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RYLE Y LA FILOSOFIA DE LA MENTE

TESIS.

Aunque no en el sentido técnico y estricto en que Wittgenstein manejó la noción, Ryle


traza la muy útil distinción entre criterios y causas. El mentalista se ve obligado a
buscar supuestas causas ocultas de la forma como se realizó una determinada acción, en
tanto que el conductista lo que hace es apelar a criterios para caracterizar la acción.
Sabemos que alguien juega bien ajedrez porque tiene inventiva, se defiende con éxito,
ocupa siempre posiciones decisivas del tablero, sabe aplicar las reglas o estrategias
ya conocidas, etc. Eso es jugar inteligentemente. El mentalista, por su parte, tiene
que decir que cuando alguien juega hace dos cosas simultáneamente: mueve piezas y
trata de buscar verdades que se repite a sí mismo sotto voce para posteriormente volver a
mover piezas. Esa es una descripción absurda de la situación. En verdad, el mentalismo
cartesiano tiene que ser falso.
Los mentalistas, desde Platón, han siempre apuntado a un supuesto monólogo
interno que cada quien mantiene consigo mismo. Parecería que, paralelamente al
lenguaje empleado, cada quien emplea su propio lenguaje mental, el lenguaje en el
que a sí mismo se dice lo que piensa. Dicho lenguaje es el lenguaje del pensar gracias
al cual, en última instancia, se le pueden conferir significados a las palabras, a los
signos. Pero entonces hablar se vuelve un proceso más bien complicado: alguien emite
ciertos sonidos, yo (por así decirlo) los “recibo”, éstos pasan al cerebro vía el sistema
nervioso, llegan al cerebro en donde se produce una reacción que sería precisamente
la traducción del lenguaje natural al lenguaje de la mente, que sería mi verdadero
lenguaje. Una vez aprehendido el significado de lo que se quiso decir, yo entonces
doy una orden mental al cerebro, que obedece y, por toda una serie de conexiones
causales, hace que mi boca (laringe, faringe, campanilla, lengua, etc.) emita ciertos
sonidos. Éstos entran por la oreja del oyente y el mismo proceso se repite.
Hay dos ideas de clara estirpe mentalista que Ryle aniquila con singular efectividad,
a saber, la de pensamiento como soliloquio interno y la de “tener en la cabeza”.
Veamos los Argumentos.

ARGUMENTO 1.
Ryle acertadamente señala que antes de aprender a “hablar consigo mismo” se tiene
que aprender a hablar, es decir, a hablar en voz alta. El soliloquio interno es una
habilidad que se aprende posteriormente. Pero eso no nos retrotrae al “saber que”.
Una vez más, de lo que aquí hablamos es de habilidades, de técnicas interiorizadas,
no de facultades innatas, internas, cognoscibles sólo por cada quien en su propio caso.
El hablar inteligentemente es hablar empleando las palabras apropiadas, ofreciendo
sinónimos, expresiones alternativas, aclaraciones, enmendando errores, etc. Todo
eso es público. Es sólo después que el hablante aprende a no decir en voz alta lo que
quiere decir, a ocultar sus pensamientos, pero eso no es un proceso de traducción a
otro idioma o lenguaje, sino una variante o modalidad de una técnica previamente
asimilada. Y, una vez más, aquí no nos las habernos con aprehensión de verdades, de
entidades eternas, etéreas, etc., sino con habilidades, es decir, no con un mítico “saber
que” sino con un “saber cómo”. Pero obsérvese que el recurso a la idea de un diálogo
consigo mismo era crucial para la posición mentalista la cual, sin ella, se tambalea.

ARGUMENTO 2.

Otro de los pilares del mito del piloto en la nave es la idea de que los pensamientos
están en la cabeza. Esta es, como se sabe, una idea que Wittgenstein criticó despiada-
damente. Ryle, con otra batería de argumentos, también la echa por tierra y lo primero
que señala es que se trata de una metáfora, no de una expresión que tenga un uso literal.
Lo curioso es que es precisamente así {i.e., literalmente) como pretenden entenderla los
filósofos. Cuando alguien dice ‘se rompió la cabeza tratando de demostrar el teorema
y finalmente lo logró’, nadie quiere decir que literalmente alguien tomó un hacha y se
partió la cabeza en dos frente a su pupitre; decir Te he estado dando vueltas en la cabeza
a un proyecto’ significa algo como ‘regreso (hablo) constantemente sobre el tema del
proyecto’, no que hay algo así como una secuencia de pensamientos que literalmente
giran dentro de mi cabeza; la expresión ‘ese individuo es de cabeza muy dura’ quiere
decir no que su cabeza es físicamente dura o más dura que las de los demás, sino que
aprende lentamente, que hay que repetirle las explicaciones, etc. Estos señalamientos
no son inocuos, no son meramente anecdóticos, bromas, sino que ponen de relieve el
carácter absurdo de las tesis mentalistas.

