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DETALLES DE VIDA Y MUERTE

La máquina había dejado de sonar como una licuadora, como un motor que emitía un ruido torpe,
repleto de golpes metálicos y que, de rato en rato, parecía hacer explosión, sonando como un
petardo en medio de una sala vacía. Antonio salió de la máquina con cautela, moviéndose
lentamente, pareciéndose a un niño que por primera vez daba sus primeros pasos. Lucía aturdido,
confundido por los ruidos del aparato y por un ambiente caliente que le molestaba. Pese a estar
completamente desnudo, el clima le fastidiaba de sobremanera. De su cuerpo rezumaba la
traspiración, gotas grandes que le cubrían casi por completo, las mismas que deslizaban por la
frente, caían a sus ojos y no le dejaban mirar con nitidez el interior de la habitación. Qué viaje de
mierda, dijo con la voz áspera, repleta de cansancio, pronunciando cada palabra con dificultad ya
que el dolor de garganta que sentía era muy parecido al ardor en su cuerpo.

Agarró una toalla colocada sobre una de las sillas del cuarto, era blanca, hecha de algodón, fría
pero suave; exactamente lo que necesitaba. Se secó todo el cuerpo, deshaciéndose de las
molestas gotas de sudor que comenzaban a hacerle cosquillas. Luego, cuando por fin pudo
enfriarse, sentirse cómodo y adaptado al nuevo ambiente, Antonio se sentó sobre la silla y
contempló la habitación con tranquilidad, respirando de manera acompasada, escudriñando con
sus ojos verdolagas cada rincón. Se miró las manos con detenimiento, para él todo parecía nuevo,
era como volver a empezar. Debía cerciorarse que el viaje realizado no había dejado secuelas o
alguna clase de herida incurable. Tras inspeccionar con detenimiento cada extremidad, se dio
cuenta que todo estaba en orden. Se levantó de la silla y se acercó a un mueble de madera, una
especie de armario que le llegaba a la cintura. Abrió uno de los cajones y pudo encontrar en su
interior una camisa gris, un jean azul oscuro y unos zapatos de vestir negros y bien lustrados.

Antonio, al terminar con el protocolo de llegada, después de realizar todo lo necesario para la
adaptación climática, vestirse y demás, abrió una de las puertas de la habitación ubicada a su
derecha. Ésta era un cuarto pequeño, un deposito oscuro del cual apenas podía vislumbrarse una
pistola Carl Walther PK380, completamente negra, botada en el piso y una nota debajo con letras
grandes, escritas en diferentes idiomas que decía: tu objetivo se encuentra en la calle Gobles,
número 69, responde al nombre de Esteban Paredes. Antonio levantó la pistola, la acomodó en la
cintura, debajo de la camisa y sostenida por el cinturón del pantalón. Destruyó la nota con sus
propias manos, abrió una de las ventanas del dormitorio y dejó que el viento se llevase los
pedazos que sobraban, no podía dejar ninguna evidencia, ese era el reglamento. Sin nada más que
decir o hacer, salió de aquel lugar rumbo a su destino. Caminó por las calles de la ciudad con pasos
lentos, observando su entorno, advirtiendo las grandes diferencias que aquel lugar tenía con
respecto a su ciudad. Le gustaba saber que estaba en un lugar diferente, en una urbe en donde las
personas no parecían llevar prisa, en donde los vehículos eran escasos y el aire que respiraba era
puro y fresco. Ni en sus mejores sueños imaginó que todo lo que viviría allí iba a ser tan
reconfortante. Esta vez le había tocado un viaje placentero, en una ciudad pintoresca y pasiva. Por
su mente comenzó a transitar la idea de quedarse, de vivir en un lugar en donde la velocidad y el
estrés rutinario eran aún desconocidos. Comenzó a fantasear con la compra de una casa, de
encontrar, de una vez por todas, un empleo decente, y por qué no, conformar una familia.
Mientras aquellos rastros de deseos escondidos en su ser afloraban como las plantas en
primavera, recordó algo que detuvo abruptamente su andar, era el primer mandamiento de
profesión, el más importante, el que hacía la diferencia entre la vida y la muerte. Movió la cabeza
repetidamente al tiempo que decía en voz alta, que debía tener cuidado, mucho cuidado, en
cualquier momento pueden verme, musitó con algo de nerviosismo, escondiéndose detrás de un
árbol de grueso roble. La paranoia de un momento a otro se apoderó de él. Tal vez era por el viaje
que experimentaba tan inquieta sensación, tal vez era el ambiente, el calor, la atmósfera a la cual
no estaba acostumbrado, o quizá simplemente era la manifestación sentenciosa de la conciencia,
castigándolo de ante mano por el crimen que estaba a punto de cometer. Debo llegar rápido a mi
destino y ejecutarlo cuanto antes, pensó mientras respiraba, inhalando y exhalando
pausadamente. Empezó a caminar a paso veloz, recitando en voz alta la dirección y el nombre de
la persona que la nota le había indicado. A medida que fue aproximándose a destino, empezó a
cavilar la idea de cómo asesinar a su objetivo, eran pensamientos, escenas de todo tipo, color y
dimensión que, de rato en rato, parecían ser sacadas de películas de suspenso.

