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10 cosas que sé mientras escribo: Julián Herbert

1.- Odio empezar: es como respirar barras


de hierro. El viaje de la escritura se
parece al viaje del corredor: los primeros
minutos aburren, las primeras horas
deprimen, los primeros días agotan. Si
continúo es porque sé lo que hay del otro
lado. Cuando escribo durante suficiente
tiempo e invierto en ello la suficiente
energía, hallo lo único que importa:
claridad.

2.- Necesito supersticiones palpables


alrededor del lugar en donde escribo:
bañarme al final de cada cuartilla, usar
una gorra de los Saraperos o una sudadera
del Ampelmann (aunque muera de calor),
tener sobre el escritorio una foto de
Valentina Nappi o un monito de Lego,
cambiar de teclado o de contacto físico:
por ejemplo, escribir a mano. Si me
bloqueo, cambio de superstición. Cada
superstición viene alineada con un
universo propio, es una puerta a una
parcela distinta de la imaginación.

3.- Prefiero sentarme a escribir


físicamente relajado y con al menos tres
o cuatro horas por delante para juguetear.
Sin embargo, de vez en cuando procuro
llevarme a mí mismo hasta la última
frontera del deadline y concluyo un texto
mientras reboto por carretera en el
asiento trasero de una van o en medio de
la turbulencia de un avión. Escribir
aprisa, con ruido y en movimiento, implica
otra forma de yoga (de yugo). También es
posible, y hasta saludable, escribir
estando enfermo. Sólo no recomiendo
hacerlo en tanto se padece dolor
intestinal: va contra la prosodia.

4.- Cuando no puedo escribir, escribo:


copio títulos o frases de cómics que leí
de niño (cacique blanco, New York Central
Park Police Investigation, el oeste me da
risa) o letras de canciones, transcribo
conversaciones informales que me sé de
memoria, publico tuits, catalogo frases
para imprimir en camisetas o nombres para
bandas de rock imaginarias, confecciono
decálogos acerca de lo que hago mientras
escribo... Ningún escritor está nunca tan
bloqueado como para dejar de sentir el
lenguaje.

5.- Intento encontrar el punto de vista lo


más pronto posible. No me refiero nada más
a la persona narrativa (yo, tú, él), ni
siquiera al personaje narrativo. Si yo soy
el personaje de la voz (por ejemplo), yo
tengo muchos puntos de vista: niño,
acumulador, profe, pueblerino, gordo,
ojete, mamón, tímido, psicoanalista,
paciente, Hulk ancianito, sable de luz.
Cada texto es su propio punto de vista, de
modo que, si no encuentro éste, el texto
no existe. El verdadero punto de vista de
un texto es su tono.

6.- Sé –mientras escribo- que el


entusiasmo y el vocabulario entusiasta no
se hablan entre sí: son peores enemigos.
Lo peor que podría hacer para escribir
vitalmente sería utilizar palabras
vitales. Vital es el ronroneo de un
cuchillo japonés mientras resbala
peinando tu cráneo, no la palabra “vital”.
La única forma de encontrar el entusiasmo
es corregir. Una y otra vez. De
preferencia en voz alta. De preferencia,
hasta que no puedo leer lo que escribí
porque (como sucede a veces con las drogas
duras) pensar en ello me produce náuseas.

7.- Quiero ser un escritor honesto, por


eso casi nunca digo la verdad. La verdad
es consciente, en cambio la mentira te
traiciona: cuando menos lo notas, pone en
juego las zonas oscuras de tu mente.
8.- Procuro distinguir las cosas que me
gustan en el mundo de las cosas que me
gustan en los libros, y –sobre todo-
procuro distinguir las cosas sobre las que
me gusta leer de las cosas sobre las que
me gusta escribir: la diferencia entre
unas y otras es abismal. Me excita la
dulzura de las personas, me aburre leer
textos empalagosos. Me fascinan los
monstruos de Lovecraft, pero escribir
acerca de ellos me daría una pereza
infinita.

9.- Soy lo bastante cursi como entrar a mi


oficio descalzo, con la frente contra el
piso y de rodillas. Siempre: incluso
cuando estoy haciendo prosa mercenaria o
cagándome de la risa. Yo sé que la
literatura no es dios (nada es dios) pero
sí es la única pulsión de lo sagrado que
conozco. (Bueno, no: también el futbol.)

10.- En cualquier circunstancia –cuando


entro a redes sociales, veo pelis en
Netflix, escucho música, le mando un inbox
a una chava que me gusta–, mi laptop se
llama “mi laptop”. Mientras escribo, no:
se llama “la máquina”. Siempre me siento
a escribir enfrente de la máquina. En
parte porque empecé a los 17 con una
Olivetti Lettera portátil color beige.
Pero en parte (o: sobre todo) porque
mientras escribo conduzco un bulldozer. Un
tanque de guerra.

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