ARGUMENTO 3.

No obstante, Ryle no se limita a esta clase de argumentación, el 1 y el 2, sino que


enriquece su ataque con consideraciones de naturaleza epistemológica. Ilustremos esto
con el caso de “tener en la cabeza”.
El autor de The Concept of Mind sostiene que la idea de que tenemos algo “en la
cabeza” proviene de lo que él llama ‘ruidos imaginarios’, esto es, ruidos que nos
imaginamos que emitimos o escuchamos. Decir que uno tiene en su cabeza un ruido
particular (una tonada, una exclamación ,etc.) es indicar que en la realidad ese ruido no
se produjo, sino que uno interpretó otro ruido que sí se produjo como uno lo imaginó.
Esto que Ryle afirma es parecido a lo que Wittgenstein dice respecto al fenómeno de
“ver como”. En el caso de los ejemplos de Ryle el fenómeno sería el de “escuchar
como”. Por ejemplo, escuchamos un sonido cualquiera y luego, por así decirlo, lo
interpretamos: es, digamos, la Marcha de Zacatecas. No es que el ruido externo fuera
la tonada, sino que nosotros así lo interpretamos. Esa “interpretación” es un ruido
imaginario. Ese es el origen de la idea de sonido interno. Por otra parte, hay ruidos que
no tienen una procedencia espacial clara o fuera de nosotros y hay inclusive ruidos,
como un estornudo o un suspiro, que literalmente se producen dentro de nosotros.
En casos así, hablamos de ruidos “dentro de nuestras cabezas”. Pero en el sentido
filosófico, hablar de lo que pasa dentro de nuestras cabezas es hablar metafóricamente.
“Sugiero, entonces, que lo que se siente es que la frase ‘en la cabeza’ es una metáfora
apropiada y expresiva en primera instancia para ruidos auto-generados y vividamente
imaginados y, en segundo lugar, para cualquier ruido imaginario o inclusive para
suspiros imaginarios, porque en este segundo caso se pretende que una negación de
distancia, por aseveración de cercanía metafórica, quede construida como una ase-
veración de imaginariedad; y la cercanía es relativa no tanto a los órganos mismos
de la vista y el oído que están en la cabeza, sino a los lugares en los que se colocan sus
postigos. Es un punto verbal interesante el que la gente en ocasiones usa ‘mental’ y
‘meramente mental’ como sinónimos de ‘imaginario’”.2 Lo que aquí Ryle ofrece es
no una aclaración lingüística, sino más bien una explicación de orden genético de la
idea de “ruido mental” y, más en general, de lo que es “tener algo en la cabeza”.

FILOSOFIA DE LA RELIGION

TESIS

, la filosofía de la religión es una rama que permite contrastar de manera nítida,


transparente, los enfoques tradicionales y el analítico. Por ejemplo, los filósofos
tradicionales de la religión aspiran a “demostrar” la existencia o la inexistencia de
Dios, pretenden ofrecer análisis introspectivos de las “experiencias religiosas”, hablan
de comunicaciones extrañas, de verdades reveladas, quieren convencemos de la verdad
de dogmas incomprensibles. Para el filósofo analítico, en cambio, las aseveraciones
religiosas son el material de trabajo: a lo que ante todo aspira es a examinar y
determinar su sentido. Una vez especificado éste se investigará si queda algo por
discutir o no. Pero esto último no es algo que se pueda determinar a priori. En todo
caso, podemos adelantar resultados: las más de las veces lo que lo filósofos han discutido
en materia de religión han sido sinsentidos, absurdos. O sea, han tratado de resolver
pseudo-problemas. Por ejemplo, el caso de la experiencia mística que procede de un
contacto peculiar con una entidad fantástica, no espacio-temporal, no natural. La labor
de la filosofía tradicional es explicar eso, la de la filosofía analítica cuestionarlo.
Los efectos de la filosofía tradicional de la religión han sido desastrosos para la
vida religiosa. En vista de los constantes fracasos por demostrar la existencia de Dios,
por dar cuenta de la experiencia religiosa al modo como los teístas la interpretan,
por explicar la realidad del mal y de la injusticia, por reconciliarse con la ciencia, es
normal que los filósofos racionalistas se hayan ido al extremo opuesto y hayan
aventado el agua sucia de la tina con todo y niño, es decir, se hayan inadvertidamente-
convertido en enemigos acérrimos de la religión. Así que la situación en la que a
nosotros, los hablantes normales, nos coloca la filosofía tradicional es la siguiente:
o somos racionalistas, pero entonces nos desentendemos de la religión, la rechaza- mos,
o reivindicamos la religión, pero entonces somos oscurantistas, abiertamente
irracionales o irracionalistas. Yo creo que es este un típico falso dilema, del cual sin
embargo sólo ciertas técnicas analíticas pueden sacamos.
.
ARGUMENTO 1.

