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Jennifer Landry / Trabajo C / SPAN 3320/ 3-21-15

Declaración del artista

En mi obra final, yo modelé mi trabajo como “Los ojos verdes” por Gustavo Adolfo

Bécquer (Bécquer, 425-30). Además de leer la fuente primaria, también leí artículos académicos

que me guió a decidir cuál de los elementos de Bécquer fueron utilizados comúnmente en sus

leyendas. Los elementos siguientes son los que opté por usar. Primero, la leyenda mía está

escrita en tres partes o actas como la del modelo. Segundo, yo descubrí que Bécquer tenía un

estilo muy distinto con un ritmo casi lírico en su prosa. Entonces, yo incluí lenguaje descriptivo

como aliteración, metáforas, símiles, y personificaciones. El tercer elemento presente en una

leyenda por Bécquer es el hombre castellano y la España histórica. Yo incluí elementos de la

España antigua y unos acontecimientos históricos en mi propia versión de una leyenda de

Bécquer. Finalmente, Becquer a veces incluía un aspecto sentimental y sobrenatural en su

trabajo. Por esta razón, incluí un sueño de presagio a fin de añadir este elemento sentimental y

sobrenatural a mi propia historia. Mi meta era escribir una leyenda inspirado por Bécquer pero

con mi propio sabor literario añadido.


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“La Persecución” por Jennifer Landry

Las espadas de Toledo, forjado del mismo acero de la Tizona, cortaron a través de las

cimitarras moras y dejaron las calles de Jaén manchada con la sangre herética. Bajo el sol de

mediodía, las puertas del castillo Abrehui habían caído y el Rey Fernando III veía la destrucción

desde lo alto de la muralla. “Son herejes a todos, Gonsalvo,” afirmó el Rey a su general.

“Hazme un juramento a mí, Gonsalvo, que ninguno de los impuros vivirá para luchar otro día.”

El tintineo del metal dio testimonio del juramento como la mano de Gonsalvo golpeada contra la

armadura de su pecho. El estandarte de Castilla que voló en el aire encima presenció el

juramento con una ola de rojo y oro. Con un gesto solemne, el rey examinó a su general por un

momento. “Usted más que nadie sabe de lo que son capaces los moros,” le recordó a su general.

“Nadie está a salvo, ni siquiera nuestras mujeres.” Gonsalvo inclinó la cabeza y cerró los ojos

por el conocimiento. Sus manos acariciaban la superficie pedregosa del parapeto mientras

recuerdos de mechones dorados y ojos azules llenaba su mente.

“¡Don Gonsalvo!” una voz resonó sobre el tumulto de la batalla debajo de las murallas y

penetró su ensueño. Gonsalvo abrió sus ojos, notando una figura familiar corriendo hacia él.

Vela, su fiel escudero, apareció en un estado agitado. Cuando el siervo se dio cuenta que estaba

también en presencia del rey, troncó sus pasos y se rindió la lengua por el susto. Tras un silencio,

Gonsalvo exigió su reporte.

“Un batallón moro ha atravesado la línea sur y está haciendo su camino fuera de la

ciudad,” farfulló Vela arrastrando los pies hacia adelante y atrás. “Los jinetes le esperan para

perseguirlos.” Con un saludo de comprensión al rey, el general Gonsalvo se despidió a la batalla.

Al llegar en el patio de armas, Gonsalvo montó su semental andaluz y encabezó al sur en busca
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de los moros que se escaparon de la mano de la justicia. Con cada avance galopante, un fuego

ardiente de la venganza comenzó a encenderse dentro del corazón del general. Para él había

llegado la hora de cortar las manos que habían apagado la luz de su vida. De una vez y para

siempre.

En el borde de la ciudad, siguiendo la vía hacía Granada, Gonsalvo y sus jinetes

montaron al galope después de los moros como el viento. El sonido de pezuñas golpeando la

tierra retumbaba en el aire polvoriento mientras la brecha lentamente cerró entre ellos y su presa.

Maniobraron expertamente a través del valle, cruzando los campos arados y arroyos corrientes,

finalmente capturando la vista de los turbantes carmesíes como ellos tejieron entre los árboles de

un olivar en una colina distante.

