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Sobre el bloqueo del escritor, de Victoria

Nelson
Publicado el 7 de septiembre de 2015 por Martín Cristal

Por Martín Cristal

Destrabalenguas para escritores

En el cine ya vimos cómo Barton Fink esperaba en


habitaciones oscuras en las que el empapelado se despegaba mientras ninguna frase llegaba a su
máquina de escribir. Vimos a Nicolas Cage luchar contra un libro que no conseguía adaptar al
cine (El ladrón de orquídeas). Vimos a Woody Allen enredarse en la vida de un escritor
bloqueado cuyo nombre era, irónicamente, Harry Block. Y por supuesto, vimos a Jack
“Torrance” Nicholson literalmente enloquecer frente a su máquina de escribir en el desolado
hotel de El resplandor.

El escritor bloqueado, como personaje, es frecuente en el cine porque presenta un conflicto


relativamente sencillo de exponer en imágenes —en su exterioridad—, conflicto que a la vez
los espectadores asumen interior sin necesidad de mayores explicaciones. Ellos sólo precisan
saber que hay una intención (escribir), que esa intención es frustrada por algún motivo personal
y que eso saca al personaje de su zona de confort para ponerlos en marcha a él y a la película.
Si tiene suerte, al final de su peripecia el protagonista destrabará su lengua escrita y terminará
el texto que se proponía, o creará otros nuevos.
Ahora bien, si es uno mismo el que escribe y sufre un bloqueo, ¿a quién recurrir antes de
terminar persiguiendo a toda la familia con un hacha? Una buena fuente puede ser el
tratado Sobre el bloqueo del escritor, de la escritora californiana Victoria Nelson.

Aparecido originalmente en 1985, y con versión definitiva de 1993, el libro cita a una multitud
de escritores —casi siempre en referencia a sus procesos creativos— e incorpora elementos de
la psicología para definir al bloqueo como un veto del yo inconsciente al “programa exigido por
el ego consciente”. Es por esto que el escritor, al reclamarse con insistencia por no escribir,
termina atacándose en andanadas crecientes de odio autoinfligido.

Si la llave reside en el inconsciente, dice Nelson, de nada servirá abrirnos paso por la fuerza.
Una salida natural puede ser la de devolver la escritura a los reinos del juego y del placer,
bajando los niveles iniciales de exigencia. En efecto, las ambiciones excesivas pueden ser una
de las fuentes del bloqueo, pero Nelson tipifica muchas otras: el arrancar “en frío” a escribir
una obra que se prevé extensa o difícil (como un corredor que quisiera largarse a correr una
maratón sin haber entrenado antes en distancias más breves); o pervertir la disciplina de escribir
regularmente hasta convertirla en una obligación inflexible, una fuente extra de frustración; o
no reconocer que la procrastinación, más que una falla de la voluntad, puede ser una protesta
exasperada del inconsciente; o trastocar un perfeccionismo saludable en una obsesión malsana.

Relacionarse mal con la idea de “éxito” también motiva frustraciones y bloqueos. Pueden ser
por no haber establecido una definición de qué significa el éxito para uno; o por temerle antes
de conseguirlo; o por tener miedo de no poder sostenerlo una vez conseguido; o, sencillamente,
por no sentirse capaz de obtenerlo nunca. Para cualquiera de estos casos, Nelson se
pregunta: “¿Es el éxito en el arte más importante que haberlo practicado tan bien como nos
haya sido posible? […] “¿Lo es más que el éxito en la vida misma?”.

La autora también considera otros casos particulares: el bloqueo de los escritores novatos o
“potenciales” que, ante las “posibilidades ilimitadas” de la literatura, no salen nunca de su
“nido de sueños” para encarar una obra que, al publicarse, podría confrontarlos con la medida
real de su propio talento; el de los precoces que un buen día se frenan; el de los tesistas y
estudiantes que no consiguen pasar del estadio “acopio de notas” al de seleccionarlas para
convertirlas en un libro; el de quienes encajan su talento o sus aptitudes en un molde
inadecuado, a veces por error propio, a veces por imposición de la sociedad en sí…

En su exhaustividad, el libro alcanza la dimensión de un tratado. No sólo se tipifican todas las


variantes resumidas aquí, sino que, entreveradas con esas fundamentadas descripciones,
también se ofrecen algunas soluciones. Por ejemplo: reconocer nuestro ritmo interno; enfocarse
en el presente al escribir, relajarse y disfrutar; tratarse a uno mismo con respeto, medirse en
avances propios, no caer en la comparación con otros autores; reconocer que el proceso
creativo a veces es locuaz pero otras veces está marcado por silencios que también pueden ser
activos; guiar la experiencia creativa sin querer controlarla totalmente; reencajar el
perfeccionismo en límites saludables, sin llegar al extremo de perder la capacidad de
autocrítica; confiar en nuestras convicciones frente a la crítica externa, siempre subjetiva y
cambiante; reconocer que la reescritura obsesiva a veces sólo es una táctica dilatoria; mantener
la constancia del acto escritural aunque cada día recaiga en proyectos o ideas distintas. El libro
presenta al bloqueo como una pieza más del juego, y hasta propone que puede usarse en favor
del proyecto escritural que el autor tenga entre manos.

Incluso si uno escribe pero no se encuentra (o no se reconoce) bloqueado, la lectura del libro
resulta igualmente interesante. En parte por su eventual funcionamiento como factor preventivo
para el problema; pero, sobre todo, porque Nelson también enseña a escribir. No es que la
autora ofrezca herramientas técnicas de escritura (reglas de redacción y gramática, recursos
narrativos u otras materias así), sino que, al mostrar cómo opera el oficio constante de la
escritura —con el fin de clarificar lo que sucede cuando esa constancia se interrumpe—, Nelson
termina dándonos un certero panorama del ritual íntimo de escribir: lo que está en juego tras las
bambalinas del proceso creativo de escritura. Un proceso que es saludable asumir como algo
fluido y dinámico.

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