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La obscenidad
Compilación de
Carlos Castilla del Pino
Alian2a
Editorial
© Carlos Castilla del Pino, Fernando Savater,
Claudio Guillén, Antonio Lara, Amelia Valcárcel,
Teresa del Valle
© de la compilación: Carlos Castilla del Pino
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1993
Calle Milán, 38; 28043 Madrid; telef. 300 00 45
ISBN: 84-206-2744-5
Depósito legal: M. 3.861 -1993
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
INDICE
Prefacio .................................................................................................. 9
Introducción, p or Carlos Castilla del Pino ...................................... 11
La o b s c e n id a d d e c a d a d ía ............................................................................... 13
Femando Savater
De l o o b s c e n o y d e l a o b s c e n id a d ........................................................ 23
Carlos Castilla del Pino
La e x p r e s ió n t o t a l : n o t a s s o b r e l i t e r a t u r a y o b s c e n id a d 41
Claudio Guillén
La o b s c e n id a d e n e l c in e .................................................................................. 99
Antonio Lara
E t ic a y o b s c e n id a d ...................................................................................................... 125
Amelia Valcárcel
La o b s c e n id a d co m o p r o p u e s ta c u l t u r a l ........................................ 141
Teresa del Valle
PREFACIO
C a r l o s C a s t i l l a d e l P in o
C ó rd o b a , o c tu b re d e 1992
INTRODUCCION
CARLOS CASTILLA DEL PINO
(Cátedra de Psiquiatría. Universidad de Córdoba)
FERNANDO SAVATER
(Cátedra de Etica. Universidad del País Vasco, San Sebastián)
lo que sea, pretendan coartarla por nuestro propio bien o por respeto
a la decencia. Y si pese a todo siempre tropezamos con las fulmina
ciones antiobscenas, lo más prudente será acogernos al viejo consejo
hedonista: «relajarse y disfrutar».
DE LO OBSCENO Y DE LA OBSCENIDAD
1 María Moliner, Diccionario de uso del español, dos tomos, Madrid, Gredos, 1966,
art. «obsceno».
cenidad es impudicia, supone el no pudor, por cuanto pudor es oculta
ción (inmediatamente volveré sobre este punto). De todos modos,
ésta es la acepción fuerte del término.
Hay otra acepción, que consideramos débil, que posibilita la apli
cación de este adjetivo a actuaciones no necesariamente relacionadas
con el sexo. Se trata de acepciones metafóricas y metonímicas del ad
jetivo obsceno. Por ejemplo, se califican de obscenas — y nos enten
demos, es decir, consensuamos la significación conferida, aunque po
damos estar en desacuerdo respecto de fa calificación de obscena para
una actuación determinada y concreta— , 1.°) actuaciones determina
das en las que se exhiben intimidades (no sexuales) en un espacio que
se juzga impropio para tal mostración; y 2.°) la declaración verbal,
presuntuosa, aunque con aires de modestia, de las propias virtudes: en
este sentido es obscena la declaración de humildad, de decencia, de
austeridad, etc., hechas en público y que juzgamos que debieran, en
todo caso, ser inferidas por los demás, de ninguna manera enunciadas
de modo directo por el hablante.
Esta acepción que catalogamos de débil es, como he dicho, meta
fórica y metonímica: de la obscenidad propiamente dicha se retrae lo
que en la actuación sexual obscena tiene de exhibición, pero ahora se
aplica a la exhibición de cualquiera que sea la cuestión, la pena, por
ejemplo, incluso la virtud.
Si invertimos la definición que María Moliner da al término «pu
dor» para definir ahora el que nos importa, el de «impudor» y el de
«impúdico» — adjetivos que tienen, como la obscenidad, el rasgo co
mún de lo exhibido, aunque no el de malicia ni el de grosería— la
transposición resultante quedaría como sigue:
Impudor: «falta de vergüenza de exhibir el cuerpo desnudo de la
vista de otros, [ante el hecho] de ser objeto de cualquier forma de inte
rés sexual o de hablar de cosas sexuales». Y además, y esto vale espe
cialmente para la acepción débil de obsceno, «[falta de] vergüenza de
exhibir las propias fealdades o lástimas corporales o de otra clase, o
ante la exhibición de cualquier cosa íntima, o ante el hecho de que se
le alabe en su presencia»2.
3 A. J. Greimas, y J. Courtes, Semiótica; trad. cast: Madrid, Gredos, 1982, arts. «pa
recer» y «verdad». En Semiótica II, trad. cast.: Madrid, Gredos, 1991, arts. «parecer» y
«ser».
este seminario), desempeña en la frase función de sustantivo por
transposición. En estas circunstancias, el adjetivo, aunque sirve para
la descripción del objeto, como señalan todos los gramáticos y especí
ficamente lo advierten Ducrot y Todorov4, por sí mismo no sirve
para la referencialidad. En efecto, ¿a qué nos referimos cuando deci
mos de algo que es «obsceno»? Si no decimos precisamente de qué ac
tuación se trata, qué intenciones presuponemos en el actante, cuál era
el contexto en el que la actuación tuvo lugar, en suma, si no hacemos
una descripción que por sí supla al adjetivo, ¿qué añade la palabra
«obsceno» a la misma? Decir de una película o de un libro que son
obscenos no añade información alguna (quienes fueron a una proyec
ción de La dolce vita bajo la premisa de obscena salieron de la sala, en
una mayoría, decepcionados). Y si precisamos la actuación de refe
rencia, esto es, la conducta que se califica de obscena, ¿no cabe la po
sibilidad de que al aplicarle la calificación de obscena el interlocutor
difiera afirmando que para él no lo es? En la teoría de la comunica
ción — a la que he de acudir posteriormente— se diría genéricamen
te: el adjetivo no relacional o adjetivo valorativo no informa del sustan
tivo; añade información al sistema constituido por los actantes, pero
no la que se pretendería: la de la actuación. Por tanto, la información
que añade no es sobre lo que se habla sino del hablante mismo. Esta
parte valorativa del enunciado, por ejemplo, el «obsceno» de «la con
ducta de X es obscena», la he llamado estimativa y, dentro del grupo de
las estimativas, estimativa asertante5. Se quiere decir con ello que la esti
mativa asertante expresa la relación (afectiva, emocional) del hablan
te con el objeto. En efecto, en este caso el adjetivo, en la construcción
del mensaje, habla del hablante mismo, pero no informa del sustanti
vo a que parece hacerse referencia, en este caso la actuación, verbal o
extraverbal (gestual, pictórica, gráfica, etc.) de X.
7 Ver a este respecto una antología sin igual en el libro de Juan J. Ruiz-Rico, El sexo
de sus señorías. Sexualidad y tribunales de justicia en España, Madrid, Temas de Hoy,
1991.
jurado— no lo juzgan tal. Un terrorismo por decirlo así consensuado
y, por eso, y es lo más temible, aceptado por la mayoría, y, consecuen
temente, con supuestos visos de objetividad.
Es necesario introducir una matización al respecto. Desde cierto
punto de vista jurídico, hay una razón para justificar este planteamien
to. Si la jurisprudencia tiene como objetivo último la regulación de las
normas de una sociedad en un momento histórico concreto, entonces
el legislador tiene como misión recoger el común sentir, o el sentir de
una mayoría, respecto de aquellos comportamientos en los que se
plantea cuándo y cómo tiene lugar una transgresión de los comporta
mientos normativos (ajustados a la norma). El debate, pues, sobre el
problema habría de desplazarse del ámbito jurídico a la sociedad civil,
y desde ésta trasladarlo posteriormente a aquél.
8 J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras; trad. cast. con el título: Palabrasy acciones:
Buenos Aires, Paidós, 1971.
herramientas lingüísticas más adecuadas para la actuación obscena
que en un momento determinado precisa el usuario del idioma. Pero
no invalida la aseveración de que «todo» puede ser usado obscena
mente, lo que significa también que «todo» puede ser usado no obsce
namente. Pensemos en el simbolismo onírico freudiano: práctica
mente «todo» puede simbolizar el falo, pero ello supone que «todo»
puede significar cualquier cosa (que no sea el falo; o además del falo).
Es este uno de los puntos débiles de todo intento de establecer un dic
cionario de símbolos, más allá de los que recogen los codificados en
determinados universos de discurso (religiosos, políticos, etc.), y la
posibilidad de entrar en la espiral de una semiosis ilimitada (Eco)9 y la
subsiguiente interpretación infinita y, por tanto, inoperante (Castilla
del Pino)10.
He aquí dos ejemplos de actuaciones a las que se podría aplicar
el calificativo de obscenas, y que no obedecen al código de la
lengua:
1.°) «te sacudiría el gremio en el reverendo».
2.°) «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clé-
miso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exas
perantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enre
daba en un grimado quejumbroso... Temblaba el troc, se vencían las
marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niola-
mas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopena-
ban hasta el límite de las gunfias» (julio Cortázar, Rajuela, edición de
Andrés Amorós, Madrid, Cátedra, 1983, p. 534).
