es
esencial,
en
la
feminidad
como
tal.
Esta
última
–eterna
ironía
de
la
cosa
pública-‐
altera
por
medio
de
intrigas
los
fines
universales
del
gobierno
para
convertirlos
en
un
fin
privado,
transforma
su
actividad
universal
en
una
obra
de
ese
individuo
determinado,
e
invierte
el
patrimonio
general
del
Estado
para
hacer
de
él
posesión
y
lustre
de
la
familia”.10
Puede
que
en
este
cuadro
todavía
esté,
para
Hegel,
Antígona;
y
así
lo
ven
muchas
lecturas
de
la
lectura
de
Hegel.
Pero,
históricamente,
y
en
el
propio
texto
de
Hegel,
el
cuadro
queda
ya
muy
lejos
de
Antígona
misma,
pues
parece
que
su
trasfondo
histórico
es
el
del
imperio
romano
deshaciéndose
en
intrigas
familiares
y
dinásticas.
Sin
embargo,
se
ha
de
analizar
más
de
cerca
la
propia
lectura
hegeliana
de
la
tragedia,
los
pasos
que
da.
Pues,
más
allá
de
la
división
de
roles
de
género
que
se
repite
en
la
cita
anterior,
conviene
reparar
en
que
la
acción
ética
y
trágica
que
ha
roto
“el
equilibrio
tranquilo
de
las
partes”
ha
tenido
como
protagonista
a
un
personaje,
Antígona,
que,
por
un
lado,
cumplía
como
mujer
con
el
lado
de
la
familia,
pero
que,
por
otro,
y
precisamente
por
su
trágico
final,
tampoco
se
corresponde
en
nada
con
esa
descripción,
hegelianamente
alusiva,
de
una
reina
intrigante
ocupada
en
negocios
dinásticos
que
garanticen
el
lustre
familiar
a
costa
de
la
integridad
del
Estado.
En
realidad
–tal
será
la
tesis
de
este
trabajo-‐
la
acción
trágica
que
Hegel
analiza,
más
que
la
historia
de
un
enfrentamiento
de
géneros
definidos
conforme
a
un
tópico,
es,
sobre
todo,
una
historia
de
emergencia
individual
desde
la
que
pensar
la
mutua
inserción
–
siempre
conflictiva-‐
del
individuo
y
la
polis.
Pues
lo
cierto
es
que
el
equilibrio
tranquilo
de
la
ley
divina
y
la
ley
humana
por
el
que
discurre
la
eticidad
primera,
ingenua
e
inmediata,
del
mundo
griego,
no
se
rompe
por
la
guerra
–que,
como
bien
dice
Hegel,
es
exigida
y
fomentada
por
la
propia
polis-‐;
ni
siquiera
se
rompe
por
la
guerra
civil
de
Polinices
contra
su
hermano
–que
entra
dentro
de
“las
cosas
de
los
hombres”-‐;
sino
que
se
rompe
por
un
acto
o
por
un
delito
de
Antígona,
quien
se
opone
al
decreto
de
Creonte
y,
fiel
a
la
ley
divina,
da
sepultura
a
su
hermano.
La
lectura
tradicional
de
la
desobediencia
de
Antígona,
que
se
extrae
también
de
una
lectura
superficial
del
texto
de
Hegel,
es
que
lo
femenino,
por
su
atención
a
lo
privado
y
familiar,
a
lo
natural
incluso,
no
puede
sino
obstruir
los
asuntos
generales
de
la
polis:
es
una
lectura
que
tanto
alimenta
a
la
perspectiva
patriarcal
como
a
algunas
lecturas
feministas.
Y,
sin
embargo,
Hegel
remarca
10
Ibídem.
p.563
6
fundamentalmente
dos
cosas
que
exigen
mucho
más
de
esas
lecturas.
En
primer
lugar,
se
trata
de
una
ruptura
trágica,
esto
es,
de
la
colisión
de
dos
principios
igualmente
legítimos,
el
humano
y
el
divino,
que
era
inevitable
y
no
dejaba
salida-‐;
en
segundo
lugar,
esa
ruptura
se
produce,
lo
dice
literalmente
Hegel,
por
una
acción.
Y
como
bien
sabe
también
él,
es
en
la
acción,
y
sólo
en
ella,
donde
se
forma
la
libertad
del
sujeto
para
dar
lugar
a
una
individualidad
auténtica
que
haya
de
constituir
una
comunidad
ética.
Sin
acción
no
hay
sujeto.
La
comunidad
ética
se
compone,
ciertamente,
de
sujetos
individuales:
es
por
ellos
por
quienes
existe,
a
la
vez
que
los
absorbe
y
disuelve
su
propia
individualidad
dentro
de
su
sustancia
universal,
hasta
el
punto
de
exigirles
el
sacrificio
de
la
vida.
A
su
vez,
los
individuos
sólo
lo
son,
sólo
tienen
una
existencia
como
tales
individuos,
distinta
de
las
bestias
salvajes,
en
tanto
que
pertenecen
a
una
comunidad
ética,
que
les
reprime
a
la
vez
que
les
da
un
lugar
de
existencia
y
les
constituye
en
un
entramado
intersubjetivo.
