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Introducción
La enfermedad y la muerte eran muy visibles en épocas más antiguas. Los enfermos
andaban por las calles, estaban sentados al borde de los caminos, los leprosos
anunciaban su presencia con el tableteo de matracas, sus procesiones eran
advertencias visibles de otras procesiones más silenciosas que acompañaban
enfermedades como la peste y el cólera. La muerte tenía así una representación que
atañía a cada cual de forma inmediata. Cuando fallecía alguien, la población entera
participaba en su entierro convocado por el doblar de campanas, se le conducía al
cementerio, que antes se encontraba en el centro de la ciudad. La muerte, al igual que
la enfermedad, eran presencias constantes.
Los ritos funerarios, los sarcófagos, los entierros, los cementerios, todo está
vertebrado desde el origen del hombre alrededor del culto a los muertos, lo cual
evidencia la adherencia emocional de la especie humana al tema del momento del
tránsito de la vida a la muerte. A lo largo de la historia del hombre es evidente que el
tratamiento con el cadáver, el conjunto de objetos funerarios, así como el lugar que la
cultura ha concedido a la muerte y el mantenimiento de una relación entre los vivos y
los muertos, pone de manifiesto cómo el fenómeno de la muerte ha propiciado desde
épocas tempranas, los más complejos y elaborados sistemas de creencias y prácticas
mágico-religiosas que le han servido a la humanidad de todos los tiempos y culturas,
para explicar, entender y manejar el hecho mismo de la muerte.
Durante cientos de años la muerte era una ocasión para la renovación de la vida, se
bailaba frente a iglesias y en los cementerios. Ya a fines del siglo XIV cambiaba el
sentido de estas danzas: de un encuentro entre vivos y muertos, se transformó en una
experiencia meditativa, instrospectiva…Para el hombre medieval la muerte significaba
una comunidad de destino; enseñó al hombre de la ilustración que su vida debía ser
preparación para la eternidad: el hombre debía ser capaz de asumir su finitud, de
abandonarse a su caducidad, desligándose de los compromisos y de las ataduras de
la vida cotidiana. Si las sociedades primitivas concebían la muerte como el resultado
de la intervención de un agente extraño (de un “mal de ojo” o de la influencia de una
bruja o un ancestro), durante el medioevo cristiano y musulmán la muerte continuó
considerándose como el resultado de una intervención deliberada y personal de Dios,
representada por la lucha de un ángel y un demonio que luchaba por el alma que se
escapaba del moribundo…Apenas durante el siglo XV aparecieron las condiciones
propicias para que la muerte fuese más “natural”…en una parte inevitable, intrínseca,
de la vida humana. La muerte se vuelve autónoma y durante tres siglos coexiste,
como agente distinto, con el alma inmortal, la divina providencia, los ángeles y los
demonios (8). La representación de la muerte se convirtió, como antaño en las
paredes de las cavernas, en el tema más popular de la poesía, el teatro, la pintura y
las artes gráficas, generalmente cargada de atributos terroríficos o de tintes
demoníacos apocalípticos, induciendo la meditación de la caducidad de lo terrenal. La
gente quiso dominarla aprendiendo el arte o la destreza de morir, fue cuando surgió el
Ars moriendi, de autor aún no identificado y reeditado en varias lenguas por muchos
decenios, ornado con grabados en madera de alta calidad artística. Entonces lo que
se jugaba era la salvación o la condenación eterna y las imágenes del Juicio Final, de
la subsecuente agonía de los réprobos en el Infierno y del júbilo de los beatos,
adquirían un punto tan dramático y majestuoso, que ha producido durante mucho
tiempo un perdurable efecto en la mente y el corazón de los hombres…El hombre era
amo no sólo de su propia vida, sino de su muerte…ella le pertenecía a él y sólo a
él…(1)
Fue a partir del siglo XVII que el hombre dejó de ejercer esa soberanía absoluta sobre
su muerte y empezó a compartirla con su familia. El romanticismo del siglo XIX que
exaltaba por igual pasiones violentas y emociones desbordadas, hizo aparecer en
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escena el dolor y la desesperación frente a la muerte del otro, del ser amado…Junto
con ello, cobra importancia el sentimiento de privacidad, característico de los vínculos
de la familia y emanados de ellos. La muerte es así exaltada, se le considera terrible,
pero hermosa, y aunque no desaparece del todo la conexión de la muerte, el pecado y
el infierno, comienza a verse el otro mundo como el lugar de reunión eterna de
aquellos que han sido separados por la muerte. En el catolicismo, algunos ejercicios
religiosos (cumplimiento de deberes como preparación, escapulario o rosario)
adquirieron cierto carácter propedéutico; el Islam veía más la relación con la muerte
de una manera natural y sencilla.