En la ilocución si puede darse lo obsceno, la ilocución sí puede ser obscena. Las
palabras y frases son usadas como obscenas, cualesquiera que sean,
del mismo modo que no hay instrumento alguno que, aparte de servir
para el uso específico para el que fuera creado, no pueda ser usado
para llevar a cabo con él una representación gesticular obscena. Cual
quierfrase, en principio, podría ser usada como obscena. Recordemos el sinnú
mero de veces que se amenaza a alguien o grosera y metafóricamente
se le sugiere que una palabra, objeto, animal o persona se la introduz
ca en cavidades como el ano o la vagina. En última instancia, pues, si
cualquier palabra o entidad empírica o imaginaria denominable puede ser usada
para la metáfora entonces es posible que esa metáfora sea de contenido obsceno. Es
más, lo obsceno *«. ~:¡a í ^ cp^ótí radica precisamente en su orden metafórico.
9 U. Eco, Tratado de semiótica general; trad. cast.: Barcelona, Lumen, 1977.
10 C. Castilla del Pino, Interpretación, interpretado, intérprete, en prensa, en Theoría, vo
lúmenes conmemorativos del cincuenta aniversario d r !a aparición.
Pero además una ilocución (con una palabra, una frase o un ges
to) son obscenos si el hablante trata de obtener un efecto obsceno, es decir, que
también es preciso que lo obsceno lo sea en la perlocución. Por eso vuelvo a la de
finición de María Moliner, y concretamente a la expresión: «se dice
de lo que representa o sugiere — y ahora vienen los dos términos que
interesan en este momento— maliciosa y groseramente...».
En efecto, la malicia y la grosería son rasgos característicos de lo
obsceno. No la simple e insinuada malicia, que haría a la ilocución
«picante», «inconveniente», «verde», sino además la grosería, esto es, lo
«procaz», lo «grueso». «Grosería» deriva de «grueso», que inicialmente
es «tosco», «rudo», y es ulteriormente cuando se hace sinónimo de
«grande», «abultado» (Corominas y Pascual)n. Trataré de hacer ver
posteriormente qué función desempeña la grosería en la cualificación
de una conducta como conducta obscena, por parte de quien la hace o
por parte de quien, pasiva o activamente, la recibe.
12 Para la distinción entre íntimo, privado y público, verC. Castilla del Pino, Temas,
Barcelona, Península, 1989, pp. 19-23. En un apretado resumen, público es lo observa
ble y observado; privado, lo observable que no debe ser observado; íntimo, lo inobser-
vablc.
De lo obsceno y de la obscenidad 39
CLAUDIO GUILLEN
(Cátedra de Literatura comparada Universidad de Harvard.
Universidad Pompeu Fabra de Barcelona)
como en «Les Neuf Portes de ton Corps» (también de los Poémes á Ma-
deleine), donde aparecen perlas y corales y no sabemos bien si es el
amor lo que vindica el cuerpo o el cuerpo lo que sostiene las metáfo
ras amorosas, por ejemplo a propósito de la novena puerta:
Aludo, pues, a una clase de metáfora que poco tiene que ver con
el denominado eufemismo, que la Academia define como un «modo
de decir para expresar con suavidad o decoro ideas cuya recta y franca
expresión sería dura o malsonante». Es éste un proceder elusivo que
numerosos escritores practican — incluso el caballero Casanova, tan
aficionado a giros como «el templo de Venus», y el prolífico Restif de
la Bretonne, que habla del «ceptro del amor»— y connota sobre todo
buena educación y cierto nivel correcto, comme ilfaut, de sociabilidad.
La metáfora que recordamos aquí, al revés, siendo alusiva, acentúa la
introducción de las partes y funciones del cuerpo en la obra literaria,
o sea, es una manera no de eludir sino de interpretar y justipreciar
esas funciones.
No es suficiente entonces el circunloquio correcto, ni tampoco
llamar el pan pan y el vino vino: ni la ñoñería ni la falta de imagina
ción. Recuérdese aquella comedia de Aristófanes de tema tan conoci
do, Lisistrata: las mujeres de Atenas se declaran en huelga sexual, re
chazando a sus maridos, para poner fin a la guerra contra Esparta. Li-
sístrata, que es como la secretaria general de aquel improvisado sindi
cato, se dirige a sus compañeras mediante referencias bastante crudas
a sus atributos físicos, ya que es importante que ejerzan como mujeres
bellas y deseables. Se elogian los senos denominados «membrillos» de
una de ellas (w . 155-156), que así se presentan como frutos; y de
otra, natural de Beocia, el pubis o «bello llano» que le ha sido depila
do, pues «el poleo le ha sido arrancado» (w . 88-89) — términos cuya
comprensión contribuye al regocijo del público y, en general, al am
biente erótico de la comedia. Era menester presentar la sexualidad
para que tuviera sentido su represión, y, más concretamente, para que
se viera a la mujer como manjar apetecible.
Este ejercicio metafórico al parecer tan elemental, tan circunscri
to por su origen, reducido a la introducción del cuerpo, no ha cesado
sin embargo de dar lugar a hallazgos no ya innumerables sino tan va
riados como los entornos a los que aluden el término segundo y sobre
todo el tercero de la metáfora en cuestión — como el mundo que el
relato o el poema vincula al cuerpo. Recuérdense los muy diversos
productos de la alegría verbal que se manifiesta de tantos modos en el
Decamerom. Si el ambiente es el engaño, bejfa o burla del que son vícti
mas la pedantería, la necedad, las falsas pretensiones o simplemente
la ignorancia o negación de la vida, lo implicado no dejará de ser por
supuesto la norma religiosa: por ejemplo, volviendo al monje llamado
Rustico de la novela II, 10, la erección suya que se describe como «la
resurrezzion della carne» (dúctil imagen que se remonta a Apuleyo,
Met. II, 7); o el epíteto de «santo» que se aplica al medio con el que el
joven Maroto logra consolar a Alatiel, hija del Soldano de Babilonia,
de la muerte de su amante Pericón (II, 7): «Maroto, col santo Cresci-
in-man che Iddio ci dié la cominció per si fatta maniera a consola
re...»; ni tampoco sorprenden los términos descriptivos que se em
plean en el cuento cuarto de la jornada tercera, donde el marido enga
ñado es tan «dato alio spirito» que le llaman frate Puccio, el amante
de su joven esposa es el monje don Felice y encontramos «cavalcando
allora senza sella la bestia di San Benedetto ow ero di San Giovanni
Gualberto...». (A san Giovanni Gualberto, famoso santo florentino
del siglo xi, y a San Benedetto se les solía representar montados en un
asno, animal reputado, además, por el tamaño de su miembro.) Y si
en cierta ocasión batir la lana alude al acto sexual — «di di e di notte
ci si lavora a battecisi la lana...», en el parlamento de Bartolomea, re
pleto de giros eróticos (II, 10)— se supone que el marco aludido es
un colchón.
Pero pocos términos son más oportunos que el ruiseñor de la fa
mosa novella cuarta de la quinta jornada. Estamos a fines de mayo y la
muy joven Caterina se queja del calor que le quita el sueño, propo
niéndose dormir en el balcón del jardín de su casa, oyendo cantar el
ruiseñor. ¿Qué ruiseñor es ése?, pregunta perplejo su padre, que le ha
ría dormirse al canto de las cigarras. Dejémosla oír el ruiseñor, por
que es una niña, «una fanciullina», responde la madre. Así la niña se
reúne con su enamorado Ricciardo, haciendo cantar varias veces el
ruiseñor durante la noche. Al amanecer dice el padre: «lasciami vede-
re come Fusignolo ha fatto questa notte dormir la Caterina». Y efecti
vamente ve a los dos jóvenes dormidos, habiendo Caterina abrazado a
Ricciardo debajo del cuello con el brazo derecho, y asido con la mano
izquierda el llamado ruiseñor. En consecuencia los dos se casarán y el
ruiseñor quedará apresado en su propia jaula. En suma, Boccaccio
hace de este conocido motivo de la época un uso repetido, y lo con
vierte no sólo en el eje del cuento sino en imagen de su sentido.
El mundo implicado es la primavera, marco convencional de la
gran poesía provenzal, del arranque del Román de la Rose y de la «can
ción de maya» popular. Recordamos el rossinbols que Bernart de Ven-
tadorn introduce al principio de no pocos de sus mejores poemas; y
René Nelli'explica en L'Erotique des troubadours (1963, cap. 1) que en la
literatura popular del Languedoc y el Rosellón el canto del ruiseñor
guardó durante siglos connotaciones amorosas; y se pensaba que los
pájaros se aparejaban el día de San Valentín, el 14 de febrero. «1 gio-
vanni» — observa la madre de Caterina en el cuento de Boccaccio—
«son vaghi del le cose simiglianti a loro». Los jóvenes son deseosos de
aquello que se les parece, o sea, de ese ruiseñor que encarna la prima
vera, la naturaleza, el instinto sexual, la propia juventud y el propio
amor.