Pero
esta
dialéctica
de
comunidad
e
individuo
–
con
la
que
tiene
que
lidiar
toda
concepción
política
que
no
se
conforme
con
un
mero
contrato
social
entre
individuos
atomizados-‐
se
produce
a
niveles
muy
diferentes
de
pluralidad
social,
de
autonomía
del
individuo
y
de
conciencia
reflexiva
por
parte
de
éste.
No
es
lo
mismo
la
relación
inmediata
entre
el
individuo
y
la
comunidad
en
una
“tribu
primitiva”
y
en
una
sociedad
democrática
moderna.
Precisamente,
todo
el
análisis
de
Hegel
trata
de
considerar
el
despliegue
histórico
en
el
que
esa
relación
se
va
profundizando
y
diferenciando
según
los
individuos
van
ganando
en
autoconciencia
para
hacerse
ciudadanos.
En
concreto,
Hegel
repite
el
tema
que
va
desde
el
mundo
griego,
donde
se
daba
ya
el
ansiado
“ideal
de
un
pueblo
bello
y
unido”,
donde
el
ciudadano
era
plenamente
uno
con
la
comunidad
y
vivía
inmediatamente,
sin
saberlo,
en
una
eticidad
ingenua,
hasta
una
sociedad
moderna
que
haya
pasado
por
la
escisión
y
por
el
extrañamiento
del
ciudadano,
pero
que
se
reconcilia
reflexivamente
en
una
comunidad
de
individuos
autónomos
que
se
reconocen
mutuamente.
Ni
siquiera
podría
decirse
–como
es
una
interpretación
habitual-‐
que
se
trata
en
Antígona
de
un
ejemplo
del
“escaso
sentido
político
de
las
mujeres”,
de
su
falta
de
sentido
para
los
asuntos
generales.
No
sólo
no
es
el
caso
–que
el
Hegel
maduro
temía
en
nuestra
cita
inicial-‐
de
que
Antígona
estuviera
a
la
cabeza
del
gobierno;
tampoco
es
que
aquí
se
sobrepongan
la
visión
particularista
propia
de
la
madre
y
ama
de
casa
frente
a
la
perspectiva
universal
del
ciudadano
(en
el
mejor
de
los
casos)
o
del
padre
de
la
patria
(en
el
peor):
pues
el
propio
Hegel
construye
11
Véase,
al
respecto
el
libro
de
MENKE,
CHRISTOPH,
Tragödie
im
Sittlichen.
Gerechtigkeit
und
Freiheit
nach
Hegel,
Francfort,
Suhrkamp,
1996.
7
toda
su
interpretación
sobre
el
supuesto
de
que
Antígona
no
actúa
movida
por
un
interés
particular
y
contingente,
sino
que
representa
a
la
ley
divina,
como
tal,
no
menos
universal
que
la
ley
humana
de
Creonte.
Es
más:
si
leemos
estrictamente
a
Hegel,
Antígona,
en
cuanto
griega,
no
llega
ni
siquiera
a
ser
un
individuo
particular
y
autoconsciente
–Creonte
tampoco-‐,
sino
que
actúa
al
servicio
o
en
representación
de
una
grandeza
espiritual
que
le
sobrepasa.
Desde
ese
supuesto,
se
trata
de
dos
principios,
el
humano
y
el
divino,
que
constituyen
la
polis
en
su
complementariedad
y
que
colisionan
para
producir
una
tragedia.
Ahora
bien,
la
tragedia,
que
se
define
hegelianamente
como
un
choque
fatal
de
principios
irreconciliables
en
un
punto
inesperado
e
ineludible
–en
este
caso,
el
entierro
de
Polinices-‐,
y
como
tal,
se
lee
primeramente
en
su
significado
universal
porque
implica
el
choque
y
destrucción
recíproca
de
valores
universales.
Pero
vamos
a
ensayar
aquí
una
lectura
en
la
que
la
tragedia
sólo
sea
tragedia,
con
eleos
y
phobos,
si
es
tragedia
vivida
por
individuos,
por
individuos
que
hablan
ellos
mismos,
por
más
que
representen
fuerzas
universales
más
poderosos
que
ellos.
Incluso
podemos
aventurar
que
es
en
la
tragedia
–por
más
que
sea
un
choque
de
fuerzas
universales-‐
donde
se
origina
el
individuo
como
tal,
distinto
de
esas
fuerzas
y
consciente
de
ellas.
Pues
es
justamente
en
la
individualidad,
en
una
individualidad
concreta,
la
de
Antígona,
donde
se
rompe
el
equilibrio
de
las
fuerzas
universales
que
dan
sentido
a
la
tragedia.
Por
eso,
el
papel
pasivo
y
receptivo
que
el
tópico
inicial
atribuía
a
la
mujer,
queda
en
entredicho.
