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Capítulo XVII
AMADEO ROLDÁN‐ALEJANDRO GARCÍA CATURLA
Al calor de la abortada revolución de Veteranos y Patriotas (1923), que fue típico ejemplo de
pronunciamiento latinoamericano, sin cohesión, ni dirección, ni ideología concreta, algunos escritores y
artistas jóvenes que se habían visto envueltos en el movimiento, sacando provechosas enseñanzas de
una aventura inútilmente peligrosa, adquirieron el hábito de reunirse con frecuencia, para conservar
una camaradería nacida en días agitados. Así se formó el Grupo Minorista, sin manifiestos ni capillas,
como una reunión de hombres que se interesaban por las mismas cosas. Sin que pretendiera crear un
movimiento, el minorismo fue muy pronto un estado de espíritu. Gracias a él, se organizaron
exposiciones, conciertos, ciclos de conferencias; se publicaron revistas; se establecieron contactos
personales con intelectuales de Europa y de América, que representaban una nueva manera de pensar y
de ver. Inútil es decir que en esa época se hicieron los «descubrimientos» de Picasso, de Joyce, de
Stravinsky, de Los Seis, del Esprit Nouveau, y de todos los ismos. Los libros impresos sin capitulares
andaban de mano en mano. Fue el tiempo de la «vanguardia», de :las metáforas traídas por los cabellos,
de las revistas tituladas, obligatoriamente, Espiral, Proa, Vértice, Hélice, etcétera. Además, toda la
juventud del continente padecía, en aquellos años, de la misma fiebre.
En Cuba, no obstante, los ánimos se tranquilizaron con rapidez. La presencia de ritmos, danzas, ritos,
elementos plásticos tradicionales, que habían sido postergados durante demasiado tiempo en virtud de
prejuicios absurdos, abría un campo de acción inmediata, que ofrecía posibilidades de luchar por cosas
mucho más interesantes que una partitura atonal o un cuadro cubista. Los que ya conocían la partitura
de La consagración de la primavera —gran bandera revolucionaria de entonces—, comenzaban a
advertir, con razón, que había, en Regla, del otro lado de la bahía, ritmos tan complejos e interesantes
como los que Stravinsky había creado para evocar los juegos primitivos de la Rusia pagana. Milhaud,
seducido ya por las sambas brasileras, había escrito El buey en el techo, El hombre y su deseo, y las
famosas Saudades que ya empezaban a tocarse. La conciencia de ello volvió rápidamente las ovejas al
redil de una órbita geográfica. Los ojos y los oídos se abrieron sobre lo viviente y próximo, Por otra
parte, el nacimiento de la pintura mexicana, la obra de Diego Rivera y de Orozco, habían impresionado a
muchos intelectuales de Cuba. La posibilidad de expresar lo criollo con una nueva noción de sus valores
se impuso a las mentes. Fernando Ortiz, a pesar de la diferencia de edades, se mezclaba fraternalmente
con la muchachada. Se leyeron sus libros. Se exaltaron los valores folklóricos. Súbitamente, el negro se
hizo el eje de todas las miradas. Por lo mismo que con ello se disgustaba a los intelectuales de viejo
cuño, se iba con unción a los juramentos ñáñigos, haciéndose el elogio de la danza del diablito. Así nació
la tendencia afrocubanista, que durante más de diez años alimentaría poemas, novelas, estudios
folklóricos y sociológicos. Tendencia que, en muchos casos, sólo llegó a lo superficial y periférico, al
«negro bajo palmeras ebrias de sol», pero que constituía un paso necesario para comprender mejor
ciertos factores poéticos, musicales, étnicos y sociales, que habían contribuido a dar una fisonomía
propia a lo criollo.
En los momentos en que se «descubría» lo afrocubano, apareció Amadeo Roldán.
Nacido en París en 1900 —aunque de pura ascendencia criolla—, Amadeo Roldán había ingresado
en el Conservatorio de Madrid a la edad de cinco años, y obtuvo, a los quince, un primer premio de
violín y el premio extraordinario Sarasate. Después de estudiar armonía y composición con Conrado del
Campo, vino para Cuba en 1919, donde llevó una existencia obscura durante un cierto tiempo, obligado,
como lo estaba, a ganarse la vida como músico en restaurantes, cines y cabarets. En 1923 escribió
Fiestas galantes, para canto y piano, sobre poemas de Verlaine. Estaba entonces en pleno
impresionismo, como lo revelan algunas piezas para piano, de la misma época, y un Cuarteto que
constituía el inevitable ejercicio de escuela. Cuando acometió, ese año, la empresa de escribir una
ópera, estaba muy lejos aún de saber lo que quería. Iba a ser una «ópera gaélica», sobre un libreto de
Luis Baralt, titulada Deirdie. Remozábase, en el trópico, la atmósfera de la Huida de César Franck, de la
Gwendolina de Chabrier, del Rey Arturo de Chausson, filtrada, desde luego, por Debussy y Dukas. Roldán
llegó a terminar el primer acto y comenzó el segundo. En una escena de caza usaba de las quintas
aumentadas con escandalosa prodigalidad. Sin embargo, en esa partitura apuntaba ya una cierta brutali‐
dad de acento, una cierta violencia primitiva, que rompía con las blanduras del impresionismo. En
Roldán se operaba una muda lenta, dolorosa, hecha de renunciamientos, que lo conduciría al estreno de
la Obertura sobre temas cubanos.