Es evidente, supongo, que el concepto religioso fundamental es el de Dios. En


relación con Dios se plantean, desde la perspectiva tradicional, multitud de problemas,
todos ellos insolubles: su existencia, su naturaleza, el conocimiento que podemos
tener de Él, su relación con el mundo, con los valores morales, con el sentido de la
vida. Examinemos la prueba ontológica de San Anselmo. Éste fue pre- sentado por
primera vez por San Anselmo, en el siglo XI, rechazado (ambiguamente, según pienso)
por Santo Tomás (ya que se puede argüir que lo rechaza de jure pero lo acepta de facto
en su “tercera vía”), retomado y decantado por Descartes, aceptado a medias por
Leibniz, severamente criticado por Kant, admitido por Hegel, cancelado por
Schopenhauer, refutado definitivamente por Russell con su Teoría de las Descripciones
y retomado, sólo que por así decirlo, lingüistizado por Norman Malcolm. Nosotros
nos ocuparemos someramente de las versiones de San Anselmo y de Descartes.
San Anselmo, asumiendo sin saberlo la teoría russelliana de los nombres propios,
argumenta como sigue: se le puede dar al nombre ‘Dios’ el significado de ‘el ser mayor
que el cual ningún otro puede ser concebido’

La verdad es que son tantas las inconformidades que este argumento suscita, en
relación con “concebir”, “ser”, etc., que es increíble que a San Anselmo le haya pare-
cido tan convincente y lo haya dejado tan satisfecho. Siguiendo su esquema podemos
concluir que existe todo lo que queramos. Por ejemplo, yo puedo imaginar el animal
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más sucio que el cual ningún otro puede ser concebido. De esto infiero que tiene que
existir dicho animal, porque si nada más existiera en mi entendimiento, entonces no
sería el animal más sucio que el cual ningún otro puede ser concebido, puesto que yo
podría concebir otro igualmente sucio que además de ser imaginado por mí existie-
ra. Por lo tanto, pari passu, dicho animal existe. la conclusión de la discusión es que
el proyecto de determinar o dirimir cuestiones de existencia por el mero análisis
conceptual está destinado al fracaso. Del pensar en el concepto de una cosa, un
marciano, por ejemplo, no se desprende necesariamente la existencia objetiva de esa
cosa.

ARGUMENTO 2

El argumento ontológico es filosóficamente fértil, por lo que difícilmente podríamos


decir que con lo que podríamos llamar su ‘refutación lógica’ se acaba la discusión. Lo
que sí parece innegable es que la lógica y la filosofía del lenguaje lo dejan muy mal
parado. Ahora bien, es importante observar que lo que así queda es lo que muchos han
considerado que es el argumento más contundente en favor de la existencia de Dios.
Pero ¿en qué sentido sale maltrecho de manos de la lógica el argumento ontológico?
Única y exclusivamente en el sentido ontológico tradicional de acuerdo con el cual
se afirma la existencia real de un ente sobrenatural poseyendo cualidades especiales.
Es solamente en el sentido del teísmo clásico que el argumento queda refutado. De
ahí que no pueda decirse que el teísmo nos haya llevado muy lejos. Lo más sabio,
por consiguiente, será adoptar un enfoque alternativo, más fresco, y partir desde una
plataforma completamente nueva. Eso es de hecho lo que hizo Norman Malcolm en
su recuperación del argumento: antes de hablar de pruebas o de recurrir a ellas
haríamos bien en aclarar nuestros conceptos de Dios. Para ello, sin embargo,
habremos de preguntamos: ¿qué es un concepto? Por lo pronto, hay dos respuestas que
es menester descartar:

a) Un concepto es una entidad


b) Un concepto es una estructura mental

Por razones en las que no abundaré aquí, creo que podemos olvidamos de esas
sugerencias. Lo que tenemos que hacer para poder elaborar una respuesta aceptable
a nuestra pregunta es modificarla y plantear otra que sea a la vez equivalente e ilus-
trativa, es decir, que nos indique o sugiera cómo responder a ella. Propongo entonces
que preguntemos: ¿cuándo, de quién, bajo qué circunstancias decimos de alguien
que ya “aprehendió el concepto φ”? La respuesta es sencilla: básicamente cuando el
sujeto en cuestión emplea de manera correcta el término correspondiente y reacciona
adecuadamente frente a su emisión. Si alguien se entera de que su hermano se sacó la
lotería, se pone pálido y rompe en llanto, habrá que inferir que no entendió lo que se
dijo, es decir, que no maneja los conceptos relevantes. Se sigue que tener un concepto
es haber interiorizado la técnica del uso de una palabra. Y esto vale para todos los
conceptos habidos y por haber, el de Dios incluido. Con esto en mente, podemos
replantear nuestra inquietud. Queremos hablar sensatamente de Dios para lo cual
necesitamos saber lo que significa ‘Dios’, lo cual quiere decir que queremos tener
claridad respecto al concepto de Dios, i.e., conocer su gramática. Esto ¿cómo se
logra? No se trata de, cerrando los ojos, adivinar nada. No: lo que tenemos que hacer
es reconstruir los contextos de aplicación, de empleo del término. Esa es la pauta.

