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Juan Martín Rojo Condomí Alcorta

Meritocracia: revisión crítica desde una perspectiva anarquista


La visión de la educación como un sistema meritocrático, es decir, que recompensa
únicamente el esfuerzo de los individuos y los resultados que se obtienen gracias a él, es una
concepción que hunde sus raíces en la teoría sociológica de los años 60 y 70 y que, desde
entonces, se ha mantenido inamovible en el discurso político y social. El primero de ellos,
más por su carácter maligno que ingenuo (que es, en efecto, el que caracteriza al segundo, o
más bien, que se le impone mediante la socialización), ha encontrado en el sistema educativo
una de las legitimaciones fundamentales de las desigualdades del sistema económico y
político. La clase capitalista dominante, y que es el cuerpo mismo del Estado, ha sabido
disimular su yugo a través de la concepción de que cada uno tiene lo que se merece. Los
orígenes sociales poco importan: cualquiera que se lo proponga puede llegar a ocupar la parte
superior de la estructura ocupacional, aquella donde se encuentran los médicos, los abogados,
los empresarios, etc., sobre la base de su sudor y lágrima. Cuestiones como la clase social de
los individuos, la etnia, el sexo, la forma de hablar, de vestir, de pensar incluso, y su
determinación sobre lo que cada individuo puede lograr en la vida son ya arcaísmos: hoy, el
esfuerzo y la recompensa van estrechamente de la mano.
Pero a todos estos artificios se contrapone la realidad. Y en ella, la clase oprimida se
encuentra tan sujeta como lo ha estado siempre, aunque si bien ahora, bajo numerosos
disfraces y engaños de funcionamiento democrático, justicia y equidad que solo se realizan en
planos ideales. La intención de este trabajo, teniendo esto en cuenta, es demostrar como uno
de los factores adscritos que hemos mencionado, la clase social de los sujetos, determina sus
oportunidades en la vida, a la vez que la de visualizar la serie de estratagemas que, tanto a
nivel individual como estatal, pone en marcha la clase dominante para asegurarse que la
opresión que ejerce será duradera y estable.
A estos efectos, el trabajo se dividirá en cuatro apartados, donde se expondrán: I) los orígenes
del funcionalismo y su visión de la estratificación social; II) la idea funcionalista de la
movilidad social, y el papel de la educación en ella (es decir, la meritocracia); III) las formas
en que funciona la adscripción, tanto para la enseñanza reglada como para los itinerarios
postobligatorios; y IV) las conclusiones, donde se refutarán las premisas funcionalistas desde
una perspectiva anarquista.
I) Funcionalismo: base del ideal meritocrático.
Inicios
El funcionalismo ha sido una de las corrientes ideológicas más importantes en la sociología
desde sus inicios. Particularmente intensa ha sido su aplicación en los Estados Unidos, donde
desde poco antes de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de los sesenta y setenta fue el
paradigma dominante del estudio sociológico.
De manera muy concisa y general, podemos definirlo, en palabras de Kerbo (2003), como un
paradigma “no crítico del orden”: “una combinación de los supuestos valorativos no críticos
(escasa o ninguna crítica al statu quo) y del modelo de la sociedad que subraya el orden”.
(p.83). Según él, los funcionalistas tienden a visualizar las sociedades como “sistemas holistas
(semejantes a organismos biológicos)”, las cuales tienen “necesidades específicas propias que
hay que satisfacer para que funcionen adecuadamente y sobrevivan” (p. 82). Por ello se dice
que es una visión organicista de la sociedad: cada individuo ocupa una posición y realiza un
rol que coopera en el correcto funcionamiento de la misma, al igual que cada órgano permite,
mediante su función específica, la supervivencia del organismo.
Esta visión se aleja por su propia naturaleza, como se entenderá, del estudio de la
estratificación social. Los inicios de la sociología estadounidense han esbozado un paradigma
en el que podemos visualizar una visión social que “ignora la clase”, y “no sería hasta la Gran
Depresión de los años treinta cuando se examinó seriamente, y sólo por unos pocos científicos
sociales, esta imagen de una sociedad sin clases” (p. 112). Los hermanos Lynd, con su obra
“Middletown” en 1929, y Lloyd Warner, con “Yankee City” (1930), son los grandes
precedentes del interés por la movilidad social, aunque claramente enmarcados en una visión
no crítica del statu quo.
De los años 30 al fin de la Guerra.
El trabajo realizado por Lloyd Warner ha sido el más importante de entre todos estos inicios
sociológicos sobre el asunto de la estratificación social y ha dejado una huella metodológica
que ha sido seguida incluso más año de los años 60 y 70, en los que las teorías del conflicto
comenzaron a hacerse un hueco respetable en el mundo académico. La escuela de Warner
puede ser caracterizada en cuanto a 3 aspectos esenciales (pp. 112-113): a) entendía los
procesos de estratificación social a través del status, y no de la clase social; b) persistió el
modelo de vida americano, según el cual la ambición y el talento superan cualquier barrera
estructural; c) la estratificación fue entendida como necesaria para el funcionamiento de las
sociedades modernas, es decir, como un hecho funcional e inevitable.
Como vemos, pues, el discurso funcionalista, o el paradigma “no crítico del orden”, como se
lo definía previamente, queda maravillosamente eternizado en el proyecto Middletown. Más
aún, como afirmábamos, ha dejado una huella metodológica que ha sido reforzada y difundida
por trabajos posteriores. Particularmente, la obra de Talcott Parsons y la llamada “teoría
Davis-Moore” han sido las grandes continuadoras. Debido a que la labor del primero es muy
abstracta y general, nos centraremos en los aportes de los segundos, para así dejar por
finalizada la labor de esclarecimiento necesaria, que nos permita construir y entender la teoría
meritocrática de la sociedad.
En efecto, en un artículo para la American Sociological Review (Davis y Moore, 1945.
Traducciones propias1) estos autores buscaban responder a la pregunta: “¿por qué posiciones
diferentes acarrean diferentes grados de prestigio?”, y llegarían a su respuesta afirmando que
existen dos cuestiones primordiales que determinan, dentro de un sistema de estratificación
social específico, la valoración de las posiciones dentro del mercado.
Por un lado, nos encontramos con a) la importancia funcional diferencial: “algunas posiciones
son inherentemente más agradables”, “algunas requieren talentos especiales o entrenamiento”
y algunas otras “son funcionalmente más importantes”. Esto lleva a la sociedad a la necesidad
de “dar una recompensa suficiente para asegurar que serán ocupadas competentemente” (p.
243); y por otro lado b) la escasez diferencial del personal: provocando que “si las habilidades
necesarias son escasas por motivos de rareza de talento o costo del entrenamiento, la posición,
si funcionalmente importante, debe poseer un poder atractivo que acercará las habilidades
necesarias” (p. 244). Así, “las recompensas y su distribución se convierten en parte del orden
social, y por consiguiente dan lugar a la estratificación social”, y surgen del previo
mecanismo de selección de la mano de obra más cualificada y apta; por ello, en el último paso
de este proceso lógico se afirma: “la desigualdad social es por lo tanto un mecanismo
evolucionado de manera inconsciente por el cual las sociedades aseguran que las posiciones
más importantes son ocupadas concienzudamente por las personas más cualificadas” (p.243),
o en otras palabras, “la desigualdad social es tanto positivamente funcional como inevitable
en cualquier sociedad” (Tumin, 1953, p. 388. T. P.)
Por estas cuestiones es que podemos afirmar que se sigue la tradición de la “escuela de
Warner”. Como vemos, los autores también comprenden la movilidad social en términos de
status. Por otra parte, hay una concepción no crítica del statu quo: “una sociedad debe tener,
primero, una serie de recompensas que pueda usar como incentivos, y, segundo, alguna forma
de distribuir esas recompensas de manera diferencial de acuerdo a las posiciones” (Davis y
Moore, 1945, p. 243. T. P.); de ello se deriva el aspecto funcional de la estratificación. Y
puede enmarcarse, además, dentro de las teorías funcionales, pues comparte la concepción
holista, u organicismo: “como un mecanismo funcional, una sociedad debe distribuir de
alguna manera a sus miembros en posiciones sociales e inducirlos a que realicen las tareas de
esas posiciones”; así como la idea del predominio del orden social, u homeostasis: “aunque el
orden social pueda ser relativamente estático en forma, hay un continuo proceso de
metabolismo a medida que nuevos individuos nacen dentro de él, cambian con la edad y
mueren” (p. 242. T. P.).
II) La meritocracia. Educación como realizadora del ideal funcionalista.
Movilidad social
Como afirman Requena y Bernardi (2008), el rol de la educación en el logro ocupacional y la
posición social de la gente ha sido analizado “en términos de la clásica dicotomía entre
adscripción y logro”, englobando la primera opción “aquellos factores heredados (como la
raza, el sexo y la clase de origen)”, y la segunda “aquellas características (como la educación
o la ocupación) que los individuos consiguen a lo largo de sus vidas y afectan a su posición

