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PENSAR AUSCHWITZ

La herencia racionalista entra en el siglo XX reflejada en tres ideas principales:


el progreso constante de la humanidad, la capacidad de llegar a verdades objetivas y al
fiabilidad del lenguaje, considerado inequívoco, sin ambigüedades, perfecto.
Varios eventos y cambios van a alterar esta cosmovisión profundamente,
transformando la filosofía. Ya en el siglo XIX Darwin trastoca los fundamentos del
conocimiento occidental con su Teoría de la Evolución. El Principio de Incertidumbre
de Heisenberg y la Teoría de la Relatividad de Einstein terminan por, precisamente,
“relativizar” la, hasta ahora, “absoluta” ciencia. Desde otro frente, el psicoanálisis,
Freud, “desestructura” la identidad humana, mientras que se empiezan a probar
sustitutos “objetivos” para el lenguaje: la lógica y la matemática.
Pero van a ser dos hechos históricos los que terminen de hacer tambalear el
paradigma filosófico racional. La I Guerra Mundial demostrará un progreso, ciencia y
técnicas volcados en la destrucción de la vida humana. Pero lo peor está por venir. El
Holocausto y las bombas atómicas sobre Japón ejemplifican cómo sociedades
racionales, altamente desarrolladas y burocratizadas, emplean signos de desarrollo
filosóficos para protagonizar hiperbólicos ejemplos de barbarie.
El silgo comienza, como dijimos, con Husserl trabajando en su fenomenología y su
interés por las manifestaciones y Russel desarrollando la lógica y la matemática como
lenguajes “más perfectos”. Será Wittgenstein, sin embargo, el que inicie el debate.
Según él, la filosofía no es “doctrina”, sino actividad, pues carece de método y objetivo.
Por lo tanto, hay que preguntarse, ¿Qué es la filosofía fuera de la ciencia?
Heidegger sienta las bases del existencialismo, pero de él hablaremos más tarde.
Paralelamente aparecen nuevas teorías de organización social: el teórico Marx señala
que la filosofía debe cultivar y hacer felices a los hombres, idea que intentará aplicar al
pragmático Lenin y que desvirtuará el oportunista Stalin.
La crítica más dura a la metafísica, sin embargo, vendrá del Círculo de Viena,
donde surgirá el empirismo lógico que señala como única fuente de conocimiento válido
la ciencia y el único método el empirismo. Es un golpe grave contra la filosofía, que
debe traspasar parte de sus tradicionales problemas a la matemática y a las diversas
disciplinas científicas.
Sin embargo, nada acaba con la metafísica, que se refugia en países anglosajones y
en corrientes como la filosofía analítica.
LOS CAMINOS DEL EXILIO
Desde que, en las elecciones de 1932, el NSDAP –el Partido Nacionalsocialista-
obtuvo doscientos treinta escaños sobre seiscientos, los días de la República de Weimar
están contados.
Así, en 1933, se designa a Adolf Hitler canciller del Reich. A partir de entonces,
una primera ley establece el cese de los funcionarios judíos, comunistas o
socialdemócratas. Un número considerable de docentes se encuentra privado de sus
funciones sin que las autoridades universitarias, con pocas excepciones, protesten contra
tales medidas. Por supuesto, es toda la comunidad judía la que se sabe amenazada. Una
parte de ella toma el camino del exilio. Fue más terrible, el exterminio de quienes no
habían podido partir a tiempo. Hay que recordar que la comunidad judía en Alemania es
–en vísperas de la Segunda Guerra mundial- una de las mejor asimiladas de Europa,
tanto desde el punto de vista cultural como en el plano social.
De hecho, su integración es tan conseguida que se sienten inmune a todo peligro.
Han servido durante la Primera Guerra mundial de manera ejemplar. Cabe incluso
recordar los casos de Hermann Cohen y de Franz Rosenzweig, muertos ambos con
anterioridad a la victoria nacionalsocialista.
Scholem lo había hecho antes, pero por distintos motivos: desde Jerusalén estudia
textos religiosos para justificar el movimiento sionista. Sus trabajos ilustrarán la
posibilidad de un tratamiento científico de los textos religiosos, contribuyendo a la
edificación moral de una nueva nación –Israel–, que se convertirá en un Estado
independiente en 1948.
Para Cassirer, por ejemplo, la caída es brutal. Reputado catedrático y rector de la
Universidad de Hamburgo debe dimitir inmediatamente de todas sus funciones. Sus
últimos años están marcados por una reflexión sobre el trágico fin del idealismo alemán,
así como sobre el incierto porvenir de la humanidad (Ensayo sobre el hombre, 1944).
Martin Buber es también un filósofo conocido y respetado, profesor de filosofía y
de religión judaicas en la Universidad de Frankfurt. Partidiario del acercamiento al
cristianismo pero también de la alianza de judíos y árabes en Palestina. Es obligado a
dimitir pero permanece en Alemania para animar una especie de resistencia interior
contra los avances del nazismo. Crea incluso, con ese fin, un “Servicio Central para la
Educación Judaica”, que consigue dirigir durante cinco años. No es hasta 1938, a la
edad de sesenta años, cuando se verá obligado a marchar.
Paradigmático es el caso de la Escuela de Frankfurt. Max Horkheimer había
establecido allí el Instituto de Estudios Sociales, de ideología marxista, aunque no
públicamente. Allí se reunieron Erich From, freudiano de izquierdas que intentaba
relacionar marxismo con psicoanálisis; Theodor Adorno, interesado por la música y la
estética; y Marcuse, que había formando parte de los soviets del 17.
