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Dejar de defenderse para comprender a lo demás.

Todos alguna vez hemos estado en medio de una conversación creyendo que tenemos la
razón y por tanto defendiendo nuestro punto de vista con excesiva pasión, especialmente
cuando se trata de creencias profundas, pero en otros casos se extiende a todo lo que
pensamos por vano y superficial que parezca. Esta es una actitud de defensa, y atrás de ella
podría encontrarse un miedo primigenio, el miedo a quedarnos sin algo que nos sustenta,
nuestro mapa de vida, nuestra brújula de existir.
Somos una de las especies más indefensas al momento del nacimiento, dependemos
totalmente de nuestros padres, el infante dedica mucho tiempo de aprendizaje a generar,
inconscientemente, estrategias de supervivencia. En estas estrategias trata de mantener la
atención de los padres de todas las maneras posibles, sea ello saludable o no, para así lograr
obtener y mantener lo que necesita. Por tanto, en esta etapa de la vida se empiezan a
generar las estrategias defensivas, mismas que se enriquecen con las que vamos
aprendiendo de las actitudes de nuestros padres, hermanos, amigos, entorno, cultura.
Las estrategias de defensa son algo que ayuda a nuestra supervivencia, así en el día a día
ante un conflicto donde existan intereses diferentes a los nuestros es plausible ingeniar una
defensa que nos permita conservar aquello que nos es esencial. Siendo un bebé la
necesidad psicológica más fundamental es la seguridad de sentirse amado. Siendo niños
defendemos nuestros juguetes.
Crecemos y entramos a los terrenos del pensamiento abstracto, en ese punto trasladamos
nuestras estrategias defensivas hacia el campo de las ideas. A medida que nos
desarrollamos generamos un conjunto de paradigmas y creencias que nos aportan
seguridad. Estos inicialmente son aprendidos, principalmente a partir de los padres, y se
van reforzando con lo que observamos en los medios de comunicación, en la escuela, con
nuestros pares, entre la familia, en nuestra comunidad.
Sin embargo es importantísimo observar las estrategias defensivas de nuestros
progenitores, porque muy probablemente, sean demasiado parecidas las que yo utilizo a
las que utiliza mama, papa, o hice una mezcla de ambas. Por supuesto es muy difícil siquiera
concientizar esas estrategias defensivas, ya que están normalizadas y asimiladas: En
muchos casos ¡No las puedo ver!, de la misma manera que no podemos ver colores en
ausencia de luz.
Recuerdo a José que se ponía iracundo cuando su novia Elisa le decía que le dedicaba
demasiado tiempo a su madre y muy poco a ella.
Recuerdo a Alejandro que simplemente se quedaba callado cuando su esposa le proponía
algo en lo que el no estaba de acuerdo.
Recuerdo a Gilda que dejaba de hablarle a su hijo cuando este no se portaba bien.
Recuerdo a Esperanza que reaccionaba con un contraataque ante los problemas de relación
que le planteaba su pareja.
Recuerdo a Rogelio que cambiaba de conversación cada vez que tocábamos un tema que le
perturbaba.
Recuerdo a Irma que soltaba un chiste ante todo lo que le ocurría en la vida, por perturbador
que fuera.
¿Qué podemos hacer antes nuestras acciones defensivas?
El primer paso es reconocer que uno, como todos los seres humanos, tiene estrategias
defensivas, muchas de ellas no concientizadas.
En terapia con el psicólogo es más fácil que las personas puedan identificar sus estrategias
defensivas, que les impiden comunicarse con los demás. Muchas veces esas estrategias
defensivas se activan de manera instantánea ante un estímulo, especialmente cuando ya
existe una acumulación de conflictos sin resolverse; o debido a la experiencia causada por
una experiencia traumática, por ejemplo, alguien que solía ser engañado por su pareja
chateando con otra personas con quien tenía ul va a ponerse a la defensiva en cuanto
observa la mínima señal de algo que se parezca.
Así en terapia la persona puede hacer conciencia y generar un proceso para cambiar sus
estrategias de defensa por algo que en este momento de su vida sea mas saludabe. Algo
que le permita comunicarse con los demás sin poner demasiados obstáculos y barreras,
también sin dejarle demasiado vulnerable y manipulable ante los demás.