1
De ahora en más, abreviaremos las traducciones propias mediante las siglas T. P.
social” (p. 243). La definición que previamente hemos explicado como funcionalista, y a la
que ciertos autores se han referido como “técnico-funcional” (Collins, 1971. T. P.) o
“tecnocrática-meritocrática” (Bowles y Gintis, 2011. T. P.), se enmarca en la segunda de las
dos opciones.
Sin embargo, antes de explicar la comprensión que ha hecho aquél paradigma sociológico del
rol de la educación dentro de las sociedades industriales (es decir, de la educación como un
sistema meritocrático), debemos ahondar un poco más en su concepción de la movilidad
social. Kerbo (2003, p. 157) parafrasea el trabajo de Erikson y Goldthorpe publicado en 1993,
“The Constant Flux”, para explicarnos esa noción. En efecto, “la concepción liberal de la
sociedad industrial” sostiene cuatro principios elementales en cuanto a la movilidad: a) existe
un “aumento de las tasas de movilidad social respecto a lo que ocurría en las sociedades
preindustriales”; b) “predomina la movilidad ascendente sobre la descendente”; c) “las
oportunidades de movilidad tienden a igualarse para todos”; d) “tanto las tasas de movilidad
como el grado de igualdad tienden a aumentar con el tiempo”. Así, “los procesos de selección
social son cada vez menos adscriptivos y dependen más del logro individual”, tanto por
“efectos estructurales” (mayor necesidad de cualificación de la mano de obra), y
“procesuales” (meritocracia como mecanismo de selección), así como por los “efectos de
composición” (la propia modernización del mercado reduce la selección por adscripción).
Una vez explicitado el carácter que tiene la movilidad social para los funcionalistas, sumado a
la comprensión de su teoría básica de la estratificación, pues como afirma Collins (1971, p.
1004. T. P.), “la teoría técnico-funcional de la educación puede ser vista como una aplicación
particular de un acercamiento funcional más general” que descansaría sobre las premisas
establecidas por Davis y Moore, podemos pasar coherentemente a la descripción del ideal
meritocrático. Para ello podemos hacernos una pregunta que, si bien sencilla en su
formulación, resulta sumamente compleja en su respuesta: ¿qué rol cumple la educación en el
establecimiento de la posición de los individuos en las sociedades industriales modernas?
La meritocracia: relación entre el logro y el sistema educativo.
Collins (p. 1004. T. P.) ha resumido la teoría educativa del funcionalismo en tres premisas
fundamentales. Una de ellos hace referencia a los “efectos estructurales” de los que hablaba
Kerbo (coincidiendo en que se producen por los cambios tecnológicos), y produce dos
efectos: tanto el aumento de la proporción de trabajos que requieren una gran habilidad (y por
lo tanto, el descenso inverso de los que no la requieren), como un aumento general dentro de
cada trabajo de la cualificación requerida. El segundo principio establece que la educación
formal es el mecanismo necesario para ofrecer las habilidades necesarias a los individuos, y el
tercero, consecuencia lógica de los dos anteriores, es que hay un constante aumento de los
requerimientos educativos necesarios para conseguir empleo (pues si aumenta la necesidad de
cualificación, y ésta es solo posible a través de la educación formal, aumentarán a su vez los
requisitos educativos). Se entiende, por lo tanto, que la educación es la única mediadora
posible, mediante la consideración del logro y esfuerzo individual de cada sujeto, para ubicar
a cada individuo dentro de una posición social determinada, y para que cumpla las funciones
de dicha posición de manera competente. Recordando las afirmaciones de Davis y Moore
(1945, p. 243. T. P.), “las sociedades aseguran que las posiciones más importantes son
concienzudamente ocupadas por las personas más cualificadas”, y debido a que el factor que
diferencia a unos individuos de otros es su cualificación, el sistema educativo se impone
como un mecanismo de selección social de los más aptos.
Ahora bien, si afirmamos que el sistema educativo funciona, al menos en teoría, como un
“filtro igualitario”, deberemos explicar cómo lo hace, pues hasta ahora sólo hemos sentado las
premisas por las cuales los funcionalistas han dado semejante importancia a la cualificación
de la mano de obra.
En la presente figura 2 se hace
explícita aquella función que
lleva a cabo el sistema
educativo, a través de la
medición del logro educativo
(“educational attainment”).
Como vemos, la asociación
OE (clase de origen y logro
educativo) disminuye, pues
lo que interesa es explotar el
potencial del capital humano
al máximo y no desperdiciar
el talento, más allá de las
características adscriptas de los individuos. Lo contrario sucede con la asociación ED (logro
educativo y clase de destino), pues la selección social funciona en base al rendimiento
académico. Por ello, se deduce finalmente que E (logro educativo) hace desaparecer la
asociación OD (clase de origen y destino) a lo largo del tiempo: como mecanismo de justicia
social, sólo medirá el logro y esfuerzo de los individuos, que en principio es ajeno a sus
características personales más visibles, como la clase, etnia o el sexo, así como aquellas que
son más simbólicas: modales, forma de hablar, etc.
Esta concepción encuentra su fundamento en dos principios: el igualitarismo y la
meritocracia. En cuanto al primero, se entiende que “un sistema educativo que provee a todos
los niños la oportunidad de desarrollar sus talentos puede asegurar el progreso hacia un
sistema de clases más abierto y una mayor igualdad de oportunidad económica”; mientras que
el segundo establece que “ya que el logro real es el criterio de acceso a los roles
ocupacionales, las diferencias de nacimiento tienden a la irrelevancia económica”, es decir,
“las diferencias sociales basadas en la clase […] son minimizadas por la orientación
competitiva de la educación” (Bowles & Gintis, 1971, p. 24. T. P.)
III) ¿Es el logro producto del esfuerzo?
La persistencia de la adscripción.
La Sociología de la Educación ha sido la rama del conocimiento social que mayor énfasis ha
hecho en el carácter persistentemente adscripto de la educación, pues la tesis de que “las
desigualdades existentes entre el alumnado son consecuencia de la desigualdad social