En esos años que fueron, para él, de penosa gestación, la capital adelantó mucho, en punto a
actividades musicales. Fundada en 1922, por el maestro Gonzalo Roig, la Orquesta Sinfónica de La
Habana había recibido el espaldarazo de Pablo Casals, entusiasmado con la empresa. Ya existía la
sociedad Pro‐Arte Musical, organizadora de conciertos en que se escuchaban las interpretaciones de los
más afamados solistas. En 1923 llegó a la ciudad un músico español, Pedro Sanjuán Nortes, y se creó,
por su iniciativa, una segunda orquesta, la Filarmónica, que sobrevivió a la primera, y que dirige
actualmente Erich Kleiber. La coexistencia de dos orquestas enemigas dio lugar a una pugna que alcanzó
una verdadera violencia, llegándose a la agresión directa entre músicos. Pero esa situación fue muy
beneficiosa, en suma, para la cultura cubana. Tratando de superarse unos a otros, los instrumentistas de
ambos conjuntos rivalizaban en esfuerzos por mejorar la ejecución de una misma partitura. Si una obra
aparecía en un programa de la Sinfónica, la Filarmónica la interpretaba en su próximo concierto, con el
propósito de imponer su calidad. No siempre era así, pero esa lucha resultaba, en realidad, una
excelente escuela, ya que obligaba al músico de atril a enterarse seriamente de lo que tocaba. Además,
aquel match sacudía la indolencia del público, instándolo a pronunciarse por un bando u otro. Se era
«sinfónico», o se era «filarmónico».
Desde el primer momento, Roldán se decidió por la Orquesta Filarmónica e ingresó en ella en
calidad de violín concertino. Las razones dé esta preferencia eran, más que nada, de orden estético.
Venido de Europa, Sanjuán estaba decidido a estrenar en Cuba partituras de Debussy, de Ravel, de Falla,
de Los Cinco, hasta entonces desconocidos por el público (no debe olvidarse que en aquellos años
comenzaban apenas a grabarse discos de música sinfónica). Además, Sanjuán, buen conocedor de la
instrumentación, orquestaba con suma habilidad, y escribía partituras inspiradas en el folklore de
Castilla, antes de dejarse seducir por lo afrocubano y de componer una Liturgia negra, con documentos
folklóricos, que si bien no resolvía problemas situados mucho más allá de una total eficiencia sonora,
venía a repetir, al cabo de casi un siglo, la labor realizada por Casamitjana con los temas de comparsa
oídos, una noche, en calles de Santiago. Siempre atento a toda expresión que se alejara de laS fórmulas
salonescas, entonces muy en boga, Sanjuán completó la formación técnica de Roldán, y, en 1925. puso
en la tablilla de ensayos su Obertura sobre temas cubanos.
Sin que fuera una obra lograda, puede decirse que el estreno de esta Obertura constituyó el
acontecimiento más importante de la historia musical cubana en lo que lleva de corrido el siglo XX, por
su proyección e implicaciones. A pesar de que todos los músicos de la isla, sin excepción, hubiesen
admitido el valor de las expresiones populares, alimentando con ellas la totalidad de su obra (Saumell),
o por lo menos una porción limitada (Espadero), el negro, bien explotado ya por los guaracheros del
teatro bufo, no había asomado aún en la obra sinfónica. Lo más singular era que Roldán, al esbozar su
Obertura, se hubiera vuelto, por instinto, hacia un tipo de expresión folklórica captado varias veces en el
siglo XIX: el Cocoyé oriental, estilizado ya por Casamitjana, Desvernine, Reinó, y hasta por Gottschalk. Es
decir que el músico, al abrir el ciclo de su obra verdadera, al comenzar a encontrarse a sí mismo, recogía
una tradición que lo vinculaba directamente con el primer intento hecho en Cuba de llevar lo negro a
una partitura seria (el Cocoyé de Casamitjana). Pero, fuera de su sentido polémico y revelador, la
Obertura de Roldan debe considerarse hoy, simplemente, como un documento que sitúa los inicios de
una carrera. Hay demasiados tanteos, todavía, en esa obra que no acaba de liberar una personalidad de
sus prejuicios e influencias. Un pasaje, sin embargo, debe citarse, por haber constituido, en 1925, una
innovación sensacional: el que prepara la coda y aparece confiado a la batería sola, con movilización de
varios instrumentos afrocubanos. Esos compases encerraban toda una declaración de principios.