Si Boccaccio en este caso insiste en una misma imagen, sacándole
todo el partido posible, demostrando al lector su arte y su capacidad
de forma, es muy corriente — acaso lo más corriente— que una mis
ma parte del cuerpo o una misma función sea representada por una
metáfora tras otra, es decir, que una cadena verbal sostenga durante
cierto tiempo un interés erótico único, un intento concentrado de va
lorar y representar la sexualidad, insistido como el deseo mismo. Se
repiten y perpetúan así la sorpresa, la transgresión, la comicidad y la
complicidad que esta clase de expresión hace posibles. Qué duda cabe
que en el Retrato de la lozana andaluza (1526) de Francisco Delicado, es
prioritaria la expresión, sin inhibiciones, de ese afán erótico, con la
libre conciencia de todo cuanto en el hombre participa de la Natura
leza. (Anhelo reprimido por la ortodoxia y así, escribe Juan Goytiso-
lo, «Imagen de una España que pudo ser y no ha sido».) Retratar a Al-
donza, la Lozana, definiendo cómo es y no sólo lo que le pasa, es acla
rar de entrada, dicho sea con sus palabras, que «desde chiquita me co
mía lo mío, y en ver hombre se me desperezaba, y me quisiera ir con
alguno...». Según observa una vez, vinculando Natura al sexo de la
mujer, éste «no debe estar vacuo, según la filosofía natural»; y así el
afán sexual es congénito, y «querría que en mi tiempo se perdiese el
temor a la vergüenza, que cuantos hombres pasan querría que me be
sasen, y si no fuese el temor, cada uno entraría y pediría lo ve
dado...».
Pues bien, la conocida escena XIV — elogiada hace años por un
buen conocedor, Alfonso Reyes— , en que Aldonza y el joven criado
Rampín hacen el amor, ofrece ante todo una concatenación de metá
foras, ya sea del miembro viril — «dinguilindón», «cirio Pascual»,
«pedazo de caramillo», etc.— , ya del acto mismo. ¿Del miembro vi
ril? Es que es ella, la Lozana, quien suele valorar las cosas y quien se
suelta a hablar en dicha escena:
Loz. ¿Vos pensáis que lo hallaréis? Pues hago’s saber que ese hurón
no sabe cazar en esta floresta... Pasico, bonico, quedico, no me
ahinquéis... Catá que no soy de aquellas que se quedan atrás...:
¡ansi, ansi, por ahí seréis maestro! ¡Sus, dalde, maestro, enlodá, que
aquí se verá el correr d’esta lanza, quién la quiebra!... En el coso te
tengo, la garrocha es buena, no quiero sino vérosla tirar... Caminá,
que la liebre está chacada... Aprieta y cava, y ahoya, y todo a un
tiempo. ¡A las clines, corredor! ¡Agora, por mi vida, que se va el re
cuero!... ¡Cuánto había que no comía cocho!... Dormido se ha. En
mi vida vi mano de mortero tan bien hecha. ¡M al año para nabo de
Jerez!... ¡No es de dejar este tal unicornio!... ¡Ay, qué miel tan sa
brosa!
Cita, ésta, incompleta pero suficiente para mostrar que los marcos
aludidos, que son principalmente dos — la caza y la tauromaquia— ,
son ante todo campos por los que corre la actividad metafórica de la
Lozana, cuya vitalidad verbal acompaña la sexual. Nos hallamos ante
un movimiento, un dinamismo incesante que caracteriza tanto la ac
ción sexual retratada como la imaginación que aleja y distingue la pa
labra literaria de la mera obscenidad.
Al propio tiempo, y ello es fundamental para que toda una clase
de erotismo literario exista, en primera instancia, la palabra y la expe
riencia sexual se distinguen y separan de la emoción amorosa. En el
ámbito de la poesía provenzal y de sus continuadores lo imperdona
ble es hacer el amor sin amor — rudimentario trance que se concen
tra en la relación conyugal y nada tiene que ver con el servicio que el
trovador rinde a su dama: el firíam ors cuya intensa sensualidad coinci
de con la templanza y la continencia. La escritura de Francisco Deli
cado, como la de cierta literatura del Renacimiento, implica que el
origen suficiente de la experiencia erótica, como también de su expre
sión verbal, es el placer.
Una introducción a la historia de la literatura erótica, que no pre
tenden ofrecer estas notas, ha de subrayar la contribución de la Lozana
andaluza. Pues acabamos de ver, en sólo unas pocas frases, el comienzo
de lo que será una importante confluencia, la de la novela y el erotis
mo. No sorprende que ello acontezca en lengua castellana, que du
rante el siglo xvi y el siguiente disparará la prosa narrativa hacia su
futuro. Sin vergüenza ni temor, desde luego, la Lozana manifiesta pú
blicamente una experiencia privada, cuando dialoga con Rampín. Y
monólogamente, mientras él duerme, a solas, unos pensamientos ín
timos. El texto literario puede esforzarse, sí, por superar la ignorancia
y opacidad que son propias normalmente de las relaciones humanas.
He aquí ya el insólito grado de conocimiento, según recordaremos
luego, que la novela estará en condiciones de brindar a sus lec
tores.
R ondeau
En chiant l’aultre hyer senty
La guabelle que a mon cul doibs;
L’odeur feut aultre que cuydois:
J ’en feuz de tout empuanty.
O! si quelc’un eust consenty
M’amener une que attendoys
En chiant!
les ungs mouroient sans parler, les aultres parloient sans mourir.
Les ungs mouroient en parlant, les aultres parloient en mou-
rant.
¿No basta con combinar dos verbos nada más para abarcar tan di
ferentes posibilidades? ¿No sería improbable de otra forma que al
guien muriese hablando en un campo de batalla? Recuérdese el capí
tulo en que los ministros de Picrochole le aconsejan que vaya con
quistando el mundo entero, ciudad por ciudad, país por país, como
Alejandro Magno (Garg., cap. 33). El dinamismo del lenguaje no tie
ne límites, como el gigantismo de los héroes, la palabra copiosísima,
el ansia de enumeración y de hipcrbolización, la vis cómica irresistible
que triunfa a cada paso y envuelve el conjunto de la obra. Un día típi
co de la existencia de Gargantúa cuando estudia bajo la dirección de
Ponocrates ( Garg., 23) incluye a primera hora la lectura de las divinas
escrituras, rezos, oraciones; y acto seguido un momento para atender
a sus necesidades naturales — «puis alloit es lieux secretz faire escré-
tion des digestions naturelles»— , para luego vestirse, hacer ejercicio,
comer y beber copiosamente, estudiar filosofía, historia natural, ma
temáticas, astronomía, música, y purgarse otra vez «des excrémens
naturels», etc. De tal suerte un relato tan quimérico como un cuento
de hadas acaba por lanzar una red verbal sobre la experiencia de sus
personajes que los convierte en fuentes de conocimiento y vindicación del
hombre entero, sin excluir función alguna de la inteligencia o del
cuerpo.
Huelga decir que ello encierra la sexualidad y que los verbos em
pleados o inventados para referirse al acto amoroso son muchos y tan
variados o imaginativos como, por ejemplo, besogner, arresser (endere
zar), chevaucher, braquemarder (de braquemard, espada), embourrer, décrotter,
biscoter, buba]oler}fanjrelucher, beliner, se frotter le lard, jou er du serrecropierre,
etc. Desde luego numerosas bromas — pero no todas, ni mucho me
nos— son verdes y bastante inocentes: el capitán Bon Joan guarda su
breviario en la bragueta (Garg., 35); la bolsa de Gargantúa está hecha
de piel de cojón de elefante (Garg., 8); Frére Jean tiene la nariz larga
porque las tetas de su ama de cría ( Garg., 40) eran blandas: «les durs
tétins de nourrices font les enfans carnuz», etc. Panurge es el bromista
invencible del cuento folklórico del siglo xvi (como Til Eulenspiegel
o, en España, Pedro de Urdemalas), que va de aventura en aventura,
incluso alguna amorosa. Pero, fijémonos bien, no hay en Pantagruel
ningún encuentro sexual importante, salvo tal vez el esfuerzo frustra
do de Panurge en el cap. 14 por conquistar a una de las «grandes da
mes» de París, a quien requiere con brusca celeridad, sin los prólogos
y declaraciones de que usan los «dolens contemplatifz amoureux»
(provenzales y petrarquistas, claro está). Como ella se niega, Panurge
protesta con razones fisiológicas: «Madamc, saichez que je suis tant
amoureux de vous, que je n’en peuz ny pisser ny fianter.» Y puesto
que ella sigue rechazándole, Panurge recurre a un ardid para conse
guir que centenares de perros cubran a la dama de orinas y excremen
tos. Nótese que la burla deja atrás el tema amoroso y conduce a una
obscenidad meramente escatológica. Y que el interés del deseo se
xual, frente a las demás funciones del cuerpo, a las que está estrecha
mente vinculado, es para Rabelais relativo, muy relativo.
