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CASO 1

Alguien que estaba sentado detrás de Barney Gorse había dejado caer un libro en el piso de azulejo,
y había detonado su reacción. Ahora había retrocedido hasta una esquina de la sala de espera de la
clínica de salud mental. Sus pupilas estaban muy dilatadas, y tenía sudor en la frente. Estaba
jadeando con intensidad. Señalaba con un dedo tembloroso al estudiante asiático que se encontraba
parado al otro lado de la habitación, petrificado. “¡Saque de aquí a ese maldito amarillo!”. Empuñó
la mano y comenzó a desplazarse atropelladamente en dirección del estudiante. “Espera Barney,
todo está bien”. El nuevo terapeuta de Barney lo sostuvo con firmeza por el codo y lo condujo a un
consultorio privado. Se sentaron ahí en silencio durante algunos minutos, mientras la respiración de
Barney recuperaba de manera gradual la normalidad y el clínico revisaba su expediente.

Barney Gorse tenía 39 años ahora, pero apenas 20 cuando su número de cartilla había sido
seleccionado y se había unido a la 9a División de infantería en Vietnam. El en aquella época
Presidente Nixon estaba “bajando las revoluciones de la guerra”, lo que hizo parecer incluso más
doloroso el hecho de que el escuadrón de Barney fuera alcanzado por el fuego de un mortero
disparado por los regulares de Vietnam del Norte.

Nunca había hablado sobre ello, incluso durante la terapia de grupo para “desplazamiento de la ira”
con otros veteranos. Cada vez que se le pedía que contara su historia, estallaba en ira. Pero algo en
realidad devastador debía haber ocurrido a Barney ese día. Los informes mencionaban una herida
en el tercio superior del muslo; había sido el único miembro de su escuadrón que sobreviviera al
ataque. Había sido condecorado con el Purple Heart y una pensión completa. Barney no había sido
capaz de recordar varias horas del ataque. Y siempre había sido precavido para evitar las películas
y los programas televisivos relacionados con la guerra. Decía que había tenido suficiente de ella,
como para que durara la vida de todo el mundo; había logrado en cierta medida evitar pensar al
respecto. Celebró su egreso de la armada emborrachándose, condición en la que permaneció durante
seis años. Cuando por último recuperó la sobriedad, cambió a las drogas. Ni siquiera éstas habían
sido suficientes para abatir las pesadillas que todavía le perseguían; despertaba gritando varias veces
cada semana. Los ruidos súbitos lo sobresaltaban, a tal grado que le generaban un ataque de pánico.

Ahora, gracias al disulfiram y a un chaperón en la cárcel del condado en que había sido recluido por
ser un problema público persistente, Barney se había mantenido limpio y sobrio durante seis meses.
Con la condición de que buscaría tratamiento para su consumo de sustancias, había sido liberado.
Los especialistas en manejo de uso inapropiado de sustancias habían detectado con rapidez que tenía
otros problemas, y eso era lo que lo había traído aquí.

La semana anterior durante su reunión, el terapeuta le había recordado una vez más que necesitaba
ahondar en sus pensamientos en torno al pasado. Barney había respondido que carecía de
sentimientos; se habían secado en él. En ese sentido, el futuro tampoco se veía tan bien. “No tengo
trabajo, no tengo esposa, no tengo hijos. Es sólo que no estaba destinado a tener una vida”. Se
levantó y puso su mano sobre la perilla de la puerta para salir. “No sirve de nada. Simplemente no
puedo hablar de ello”.
CASO 2:

Marie Trudeau y su esposo, André, estaban sentados en el consultorio del entrevistador de


ingreso. Marie era la paciente, pero pasó la mayor parte del tiempo frotándose los nudillos
de una mano y mirando con vacuidad la habitación. André fue quien habló la mayor parte
del tiempo. “No puedo creer el cambio que ha tenido”, dijo. “Hace una semana estaba
totalmente normal. Nunca le había pasado algo así en su vida. Demonios, nunca le había
pasado nada malo. Luego, de pronto, ¡zas! Está hecha un desastre”.

Ante la exclamación de André, Marie giró en redondo para mirarlo y medio se levantó de su
silla. Durante algunos segundos se quedó ahí, estática, excepto por su mirada, que iba de un
lado al otro de la habitación.

“Oh, Dios, lo siento cariño. Lo olvidé”. Puso un brazo en torno a ella. Tomando sus hombros
con firmeza pero siendo gentil, la volvió a sentar. La sostuvo ahí hasta que comenzó a
disminuir la fuerza con que ella le apretaba el brazo.

Una semana antes, Marie acababa de terminar sus actividades de jardinería y estaba sentada
al fondo del patio bebiendo limonada y leyendo un libro. Cuando oyó motores de aviones
miró hacia arriba y vio dos, pequeños, volando alto, justo por encima de ella. “Dios mío”,
pensó, “¡van a chocar!”. Mientras miraba horrorizada, los aviones chocaron.

Podía ver perfectamente. El sol estaba bajo, resaltando los dos aviones con claridad sobre el
fondo azul profundo del cielo de las últimas horas de la tarde. Algo parecía haberse
desprendido de uno de ellos — los noticieros reportaron más tarde que el ala derecha de uno
de los aviones había golpeado justo a la altura de la cabina del otro. Pensando a llamar al
911, Marie levantó su teléfono inalámbrico, pero no marcó. Sólo fue capaz de quedarse
mirando al tiempo que aparecieron dos objetos diminutos al lado de los aviones chocados y
cayeron hacia ella describiendo un lento arco. “No eran objetos, eran personas”. Era la
primera vez que hablaba durante la entrevista. El mentón de Marie tembló, y un mechón de
pelo cayó sobre su cara. Ella no trató de acomodarlo. Mientras seguía mirando, uno de los
cuerpos se precipitó en su jardín, a cinco metros de donde ella estaba sentada. Se enterró 15
cm en la tierra blanda, detrás de sus rosales.

Lo qué ocurrió a continuación, Marie parecía haberlo olvidado por completo. El otro cuerpo
cayó a media calle, a una cuadra de distancia. Media hora después, cuando la policía tocó la
puerta, la encontraron en la cocina pelando zanahorias para la cena y llorando en el fregadero.
Cuando André llegó a casa una hora después de eso, ella parecía aturdida. Lo único que decía
era “No estoy aquí”.

En los seis días transcurridos desde entonces, Marie no había mejorado mucho. Si bien podía
iniciar una conversación, algo parecía distraerla, y por lo general perdía el hilo a la mitad de
la oración. No podía concentrarse mucho más en sus labores del hogar. Amy, su hija de nueve
años, parecía estar cuidando de ella. El sueño se había transformado en una lucha incansable,
y tres noches seguidas Marie había despertado de un sueño, tratando de gritar pero sólo
pudiendo articular un chillido aterrorizado. Mantenía las persianas de las ventanas de la
cocina cerradas, para no tener que mirar el jardín trasero.
“Está como alguien que vi en una película de la Segunda Guerra Mundial”, concluyó André.
“Uno pensaría que sufrió un Shell Shock”.

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