El
propio
Hegel
insiste
en
su
interpretación
en
que
los
dos
principios
contrapuestos,
el
de
la
ley
divina
y
la
ley
humana,
tienen
igual
legitimidad
en
el
momento
de
su
choque
y
en
que,
por
ello,
Antígona
y
Creonte
pueden
reclamar
con
igual
e
inútil
derecho
la
justicia
de
su
lado.
Hay
una
aparente
simetría
que
blinda
por
igual
a
los
dos,
les
ciega
y
les
permite
obcecarse
por
fidelidad
a
un
principio
legítimo.
Pero
la
simetría
aparente
deja
paso
pronto
a
una
asimetría
real
cuando
la
acción
y
la
palabra
de
uno
de
los
individuos
rompe
el
equilibrio
y
desata
la
tragedia.
Más
aún,
la
acción
es
lo
que
hace
al
individuo,
que
no
es
distinto
de
ella.
Y
lo
cierto
es
que
la
primera
acción,
el
paso
de
ruptura
en
el
equilibrio
dinámico
de
las
dos
partes,
lo
realiza
precisamente
Antígona.12
Es
el
paso
de
la
acción
ética,
por
el
que
alguien
se
individualiza
y
se
desgaja
de
la
materia
a
la
que
inconsciente,
irreflexivamente,
pertenecía.
Y
es
posible
que
la
fascinación
de
Hegel
por
Antígona
se
debiera
a
que
supo
ver
–y
a
la
vez
trató
de
tapar-‐
que
ella
es
la
primera
en
dar
ese
paso.
Frente
a
Creonte,
cuya
resolución
al
prohibir
y
castigar
se
nutre
tanto
de
la
obcecación
del
poder
como
de
una
irreflexividad
infantil,
que
no
se
da
cuenta
de
lo
que
hace,
la
firmeza
de
Antígona
tiene
un
grado
de
madurez
y
reflexividad
que
hace
de
ella
un
personaje
más
rico
y
diferenciado.
Por
eso
es
ella
la
heroína,
y
no
Creonte,
quien,
estrictamente,
también
sucumbe
por
representar
fielmente
un
principio
universal
legítimo.
Pero
es
ella
la
que
sabe
que
está
12
Conviene
fijarse
en
esto,
porque
la
lectura
suele
ser
la
contraria.
Dado
que
la
polis
es
el
espacio
de
individuación
–el
espacio
donde
uno
muestra
quién
es,
y
llega
a
ser
alguien-‐
la
fidelidad
al
tópico
inicial
más
los
datos
históricos
fehacientes
de
visibilidad
reservan
a
los
hombres
ese
espacio,
y
con
él,
la
capacidad
de
individuación.
Todavía
un
libro
reciente,
con
una
perspectiva
cultural
postmoderna,
(DONALD
HALL,
Subjectivity,
Londres,
Routledge,
2004)
interpreta
con
toda
naturalidad
que
Creonte
es
el
individualista,
porque
cede
a
su
propia
voluntad
(¿?),
mientras
que
Antigona,
en
tanto
que
instrumento
de
la
venganza
divina,
está
unida
a
la
ley,
de
la
que
no
se
despega.
“La
individualidad,
se
dice
ahí,
es
el
problema,
y
el
conformismo
y
la
aquiescencia
es
la
solución”
(op.cit.,p.18).
¡Como
si
Antígona
fuera
la
conformista¡
8
obrando
contra
la
ley,
la
que
conscientemente
produce
una
ruptura.
Por
esa
razón,
porque
sabe
que
lo
hace
(lo
que
no
significa
que
sepa
lo
que
hace,
cosa
que
le
llegará
más
adelante),
porque
entra
en
la
acción
trágica,
es
Antígona
quien
capta
la
simpatía
del
público,
no
Creonte.
Este
solo
se
entera
de
su
propio
error
a
posteriori,
cuando
Tiresias
le
ha
advertido
y
cuando
ha
ocurrido
ya
lo
irremediable.
Cierto
es
que
eso
también
le
da
un
contorno
especial
a
Creonte:
a
pesar
de
su
obcecación
inicial,
producto
de
una
arrogancia
tanto
de
hombre
como
de
poderoso,
Creonte
es
el
raro
personaje
de
tragedia
que
escucha
–cosa
que
Antígona
siempre
se
niega
a
hacer-‐,
y
que
por
eso
rectifica,
aunque
demasiado
tarde.
Esa
escucha
y
esa
capacidad
de
rectificar
hacen
de
él
un
personaje
distinto
de
los
protagonistas
sofocleos,c
omo
Ajax,
Neoptólemo
o
la
propia
Antígona.
En
él
tragedia
no
resulta
de
su
acción,
sino
de
su
rectificación
tardía.
Antígona
no
rectifica;
y
además,
a
diferencia
de
Creonte,
sabe
desde
el
principio
y
con
plena
conciencia
lo
que
está
pasando.
Lo
sabe
por
sí
sola
–y
“porque
padece”,
como
reza
ella
misma
al
final-‐.