El estudio extraordinario de Mijail Bajtín, La obra de Franqois Rabe
lais y la cultura popular en la Edad Mediay el Renacimiento, entiende la escri
tura narrativa de Rabelais como fruto y supremo ejemplo de la cultu
ra cómica popular que se opone durante la Edad Media a la cultura
seria y oficial con motivo de formas, personajes y manifestaciones
como las ferias, los bufones y bobos, los gigantes y cabezudos, los ni
ños obispos, las máscaras y aleluyas, los recitadores ambulantes, saca-
muelas, titiriteros, volatineros, danzantes y saltimbanquis; y sobre
todo como las farsas y las fiestas de Carnaval. La interpretación de
Bajtin, histórica y ultrahistórica a la vez, reconoce en el Carnaval el
perfecto resumen de una muy antigua necesidad de fiesta sentida y vi
vida por todo el pueblo como gran rito de liberación colectiva. La
fiesta es juego y representación, sin más leyes que las de la libertad. La
fiesta entrega las jerarquías y prohibiciones tradicionales al dominio
de la parodia y la inversión, inventándose otra vida, un «mundo al re
vés». No se trata de experiencias aisladas o individuales. La risa es una
risa de fiesta, colectiva, total, universal — cuando todos se carcajean
del mundo entero, percibido como ridículo, irrisorio, cómico. En la
fiesta, como en lo que Bajtin denomina el realismo «grotesco» de Ra-
belais, el principio corpóreo y material es percibido como algo uni
versal, positivo, propio de todos, indivisible de una solidaridad social
y terrestre. Sus dimensiones son ante todo verticales y unen todo lo
alto con lo bajo, la parte inferior del cuerpo y la absorción por la tie
rra en la vida y en la muerte. «El cuerpo no revela su esencia, como
principio que crece y traspasa sus límites, sino en actos como el aco
plamiento, el embarazo, el parto, la agonía, el comer, el beber, la sa
tisfacción de las necesidades naturales» («Introducción»). El cuerpo
carnavalesco no es algo acabado e individual, sino un devenir mezcla
do con el mundo, los animales, el conjunto de las cosas y elementos
materiales.
Muestra Bajtin el papel constante que desempeñan en las páginas
de Rabelais las imágenes del banquete, en que se unen el comer y el
beber. Así, en el Quart Livre, la Guerra de las Morcillas, el episodio
carnavalesco de los Gastrólatras y la larguísima enumeración de pla
tos y bebidas. El motivo principal de Pantagruel es la boca abierta, la
bouchegrande ouverte, el umbral que conduce hacia abajo, la puerta que
lleva hasta la tierra. La absorción de alimentos, alegre y triunfante,
significa un encuentro del hombre con las cosas, mediante el cual el
cuerpo en movimiento traspasa sus fronteras, rompiendo, deglutien
do, tragándose y apropiándose el mundo exterior. Nos hallamos una
vez más ante una experiencia colectiva, en que toda la comunidad
participa, comiendo y bebiendo. «Este comer colectivo, coronamien
to de un trabajo colectivo, no es un acto biológico ni animal, sino un
acontecimiento social» (cap. 4).
Me parece que estas ideas confirman lo observado más arriba. La
palabra erótica e incluso la sexualmente obscena no prospera en un
mundo en que la sexualidad es no ya una función más del cuerpo,
sino inferior a la significación del comer y beber como experiencias
sociales y colectivas. Más vale, concluye Frére Jean al final del Quart
Livrey comer y beber que «baiser damoiselles». De la panza viene la
danza, «de la pance vient la dance», había dicho Toucquedillon
( G a r g . y cap. 33). El acto sexual, desde un punto de vista masculino,
que es el que aquí prevalece, no absorbe sino gasta y desgasta; y su
función generativa y reproductiva — tanto aquí como en la cultura
cristiana oficial— es lo que lo justifica socialmente. El único sexo fe
menino que aparece desnudo, ante el zorro de una fábula contada por
Panurge, es el de una vieja, de una de esas vieilles scmpitemclles que obse
sionan tanto a Rabelais como luego a Quevedo; y el zorro lo compara
a una herida abierta: «regarde que la playe est grande» (Paní.t 11). No
hay heroínas ni protagonistas ni siquiera individualidades femeninas
en esta obra. No puede haber, en esta visión que Bajtin llama grotes
ca, una sola descripción de una mujer hermosa. No puede haber,
como en el arte del Renacimiento italiano, recuperación de la belleza
del cuerpo humano. Escribe Lucien Febvre, un respetado especialis
ta, que la mujer no existe en la obra de Rabelais. Como mucho, la
hembra. Subordinación, la de ésta, que es acaso lo que la cultura ofi
cial y la carnavalesca tenían en común.
El amor a la vida es primordial en la obra de Rabelais; y podría
pensarse que la alegría, el buen humor, como en Cervantes, y el espí
ritu festivo son conciliables con manifestaciones de la imaginación
erótica. Pero ¿y la risa?, ¿esa risa total y enorme de Rabelais? ¿Son aca
so compatibles la risa y la sexualidad? Como quiera que sea, si algo
prueba Rabelais, desde el ángulo de estas notas, es que el erotismo no
es solamente una función del cuerpo.
Moi, qui ne m anie que terre á terre, hais cette inhumaine sapience
qui nous veut rendre dedaigneux et ennemis de la culture du corps
[variante de la ed. de 1588: culture et plaisir du corps]. J ’estime pa-
reille injustice prendre á contre-coeur les voluptés naturelles que de
les prendre trop á coeur. Xerxés était un fat, qui, enveloppé en tou-
tes Ies voluptés humaines, alia proposer prix á qui lui en trouverait
d’autres. Mais non guére moins fat est celui qui retranche celles que
nature lui a trouvées. II ne Ies faut ni suivre, ni fuir, il faut les rece-
voir. Je les re^ois un peu plus grassement et gracieusement, et me
laisse plus volontiers aller vers la pente naturelle. Nous n’avons
que faire d ’exagérer leur inanité; elle se fait assez sentir et se produit
assez.
No sólo la obscenidad, sin embargo, sino la expresión de este cultivo
del cuerpo o de de una sensualidad plena y sin trabas quedará general
mente reprimida o suprimida por el sistema de normas y convencio
nes que predomina en la literatura de buena parte del Siglo de Oro es
pañol, de la época Isabelina en Inglaterra, del Seicento italiano, y en
Francia, durante los reinados de Luis XIII y Luis XIV. Son circuns
tancias que estimulan el arte de la alusión, la insinuación indirecta y
el mensaje críptico, a mitad de camino entre la libertad y la creciente
autocensura. Gustave Lanson dijo que la Bastilla había avivado mu
cho el ingenio de los escritores franceses del siglo xvm . Es un fenó
meno que puede observarse ya desde el siglo xvi. También los escrito
res que hoy consideramos los más importantes, aunque no lo fueran
en su propio tiempo, como Cervantes y Shakespeare, se vieron obli
gados a ser no pocas veces cautos, oblicuos o elípticos. La prolijidad
verbal y satírica de la prosa cómica, por ejemplo en boca del Falstaff
de Henry IV, le ofrece a Shakespeare oportunidades que suelen serle
vedadas. Y no tiene igual en sus tragedias la liberación que suponen
en King Lear la escenas en que el protagonista se vuelve loco, cierto
que con la tétrica severidad de una visión trágica que vincula la se
xualidad a la muerte. Sólo estos dos extremos hacen posibles el uso de
alguna palabra: la alusividad y ordinariez admitida de lo cómico; y la
irracionalidad, como también el resentimiento antifemenino, del rey
Lear.
Recuérdense las escenas extraordinarias en que un bufón, o loco
artificial, acompaña por unos descampados al anciano rey, que se ha
vuelto loco de verdad, junto a Edgar, disfrazado de loco, y Glouces-
ter, ciego también, y Kent, calumniado y expulsado como los demás.
En la escena 6 del acto IV, Lear, guiado por Edgar, tropieza con
Gloucester sin reconocerle; y le dice:
« L e a r . — Le perdono la vida a ese hombre [apelo a la traducción
de J. M. Valverde]. ¿Cual fue tu delito? ¿Adulterio? No has de morir.
¡Morir por adulterio! No, el pajarillo lo hace, y la pequeña mosca do
rada ejerce su lascivia ante mi vista. ¡Que prospere la copulación!;
pues el hijo bastardo de Gloucester fue más bondadoso con su padre
que mis hijas, engendradas entre sábanas legítimas. ¡A ello, lujuria,
anda allá, todos revueltos!, porque me faltan soldados. Observad a esa
dama que sonríe bobamente, cuyo rostro presagia entre sus muslos
nieve, que hace melindres de virtud y sacude la cabeza al oír el nom
bre del placer — ni el turón ni el caballo bien nutrido lo hacen con
apetito más desordenado. De la cintura para abajo son Centauros,
aunque sean mujeres por arriba; hasta la cintura son patrimonio de
los dioses, más abajo de los demonios; allí hay infierno, allí hay tinie
blas, allí un abismo de azufre, ardiendo, quemando, hedor, consun
ción, ¡puah, puah! Dadme una onza de algalia, buen boticario, para
perfumar mi imaginación. Aquí tienes tu dinero.
G lou . — O h, déjam e besar esa m ano.
L e a r . — Déjame que me la limpie antes; huele a mortalidad»:
L e a r . — ...I
pardon that man’s life. W hat was thy cause?
Adultery?
Thou shalt not die. Die for adultery! No:
The wren goes to’t, and the small gilded fly
Does lecher in my sight.
Let copulation thrive; for Gloucester’s bastard son
Was kinder to his father than my daugthers
Got «tween the lawful sheets.
To’t, luxury, pcll-m cll! for I lack soldiers.