Todos ellos van a exiliarse por Francia, Suiza y diversos países para acabar en
Nueva York.
“Suerte” que no tendrá Walter Benjamin, interesado por la literatura y la filosofía,
que mantuvo relación con Scholem y sentía admiración por la Escuela de Frankfurt.
Aunque alcanzó París con Adorno, fue detenido cerca de la frontera española por la
policía francesa y sabiendo que iba ser conducido al día siguiente a un campo de
concentración francés, se decide a poner fin a sus días tomando unos comprimidos de
morfina.

LA DECISIÓN DE HEIDEGGER
Trágico, el año 1933 también lo es por otra razón. Puesto que ve, algunas semanas
después de la llegada de Hitler al poder, al filósofo alemán más célebre de la época –
Martin Heidegger– acceder a las funciones de rector de la Universidad de Friburgo y
convertirse en miembro del Partido Nacionalsocialista.
Heidegger había deslumbrado al mundo académico en 1927 con su obra “Ser y
Tiempo”, en la que con una interpretación personal de la fenomenología de su maestro
Husserl, introducía el concepto del “dasein” e intentaba explicar la diferencia ente-ser,
concluyendo que “el ser es lo que es” y que era imposible definirlo, pues carecía de
atributos. Este aparente fracaso y vacío filosófico no podía ser llenado con las religiones
(cristianismo, judaísmo), ni por el marxismo ni por el laicismo liberal. Además
rechazaba la ética y la moral, propias del discurso racional, abogando por el “estado de
la fuerza” en vez del “estado de derecho”. La solución era la vuelta al pasado, al
paganismo germano.
Estas ideas eran fácilmente asimilables por el nazismo. Su idea posiblemente fue
erigirse como un juez ideológico del nuevo estado. El nuevo rector aborda su tarea con
un entusiasmo incontestable. De hecho, el 20 de mayo de 1933, dirige un telegrama a
Hitler para desaconsejarle la recepción del comité de la Asociación de Profesores
Universitarios Alemanes mientras que éste no se muestre más cooperador con el
régimen. Una semana más tarde, Heidegger pronuncia un discurso exponiendo, en la
jerga del partido, su programa para “nazificar” la Universidad De Friburgo. No hay
mucho que decir de la sustancia teórica, más bien pobre, de ese texto, titulado La
autoafirmación de la universidad alemana.
Sin embargo, las torpezas que comete en la gestión de su universidad suscitan en su
contra, una larvada oposición. Frente a esta creciente hostilidad, termina por arrojar la
toalla. En 1946 le fue negada la docencia, por lo que comenzó a construir su defensa
que consiste en minimizar el alcance de su pertenencia al NSDAP, pretendiendo que no
se adhirió a él sino su año de rectorado. El filósofo reorganiza su vida en tres períodos:
antes de 1933; durante el año 1933-1934; y de 1934 a 1945. Y a presentarse como
apolítico durante el primer período; víctima de los acontecimientos durante el segundo;
y completamente curado de su “error” desde el inicio del tercero.
No obstante, Si Heidegger hubiera sido como pretende, un “opositor” desde 1934,
no habría tenido ninguna razón para no condenar abiertamente el horror de los crímenes
nazis a partir de 1945. De hecho, hay dos indicios que parecen confirmar la
interpretación de que defendía tal ideología.
El primero se encuentra en una carta dirigida el 20 de enero de 1948 a Herbert
Marcuse. Heidegger rehúsa, minimiza una vez más su acción y, finalmente, banaliza la
Shoah comparándola a la dictadura que hacía estragos, desde 1945, en las democracias
populares de la Europa del Este. El segundo indicio es el único texto conocido donde
Heidegger evoca explícitamente las cámaras de gas parece y donde hace una
comparación de dudoso gusto, producto de una insensibilidad total.
Sus ideas llamaron inicialmente la atención de Paul Sartre, aunque es posible que
no comprendiera perfectamente sus textos en alemán. El testigo lo recogió Jean
Beaufret y los filósofos franceses contrarios al marxismo y Sartre, defendiendo que el
pensamiento filosófico debía ser independiente de la trayectoria vital.

PRIMERAS INVESTIGACIONES
Durante mucho tiempo, los supervivientes de los campos nazis han permanecido
silenciosos. Hasta que el desarrollo, en los años sesenta, de un movimiento
“negacionista” –dirigido a negar la existencia misma de la Shoah– reaviva en ellos el
deseo de hablar, de dar testimonio mientras se está aún a tiempo. Además, la primera de
las razones de su mutismo es que no existen palabras para describir el horror de aquello
a lo que han sobrevivido. La Shoah tiene el triste privilegio de una singularidad absoluta
que no impide a las democracias occidentales amparar, durante bastantes años, al Tercer
Reich.
De ahí el mutismo, se trataba de un problema más profundo. Ante la amplitud de la
Shoah, el mundo occidental ha experimentado una culpabilidad tan intensa que ha
comenzado a rechazarla en bloque. Esa es la segunda razón por la que los
supervivientes han dudado en hablar durante tiempo.
En Francia, la actitud global de la comunidad filosófica, en los años que siguen al
final de la guerra, es igualmente discreta. Dos casos particulares contrastan, el primero
es el de Jean-Paul Sartre, cuyas Reflexiones sobre la cuestión judía (1946) abordan
directamente el problema del antisemitismo. El libro fracasa, no obstante, al proponer
un análisis original que no se apoya en ninguna documentación sólida.