Antonio no sabía por qué esta persona estaba condenada a muerte, no quería saberlo, para él era
mejor perpetrar dicha acción en completa ignorancia, para que la indiferencia de la muerte
muestre, una vez más, sus manos invisibles y apáticas. Yo soy el Quita Vidas, decía Antonio ante
cada nueva misión, era la manera de preparase, de volverse el verdugo sin rostro, el emisario de
su majestad. ¿Cuántos años pasaron desde la primera vez que lo hizo?, no se acordaba, sólo sabía
que eran muchos, más de los que podía contar con los dedos de sus manos. Sin embargo, ese
nombre, esa dirección, habían llamado la atención de Antonio como nunca antes. Algo en aquellas
palabras le era familiar, algo dentro de su cuerpo le indicaba que lo que estaba a punto de realizar
estaba mal, que iba a ser su perdición, que significaba un viaje sin retorno. ¿Pero qué? Por más
que se esforzaba, no llegaba a ninguna conclusión, aun sus recuerdos, debido al viaje, no estaban
lúcidos. Continuó su marcha, un trote que a cada segundo se iba transformando en una carrera
contra el tiempo. Se detuvo en la calle Gobles, ante un letrero amarillo que indicaba el comienzo
de la misma. Era un camino largo, empinado y con casas a los costados. En ese momento no
habían muchas personas por el lugar, apenas un par de niños jugando, perros ladrando y corriendo
tras los infantes.