Es lógico. En todo conflicto donde haya intereses opuestos es pertinente generar una
buena defensa que nos asegure, no perder aquello que es esencial conservar. En el caso
del bebé humano, lo más importante es la seguridad emocional junto con la sensación de
sentirse amado. Así es como, siendo pequeños, si nos sentimos en peligro, empezamos por
defender nuestro territorio, incluidos nuestros objetos. Los defendemos con uñas y dientes
si otro niño pretende arrebatárnoslos. ¿Acaso esto seresuelve explicando a los niños
pequeños que deben aprender a compartir sus juguetes? No. No se trata de aprender a
compartir. Esta actitud defensiva fue gestada mucho antes en el niño y deriva de una
sensación general de peligro en términos emocionales. ¿Qué pasa si un adulto nos castiga
y nos retira el juguete que tanto empeño hemos puesto en defender? Nos sentimos
despojados, expuestos y más en peligro que antes, como si nos hubieran expulsado de
nuestra pequeña trinchera. Por lo tanto, sabemos en nuestro interior que debemos
empezar a cavar una nueva trinchera y buscar un refugio más confiable. Y nos abocamos a
ello. Vamos afinando estrategias más sutiles que nos permitan -solapadamente- obtener la
seguridad que nos transmita tranquilidad.
Cuando, más tarde, ingresamos en el pensamiento abstracto, trasladamos esta misma
actitud defensiva al terreno de las ideas. Es decir, a medida que crecemos, vamos
organizando un conjunto de pensamientos que nos den seguridad. Al principio, solemos
acoplarnos a ciertos posicionamientos, defendidos por personas en quienes delegamos un
supuesto saber -maestros, estrellas de la música, guías espirituales, líderes políticos o
cualquier otro personaje que admiremos por su supuesta seguridad interior, algo que todos
anhelamos- y en quienes proyectamos un ideal de vida. De jóvenes, solemos alinearnos
detrás de un músico, y no solamente detrás de la música que nos deleita, sino detrás de
todo lo que dice, hace, rechaza, admira o acepta. Este "alineamiento" tras un personaje en
quien proyectamos tantas virtudes nos asegura la defensa de un conjunto de ideas que nos
hacen sentir bien. Y si hay muchos seguidores de ese mismo cantante, pues mejor, porque
si somos más quienes pensamos lo mismo o nos gusta lo mismo, la sensación de confort es
todavía mayor.
Hay otro elemento a tener en cuenta en los alineamientos masivos detrás de las
ideologías: la aparición de los aliados. Si Observamos cómo vamos gestando nuestras
defensas personales desde el inicio mismo de nuestras vidas, comprenderemos que, en
situación de peligro, cuantos más aliados tengamos, mejor. En la guerra sucede igual:
cuantos más aliados tengamos, más factible será ganar las batallas. Por eso, los
posicionamientos políticos, filosóficos, deportivos o artísticos nos encajan mejor si estamos
rodeados de muchos individuos que piensan lo mismo que nosotros. Y, sin darnos
cuenta, vamos forjando nuestro ideario personal de un modo mucho menos libre de lo que
creemos, canalizado por el confort inconsciente de sentirnos rodeados, apoyados y
cobijados por un conjunto de personas que consideramos "pares". Es como una revancha
correlación a la hostilidad vivida durante nuestra infancia, cuando nos sentíamos solos y
desprotegidos. Ahora, por el contrario, nos sentimos apoyados y acompañados.
En la vida cotidiana, también salimos en defensa de nuestras pequeñas ideas, opiniones
y puntos de vista de una manera mucho más guerrera de lo que -objetivamente- cada
circunstancia requiere. Es más, estamos acostumbrados a pelear antes de tiempo,
adelantándonos a un posible enfrentamiento verbal, antes de que a alguien se le ocurra
aportar una visión diferente de la nuestra sobre lo que sea. Con este panorama, es
extremadamente raro que conversemos, que nos escuchemos con interés verdadero.
Habitualmente, lo que hacemos -a partir de una reacción automática gestada en nuestra
primera infancia- es defendernos. Si nos detuviéramos a registrar qué es lo que estamos
defendiendo con tanto ahínco, nos daríamos cuenta de que desplegamos mucha energía
en temas totalmente absurdos y que, en el fondo, no nos importan nada. Sin embargo, la
necesidad imperiosa de ganar alguna batalla ideológica es visceral. Hay un fuego interior
que nos obliga a actuar. Pero hay algo en esa fuerza que no comprendemos: no sabemos
que, en esa encendida defensa, jugamos toda nuestra potencia para recuperar
emocionalmente un confort y una tranquilidad que no recibimos en el pasado. "Eso" que
defendemos -una idea política, una forma de pensar, una posición respecto a la ecología, la
crianza de los niños, la alimentación o la economía- no tiene importancia. En cambio, la
sensación de sentirnos fuertes, mirados, admirados o tenidos en cuenta, no tiene precio. Es
como tocar el cielo con las manos.
Si comprendemos esta mecánica defensiva tan frecuente, podemos abordar un
problema muy presente en las relaciones humanas: nuestra incapacidad para escuchar
abiertamente al otro, aceptando sus diferencias, su historia y su lógica emocional, sin sentir
que una idea diferente necesariamente va a ser peligrosa para nosotros y que va a destruir
el poco equilibrio afectivo que hemos logrado sostener. Escuchar algo diferente nos genera
miedo. Ese miedo es infantil; fue organizado inconscientemente a partir de experiencias
reales que acontecieron durante nuestra primera infancia y que, desde entonces, operan
como si nuestra realidad emocional hoy fuera idéntica a aquella vivida en el pasado. Esto
es objetivamente falso. Pero, para nuestro territorio emocional, no es tan claro. Y nos
compete hacer algo al respecto.
¿Qué podemos hacer? En primer lugar, examinemos en qué circunstancias y frente a
quién solemos salir en defensa encendida de nuestras ideas. Preguntémonos si esas ideas
necesitan ser defendidas o si, simplemente, encajan en nuestra manera de vivir y en nuestro
bienestar. Si reconocemos que solo nos hacen bien, no necesitaremos seguir
defendiéndolas y no nos importará que haya más individuos que sostengan la misma idea,
o que no los haya. Será indiferente, pero es algo que nos otorgará una tranquilidad y sosiego
valiosos. En segundo lugar, debemos registrar qué ideas no toleramos, sobre todo las de
personas allegadas afectivamente -padres, hermanos, familia política, hijos...-, y hacer un
esfuerzo intelectual para comprender cómo esas ideas les dan a ellos un refugio emocional
perfecto. Si pudiéramos ver con claridad el encaje de cada vida, con las ideas, los gustos o
los pensamientos que cada individuo organiza, veríamos que lo más importante es
encontrar el equilibrio consciente entre quienes somos, lo que nos ha sucedido y aquello
que necesitamos para sentirnos bien realmente.

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