La segunda excepción es la de Vladimir Jankélévitch, radical anti-alemán que fue
más directo en sus escritos. Decide en 1945 romper todos los lazos que le unían a la
lengua y a la cultura germánicas. Su rechazo a perdonar a los verdugos nazis se extiende
a sus compatriotas, necesariamente cómplices, e incluso a los descendientes de estos
últimos.
Finalmente muy pocas obras intentan comprender, a la conclusión de la Segunda
Guerra Mundial, cómo ha podido ser posible Auschwitz. Las más importantes continúan
siendo las de Hannah Arendt (será comentada en la próxima pregunta) y Karl Jaspers.
Fue posiblemente Karl Jaspers el primero que trató el tema de la culpabilidad.
Colaborador de Heidegger, a pesar de ser cristiano, anti nazi y estar casado con una
judía, distingue cuatro tipos de culpabilidad: la criminal, de los ejecutores de la acción
física; la política, los ciudadanos cuyo sistema democrático ocupó el nacional-
socialismo; la moral, en la que cada individuo debe preguntarse si siempre obró
éticamente; y la metafísica, compartida por todos los seres humanos, pues cuando
occidente tuvo noticia de las primeras atrocidades, su política de apaciguamiento resultó
desastrosa. Concluye Jaspers que hay que ser cautos al emplear el término
“responsabilidad colectiva”, ya que “cuando todos son culpables, nadie lo es”. Al igual
que Arendt, nunca regresó a Alemania por la facilidad para el olvido y el perdón que se
instauró allí.
Leo Strauss alabó los ataques de Heidegger al neo-racionalismo, pero criticó su
nazismo. Gran opositor al historicismo, se centró en autores clásicos puesto que creía
que siempre se repetían las mismas preguntas. Sin embargo, como los anteriores,
tampoco puedo explicar la tragedia de la Shoah.
LA INSTRUCCIÓN DEL PROCESO
En un primer momento, la Escuela de Frankfurt refugiada en Nueva York también
quedó muda. Resultan desconcertados por las conclusiones de su propio trabajo que
indican un debilitamiento de la autoridad en la familia burguesa precisamente en el
momento en que, en toda Europa, los progresos del fascismo revelan, al contrario, un
refuerzo generalizado de las estructuras autoritarias. Por lo que se quedan durante
bastantes años sin verdadera respuesta por lo que respecta al triunfo del
nacionalsocialismo en Alemania.
Fue Adorno, bajo la influencia del pensamiento de Benjamín, quien se da cuenta de
que el verdadero problema no es el fracaso de la revolución marxista, sino más bien el
fracaso de la misma civilización y el triunfo de la barbarie.
Trabajó con Horkheimer en “Dialéctica sobre la Ilustración”, en el que explicaban
cómo el progreso había llegado al Holocausto y cómo la razón, para separarse y luchar
contra el mito, se había visto obligada a mitificarse. Juntos lucharon contra el
positivismo y la cultura de masas y volvieron a Alemania, donde Horkheimer también
criticó los totalitarismos comunistas.

Adorno se enfrascó en una agria discusión con el positivista Popper, antiguo


marxista que entonces defendía el sistema liberal. Popper pretende garantizar la
objetividad y la neutralidad política del método sociológico: las ciencias sociales no
deben ser consideradas, según él, desde un ángulo diferente al de las ciencias de la
naturaleza. Adorno, por contra, persiste en querer vincular la investigación sociológica a
una teoría crítica de la sociedad, es decir, a un vasto proyecto dirigido a la
transformación de la misma.
Adorno, escribió también “Dialéctica negativa”. El libro se abre con una paradoja:
si la filosofía está todavía viva, es porque le falta interrogarse por las razones de su
fracaso, es decir, de su importancia de transformar el mundo liberando al hombre
alienado. Dice también que tras la Shoah es imposible reintegrar la filosofía con la
experiencia. A pesar de su esencial incompletitud, la dialéctica negativa proporciona
elementos para dos formas de salvación.
La primera es de orden ético. Adorno cree en el individuo y únicamente en él. Hay
que admitir aquí que la ética, para hacer valer sus exigencias, no tiene necesidad en
absoluto de Dios, ni de ningún policía: es a cada uno de nosotros a quien corresponde
estar vigilante.
Subordinada a la primera, la segunda forma de salvación remite a la estética. Adorno
invita, pues, al filósofo a hacerse artista, a presentir la misteriosa proximidad del
concepto y de la intuición, de la verdad y de la locura.
CONCLUSIÓN
El resto del siglo ahonda en este abismo de referencias válidas y estables: Sartre
estudia la libertad, Marcuse busca una nueva vía, Foucault acusa al lenguaje de
construir realidades y ser una manifestación de la ideología, mientras que Derrida
deconstruye la realidad.
Sin embargo, las preguntas siguen sin solución: ¿Qué es la filosofía? ¿Cuál es su
función? ¿Cuáles son sus límites? Parece que el proceso histórico de traspaso de
problemas y responsabilidades a otras ciencias continua, como las relacionados con el
lenguaje. Pero en este siglo XX tan aciago para la razón, debemos recordar que también
constituye un faro contra el oscurantismo, los extremismos. ¿Será capaz la filosofía de
afrontar los retos del siglo XXI? Quizás la reflexión más acertada sea la del amante de
la música y el arte, Theodor Adorno:
“Si la filosofía sigue viva es por la necesidad de interrogarse por su fracaso, su
incapacidad para transformar el mundo y liberar al hombre alienado”

“LA CRISIS DE LA REPÚBLICA” – HANNAH ARENDT

Nacida cerca de Hannover, Hannah Arendt (1906 – 1975) estudia filosofía en


Marburgo, Friburgo y Heidelberg. Tiene sucesivamente por maestros a Heidegger – con
quien le vinculará toda la vida una compleja relación afectiva, como testimonia el
homenaje que le dirigirá con motivo de sus ochenta años–y a Jaspers– del que sería
albacea literaria en 1969.
