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Nadie avisa cuando se muere un Chinaski

Publicado el 29 Diciembre, 2016 por José Playo


Cuando la década del ‘90 empezó a armar el bolso para darle fin al siglo 20, irrumpió en la escena
mundial el invento más increíble de la historia de la humanidad después de la rueda, la imprenta y
el dulce de leche: internet. Los jóvenes de aquellos años fuimos rápidamente seducidos por
flamantes cafeterías con dos monitores, que colgaban el cartel en la puerta anunciando el maridaje
del futuro: cibercafé.

Yo me hice habitué de uno que había sobre la Chacabuco. Era un antro en el que la conexión era
pésima y el pocillo venía aguado. El hijo del dueño le había recomendado al padre que conectara el
servicio y comprara computadoras. En ese reducto oscuro saqué mi primera cuenta de correo para
que no me escribiera nadie. Y empecé a vislumbrar una manera totalmente nueva de palpar el
mundo: en el monitor había colores, textos con palabras subrayadas en azul que te llevaban a otros
lados.

La primera cosa que busqué en la red fue una imagen subida de tono que, a la manera de un
almanaque de gomería, apareció en la pantalla bajando en cuotas. Para cuando ya no quedaba del
café más que la borra, terminó de cargarse: me avergüenza decir que lo primero que navegué en
internet no fue la biografía de un escritor ruso ni la situación política en Medio Oriente, sino la foto
de una modelo californiana en una playa, boca abajo en la arena.

Si bien el contenido para adultos resultaba atractivo, había que esperar mucho para ver resultados
concretos. En aquellos años no abundaba el porno borrascoso que hay disponible hoy, así que lo
más fácil era buscar contenido que tuviera sólo texto.

Por ese entonces me había metido de cabeza en los libros de los escritores de la generación beat,
entre quienes admiraba con especial cariño a Charles Bukowski, un viejo norteamericano que
escribía cuentos y poesía sobre sexo, alcohol, mujeres licenciosas y apuestas a caballos. Cada una de
sus historias estaba protagonizada por su alter ego, Henry Chinaski. Leer a Bukowski resultaba
divertido y fácil.
El tono que usaba no era pretencioso y las historias que contaba solían ser muy originales y
picantes. El primer libro suyo que compré fue La senda del perdedor, un texto novelado
autobiográfico que te dejaba sin aliento. La línea con la que comenzaba el libro era un anzuelo
precioso: “La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa, veía la pata de una
mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del mantel colgando”.

Internet me guio mejor que un librero, el viejo del bar me siguió regando de café y pronto me hice
de otros libros del autor que me fueron volando paulatinamente la cabeza: Hijo de Satanás, que
funciona como una continuación del anterior. Y de ahí a sus poemas. Y más tarde, a su novela
Cartero, con la que ganó fama.

Bukowski escribió Cartero a pedido de su editor, quien le dijo que con una novela bajo el brazo sería
más fácil hacerse un lugar en la escena literaria de aquellos años. La respuesta del escritor fue la
siguiente: “Dame un par de semanas y te traigo una novela”. Así nació la crónica tremenda de su
experiencia como trabajador del servicio postal norteamericano. El libro también arranca con una
línea hermosa: “Empezó por error”. Palo y a la bolsa.

En ese tiempo me maravillaba la posibilidad de seguir acopiando sus libros. Si bien el resto de los
escritores de esa generación previa al auge del Peace and love hippie también me gustaban
(Borroughs, Kerouak, Ginsberg), no había ninguno que me resultara más atractivo que el viejo
borracho que contaba sus aventuras viciosas con pelos y señales. En sus libros había escenas
sórdidas y crueles, pero también había ternura en estado salvaje que era entrañable.

Para cuando me cayó en la mano su novela Mujeres, yo ya era un fanático enfermo. Señalada como
un texto misógino en la actualidad, la novela responde a la necesidad del autor de manifestar la
tensión permanente con el sexo opuesto. También la línea de arranque del texto es adictiva: “Tenía
cincuenta años y no me había acostado con una mujer desde hacía cuatro”. Para un lector iniciado,
encontrar ese desparpajo era muy alentador. La literatura que trabajaba Bukowski era simple y
llana, sin ampulosidad o ínfulas académicas. Si había que escribir “mierda”, escribía la palabra y no
un eufemismo flaco. Lo que más me impactó fue que escribía para los lectores y no para otros
escritores.

Tengo la teoría de que cuantos más años tengas, más cosas podés buscar en internet. Con esto
quiero decir que los jóvenes a veces carecen de experiencias y conocimientos para poder ampliar o
indagar. Siempre estuve orgulloso de eso, aunque cuando supe de la muerte de mi escritor favorito,
me sentí tonto e inocente. Lo supe de boca del tipo que me vendía libros en la peatonal. “Se murió
hace una bocha”, me anotició.

Nosotros habíamos cambiado de siglo y yo seguía pegado a su literatura como si estuviera vivo. Hice
un duelo por él a destiempo, consternado y confundido. No sabía que en internet se podían leer
noticias. La última vez que pisé el bar de la Chacabuco, habían sacado las computadoras para poner
unos televisores. Poco después, me creció un celular en la mano. Nada ha sido igual de romántico
desde entonces.

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