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AMOR En el Metro.

Temprano por la mañana. Se oyen por los parlantes algunos acordes de música folclórica

nacionalista. Miro alrededor. Todos tienen cara de sueño y pocos amigos. Llega el tren, con gente

estampada contra sus puertas, con loncheras y maletines, perfumes y malos olores. Intento entrar

en el vagón pero que va – es más fácil entrar al cielo esta vez. Un viejo peludo como un lobo,

vestido solo con camiseta y brillante por el sudor como bañado en aceite, se abre camino entre

los demás, su grasa corporal le ayuda a hacer un hueco entre la gente apiñada, y zass… ahí está,

metido en el vagón como una vaca más, en el lugar que me tocaba a mí, pero bueno, no pelearé

esta vez.

Me quedo en el andén, contando la cantidad de gente que se quedó en la misma situación que yo.

“Además, ese viejo sí que era asqueroso! Parecía que llevaba un sweater puesto con ese pelero

loco en la espalda y en todos lados. Y en camiseta! Guácala! Puajj!!” – pienso.

Me entretengo mirando la foto de la chica en la última página de la revista deportiva que está

leyendo un hombre joven parado a mi derecha. A mi izquierda está una señora con un ejemplar

de Ultimas Noticias bajo el brazo, en donde se asoman unos números de lotería y unos

motorizados que están implicados en unos hechos violentos. Bueno, cosas de todos los días.

Está llegando un tren casi vacío, pero del otro lado del andén. Todos miramos con envidia a los

pocos pasajeros, a quienes, al parecer, les llegan nuestros sentimientos.

Llega tambaleándose un borrachito. Viste chaqueta y pantalón que no hacen juego, y unos

zapatos deportivos muy gastados color gris, rotos en las puntas. Sabe que está hediondo y no

sabe que hacer. Después de quemarlo con mi mirada de “aquí no te pares que yo me puse

perfume y contigo al lado me voy a poner a heder a cochino en peo” sigue tambaleándose hasta

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el próximo grupo de ciudadanos, a la espera de la aparición mágica de una puerta de vagón de

Metro. Bueno, eso no es nada mágico: simplemente ocurre cada 15 minutos, más o menos.

Lentamente, como si hubiera un suicida dispuesto a arrojarse delante de él, va llegando el tren.

El conductor parece que está aprendiendo, ya que tiene una persona al lado que le está hablando

de algo y se están riendo. Después de varios frenazos bien abruptos, aparece la puerta deseada

delante de nuestras narices y nuestros corazones comienzan a latir fervorosamente.

Esta vez me ayudo con la mano huesuda de la señora que tengo parada detrás de mí. Su

inquebrantable voluntad de entrar sí o sí esta vez la obliga a meter su mano dentro de mis

costillas, lo cual hace que invariablemente y aullando de la sensación tan desagradable, me

adentre en el vagón sin sentir resistencia. Después de la señora entra un gordo bien alto, y nos

empuja a todos con un golpe rápido y seco con su panza, como si estuviera en su casa y nosotros

no fuimos invitados. Las puertas se abren y se cierran varias veces, la última vez apretando la

ropa de una mujer joven, bien vestida, que se queda pegada a la puerta esperando que se abra,

pero que va, esta vez la puerta no se va a abrir. Lentamente y como si estuviera probando los

frenos el tren arranca, no sin dar antes unos cuantos movimientos súbitos que nos ayudan a

distribuirnos dentro del vagón de una manera más pareja. (Graciasss, conductor!)

Entonces llega el momento de levantar la cabeza y comenzar a mirar a las personas que te

rodean. Veo mi bolso y lo protejo de los amigos de lo ajeno con mi brazo. Hay varias personas

que me están mirando fijamente. Luego comienzo a sentir mucha incomodidad física, ya que mi

lonchera se está clavándose en mi costado. Hay un hombre atrás mío respirándome en la nuca, y

no se ha cepillado los dientes, creo, porque huele mal. Otro hombre enfrente de mí dobla el brazo

de la forma mas contorsionista y comienza a morderse las uñas con tanta rabia, que pareciera que

las odia y no las puede ver mas. Ya casi ni uñas tiene. Pero siempre hay alguien dispuesto a

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hacerse la manicura en el vagón del metro, utilizando para tales fines sus afilados dientes. Saca

los pellejos y se los come. Después se mira los dedos con expresión de admiración en el rostro,

tipo “Que bonito me quedó el trabajo, Y QUE BARATO!!”.

Apartando mi rostro de la uña arreglada por el manicurista chimbo, que tengo a diez centímetros

de mi rostro, de repente observo como una cabeza despeinada de una mujer joven se acuesta

sobre el brazo flaco pero firme de un hombre, también joven, que, al parecer, la está abrazando.

“Que bárbaro”, pienso, “apuesto a que estos segurito se acostaron juntos anoche.” Comienzo a

observarlos con curiosidad y me doy cuenta que ellos no están pendientes de nada a su alrededor.

Nada los estorba, no ven al señor que se saca el cebo de la oreja, el otro señor que se le salen los

pelos de la nariz, no, ellos están en su mundo. Un mundo de felicidad y de amor. Se están

abrazando y lo que sienten al tocarse, ese placer lechoso, parece adentrarse en el ambiente del

vagón y forma como una pequeña burbujita rosada, que los protege de los violentos arrebatos de

los demás pasajeros y del conductor del tren.

Están hablando. Están planeando la salida de esta noche. Y este momento para ellos es

infinitamente bello y lleno de dulzura. Cuando las puertas del tren se abren y la multitud se abre

paso a empujones y carterazos, oigo la pequeña burbujita rosada eclipsar.

FIN

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