2
Goldthorpe, 2003, p. 234.
derivada de su origen, apreciada esta última a través de diversas variables de la estructura
social, familiar y espacial, como el nivel de estudios de los padres, su ocupación y su renta
personal y territorial” (Universidad de la Laguna, 2009, p. 4) ha sido ampliamente debatida y
comprobada para muchos escenarios.
El acceso al sistema educativo se ha generalizado en España durante la etapa desarrollista del
fascismo franquista, lo que Garrido (2004), como se cita en Requena y Bernardi (2008), ha
denominado “vuelco formativo”. Este proceso estaría caracterizado, pues, por un cambio
intergeneracional profundo en el acceso a la enseñanza reglada (desde los 4 a los 16 años
según la disposición de la época): mientras que “la mitad de los miembros de las generaciones
nacidas en las primeras décadas del siglo XX no consiguieron ningún tipo de estudios”, “a
finales de los años setenta, en cambio, la proporción de individuos sin estudios es
prácticamente residual” (Requena y Bernardi, 2008, p. 249). Consecuencia de esta solución de
la escolarización diferencial es el traslado del énfasis hacia los resultados académicos y la
obtención efectiva de títulos por parte del alumnado, pues “los elementos de desigualdad
educativa relacionados con la desigualdad social se trasladan necesariamente ahora al logro
diferencial del alumno en las distintas etapas y cursos de la enseñanza, visto éste desde
diversas variables familiares (nivel ocupacional, nivel educativo y renta de los padres,
fundamentalmente, la clase social)” (Universidad de la Laguna, 2009, p. 5). El resultado final
de este proceso lógico es que “la mejor medida de la desigualdad educativa según el origen
social es la proporción de alumnos de cada clase social escolarizados en cada nivel de
enseñanza” (p. 6).
Para llevar a cabo el análisis de la persistencia de la adscripción en el sistema educativo,
resulta importante que nos centremos tanto en la enseñanza reglada obligatoria como en los
estudios postobligatorios, poniendo entre éstos últimos especial énfasis en el sistema
universitario. El interés por la enseñanza obligatoria resulta fundamental pues es el principal y
primer replicador de las diferencias de clase en el sistema educativo. Kerbo (2003, pp. 178-
179) nos recuerda los avances de Jencks et al. (1972, 1979) en cuanto a la sociedad
estadounidense, indicándonos la existencia de “un proceso de separar a los ganadores de los
perdedores”, mediado sobre todo a través de la práctica del “encauzamiento”: una separación
sistemática de los niños, redirigiéndolos a diferentes itinerarios educativos según factores
adscriptos, como su etnia, origen social o sexo; y no cabe duda alguna de que estos avances
hechos hace décadas y para una sociedad claramente diferente, puedan trasladarse al caso
español. Por poner un ejemplo y no dejar esta afirmación en acusación infundada, el trabajo
reciente de Moreno Fuentes y Bruquetas Callejo (2011) ha dado cuenta de la situación de la
población inmigrante, con base en trabajo de López Peláez (2006), a través del cual nos
recuerdan que “pese al acceso de los menores extranjeros a la educación obligatoria, tan solo
el 10% de este colectivo continúa sus estudios más allá de los 16 años” (p. 77), así como
también nos informan de las peticiones del Consejo de Europa (ECRI, 2011) a las autoridades
españolas contra la formación de “«escuelas gueto» como consecuencia de las prácticas de
adscripción sistemática de estudiantes a determinados centros públicos y de las prácticas de
«evitación» facilitadas por las escuelas concertadas” (p. 81).
En cuanto a la enseñanza postobligatoria, su importancia reside en el cambio estructural antes
expresado como “vuelco formativo”. La idea en la que encuentro el fundamento para mi
análisis no es nueva, sino que se ubica en torno a una corriente del análisis de la educación
que se ha denominado como credencialismo, de la cual Randall Collins ha sido el principal
partidario y propagador. La idea, in nuce, transcurre como sigue: en toda sociedad existe una
serie de recursos que son valiosos y escasos, por los cuales sus integrantes luchan; debido a
que la identidad individual se ve realizada en los grupos de status, se entiende que la lucha se
da entre, y no dentro de ellos; y ya que la lucha por dichos bienes se realiza principalmente a
través de instituciones, en ellas existe un sistema de selección elitista: quienes ocupan las
mejores posiciones pertenenecen al grupo dominante, y quienes ocupan las bajas son
“extranjeros”, si bien adoctrinados para respetar la cultura de los superiores (Collins, 1971,
pp. 1009-1010). Consecuente con esta noción es, finalmente, el papel de la educación en la
sociedad, pues “la principal actividad de las escuelas es la de enseñar determinadas culturas
de status”, por lo que “en la medida en que particulares grupos de status controlan la
educación, podrían utilizarla para promover el control dentro de las organizaciones de
trabajo”. (pp. 1010-1011). Por ello, podemos concluir que “los títulos educativos son
credenciales que certifican la pertenencia a determinados grupos de estatus”, siendo los
grupos dominantes los que “definen los requisitos educativos para las ocupaciones y, de este
modo, controlan y limitan el acceso a sus posiciones privilegiadas” (Requena y Bernardi,
2008, pp. 244-245). Así, si volvemos a la cuestión del “vuelco formativo”, se entenderá desde
esta perspectiva que con la generalización de la enseñanza reglada a toda la población son
ahora los títulos educativos postobligatorios los que conforman el principal mecanismo de
selección de los individuos y, por lo tanto, de replicación y mantenimiento de las
desigualdades de clase de la sociedad. La posesión de un título de enseñanza formal
postobligatoria, y ante todo, de enseñanza universitaria, se ha convertido en el nuevo filtro a
través del cual se posiciona a los individuos en el escalafón que, supuestamente, merecen.
De todo ello derivamos una conclusión. En efecto, a la afirmación de que “la enseñanza
reglada ha dejado de ser el privilegio de las minorías acomodadas” (p. 248), añado a) un
matiz: si bien la enseñanza reglada ha cesado de ser, per se, el privilegio de la clase
dominante, la forma y los principios bajo los que sigue actuando replican y reafirman dichos
privilegios: la desigualdad social y económica en su favor; y b) una continuación: la
enseñanza postobligatoria es el nuevo gran privilegio de la clase dominante, pues los títulos
que certifican su realización otorgan a quienes los detentan una ventaja en el mundo social y
laboral, y el acceso a ellos es controlado y filtrado tanto a nivel individual como estatal.
a) Selección adscriptiva: la enseñanza obligatoria.
La práctica del encauzamiento implica una selección por factores adscriptos de los individuos,
relegándolos a diferentes itinerarios educativos. Partimos de la noción previa de que esa
distinción opera fundamentalmente a través de tres determinantes: la clase social del
individuo, su origen étnico y su sexo. A efectos del presente trabajo, sin embargo, nos
centraremos solo en la clase social de los individuos, y por lo tanto daremos cuenta de la
existencia tanto del encauzamiento como otros métodos de adscripción en términos de clase.
 La reproducción social: los padres
3

