Vous êtes sur la page 1sur 2

1.

Como en aquel momento este dormía, el sufridor y divino Ulises, abrumado por el sueño y el cansancio; Atenea se marcha al pueblo y a la ciudad de hombres feacios;
quienes, hace tiempo, vivían en la ancha Hiperia, al lado de los Cíclopes, hombres sobrehumanos, que los saqueaban y por fuerza eran mejores. De allí, Nausitoo semejante
a un dios, levantándolos, los asentó en Esqueria, lejos de los hombres trabajadores, tendió un muro alrededor de la ciudad, construyó casas, edificó templos de dioses y
dividió los campos. Pero, sometido por el destino, ya estaba en el Hades, ahora Alcínoo gobernaba, conociendo estrategias de parte de los dioses.
13. Fue a casa de él la diosa de ojos de lechuza, Atenea, meditando el regreso del orgulloso Ulises. Se (dis)puso a ir hacia una habitación muy artística en la que una
doncella dormía, semejante su natural (forma y belleza) a la de las diosas, Nausica, hija del orgulloso Alcinoo, junto a dos sirvientas, dotadas de belleza por las Gracias,
en las jambas de la puerta, de uno y otro lado; y las brillantes puertas estaban cerradas. Ella, como un soplo de viento, se lanzó al lecho de la muchacha, se colocó sobre
su cabeza y le dirigió una palabra, asemejándose a la joven hija de Dimanto, célebre por sus naves, que era de su misma edad y se hubo alegrado el ánimo. Pareciéndose
a esta, le dijo Atenea de ojos de lechuza:
24. “Nausica, ¿por qué tu madre te hizo tan dejada? Están tus vestidos resplandecientes descuidados y tienes la boda cerca; donde es necesario que tú te vistas bellamente
y que las suministres a estos que te acompañan. Pues de esta manera surge buena fama entre los hombres y se alegran tu padre y tu soberana madre. Pero vamos a lavar
cuando aparezca la aurora; y yo te seguiré como compañera para que te prepares lo más rápido posible, puesto que no serás doncella y por mucho tiempo. Pues ya te
pretenden los mejores de todos los feacios del país, de donde tú también eres por linaje. Pero, venga, anima a tu ínclito padre a que prepare, antes de que apunte la aurora,
las mulas y el carro para que lleves ceñidores, peplo y telas de abrigo lustrosas. Para ti es mejor ir sentada en el carro que andando, porque están muy lejos de la ciudad
los lavaderos”.
41. Y esta, así diciendo, se marchó, Atenea de ojos de lechuza, al Olimpo, donde dice que está la sede siempre segura de los dioses; ni por los vientos es agitada, ni la
tormenta la humedece, ni la nieve se le aproxima, sino que el cielo vuela sin nubes y un resplandeciente brillo la recorre. Allí disfrutan los dioses bienaventurados todos
de ella. Allí marchó la de ojos de lechuza después de advertir a la muchacha.
48. Al momento, la de bello trono se acercó y esta despertó a Nausica, la de peplo radiante; se admiró del sueño y se puso en marcha por el palacio, donde lo anunciaría
a sus progenitores, su querido padre y su madre; y los encontró dentro. Ella estaba sentada en el hogar con sus sirvientas hilando copos de lana del color purpúreo del
mar; y se encontró a aquel, que salía por la puerta entre ilustres hombres en dirección a la asamblea, donde lo llamaban los ilustres feacios. Y ella, deteniéndose cerca,
dijo a su padre:
57. “Querido padre, ¿no podrías prepararme un carro, de hermosas ruedas, para que yo lleve mis magníficos vestidos al río para lavarlos, los cuales están sucios? A ti
mismo te conviene que sea así cuando vas al consejo entre los principales, que lleves limpios los vestidos en tu cuerpo. Y tus cinco hijos han nacido en el palacio, (de los
que) dos están casados y los otros tres son jóvenes adolescentes; estos siempre quieren ir a la danza con sus vestidos bien lavados; todo esto es objeto de cuidado en mi
cabeza”.