“Es vital que capturamos a los herejes antes de que lleguen a las montañas de la Sierra

Nevada” gritó Gonsalvo encima del estruendo de los caballos. “El rey ha ordenado que ni un

moro sobreviva a la salida del sol.” Los jinetes comenzaron a impulsar sus animales hacia

adelante con renovado vigor. “Sean vigilantes,” animó Gonsalvo, “Les prometo que los animales

de los moros no pueden sostener la persecución.”

No fue mucho antes de que su predicción volviera en realidad. Los caballos marroquíes

de los moros comenzaron a cansarse mientras los caballos más grandes y fuertes de los españoles

atrapados con ellos. Pronto, vencieron a la retaguardia de los moros. Inmediatamente, los moros

diseminaron a todos lados mientras la batalla comenzó. Debajo de las ramas de los olivos, el

choque de la espada comenzó a disminuir lentamente como turbantes carmesíes cayeron uno por

uno a la tierra. Cuando el olivar fue una vez más silencioso, el General Gonsalvo volvió su

espada a su vaina y miró alrededor de los cuerpos caídos. Él había presumido satisfacción pero

inesperadamente no sintió nada sino una especie de desesperación. Este sentimiento era lo que
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había amenazado a consumirle para todos estos años. Su tentativa de evitarlo le había llevado en

tantos campos de batalla. Sin embargo largo y duro luchó, parecía que la desesperación siempre

volvía a él como un viejo amigo. Forzando a sus ojos de la matanza, Gonsalvo miraba hacia el

horizonte y se preguntó lo que iba a hacer una vez que la última ciudad de Granada ha sido

conquistada. Por un momento, él permitió que su mente regresar a su casa en Toledo. Sus

padres, ahora una década más viejos, estarían aportando las ovejas en los pastos caseros.

Gonsalvo cerró sus ojos y pronto el rugido del Tajo llenó sus oídos. La paz. La tranquilidad.

Dos lujos que se le habían escapado por demasiado tiempo. Abriendo los ojos, el general

observó que la hora se estaba haciendo tarde. El cielo que había sido cobalto era ahora manchado

con nubes de bermellón y cobre por la puesta del sol.

II

Los caballos marroquíes habían sido capturados y atados juntos para el viaje de regreso a

Jaén. Los cuerpos moros habían sido saqueados de los adornos y las armaduras valiosos. Sus

tareas completadas, los jinetes, muertos de hambre de la refriega, sentaron en las rocas y los

troncos de olivos a comer jamón ahumado y aceitunas secas que guardaron en sus alforjas. De

vez en cuando, uno de ellos hiciera un vistazo sobre la figura silenciosa del General. Ellos tenían

sacrificados cualquier tipo de celebración, sabiendo que el humor del general seguramente traería

una reprimenda. En cambio, como era la tradición, repartieron el botín entre ellos mismos,

dejando la mayor parte de la general y el rey.

Notando los susurros de los hombres, Gonsalvo ordenó que construyan un fuego y

preparan el campamento para la noche. Gonsalvo les recordó que los cambios de guardias

tendrían que vigilar a los demás mientras dormían. Aunque improbable, era posible que uno o

varios de los moros se hubieran escapado adelante en la arboleda de oliva. Ya habían entrado en
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las estribaciones de las montañas de Sierra Nevada, un lugar popular de escondite para los

rebeldes moros. Si uno había escapado, podría advertir a las tropas restantes de Mohammed ibn

Alhamar de la captura de Jaén.

El general puso de pie y ordenó a sus hombres que quedaron a buscar leña seca para

hacer antorchas. Pronto, los hombres se reagruparon en el campamento. Con manos expertas

con filo de cuchillo, rasparon la corteza de las ramas y la ligaban alrededor de las puntas con el

alambre de cobre delgado. Como el sol desapareció detrás del horizonte occidental, Gonsalvo y

Vela montaron sus corceles para la primera vigilancia nocturna. Tomando sus antorchas

encendidas en la mano, los dos hombres llevaron sus caballos dentro de la oscuridad del olivar.

Vela, su fiel escudero, volvió a su señor y dijo en la despedida, "Que Dios te acompañe y

te mantenga, Señor." Gonsalvo consideró un último vistazo a su siervo, pero guardó sus ojos

delante y simplemente asintió con la cabeza en cambio. Un sentimiento asqueroso llenó el

estómago y dio tumbos hacia arriba en la garganta. Había dicho adiós a demasiados hombres.