ARGUMENTO 3

El supuesto falso más importante de la filosofía tradicional de la religión es lo que


podríamos llamar la ‘interpretación teísta del lenguaje religioso’. Me refiero a la idea
de que el lenguaje religioso tiene un significado factual, es decir, que se le debe leer
de exactamente el mismo modo como leemos cualquier oración de historia, de
geografía, etc., o del lenguaje natural en sus funciones descriptivas. Es esa lectura lo
que arruina a la religión y lo que la convierte en un conjunto abierto de sinsentidos y,
por ende, en mera superchería. De acuerdo con esta interpretación, ‘Dios’ es un nombre
propio, a saber, el nombre de Dios, el paraíso es un Topos Uranus, el infierno un lugar
en donde se sufre,1 el mundo (o sea, todo) fue creado de la nada, hay un ser que puede
hacer que 2 + 2 = 74, y así sucesivamente. Son locuras así de las que nos salva la
filosofía analítica, en particular en la variante wittgensteiniana. . Nuestra pregunta es:
¿por qué tenemos nosotros los hablantes normales que desproveemos de un
instrumento lingüístico tan fundamental, como lo es el concepto de Dios? ¿Por qué
tendríamos que aceptar ese dilema y renunciar a la idea misma de divinidad? Es aquí
que, en mi opinión, el filósofo analítico más grande, Ludwig Wittgenstein, echa luz
sobre lo que podríamos llamar los ‘fenómenos religiosos’ y nos saca del apuro.

Para Wittgenstein el significado de una expresión está o viene dado por el uso que de ella
se haga. Una cosa es la estructura gramatical a la cual se someten todas las palabras y otra
su aplicación, en concordancia siempre con dicha gramática. De hecho, podemos hablar
no de una sino de dos gramáticas: la gramática pedagógica, escolar, etc., que es una
estructura formal, y la gramática en profundidad, que es el conjunto de reglas de uso de
las palabras. El significado no brota de la primera, sino de la segunda de las gramáticas.
La primera me dice que ‘madre’, ‘electrón’, ‘instinto’, ‘infinito’, ‘belleza’, etc., son
sustantivos y, como ‘Dios’, sujetos gramaticales de las oraciones, pero eso no basta para
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explicar el significado de múltiples expresiones (ecuaciones incluidas) en las que


dichas palabras aparecen. Lo mismo vale para ‘Dios’. Por lo tanto, si lo que nos interesa
saber es qué significa ‘Dios’, es decir, si queremos aprehender cabalmente el concepto
de Dios, lo que tenemos que ver es su aplicación, no lo que nos diga la gramática
superficial ni mucho menos aún lo que nos digan quienes en ella se basan, i.e., los
teólogos y los filósofos convencionales. La perspectiva que debemos adoptar es, por lo
tanto, la de la respuesta a la pregunta: ¿para qué nos sirve el concepto normal, no
teologizado, institucionalizado, de Dios? ¿Cuándo el hablante sentiría la necesidad de
recurrir a él, de aplicarlo?

Más bien, y dicho de manera simple, ser religioso es vivir de cierta manera. La
pregunta interesante es, obviamente: ¿cómo? Wittgenstein lo explica: podemos decir
de alguien que es religioso cuando emplea ciertos símiles, ciertas imágenes, esto es,
ciertas construcciones lingüísticas que cumplen determinadas funciones y cuando su
conducta se ajusta a ellas.
. Un ejemplo es ni más ni menos que Dios en la cruz. Esa es una imagen, no una
cuestión de historia. La idea de un hombre que se sacrifica por los demás, por
lo que los otros han hecho de mal, es una idea, digamos, formidable. Pero no es
nada más una “idea”. Si así se le toma, o si se le toma como la descripción de
algo que pasó, entonces se vuelve ridícula o ilógica. Pero deja automáticamente
de ser ridicula cuando alguien se la apropia, la hace suya, pues entonces esa
imagen le da colorido a sus vivencias, puesto que entonces norma su vida.
Cuando alguien piensa, siente y actúa recurriendo a esa imagen, aunque no lo
diga ni se jacte de ello, podemos estar seguros de que nos las habernos con
alguien genuinamente religioso. Cuando la religión se vuelve, como con razón
dijo Marx de la manera de entender la religión en el siglo XIX (y me temo que
aún lo sigue siendo para grandes porciones de la humanidad), la “teoría del otro
mundo”, se le convierte en mera superchería, en farsa, en cuento de hadas, en
engaño, en fraude. La religión no es asunto de teoría, sino de práctica. La religión
no puede (no tiene con qué) competir con la biología, la astronomía, la física, la
histo- ria, el sentido común. Pero es un error garrafal, brutal, interpretarla de
modo que ese precisamente sea el resultado. Eso equivale a cancelarla, a
transmutarla y aclara lo que de hecho pasó, viz., que, por así decirlo, nos la
robaron. Esto es terrible, porque el hombre completo es también religioso, no
(claro está) en el sentido de las religiones institucionalizadas, en el sentido del
teísmo.
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1. Austin y la Teoria de Actos de Habla

