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Henry miró el reloj. Dos de la madrugada. Cerró el libro con desesperación. Seguramente que sería
reprobado en el examen del día siguiente. Entre más estudiaba geometría, menos le entendía. Las
matemáticas se le habían dificultado siempre pero la geometría le estaba resultando sencillamente
imposible de aprender.
Lo peor era que no podía darse el lujo de reprobar la materia pues en sus primeros dos años en el
colegio había reprobado ya otras tres y, de acuerdo con las estrictas reglas de su escuela, si ese año
reprobaba una sola materia más entonces sería eliminado automáticamente de los registros
correspondientes de control escolar. Por otra parte, él certificado de compleción del colegio era
indispensable para poder ingresar a la carrera que tenía contemplado estudiar. Sólo un milagro
podría salvarlo.
Se levantó. ¿Un milagro? ¿Y por qué no? Siempre se había interesado en la magia. Tenía libros. Había
encontrado instrucciones sencillísimas para llamar al diablo y someterlo a su voluntad. Nunca había
hecho la prueba. Era el momento: ahora o nunca.
Sacó del estante el mejor libro sobre magia negra. Era fácil. Algunas fórmulas. Ponerse al abrigo en
un pentagrama. El diablo llega. No puede nada contra uno y se obtiene lo que se quiera...
Movió los muebles hacia la pared, dejando el suelo limpio. Después dibujó sobre el piso, con un gis,
el pentagrama protector. Y después, pronunció las palabras cabalísticas. El diablo era horrible de
verdad, pero Henry hizo acopio de valor y se dispuso a dictar su voluntad.
Acto seguido, el diablo saltó las líneas del hexagrama, que el muy idiota de Henry había dibujado en
lugar de un pentagrama, para devorarlo.