Es
llamativo
cómo
se
describe
a
sí
misma
en
una
llamativa
reiteración
de
oxymora:
“piadoso
crimen”13,
“muerta
aun
con
vida”14,“con
dolor
me
río
de
ti,
si
es
que
lo
hago”15
(269),
cómo
señala
directamente
las
contradicciones
inevitables
de
la
situación
trágica.
Y
es
también
llamativo
cómo
es
consciente
de
la
soledad
en
que
su
acción
la
coloca;
una
soledad
que
va
recalcando
repetidamente
desde
el
comienzo,
en
su
primer
rechazo
a
Ismene;
y
que
culmina
en
su
declaración
final
antes
de
morir,
serie
de
alfas
privativas
que
describen
la
privación
de
su
soledad
y
de
su
aislamiento:
“Sin
lamentos,
sin
amigos,
sin
cantos
de
himeneo
soy
conducida,
desventurada,
por
la
senda
dispuesta.
Ya
no
me
será
permitido,
desdichada,
contemplar
la
visión
del
sagrado
resplandor,
y
ninguno
de
los
míos
deplora
mi
destino,
un
destino
no
llorado”16
Conviene
detenerse
en
esta
escisión
del
héroe
trágico.
Pues
la
escisión,
que
lo
es
primero
en
cuanto
separación
consciente
de
la
comunidad,
es
también
la
escisión
interna
del
individuo
que
se
constituye
al
separarse.
Es
interna
en
tanto
que
se
distingue
separándose,
y
pone
al
individuo
enfrentado,
a
la
vez,
a
sí
mismo
y
a
su
propia
pertenencia
a
la
comunidad
ética.
Esa
escisión
es
el
origen
de
la
conciencia
y,
a
la
vez,
del
ciudadano
en
tanto
que
miembro
de
una
comunidad
con
conciencia
de
sí
mismo,
y
por
eso,
libre.
Es
una
escisión
irremediable,
que
se
produce
con
la
acción,
y
tiene
por
ello
las
fatales
consecuencias
que
denominamos
tragedia.
Y,
en
lo
que
tiene
de
consciente,
significa
una
doble
perspectiva,
sobre
sí
mismo
y
sobre
la
propia
13
vid.
SÓFOCLES,
“Antígona”
en
Tragedias,
Madrid,
Gredos,
1981,
p.252.
14
ibidem,
p.281.
15
ibídem,
269.
16
Ibídem,
p.282.
9
situación
de
enfrentamiento,
que
en
la
tradición
clásica
se
ha
llamado
mirada
irónica:
la
mirada
de
quien
sabe
más
que
aquel
o
aquellos
ante
quien
actúa.
Es
una
mirada
que
implica
una
escisión
doble
respecto
al
saber.
Por
un
lado,
ante
sí
misma,
se
encuentra
en
la
oposición
entre
saber
y
no
saber,
entre
lo
que
sabe
de
sí
por
su
carácter*
(Phä,
838),
y
por
lo
que
se
atreve
a
romper
el
equilibrio,
y
lo
que
permanece
oculto
para
ella,
pero
ha
de
revelársele
en
su
acción.
Por
otro
lado,
ante
el
público,
es
la
escisión
del
personaje
que
es
también
actor,
que
se
sabe
mirado
y
se
coloca
conscientemente
detrás
de
una
máscara.
La
primera
es
la
ironía
de
toda
condición
subjetiva
individual.
La
segunda
es
la
ironía
inherente
al
teatro
y,
con
él,
a
la
política.
Son
las
dos
formas
de
ironía
trágica,
solidarias
una
de
la
otra.
La
tesis
que
resulta
de
nuestra
lectura
es
que
Antígona,
el
personaje
que
grita,
se
rebela,
sufre
y
se
ahorca,
es
un
caso
primigenio
de
la
primera.
Y
que
Antígona,
la
tragedia
de
Sófocles
en
la
que
los
ciudadanos
de
la
polis
se
reconocen
y
compadecen,
el
caso
de
la
segunda,
que
lleva
siempre
en
germen
su
disolución.
Entre
las
dos,
muestran
la
tragedia,
y
en
concreto,
la
tragedia
de
Antígona,
expresando
un
proceso
de
individualización.
En
ella,
como
ha
visto
Christoph
Menke,17
se
articula
una
experiencia
de
crisis
que
remite
más
atrás
y
más
allá
de
la
eticidad
de
la
polis.
Ciertamente,
puede
discutirse
mucho
hasta
qué
punto
Antígona
es
una
figura
irónica.
Hölderlin,
que
compartía
con
Hegel
su
admiración
por
ella,
hablaba
del
“sarcasmo
sublime
(erhabener
Spott)”
como
su
rasgo
más
elevado:
el
sarcasmo
con
el
que
se
dirige
a
Creonte
para
hacerle
notar
que
hay
otra
ley
además
de
la
suya
de
tirano,
o
a
su
hermana
Ismene
para
afirmar
sus
deberes,
o
el
sarcasmo
con
el
que,
como
concluye
Hölderlin,
“el
alma
que
trabaja
en
secreto,
antes
de
agarrar
realmente
al
dios
presente,
le
sale
al
paso
con
palabras
audaces,
incluso
blasfemas,
manteniendo
así
viva
la
posibilidad
sagrada
del
espíritu”18.
