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Zambrano, “Sobre una educación para la libertad” (1934), en Ángel Casado y Juana


Sánchez-Gey (eds.), ​Filósofos españoles en la Revista de Pedagogía (1922-1936) , Tenerife,
Idea, 2007, pp. 404-409.

“Sobre una educación para la libertad”


Nada más repetido desde el comienzo del siglo XIX que esto de la libertad individual; nada
más repetido que la frase “una conciencia” libre. Y es tópico, desde Rousseau, a pesar de las
tendencias contrarias, que además, como siempre ocurre se tiñen de lo dominante, el
pensamiento de educar para esta libertad.
Hoy, por el contrario, está muy presente una tendencia que niega esta libertad del
hombre y la substrae de la educación. Vamos también por aquí camino de otro tópico en
combate con el anterior. Y por eso justamente es más necesario que nunca detenerse un
momento. Todo conocimiento requiere hacer un alto en el camino y preguntarnos: ¿qué es
esta libertad para la que se ha querido educar hace ya más de un siglo al hombre? ¿Cuál es su
sentido? ¿Cuál ha sido su falsificación?
El tema es decisivo y trasciende del espacio y de la acometividad intelectual con que
va a ser tratado aquí. Pero si llegamos simplemente a plantearlo, espacio y tiempo dedicado a
ello quedarán plenamente justificados.
¿Cuál es el punto de partida de esta educación liberal, como la llamaremos para
entendernos brevemente? Sin duda alguna, las ideas de Juan Jacobo Rousseau. De la obra de
este inquietante espíritu hay que partir con toda necesidad para darnos cuenta del propósito,
de la intención, del ideal a que se ha aspirado en toda la pedagogía del siglo XIX y aun de
gran parte de la de ahora. Y sucede en esta esfera lo que en todas las demás de la cultura.
Durante un cierto periodo una idea eje se impone y da la tónica, organiza en torno a sí y
forma como una atmósfera donde entran a vivir las demás, contagiándose de ella, girando en
su torno aun para contradecirla. Y éste ha sido el

[...páginas que no se pueden ver…]

una serie de impulsos, afectos, deseos y pasiones. Sin tratar de averiguar ese fondo inagotable
y desconocido, que como la φνσις griega es de donde todo brota, se va a perseguir el
conocimiento de todos estos fenómenos psíquicos del hombre, del niño, así como la literatura
de ese periodo perseguía “los estados del alma”.
Se va​ a la busca de la ​espontaneidad, de que el niño viva espontáneamente su propia
vida, y se suprime el esfuerzo, el entrenamiento; se va eludiendo todo lo que necesita ser
aprendido con dolor.
Pero como tampoco se sabe bien en qué consiste lo espontáneo, pues no hay ningún
hombre ejemplarmente espontáneo de quien tomar modelo, se va a buscarlo mediante la
psicología. La psicología, como ciencia natural, nace no sólo de una necesidad meramente
científica, sino de esta necesidad de tropezar con lo espontáneo del hombre, de encontrarse
con la naturaleza humana.
Se observa y se investiga en la ciencia. Se deja al niño vivir su vida en la pedagogía.
Pero bien pronto se nota que no todo lo que espontáneamente se produce en el alma humana
es aceptable; que no todos los sentimientos encuentran -aun sin trabas sociales- su
desenvolvimiento; que dentro de la naturaleza humana existe la discordia, al contradicción y
algunas veces lo absolutamente imposible y contradictorio, la monstruosidad.
¿Qué hacer ante esto? Nace la psicología patológica, la psicopatología, del fracaso del
“hombre espontáneo”, del hombre libre y bueno por naturaleza. Pero entonces se piensa en lo
sano y en lo enfermo, en lo normal y en lo anormal. Se va abandonando lo espontáneo por un
tipo de hombre normal, naturalmente normal. Mas esta normalidad sólo empíricamente puede
determinarse, es decir, con un criterio más que normativo estadístico. Y por este camino se
desemboca allí donde desde el principio se postulaba: en el hombre masa. Este hombre que la
pedagogía rusoniana iba a buscar, terminó en ser el hombre masa, el hombre de la
democracia moderna en un primer momento, de la “rebelión de las masas” en el final del
proceso.
Y hoy, en la encrucijada de dos épocas de la historia, en la línea que separa ambas
vertientes, debemos preguntarnos antes de renunciar a la idea de la libertad humana y a una
educación dirigida a su logro y más todavía con la inerior decisión de no renunciar: ¿Es que
estaba bien planteado este problema de la libertad del hombre? ¿No existiría, por el contrario,
un error fundamental, básico, responsable de la invalidez de las conclusiones?
Veamos. Se partía de la idea de un hombre natural y se adjudicaba la libertad al ser
natural del hombre, pensándola como un atributo de la naturaleza, de la misma manera que
una planta es libre para crecer y fructificar, que un astro lo es para proseguir sin obstáculos su
ruta. Y se pensaba en una φνσις del hombre a la que era preciso devolver esta libertad de
movimientos. ¿No estará en esta idea de la naturaleza humana el error fundamental? ¿No será
en esta idea vegetal de la vida del hombre donde radiquen la tremenda equivocación que hace
insoluble el problema de su libertad?
Ya al final del siglo XIX una mente genial hizo de la ​vida la idea eje, fundamental, de
una nueva moral, de una filosofía que sería la filosofía del porvenir. Pero Nietzsche no
consigue determinar con precisión, aunque genialmente lo atisba, en qué consiste esa vida del
hombre. Nos habla de una moral de héroes, de un superhombre, moral activa, creadora. Pero
solamente hoy se nos dice desde el terreno de una pura metafísica que el hombre no tiene
naturaleza, sino vida, y “tener vida no es tener un ser sino tener que ir a buscárselo desde la
cuna a la sepultura” [cita de “Lecciones universitarias” de D. José Ortega y Gasset], y para
buscarse ese ser el hombre tiene que estar en incesante actividad. Pero esta actividad depende
en gran parte de su ​decisión. A esta íntima decisión habría que vincular la libertad humana.
Libertad para decidir un quehacer. Libertad y vocación. ¿No será este terreno de la vocación
el adecuado para entender desde él el sentido de la libertad en el hombre?

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