Los Tres pequeños poemas («Oriental», «Pregón», «Fiesta negra»), se estrenaron en 1926 y tuvieron
la fortuna de pasar en el acto a los atriles de la Orquesta Sinfónica de Cleveland. En el «Oriental» volvían
a utilizarse temas del Cocoyé, pero despojados de una grasa orquestal que les restaba travesura y gracia
en la obra anterior. El «Pregón», inspirado por un auténtico grito callejero, con su atmósfera de modorra
y de calor, recordaba todavía la manera impresionista de Roldán. En la «Fiesta negra», en cambio, el mú‐
sico comenzaba a especular con temas que no consideraba ya como valores poéticos, de color, de
ambiente, sino como factores musicales. El tema inicial era una célula que crecía y se desarrollaba
horizontalmente, con una multiplicación sistemática de valores dentro del compás, hasta los acordes
finales. Esta «Fiesta negra» era la primera obra plenamente lograda de Amadeo Roldán.
Es interesante observar que el músico, en esta etapa de su producción, sólo recurría pocas veces al
documento folklórico captado directamente (exceptuándose el «Pregón»). Como si hubiera querido
familiarizarse con todos los elementos que constituyen una tradición musical cubana, trabajaba con
materiales de segunda mano, siempre y cuando fueran aptos a revelarle ritmos y maneras de hacer.
Instrumentó dos Danzas cubanas de Laureanito Fuentes, para estudiar las posibilidades de la
contradanza, antes de emprender la composición de La rebambaramba (1928), ballet colonial en dos
cuadros, sobre un asunto nuestro. Se trataba de evocar, a través de grabados románticos cubanos (de
Mialhe, principalmente), la hirviente vida populachera de La Habana en 1830, en el día de la fiesta de
Reyes. El primer cuadro se desarrollaba en el patio de una vieja mansión de la ciudad, en la noche del 5
al 6 de enero. Personajes: mulatas, cuadre‐ rizos, caleseros, cocineros negros, un negro curro, un
soldado español. El segundo cuadro nos mostraba, traído por una sencilla acción, el paso de las
comparsas en la plaza de San Francisco, camino de la capitanía general, donde los esclavos recibían el
aguinaldo.
Partiendo de una insistente pedal de segunda menor, Roldán iba organizando su mundo rítmico,
desde los primeros compases, por medio de citas esquemáticas, Secas, expeditas, de los temas que, más
tarde, habrían de encontrar su completo desarrollo. El primer baile, totalmente expuesto, era una
contradanza, calcada sobre la segunda de San Pascual Bailón (1803). Al final del primer cuadro, un
tiempo en 6 por 8, evocador de contradanzas francesas, se iba africanizando gradualmente hasta
conducir al mundo negro de la fiesta de Reyes. Tres episodios llenaban casi totalmente el segundo
cuadro: una comparsa lucumí, de ritmo singularísimo, confiada a las cuerdas divididas en pesados
acordes; la comparsa o juego de la culebra, con intervención de algunas voces situadas en la fosa de la
orquesta, que cantaban textualmente las coplas verdaderas; y una comparsa ñáñiga a modo de coda
estrepitosa. Fuera de una introducción un tanto stravinskiana (la del segundo cuadro), que ha desapare‐
cido de la suite ofrecida corrientemente en los conciertos sinfónicos—cinco números—, Amadeo Roldán
había hallado su tono y su colorido propios. La rebambaramba queda como la más famosa de sus
partituras, y ha sido ejecutada en México, en París, en Berlín, en Budapest, en Los Ángeles y en Bogotá.
Terminada La rebambaramba, el músico quiso escribir, como complemento, un ballet que evocara la
moderna vida rural de Cuba. Sobre un texto nuestro, compuso El milagro de Anaquillé, auto
coreográfico en un solo cuadro (1929). La acción musical que se desarrolla a la sombra de un ingenio de
azúcar, comienza por una explotación de lo guajiro —décima y zapateo—, antes de pasar a un
elaboradísimo trabajo sobre los temas rituales de las ceremonias inicíacas de Ios ñañigos. El
black‐botton, que acompaña la danza de los norteamericanos, dueños del ingenio, sirve de puente entre
«lo blanco» y «lo . negro» de Cuba, en este caso perfectamente delimitados. Al ser estrenada, la
partitura promovió un cierto escándalo por su dureza. Nada había en ella que quisiera acariciar o con‐
quistar por seducción. Armónicamente, es una de las partituras más recias de Roldán. Todo es anguloso
y lineal. Puede ser que haya, en este ballet, una cierta influencia del Stravinsky posterior a La
consagración y anterior a Pulcinella. Pero el color —ese color de acero, sin halagos, sin evanescencias ni
difuminos, que es el de su orquesta madura— le pertenece por entero.