U
n fenómeno que se empezó a producir de los años 40 en adelante fue lo que
podríamos llamar la ‘rebelión en contra del imperialismo formal’. Los filó-
sofos del lenguaje empezaron a sentir un gran descontento con la pobreza
de funciones que hasta ese momento se le habían venido atribuyendo al lenguaje.
Naturalmente, esto último era en gran medida una consecuencia del auge del estudio
de los lenguajes formales y científicos. Dicho estudio sugería, grosso modo, que
los lenguajes sirven, básica si no exclusivamente, para “describir la realidad”, para
“enunciar hechos”. Esta idea, ya lo sabemos, tiene su mejor fundamentación y pre-
sentación en el Tractatus, en donde toma cuerpo a través de la idea de “retrato”. Más
aún: se asumía inocentemente que toda la función “seria” de las palabras se reducía a
nombrar y describir objetos de diversa índole. Como era de esperarse, este empobre-
cedor enfoque filosófico fue minado, entre otros y sobre todo, por el autor mismo del
Tractatus, pero también por toda una serie de filósofos del lenguaje que empezaron
a detectar rasgos nuevos en el lenguaje natural de los que se pensaba, y esto es muy
importante, que eran relevantes para avanzar en las discusiones filosóficas. En este
sentido, estas nuevas investigaciones representaron o constituyeron una etapa más
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avanzada de la filosofía analítica.


Uno de los grandes impulsores de este nuevo enfoque fue, sin duda alguna, John
L Austin. Éste desarrolló toda una serie de puntos de vista que fueron “cuajando” en
una nueva concepción del lenguaje y sus funciones, en una nueva teoría general, inclusive
si ésta quedó inconclusa. La verdad es que se puede decir de su doctrina, viz., la teoría
de los actos ilocucionarios y, en general, de las emisiones realizativas . (performatives) que,
además de inconclusa, era imperfecta. e independientemente de ello, lo cierto es que
significó un cambio muy saludable en la orientación filosófica general, saturada ya de
grandiosas discusiones que versaban únicamente sobre áridos formalismos y con muy
pocas intuiciones filosóficas nuevas (o con intuiciones filosóficas de poca monta). De
pronto se entendió que la teoría del significado era algo más complejo de lo que nos
habían hecho creer los lógicos.
TESIS
Ha sido un tema de debate si se puede considerar o no a Austin un “filósofo lin-
güístico”. Una respuesta ha sido que, dado que él no disponía ni de una teoría com-
pleta del lenguaje ni de una concepción acabada de la naturaleza de los problemas
filosóficos con la que la habría podido conectar de manera explícita y sistemática,
no lo podemos etiquetar de esa manera. No obstante esta es, a juicio del articulista,
una errada apreciación, porque si hay alguien que usa (exitosamente) el lenguaje con
miras a exhibir falacias filosóficas es precisamente Por otra pare, si bien Austin hace
significativas contribuciones a la filosofía analítica con su Teoria de Actos de Haba, en
especial su ensayo “Un Alegat en pro de las Excusas”, , su teora general no está exenta
de tensiones, expuesta a objeciones de diversa clase serias e inclusive insalvables. Tanto
su defensa de L Austin como filósofo linguístico como sus reparos a sus teorías las
sustenta el autor con los Argumentos que siguen.

ARGUMENTO 1. A favor de Austin como “filósofo linguistico”