Behold yond simp’ring dame,
W h o se fa c e b e tw e e n h e r fo rk s p re sa g e th sn o w ,
That minees virtue, and does shake the head
To hear of pleasure’s ñame—
The fitchew, ñor the soiled horse, goes to’t
W hit a more riotous appetite.
Down from the waist they are Centaurs,
Though women all above;
But to the girdlc do the gods inherit,
Beneath is all the fiends’.
There’s hell, there’s darkness, there’s the sulphurous pit,
Burning, scalding, steuch, consumption; fie, fie! pah, pah! Give me
an ounce of civet, good apothecary, to sweetcn my imagination.
There’s money for thee.
G l o u .— O , let me k i s s that hand!
L e a r .— L e t m e w ip e it f ir s t ; it s m e lls o f m o r t a lit y .
... era en extremo cortés y bien razonada. Y con todo esto, era algo
desenvuelta; pero no de modo que descubriese algún género de des
honestidad; antes, con ser aguda, era tan honesta, que en su presen
cia no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar cantares lascivos
ni decir palabras no buenas.
Hermosita, hermosita,
la de las manos de plata,
más te quiere tu marido
que el Rey de las Alpujarras...,
Je te donne advis que je n ’ay point fait cecy pour te plaire, mais
pour me faire plaisir. Rcnds done gráce á la passion que j’ay pour la
langue espagnole, qui t’en donne cette traduction, et non pas á ma
bonne volonté. Je l’ay faite en me divertissant de l’occupation sé-
rieuse d’une plus grande que j’ay commencée des Madrid, conti-
nuée dans mes voyages d’Espagne, d ’Italie, d’Allemagne et de Ho-
llande, et que j’acheverai sans doute en peu de jours icy, estant
maintenant pacifique et sédentaire plus que je n’ay esté depuis qua-
tre ans. Celle-cy est une gallanterie mora/e d’un des plus beaux esprits
qui ait accompagné en France nostre Reine auguste et triomphante.
Celle-lá est le chef-d’oeuvre de dom Diego Saavedra Fajardo, qui
s’est surpassé lui-méme dans cet ouvrage, qui surpasse en morale et
en politique tout ce que nous avons jamais veu en fran^ois, en es-
pagnol, en italien et en latin, depuis Corneille Tacite. Son autheur
le nomme: Idea de un principe ebristiano político representada en cien em
presas.
Reproduce Le Petit:
Avec mon nom, qui est un marc, et la m atiére dont je suis fait, et qui
cst de l'argetit, tu apprendras micux la retorique qu’avec toutes les
oraisons et les epistres de mes livres. — C’est á dire (luy dis-je) qu-
un marc d’argent est le m eilleur rétoricien du monde.
Ya las señas que has visto te habrán dicho quién soy... pues siendo
mi nombre codicia, que eso quiere decir Cupido, me culpas el te
nerla. Si mi nombre dice que soy la misma codicia, ¿qué mucho que
con el amor esté tan bisagrado el interés?... Dicen por acá algunos
platónicos que soy liberal y por eso me pintan desnudo, y se enga
ñan, que muchos vestidos tengo que ponerme, mas ando de esta
suerte porque me vistan, y en vistiéndome me desnudo para por
diosear otro vestido...
escribe
No he abreviado esta última cita. Pero baste con ella para mostrar
que la versión de Le Petit, brillantísima, es una constante amplificatio.
Como si se supiera al dedillo el De copia verborum de Erasmo, el traduc
tor realiza un ejercicio de estilo amplificador, multiplicando, agre
gando ejemplos, anécdotas y digresiones; y en general infundiendo
vida propia al texto francés. Así consigue Le Petit, con ese brío juve
nil y esa gracia que le caracterizan, dar alegría y buen humor a las pá
ginas ingeniosas pero áridas y deprimentes de Antolínez de Piedra-
buena.
Cierto que las burlas parecen más sinceras y más contundentes en
boca de Le Petit, pero sorprende que tres siglos después, en 1865, la
reedición de esta obrita en París le causará al librero-editor, J. Gay,
cuatro meses de cárcel y 500 francos de multa. Verdad es que las lec
ciones de esgrima y arte militar que el traductor había agregado a su
Universidad de Amor pueden sugerir cierto double-entendre a quien lo
busque, pues a primera vista son anodinas. Sólo puede destacarse un
brevísimo diálogo que es de su cosecha:
Disant cela, le Dieu qui me parloit appela du doigt une petite filie,
dont voulant par divertissement examiner la capacité, il luy de
manda:
«M... V... cujus generis?»
Je respondis aussi-tot pour elle: «neutris generis» adjoustant que
c ’estoit chose si commune qu’il n’y avoit si petite escoliére de si-
xiesme qui ne le sceut comme son Pater. «Tu n’es qu’un asne, me
respondit Cupidon, et je le prouve.» Iterum, puella, M. V., cujus ge-
ncris? (dit-il á la filie). «Fem ini, magister» (respondit-elle avec une
grande réverence). — «Per quam regulam», poursuivit-il. — «Esto
femineum recipit quod femina tantum, etc.», respliqua-t-elle.
pero no sin buen humor, como tras la descripción de Les Halles, don
de pululan ladrones y picaros,
Queda muy claro que Le Petit, cuando quiere, o cree que puede, se
atreve con todo y con todos. Por ejemplo, en su Madrid ridicule, que
merecería estudio aparte, la décima dedicada a los alguaciles,
Como en los sonetos del Aretino, pero con aún mayor concentración
en un solo vocablo, el fundamento de la agresión es la repetición de la
palabra privada, escandalosa o normalmente silenciada. El agresor
reincide una y otra vez en su acción, como quien mata a puñaladas.
Por su doble uso¡foutre implica el acto sexual, pero, sobre todo, signi
fica la irreverencia total y el menosprecio de cualquier cosa o perso
na, Cielo y Tierra, religiosos y seglares, civiles y militares: el poder, la
sociedad, la religión. ¿Hubiera podido Diógenes, en Atenas, ir más le
jos en la voluntaria alienación? No hay, como en el Aretino, elogio
del placer, o del amor (que era el tema de L'Heure du Berger.) Más allá
de la sexualidad, mucho más allá, la obscenidad encauza aquí la agre
sión total. Pero precisamente por ello acaba cancelándose, liberándo
se de sí misma—
Foutre du sonnet, que t’en semble?
A été arresté qu’avant le dit Le Petit expire par le feu, iceluy Pe
tit sera secrétement estranglé au poteau. Sr. du T illet, xxxi aoust
1662.
III Change that lace on my black dress to show off my bubs and ill
yes by God ill get that big fan men make them burst with envy my
hole is itching me always when I think of him I feel I want to I feel
some wind in me better go easy— ;
ANTONIO LARA
(Cátedra de Teoría e Historia de la Imagen. Universidad Complutense.
Madrid)
* Algunos críticos han propuesto el nombre de snuff para los espectáculos que ofre
cen actos violentos, que culminan en una muerte real ante la cámara.
sea fingida, lo mismo que la crueldad, cada vez más abundante en las
pantallas de cine y televisión, que no resulta tan inocua como muchos
pretenden. Los seres humanos tienen que afrontar su sexualidad,
como parte ineludible de la difícil tarea de vivir, pero no es impres
cindible asociarla a estos extremos, señalados por el deseo evidente de
humillar al otro. En los medios audiovisuales, de modo muy especial,
las escenas sexuales suelen aparecer asociadas a situaciones donde la
probabilidad — o la realidad— de daños físicos o morales es muy
alta.
No es extraño, en cambio, que las actividades de algunos políticos
puedan ser consideradas obscenas, aunque, en sus actuaciones públicas,
no haya rasgos sexuales, especialmente cuando el ciudadano de a pie
comprueba, día a día, la distancia entre lo que hacen y lo que dicen.
La sensibilidad contemporánea, en cambio, nos impide llamar obsceno
el comportamiento de unos jóvenes que se exhiben en la playa con un
atuendo mínimo. Hoy tendemos más a calificar de obscenas aquellas
conductas que conllevan un peligro cierto e indiscutible para los seres
humanos — aunque lo sexual no aparezca en ellas de una manera des
tacada— tan sucio e inexplicable en el orden moral que se les atribu
ye ese calificativo por su extraordinaria desvergüenza, como los bom
bardeos masivos de centros civiles, con la muerte de miles y miles de
inocentes, o las maniobras de determinados Estados modernos para
deshacerse de sus adversarios políticos con total impunidad.
La complejidad de los problemas relacionados con este territorio
semántico requiere, desde mi punto de vista, un planteamiento ambi
cioso e interdisciplinar, en el que debería tenerse en cuenta la expe
riencia de especialistas muy diversos, porque estamos ante una reali
dad camaleónica, aunque es importante subrayar la conjunción de es
tas influencias aparentemente cercanas — sadismo, dominación, obs
cenidad...— que raras veces se presentan aisladas. En algunos géneros
cinematográficos, como el del terror y el fantástico, en un sentido
más amplio, esta acumulación es bastante común. También puede
pensarse que tales prácticas no entran, necesariamente, en el ámbito
de la obscenidad porque se refieren a otras dimensiones de la conducta,
pero, en el cine, se pueden encontrar reunidas con alguna frecuen
cia.
