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EL AMOR CONYUGAL EN LA “GAUDI UM ET SP ES ”

Todos creemos saber lo que es el amor, pero encontramos dificultades para decir lo

que es y, mucho más si hemos de hacerlo con pocas palabras. Si esto resulta de por sí

difícil, imaginemos como se complica la cuestión si de lo que pretendemos hablar es

del “amor conyugal”. Sin querer sentar cátedra en esta cuestión y desde lo que nos

dice la “Gaudium et Spes”, vamos a intentar una aproximación a lo que se debe

entender por “amor conyugal” desde una perspectiva creyente.

“El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don

especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y

lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado

por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su

misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho

la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece

rápida y lamentablemente”. (GS 49)

El amor en la pareja, esto es, entre un hombre y una mujer, no se da de

entrada, pleno y maduro. Surge de improviso, pero para llegar a la madurez,

debe superar la prueba del tiempo, despojándose de muchos egoísmos y

superando sin trauma las pruebas, crisis y contrariedades que seguro surgirán

en la convivencia diaria.

Esa primera etapa del amor en pareja, suele llamarse “enamoramiento” y en

ella se da el amor como sentimiento. Es este un periodo en el que, por encima

de todo, predomina la pasión y se suele prolongar hasta los primeros años de la

vida conyugal. En los enamorados sobresalen dos sensaciones: el sentirse

encantado por otro ser, lo que nos produce una ilusión íntegra, y el sentirse

absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona.


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Naturalmente la actitud, a veces embelesada de esta etapa, no puede

mantenerse en el tiempo por mucho que se desee, pues hay que considerar

que, a veces, se ama no tanto a la persona cuanto a la propia pasión amorosa y

que en muchas ocasiones, lo que se desea y se busca ardientemente es el

propio arrebato amoroso. Para superar con éxito esta etapa y fortalecer ese

amor que ha nacido convertido en pasión, es necesario pasar de la ilusión a la

realidad.

“Este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del

matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y

castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera

verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se

enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado

por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es

indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad,

y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio”. (GS 49)

El matrimonio, por su exigencia de compromiso total y perenne, se nos

plantea entonces como la prueba eficaz de ese amor, y como toda prueba,

implica esfuerzo y sacrificio. Para dos seres que verdaderamente aspiran a la

unidad, lo esencial no es solo gozar, sino, además, compartir. Pero compartirlo

todo, alegrías y sufrimientos. Los sufrimientos comunes crean vínculos más

profundos que los que otorgan las alegrías. Sin esta comunidad de

sentimientos, difícil será superar esa primera fase del amor, y acometer la

definitiva del “amor conyugal”.

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Esa necesidad de superar el enamoramiento nos surge con el planteamiento

de una firme promesa de continuidad que nos habremos de hacer, primero en

nuestro interior y que deberemos de recibir en reciprocidad de nuestra pareja

para habilitar el tránsito a un futuro “amor conyugal” que nos debe de conducir,

sin reparo ni temor, a su consolidación a través del matrimonio.

Cuando así convencidos, decidimos formalizar nuestra unión mediante el

sacramento del matrimonio, hemos de ser conscientes de la gracia que

recibimos y que no es otra que el amor de Dios. El reflejo divino de ese amor es

el que debe de iluminar en el futuro la vida familiar, no dudando en recabar

siempre y en todo momento su ayuda y consejo.

“Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima

comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los

cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del

acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace,

aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo

sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la

sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor

del matrimonio” (GS 48)

Mirándose en el amor de Dios es como se puede tratar de conducir la vida

conyugal y familiar. Esta es la mejor receta que se puede ofrecer para el buen

fin del matrimonio, no hay más fórmula para mantener el “amor conyugal” que

el esfuerzo y la voluntad para superar las dificultades que seguro van a surgir

en el devenir cotidiano del matrimonio. Aun así, no está de más una reflexión

sobre todo lo que pueda ayudar en la convivencia matrimonial.