Así, durante muchos siglos, los hombres morían de una manera bastante similar, sin
grandes cambios, hasta que todo comenzó a transformarse hace cuatro o cinco
décadas de modo radical…El hombre moría en su casa, rodeado de su familia
(incluso niños), amigos y vecinos. El enfermo era el primero en saber que iba a morir
(sintiendo que “su final se acercaba”), se comunicaba abierta y espontáneamente con
los suyos en los últimos momentos, momentos de grandes amores, de perdones y
despedidas, de reparto de bienes, de últimos consejos a sus hijos…recibían la
compañía del clérigo…la muerte era vivenciada como un acontecimiento público,
morir era una “ceremonia ritual” en la que el agonizante se convertía en protagonista
principal. La muerte “maldita” era la súbita, inesperada (por accidente o
envenenamiento), mientras que la “buena muerte” era aquella avisada, advertida, que
permitía preparar los últimos asuntos.
Hoy, por el contrario, las condiciones médicas en que acaece la muerte han hecho de
ella algo clandestino. Ya la terapia actual en los grandes hospitales está cargada de
anonimato, que llega a su cima en el momento de la muerte. Al moribundo se le exige
dependencia y sumisión a las prescripciones, sus derechos son “no saber que va a
morir, y si lo sabe, comportarse como si no lo supiese” (9). El estilo de muerte que
desea el hombre que vive en la sociedad tecnológica de hoy está en armonía con esa
atmósfera de clandestinidad que rodea la defunción. Se aconseja la discreción, que
parece ser la versión moderna de la dignidad: la muerte no debe crear problemas en
los supervivientes. Lo ideal es desaparecer de puntillas, sin que nadie lo note (6). Esta
es la “dulce muerte del hombre masa” (10).
El caso es que hoy se oculta a la muerte y todo lo que nos recuerde a ella
(enfermedad, vejez, decrepitud, etc.). Nada que tenga que ver con la muerte es
aceptado en el mundo de los vivos. Esto se ha traducido en un cambio radical en las
costumbres y actitudes de las personas y también de los profesionales, en los ritos
funerarios, en el proceso de duelo; el embate del modernismo ha introducido múltiples
innovaciones. En los Estados Unidos y en otros países, empresas especializadas se
encargan de lo que es ya “el gran negocio de la muerte”, ofreciendo un espectáculo
verdaderamente patético. Aumentan las tendencias al perfeccionamiento de la
tanatopraxia (reconstitución y embellecimiento del cadáver), con grandes anuncios
comerciales; se proponen modas para los muertos con un gran fetichismo de lo
natural; se conservan en la actualidad cientos de cádaveres congelados en espera de
que la ciencia pueda resucitarlos, curarles de la enfermedad que les produjo la muerte
y hasta rejuvenecerlos; se fabrican colchones especiales para muertos y ataúdes con
aire acondicionado; se envían cenizas en cápsulas espaciales que giran alrededor de
la tierra…
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neumonía los antibióticos, sino una mano cálida que acaricie y sostenga la mano del
paciente” (14)
consideran su trabajo como la lucha por todos los medios contra la muerte, habría dos
maneras de evitarla: una, consistente en intentar retrasarla más o menos
obstinadamente (encarnizamiento terapéutico); otra, en resignarse y adelantarla
(eutanasia). El encarnizamiento terapéutico y la eutanasia son así las tentativas
simétricas para evitar la confrontación con la hora de la muerte. Cuesta trabajo el
aceptar el “no hacer nada”…
Para las enfermeras, sus primeros encuentros con la muerte y la agonía son como un
baño como agua helada, pero ellos no se pueden escapar tan fácilmente como los
médicos. Algunas tienden a dedicarse a alguna labor innecesaria y a ignorar el
significado de lo que les está sucediendo. De todas formas, por la razón de ser de su
trabajo y de su formación, suelen tener menos sensación de fracaso ante la muerte
que los médicos y se convierten frecuentemente en “defensores” de los enfermos ante
los galenos, insistiéndoles en que vayan a visitar al paciente, pidiéndoles que les
receten algún analgésico más enérgico, etc.