Después de haber trabajado con la orquesta grande, Roldán, a partir de 1930, se vio cada vez más
solicitado por los problemas de sonoridad, equilibrio y construcción, que plantean los conjuntos
reducidos. Ya había escrito su Danza negra, sobre un poema famoso de Palés Matos, para voz femenina,
dos clarinetes, dos violas y percusión (estrenada en París). Ahora iniciaba la. serie de sus Rítmicas
—cuatro— para flauta, oboe, clarinete, fagot, trompa y piano (1930), ejecutadas en México y en los
Estados Unidos. Las Rítmicas; V y VI, escritas pocos meses después, estaban concebidas, exclusivamente,
para instrumentos típicos de percusión.
En estas obras se advierte una evolución cierta sobre partituras anteriores. Roldan, siguiendo el
camino inevitable para todo el que trabaja dentro de una órbita nacionalista, se desprende del
documento folklórico verdadero (tan vigente aún en La rebambaramba, en el final de EL milagro de
Anaquillé), para hallar, dentro de sí mismo, motivos de catadura afrocubana. El ritmo ha dejado de ser
textual: es más bien una visión propia de las células conocidas —una recreación. Roldan trabaja ahora
en profundidad, buscando, más que un folklore, el espíritu de ese folklore. En las dos últimas Rítmicas
realiza, con la conciencia del artista culto, un trabajo paralelo al de los tambores batas, movidos por el
instinto. Más que ritmos, produce modos rítmicos —frases enteras que se entremezclan y completan,
originando períodos y secuencias.
Con los Tres toques (de marcha, de rito, de danza), escritos en 1931, para orquesta de cámara, lleva
al plano sonoro una serie de preocupaciones que le habían inducido, hasta ahora, a conceder una
importancia primordial a las fuerzas percutantes (batería o instrumentos usados a modo de batería) de
sus obras anteriores. Aquí —sin quedar eliminada— la acción de la batería es mucho menos directa y
constante. Interviene en ciertos pasajes como un elemento constructivo, usado en todas sus
posibilidades y técnicas, pero sin desempeñar un papel capital. El toque lo producen ahora todos los
instrumentos en presencia, estableciendo una suma de los factores que caracterizan los géneros de la
música mestiza y afrocubana, aunque colocándolos en un ámbito sonoro absolutamente personal. Los
Tres toques constituyen, sin duda alguna, en este orden de ideas, el mayor esfuerzo de síntesis realizado
por Amadeo Roldan, y se aproximan, por el espíritu, a ciertos Choros de Villa‐Lobos.
Después de escribir Curujey (1931), sobre un poema de Nicolás Guillen, para coro, dos pianos y dos
instrumentos de percusión, Roldán vio editados en Nueva York, en 1934, sus Motivos de son, con textos
del mismo poeta. Ocho canciones para voz y once instrumentos encierra esta suite, en la que se
explotan a fondo las expresiones líricas del canto negro. Aquí, a pesar de un trabajo instrumental
elaboradísimo, la melodía conserva todos sus derechos. Melodía angulosa, quebrada, sometida muy a
menudo a las características tonales del género, pero donde lo negro es ya, para Roldán, un lenguaje
propio, proyectado de adentró a afuera. De muy difícil interpretación, estos Motivos se sitúan entre las
partituras más personales del músico. En vano buscaríamos en ellos una influencia manifiesta, una
artimaña armónica prestada. Constituyen, hasta ahora, un intento único en la historia de la música
cubana, por el tipo do problema sonoro y expresivo que vienen a resolver.
A esta obra hay que añadir una música incidental para La muerte alegre de Evreinoff (1932); dos
Canciones populares cubanas, de carácter guajiro, para violoncello y piano (1928); una pieza para piano,
Mulato (1934), de escaso interés; un Poema negro (1930), para cuarteto de cuerdas —sacado del mate‐
rial de un cuarteto de laúdes, escrito para los hermanos Aguilar— y dos Piezas infantiles para piano
(1937), editadas en Nueva York.
Amadeo Roldán murió en 1939, a la edad de treinta y. ocho años, víctima de una enfermedad
particularmente cruel que iba deformando su envoltura física, sin afectar un espíritu que consagró sus
últimas energías al esbozo de composiciones futuras y a la notación de todo un sector de cantos
orientales ignorados por la mayaría de sus contemporáneos. Al frente de la Orquesta Filarmónica había
realizado, desde 1932, una formidable labor de divulgación de la música actual, sin desatender, por ello,
sus constantes ejecuciones de música clásica y romántica. Gracias a él se escuchó en Cuba, por primera
vez, la Novena sinfonía, con el concurso de la Sociedad Coral de La Habana, fundada y dirigida por María
Muñoz de Quevedo.