Es relativamente fácil aceptar, en cambio, sus aspectos positivos
en el campo de la comunicación audiovisual, en el caso de que exis
tan, mientras no dañen a nadie, al menos de una manera verificable,
pero lo malo de cualquier aportación audaz a tan escurridizo tema
son sus consecuencias legales (o las prohibiciones morales que de
ellas se derivan) que pueden acabar en una dura condena para los in
fractores y hasta para los simples curiosos. No se trata sólo de una
cuestión mental o ideológica, sino de un terreno ambiguo que parece
reservado a legisladores y jueces y, aunque en teoría no hay, ni puede
haber, problemas excluidos del pensamiento libre en las democracias
modernas, tampoco sobran los estímulos para que el esfuerzo de to
dos nos ayude a entender sus complejas manifestaciones, fuera de la
amenaza de los que detentan el poder.
Obscenidad es, desde luego, una palabra técnica, uno de esos térmi
nos que sólo usan juristas, clérigos y moralistas profesionales, pero
que en el universo del cine es, prácticamente, inexistente, salvo cuan
do la emplean, como arma arrojadiza, los que desconfían de este cu
rioso invento porque sospechan que sólo tiene una utilidad, la de co
rromper a la gente limpia — en el supuesto arriesgado de que tales
personas existan, claro está— socavando, al mismo tiempo, los ci
mientos de la civilización occidental. Como no pertenezco a ninguna
de las categorías que utilizan, habitualmente, esa expresión, repleta de
ecos amenazantes y de temores ocultos, me parece indispensable con
sultar los diccionarios más usuales, única forma de comprobar si su
aplicación al ámbito de la imagen animada tiene algún fundamento.
Corominas y Pascual, en su Diccionario crítico-etimológico, castellano e
hispánico, creen que el término deriva del latín obscenus, con el significa
do de «siniestro», «fatal», «indecente». En el Diccionario de la R eal A ca
demia Española , lo obsceno se considera equivalente a «torpe», «impúdi
co», «ofensivo al pudor», «lascivo», «indecente», «propenso a los de
leites carnales»... En una segunda acepción, se afirma que es obsceno el
apetito inmoderado de una cosa. En el Diccionario de autoridades se defi
ne la obscenidad como equivalente a «impureza», «torpeza» y «fealdad».
María Moliner, por su parte, en el Diccionario de uso del español iguala obs
ceno a «pornográfico» y afirma que «se dice de lo que presenta o sugie
re, maliciosa y groseramente, cosas relacionadas con el sexo».
Como puede advertirse, cada una de estas obras especial izadas di
fiere de las restantes en algunos aspectos, pero todas mantienen un
planteamiento común. No es fácil ponerse de acuerdo sobre el signi
ficado vivo del término, si es que tiene alguno, más allá de lo que se
refleja en estos diccionarios, dirigidos hacia el pasado, lógicamente,
más que al presente. Las modificaciones de su sentido en nuestra épo
ca se mueven en dos direcciones: la absoluta, que tiende a extender la
aplicación de la palabra obscenidad a cualquier cosa o realidad, siempre
que sea vergonzosa y repugnante, en un orden moral, y la relativa,
que se resiste a aplicarla en casi todos los casos, por no encontrar sufi
cientes motivos que lo justifiquen. Entre ambos límites, claro está, se
puede apreciar una extensa gama intermedia en la que usos y costum
bres son bastante flexibles, de acuerdo con las circuntancias cambian
tes, entre la nada y el todo.
1. Un concepto relativo
2. La fábrica de sueños
3 Una de las dimensiones más importantes de cualquier cine clandestino —en fun
ción de la época y del sistema de libertades de una determinada sociedad— es la que lla
maríamos política o crítica, que pasa rápidamente a ser normal y legal en cuanto el país
se abre a unas libertades mínimas.
4 La costumbre francesa de los apócopes extremos ha reducido la pomographie a por
fío, y el mismo término francés ha pasado a nuestro idioma sin demasiadas resisten
cias.
japonés Nagisa Oshima, hubiera sido considerada obscena, sin discu
sión, hace tan sólo unos cuantos años atrás, y ahora, sin duda, forma
parte del patrimonio cultural más exigente del cine moderno. Oshi
ma no habría podido hacer una película tan audaz como ésta (no se
pudo revelar el negativo en Japón, por el riesgo de que la película fue
ra destruida, de acuerdo con las leyes vigentes, por ejemplo) sin la
existencia previa de películas pornográficas, que originaron una rica
tradición gráfica clandestina. La falta de calidad artística de estas
muestras expresivas (aunque con importantes excepciones) no fue
obstáculo, sin embargo, para la consolidación de una verdadera tradi
ción iconográfica sobre la sexualidad humana en la pantalla que apro
vechó este director nipón con gran soltura. Entre los profesionales
del cine normal y los del llamado cine pom o hay una frontera difícil de
cruzar, marcada por la diferencia de consideración social y, sobre
todo, por los sueldos, incomparablemente mayores — aunque tam
bién puedan encontrarse excepciones, sin embargo— de los que tra
bajan en producciones que se distribuyen en todos los mercados sin
problemas5. ¿Podríamos considerar obscenos estos productos pornográ
ficos? Es posible que sí, que su planteamiento se acerque, con cierto
descaro, al sentido clásico de la obscenidad, aunque de modo limitado y
con escasa imaginación. De todos modos, el vocablo internacional
más usado, en la práctica, es pomo, así, apocopado convenientemente,
e incluso los fabricantes lo incluyen visiblemente en la propaganda,
como un reclamo más para realzar sus productos.
Sin ánimo de simplificar la cuestión, que no es simple, y a la que
Román Gubern ha dedicado una obra monográfica6, habría que decir
que esa modalidad peculiar de creación audiovisual atiende más, en
general, a la mecánica de la actividad sexual que a su complejidad an
tropológica y que la calidad técnica de los relatos suele ser deleznable.
Las películas consideradas pornográficas aparentan respetar los códi
gos de elaboración industrial, pero suelen ofrecer una apariencia téc
nica bastante endeble y su estructura visual y narrativa es, en térmi
nos estadísticos, asombrosamente elemental y ajena a la más mínima
5 Sólo en algunos casos, absolutamente excepcionales (entre los que puede figurar
la joven actriz Traci I^ord) consigue un profesional del cine pornográfico ser admitido
en los repartos de films comerciales. En general, hay una tremenda barrera, no por sim
bólica, menos real, entre ambos tipos de películas, y la consideración industrial y, sobre
todo, los honorarios, de los actores y técnicos más relevantes son astronómicamente su
periores a sus colegas del pomo.
6 La imagen pornográfica, Madrid, Akal, 1989.
huella humana (es decir compleja, azarosa e individual), salvo en su
carnalidad repetitiva y previsible. No es raro, puesto que esa tenden
cia acabe convirtiéndose, en el fondo, en una actividad industrial
muy lucrativa, con unas consecuencias sociales indiscutibles. La por
nografía tiene defensores apasionados y detractores recalcitrantes,
pero lo cierto es que sus hipotéticos daños serán siempre menores,
desde luego, que los provocados por la industria química o la fabrica
ción de armamentos. Sus méritos es posible que existan, aunque yo
soy incapaz de apreciarlos, quizá por un problema de educación, de
sensibilidad o de prejuicios culturales.
Siempre hay — y siempre habrá, presumiblemente— algunos
productos cinematográficos inaceptables por la sociedad establecida,
sea cual sea el sentido de la evolución de los valores sociales: las pelí
culas que exhiben actos de sadismo cometidos con menores de edad o
que muestran torturas y asesinatos auténticos, para el consumo de
unos pocos espectadores, como indicaba al comienzo de este trabajo,
son un ejemplo indiscutible. Sin llegar a estos excesos, como la fron
tera entre lo admisible y lo rechazable — hablando en términos cine
matográficos— es fluctuante y dubitativa, lo habitual es la aceptación
social progresiva de elementos que en un tiempo se consideraban es
candalosos, dañinos para la convivencia o, si se quiere, descarada
mente obscenos. El desnudo en la pantalla, especialmente, sobre todo
cuando incluye actos sexuales, reales o fingidos fue uno de los obs
táculos más frecuentes.
Las películas más respetables de nuestra época incluyen escenas
semejantes, aunque es cierto que, salvo las protestas de espectadores
aislados, esos pretendidos excesos son tolerados por las personas civi
lizadas con cierta normalidad, sin demasiados aspavientos. Hace unos
pocos años, la simple filmación de un actor sin ropa hubiera llevado a
la cárcel a los responsables del intento.
En cambio, la tolerancia hacia programas más atrevidos en mate
ria sexual se extiende, en los últimos años, a los medios de comunica
ción masivos. No es raro ver, con cierta frecuencia, imágenes real
mente audaces en las cadenas de televisión, incluso a las horas de má
xima audiencia, consideradas familiares, y poco propicias para tales
experiencias.