En
todo
caso,
Antígona
se
mueve
en
un
doble
plano
de
saber,
respecto
a
Creonte
y
respecto
al
anodino
Coro;
pero
también
respecto
a
sí
misma,
anticipando
su
propio
castigo
al
delito
que
comete:
“Si
esto
es
lo
que
está
entre
los
dioses,
después
de
sufrir,
reconoceré
que
he
cometido
falta.”19
Pero
cuando
Hegel
se
refiere
a
ella,
no
es
por
la
eterna
ironía
de
la
cosa
pública
que
citábamos
al
comienzo,
sino
como
al
“presentimiento
más
elevado
de
la
esencia
ética”
que
tiene
la
mujer
en
cuanto
hermana.20
Parece,
entonces,
que
entre
el
presentimiento
de
lo
ético,
que
le
hace
poner
a
la
mujer
al
origen
de
lo
público
sin
entrar
realmente
en
ello
(de
modo
parecido,
por
cierto,
a
Moisés
ante
la
tierra
prometida),
y
la
ironía
eterna
de
la
cosa
pública,
se
sitúa
el
sarcasmo
sublime
de
Antígona,
que
tanto
desata
la
acción
como
reflexiona
sobre
ella.
Hegel,
como
es
sabido,
tenía
en
poca
estima
la
ironía,
por
el
efecto
disolvente
que
según
él
producía
en
la
cosa
pública.
Detestaba
la
ironía
romántica,
a
la
que
consideraba
una
17
opus.cit.
157.
18
HÖLDERLIN,
F.
“Anmerkungen
zur
Antigonae”,
en
Sämtliche
Werke,
Stuttgart,
1952,
vol.
V,
pp.263-‐
272,
p.
267
19
SÓFOCLES,
“Antigona”,
en
loc.
cit.
p.283.
Resulta
interesante
que
Hegel,
que
cita
este
verso,
lo
traduce
libremente
así:
“Porque
padecemos,
reconocemos
que
hemos
cometido
falta”
(Fenomenología,,
loc.
cit.
9.557)
Esta
traducción
inexacta
pone
a
Antígona
en
un
modo
autobiográfico,
que
siempre
es
irónico,
pero
que
ignora
el
doble
saber
que
ya
tiene
Antígona,
con
plena
conciencia,
en
el
momento
de
su
acción.
20
HEGEL,
Fenomenología
del
espíritu,
loc.
cit.
p.539.
10
exacerbación
de
la
subjetividad
privada,
movida
por
un
impulso
de
autoestilizarse
al
margen
de
la
comunidad
ética.
Ponía
a
su
odiado
Schlegel
como
ejemplo21,
y
ya
vemos
que
con
un
sentido
parecido
al
que
relegaba
a
las
mujeres
del
espacio
público:
la
ironía
es,
para
Hegel,
una
exacerbación
de
la
subjetividad
privada,
propia,
según
él,
nótese,
de
las
mujeres
y
de
los
románticos.
Por
razones
curiosamente
parecidas,
aprobaba
la
condena
de
Sócrates
por
parte
de
los
atenienses,
pues
consideraba
que
su
ironía
y
la
autorreflexión
interior
que
ella
conllevaba
no
podían
sino
disolver
la
bella
eticidad
griega
de
primera
hora22.
Pero
sabía,
a
la
vez,
que
esa
disolución
era
inevitable,
que
la
ironía
no
puede
dejar
de
acompañar
al
espíritu
cuando
produce
una
sociedad
urbana
desarrollada,
y
que
Sócrates
significaba
el
germen
de
una
eticidad
superior.
Venía
así
a
reconocerle
a
Sócrates
lo
que
acabaría
negándole
a
Antígona:
Sócrates,
gracias
justamente
a
su
dimensión
trágico-‐irónica,
habría
sido
el
primer
individuo
ciudadano:
Hegel
le
otorgaba
sí
a
Sócrates
algo
que
él
mismo,
como
hemos
visto,
había
intuido
en
la
figura
de
Antígona,
pero
sin
ser
capaz
de
hacérselo
explícito.
Ello
es
tanto
más
curioso
cuanto
que
Antígona
sí
que
pasa
a
la
acción
y
comete
un
delito
que
rompe
el
equilibrio,
mientras
que
la
acción
de
Sócrates,
menos
“directa”,
por
así
decirlo,
evita
el
delito
de
la
desobediencia
para
centrarse
en
una
pedagogia
que
sus
contemporáneos
encontraban
“disolvente”
y
por
ello
condenable. 23
Los
resultados
de
una
y
otro
fueron
histórica
y
exegéticamente
diferentes.
Mientras
que
la
ironía
explicita
de
Sócrates
produjo
el
ciudadano,
el
sarcasmo
de
Antígona,
nacido
del
“más
elevado
presentimiento
de
lo
ético”,
va
asociado
a
su
esterilidad.