Su obra entraña una aportación de tipo técnico que no debe olvidarse: en ella aparecen notados,
por primera vez con exactitud, los ritmos de los instrumentos típicos de Cuba, con todas sus
posibilidades técnicas, y los efectos sonoros obtenibles por percusión, roce, sacudida, glissandi de dedos
sobre los parches, etcétera. La gráfica de Roldán, en este terreno, constituye un verdadero método, que
han seguido compositores cubanos y extranjeros.
Por haber sido contemporáneos, por haber aparecido en un mismo momento, por haber
compartido ideas afines, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla resultan dos figuras inseparables en
la historia de la música cubana. Sin embargo, una cuestión de tendencias y de cronología no debo
hacernos olvidar que sus naturalezas eran absolutamente distintas y que, si bien trabajaron en sectores
paralelos, sus obras ofrecen características diametralmente opuestas. Discípulo de Pedro San Juan, y
luego de Nadia Boulanger, Alejandro García Caturla fue el temperamento musical más rico y generoso
que haya aparecido en la isla. Dotado de verdadero genio, su potencia creadora se manifestó desde la
adolescencia en una serie de obras vehemente, dinámicas incontrolables en su expresión como una
fuerza telúrica. Este hombre refinado, con semblante de irlandés, que lo asimilaba todo con prodigiosa
facilidad, que aprendió idiomas sin maestro, que se hacía ahogado en tres años sin dejar por ello sus
estudios musicales, había sentido siempre una atracción poderosa por lo negro. Y no como juego
estético o reflejo de las preocupaciones de los intelectuales del momento. Desafió los prejuicios
burgueses de su casta acomodada, tomando una esposa negra. No se ocultaba de ello. Por el contrario.
En esto se manifestaba un aspecto de la furiosa independencia que lo caracterizaría en todos los actos
de la vida. Esa misma independencia habría de ser la causa directa de su muerte: juez de instrucción en
una ciudad de provincia, no quiso someterse a las presiones ejercidas para arrancarle la absolución de
un delincuente. Fue asesinado, de dos disparos a quemarropa, por el mismo que se proponía condenar
al día siguiente.
Poco hay que decir de su vida. Fuera de dos viajes a Europa, Alejandro García. Caturla sólo existió
para crear su obra. Su necesidad de trabajo era tal que, durante su permanencia en París, apenas si
visitó un museo o frecuentó las peñas artísticas —a pesar de que contaba con grandes simpatías en los
medios surrealistas. No salía de una órbita que abarcaba, exclusivamente, las salas de conciertos, los
ballets rusos, la casa de Nadia Boulanger y su mesa de labor. Relegado por las incomprensiones de su
medio a ciudades de provincia, organizó orquestas y conjuntos musicales en todos los centros a los que
lo conducía su profesión dé juez. Nacido en 1906, fue muerto en 1940. En sus últimas cartas se quejaba
amargamente de que no le fuera posible trasladarse a La Habana para estar más cerca de una vida
musical activa.
Alejandro García Caturla era casi un niño cuando dio a la estampa sus primeras composiciones de
carácter popular: un bolero, una canción, tres danzones. En uno de ellos —El olvido de la canción—
aparecían ya ritmos singulares, curiosamente tratados, como un principio de especulaciones sobre las
bases del folklore criollo. El descubrimiento de la música contemporánea —de Milhaud, de Satie, de
Stravinsky, principalmente— lo dejó deslumhrado. Por un corto tiempo estuvo ejercitándose la mano en
imitaciones más o menos felices, que luego relegó al archivo de las cosas inservibles. No había cumplido
veinte años, cuando ya regresaba sobre sí mismo, buscando un acento propio vinculado con el suelo
natal. Pero Caturla tuvo, desde el principio, una manera muy particular de sentir el folklore de la isla. No
fue hacia él, poco a poco, tratando de comprender primero y de acoplarse después, como Roldán. Salido
de su corta fiebre europeizante, volvió a los danzones de su adolescencia, partiendo de ellos
nuevamente. Sin vacilación, comenzó a expresarse en un lenguaje nutrido por raíces negras —guiado
por un obscuro instinto y por las afinidades que se habían manifestado ya, de modo elocuente, en su
vida privada. Por otra parte, muy impermeable a la tradición hispánica —Manuel de Falla nunca ejerció
la menor Influencia sobre él—, estudiaba con apasionado interés la producción de los compositores
cubanos del siglo XIX, y tenía un verdadero amor por Saumell y por Cervantes. Le atraía poderosamente
aquella música, hecha de una lenta fusión de elementos clásicos, de temas •franceses, de
remembranzas tonadillescas, con ritmos negroides forjados en América. La última obra que nos dejó,
una admirable Berceuse campesina, para piano, es un reflejo postumo de estas preocupaciones. En una
composición de una sorprendente unidad de estilo, logró una síntesis melódica y rítmica de lo guajiro y
de lo negro —tema guajiro, ritmo negro— por un proceso de asimilación total de dos tipos de
sensibilidad puestos en presencia. Como lo guajiro, por su monotonía e invariabilidad, no podía
brindarle una materia rica, construyó una melodía propia, abierta sobre dos octavas, absolutamente
incantable, y que tiene, sin embargo, un sorprendente perfume de autenticidad, sin observar el metro ni
el ritmo tradicionales. Al situar debajo de esta melodía un ritmo de son logró un milagroso equilibrio
entre dos géneros de música que nunca soportaron la más leve fusión en varios siglos de convivencia.