Cuando los acontecimientos de 1933 le obligan a abandonar Alemania–en primer
lugar hacia Praga, después hacia París–, ha tenido el tiempo justo de publicar (1929) una
tesis sobre El concepto de amor en san Agustín, redactada bajo la dirección de Jaspers, y
de comenzar una biografía de Rahel Varnhagen (que no será publicada hasta 1958).
Atraída por las tesis sionistas, participa en Francia en las actividades de una
organización encargada de facilitar la emigración de los jóvenes judíos a Palestina y
efectúa, en calidad de tal, un viaje a Jerusalén (1935). Vuelve con los sentimientos
mitigados, pues, si bien admira la experiencia socialista de los kibbutzim, reprocha a los
“pioneros” su tendencia a desentenderse de lo que pasa en el resto del mundo. Más
tarde, a pesar de celebrar la creación del Estado de Israel, no cesará de recordar a los
dirigentes de este la necesidad de la cooperación de judíos y árabes.
En 1940 es internada durante un breve período en el campo de Gurs (en el
departamento francés de los Pirineos atlánticos), desde donde termina pasando a
España–solamente algunas semanas después de la fallida tentativa de su amigo Walter
Benjamin, cuyos últimos manuscritos contribuirá a salvar. En 1941 se instala en los
Estados Unidos, donde se gana la vida escribiendo en los periódicos y dando
conferencias. Poco antes del final de la guerra, comienza a trabajar en un proyecto de
libro titulado Los elementos de la vergüenza: antisemitismo, imperialismo, racismo o
las tres columnas del infierno. Acabada en el otoño de 1949, la obra se publica en 1951
con otro título: Los orígenes del totalitarismo, que está dividido en tres partes:
antisemitismo, imperialismo y totalitarismo.
Mientras tanto, Hannah Arendt ha recuperado el contacto con la Alemania liberada.
Como Jaspers–con quien mantiene una frecuente correspondencia–, está decepcionada
por la relativa facilidad con que el pueblo alemán parece aceptar la idea de que hay en
su seno numerosos asesinos impunes, mientras que sus nuevos dirigentes se consagran
esencialmente a la lucha contra el comunismo. Adopta, por ello, la nacionalidad
norteamericana (1951), tras dieciocho años de existencia “apátrida” y escoge terminar
sus días al otro lado del Atlántico. Allí publicará el resto de sus trabajos, tanto en el
campo de la filosofía como en el de la teórica política dos dominios que tiende a
considerar como separados.
Reanudando en 1946 sus trabajos filosóficos, que había abandonado prácticamente
desde 1929, publica ese año dos artículos –“¿Qué es la filosofía de la existencia?” y “El
existencialismo visto desde Francia” –que introducen en los Estados Unidos las tesis de
Heidegger y de Sartre. Dos libros posteriores marcarán su esfuerzo por elaborar una
nueva antropología desde una perspectiva fenomenológica: La condición del hombre
moderno (1958) y La vida del espíritu (1978).
En el dominio de la teoría política, sus muy numerosos trabajos se dirigen al
problema judío, a la crisis de la cultura, a los conceptos de violencia y de revolución.
Atenta a la actualidad, sensible a las mutaciones que agitan su época, es una perspicaz
observadora de la sociedad norteamericana, cuyas instituciones democráticas aprecia, si
bien deplorando su incapacidad para resolver el problema racial o su desatinado empeño
en la guerra del Vietnam. Efectúa igualmente un excelente “reportaje” sobre el proceso
Eichmann, que provoca vivas polémicas en la comunidad judía. Arendt, preocupada, en
efecto, por despojar de toda aura romántica a la aventura nacionalsocialista, subrayará
sobre todo–con justo título– la “banalidad” del mal, que ilustra a sus ojos el carácter
mediocre de Eichmann, a pesar de ser uno de los principales criminales nazis.
“La Crisis de la República” es un trabajo maduro, compuesto pocos años antes
de su muerte, entre 1969 (primer artículo) y 1970 (entrevista). Se compone de tres
artículos y una transcripción de la entrevista del escritor Adelbert Reif.
El primer artículo se titula “La Mentira Política”: Los Papeles del
Pentágono”. Los Documentos del Pentágono fueron unas filtraciones de la CIA que
publicó el New York Times del papel desempeñado por los norteamericanos en
Indochina desde el final de la Segunda Guerra Mundial a mayo de 1968. La mayoría de
los lectores coincide en señalar que la cuestión básica suscitada por los Documentos es
la del fraude. Este material que, desgraciadamente, ha de considerar como la
infraestructura de casi una década de política exterior e interior de los Estados Unidos,
falsifica las cifras de cadáveres en las misiones de búsqueda y destrucción, informes a
Washington acerca de los “progresos” realizados, etc.
La sinceridad nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras han
sido siempre consideradas en los tratos políticos como medios justificables. Así, en una
economía socialista, negarán la existencia del paro, haciendo del parado alguien que
carece de existencia real.