Demasiados amigos. La familia. El amor.

Gonsalvo se dirigió hacia el sudoeste, hacia las estribaciones de las montañas. Él razonó

que si alguien había escapado, se dirigen hacia el terreno traicionero de las montañas. Siguiendo

adelante, la luz de la antorcha vaciló a través de la tierra, iluminando los troncos retorcidos de las

olivas que emergieron de una gruesa alfombra de hierba verde. Repartidos por la alfombra verde

fueron miles de amapolas rojas en plena floración. Gonsalvo se agachó y arrancó una de las

flores de su vástago. Él llevó la flor hasta la nariz e inhaló. “Belleza sin fragancia,” murmuraba

el general, machacando los pétalos entre sus dedos y tirando las ruinas en el suelo. El

sentimiento asqueroso volvió; la flor sin perfume como un recordatorio de la inutilidad de amar a

una mujer sin esencia, una mujer muerta.


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Gonsalvo hizo su camino hasta el borde del Olivar. Levantó su antorcha y entrecerró los

ojos. Por un momento, pensó que él ha visto movimiento cercano. Su semental, con una señal

de confirmación, resopló nerviosamente en la misma dirección, su cabeza tirada de lado a lado

en obstinada protesta. “¡Quieto, Arión!,” murmuró el general, frotando la nuca del caballo. El

ligero toque de su amo se calmó el demonio creciente dentro del animal. Con una patada suave a

las ancas, Gonsalvo impulsó el animal adelante. Con sus labios fruncidos y sus dientes apretados

fuertemente juntos, hombre y bestia desafiaron la noche peligrosa. Andar con cautela por la

hilera de olivos, el silencio intenso de la arboleda era ininterrumpido excepto por las pisadas de

Arión en la alfombra de hierba.

Sin aviso, un destello de carmesí apareció de las sombras. Un moro negro, montado

encima de un corcel ébano, apresuró hacia el general con el abandono temerario. La cimitarra

levantada lista para la batalla brillaba en a la luz de la antorcha. Un chillido impío escapó de la

boca del moro causando un rebaño de pájaros dormidos a buscar refugio en los cielos. La

palpitación de alas y cascos mezclados con los gritos de hombre y ave llenó el aire. Un destello

de acero sobre acero resonó entre los árboles. General Gonsalvo cayó pesadamente al suelo. Su

semental fiel encabritó a su lado como un ángel guardián, relinchando y sacudiendo

violentamente la cabeza. Con toda la fuerza que pudo reunir, el general se paró a sus pies y

agarró la antorcha caída. Elevarlo por encima de su cabeza, buscó entre los olivos para el moro.

Al fin, en la distancia, vió el moro doblado sobre su caballo retrocediendo nuevamente en la

oscuridad de los olivos. Gonsalvo, con un gran agotamiento, se desplomó al suelo contra el

tronco de un árbol y se reclinó su cabeza. Pronto la noche abrumó los ojos pesados y la

oscuridad los conquistó


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III

Gonsalvo deambuló lentamente a través de un prado cubierto en una manta de amapolas

rojas. El sol brillaba; los rayos calentando su cabeza y sus hombros. El aire estaba lleno de la

fragancia de la hierba fresca y en algún lugar más allá de vista podía oírse el balido de ovejas.

Su destino era una pequeña casa hecho de ladrilla rosado con su patio adornado con las flores

amatistas de la Jacaranda. Se encaramado en las ramas cargadas de flores eran aves cantando un

estribillo alegre en saludo.

Mientras Gonsalvo acercaba a la casita, una luz resplandeció intensamente y levantó su

mano para sombrear sus ojos. A través del resplandor de la luz luminosa, la forma de una mujer

de belleza magnifico comenzó a tomar forma. Su cabello dorado se cayó por sus hombros y

fluyó en cascadas alrededor de su cintura. Vestía en atuendo blanco que onduló en un viento

invisible, oscilando alrededor de sus pies desnudos. Sus brazos de porcelana extendieron hacia

Gonsalvo como si le abrazara y sus ojos zafiros le penetraron tan intensamente que él sentía

expuesto al tuétano de sus huesos.