Este acierto final explica toda su música. Caturla nunca tomó un género folklórico separadamente,
escribiendo una danza, una rumba, para orquesta, con el espíritu que pudo animar el Batuque de
Fernández, por ejemplo, o las Danzas africanas de Villa‐Lobos. Cuando Caturla compuso La rumba, no
quiso un movimiento rítmico para orquesta, una rumba cualquiera, que pudiera ser la primera de una
serie: pensó en La rumba, en el espíritu de la rumba, de todas las rumbas que se escucharon en Cuba,
desde la llegada de los primeros negros. No pretendió especular con un ritmo, llevándolo en crescendo
hasta el final, de acuerdo con una fórmula de la que se ha abusado mucho desde hace veinte años. Por
él contrario. Desde la introducción, extrañamente confiada a las maderas graves, procedió por súbitos
impulsos, por progresiones rápidas y violentas, con vaivén de marejada, donde todos los ritmos del
género se inscribían, se invertían, se trituraban. No eran esos ritmos, en sí, los que le interesaban, sino
una trepidación general, una serie de ráfagas sonoras, que tradujeran, en una visión total, la esencia de
la rumba. (Es muy posible que un negro rumbero no halle dónde colocar un paso sobre esa partitura que
expresa, sin embargo, sus instintos más profundos.) Del mismo modo debe considerarse el Bembé para
maderas, metales, piano y percusión, estrenado en París en 1929. En él encontramos el alma del baile
de santería.
Entre la breve etapa en que Caturla trabajaba con los ojos fijos en Milhaud y otros compositores
europeos, y la que se caracteriza por el hallazgo de su expresión propia, se situán varias Danzas para
piano, visiblemente inspiradas por la manera de Ignacio Cervantes. Pero si bien el modelo es
identificable, el tipo de escritura resuelve un singular problema: hallar una sonoridad absolutamente
cubana, con procedimientos armónicos que respondían a las máximas audacias de su momento Es
interesante observar que, con acordes erizados de alteraciones, difíciles de tocar y de leer, obtuvo un
tipo de sonoridad que se situaba dentro de la tradición cervantina, sin olvidar las inevitables terceras y
sextas. Digamos, de paso, que ésta siempre fue una gran habilidad de Caturla. Cuando en el primero de
los Dos poemas afrocubanos (París, 1929), escribió, con técnica propia, un acompañamiento de tres, el
piano le sonó como un verdadero tres a pesar de los intervalos disonantes. Y es que en Caturla no
obraba tan sólo un sorprendente
poder de asimilación del ambiente, sino también una instintiva propensión a recrear el timbre de los
instrumentos típicos, aun dentro del marco de la orquesta normal. (Cuando los empleó, el músico se
contentó siempre con los instrumentos más simples de la percusión afrocubana, sin recurrir a elementos
dotados de un timbre inusitado.) Bastaba que utilizara un clarinete, para que ese clarinete se hiciera
agreste, ácido, cono hecho de la madera mal barnizada de los músicos callejeros.
Caturla dejó una obra considerable, sometida íntegramente a un mismo orden de preocupaciones:
hallar una síntesis de todos los géneros musicales de la isla, dentro de una expresión propia. Su
producción comprende: Tres danzas cubanas, para orquesta (1927); Bembé, para metales, maderas,
piano y bateria (1929); Bembé, versión para instrumentos de percusión (1930); Yamba‐O, movimiento
sinfónico (1928‐1931); Primera suite cubana, para instrumentos de viento y piano (1931); La rumba
(1933); Suite para orquesta (1938); Obertura cubana (1938). Dejó escritas gran número de obras para
voz y piano, con poemas de Nicolás Guillén y del autor de este libro. Un poema, Sabás, para voz y cinco
instrumentos de viento y piano, sobre texto de Guillén. El caballo blanco (1931) y Canto de los cafetales
(1937) para coro mixto a capella. Entre sus obras pianísticas, deben citarse, además de las Danzas de
corte cervantino, un Son (1930), Comparsa (1936), la Danza lucumí y la Danza del tambor (1928), una
Sonata corta (1934), y la Berceuse campesina, estampada conjuntamente con otro Son, en Nueva York,
en 1944. Más afortunado que Roldán en lo que se refería a la edición, muchas de sus obras fueron
publicadas por la New Music Edition de Nueva York, y por las Editions Maurice Senart, de París. El
instituto Interamericano de Musicología de Montevideo dio a la luz Dos canciones corales. Al morir
dejaba sin estrenar una ópera de cámara, Manita en el suelo, sobre un texto nuestro, que debía
movilizar, escénicamente, algunos personajes de la motología popular criolla: Papá Montero, Candita de
Loca, Juan Odio, Juan Indio, Juan Esclavo, la Virgen de la Caridad del Cobre, el Gallo Motoriongo, el
Chino de la Charada, Tata Cuñengue, etcétera.