Hölderlin,
al
presentar
el
“sarcasmo
sublime”,
hace
notar
que
esta
conciencia
suprema
que
“esquiva
la
conciencia”,
la
conciencia
rebelde
y
sarcástica
de
Antígona,
“se
compara
con
objetos
que
no
tienen
conciencia,
pero
que
en
su
destino
puedan
adoptar
la
forma
de
conciencia”,
con
un
desierto,
dice
Hölderlin,
o
con
la
roca
en
que
se
convierte
Niobe.
Más
que
esquivar
la
conciencia
–que
es
lo
que
correspondería
a
una
mujer
como
Ismene,
por
ejemplo-‐
ella
retrocede
hacia
“ninguna
conciencia”,
hacia
un
desierto,
y
hacia
el
sarcasmo:
en
lugar
de
dar
paso
al
jardín
florido
de
una
democracia
irónica,
se
ahoga
en
una
mujer
que
muere
“sin
haber
sido
madre
ni
esposa”,
que
entierra
a
su
hermano
con
polvo
y
se
ahorca
en
su
tumba.
Sin
duda,
en
este
proceso
de
individuación
incoado
por
Antígona,
gracias
al
cual
emerge
la
polis
y
la
subjetividad,
pero
abortado
enseguida
para
ella,
o
realizado
fuera
de
ella,
al
margen
de
su
cadáver
que
ella
misma
enterró,
no
es
secundaria
su
condición
de
mujer
y
de
hermana.
¿Por
qué
un
cuerpo
femenino
que
había
presentido
lo
ético
no
llega
a
formar
parte
plena
de
él,
y
sólo
se
lo
considera
ya
como
hermana?
Habría
muchas
preguntas
por
desarrollar
aquí.
Y
es,
precisamente,
este
asunto
tan
oscuro
y
tan
sorprendente
lo
que
ha
atraído
la
atención
de
algunas
pensadoras
feministas
sobre
el
personaje
de
Antígona,
su
tragedia,
el
mito
y
la
interpretación
hegeliana.
En
primer
lugar,
porque
Hegel,
como
se
decía
antes,
es
quien
por
primera
vez
ve
de
manera
clara
que
en
la
constitución
de
lo
público
a
partir
de
su
diferenciación
con
lo
privado
está
atravesada
por
el
género.
Por
otra
parte,
porque
la
interpretación
hegeliana
pronto
se
convierte
en
el
paradigma
de
la
misoginia
moderna
que
el
21
Vid.
Philosophie
des
Rechts
,
loc.
cit.
§
140,
p.265
ss.
22
HEGEL,
Vorlesungen
zur
Geschichte
der
Philosophie,
Frankfurt,
Suhrkamp,
1972,
vol.
18,
p.240
23
No
sería
tiempo
perdido,
dicho
sea
de
paso,
hacer
un
estudio
sobre
Antígona
y
Sócrates:
los
dos
rebeldes
irónicos.
Los
dos
protociudadanos,
los
dos
se
suicidan,
pero
uno
por
gusto
de
la
comunidad
ética,
otra
contra
ella,
el
uno
rechazando
su
familia,
la
otra
por
ella,
y
lamentando
no
tenerla,
etc.
11
feminismo
se
verá
llamado
a
combatir.
Pero,
finalmente,
porque
la
propia
manera
hegeliana
de
dicotomizar
el
concepto
y
la
realidad
es
una
especie
de
atracción
fatal
para
el
pensamiento
feminista,
como
lamenta
Judit
Butler.
3.
Los
sentidos
que
pueda
tener
esa
ambigua
feminidad
de
Antígona
son
múltiples.
Así,
para
Luce
Irigaray
tanto
como
para
Hegel,
Antígona
necesita
morir
para
restituir
el
sentido
de
la
vida
de
su
hermano,
de
tal
manera
que
su
propio
sacrificio
quedaría
desprovisto
de
significación
para
ella.
Antígona
muere
para
que
su
hermano
pueda
ser
autónomo,
y
en
esa
existencia
como
“espejo
viviente”
Antígona
es
una
figura
de
la
feminidad:
lo
femenino
es,
en
efecto,
aquello
que
está
condenado
ser
sepultado
o
a
sobrevivir
bajo
el
peso
de
la
culpa24.
Sin
embargo,
en
un
libro
posterior,
la
misma
Irigaray
admite
que
cabe
hacer
una
lectura
en
clave
feminista
más
proactiva,
y
se
expresa
en
un
sentido
que
en
cierto
modo
sigue
la
misma
dirección
que
proponemos
aquí:
Antígona
no
sólo
se
distancia
de
la
ley
materna
sino
que
puede
desgajarse
de
la
naturaleza
y
de
su
forma
de
vida,
incluso
de
las
leyes
de
los
dioses
que
dan
forma
a
su
protesta,
para
a
través
de
su
propia
acción
hallar
un
mundo
propio25.
Antígona
se
convierte
así,
en
manos
de
esta
feminista
francesa,
en
una
figura
de
la
reivindicación
de
un
orden
simbólico
femenino
que
revierta
el
patriarcado,
pero
por
eso
mismo
no
deja
de
ser
una
figura
a
su
vez
enormemente
dependiente
del
marco
conceptual
patriarcal.