66. Así dijo; pues la avergonzaba nombrarle a su padre el juvenil matrimonio, este percibía todo y le respondió con esta palabra: “Ni te niego las mulas, hija, ni ninguna
otra cosa. Ve; pues los esclavos te van a preparar un carro de bellas ruedas bien ajustadas en su parte superior”.
71. Diciendo así, mandó a los criados y ellos obedecieron. Estos prepararon fuera un carro de mulas de buenas ruedas y pusieron debajo las mulas y las uncieron bajo el
carro. Y la joven sacó del tálamo espléndida ropa. Y la puso en el bien uncido carro; su madre, en una cesta, le puso abundante comida de toda clase y le mete carne
guisada y vertió vino en un odre de piel de cabra; y la joven se subió al carro. Y le dio húmedo aceite en una vasija dorada para que se ungiera junto con las esclavas. Ella
tomó el látigo y las brillantes riendas y las golpeó para avanzar; hubo un ruido de mulas; estas galopaban incesantemente y llevaban su ropa y a ella, no sola: junto con
ella también marchaban otras sirvientas.
85. Cuando todas llegaron al cauce muy hermoso del río, donde estaban los lavaderos perennes —en cantidad el agua bella manaba para lavar hasta la ropa más sucia—
, allí desuncieron ellas las mulas del carro, y las arrearon por la orilla del presuroso río a fin de que pacieran la hierba dulce como la miel. Sacaron ellas con sus manos
los vestidos del carro y los metieron en el agua oscura, y allí los pisoteaban en las piletas, compitiendo en rapidez. Luego, cuando hubieron lavado y limpiado toda la
suciedad, extendieron las telas en ringlera a lo largo de la orilla marina, allí justamente donde frotándolos lava el mar los guijarros de la costa. Ellas se bañaron y se
ungieron suavemente con aceite y después tomaron su comida, mientras esperaban a que se secaran los vestidos a los rayos del sol. Cuando ya se hubieron saciado de
alimento las siervas y la princesa, entonces se pusieron a jugar a la pelota dejando a un lado sus velos. Entre ellas Nausícaa de blancos brazos dirigía el cántico. Cual
avanza la flechera Ártemis a través de los montes, o por el muy alto Taigeto o por el Enmanto, deleitándose con sus cabras y las ciervas veloces, y a su lado las Ninfas
agrestes, hijas de Zeus portador de la égida, juegan, mientras se alegra en su ánimo Leto, y sobre todas ella destaca en la cabeza y la frente, y resulta fácil de distinguir,
aun siendo todas hermosas, así entre sus sirvientas resaltaba la joven doncella.
110. Pero, cuando estaba a punto de regresar a su casa, tras haber uncido las mulas y doblado los bellos vestidos, entonces de nuevo allí, pensó la diosa otras cosas, Atenea
de ojos de lechuza: cómo despertaría Ulises y vería a la noble doncella que a la ciudad de los feacios lo llevaría. Después de eso, la princesa lanzó la pelota detrás de una
esclava, erró el tiro y (la pelota) se metió en un profundo torbellino. Estas gritaron fuertemente; el divino Ulises se despertó y, sentado, daba muchas vueltas en su corazón
y en su ánimo:
120. “Ay de mí! ¿A qué tierra de los mortales he llegado? ¿son violentos o salvajes e injustos o acaso hospitalarios o ellos tienen una mente respetuosa con los dioses?
Así vino a mí una voz femenina de muchachas, de las ninfas que ocupan la cima escarpada de una montaña y los manantiales del río y en las praderas llenas de hierba;
¿acaso ahora en alguna parte estoy cerca de hombres que hablan? Pero, vamos, yo mismo intentaré verlo”.