Desesperado por evitar su mirada, Gonsalvo cerró sus ojos con incredulidad y los abrió

otra vez. “¿Costanza?” cuestionó el general, sus ojos húmedos de emoción. Años de palabras

inundaron su boca pero ninguna escapó. Un violento dolor le golpeó en el pecho; su corazón

latiendo otra vez después de años de una muerte fría por amarga. La oleada de sensaciones

causó a sus rodillas a doblar debajo de la pesada carga de pérdida que él había llevado durante

tanto tiempo.

La aparición se dirigió hacia él, sus pies apenas tocando el suelo. Sus labios rubís

abrieron y les habló con una voz dulce, pero desencarnado. “Gonsalvo, volverte atrás,” dijo la
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voz. “La copa de tu venganza está llena a rebosar. Hoy te encontrarás con tu última

oportunidad. Dar la vuelta o pagar el precio final.”

Gonsalvo sintió un calor extraño en sus manos. Cuando miró hacia abajo, estaban

cubiertos de sangre. Volvió su mirada a la aparición y dijo: "Lo hice por ti." La mujer se acercó

a Gonsalvo, sus ojos encendidos en llamas de fuego azul. “Gonsalvo, no trates de engañar a mí ni

a ti mismo. Sabes que tú lo hiciste todo para aplacar la ira,” dijo la voz. El momento en que sus

palabras salieron de sus labios rubís, su imagen comenzó a ondular en ondas de luz hasta que se

disipó completamente.

De repente el pasto estaba sumido en la oscuridad y Gonsalvo sentí la sangre en sus venas

congelar. Si no él podía vengar a su amor perdido con la sangre de los moros, la vida no merece

la pena vivir. Prefería morir en el calor de batalla dispensando la venganza que morir de viejo,

solo y olvidado. Con la cabeza inclinada y los puños apretados, Gonsalvo escondió las palabras

de la aparición en un oscuro rincón de su mente.

“¡General!” gritó una voz familiar. Gonsalvo abrió sus ojos y la cara de Vela materializó

frente a él. “Señor, ya es tarde,” le informó. “Encontré sangre en el suelo cerca del borde del

olivar. Creo que un moro ha escapado de la guardia nocturna.”

General Gonsalvo puso de pie y trató de limpiar las telarañas de su mente. Por un

momento permaneció bajo la sombra de los olivos, oscilando en una niebla entre dos mundos.

Al final, la tierra le reclamó y la memoria regresó. Él se acordó de sentarse bajo un árbol para

descansar, soñoliento y agotado de fuerza por el último enfrentamiento con el Moro.

Gonsalvo miró hacia el cielo y notó que era casi mediodía. “Muéstreme esta sangre que

has encontrado, Vela,” dijo Gonsalvo a su escudero. Sin demora, Vela llevó al general a la

ubicación de la sangre derramada. Los dos hombres siguieron el rastro dejado por el Moro por
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las estribaciones hasta que se convirtió el terreno escarpado y rocoso. Mientras que acercaban a

las montañas, los altísimos picos nevadas se vislumbraba sobre Gonsalvo y su escudero como

serían unas hormigas al lado de un hormiguero. Gonsalvo miró hacia arriba en las alturas y

sintió el desdén que emanaba de la montaña.

Después de subir por horas, llegó el momento cuando los caballos ya no podrían

atravesar el terreno montañoso. Gonsalvo desmontó su caballo y llevó una cantimplora de agua

de su alforja. Con una mirada grave de determinación, él dijo a su siervo, “Vela, tomes los

caballos hacia abajo de la montaña y reúnes a la tropa. Si no vuelvo en tres días, regreses a Jaén.

Mi última petición sería que regalas la parte mía del botín a mis padres y que libera a Arión a

pastar en los prados de mi casero en Toledo.” Vela colocó su mano sobre su corazón y juró que

él haría todos que ha pedido.

Después de que Gonsalvo despidió y se alejó hacia arriba, Vela levantó la cabeza y lo

siguió con sus ojos hasta que fuera nada más que una sombra entre los riscos y rocas. Las

palabras le falló al ver la ascensión valiente de su general hacia los cielos. Con un paso pesado,

Vela agarró de las riendas de Arión y dirigió a los caballos hacia abajo de la montaña.

