de hierro. El viaje de la escritura se parece al viaje del corredor: los primeros minutos aburren, las primeras horas deprimen, los primeros días agotan. Si continúo es porque sé lo que hay del otro lado. Cuando escribo durante suficiente tiempo e invierto en ello la suficiente energía, hallo lo único que importa: claridad.
2.- Necesito supersticiones palpables
alrededor del lugar en donde escribo: bañarme al final de cada cuartilla, usar una gorra de los Saraperos o una sudadera del Ampelmann (aunque muera de calor), tener sobre el escritorio una foto de Valentina Nappi o un monito de Lego, cambiar de teclado o de contacto físico: por ejemplo, escribir a mano. Si me bloqueo, cambio de superstición. Cada superstición viene alineada con un universo propio, es una puerta a una parcela distinta de la imaginación.
3.- Prefiero sentarme a escribir
físicamente relajado y con al menos tres o cuatro horas por delante para juguetear. Sin embargo, de vez en cuando procuro llevarme a mí mismo hasta la última frontera del deadline y concluyo un texto mientras reboto por carretera en el asiento trasero de una van o en medio de la turbulencia de un avión. Escribir aprisa, con ruido y en movimiento, implica otra forma de yoga (de yugo). También es posible, y hasta saludable, escribir estando enfermo. Sólo no recomiendo hacerlo en tanto se padece dolor intestinal: va contra la prosodia.
4.- Cuando no puedo escribir, escribo:
copio títulos o frases de cómics que leí de niño (cacique blanco, New York Central Park Police Investigation, el oeste me da risa) o letras de canciones, transcribo conversaciones informales que me sé de memoria, publico tuits, catalogo frases para imprimir en camisetas o nombres para bandas de rock imaginarias, confecciono decálogos acerca de lo que hago mientras escribo... Ningún escritor está nunca tan bloqueado como para dejar de sentir el lenguaje.
5.- Intento encontrar el punto de vista lo
más pronto posible. No me refiero nada más a la persona narrativa (yo, tú, él), ni siquiera al personaje narrativo. Si yo soy el personaje de la voz (por ejemplo), yo tengo muchos puntos de vista: niño, acumulador, profe, pueblerino, gordo, ojete, mamón, tímido, psicoanalista, paciente, Hulk ancianito, sable de luz. Cada texto es su propio punto de vista, de modo que, si no encuentro éste, el texto no existe. El verdadero punto de vista de un texto es su tono.
6.- Sé –mientras escribo- que el
entusiasmo y el vocabulario entusiasta no se hablan entre sí: son peores enemigos. Lo peor que podría hacer para escribir vitalmente sería utilizar palabras vitales. Vital es el ronroneo de un cuchillo japonés mientras resbala peinando tu cráneo, no la palabra “vital”. La única forma de encontrar el entusiasmo es corregir. Una y otra vez. De preferencia en voz alta. De preferencia, hasta que no puedo leer lo que escribí porque (como sucede a veces con las drogas duras) pensar en ello me produce náuseas.
7.- Quiero ser un escritor honesto, por
eso casi nunca digo la verdad. La verdad es consciente, en cambio la mentira te traiciona: cuando menos lo notas, pone en juego las zonas oscuras de tu mente. 8.- Procuro distinguir las cosas que me gustan en el mundo de las cosas que me gustan en los libros, y –sobre todo- procuro distinguir las cosas sobre las que me gusta leer de las cosas sobre las que me gusta escribir: la diferencia entre unas y otras es abismal. Me excita la dulzura de las personas, me aburre leer textos empalagosos. Me fascinan los monstruos de Lovecraft, pero escribir acerca de ellos me daría una pereza infinita.
9.- Soy lo bastante cursi como entrar a mi
oficio descalzo, con la frente contra el piso y de rodillas. Siempre: incluso cuando estoy haciendo prosa mercenaria o cagándome de la risa. Yo sé que la literatura no es dios (nada es dios) pero sí es la única pulsión de lo sagrado que conozco. (Bueno, no: también el futbol.)
10.- En cualquier circunstancia –cuando
entro a redes sociales, veo pelis en Netflix, escucho música, le mando un inbox a una chava que me gusta–, mi laptop se llama “mi laptop”. Mientras escribo, no: se llama “la máquina”. Siempre me siento a escribir enfrente de la máquina. En parte porque empecé a los 17 con una Olivetti Lettera portátil color beige. Pero en parte (o: sobre todo) porque mientras escribo conduzco un bulldozer. Un tanque de guerra.