. Si hay alguien que usa (exitosamente) el lenguaje con miras a exhibir falacias
filosóficas es precisamente Austin. Un excelente ejemplo de ello es su obra, publicada
postumamente, Sense & Sensibilia, en la que por medio de consideraciones concer- nientes
al lenguaje natural se propone desmantelar de una vez por todas una teoría filosófica de la
percepción, a saber, la teoría de sense-data. Por otra parte, es obvio que en sus artículos y
en sus conferencias, recopiladas bajo la forma de libro (How to Do Things with Words),' la
primera fase de su tratamiento del tema es lo que serían las formas normales y correctas
de hablar, en relación con el tema que sea. De ahí que el que un examen así no sea
suficiente y se deba tal vez completar con otra clase de investigación o inclusive de
especulación no podría bastar para impedir que se clasi- fique a Austin como un filósofo
lingüístico. En verdad, su método era esencialmente lingüístico. O sea, sus
argumentaciones, discusiones, etc., tienen como plataforma siempre consideraciones sobre
las palabras, sus significados y aplicaciones. Desde su perspectiva, lo que sucede es que la
filosofía nos plantea multitud de interrogantes que son esencialmente vagos, oscuros,
incomprensibles y si bien se requiere de mucho trabajo arduo para desenmarañar las
diversas problemáticas que el filósofo tiene que encarar, mucha de esta labor es de orden
básicamente lingüístico. O sea que inclusive si Austin no defendía explícitamente la tesis
de que los problemas de la filosofía son en lo esencial problemas relacionados con el
lenguaje, mucho de su investigación deja ver que en parte por lo menos eso era
precisamente lo que pensaba, es decir, veía dichos problemas como derivados de
incomprensiones referentes a su funcionamiento por parte de los hablantes. De hecho hay
muchas afirmaciones dise- minadas en sus escritos que apuntan claramente en esa
dirección. Por otra parte, vale la pena insistir en que la clase de labor que Austin
desarrollaba era de carácter grupal: él no creía mucho en los inspirados ni en los
iluminados. La labor de conjunto, en el caso de Austin con el diccionario en la mano,
imaginando situaciones, generando contra-ejemplos, ridiculizando puntos de vista, etc.,
era, en su opinión, lo único que da resultados. Es la forma científica de hacer filosofía. Pero,
insisto, toda esta labor versaba en primer término sobre palabras.
ARGUMENTO 2: Sobre inconsistencias en la idea general de la teoría de loa actos
ilocucionarios.

1. La doctrina. En sus conferencias de la celebérrima cátedra “William James”, de


la Universi- dad de Harvard, Austin empieza por señalar que ni todas las
oraciones sirven para emitir enunciados ni todo lo que pasa por enunciado fue
emitido o construido con intenciones de describir algo. Pensar eso es incurrir
en la “falacia descriptiva”. Así, a los que son estrictamente enunciados Austin
los llama ‘constativos’ o, quizá mejor, ‘constatativos’, y luego pasa a enunciar
una tesis esencialmente lingüística: muchos problemas en filosofía tienen su
origen en el error de creer que nos las habernos con enunciados de hecho
cuando en realidad se trata de emisiones que o son sinsentidos o se les emitió
para algo diferente que para describir la realidad. Su objetivo es precisamente
examinar ciertas clases de emisiones que se ocultan tras el velo de la
descripción. Y aquí vale la pena notar lo siguiente: como todo filósofo que se
respeta, Austin se separa de la gramática superficial o, mejor dicho, entiende que
aunque hay un sentido en el que la gramática superficial es obviamente correcta
(es, por así decirlo, el patrón de corrección) es de todos modos filosóficamente
equívoca. No estará de más enfatizar que Austin no dice que la gramática
natural es incorrecta. Ahora bien, emisiones que no son de enunciados factuales
son producidas mediante oraciones gramaticalmente correctas pero que, por
tener la forma gramatical de las oraciones facftuales, han sido asimiladas a
éstas. Esto está complementado con lo que expone en la doctrina de ls Actos del
Habla. decir algo es realizar un acto locucionario, pero también es realizar un
acto ilocucionario. Determinar qué acto ilocucionario realizamos es determinar
de qué manera se van a usar las locuciones. Realizar un acto locucionario es
usar el habla, pero siempre cabe preguntar: ¿para qué? La respuesta puede ser
de lo más variado. Podemos aconsejar u ordenar o sugerir, prometer, ame-
nazar, rezar, etc., y no hacemos lo mismo en todos esos casos. Así, no es lo
mismo realizar un acto al decir algo que realizar un acto diciendo algo. La
doctrina de los diferentes tipos de función del lenguaje es la doctrina de la
‘fuerza ilocucionaria’.

Austin sostiene que un error filosófico tradicional ha sido el de reducir todo a


actos locucionarios, como si nada más nos propusiéramos decir cómo son las cosas,
referimos a animales, a escritorios, a personas, etc. Pero ahora empezamos a damos
cuenta de que podemos tener objetivos diferentes, de lo más variado, y de que, en
relación con ellos, las ocasiones son importantes para la significación. También el
contexto es relevante para lo que queremos decir y hacer. No es un factor superfluo.
Aquí Austin sutilmente distingue entre, por una parte, sentido y referencia, como
componentes del significado, y fuerza ilocucionaria, por la otra.
Que la realización de un acto ilocucionario tiene consecuencias en los oyentes (y
en el hablante mismo) es más que evidente. El acto ilocucionario realizado con miras
a algo, es decir, para producir ciertos efectos, se llama ‘perlocucionario’. Es debatible,
pero tal vez podría sostenerse que el efecto lingüístico mismo es el acto perlocuciona-
rio. Por ejemplo, si digo en el salón de clases que hay un tigre en el pasillo ello tendrá
como efecto que ninguno de los alumnos salga del salón, que todos se amontonen en
un rincón, etc. El punto es que el mero significado de mis palabras no habría bastado
para producir esos efectos. El mero “contenido” semántico (esto es, el acto locucio-
nario) no basta para explicar lo que se está diciendo. Es la tuerza ilocucionaria la que
lo produce y el acto en cuestión es un acto ilocucionario y perlocucionario a la vez. En
relación con los actos perlocucionarios hay que señalar varias cosas:

a) Los efectos pueden no haber sido buscados deliberadamente por el hablante.