Una forma de adscripción, que si bien en principio podría parecer ajena, o al menos no estar
causada por el propio sistema educativo, son los criterios de selección de centro por parte de
los padres. Para este análisis por tipo de centro, hablaremos de dos tipos de opción: la
privada, que posee la opción de colegio estrictamente privado y el concertado, y por otro lado
la pública. Como se visualiza, los padres con estudios universitarios son los únicos que eligen
en mayor proporción centros privados, haciéndolo en un 61% de los casos. También se ve una
clara replicación en términos de experiencia, pero solo entre aquellos que han asistido a
centros concertados: entre los hijos de éstos, la probabilidad de acudir a un centro privado es
del 72% contra la oferta pública. Esto daría cuenta de una mecánica que va más allá de la
selección estricta de los padres (si bien esta predomina), pues los propios abuelos de los niños
habrían hecho la misma elección con sus hijos. Entre los que acudieron a un centro
estrictamente privado, esta tendencia no es muy clara, mostrándose en un 48% de los casos a
favor de la oferta pública.
Pero lo más importante de esta tabla radica, quizá, en el último dato. Como se puede ver,
mientras mayores son las opciones que barajan los padres en cuanto al centro al que podrían
llevar a su hijo, la asistencia al sector privado es mayor. Esto da cuenta de una dinámica
crucial para comprender este fenómeno: aquellos que no tienen oportunidad de elegir (los que

3
Pérez-Díaz et al., 2001, p. 182. Datos expresados en porcentajes.
sólo han acudido a un centro, y se han decidido por ese) acuden en un 73% al sector público,
y estos comprenden, además, la mayoría de la muestra: 486 de 900 sujetos, el 54%. En el polo
opuesto, los que tienen una gran capacidad de elección (más de 5 centros) demuestran una
dinámica claramente opuesta: se decantan en un 68% de los casos al sector privado, y
representan una muy pequeña proporción muestral, 40 de 900 sujetos, o el 4,44%.