Siempre se llega a un punto más allá del cual la mentira se torna
contraproducente. Este punto se alcanza cuando la audiencia a la que se dirigen las
mentiras se ve forzada, para poder sobrevivir, a rechazar en su totalidad la línea
divisoria entre la verdad y la mentira.
A los muchos tipos del arte del a mentira desarrollados en el pasado debemos
añadir dos recientes variedades. Existe, en primer lugar, la mentira aparentemente
inocua de los especialistas de relaciones públicas al servicio del Gobierno. La segunda
nueva variedad del arte de mentir, desempeña un papel más importante en los
Documentos del Pentágono. Este grupo integrado por dieciocho jefes militares y
dieciocho civiles extraídos de los tanques de pensamiento, las universidades y los
organismos gubernamentales. Creyeron también que la política no era más que una
variedad de las relaciones públicas y aceptaron esta creencia con todas las curiosas
premisas psicológicas subyacentes.
El punto crucial no es simplemente que esa política de mentiras casi nunca
estuviera orientada hacia el enemigo, sino que se hallaba destinada principal, sino
exclusivamente, al consumo doméstico, a la propaganda en el interior del país y
especialmente formulada con la finalidad de engañar al Congreso. Lo que los
Documentos del Pentágono denotan es el obsesionante miedo al impacto de la derrota,
no sobre el bienestar de la nación, sino en la reputación de los Estados Unidos y de su
Presidente.
Ni la realidad ni el sentido común penetraron en las mentes de los
solucionadores de problemas, quienes, repararon sus guiones con objeto de modificar
sus opiniones: el de la teoría del dominó; el relativo a la afirmación según la cual los
rebeldes de Vietnam del Sur eran dirigidos ya poyados desde el exterior por una
conspiración comunista; finalmente, el ejemplo de la gran estrategia basada en la
creencia en una conspiración mundial del comunismo monolítico y la existencia de un
bloque chino-soviético, junto con la hipótesis del expansionismo chino.
En estos documentos nos enfrentamos con hombres que hicieron cuanto
pudieron para ganar las mentes del pueblo, esto es, para manipularlo, pero como
trabajaban en un país libre, donde se dispone de todo género de información, nunca
triunfaron realmente.
Arendt señala un primer error de cálculo, en el que los analistas confunden
predicción (aplastar un minúsculo y subdesarrollado país) con realidad.
Después, teoriza sobre la mentira política, la cual, paralelamente a “la
continuación de la política con la guerra” de Carl Von Clausewitz, considera una
herramienta de gobierno en casos extremos. La guerra de Vietnam, sin embargo, es
injusta e inmoral, por lo que usar la mentira la convierte también en ilegal y elimina la
credibilidad del gobierno.
La desobediencia a la ley sólo puede estar justificada cuando quien la viola está
dispuesto a aceptar el castigo por su acción e incluso lo desea.
La dificultad principal de un jurista para hacer compatible la desobediencia civil
con el sistema legal del país, es decir, el que la ley no pueda justificar la violación de la
ley, parece ingeniosamente resuelta por la dualidad de la legislación americana y la
identificación de la desobediencia civil con el hecho de transgredir una ley para poner a
prueba su constitucionalidad.
Debemos distinguir entre los objetores de conciencia y los desobedientes civiles.
Los últimos son, en realidad, minorías organizadas unidas por una opinión común más
que por un interés común y por la decisión de adoptar una postura contra la política del
Gobierno, aunque tengan razón para suponer que semejante política goza del apoyo de
una mayoría; su acción concertada proviene de un acuerdo entre ellos, y es este acuerdo
lo que presta crédito y convicción a su opinión, sea cual fuere la forma en que lo hayan
alcanzado. Son inadecuados si se aplican a la desobediencia civil los argumentos
formulados en defensa de la conciencia individual o de los actos individuales, esto es,
los imperativos morales y los recursos a una ley más alta, sea secular o trascendente.
Las imágenes de Sócrates y de Thoreau aparecen no sólo en la literatura de
nuestro tema, sino también, lo que es más importante, en las mentes de los mismos
desobedientes civiles. Existe, en primer lugar, el hecho de que Sócrates, durante su
proceso jamás desafió a las mismas leyes – sólo a ese específico extravío de la justicia,
que él denominó accidente. Su pugna no era con las leyes sino con los jueces. Prefirió la
muerte al exilio.
El caso de Thoreau, aunque mucho menos dramático (pasó una noche en la
cárcel por negarse a pagar su capitación a un Gobierno que permitía la esclavitud, pero
permitió que su tía la pagara por él a la mañana siguiente), a diferencia de Sócrates,
protestó contra la injusticia de las mismas leyes. Lo malo de este ejemplo es que
defendió su posición, basándose no en la relación moral de un ciudadano con la ley sino
en la conciencia individual y en la obligación moral de la conciencia.
Como la desobediencia y el desafío a la autoridad son indicios generales de
nuestro tiempo, resulta tentador considerar a la desobediencia civil como un simple caso
especial. Desde el punto de vista del jurista, la ley es tan violada por el desobediente
civil como por el criminal y es comprensible que las personas, especialmente si son
hombres de leyes, sospechen que la desobediencia civil, precisamente porque se ejerce
en público, constituye la raíz de la diversidad criminal – a pesar de que todas las
pruebas y todos los argumentos apuntan en sentido contrario, porque la prueba que
consiste en demostrar que los actos de desobediencia civil conducen a una propensión
hacia el delito no es que sea insuficiente sino simplemente inexistente. Aunque s cierto
que los movimientos radicales y desde luego las revoluciones atraen a los elementos
delictivos, no sería prudente ni correcto igualar a ambos; los delincuentes son tan
peligrosos para los movimientos políticos como para la sociedad en conjunto. Además,
mientras que la desobediencia civil puede ser considerada como indicio de una
significativa pérdida de la autoridad de la ley (aunque difícilmente puede ser estimada
como su causa), la desobediencia criminal no es más que la consecuencia inevitable de
una desastrosa erosión del poder y de la competencia de la policía.