127. Diciendo así, salió del ramaje el divino Ulises y rompió de la espesa maleza, con su fuerte mano, una rama frondosa para cubrirse, en torno a su cuerpo, las partes
pudendas del hombre. Se puso a andar como si fuera un león criado en los montes, confiado en su fuerza, que va siendo objeto de lluvia y viento (lloviendo y soplando
viento), en él los ojos le brillaban; y este va detrás de bueyes u ovejas o ciervos silvestres; su estómago le impulsa a acercarse a la cabaña cerrada para atacar el ganado;
así Ulises iba a meterse entre las muchachas de hermosas trenzas, aun estando desnudo; pues él tenía necesidad. Se mostraba horrible ante ellas por la sal del mar, huían
cada una a un lado hacia las costas salientes: solo esperó la hija de Alcinoo; pues Atenea le depositó valor en su pecho quitó el temor de sus rodillas. Y se detuvo
manteniéndose enfrente; este, Ulises, reflexionaba o si le suplicaría después de coger de las rodillas a la muchacha de hermoso rostro o si, apartadamente, le suplicaría
con buenas palabras incesantemente para ver si le mostraba la ciudad y le daba vestidos. Así, a este que reflexionaba le pareció que era más provechoso suplicar desde
lejos con palabras dulces para que la muchacha no se encolerizara en su corazón. Al punto le dijo una palabra suave y astuta:
149. “Me arrodillo ante ti, soberana, ¿acaso eres una diosa o una mortal? Si acaso eres una diosa, de las que ocupan el anchuroso cielo, yo, al menos, te comparo a
Artemisa, hija del gran Zeus, por tu belleza, tu tamaño y tu natural; si acaso estás entre los mortales de los que habitan la tierra, tres veces felices contigo tu adre y tu
veneranda madre y tres veces felices tus hermanos; muy probablemente el ánimo de ellos siempre se regocija con alegría gracias a ti, cuando ven a su retoño que entra
en la danza. Y, a su vez, muy feliz en su ánimo, sobresaliente entre todos, aquel que te lleve a casa cargando con la dote. Jamás vi ante mis ojos una persona semejante,
ni hombre ni mujer. El asombro me domina al contemplarte. Sólo una vez, en Delos, junto al altar de Apolo vi algo semejante: un retoño reciente de palmera que crecía
esbelto y erguido. Pues una vez llegué allí, y me seguía numerosa tropa en mi viaje, en el que iban a sucederme muchos pesares. Así entonces al verlo me quedé asombrado
en mi corazón durante largo rato, puesto que nunca brotó de la tierra un tronco semejante.
168. Así a ti, mujer, te admiro y estoy asombrado, y siento un tremendo temor a agarrarme a tus rodillas. Pero me apremia un urgente apuro. Ayer, al vigésimo día, escapé
del vinoso ponto. Durante tanto tiempo me arrastraron sin descanso el oleaje y las súbitas borrascas desde la isla de Ogigia. Y ahora acá me ha arrojado una divinidad,
tal vez para que todavía también aquí sufra desgracias. Pues no creo que vayan a cesar, sino que aún me pondrán por delante muchas los dioses. Pero tú, soberana,
compadécete. Tras soportar muchas desdichas llegué ante ti, la primera, y no conozco a ningún ser humano de los que habitan esta ciudad y esta tierra. Indícame el
poblado y dame un trapo para cubrirme, si es que trajiste alguna tela de saco al venir hasta aquí. ¡Que los dioses te den todo cuanto anhelas en tu mente, un marido y una
casa y te otorguen una noble concordia! Pues no hay nada mejor y más amable que esto: cuando habitan un hogar con concordia en sus ánimos un hombre y una mujer.
¡Muchos dolores para sus enemigos y alegrías para sus amigos!, y ellos gozan de muy buena fama».
186. A su vez Nausícaa la de blancos brazos, le dijo de frente: «Forastero, puesto que no me pareces malvado ni insensato, el propio Zeus Olímpico reparte la felicidad
entre los hombres, entre los buenos y entre los malos, como quiere a cada uno; así, a ti te dio eso, y es necesario que tú los sufras enteramente. Pero, ahora, y que has
llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no carecerás de ropa ni de ninguna otra cosa de las que son necesarias para un suplicante muy sufriente que implora. Te
mostraré la ciudad y te diré el nombre de las gentes; los feacios ocupan esta ciudad y el país y yo soy hija del magnánimo Alcinoo, cuyo poder y fuerza viene de los
feacios”.
198. Así dijo, y ordenó a las criadas de hermosas trenzas: “Poneos a mi lado, criadas; ¿a dónde vais al ver a este hombre? ¿Acaso pensáis que es algún hombre hostil?