Finalmente, mediante esta tabla podemos negar que la distribución del alumnado en dos
tercios en el sector público y un tercio en el sector privado sea una simple cuestión de
preferencias. Como vemos, se ha analizado la posibilidad de que los padres lleven a su hijo a
un centro privado en relación con dos variables: la opinión sobre la educación pública
española (perspectiva general) y sobre el centro en el que estudia su hijo (perspectiva
específica). En cuanto a la perspectiva general, entre quienes tenían una opinión muy negativa
del sistema de enseñanza público (mucha necesidad de que mejore), un 38% lo llevaría a un
centro privado y un 56% no lo haría. En el plano específico, aquellos que están muy
insatisfechos con el funcionamiento del centro público en el que está matriculado su hijo
(evaluación en el 4) llevarían a sus hijos a un centro privado en el 49% de los casos, y lo
dejarían en el actual en el 44%.
De esto podemos concluir, como también lo hace Fernández Enguita (2008), que la
distribución del alumnado no es “un indicador de las preferencias de las familias, sino tan sólo
de sus preferencias dentro de las constricciones dadas, es decir, de lo que quieren los que
pueden” (p. 48). La elección del centro público no es, en una gran parte de los casos, una
cuestión de preferencias, sino de posibilidades. Aquellos padres que pueden elegir evitan de
manera sistemática los centros públicos no solo por la percepción de que la enseñanza
educativa es de menor valor, sino además sobre la base de una selección social: los “centros
burbuja” evitan que sus hijos se rodeen de “indeseables”, sean individuos inmigrantes o de
clase baja, los cuales se concentran en casi su gran totalidad en la oferta pública; “lo nuevo,
sobre todo a partir de las reformas comprehensivas […], es el recurso masivo de las clases
medias, sobre todo de las clases medias funcionales (profesionales, directivos, técnicos,
funcionarios, empleados administrativos…) a la escuela privada y concertada como
mecanismo de diferenciación social” (p. 51). Y esa necesidad de exclusividad y distinción no

4
Pérez-Díaz et al., 2001, p. 184.
es una característica privativa de la clase pudiente: entre los que no tienen elección, existe un
gran porcentaje que desearía que su hijo estuviera en un itinerario privado. Incluso entre éstos
últimos hay que tener algo muy presente: la percepción de que uno no cambiaría a su hijo de
colegio está, muy probablemente, basada en un proceso de disonancia cognitiva por el cual se
ajusta la forma de pensar a las posibilidades reales que se tienen. Lo que quiero decir, en
definitiva, es que de realmente existir una posibilidad de cambio de itinerario, muchos padres
que afirman rotunda o dubitativamente que no cambiarían a su hijo probablemente lo harían;
interpretación que es consecuente, en efecto, con la que hace dicho autor, pues las respuestas
dadas por los padres deben ser interpretadas “como una simple reserva prudente cuando no se
sabe cómo sería un centro que no existe” (p. 48).
Pero este constante énfasis en la figura de los padres y sus percepciones no debe hacernos
olvidar de las falencias del sistema educativo que las generan, pues existen una serie de
problemas “endógenos y que atañen a la enseñanza estatal (a diferencia de la privada)” que no
hacen más que demostrar “la enorme asimetría que entraña la relación entre un cuerpo
funcionarial y un público cautivo, infantil o desinformado.” (p. 51). Las opiniones de los
padres son esenciales y deberían ser, en tanto que fundadas en su experiencia o la de los
demás (a través del discurso social, que evidentemente puede ser veraz en mayor o menor
medida), una gran preocupación del sistema educativo actual. Ellos son los encargados de la
elección de centro y, mientras esto sea así, está en sus manos, en gran medida, la posibilidad
de la erradicación de las desigualdades e injusticias que genera el sistema educativo entre las
diferentes clases sociales.
 Reproducción social: el Estado
Pedagogía libertaria: una pequeña crítica desde el anarquismo
Collins (1971, p. 1011. T. P.) afirma que “los empleadores usan la educación para seleccionar
a las personas que han sido socializadas en el status de la cultura dominante”, por lo cual se
entiende que “las escuelas proveen o entrenamiento para la cultura dominante, o respeto hacia
ella”. Intentaremos replicar esta idea, pero bajo un nuevo enfoque, y distintos términos
conceptuales. Nuestra idea parte desde una percepción anarquista de la educación, la
pedagogía libertaria, que encuentra su fundamento en los sus preceptos sociopolíticos. Lo que
proponemos en el siguiente apartado es, pues, que el Estado, instituido por la clase dominante
y consecuente, por lo tanto, a los intereses de la misma, se sirve del sistema educativo como
un mecanismo para legitimar tanto la sujeción de los individuos a su amparo, como las
desigualdades económicas producto del modo de producción capitalista.
Una de las formas de reconocer el adoctrinamiento estatal de los niños es a través del
contenido programático, donde la formación en ciudadanía, o lo que es más o menos lo
mismo, la enseñanza en valores, toma particular importancia. Es difícil, sin duda, imaginar un
escenario de tal apoyo incondicional al Zeitgeist (el “espíritu de los tiempos”) democrático
como el que existe hoy en día sin tener en cuenta el bombardeo de mensajes positivos hacia el
mismo que todos los individuos recibimos en nuestro período de educación, sobre todo en las
etapas iniciales, donde la capacidad de manipulación e imposición sobre el niño se maximiza
debido a la poca capacidad crítica inherente a la niñez, período vital en el que la figura de
autoridad de los padres es replicada por los maestros, y en la vida adulta, lo será por las
funciones del Estado democrático. En este contexto se entenderá que “la finalidad de la
educación social y de la educación para la ciudadanía ha sido y sigue siendo la de socializar al
alumnado para que acepte, sin discutir, las ideologías, las instituciones y la prácticas
existentes en su sociedad y en su estado” (Escudero Rodríguez, 2011, p. 150), “fomentando
con ello las actitudes pasivas por encima de la acción política […]” (p. 150, citando a Gómez-
Chacón, 2003).
En cuanto a España, la enseñanza de la democracia desde una perspectiva mesiánica y
providencial es una constante del sistema educativo actual, y esto no es algo ajeno al interés
de la clase dominante. Consuelo Calderón España (1989) daba increíble cuenta de ello,
aunque pareciera que sin darse cuenta, ensalzando la importancia de los valores de la
democracia y su carácter monolítico como único régimen garantizador de la paz y el progreso.
Según esta autora, el rol de la escuela en cuanto a la educación en valores es construir en el
educando “actitudes positivas hacia valores positivos” (p. 22), entendiendo por ellos los que
“faciliten la convivencia y los valores democráticos” (p.21). Y de no existir este proceso de
iluminación moral en los niños, pareciera que nos vemos reducidos o a tolerar, a nuestro
pesar, unas irreconciliables diferencias, o a llevar a la práctica la máxima hobbesiana, homo
homini lupus: “a menos que haya alguna medida para evaluar las diferencias en términos de
mejor o peor y que esa medida sea universalmente aceptada, nuestra única alternativa es la
tolerancia o la guerra perpetua” (p.23). Personalmente, considero que los valores que se busca
enseñar son eminentemente positivos: la autora habla, en concreto, de sinceridad, respeto,
lealtad, responsabilidad y justicia, y la forma en que habla de ellos me parece, en la mayoría
del artículo, bastante razonable. Sin embargo, la forma en que son transmitidos les quita todo
resquicio de bondad, y les otorga un carácter adormecedor, preparando el futuro sometimiento
al Estado de derecho y otras instituciones. Puede verse a través de matices y de ciertas formas
de entender estos valores que lo que se busca no es tanto la formación del “propio y querido
libre-sistema de valores” (p. 29), sino la sumisión a un sistema ético liberal, con la
democracia como eje legitimador del discurso. En cuanto a la enseñanza de la sinceridad, “lo
primero que hay que enseñarles es a ver la realidad objetivamente”, entendiendo por realidad
objetiva una meritocracia que, como vamos comprobando, poco de objetivo tiene: “hay una
finalidad en sus vidas, que solo puede ser alcanzada con el esfuerzo personal basándose en las
cualidades y capacidades propias” (p. 24). En cuanto a la lealtad, el niño la aprende cuando se
esfuerza en cooperar con los otros, pero debido a su falta de comprensión, se basa en “hacer
todo lo que pueda para cumplir con lo que sus padres o profesores le dicen que es bueno y
evitar lo malo” (p. 26); por lo tanto, el niño entenderá que actúa correctamente en cuanto haya
alguna autoridad que se lo reafirme constantemente. En la enseñanza de la justicia, algunas
cuestiones destacables son “respetar la propiedad ajena” (el énfasis por el respeto de la
propiedad puede visualizarse a lo largo de todo el artículo, si bien en algunos casos muy
matizado) y “cumplir las órdenes expresas de sus maestros y padres” (pp. 27 -28); en la
adolescencia, “conviene enseñar a los chicos lo que es la ley, pero no solo la ley civil, sino
también la ley natural” (p. 29).
¿Realmente es esta una enseñanza en la libertad? En tanto que la libertad es entendida como
esclavitud, sí, afirmo que lo es. No existe la “enseñanza en valores”: por su propia naturaleza,
su carácter primordialmente subjetivo, un valor solo puede ser impuesto. El profesor, a través
de la ardua actividad de inducir al niño el bien, la ciudadanía y los valores democráticos, le
está inculcando de manera violenta la ética liberal dominante. Y cuando dicho niño intenta
actuar fuera del marco normativo que se le impone, inmediatamente se encuentra sujeto al
castigo, a la sanción, a la reprobación del maestro, de los padres, del resto de sus pares. El
acto punitivo se traslada ahora del mundo material al ideal: no golpeamos más el cuerpo de
los niños, pero asediamos su mente para engendrar un ciudadano obediente y consecuente a
los intereses del Estado y del sistema hegemónico. Contra esto, sólo una “educación
antiautoritaria [que] pone al niño en el centro de la relación educativa, es decir, [que] tiene un
carácter paidocéntrico” (Cuevas Noa, 2003, p. 183) puede significar la verdadera manumisión
de los individuos. Esa es la verdadera libertad: la educación de individuos, no de siervos.
B) El itinerario postobligatorio: el mundo profesional y el cierre social.
Más allá de las constataciones, para muchos superfluas, y para un funcionalista evidentemente
lógicas, de que aquellos con títulos universitarios están más protegidos ante el desempleo y
ocupan las mejores posiciones laborales, sea en términos de prestigio, estabilidad, nivel de
ingresos, protección, etc (para ambos, veáse Universidad de la Laguna, pp. 87-92), existen
dinámicas de replicación de la clase que responden a mecanismos de encauzamiento y de
selección adscriptiva de los individuos que requieren un análisis más profundo.
Para evidenciarlas, resulta particularmente útil hacer una comparación entre el perfil de los
estudiantes que cursan títulos universitarios y los que realizan Formaciones Profesionales
(FP), bajo la idea de que la FP es el itinerario postobligatorio alternativo para todos aquellos
que no “califican” para realizar los primeros.