En la práctica, pues, los términos obscenidad, pornografía, o erotismo
en el mundo de la imagen son, realmente, intercambiables y sólo se
trata de una cuestión de tono y de matices, con la diferencia de que el
primero, y el segundo, sólo los suelen emplear los representantes del
poder social, político y jurídico mientras el último ha entrado en el
mercado convencional del cine y sirve como sustituto — cómodo e
inofensivo, en ocasiones— de lo pornográfico. Al margen de estos
vaivenes significativos, que son el reflejo de importantes variaciones
y transformaciones de los valores morales de una determinada comu
nidad, no siempre es sencillo delimitar con claridad lo que las pelícu
las pueden o deben incluir, para evitar consecuencias desagradables a
los espectadores, porque se trata de una materia elástica y sujeta a to
das las influencias imaginables y que deriva, en buena medida, del
equilibrio o, mejor, de la interacción entre un determinado público y
unos cineastas concretos.
Todo esto nos lleva a situaciones tan jocosas como las de la pelí
cula ¡Atame!, de Pedro Almodóvar, que en España se exhibió con to
tal normalidad, sin rechazo aparente de los espectadores, ni del go
bierno, aunque, pocos meses después, en Estados Unidos, sufrió los
inconvenientes derivados de una clasificación X, similar a la que se
aplica a los productos pornográficos. Dicho código fue modificado
posteriormente — quizá debido a las reacciones favorables de los afi
cionados ante este film y el de David Lynch, W ildat Heart, sometido a
la misma discriminación— lo que puede interpretarse como una há
bil adaptación del sistema americano de clasificación moral a las pre
siones ambientales.
4. La constancia de la censura
puesto que en un texto de 1924, escrito por Gentilim, El cine ante la pedagogía, la medicina,
la moraly la religión, se afirma — p. 5— que «(el cinc) blanca tela donde las modernas ge
neraciones van arrojando, al pasar, la imagen fugaz de sus desvarios y de sus corrupcio
nes». En otro párrafo inspirado, el autor califica al cine de universidad para la ini
quidad.
10 La respuesta del episcopado español respecto al film La última tentación de Cristo, de
Martin Scorsese, con motivo del estreno en España de la película es mucho más matiza
da, con una publicación (en la que intervino, en gran medida, el sacerdote y crítico de
cine Manuel Alcalá) que podría aceptar cualquier persona sensata.
la del pudor en nuestra sociedad contemporánea. El cine, aunque
muchos observadores interesados se empeñen en lo contrario, no es
una sucursal del infierno en la que todo está permitido y en la que
sólo puede encontrarse un ansia sexual sin límites. De todo hay en la
viña del Señor, por supuesto, pero, según mi experiencia, no existe
una dosis de inmoralidad o de lujuria mayor en la industria del cine
(en el supuesto de que ésta pueda cuantifícarse, que lo dudo) que en el
mundo de la abogacía, el ejército o la universidad.
Más aún, frente a las leyendas que se empeñan en pregonar, falsa
mente, lo contrario, muchos profesionales del llamado séptimo arte
son extremadamente púdicos y se resisten a todo intento del director
para usarlos en historias cinematográficas que impliquen mostrar el
cuerpo desnudo o la representación de actos sexuales realistas. Salvo
en el cine pomo — que exige un tratamiento aparte y sin apenas cone
xión con el dominante— lo que suele encontrarse en el cine profesio
nal son intérpretes que manifiestan una resistencia invencible a ac
tuar en películas semejantesn. Cuando algún director logra superar
los inconvenientes para que un gran actor o actriz acepte colaborar
con un proyecto arriesgado, mediante la persuasión, el dinero o los
efectos combinados de ambas influencias, se trata de un verdadero
milagro, de imposible repetición. Tal caso sería el de El último tango en
París, de Bernardo Bertolucci, que, sin la intervención de Marión
Brando, y con una mayor contención expresiva en las escenas sexua
les, no hubiera alcanzado, sin duda, la notoriedad que obtuvo.
11 Junto a ese pudor de la mayoría de los actores, que intentan evitar el exhibicio
nismo gratuito, tan abundante en la industria, se pueden encontrar numerosos ejemplos
de todo lo contrario, especialmente patentes en unos contratos muy detallados —en
Hollywood, sobre todo— que jamás serán difundidos en público, y en los que se descri
be, de una manera muy minuciosa, qué zonas corporales serán mostradas en la pantalla,
de acuerdo con una cotización económica estricta.
tado, los magistrados italianos procesaron a Bertolucci y a su obra,
pero el director consiguió ser absuelto de la acusación de haber fabri
cado un producto obsceno, después de un largo proceso, que duró va
rios años. Un observador atento tiene, pues, todos los datos para pen
sar que la obscenidad es, en el fondo, un fenómeno marcado por sus
componentes históricos y que el simple paso del tiempo lleva a deter
minados países a extraer del ámbito de lo obsceno, elementos que aca
ban siendo aceptados por la sociedad, al fin, sin mayores problemas,
mientras en años anteriores la misma obra era proscrita, perseguida y
amenazada.
¿Estaríamos, pues, ante un reducto social inestable y modificable,
por definición, en el que sólo la falsedad, la torpeza y la falta de ele
gancia, o de buen gusto, constituirían la suprema barrera? A mi modo
de ver, en el cine y en la vida, la obscenidad sería más una perspectiva
turbia sobre la sexualidad antes que una amenaza real contra los valo
res morales más comunes de la convivencia. Si prescindimos de sus
connotaciones religiosas o éticas, este fenómeno — puedo equivocar
me, por supuesto— no es el más peligroso de los que pueden adver
tirse en nuestras sociedades modernas.
Y, sin embargo, la obscenidad es algo perfectamente detectable, de
acuerdo con definiciones anticuadas, por supuesto, y se puede apre
ciar en el cine, como en cualquier otro ámbito de la actividad huma
na, aunque los juicios varíen extraordinariamente, de un observador a
otro, porque depende de códigos de conducta evanescentes y modifi-
cables, día a día, por definición. Lo que ayer era obsceno hoy ya no lo
es, lo que subraya esta temporalidad indiscutible del fenómeno.
En el cine comercial al uso, en cambio, aunque existan unas tra
bas éticas y estéticas innegables — frente a la libertad sin límites del
producto pornográfico, al menos en apariencia— y pese a la abun
dancia de producciones carentes de interés, hay numerosos ejemplos,
muy atractivos, de películas en las que la atención a los aspectos eróti
cos — manejados con una gran libertad— es importante e, incluso,
trascendental. Los directores más exigentes, especialmente en los
años treinta a los sesenta, casi nunca se permitieron alusiones sexua
les demasiado directas, que hubieran sido suprimidas, inmediatamen
te, por las diversas censuras, sino que cultivaron un terreno sugerente
en el que elipsis, alusiones y el hábil empleo de las figuras retóricas
permitían lograr unos riquísimos aciertos expresivos, sin arriesgar
demasiado. Hay autores cuya obra es, en sí misma, una oferta perma
nente de matices penetrantes en este escurridizo y difícil terreno
(Stroheim, Buñuel, Hithcock, Sternberg, Wilder...) cuya filmografía
merece ser analizada, una y mil veces, porque demuestra cómo el ta
lento ayuda a trascender las dificultades y obstáculos, permitiendo la
obtención de aciertos expresivos increíbles que, mediante una vía di
recta, no hubieran sido posibles.
Estas personalidades cinematográficas excepcionales tuvieron
una educación religiosa estricta11, aunque luego abandonaran la
creencia y la práctica, y casi todos sus representantes proceden de la
burguesía. No sé si estas circunstancias son imprescindibles para que
el fenómeno se produzca o, simplemente, ayudan a construir un uni
verso erótico rico y satisfactorio. La mayoría de los creadores que han
ampliado las fronteras del erotismo cinematográfico más exigente
tienen una amplia capacidad cultural en la que el sentido del humor y
el escepticismo son tan fuertes, por lo menos, como la fuerza insacia
ble de un deseo que no se satisface sólo con el placer real, sino que
exige, continuamente, una infinita e interminable renovación
mental.
Ahí está la fuente auténtica del verdadero goce, el que no se sacia
jamás, salvo con la muerte. El cine no es el origen, ni el amplificador
de estos sentimientos y querencias, sino un mero vehículo, capaz de
darlos a conocer a muchos millones de personas, con una enorme in
tensidad emotiva12. Los realizadores contemporáneos han explorado
sus propias vías para expresar sus sueños eróticos —que van desde el
idealismo más ferviente hasta la obscenidad más brutal, según los ca
sos— , pero el ejemplo conjunto de las obras cinematográficas realiza
das en ese período se ofrece a nuestros ojos como un universo de rara
coherencia y belleza. El camino continúa abierto, sin embargo, y sus
dificultades no llegan a ser un obstáculo insuperable para ahondar en
estas delicadas cuestiones en las que los hombres y mujeres pretenden
encontrar la explicación última de los interrogantes supremos. El
cine obsceno, en cambio, es reduccionista y, a mi juicio, muy inferior al
que explora, honestamente, las raíces del comportamiento erótico
más hondo de los seres humanos.