Antonio comenzó a subir la empinada calle, buscando con atención el número que lo llevaría con
su objetivo. A medida que fue avanzando, las ideas de como asesinarlo comenzaron a galopar con
intensidad la mente de Antonio quien, como un artista del pecado, imaginó diez formas de hacerlo
en tan sólo un par de segundos; tocar el timbre y dispararle en cuanto abra la puerta, sin perder el
tiempo, limpio y simple; entrar a la vivienda y dispararle por la espalda, darle una muerte más
digna; o simplemente jugar un poco con la presa, como lo haría un intrépido cazador, etc. Ninguna
de éstas ideas parecía gustarle mucho, sentía que, de a poco, empezaba a perder el “toque”, la
imaginación, el profesionalismo de una carrera que le había tomado más de una década en
asimilar y perfeccionar. Se detuvo ante una puerta amarilla, con el número 68 marcada sobre ella,
estaba a tan sólo unos escasos pasos de su objetivo y aún no decidía la forma de hacerlo. Qué
decepción, dijo apretando los dientes, llevando una de sus manos a su cintura, tocando, sintiendo
el metal oscuro del arma rozar sus dedos, acariciándolo de la misma manera con la que lo haría
con una mascota. Mientras meditaba la situación, frotando el arma como si se tratase de una
especie de lámpara mágica, Antonio recordó a su madre, y obviamente la figura de su padre. No
era extraño que esto sucediera, ante cada misión, aquellas imágenes que marcaron su vida, eran
blanco de contemplaciones mentales, de recuerdos que lo transportaban, por escasos segundos, a
un lugar en donde ganaba fuerzas para cumplir su misión. Recordó a su madre, una mujer alta,
blanca como la leche. Ella había nacido en un país europeo, hija de un líder controversial que había
escapado de la gran guerra y de su destino. Es terca como una mula, solía decir el padre, quien era
un capitán del ejército boliviano, un hombre robusto, de tez morena, que irradiaba una figura de
autoridad y un atractivo como pocos podían hacerlo. Su gran distintivo no eran medallas ni mucho
menos, era el tatuaje marcado en su piel, el más increíble que Antonio había visto. En todo el
brazo derecho, su padre tenía pintado como una verdadera obra de arte a Leviatán, el dragón
marino, un animal mitológico de enorme fuerza y poder. Aquel tatuaje era el centro de atención a
donde el padre iba. Sólo necesitaba una lata de cerveza, una pregunta, y de pronto se sacaba la
camisa o se la remangaba y, orgullosamente, mostraba el elegante, pintoresco, artístico, dibujo
marcado para siempre en su piel, un perfecto símbolo de lo que él significaba para sus colegas y
para su familia. De esa forma había conocido a su madre, a quien le encantaban los tatuajes y en
especial, fuera de toda competencia o discusión, el Leviatán de su padre. Ella le había aconsejado
que se la hiciera cuando eran jóvenes. Es único, solía decir la madre, acariciando la poderosa e
intimidante imagen. Y era cierto, nunca se había hecho un dragón parecido, nunca de la misma
forma, nunca el mismo diseño. Al recordar todo aquello, inevitablemente Antonio esbozó una
sonrisa en los labios. Pese al carácter fuerte de su padre, él nunca le temió, mas todo lo contrario,
siempre lo admiró, deseaba ser igual que él, tal vez mejor que él. Era por esa razón por la que se
había unido a un grupo selecto de individuos que viajaban en el tiempo, sentenciando, ejecutando
a personas en el pasado para que las mismas, en el futuro, su propio presente, no hicieran más
daño. Mi padre es un soldado valiente de mi patria, decía Antonio cada mañana al despertar,
mirándose al espejo con gran orgullo, yo, al igual que él, soy un soldado, pero del tiempo.