5
Universidad de la Laguna, 2009, p. 95.
Como habíamos asentado previamente, una de las mejores formas de dar cuenta del rol de la
clase social en el logro educativo es a través del nivel educativo de los padres. Como
visualizamos en el cuadro, cuando al menos uno de los padres posee estudios universitarios, la
proporción de sus hijos que cursan dichos estudios es del 40,1%, la de los que realizan un FP
superior es del 20,7%, y la del FP medio es aún más baja, 14,8%. El FP, tanto medio como
superior, es el resultado más común en aquellos cuyos padres tienen ambos estudios
primarios: 55,5% y 42,8% respectivamente. Los hijos de padres con estudios primarios, sea
uno o ambos, realizan estudios universitarios en un 32,1%, lo cual no lleva a afirmar que haya
movilidad social: el 89,6% de los que solo poseen estudios primarios son hijos de padres en la
misma situación. El artículo de Cabrera Rodríguez (2007), quien ha colaborado en el trabajo
de donde se ha tomado el cuadro precedente, reconfirma estas conclusiones con diferentes
estadísticas, y arroja una luz sobre una dinámica, también esencial, que se relaciona con la
distinta significación y valoración que tienen determinadas carreras: “las titulaciones de ciclo
corto son más frecuentadas por los estudiantes cuyos padres tienen menores niveles de
estudios y al contrario, siendo esta circunstancia mucho más visible en titulaciones de menor
prestigio como pedagogía y trabajo social y menos en medicina y farmacia” (p. 14).
Hacer un análisis diacrónico resulta, a la vez, muy provechoso, ya que una de las premisas del
funcionalismo es que la asociación entre clase de origen y clase de destino iría desvaneciendo
a lo largo del tiempo gracias al logro educativo de los individuos.