Se ha dicho que los médicos tienen más miedo a la muerte que a los enfermos.
Kasper estudió en varias profesiones las respuestas a las preguntas: con qué
frecuencia piensa en la muerte? cuánto miedo tiene a la muerte? (19), y resultó que el
grupo de médicos era quien menos pensaba en ella y el que más le temía. Algunos
podrían explicar esto con razones de orden profesional: el médico es quien ve la
muerte con más frecuencia, y, como consecuencia, puede comprender más a fondo
su inevitabilidad, miseria, pena y horror. Pero también puede haber otra explicación.
Antonelli (20) plantea que es inexacto que el médico tenga más miedo a la muerte
porque se ha hecho médico, sino que se ha hecho médico, porque era quién tenía
más miedo a la muerte. Según él, tal miedo a la muerte constituye una motivación
determinante, entre las que orientan hacia la elección de la profesión médica. Así,
cada encuentro con la muerte le desensibiliza y va reforzando sus propias ilusiones de
inmortalidad. Así también piensa H. Leeb (21).
Es cierto que muchas personas dan un sentido a la muerte, otras no tienen siquiera
tiempo o condiciones para hacerlo. Si lográramos comprender mejor a las personas
en vida y entender mejor el papel central de sus motivaciones, de su intencionalidad,
podríamos tener una mejor comprensión de la muerte, no como el fenómeno objeto de
estudio de una sola ciencia (la Tanatología), ni tampoco como el límite invisible e
inefable ante el cual sólo podríamos tener una aproximación mística, sino de la muerte
como algo que tiene sentido y que puede ayudar al proceso de morir de estas
personas.
2. El proceso de morir: que puede ser largo, doloroso y lleno de sufrimiento, con tres
fases clínicas: a) fase aguda de crisis (toma de conciencia de la proximidad de la
muerte), b) fase crónica más o menos prolongada (pérdida paulatina de
capacidades, pertenencias, autoestima, seguridad, que expresan la frontera entre
el vivir y el morir, y, c) fase propiamente terminal (últimos días)
3. El duelo: puede ser un largo proceso lleno de sufrimiento para la persona que ha
perdido un ser querido, y también para los profesionales de la salud que han
atendido y se han encariñado con quien ha fallecido.
Los profesionales de la salud que atendemos pacientes moribundos podemos influir
con intervenciones apropiadas en los dos últimos de estos procesos.
Los factores que determinarán las necesidades del paciente terminal son cuatro (1):
La interacción de estas variables nos hará comprender una y otra reacción que el
paciente asumirá ante su enfermedad terminal y el curso que haya de tomar el
proceso tendiente a la aceptación final.
En los últimos años, se ha subrayado cada vez con mayor rigor, la necesidad de
profundizar en el papel que juegan los aspectos emocionales en los pacientes con
enfermedades en etapas terminales al tiempo que crece la exigencia de prestar a los
mismos una atención terapéutica adecuada (33-42).
todos los seres humanos, es especialmente relevante para los médicos de familia y
para los profesionales de la salud que trabajan en unidades de cuidados paliativos,
servicios de Oncología, SIDA, o en todas aquellas unidades asistenciales en las que
la muerte o su amenaza se encuentran permanentemente presentes. Las razones son
harto elocuentes y han sido referidas en la literatura señalada y en muchos otros
materiales bibliográficos (47-49).