No
obstante,
se
convierte,
también,
en
alguien
cuya
acción
trágica
se
funda
precisamente
en
un
desgajarse
del
mundo
existente,
en
una
escisión
con
lo
dado.
También
la
feminista
italiana
Adriana
Cavarero
propone,
en
su
libro
Corpo
in
figure26,
una
reivindicación
de
la
feminidad
de
Antígona
como
aquello
que
había
sido
excluido
y
negado
en
el
mundo
de
la
política:
lo
corporal,
lo
prelógico,
lo
inmediato
o
lo
animal.
Justamente
aquello
hacia
lo
que,
según
Hölderlin,
Antígona
se
retira
en
su
soledad.
Así,
para
Cavarero
el
cuerpo
de
Antígona
aparece
en
la
escena
para
romper
el
equilibrio
en
que
se
asentaba
el
orden
político,
pero
su
acción
se
reivindica
no
tanto
como
política
sino
precisa
y
positivamente
como
impolítica.
Algo
que,
sin
embargo,
no
es
del
todo
sostenible
si
se
tiene
en
cuenta,
como
propuso
Butler
en
su
famoso
libro
Antigone’s
Claim27,
que
lo
que
nos
muestra
Antígona
es
precisamente
la
forma
en
que
se
constituyen
políticamente
las
instituciones
parentales:
la
condena
de
Antígona
muestra
como
aberrantes
las
prácticas
sexuales
que,
ajenas
a
la
norma
heterosexual,
constituyen
un
afuera
constitutivo
respecto
de
la
comunidad
instituida
por
las
leyes
de
la
polis.
Antígona
es,
en
última
instancia,
una
mujer
que
al
constituirse
en
individuo
niega
su
propia
feminidad
-‐y
por
eso
muere
en
soledad,
sin
amigos
ni
familia,
sin
hijos
ni
marido,
sin
constituir
ese
hogar
al
que
estaba
llamada.
Pero
lo
hace
mostrando,
en
la
peripecia
misma
de
su
tragedia,
cuáles
son
las
leyes
que
operan
tras
la
institución
de
la
feminidad
y
del
entramado
normativo
en
que
se
sustenta.
24
IRIGARAY,
Luce,
Speculum.
Espéculo
de
la
otra
mujer,
Madrid,
Saltés,
1978.
25
IRIGARAY,
Luce,
Ética
de
la
diferencia
sexual,
Madrid,
Ellago,
2010,
pp.141-‐3.
26
CAVARERO,
Adriana,
Corpo
in
figure.
Filosofia
e
política
della
corporeitá,
Milán,
Feltrinelli,
2003
27
Hay
traducción
al
español,
BUTLER,
El
grito
de
Antígona,,
Zaragoza,
El
Roure,
2001.
12
No
es
poco,
pues,
lo
que
las
lecturas
feministas
de
la
tragedia,
por
más
(o
precisamente
porque)
dependientes
en
buena
medida
del
marco
hegeliano,
nos
aportan
para
comprender
la
dimensión
ético-‐política
que
da
vida
al
personaje.
Antígona
se
frustra
porque
desobedece
a
la
norma,
y
al
hacerlo
rompe
la
estabilidad
del
orden
político
y
muestra
la
condición
precaria
que
en
última
instancia
se
asentaba;
y
muestra
al
paso
lo
que
dicho
orden
ocultaba.
Lo
que
Antígona
sabe,
o
lo
que
aprende,
al
escindirse
e
individuarse,
se
nos
muestra
sin
embargo
en
la
trama
misma
de
la
tragedia:
en
los
dos
elementos
que
Aristóteles
identificó
como
peripecia
y
reconocimiento.
Así,
más
allá
de
esas
preguntas
que
quedan
por
resolver
respecto
de
la
necesaria
pero
imposible
feminidad
de
Antígona,
la
ironía
de
una
figura
de
la
tragedia,
más
si
su
verdad
se
da
como
sarcasmo,
no
es
más
que
una
parte
del
mecanismo:
pues
la
ironía
se
da
en
toda
la
obra
de
teatro
misma,
en
su
representación.
Y
esto
nos
lleva,
para
concluir,
a
la
segunda
doble
mirada
a
la
que
nos
referíamos.
Por
eso,
“la
tragedia
llega
a
ser
el
medio
ejemplar
de
la
experiencia
de
una
revolución
fundamental
y
abarcante
en
la
dependencia
de
la
relación
del
contenido
éticamente
válido
y
la
individualidad
particular,
finita”.28
Mediante
la
peripecia,
el
desenlace
trágico
del
conflicto
que
supone
un
revés
respecto
de
las
condiciones
iniciales,
y
mediante
el
reconocimiento,
el
desvelamiento
de
una
verdad
que
siempre
estuvo
allí
pero
invisible,
la
representación
trágica
misma
implica
una
mirada
irónica
en
su
público,
una
mirada
excesiva.