Entendiéndose que “la universidad forma para ocupaciones más prestigiosas, como médico o
ingeniero, mientras que la FP prepara para ocupaciones sin tanto prestigio, como auxiliar de
clínica o tornero” (Martínez García y Merino, 2011, p. 17), resulta sorprendente que las clases

6
Martínez Garcia & Merino, 2011, p. 26. El esquema de clases seguido es el propuesto por Goldthorpe. I y II
son la clase de servicios e incluyen trabajadores profesionales, administrativos y gerenciales. III es la rutinaria
no-manual. IV es la pequeña burguesía, donde IVa son pequeños propietarios con empleados y IVb pequeños
propietarios sin empleados. V es la de técnicos y supervisores. VI son los trabajadores manuales cualificados.
VII los trabajadores manuales no cualificados, donde VIIa son aquellos que no pertenecen a la agricultura, y
VIIb los que sí pertenecen a ella. Para más información, veáse el trabajo citado (pp. 21-23) o Breen, R. (2005).
Foundations of a neo-Weberian class analysis. En Wright, O. E. (Ed.) (2005). Approaches to class analysis (pp.
31-51). New York: Cambridge University Press.
más bajas, es decir, la obrera y la agraria, representen de 2008 en adelante un porcentaje
menor que el que representaban en la época de la transición, alrededor de 1976. Si esta tabla
se mirara de manera aislada, podría afirmarse que la premisa funcionalista se cumple: los
individuos de clase baja se están formando en menor medida para carreras sin prestigio, y las
clases intermedias lo están haciendo cada vez en mayor medida, sin interrupciones, a la vez
que la clase alta (servicios) lo hace en mayor medida que durante la transición.
Esta idea está muy lejos de ser certera. Tenemos que tener en cuesta dos procesos
fundamentales que, en España, configuran y determinan en gran parte el acceso a la FP: por
un lado, el cambio en la estructura de clase, determinado por los cambios del mercado laboral,
y por otro cómo condicionan las legislaciones educativas el acceso formal y el abandono de
estas formaciones. En cuanto a la primera, Garrido Medina y González (2008) nos afirman
que “el proceso de desagrarización ha sido muy rápido e intenso durante los últimos treinta
años”, y mientras que “a mediados de los setenta, la agricultura representaba uno de cada
cinco empleos”, “en la actualidad [los autores escribieron este capítulo en 2008] no representa
más que uno de cada veinte”. Ahondando más, también resulta interesante notar que “el peso
relativo del sector agrario siguió siendo importante hasta 1985, momento a partir del cual se
inicia un verdadero desplome del sector” (p. 100). Y si observamos en nuestro cuadro la
dinámica de la evolución de la clase agraria, podemos notar que la reducción porcentual más
importante se da en la cohorte 1961-66 y la de 1967-70, es decir, entre los años 1980 y 1990.
Sin embargo, esto no da una explicación de la evolución del sector obrero. De hecho, podría
entenderse como contradictoria a ella, pues en España “la industria y los servicios crecen a
expensas de la agricultura hasta que la primera se estabiliza y cede todo el protagonismo de la
expansión a los servicios” (p. 94). La tendencia a la baja de este sector comienza con las
cohortes de 1976-79, o sea, alrededor de 1995, año en el que se produce la segunda bajada
más brusca. Parte de la causalidad viene atribuida por la implantación de la LOGSE (1990-
2006), pues como indican Martínez García y Merino (2011), quienes no obtenían el título de
graduado en Educación Secundaria Obligatoria no podían acceder ni al título de Bachillerato,
ni a los Ciclos Formativos de Grado Medio, lo cual lleva lógicamente a que los individuos de
la clase obrera, que son los que obtienen las peores cualificaciones y el más elevado grado de
fracaso escolar, queden completamente fuera del sistema educativo. Por ello, citando a
Dronkers (2008), concluyen que “el mayor peso de la educación generalista a costa de la
formación profesional puede frenar el desarrollo educativo de los jóvenes de clase obrera” (p.
18). La siguiente cohorte se mantendrá estable, y a partir de las de 1985-88, es decir,
alrededor del 2005, se visualizan dos caídas bruscas de cuatro puntos porcentuales. La clave
de la comprensión de esta caída podría estar en las reformas del PP en cuanto al mercado
laboral y en la implantación de la LOE (año 2006) por parte del gobierno socialista.
7

Nuevamente puede observarse la importancia de la LOGSE sobre las oportunidades de


Formación Profesional y, ante todo, la restricción que significó para la clase obrera: es la que
experimentó la bajada porcentual más alta de todas, 7 puntos, durante todo el período en que
dicha legislación estuvo en vigor (cohortes 1971-1985, es decir, desde 1991 a 2005).
Más allá de estas dinámicas, sin embargo, hay algo que no cambia, y eso es la desigualdad de
oportunidades educativas. La clase alta (entendida aquí como clase de servicio) tiene una
probabilidad mucho más baja en toda la historia del sistema educativo español de cursar una
FP que el resto de las clases, sean intermedias o bajas. Por ende, la distinción clasista en el
itinerario postobligatorio funcionaría primordialmente como una replicación de la clase
dominante en detrimento de todas las demás: ésta es la que siempre accede en mayor medida
a los estudios universitarios, y la que menos probabilidades tiene de cursar una FP. La clase
obrera, en el polo opuesto, es la que más probabilidades tiene de cursarla (siendo también esto
una constante) si bien se observa una tendencia a la igualación en el resto de las clases,
siempre que se excluya a la de servicios.
IV. Conclusiones: replicación como opresión
Hemos comprobado que el sistema educativo a) replica y reafirma los privilegios de la clase
dominante en la enseñanza reglada. En primer lugar, los problemas internos de la educación
pública llevan a una evasión sistemática de la misma por parte de las clases altas, que son las
que pueden barajar la oportunidad del itinerario concertado o privado, fomentándose la
formación de “escuelas gueto”; y en segundo, el Estado, a través de la enseñanza en valores y
en su énfasis en la democracia, le impone a los futuros adultos una ética de sumisión, con lo
cual acaba creando individuos mansos, consecuentes y respetuosos con los intereses de la
clase que los oprime. Por otra parte, cuestión que no ha sido analizada, sabemos que el
fracaso escolar se ceba particularmente con la clase obrera y agraria (y no lo hace, como