Por ejemplo, yo dije, sin ninguna intención particular, que había un tipo sos-
pechoso frente a la casa y como resultado de lo que dije el propietario ya no
regresó a su casa sino hasta el día siguiente, pidió el apoyo de la policía, etc. Un
problema es que Austin llama ‘actos’ a las consecuencias mismas, sugiriendo
. que se trata de actos lingüísticos, cuando en realidad de lo que quiere hablar
es de las reacciones y de las consecuencias prácticas por parte de los hablantes
u oyentes vis á vis diversos actos ilocucionarios.
b) El efecto perlocucionario puede haber sido logrado de manera no verbal, aun-
que ésta es la que realmente le interesa a Austin. Pero una situación como la
siguiente podría darse: digo algo y miro de una manera especial. Es normal
que el oyente reaccione como si hubiera dicho ciertas cosas. Eso también es una
perlocución.
c) Para que se produzca un acto perlocucionario, los efectos deben ser los de un
acto locucionario pleno, completo.
2. Objeciones:
Respecto a objeciones que se hayan elevado en contra de la teoría de Austin, po-
demos mencionar por lo menos las siguientes:

1. Todo indica que su léxico es redundante o repetitivo. Tenemos, por una parte, los
actos fonéticos, fáticos y réticos. Empero, Austin sostiene que además tenemos
los actos locucionarios. Pero ¿no es el acto locucionario mismo un acto rético?
Parecería que tenemos aquí dos nombres para una misma cosa y esto sugiere
que la cosa no ha sido pensada debidamente. La respuesta a esta objeción es,
no obstante, simple: podemos desembarazamos de todo lo incorporado en el
primer intento explicativo de Austin y quedamos con la teoría de los actos
ilocucionarios.
2. Los actos locucionarios y los ilocucionarios no son siempre diferentes, como en
principio deberían serlo. El caso obvio es el de las emisiones realizativas
explícitas. Parecería que en esos casos el acto ilocucionario (e.g., creo en Dios)
está totalmente determinado por el acto locucionario (i.e., tengo la creencia en
Dios) y entonces ¿qué distinguimos?; y además: ¿para qué y cómo lo hacemos?
En verdad; la idea misma de acto ilocucionario huele a “redundante”.
3. Austin distingue tres clases diferentes de actos locucionarios: el “decir que”, el
“se me dijo que” y el “se me pidió qué”. Pero ¿qué distingue a unos de otros?
Aparentemente, sus respectivas fuerzas ilocucionarias! La explicación, por
consiguiente, parece ser circular: los actos locucionarios explican a los ilocu-
cionarios y éstos a los locucionarios.

ARGUMENTO 3. Sobre lo que dice Austin sobre las excusas. El análisis de Austin
es sugerente, original y hasta divertido, pero lo que tenemos que preguntamos es: ¿qué
logra Austin con él? Es cierto que la idea, de la que resulta difícil zafarse, es que a final
de cuentas su pensamiento no logró avanzar más allá de ciertos descubrimientos, que el
proyecto original era sumamente prometedor pero que no logró cuajar, lo cual por otra
parte es común entre los innovadores. Es obvio que Austin tenía algo entre manos,
algo importante, sólo que no supo cómo “digerirlo”, o que no tuvo tiempo para ello.
No obstante, con su nueva concepción del lenguaje en mano Austin se encaminó
por la senda de la eliminación de enredos filosóficos. No hay, pues, duda de que era un
filósofo analítico en el sentido más estricto de la expresión. Es verdad que está ausente
en su concepción del lenguaje el factor que le permitiría rebasar el plano de las meras
palabras y conexiones semánticas. Lo que falta es, entre otras cosas, la conexión con
la experiencia humana, con las vivencias y las actividades de los hablantes. Es, pues,
un hecho que Austin falló en su intento por elaborar una concepción del lenguaje que
fuera más allá de la idea de un mero código multi-usos. De ahí que su pensamiento, por
perspicaz que sea, esté radicalmente inconcluso. A pesar de ello, sería un error
imperdonable, y una injusticia, no incluirlo entre los filósofos pioneros que gracias a la
articulación de una nueva concepción del lenguaje lograron liberarse de las garras de la
gramática convencional contribuyendo así al genuino avance de la filosofía.
3. ETICA: EL PRESCRIPTIVISMO DE HARE
TESIS
A la posición general de Hare se le conoce como ‘prescriptivismo’. Su idea (poco
original) es que los principios morales (expresados por medio de términos como ‘de-
ber’, ‘obligación’, etc.) tienen como función primordial o básica guiar la conducta.
En todo caso, lo interesante de este punto es que permite establecer una conexión
importante con, por así decirlo, “la práctica”. Es en virtud de dicha conexión que la
ética es importante: si no entendiéramos cómo funciona realmente el lenguaje
moral y qué funciones desempeña, correríamos el riesgo no sólo de pensar mal
sino de actuar mal, de vivir mal. Por eso para Hare el estudio del lenguaje
prescriptivo es ante todo el estudio de las oraciones imperativas. Hay tanto
imperativos singulares concernientes a situaciones particulares, los cuales entonces
no son de carácter moral, como imperativos universales, que son los auténticamente
morales y los que a nosotros más incumben. . . Para Hare, los mandatos y los juicios
morales son ante todo prescripciones. Una prescripción es una recomendación
para hacer algo, pero obviamente no es mera propaganda, mero lavado de cerebro.
Debe tener también alguna clase de justificación, de validación racional. En todo
caso, es muy importante entender de una vez por todas que no hay reducción posible
de prescripciones a descripciones.