Ciertas partituras sinfónicas de Caturla pecan por exceso de riqueza. La pasta sonora es trabajada a
mano llena, sin miramientos para el ejecutante. En esto se advierte una vez más la diferencia existente
entre Roldán y Caturla. En Roldán, director de orquesta, todo es medido, colocado en tiempo oportuno,
merced a un cálculo previo que no se exime, a veces, de una cierta frialdad. En Caturla, por el contrario,
la orquesta puede ser terremoto, nunca relojería. Una fuerza bárbara, primitiva, es llevada al terreno de
los instrumentos ci vilizados, con todos los lujos que puede permitirse un músico conocedor de las
escuelas modernas. Y sin embargo, salvo muy breves y fugaces influencias stravinskianas (tan poco
señaladas que apenas si se advierten), algo, muy inteligentemente observado por Adolfo Salazar,
contribuye a alejar la obra de Caturla de toda atmósfera armónica catalogada: las raras escalas que
forman parte integrante de su lenguaje. «Giro típico de Caturla —nos dice Salazar— es la estrechez del
ámbito melódico y el evitar en él los intervalos de segunda menor.» Muy a menudo la asimilación de lo
negro le hace concebir sus temas dentro de los límites de una escala pentatónica. De ahí que si suele
usar la politonalidad, el carácter de sus ideas le impide encerrarse en una fórmula mañosa. Sus temas
tienen siempre el frescor de un canto primitivo. El espíritu peculiar que la inspiraba comunicó a la obra
de Caturla un carácter inconfundible.
Algo parecía faltarle todavía en sus últimos años: el don de simplificar, de alcanzar con la mayor
economía de medios aquello que había logrado, hasta ahora, permitiéndose todos los lujos. La Bercsuse
campesina, obra postuma, escrita con pasmosa sencillez, como para manos de niño, nos demuestra que
Caturla había llegado a domar su temperamento, poniendo riendas de ángel al demonio que lo
habitaba.
Los adversarios de las tendencias nacionalistas que prevalecen hoy en Brasil, en México, y, con
mayor o menor fuerza, en casi todas las naciones del Nuevo Mundo, se valen a menudo de un
argumento polémico que es, poco más o menos, el siguiente: inspirarse en música de negros, de indios,
de hombres primitivos, no es un progreso; desligarse de la gran tradición artística europea, sustituyendo
las grandes disciplinas de la cultura occidental por el culto del vodú, del juego ñañigo, del batuque, del
candombe, equivale a renegar de las raíces más nobles de nuestra idiosincrasia, colocando un tambor en
lugar del clavicordio.
Sin embargo, los que así razonan olvidan demasiado que el compositor latinoamericano, vuelto
hacia Europa en busca de la solución de sus problemas estéticos, no oye hablar más que de folklore, de
canto popular, de ritmos primitivos, de escuelas nacionalistas, desde hace más de cuarenta años.
Después de Grieg, de Dvorák, de Los Cinco rusos, que le rodearon en los días de su adolescencia, conoce
a Stravinsky a través de Petrouchka, de La consagración de la primavera, de Bodas, de El zorro. España le
llega en la voz de Albéniz y del Falla de El amor brujo y del Sombrero de tres picos; Hungría, en la de Béla
Bartók; Italia, en La giara de Casella. Ve cómo Milhaud se apodera de músicas brasileñas y de danzones
cubanos,20 introduciendo güiros y maracas en su orquesta (El buey en el techo). Los norteamericanos,
Copland y Mac Bride, saquean el folklore mexicano. Schönberg hace el elogio de Gershwin, huyendo de
los atonalistas norteamericanos. En Rusia se exalta la música regionalista. Claro está que, al lado de esto,
hay también el Concierto de Falla, el Concert champêtre de Poulenc, el Schwanendreher de Hindemith,
la Obertura concertante de Rodolfo Halffter. Pero, mirando bien esas obras... ¿no son también en cierto
modo, un exponente del nacionalismo musical? ¿No responden a conceptos profundos de genio racial y
expresión de idiosincrasias?...