La desobediencia civil surge cuando un significativo número de ciudadanos ha
llegado a convencerse o bien de que ya no funcionan los canales normales de cambio y
de que sus quejas no serán oídas o no darán lugar a acciones ulteriores, o bien, por el
contrario, de que el Gobierno está a punto de cambiar y se ha embarcado y persiste en
modos de acción cuya legalidad y constitucionalidad quedan abiertas a graves dudas.
Los ejemplos son numerosos: siete años de guerra no declarada en Vietnam, etc.
En otras palabras, la desobediencia civil, está acompasada a cambios necesarios
y deseables o a la deseable preservación o restablecimiento del status quo – la
preservación de los derechos garantizados por la Primera Enmienda o el
restablecimiento del adecuado equilibrio de poder en el Gobierno, comprometido por el
Ejecutivo tanto como por el enorme crecimiento del poder federal a expensas de los
poderes de los Estados. En ninguno de los casos puede equipararse la desobediencia
civil con la desobediencia criminal. Existe toda la diferencia del mundo entre el
delincuente que evita la mirada pública y el desobediente civil que desafía abiertamente
la ley. La distinción entre una abierta violación de la ley, realizada en público, y una
violación oculta, resulta tan clara que sólo puede ser desdeñada por prejuicio o por mala
voluntad. Es ahora reconocida por todos los escritores serios del tema y resulta
claramente condición primaria de iodos los intentos en pro de la compatibilidad de la
desobediencia civil con la ley y las instituciones americanas de gobierno. Además, el
transgresor común, aunque pertenezca a una organización criminal, actúa solamente en
su propio beneficio; se niega a ser subyugado por el asentimiento de todos los demás y
se someterá únicamente a la violencia de las organizaciones encargadas de hacer que se
cumpla la ley. El desobediente civil, aunque normalmente disiente de una mayoría actúa
en nombre y a favor de un grupo; desafía a la ley a las autoridades establecidas sobre l
fundamento de un disentimiento básico y no porque como individuo desee lograr una
excepción para sí mismo y beneficiarse de ésta.
De todos los medios que los desobedientes civiles pueden emplear en el curso de
la persuasión y de la dramatización de las cuestiones, el único que puede justificar el
que se les llame rebeldes es el de la violencia. Por eso la no violencia es la segunda
característica generalmente aceptada de la desobediencia civil, y de ahí se deduce que la
desobediencia civil no es revolución. El desobediente civil acepta, mientras el
revolucionario rechaza, el marco de la autoridad establecida y la legitimidad general del
sistema de leyes. Esta segunda distinción entre el revolucionario y el desobediente civil,
tan plausible a primera vista, resulta más difícil de mantener que la distinción entre el
desobediente civil y el desobediente criminal. El desobediente civil comparte con el
revolucionario el deseo de cambiar el mundo y el cambio que desea realizar puede ser,
desde luego, drástico, como por ejemplo en el caso de Gandhi que siempre es citado
como el gran ejemplo en este contexto de la no violencia.
La Historia de la Decimocuarta Enmienda ofrece quizá une ejemplo
especialmente instructivo de la relación entre ley y cambio. Estaba destinada a traducir
en términos constitucionales el cambio que se había operado como resultado de la
Guerra Civil. Este cambio no fue aceptado por los Estados del Sur, con el desenlace de
que las disposiciones sobre la igualdad racial quedaron en general incumplidas durante
cien años. Aun más sorprendente ejemplo de la incapacidad de la ley para obligar el
cambio, es naturalmente, la Decimoctava Enmienda, relativa a la prohibición que hubo
de ser abolida porque demostró ser incumplible. (…) p.88
Me parece crucial la afirmación formulada por Eugene Rostow, según la cual, lo
que hay que considerar es la obligación moral de un ciudadano a la ley en una sociedad
de asentamiento.
El asentamiento – en el sentido de que ha de suponerse la afiliación voluntaria
de cada ciudadano a la comunidad queda obviamente (excepto en el caso de la
nacionalización) tan abierto al menos al reproche de ser una ficción como el contrato
originario. El argumento es correcto legal e históricamente, pero no existencial y
teóricamente. Cada hombre nace como miembro de una determinada comunidad y sólo
puede sobrevivir si es bien recibido y se encuentra en su elemento.
El asentamiento, en la comprensión americana del término, se basa en la versión
horizontal del contrato social y no en las decisiones de la mayoría. El contenido moral
de este asentimiento es como el contenido moral de todos os acuerdos y contratos;
consiste en la obligación de cumplirlos.
El establecimiento de la desobediencia civil entre nuestras instituciones políticas
puede ser el remedio posible para el último fracaso de la revisión judicial. El primer
paso consistiría en conseguir para las minorías de desobedientes civiles el mismo
reconocimiento que se otorga a numerosos grupos de intereses en el país y tratar con los
grupos de desobedientes civiles de la misma manera que con los grupos de presión que,
a través de sus representaciones, esto es, de cabildos registrados pueden influir y
auxiliar al Congreso por medio de la persuasión, de la opinión calificada y del número
de sus electores.