Al
representar
lo
irrepresentable,
Antígona
alude
al
carácter
ficticio
de
la
norma,
y
semejante
desenmascaramiento,
precisamente
porque
lo
lleva
a
cabo
quien
no
debía
y
desde
el
lugar
-‐el
no-‐lugar
del
oikos-‐
que
no
debía,
conlleva
una
condena.
Pero,
a
diferencia
de
cuanto
ocurre
con
el
muy
real
Sócrates,
cuya
condena
es
la
condena
de
los
atenienses,
mordidos
ya
por
el
aguijón
de
la
crítica
y
principiándose
por
tanto
en
la
aventura
trágica
del
pensar
(esto
lo
dice
Hegel
en
la
Historia
de
la
filosofía,
más
o
menos),
en
el
caso
de
la
tragedia
la
condena
del
personaje
ficticio
supone
la
salvación
del
público
que
conforma
la
polis
en
el
mundo
real.
Porque
la
contemplación
de
la
tragedia
lo
hace,
en
el
sentido
que
aquí
interesa,
más
consciente
y
más
sabio.
De
hecho,
no
debemos
olvidar
que
la
tragedia
sólo
logra
su
cometido
cuando
produce
una
serie
de
pasiones,
que
podemos
identificar
con
Aristóteles
en
la
pareja
de
compasión
y
temor.
Dichas
pasiones,
asegura
Aristóteles
y
nosotros
con
él,
nos
procuran
un
aprendizaje
y,
con
él,
un
placer.
Que
la
desobediencia
de
Antígona
ponga
de
manifiesto
el
carácter
mistificador
de
la
oposición
entre
lo
público
y
lo
privado,
y
que
dicha
operación
se
haga
mediante
un
personaje
que
es,
paradójicamente,
un
individuo
al
que
la
interpretación
posterior
le
ha
negado
precisamente
su
individualidad
para
participar
en
la
política,
una
mujer
que
como
tal
debía
quedar
aplastada
contra
la
informe
anonimia
de
la
comunidad;
que
la
desobediencia
de
Antígona,
en
definitiva,
saque
a
la
luz
a
un
individuo
aberrante
no
explica
plenamente
la
fascinación
que
en
su
tiempo
tanto
como
en
la
modernidad
ejerció
el
personaje.
Lo
que
lo
vuelve
aún
más
inquietante
es
que
precisamente
la
pieza
teatral
donde
el
individuo
alborea
en
el
cuerpo
indebido
produce,
junto
a
las
pasiones
de
temor
y
compasión,
un
conocimiento
y
un
placer.
Un
placer
que
deriva
precisamente
del
aprendizaje.
Lo
irónico
no
es
sólo
que
el
personaje
imposible
suscite
las
simpatías
de
su
público,
sino
que
la
obra
en
su
conjunto,
con
28
MENKE,
Ch.
loc.cit.
pág.
p.159.
13
toda
la
carga
desestabilizadora
del
orden
social
que
conlleva,
guste
a
quienes
más
se
han
empeñado
en
conservar
y
conceptuar
dicho
orden
social
-‐para
empezar
por
su
autor,
Sófocles.
En
definitiva,
y
como
hemos
visto,
la
mueca
irónica,
incluso
sarcástica,
con
que
nos
observa
Antígona
podía
ser
vista
como
la
otra
cara
de
su
condena
por
excederse
en
el
desempeño
del
papel
que
la
polis
le
ha
asignado
en
tanto
que
hermana,
es
decir,
en
tanto
mujer
que
todavía
no
se
ha
finalizado
en
el
matrimonio
y
el
alumbramiento
de
sus
propios
vástagos.
La
irónica
Antígona
no
puede
reproducirse
porque
su
gesto
es,
sencillamente,
impensable
en
su
contexto
político.
Pero,
en
lo
que
atañe
a
la
tragedia
misma,
la
ironía
no
es
estéril
sino
fructífera:
lo
demuestra
no
solo
la
permanente
e
intensa
fascinación
de
Hegel
por
el
personaje,
sino
su
constante
reutilización
en
la
modernidad,
y
lo
demuestra
sobre
todo
el
placer
que
su
conocimiento
comporta.
Suscitar
placer
en
los
otros
para
lograr
sus
objetivos
es
una
habilidad
que
la
tradición
ha
asignado
a
las
mujeres,
cuyo
alejamiento
del
poder
verdadero
les
ha
imposibilitado
vías
más
directas
de
acción.
La
tragedia
de
Antígona,
como
corresponde
a
una
tragedia
de
mujeres,
constituye
un
logro
cultural
de
primer
orden
operando
del
modo
que
la
tradición
establece
como
propio
de
las
mujeres:
suscitando
un
vivo
placer
en
su
público
y
en
sus
lectores,
un
placer
paradójica
pero
verosímilmente
derivado
de
las
dolorosas
pasiones
del
dolor
y
la
compasión.
Dos
pasiones
que
son
tanto
de
la
política
como
del
teatro,
igual
que
la
ciudadana
Antígona.
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