No existe este hombre mortal vivo, ni existirá, que llegue a la tierra de los feacios trayendo hostilidad; pues somos muy queridos para los dioses. Vivimos lejos en medio
del tempestuoso mar, los últimos, y ningún otro mortal tiene trato con nosotros. Pero este es algún desgraciado errante que ha llegado aquí, al que ahora necesario cuidar;
pues de Zeus son todos los forasteros y mendigos y es dádiva escasa y querida. Así pues, dadle, criadas, al hombre comida y bebida y lavadlo en el río, donde esté al
abrigo del viento.
211. Así habló, y estas se detuvieron y se animaron unas a otras, y así sentaron a Ulises al abrigo del viento, como ordenó Nausicaa, la hija del magnánimo Alcinoo, y
junto a él pusieron un abrigo y un manto como ropa. Y dijo a continuación a las criadas el divino Ulises:
218. “Criadas, estad alejadas para que yo mismo la sal de los hombros me limpie y me unja con aceite; pues durante largo tiempo el aceite faltó (estuvo lejos) de mi piel.
yo no me lavaré ante vosotras, pues yo, al venir junto a doncellas de hermosas trenzas, me avergüenzo de desnudarme.”
223. Así dijo, y ellas se fueron lejos y se lo contaron a la joven. Por otra parte, este, el divino Ulises, se lavaba en el río, en cuanto a su cuerpo, la sal, la cual le cubría la
espalda y sus anchos hombros; y de su cabeza se limpió y de su cabeza se limpió la espuma del incansable mar. Luego, después de que se hubo lavado todo y ungido con
aceite, se puso encima los vestidos que le ofrecía la virgen indómita; Atenea, hija de Zeus, hizo que se viera a este más alto y macizo e hizo caer de su cabeza un bonito
cabello, semejantes a un jacinto en flor. Como cuando un hombre experto vierte oro en la plata, al que Hefesto y Atenea han enseñado todas las artes, y ejecuta obras
bonitas, así ella vertió la gracia sobre este, sobre la cabeza y los hombros. Después se estar sentado, se alejó por la orilla del mar, radiante por su belleza y sus atractivos;
y la muchacha estaba mirándolo. Y le dijo entonces a las criadas de hermosas trenzas:
239. “Escuchadme, criadas de blancos brazos, mientras os hablo. No contra la voluntad de todos los dioses que ocupan el Olimpo, este hombre se entremezcla con los
feacios semejantes a los dioses. Pues antes me pareció que era feo, pero ahora se parece a los dioses que ocupan el ancho cielo. Ojalá este fuera llamado mi esposo,
habitando aquí, y a este le agradara quedarse aquí. Pero, criadas, dadle al extranjero comida y bebida.”
246. Así dijo, y estas al momento la escucharon enteramente y la obedecieron, y junto a Ulises pusieron comida y bebida. Verdaderamente comía y bebía el muy sufriente
divino Ulises ansiosamente; pues durante mucho tiempo estuvo ayuno de comida.
251. Luego, Nausicaa de blancos brazos pensó otras cosas: habiendo doblado la ropa, la pone sobre el bello carro y unció las mulas de fuertes pezuñas y ella subió arriba.
Se apremió hacia Ulises y le dijo una palabra y lo llamó:
255. “Levántate ahora, forastero, iremos a la ciudad, para escoltarte a casa de mi prudente padre, donde te prometo que conocerás a los más excelentes de todos los
feacios. Pero hazlo así: pues me creo que no estás sin conocimiento; mientras vayamos por los campos y las tierras de labor de los hombres, camina rápidamente con las
criadas, tras las mulas y el carro; yo guiaré el camino. Luego, cuando lleguemos a la ciudad, alrededor de la cual (hay) una elevada muralla, un bello puerto en uno y otro
lado de la ciudad y una pequeña entrada; el camino protege las curvadas naves; pues para todas y cada una hay un cobertizo. Allí está también el ágora, en torno al bello
templo de Poseidón, construida con grandes piedras metidas en la tierra. Allí cuidan de los aparejos de sus negras naves, el correaje y las velas, y aguzan los remos. Pues
a los feacios no les interesa el arco ni la aljaba, sino los mástiles y los remos de las naves y las naves proporcionadas, con las que, orgullosos, recorren el grisáceo mar.