Los ladridos caninos lo despertaron de su romántico recuerdo. Antonio se limpió los ojos, avanzó
un par de pasos más y se detuvo frente a la puerta cuyo número 69 estaba grabado a un costado,
sobre una plaqueta metálica ya oxidada por los años. Tocó el timbre, por fin ya había elegido la
manera en la que lo haría. Comenzó a silbar una canción que aún no se había inventado. Esperó un
par de segundos, cuando una voz femenina preguntó quién llamaba. Soy un mensajero, dijo
Antonio, recalcando cada palabra, asegurándose de ser entendido. Vengo a entregarle un recado a
Estaban paredes. La mujer abrió la puerta lentamente, asomando unos ojos tímidos a través de la
abertura, mostrando recelo ante el supuesto emisario. ¿Quién es usted? Preguntó nuevamente,
evitando con sus manos a que la puerta se abriera por completo. Antonio se presentó con mucha
cortesía, de la manera en como en esos tiempos un caballero debía hacerlo. ¿Puedo ver a
Esteban?, agregó con una sonrisa sincera. La mujer aún no salía de la duda, de la sospecha que
seguramente invadía su cuerpo. Ojalá esta vieja me deje entrar, pensó Antonio manteniendo la
cínica mueca. Yo soy la madre, contestó con los ojos bien abiertos, mostrando una actitud sería e
idiota, entrégueme a mí el mensaje. No puedo hacerlo señora, dijo Antonio, agotando a cada
segundo su paciencia, debo entregarlo en persona. ¿Sabrá algo esta vieja?, ¿Será ese instinto de
madre la que le está alertando del peligro que corre su hijo?, peguntas que Antonio se hacía en la
intimidad de sus pensamientos. La vieja, sin ánimo de discutir, abrió la puerta y dejó pasar al
supuesto mensajero, pero sus ojos no se despegaron de él en ningún momento, manteniendo en
todo momento una actitud cauta, desconfiando notoriamente de la inesperada visita. Lo llevó a la
sala y con una voz áspera y repleta de duda le dijo que enseguida bajaría su hijo. La vieja se retiró y
dejó a la visita sola en aquella habitación. Era un ambiente acogedor y fresco, amoblado por un
sillón de tres cuerpos color mostaza, unas mesitas que hacían juego y una vitrina de vidrio en
donde se exhibían distintos trofeos de arte. Antonio se acercó a la misma y contemplo en silencio
los premios dorados. Todos pertenecían a Esteban, eran galardones que mostraban una cualidad
única, un hombre con excepcional talento, decía uno de ellos. De repente escuchó la voz de la
madre a sus espaldas, la misma que le decía que su hijo ya bajaría. ¿A qué se dedica su hijo?,
preguntó Antonio, absorbido por la curiosidad. Es un artista, contestó la madre expresando en su
rostro la emoción típica de una madre orgullosa, le encanta pintar, dibujar y todo lo relacionado,
terminó de decir. Enseguida Esteban apareció en la habitación, era un jovenzuelo que no
alcanzaba los veinte años de edad, traía una cabellera café clara, larga y suelta, vestía pantalones
de vestir anchos y una camisa clara remangada. Ante la inesperada apariencia y juventud de su
próxima víctima, Antonio se vio sorprendido, atónito por lo que sus ojos veían; por ver a un
chiquillo cuyos bigotes apenas, tímidamente, emanaban de su rostro, que parecían diminutos
alfileres que apuntaban en todas direcciones. ¿Qué desea?, preguntó Esteban mientras estrechaba
la mano de su verdugo. Las palabras salieron de la boca de Antonio con gran dificultad, estaba
impactado por la juventud de Esteban, nunca había asesinado a una persona tan joven. Los dejaré
solos, comentó la madre retirándose rumbo a la cocina. ¿Tú eres Esteban Paredes?, preguntó el
mensajero de muerte. El joven asintió con la cabeza y, anticipando cualquier movimiento o
comentario de la visita, dijo: usted debe venir en nombre de Marcos, ¿verdad?, dígale que mañana
le pagaré por las clases de tatuaje que me dio. Antonio pareció no oír las últimas palabras de
Esteban. Con un nudo en la garganta, sacó rápidamente su arma y, sin ganas de prolongar la
incomodidad que sentía, disparó tres veces sobre el cuerpo del joven; una bala en la cabeza y
otras dos en el pecho fueron más que suficientes para botarlo al suelo. Tras el estrepitoso disparo,
Antonio salió corriendo de la casa. Su parte favorita de cada misión, aquella inyección de
adrenalina que le invadía cada vez que escuchaba aquel ruido ensordecedor, estaba en proceso.
Sin darse cuenta había salido de la calle Gobles en segundos, estaba fuera de todo alcance, ahora
lo único que debía hacer era regresar a la máquina del tiempo y volver a casa.

Extrañamente, a medida que fue acercándose a la casucha en donde se encontraba el tecnológico


aparato, Antonio comenzó a sentirse mal, muy mal. Le comenzó a doler la cabeza, los brazos, el
cuerpo en general. En ningún tiempo había sentido tal malestar. Debe ser el remordimiento, dijo
mientras intentaba, con todas sus fuerzas, respirar. Al entrar a la habitación en donde, horas
antes, había estado, Antonio no pudo más con el dolor y se desplomó al suelo. ¡¿Qué me pasa?!
¡¿Por qué me sucede esto?!, exclamó en voz alta, esperando ingenuamente que los gritos aliviasen
su terrible malestar. Mientras analizaba alguna posible falla en su plan o en su ejecución, Antonio
comenzó a recordar por qué aquel nombre de Esteban Paredes había llamado tanto su atención.
Increíblemente, había olvidado un mandamiento que todo agente del tiempo no debe nunca
olvidar: nunca dejes pasar por alto los detalles, por más insignificantes que se vean, son detalles
de vida y muerte. Antonio recordó que Esteban Paredes, fue, en su madurez, el mejor amigo de su
madre. Nunca olvidaré la primera vez que entré donde Esteban y la vi, decía su padre, ella se
encontraba sentada sobre un taburete alto cerca al mostrador del local, ella fue quien me
aconsejó que me hiciera el Leviatán, ella me aconsejó esta hermosa obra de arte, terminaba la
historia mientras contemplaba su brazo. Segundos más tarde, Antonio, el agente del tiempo, dejó
de sentir dolor, dejó de recordar, de pensar, de vivir, simplemente desapareció.

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