Para evaluar la ansiedad ante la muerte, al igual que sucede con la ansiedad en
general, posiblemente la mejor forma de hacerlo sea a través del autoinforme.
Paradójicamente, la mayoría de las escalas de ansiedad ante la muerte que se
conocen no son éticamente aplicables a las personas que se encuentran gravemente
enfermas o próximas al fin de su vida, ya que, en la mayoría de los casos, al plantear
a los enfermos las preguntas que contienen, estas podrían sugerirles nuevas
amenazas, generarles mayor ansiedad ante la muerte y aumentar el sufrimiento. Por
ello, la mayoría de los investigadores optan por administrar sus escalas a colectivos
que no se encuentren bajo una amenaza de muerte inminente: estudiantes
universitarios y personas sanas extraídas de la población general, profesionales
sanitarios, enfermos aquejados de enfermedades crónicas sin peligro inminente,
trastornos leves o personas jóvenes que han superado una enfermedad grave (45).
Ante esta realidad, estamos de acuerdo con Bayés (26) en un cuestionamiento
esencial: hasta qué punto los datos así obtenidos se pueden generalizar a situaciones
reales que suscitan una amenaza mortal, en la medida en que al plantear las
preguntas en situaciones emocionalmente neutras, los sujetos pueden tomarlas como
simples componentes de un mero juego intelectual?
En Cuba, existe una investigación precedente, realizado en 1997, que estudió las
actitudes ante la muerte en 50 médicos de familia del Policlínico “Plaza de la
Revolución” (52). Para ello se utilizó la versión modificada de un instrumento diseñado
para estudiar las actitudes: el cuestionario conocido como “Death Attitudes and Self-
Reported Health/relevant Behaviors”, de Martin y Salovey (53). Este instrumento
extranjero fue sometido a criterios de expertos hasta su versión, para su adaptación a la
evaluación de las actitudes ante la muerte en médicos de familia cubanos, siendo
convencionalmente reformulado como “Cuestionario de Actitudes ante la Muerte” o
CAM (CAM-1).
La versión 1 del CAM estaba compuesta por 33 proposiciones, distribuidas a lo largo del
texto del instrumento, en 6 dimensiones que corresponden a diferentes aspectos
actitudinales ante la muerte: 1) de evitación, 2) de aceptación, 3) de temor, 4) con base
en la creencia de que la muerte es un pasaje o tránsito, 5) con fundamento en la
concepción de la muerte como una salida o solución, y, 6) involucrando la perspectiva
profesional. Cada médico debía completar el instrumento haciendo una marca sobre la
línea continua que aparecía en cada proposición, y en cuyos extremos quedaban fijados
los polos “Totalmente en desacuerdo” y “Totalmente de acuerdo”. Aunque era en su
registro una escala análogo-visual, para la investigación de referencia se utilizó una
magnitud que variaba de 1 a 5, y que fue llevada basándose en datos para su
procesamiento posterior. El instrumento era anónimo, siendo contestado de una sola vez,
sin entrevista focalizada preparatoria.
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Los datos obtenidos con la aplicación del CAM-1 a los 50 médicos de familia fueron
procesados con el sistema SPSS, en un esquema de análisis que incluía: a) análisis
de distribuciones de frecuencia de las respuestas a cada proposición del instrumento,
así como de las variables sociodemográficas que caracterizaban la población bajo
estudio, b) determinación de las medias para cada dimensión y variable y obtención
de la correlación entre las variables que pertenecían a una dimensión y la media de
esa dimensión, para un análisis de consistencia interna item-subescala, c)
determinación de las medias por rangos para cada variable sociodemográfica, para
obtener su correlación con los promedios de las dimensiones del CAM, y, d) análisis
de componentes principales para buscar grupos de variables que expliquen la
varianza total del problema bajo estudio (análisis factorial) y obtener índices de validez
de constructo del CAM.
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