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Algo fundamental ha de ser tener muy claro el significado del compromiso

matrimonial y sus exigencias. Hay quien piensa que el enamoramiento y la

pasión del principio de una relación deben mantenerse siempre y que, en caso

contrario, si estos sentimientos desapareciesen, significaría que el matrimonio

está acabado y que, en tal caso, ya no tiene sentido seguir juntos y, por tanto,

lo mejor sería romper el matrimonio.

Pensar así no ayuda al matrimonio, porque basar el amor conyugal

exclusivamente en los sentimientos es no avanzar en la relación y vivir un amor

frágil e intranscendente, que nunca llegará a conocer la gran dimensión y

profundidad del amor sólido y duradero que se consigue con esfuerzo y

voluntad.

“El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don

especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y

lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado

por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su

misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho

la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece

rápida y lamentablemente”. (GS 49)

Así pues, el matrimonio no se debe degradar dejándolo solamente a merced

de los sentimientos. Éstos varían continuamente, dependiendo de muchos

factores: cansancio, estrés, estados de ánimo... El matrimonio se basa en el

amor, amor verdadero y entregado, aquél que exige renuncia y esfuerzo, que lo

da todo por el otro y que no busca la propia felicidad si no la del otro. Cuando

una pareja contrae matrimonio libre y responsablemente, y más si lo hace con

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la gracia del sacramento, se compromete a cuidar el amor y a mantenerlo en el

tiempo, haciendo de su matrimonio una unión firme y madura.

Para que el matrimonio sea duradero, previamente se ha debido reflexionar

sobre el significado de esa unión y los compromisos que eso conlleva. Hay que

reflexionar sobre uno mismo y sobre el cónyuge para tener un conocimiento

profundo de él y de la pareja en sí, saber qué les une y si es posible realizar

con esa pareja un proyecto de vida en común o si, por el contrario, existen

diferencias o características que desde el principio nos harían vislumbrar un

fracaso matrimonial.

Lo mejor que se pueden ofrecer los cónyuges es el esfuerzo por superarse

continuamente, tratando de vencer los propios defectos e intentar mejorar en

todos los ámbitos de la vida: familiar, profesional, intelectual, social...

La pareja debe ayudarse a crecer como personas, a superarse y a

perfeccionarse en todo aquello que sea posible. Para ello, deben contar siempre

con el apoyo mutuo y el buen consejo del otro, tratando de entender qué es lo

que le preocupa o desea para poder ayudarle.

Los esposos, han de ser conscientes de las limitaciones y posibilidades de del

otro, aceptar aquellos defectos que no puede superar y no esperar por encima

de sus posibilidades. El matrimonio es un proyecto de dos que se nutre de las

aportaciones de uno y otro. Ambos deben ser personas que evolucionen

positivamente, aportando siempre lo mejor de ellos mismos y estableciendo

objetivos y un plan de vida común que le permitan alcanzar un mayor grado de

compenetración.

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Y es así, con estos principios y fundamentos, cuando de ese amor conyugal

consagrado en el matrimonio, origina una familia que se complementa con la

posible venida de los hijos.

“Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están

ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las

que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer,

que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la

unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen

mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más

plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo

que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble

unidad”. (GS 48)

Podríamos seguir abundando sobre el amor conyugal, y seguro que surgirían

muchas más ideas y reflexiones sobre el tema, pero, en definitiva, hay algo que

es importante resaltar, el “amor conyugal” no se compone de la suma de una

serie de ingredientes, el verdadero “amor conyugal” es un todo que no se

puede limitar a la enumeración de aquellos aspectos que lo caracterizan. No es

una suma, es una “unidad”. La unidad es simple y lo simple carece de partes. El

“amor conyugal” es uno y no se puede descomponer en partes. El “amor

conyugal”, en definitiva, es lo que une a la pareja en el matrimonio,

Sacramento de Cristo, “quien permanece con ellos para que los esposos, con

su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la

Iglesia y se entregó por ella”. (GS 48)

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