Esta invención, compuesta de imágenes animadas y sonidos, está
a punto de cumplir su primer siglo y ya nos ha dado suficientes mues
tras de su capacidad para reflejar el mundo real, por supuesto y, toda
Bibliografía
Los mejores textos para estudiar este tema de la obscenidad en el cine son, ob
viamente, las propias obras cinematográficas, pero también puede ayudar el
examen de una amplia serie de trabajos, muy pocos de los cuales abordan el
problema de la obscenidad directamente (salvo el informe W illiam s), aunque
se dediquen a aspectos colaterales, o muy cercanos, a la cuestión. En la obra
colectiva El erotismo en el cine, editada por Amaika, Barcelona, 1983, se incluye
una lista muy extensa de libros y artículos — que aquí recojo, en parte— so
bre dicha materia y sus conexiones sobre este trabajo. Como es habitual, la
mayoría de estas publicaciones las he encontrado en la biblioteca de la Film o
teca Española a cuyas bibliotecarias agradezco su infinita paciencia y su con
tribución.
Como puede advertirse, todo lo que concierne al sexo, y sus infinitas deri
vaciones, consecuencias y antecedentes, preocupa mucho a los especialistas.
De todos estos trabajos, yo destacaría, especialmente, los de Lo Duca, Kyrou,
Guattari, Gubern, Durgnat, W alker, Sergeau, M ellen, Tyler y el informe W i
lliams.
ETICA Y OBSCENIDAD
AMELIA VALCARCEL
(Cátedra de Etica. Universidad de Oviedo)
1. Público-privado
2. Obscenidad y privacidad
3. Emergencias de obscenidad
2 Javier Pérez de Albéniz y Luis Hidalgo, El Pais Estilo, núm. 92, 1990, año III,
p. 29.
xual 3. En estos casos de descontextualización, la reacción de reproche
o condena se da generalmente entre aquellas personas que están habi
tuadas a separar las acciones y los espacios. Una representación que
no corresponda a lo que están habituados que ocurra en el lugar origi
nal y que la conservan como imagen y valoran como experiencia, les
llevará a expresar escándalo por una utilización invertida de lo sagra
do. Es más difícil que suceda en aquéllas para que las que la acción, el
lenguaje, aparecen como novedoso, ya que lo juzgarán y valorarán en
referencia al nuevo contexto, sin que el punto de partida de su valora
ción sea de la sacralidad. La sorpresa condenatoria tiene que ver con
formas fijas de entender en general lo reglado, que abarca tanto a lo
que se considera sagrado como a lo obsceno, y deja poco lugar a las
transformaciones y creaciones. Pero aun dentro de la consideración
de lo sagrado, vamos a encontrarnos con que existen conceptos que
permanecen más fijos que otros. Así, no es lo mismo el concepto poli
nesio de mana* aplicado a personas, objetos y lugares, que la sacralidad
atribuida a todo el complejo eucarístico que abarca asimismo a perso
nas, objetos y lugares en la tradición católica. Importa esta considera
ción, ya que el significado y clase de respuesta que tenga de la salida
de lugar de lo sagrado o la ocupación temporal de lo secular, va a de
pender de la inmutabilidad atribuida a lo primero.
Un área importante en el entendimiento de la obscenidad tiene
que ver con los roles sexuales, especialmente con la inversión de la
normativa social y dentro de ello con la construcción de la sexuali
dad. Con ello nos referimos a todas aquellas imágenes, símbolos, sig
nificados, así como a las normativas y formas de expresión de la reali
dad biológica de que la especie humana es sexuada. Volveremos a este
punto más adelante cuando tratemos un ritual tal como lo ha descrito
el antropólogo Gregory Bateson, ritual que tiene por nombre naven y
se celebra en la tribu de los iatmul, cazadores de cabezas de Nueva
Guinea.
Por todo ello puede verse que la discordancia bien sea en relación
al lugar, a las normas sobre las que existe un acuerdo social, es clave a
la hora de enfocar el tema de la obscenidad. Que en cuanto a la temá
3 Diego Alcázar, «Prince y Madonna, con ellos llega el escándalo», Cambio 16, 23-7-
1990, núm. 974, pp. 140-144.
4 El mana es una cualidad inmanente de signo positivo que puede estar presente en
acontecimientos; como atributo personal de personas de rango y en los espíritus que la
otorgan o retraen de las personas que la poseen (Firth 1968: 240-241).
tica o elementos que configuran la obscenidad, las discrepancias más
significativas abarcan el binomio sagrado-secular y la inversión de los
roles sexuales establecidos. La obscenidad se vehicula de formas muy
variadas, que van desde el lenguaje verbal al no verbal, la expresión
escrita, el campo de las artes plásticas, la fotografía, el canto, la poe
sía, la danza. Hay todo un saber obsceno que ha sido elaborado y
transmitido por grandes creadores y hay todo un cúmulo de conoci
mientos que son parte del saber popular. Mucho de esto último ha
quedado incorporado dentro de la antropología social en refranes,
canciones, rituales, y es a lo que me referiré principalmente.
La preocupación institucional con la obscenidad y con emitir jui
cios sobre ella aparece y reaparece con frecuencia y suele ir acompa
ñada de movimientos puristas en los que se da una revitalización de
formas tradicionales con un énfasis en la preocupación por la pureza
de las costumbres, el énfasis en la institución familiar y el alarmismo
ante posibles desencadenamientos y vidas y costumbres licenciosas.
Puede darse conjuntamente con movimientos expansivos en los que
se quieran implantar sistemas de poder que requieran sistematizacio
nes amplias, grandes movilizaciones, acumulaciones de capital que
precisen de elaboraciones morales que las sustenten, así como de sur
gimiento de formas específicas para obtener un aumento de control
social. Ello requiere cierta identificación de las fuentes de la discon
formidad, su categorización como marginales y desestabilizado ras; la
creación de límites que faciliten los procesos de localización y de cie
rre para así poderlo prohibir. El proceso facilita a su vez la jerarquiza-
ción de los grados de bondad-maldad a que pueden adscribirse y ser
también adscritas las personas.
Una mirada a los Estados Unidos por la influencia que ejerce en
estos momentos sobre la «aldea total» de McLuhan, nos muestra una
serie de ejemplos en los que ha habido una censura pública de expre
siones obscenas. El caso del fotógrafo Robert Mapplethorpe al que se
le atribuyen representaciones obscenas especialmente por la temática
homosexual de sus obras, ha puesto en peligro el patronazgo oficial
de las artes por parte de una de las fundaciones principales de la na
ción. Las declaraciones de censura incluyen las obras musicales de
Prince y Madonna (Alzázar 1990: 143) y está aún próxima la polémi
ca que suscitó la película de Scorsese La última tentación de Cristo. Todo
ello se da de forma paralela a una línea política que tiene su correlato
en los intentos de reducir las libertades en otros terrenos: derecho al
aborto; derechos de los homoxesuales; potenciación de las ayudas
para la investigación del SIDA, por citar algunas. Discursos del presi
dente Bush en 1991 con motivo de la guerra del Golfo aludían a la
responsabilidad de Estados Unidos en la implantación de un nuevo
orden mundial. Un análisis pormenorizado de las decisiones bélicas
que se tomaron en ese mismo año nos revelaría que, al estar sustenta
das por conceptos de moral, pertenecen al mismo orden de cosas y
complejo de valores que las declaraciones de censura elaboradas por
distintos sectores dentro de la sociedad norteamericana. Por todo esto
es necesaria la búsqueda de enfoques que nos permitan trascender es
tas manipulaciones para poderlas ver en contextos más amplios. Por
lo demás, nos acecha la trampa constante de discutir la obscenidad en
círculos concéntricos y de desviarnos por casuísticas involutivas
como es, a mi entender, la discusión de las diferencias entre erotismo,
pornografía y obscenidad dirigida a elaborar una jerarquía que oscile
entre lo malo y lo menos malo y sirva de referencia para censurar a
unas y dejar fuera a las otras.
1. Puntos de partida
Los niños del poblado saludaron a estas figuras con risas escandalosas y se
acordonaron en torno a las «madres», siguiéndolas a dondequiera que iban y
estallando en nuevos gritos dondequiera que las «madres» en su debilidad tro
pezaban y caían y, al caer, daban muestras de su femineidad adoptando en el
suelo grotescas actitudes con sus piernas abiertas (pp. 28-29).
Se vistieron las hermanas de las hermanas de los padres y las esposas de los
hermanos mayores, tomando prestados de los hombres de su fam ilia (marido,
hermano o padres) los mejores tocados de plumas y ornamentos homicidas.
Sus rostros habían sido pintados de blanco con azufre, según es privilegio de
los homicidas, y en sus manos llevaban las cajas de caliza decorada utilizadas
por los hombres y bastoncitos dentados con borlas colgantes cuyo número es
la cuenta de los hombres muertos por su propietario. Este disfraz favorecía
mucho a las mujeres y era admirado por los hombres (p. 31).
...E l wau se pone una falda y, colocándose en el ano un fruto de color naran
ja... asciende por la escalera de una casa exhibiéndolo mientras trepa. Una vez
al final de la escalera, lleva a cabo los actos de copulación con su esposa, que
viste y acrúa como el hombre. El laua siente mucha vergüenza ante este espec
táculo y la hermana del laua probablemente llorará por ello. El fruto anaran
jado representa un clítoris anal, un rasgo anatómico frecuentemente im agina
do por los iatmul y apropiado para la adopción por parte del wau de una fem i
neidad grotesca (p. 36).