Ya que Gonsalvo siguió a subir, él notó que el rastro dejado por el moro era conspicuo:

una rama rota, gotas de sangre encima de una roca, y luego el contorno puntiagudo de una bota

imprimada en la tierra. Gonsalvo dio cuenta que rápidamente estaba cerrando la brecha porque

a veces en la distancia agarró la vista de un destello de carmesí. La vista del turbante carmesí

incendió la sangre del Gonsalvo hasta que pudiera sentirla bombeando violentamente en su

cuello y sus templos.

Después de unas horas, Gonsalvo escaló al lado de un estrecho barranco. Sus piernas

estaban débiles por el cansancio y su piel estaba ardiendo bajo el calor del sol. Por suerte, se
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encontró con una gran roca plana en la sombra y se detuvo. Mientras descansaba observaba un

alcotán en vuelo. El ave rapaz se elevó a través del cielo con la facilidad, zambulléndose abajo

hacia los precipicios y luego subiendo hacia arriba a los cielos. El vuelo libre del alcotán le hizo

a Gonsalvo sentir cansado y viejo. Por un momento, la cumbre parecía más lejos que nunca. Tal

vez debería prestar atención al presagio de la aparición de su sueño. Justo cuando estaba a punto

de rendirse y reunir con su batallón, Gonsalvo escuchó el grito del aloctán urgiéndole, además

desafiándole hacia arriba a la valentía.

Gonsalvo se puso de pie de un salto y se reanudó el ascenso. La cumbre se acercaba,

pronto el final de su búsqueda vendría. Por el rabillo de su ojo, Gonsalvo finalmente agarró la

vista del turbante carmesí. Un sentido de urgencia se apoderó de él cuando se dio cuenta de que

el moro se acercaba a la cumbre, sólo faltaba a pocos metros. Con una ráfaga de fuerza

Gonsalvo se empujó hacia delante otra vez, trepando temerariamente por las rocas y bordeando

precipicios estrechos como una cabra montesa. La melancolía fue reemplazada por una venganza

ardiente. Él casi podía saborear el sabor metálico de la sangre del moro en su boca.

Buscando hacia la cumbre por su presa, Gonsalvo notó que una vez más, el azul cobalto

del cielo había sido manchado con nubes carmesí y cobre por la puesta del sol. Pronto

desaparecería detrás de la cima de la montaña y la oscuridad caería sobre él como una trampa.

Con el tiempo agotándose, Gonsalvo juró hacia los cielos, “Si yo no mato este hereje moro antes

de que caiga el sol detrás del horizonte, Dios toma mi alma.”

El Moro lanzó hacia la cumbre en desesperación. La furia de los españoles se acercaba

hasta que podía sentir su aliento caliente en su cuello. Cuando por fin alcanzó la cumbre, se

volvió atrás para localizar su perseguidor. Su cara fue torturada por el dolor, su bata blanca
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manchada con su propia sangre y su cara mojada de perlas negras del sudor. El moro pronunció

algunas palabras ininteligibles, sosteniendo su mano por delante como si en advertencia.

El gesto extraño e inesperado lo hizo detener momentáneamente en sus pistas.

Desde detrás del moro, la luz del sol destello una última luz brillante del día, dejando al

moro en silueta negra. Por un breve momento, Gonsalvo fue cegado por la luz. Cuando su visión

volvió, vio una nueva luz subiendo por detrás de la cima de la montaña. Se elevó en el cielo y

luego comenzó su descenso como cien estrellas fugaces. Gonsalvo se levantó sus brazos hacia

los cielos y gritó, “¡Por el amor y el honor de la Castilla!” Se derramó la sangre de España en la

cima de la sierra nevada y se mezclaba con el suelo de granada. Encima de la cumbre alrededor

del moro herido se arrodilló una línea de cien arqueros en turbantes carmesíes.

Fin
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Fuentes

Gullon, German. "An Approach to Semantic Analysis: 'Los Ojos Verdes,' by Gustavo Adolfo
Becquer." Teaching Language Through Literature 18.2 (1979): 13-19. MLA International
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