En su segundo artículo, “Desobediencia civil”, Arendt desarrolla este concepto
tan arraigado en USA en aquella época a través de los movimientos anti-racismo y las
protestas antibélicas. Partiendo de ejemplos como Gandhi, Sócrates o Thoureau,
explica que la desobediencia civil es un acto público no violento contra la legalidad
para cambiar ciertas políticas. Se diferencia del acto criminal en que éste es oculto y
del acto revolucionario en que este no respeta ni acepta el marco institucional (la
desobediencia civil solo quiere cambiarlo). Este debate entre legalidad y moralidad no
existía en el origen de los Estados Unidos, con unas leyes básicas abiertas y flexibles
que permitían adaptación en momentos de rápido cambio social. Sin embargo, el miedo
a la revolución y el crecimiento de la burocracia (que limita la libertad individual) han
dejado la desobediencia civil como única alternativa para los grupos marginados. Es
por ello que Arendt propone que sea incorporada institucionalmente, así como el
derecho de asociación.
El desarrollo técnico de los medios de la violencia ha alcanzado el grado en que
ningún objetivo político puede corresponder concebiblemente a su potencial destructivo
o justificar su empleo en un conflicto armado. Por eso, la actividad bélica ha perdido
mucho de su eficacia y casi todo su atractivo. Su objetivo racional es la disuasión, no la
victoria y la carrera de armamentos ya no una preparación para la guerra solo puede
justificarse sobre la base de que más y más disuasión es la mejor garantía de paz.
Como la violencia –a diferencia del poder o la fuerza- siempre necesita
herramientas, la revolución tecnológica, una revolución en la fabricación de
herramientas, ha sido especialmente notada en la actitud bélica.
Además, como los resultados de la acción del hombre quedan más allá del
control de quien actúa, la violencia alberga dentro de sí un elemento adicional de
arbitrariedad.
La razón principal de que la guerra siga con nosotros no es un secreto deseo de
muerte de la especie humana, sino el simple hecho de que no haya aparecido todavía en
la escena político un sustituyo de este árbitro final.
Que la guerra siga siendo la ultima ratio, la vieja continuación de la política por
medio de la violencia en los asuntos exteriores de los países subdesarrollados, no es
argumento contra la afirmación de que ha quedado anticuada y el hecho de que solo los
pequeños países, sin armas nucleares ni biológicas, pueden permitírsela, no es ningún
consuelo.
Nadie consagrado a pensar sobre la historia y la política puede permanecer
ignorante del enorme papel que la violencia ha desempeñado siempre en los asuntos
humanos y a primera vista resulta más que sorprendente que la violencia haya sido
singularizada tan escasas veces para su especial consideración.
Cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el
instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos
internos, especialmente en cuestiones de revolución.
La rebelión estudiantil es un fenómeno global pero sus manifestaciones, desde
luego, varían considerablemente de país a país, a menudo de universidad a universidad.
Esto es especialmente cierto por lo que se refiere a la práctica de la violencia. La
violencia ha seguido siendo fundamentalmente una cuestión de teoría y retórica donde
el choque entre generaciones no ha coincidido con un choque entre tangibles intereses
de grupo. Así sucedió especialmente en Alemania donde los claustros de profesores de
beneficiaban del abarrotamiento de clases y seminarios.
Contra el fondo de estas experiencias me propongo suscitar ahora la cuestión de
la violencia en el terreno político. Si comenzamos una discusión sobre el fenómeno del
poder, descubrimos pronto que existe un acuerdo entre todos los teóricos políticos, de la
izquierda a la derecha, según el cual la violencia no es sino la más flagrante
manifestación de poder.
El poder resulta ser un instrumento de mando mientras que el mando debe su
existencia al instinto de dominación. Tenemos que decidir si y en qué sentido puede el
poder distinguirse de la fuerza para averiguar cómo el hecho de utilizar la fuerza
conforme a la ley cambia la calidad de la fuerza en sí misma y nos presenta una imagen
enteramente diferente de las relaciones humanas.
Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para
actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un
grupo y sigue existiendo mientras el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de
alguien que está en el poder nos referimos realmente a que tiene un poder de cierto
número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que el grupo, del que
el poder se ha originado, desaparece, su poder también desaparece. En su acepción
corriente, cuando hablamos de un hombre poderoso o de una poderosa personalidad,
empleamos la palabra poder metafóricamente; a la que nos referimos sin metáfora es la
potencia.
Potencia designa inequívocamente algo en una entidad singular, individual; es la
propiedad inherente a un objeto o persona y pertenece a su carácter, que puede
demostrarse a sí mismo en relación con otras cosas o con otras personas, pero es
esencialmente independiente de ellos.
La fuerza, que utilizamos en el habla cotidiana como sinónimo de violencia,
especialmente si la violencia sirve como medio de coacción, debería quedar reservada,
en su lenguaje terminológico, a las fuerza de la Naturaleza o a la fuerza de las
circunstancias, esto es, para indicar la energía liberada por movimientos físicos o
sociales.
La autoridad, palabra relativa al más esquivo de estos fenómenos y, por eso,
como término, el más frecuentemente confundido, puede ser atribuida a las personas o a
las instituciones como, por ejemplo, al Senado romano o a las entidades jerárquicas de
la Iglesia. Su característica es el indiscutible reconocimiento por aquellos a quienes se
les pide obedecer; no precisa ni de la coacción ni de la persuasión.
La violencia, se distingue por su carácter instrumental. Fenomenológicamente
está próxima a la potencia, dado que los instrumentos de la violencia, como todas las
demás herramientas, son concebidos y empleados para multiplicar la potencia natural
hasta que en la última fase de su desarrollo puedan sustituirla.