Quiero evitar la amarga murmuración de ellos, que haya quien me censure, pues los hay muy insolentes en el pueblo. No fuera a suceder que alguno muy malicioso diga
al encontrarnos: «¿Quién es ese tipo extraño, grande y apuesto, que sigue a Nausícaa? ¿Dónde lo encontró? ¿Acaso va a ser su marido? Sin duda se trajo desde su navío
a algún vagabundo, un hombre venido de lejos, puesto que no hay vecinos cerca. Acaso algún dios muy suplicado a los ruegos de ella vino bajando del cielo, y ella lo
retendrá todos sus días. Mejor, si es que ella con vueltas y revueltas encontró un esposo de otra parte, pues está claro que a los de aquí, de su pueblo, los menosprecia, a
los feacios, que muchos y nobles pretenden su mano».
285. Así dirán, y eso para mí puede ser motivo de reproche. Además, yo también regañaría a otra, que hiciera tales cosas, que, contra la voluntad de los suyos, teniendo
padre y madre, se juntan con hombres sin acudir antes a un matrimonio en público. Extranjero, comprende tú mis palabras, a fin de que muy pronto consigas transporte
y regreso ofrecidos por mi padre. Verás un espléndido bosquecillo de álamos negros consagrado a Atenea a la vera del camino. En él hay una fuente, y en torno hay una
pradera. Allí hay un terreno cercado de mi padre y un viñedo en flor, a tal distancia de la ciudad como alcanza un grito. Siéntate allí y aguarda un rato, hasta que nosotras
penetremos en la ciudad y lleguemos al palacio de mi padre. Luego, cuando ya calcules que estamos dentro de la casa, ve entonces a la ciudad de los feacios y pregunta
por el palacio de mi padre, el magnánimo Alcínoo. Es muy fácil de reconocer y hasta un niño pequeño puede guiarte. Pues no hay ningún otro palacio de los feacios
comparable a él, tan espléndida es la casa del héroe Alcínoo. Mas cuando te hayan acogido sus muros y el patio, atraviesa muy pronto el atrio, hasta llegar junto a mi
madre. Ella está sentada junto al hogar, al resplandor del fuego, hilando copos de lana teñida en púrpura marina, una maravilla de ver, reclinada junto a una columna. Y
las esclavas están sentadas detrás de ella. Allá está apoyado el trono de mi padre, a su lado. Sentado en él, bebe su vino como un inmortal. Pasando de largo junto a él,
echa tus brazos en torno a las rodillas de mi madre, a fin de que gozoso veas pronto el día del regreso, por muy lejos que vivas. Ciertamente, si ella siente en su ánimo
amistad por ti, ten esperanza en que verás a los tuyos y llegarás a tu casa bien fundada y a tu tierra patria”.
316. Tras de hablar así, fustigó con su centelleante látigo a las mulas. Éstas abandonaron enseguida el cauce del río. Trotaban bien, y bien afirmaban sus zancadas. Ella
tensaba las riendas, de modo que pudieran seguirla las siervas y Odiseo, y con pericia aplicaba el látigo. Se sumergía el sol y entonces llegaron al famoso bosquecillo
sagrado de Atenea, donde se quedó el divino Odiseo. Al punto luego oraba a la hija del gran Zeus:
324. “¡Escúchame, hija de Zeus portador de la égida, indómita diosa! Óyeme al menos ahora, ya que antes no me escuchaste nunca, cuando andaba vapuleado, cuando
me agredía el ilustre Sacudidor de la tierra. Concédeme llegar ante los feacios como amigo y digno de su compasión”.
328. Así habló suplicando, y le escuchó Palas Atenea. Pero no se apareció ante él, pues ella respetaba a su tío paterno, y éste permanecía enojado ferozmente contra el
heroico Odiseo hasta que él llegara a su tierra.

Vous aimerez peut-être aussi