ARGUMENTO 1.

El trabajo de Hare en El Lenguaje de la Moral, más que definitivo es altamente


representativo de un enfoque y de una concepción de cómo proceder en filosofía
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moral. Como puede apreciarse, inclusive si dicho enfoque es incompleto de todos


modos es útil. Algunos resultados pueden ser modestos, pero no por ello son falsos y
esto es lo único que importa. Difícilmente podría negarse, por ejemplo, que hay una
conexión lógica entre la aplicación de ‘bueno’ por parte de alguien y sus potenciales
deberes, conductas o juicios morales. Desde luego que los puntos de vista de Hare
pueden ser sometidos a un severo y destructor escrutinio y, finalmente, ser
rechazados o superados. Pero lo que hay que tomar en cuenta es que eso es de lo
más normal en la filosofía analítica, uno de cuyos rasgos principales es
precisamente el de ser una filosofía esencialmente crítica y polémica

ARGUMENTO 2. Hare se ve a sí mismo no tanto como un simple moralista, sino


más bien como un lógico del lenguaje moral. Habría que decir que en este sentido su
labor es bastante pobre. Realmente todo lo que dice es que hay una conexión “lógica”,
que no es la de implicación, entre los juicios evaluativos y los imperativos. Es casi a
eso que se reduce su “aportación”. Pero aparte de que no sabemos en sentido estricto de
qué clase de relación se trata, hay problemas en su planteamiento. Por ejemplo, según
él cuando uso ‘bueno’ implícitamente estoy formulando también un imperativo. Esto es
cuestio- nable. Supongamos que digo: ‘Ese es un buen chocolate’ y que efectivamente
estoy evaluando, no meramente describiendo, es decir, no estoy usando ‘buen
chocolate’ como un término puramente operativo: ¿se sigue entonces que le estoy
ordenando a mi oyente que se coma un chocolate como ese? ¿Me estoy acaso
comprometiendo con la idea de que yo siempre me comería un chocolate así si me
encontrara en las mismas circunstancias? De acuerdo con él sí: de acuerdo con los
modos usuales de hablar y con el sentido común, no. En realidad lo que parecería ser
falsa es la tesis de que todo juicio evaluativo necesariamente implica un
imperativo, un mandato.
¿Podemos evaluar sin mandar o no? Me temo, pace Hare, que sí.

Argumento 3. Por otra parte, Hare nunca aclara cuándo el lenguaje empleado es
genuinamente evaluativo y cuándo no. El parece suponer simplemente que todos
sabemos tal cosa. Eso podría ser como él dice, pero lo que quiero sostener es que no
puede ser su posición. O sea, podemos dejarle al contexto mucho, pero no si lo que se
supone que estamos haciendo es un examen lógico del lenguaje. Asimismo, la noción
de propiedad superveniente, a la que él recurre, es sumamente problemática. Se le ha
pretendido aplicar en otros contextos, como el del problema mente/cuerpo (la mente
como una propiedad emergente del cerebro). Pasaría lo mismo, de acuerdo con Hare,
con las propiedades morales: se sobreponen, por así decirlo, a las acciones, decisiones,
gestos, etc. Pero ¿cuál es el status de dichas propiedades? ¿Qué clase de propiedades
son y cómo surgen? Lo único que podemos decir de ellas es que si no se da aquello
sobre lo que se sobreponen entonces ellas mismas no se dan, pero esto no basta para
caracterizarlas y lo cierto es que la caracterización de Hare no ayuda mucho. Al
parecer, el que sean supervenientes significa que sirven para llamar la atención sobre
criterios, reglas, pautas, principios, etc., para elegir entre diversos cursos de acción. Así,
su idea parece ser que si una propiedad es superveniente entonces siempre que se usen
términos evaluativos podremos preguntar por la razón que avale su aplicación y,
además, que no es lógicamente aceptable aplicar ‘bueno’ en un caso y rechazarlo en
otros casos similares. Lo menos que podemos decir es que es tremendamente equívoco
llamar a las cualidades morales ‘propiedades supervenientes’.
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