El joven compositor latinoamericano vuelve los ojos hacia su mundo. Ahí están todavía frescos,
vírgenes, los temas que Milhaud le ha dejado; los impulsos primitivos que no aparecen en La
consagración de la primavera; una polirritmia al estado bruto, que aventaja la de los compositores más
«avanzados» de Europa. Pero, además, lo que el compositor francés ha utilizado como elemento
exótico, desconcertante, inesperado, es materia cabal, auténtica, para el brasileño,20 La «Obertura» de
la versión orquestal de sus Saudades do Brasil está escrita sobre un danzón de Antonio María Romeu,
Triunfadores, oído por el músico en Puerto Rico, según él mismo nos lo reveló.
para el cubano, para el mexicano, que lo lleva en las entrañas. ¿Qué hace, pues, al crear una obra de
tipo nacionalista, sino responder, en plena sinceridad consigo mismo, a un orden de preocupaciones que
ha sido producto, precisamente, de la más alta cultura occidental en estos últimos años?
Claro está que el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de
un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función de un folklore. Es un mero tránsito. Pero
tránsito lo bastante inevitable para haberse hecho necesario a todas las escuelas musicales de Europa.
Gracias al canto popular —bien lo señaló cierta vez Boris de Schloezer— las escuelas del Viejo
Continente adquirieron su acento propio. Esta verdad es tan evidente, que nos exime del trabajo de
citar ejemplos. Rodeado de expresiones populares en continuo proceso de creación —no de un folklore
agonizante como el de Francia, por ejemplo, donde el campesino canta los últimos éxitos de Maurice
Chevalier—, el compositor latinoamericano comienza por trabajar con lo que encuentra al alcance de su
mano, en busca de las características que, de hecho, le pertenecen. Por lo menos se evade, con ello, de
un peligroso deseo de imitar lo que está perfectamente realizado y logrado del otro lado del Atlántico.
Hallado el acento nacional con ayuda del documento viviente —no de otro modo procedió un Glinka—,
el músico del Nuevo Mundo acaba por liberarse del folklore, por proceso de purificación y de
introspección, hallando en su propia sensibilidad las razones de una idiosincrasia. Entonces es cuando
nace, por lógico proceso, un Concierto para piano y orquesta de Garlos Chávez. La aventura que
estamos vivienda en estos días es la de todos los países ricos en folklore, donde la conciencia musical ha
tenido, por diversas circunstancias, un despertar tardío.
Con su producción llena de tanteos, Roldán y Caturla liberaron a los músicos cubanos de las genera‐
ciones actuales de un buen número de angustias, reduciendo el alcance de ciertos problemas cuya
solución podía haber parecido todavía extremadamente difícil hace veinte años. Por lo pronto, abrieron
anchas y buenas veredas en la manigua de lo afrocubano. Sus muertes significan una gran pérdida. Pero,
por suerte, ahí está el pueblo, ese pueblo sorprendentemente impermeable a las influencias extrañas,
que sigue concurriendo a bailes en que se le invita a «sacar el boniato», como se «rajaba la leña» en los
días de la Ma Teodora. El criollo del arrabal y del poblado sigue produciendo música. Su folklore está
más vivo que nunca. En Manzanillo se baile el son, al compás de los órganos de Borbolla. En casas de
Regla y de Marianao percuten los batás. El danzón, rechazado por los editores de París y de Nueva York,
está manifestando una rebeldía sorda, bajo aspectos más o menos vergonzantes. De pronto, el
juerguista de cuarterías se las arregla para imponer a toda La Habana —incluyendo los salones
burgueses— una novedad rumbera del tipo de El bote. Muy lejos, más allá de los campos de caña,
cuando se encienden las luciérnagas, las noches de ciertas aldeas se pueblan de tambores, de maracas y
de cantos.
Y sigue bien presente, en el hombre de la calle, el espíritu garboso, ocurrente y chévere de Papá
Montero, el «ñáñigo de bastón y canalla rumbero», que Alfonso Reyes cantara cierta vez en un poema
famoso.
BIBLIOGRAFÍA
MANUSCRITOS
Actas Capitulares del Ayuntamiento de Santiago de Cuba.
Actas Capitulares de la catedral de La Habana.
Actas Capitulares de la catedral de Santiago de Cuba.
Capilla de Música. Cajón sin número. Catedral de La Habana.
Capilla de Música. Cajón sin número. Catedral de Santiago de Cuba.
Cartas de Ignacio Cervantes, Archivo de los herederos del compositor.
Cartas de Alejandro García Caturla. Archivo de Alejo Carpentier.
Fondo Guillermo Tomás. Biblioteca Nacional, La Habana.
Fondo Gaspar Villate. Biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País, La Habana.
Libro de Entierros, núm. 7, folio 25 vuelto. Núm. 50. Catedral de Santiago de Cuba.
PERIÓDICOS CUBANOS
Apolo Habanero, El, 1836.
Archivos del Folklore Cubano. La Habana, 1924 y ss.
Aviso, El. La Habana, 1805.
Cartera Cubana, La. La Habana, 1838.
Cuba y América. Nueva York, 1897 y ss. (La Habana.)
Cuba Musical. La Habana, 1882.
Curioso Americano, El. La Habana, 1892.