“Sobre la violencia”, su tercer artículo, explica que tras la Segunda Guerra
mundial los países desarrollados no pueden permitirse el lujo de usarla contra otros
estados por lo que queda relegado internacionalmente a conflictos entre países sin
capacidad nuclear.
Es por ello que la violencia se ha manifestado dentro de los estados ya sea con
origen institucional o procedente de activismos (Black Panthers). Arendt realiza un
análisis semántico de conceptos como fuerza, violencia y poder. La definición del
último es original, puesto que considera el verdadero poder como un consenso tácito de
ciudadanos. La violencia, tradicionalmente considerada como la manifestación última
del poder queda relegada a un aspecto individual y cuando es utilizada por el Estado,
es síntoma de una pérdida de poder de este. Personalmente aquí creo que Arendt
contradice sus anteriores trabajos, pues es difícil imaginar estados más violentos o con
un uso institucional de la mentira tan extendido como la Alemania nazi o el comunismo
soviético, sin que esto minase apreciablemente su coherencia y fortaleza interna. Su
poder no disminuyó, posiblemente porque no estaba basado en la interpretación de la
autora, sino en el terror, la opresión y la ostentación de fuerza.
Ha de destacarse, el texto basado en una entrevista de Hannah Arendt con el
escritor alemán Adelbert Reif. La entrevista tuvo lugar en el verano de 1970.
Movimiento revolucionario estudiantil: Me resultan gratos algunos objetivos del
movimiento, especialmente varios del de América, con el que estoy más familiarizada.
Hacia otros objetivos adopto una actitud neutral y considero peligrosos algunos
disparates, como, por ejemplo, la politización y el refuncionamiento de las
universidades, pero no el derecho a la participación.
Lo que Ernst Bloch llama ley natural es a lo que yo me refería cuando hablé de
la notable coloración moral del movimiento. Sin embargo, añadiría que algo similar
sucede con todos los revolucionarios.
Movimiento de los Estados Unidos: No está frustrado. Si los estudiantes
lograran destruir las universidades, habrían destruido entonces su propia base de
operaciones. Esto es aplicable al de Europa.
Ejemplo ideal de esta regeneración existe el modelo checoslovaco de socialismo
democrático: Llamar a la dominación de Stalin una alineación me parece un eufemismo
empleado para barrer bajo la alfombra no solo hechos, sino también los más horrendos
crímenes.
Socialismo humanista: este nuevo eslogan no significa más que el intento de
deshacer la inhumanidad traída por el socialismo sin reintroducir el llamado sistema
capitalista, aunque la clara tendencia en Yugoslavia hacia una economía de mercado
abierto podría muy fácilmente ser interpretada así.
Temor de los líderes soviéticos: Temen intensamente que si el éxito de este
movimiento alcanza al pueblo, podría suceder que los ucranianos desearan una vez más
tener su propio Estado.
Movimiento de reforma en el Este: Ellos son de mi opinión, que de la misma
manera que el socialismo no es un remedio para el capitalismo, el capitalismo no puede
ser un remedio ni una alternativa para el socialismo.
Afirmación de Thomas Mann: El antibolchevismo es la necesidad básica de
nuestra época: El antibolchevismo es la invención de los excomunistas. Término con el
que denomino a cualquier que haya sido bolchevique o comunista, sino, más bien, a
aquellos que creían y que un día se sintieron personalmente desilusionados del señor
Stalin; es decir, quienes no eran realmente revolucionarios ni estaban políticamente
comprometidos y que se lanzaron a la búsqueda de nuevo Dios, un nuevo diablo.
El poder: en todas las repúblicas con Gobiernos representativos, el poder reside
en el pueblo. Esto quiere decir que el pueblo faculta a ciertos individuos para
representarlo, para actuar en su nombre. Cuando hablamos de pérdida de poder, es que
el pueblo ha retirado su consentimiento a lo que hacen sus representantes, los
funcionarios autorizados y elegidos.
La entrevista con Reif es muy interesante y se tocan temas como el socialismo,
los países del Bloque del Este, el tercer mundo y las protestas estudiantiles. Arendt
considera a estas últimas como positivas en general siempre que no sean violentas o
destruyan la propia universidad, su centro de reunión.
Finalmente realiza una interesantísima reflexión sobre las democracias
representativas, las cuales, según su opinión, consisten en ciclos periódicos de
manipulación de votantes. Reif es rápido e inquiere sobre su solución. Ella es
partidaria de sistemas basados en democracias directas, sistemas federales.
Es curioso señalar como, más de 45 años después, países como Irlanda,
Holanda o Finlandia han ensayado estos métodos. En el caso irlandés el tema a debatir
era el matrimonio homosexual una cuestión completamente polarizada por ideologías y
teologías, sin solución a través de una votación. Se realizó, por tanto un sorteo
aleatorio entre sus ciudadanos. Los elegidos tuvieron 6 meses para debatir profunda y
responsablemente la cuestión. Esta responsabilidad y empoderamiento arrinconó
muchos prejuicios y las personas se convirtieron en ciudadanos legando al
entendimiento.
El motivo de la elección de este libro es su asombrosa actualidad: mentiras
gubernamentales, desobediencia civil, futuro del socialismo, violencia, protestas
estudiantiles… y todo con el objetivo de poder cambiar su siguiente frase:
“La mitad de la política es crear una imagen, la otra mitad es hacérsela creer a
la gente”

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