7
Martínez García y Merino, 2011, p. 27.
preveían los funcionalistas, con una constante tendencia a la baja, si bien desde 1981 los
valores se han reducido considerablemente: para el 2007, última fecha analizada, son del
24,4% y 31,4%, respectivamente), pasando casi desapercibido entre las clases altas (para
2007, un 5,8%) (Martínez García, 2007). Y la importancia de este dato no es menor, pues el
fracaso escolar, o el menor nivel educativo en líneas generales, se encuentran en la base de la
aceptación por parte de los menos aventajados de un sistema de estratificación social que los
perjudica abiertamente. Kerbo (2003, p. 199) nos recuerda los avances de George Herbert
Mead (1935) en el conocimiento del desarrollo de la autoevaluación de los individuos, o lo
que en psicología social se suele denominar el self: “colección organizada de sentimientos y
creencias sobre uno mismo” (Baron y Byrne, 1998, p. 179): la serie de expectativas y
reacciones de los demás constituyen lo que se denomina “el otro generalizado”, y los
individuos formamos el self a través de la interacción con él. Debido a esto, si tenemos en
cuenta que “a los niños de la clase trabajadora, por ejemplo, se les enseña a respetar la
autoridad per se”, o que “el modo en que el grupo de compañeros y los maestros reaccionan
ante los niños, su encauzamiento y otras experiencias semejantes contribuyen a fomentar el
proceso de autoevaluación en los niños” (Kerbo, 2003, p. 199), es de esperar que los
individuos de clase baja se crean menos merecedores de las recompensas sociales y laborales:
su autoevaluación es más negativa, y eso proporciona la estabilidad necesaria al sistema de
estratificación social imperante. Por esta última cuestión es que la pedagogía libertaria ha
insistido tanto en “educar para el compromiso moral y político de transformación de la
sociedad” (Cuevas Noa, 2003, p. 95), en tanto que se entiende que “la libertad […] es un acto
volitivo, una conquista social” (p. 96). Estas ideas son consecuentes con la visión materialista
y colectivista de la libertad, la cual es fundamento de la anarquía: en palabras de Bakunin, “yo
mismo soy humano y libre solo en la medida en que reconozco la libertad y humanidad de
toda la gente que me rodea”. (Maximoff, 1964, p. 266. T. P.).
Finalmente, he dado cuenta de que este sistema b) ejerce un mecanismo de control y filtro en
la enseñanza postobligatoria, replicando las diferencias de clase en el sistema económico. Se
ha hecho un análisis de dicho período formativo, llegándose a la constatación de que actúa
como un sistema de segregación: la clase dominante estudia con mucha mayor frecuencia
estudios universitarios y es raramente delegada a otros itinerarios de menor prestigio y
valoración social, a los cuales las clases bajas asisten de manera extremadamente más elevada
(acceso que, por otra parte, se vio dificultado por la implantación de la LOGSE) siendo éste
un proceso, en la mayoría de los casos, ajeno al logro educativo y el esfuerzo de los
individuos. También se ha explicitado el hecho de que los individuos de clases bajas,
entendida esta posición a través de los estudios de sus padres, son una mayoría abrumadora
entre el porcentaje de la población que solo posee estudios primarios: concretamente, el
89,6% (véase la tabla de contingencia, p. 11). Se sabe, por otra parte, que el porcentaje de
individuos con Bachillerato por clase social ha sido históricamente, y sigue siéndolo, el más
bajo entre la clase obrera y agraria (tendencia más clara entre los hombres: a razón del 2004,
era del 33% y 26% respectivamente; entre mujeres, solo la clase obrera se mantiene
claramente diferenciada, con un 45%) mientras que la clase alta (o de servicio) se ha
mantenido estabilizada en unos niveles de proporción muy altos y claramente separados de
los del resto de la estructura social (para el 2004: 82% en mujeres, 69% en hombres)
(Martínez García, 2006). Y sumadas a estas cuestiones, referentes al sistema educativo,
sabemos además que la clase dominante tiene las mejores medias salariales y los trabajos más
estables y prestigiosos. La consecuencia lógica es, pues, que al limitar el acceso a la
formación y obtención de títulos, están ejerciendo un mecanismo de cierre social,
manteniendo monopolizadas las mejores posiciones en la estructura ocupacional. En este
sentido, lo que he afirmado previamente en referencia al Estado podría extrapolarse en la
crítica al sistema capitalista; desde la perspectiva marxista, se ha sugerido que “grandes
aspectos de la estructura educativa pueden ser entendidos en términos de las necesidades
sistémicas de producir ejércitos de reserva de trabajo cualificado, legitimar la perspectiva
tecnocrática-meritocrática [o funcionalista, como me he referido a ella], reforzar la
fragmentación de los grupos de trabajadores en grupos de status estratificados, y acostumbrar
a la juventud a las relaciones sociales de dominación y subordinación del sistema económico”
(Bowles y Gintis, 2011, p. 56. T. P.).

Hemos comenzado con el


esquema de Goldthorpe, y
veo consecuente acabar el
presente artículo con él 8.
Esta vez, se introducen
dos flechas en el gráfico
antes presentado. La
flecha A denota la lógica
meritocrática, la cual
hemos refutado: “mientras
más alto sea el nivel
educativo, menor es la
asociación entre los
orígenes y destinos de
clase”; mientras que la
flecha B muestra la alternativa preferida por dicho autor: “mientras más alta -más aventajada-
sea la clase de origen, menor es la asociación entre educación y clase de destino” . La
explicación de esta otra tendencia, que es a la que nos hemos atenido a lo largo de este
trabajo, si bien desde una perspectiva claramente distinta, se encuentra en que “los niños de
orígenes más privilegiados, aún si sus logros educativos son solamente modestos,
probablemente tengan otros recursos disponibles que puedan ayudarlos a mantener sus
posiciones de clase” (2003, p. 238. T. P.).

8
Figura tomada de Goldthorpe, 2003, p. 238.
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