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FACULTAD DE HUMANIDADES Y ARTES

CARRERA: LICENCIATURA EN FILOSOFÍA

CURSO CURRICULAR

El problema de la tolerancia religiosa en la Filosofía Moderna


DOCENTE:

Prof. Ileana Beade

TÍTULO DEL TRABAJO:

Voltaire y el caso Jean Calas


El nacimiento del intelectual público moderno
ALUMNO:

Leandro Fernández Santa María

MARZO 2018
Introducción
François-Marie Arouet nació en Paris en 1694, hijo de un próspero abogado. Su padre
lo envióal prestigioso colegio jesuita Louis-le-Grand. El joven Arouet, en sus años de
escuela decidió que se haría un nombre entre los grandes autores de la literatura, paralo
cual, precisamente, decidió hacerse un nombre con el cual pasaría a la historia: Voltaire.
El siglo XVIII es conocido como la Siglo de las Luces o la Edad de la Razón, y en otras
ocasiones, y de manera más justa, se lo conoce como el Siglo de Voltaire. Cambiarse el
nombre fue una buena decisión: una época llamada el Siglo de Arouet no sonaría igual
de bien. Se puso un nombre absurdo, un nom de guerre. Realmente él era un Arouet, un
señor que no tenía ninguna importancia, por eso podía cambiar de nombre. Voltaire es
un personaje teatral inventado por Arouet, quien escribió el guión de la vida de Voltaire.
Si hubiéramos preguntado a un hombre de su época: ¿Quién es Voltaire?... Lo más
probable es que hubiera dicho: Es un gran autor dramático, un gran trágico. Sin
embargo, hoy las obras dramáticas de Voltaire son objeto de estudio de unos
poquísimos especialistas. Han caído en el olvido del cual difícilmente volverán, todo
debido a que son incomprensibles, con un lenguaje muy barroco y complicado, con
tramas estructuradas y rígidas, con decenas personajes, todas muy pensadas y poco
espontaneas. Las obras de Shakespeare conservan su fuerza siendo un siglo más
antiguas, y, en cambio, las obras de Voltaire nos resultan insufribles. Lo evidente es
que, si nosotros seguimos recordando a Voltaire, no es por sus tragedias. Tampoco por
sus libros de historia ni por su poesía, que era su verdadera pasión y por la cual quería
llegar a la inmortalidad.
Entonces, ¿cuál fue la gran obra de Voltaire? No fue ningún libro de los que escribió,
ningún poema, ninguna tragedia, ninguno de sus panfletos, el género más original de
Voltaire… por cierto. La gran creación volteriana en cuanto a originalidad y
perduración en el tiempo es la figura que se crea en tomo a sus escritos, lo que hoy
llamamos el «intelectual».
Es decir, Voltaire inventa el intelectual, inventa lo que hoy llamamos modernamente
«intelectual», que no había existido antes. Habían existido, en todas las épocas, unos
eruditos que escribían y estudiaban, pero siempre al servicio de un rey o una orden
religiosa. Su tarea nunca estaba desligada de los poderes públicos.
En este trabajo monográfica vamos a explorar como Voltaire creo sin proponérselo al
intelectual, especialmente en con su activismo a favor de la rehabilitación de Jean Calas.

2
Desarrollo

¿Qué es un intelectual público?


Un intelectual es una persona que se dedica profesionalmente al estudio y producción
de conocimiento: es un erudito que produce arte y teorías, un experto que produce
capital cultural. Casi siempre se tiene en mente a personas vinculas al mundo de las
ciencias sociales, la literatura, el periodismo y las humanidades. Rara vez se incluye en
esta categoría a los científicos de las ciencias duras, a los ingenieros o a los médicos. No
es una categoría claramente definida y cualquier definición que se dé es vaga y
permeable.
El término intelectual público describe al intelectual que, además de llevar una
carrera académica, participa en el debate sobre los asuntos sociopolíticos que afectan a
toda la sociedad en la que vive1. Independientemente del campo académico o la
experiencia profesional, el intelectual público se dirige y responde a los problemas
normativos de la sociedad y, como tal, se espera que sea un crítico imparcial que pueda
superar la preocupación parcial de la propia profesión y comprometerse con los
problemas globales del mundo2.
Para muchos, como Edward Saïd, todo intelectual es público:

[Un intelectual es] Alguien capaz de decir la verdad, un individuo valiente e indignado para
quien ningún poder mundano es demasiado grande e imponente para ser criticado. El
intelectual real o verdadero es, por lo tanto, siempre un extraño, que vive en un exilio
autoimpuesto y en los márgenes de la sociedad. Él o ella hablan a un públicoen público y
está del lado de los desposeídos, los no representados y los olvidados. 3

Opinión compartida por un intelectual público como Jean-Paul Sarte, que afirmaba:
El intelectual es alguien que se mete en lo que no le incumbe.4Sarte fue un símbolo de
lo que los francófonos llaman un intellectuel engagé, es decir, un intelectual
comprometido con los problemas de la sociedad en que vive. Todo lo contrario al
académico que se la pasa viviendo en una torre de marfil, enfrascado en discusiones
bizantinas acerca del sexo de los ángeles.
En un texto titulado La invención del intelectual, Fernando Savater señala con mucho
acierto que la gran hazaña de Voltaire será la de inventar lo que hoy llamaríamos

1
Cf. Etzioni 2006: 23
2
Cf. Furedi 2004:15
3
Jennings 1997:11
4
Cohen.Solal 1989:88

3
«intelectual mediático». A pesar de no existir por entonces el desarrollo tecnológico de
los medios de comunicación que ahora conocemos, Voltaire sería lo más parecido a un
intelectual «mediático» por su maestría en saber llegar a esa «opinión pública» que por
entonces se estaba formando gracias a las gacetas, los libros y la correspondencia.
Voltaire manejó los medios de comunicación de su época de una manera
extraordinaria. Hoy, a veces, oímos que se habla con desprecio el «intelectual
mediático». Todos los intelectuales son mediáticos; el «intelectual» es un invento de los
medios de comunicación. Si no hubiera habido medios de comunicación, no hubiera
habido «intelectual». El erudito no necesita comunicarse más que con los suyos: con su
mundo académico, con sus colegas o con sus alumnos. El intelectual necesita llamar la
atención de un público que no tiene ninguna obligación de dársela, es decir, que hay que
ser capaz de seducir a los demás. El público de un intelectual no está nunca cautivo, es
un público voluntario.
Descubrió Voltaire que nunca lograría abrirse verdaderamente camino en la sociedad
de su tiempo sin ayuda. Esa fuerza nueva tenía que estar en lo que se llama ahora la
«opinión pública» porque todavía no existía, no existía porque no había medios de
comunicación masiva propiamente dichos. Empezaban a nacer entonces: las gacetas,
que se criticaban unas a otras; la imprenta, con inversiones privadas que extendían la
publicación de libros a lo largo de toda Europa y la correspondencia. El sello de correos
nace en Inglaterra a comienzos del XVIII y empieza a extenderse en algunos lugares de
Europa el correo como servicio.
El tener que hablar con personas que no tienen obligación de escucharnos pero a las
que nosotros queremos seducir, porque esperamos algo de ellos: simpatía, deseo o lo
que se quiera. Eso hace que uno tenga que fijarse muy bien en cómo está hablando, y
hablar de tal manera que resulte seductor y agradable. Eso Voltaire y los escritores de su
época lo veían muy claro.
Voltaire acude a un público, no de masas, entonces no existía el público de masas, la
masa era analfabeta. Para esta gente no había escrito Voltaire, ni para los nobles y las
personas más encumbradas de la corte, que, por lo general, no lo leían. Voltaire no era
un autor de masas, pero era un autor que llegaba a un público amplio e importante, a esa
cosa que se llama «la burguesía ascendente». Una burguesía que comprendía artesanos,
militares de graduación baja, maestros, comerciantes, mujeres, que sobre todo en
Francia tenían una cierta educación superior, aunque ellas no pudieran ejercer en
puestos de relevancia educativa o cultural. Ése era el público para el que Voltaire

4
escribía, y ese público se reconoció en él, y reconoció una figura nueva, insisto en que
no había existido antes, que era la de un personaje que no tiene autoridad. El público
que no tiene obligación de escuchar a los autores. Y Voltaire se revela como el gran
comunicados como una persona que seduce al público que a la gente le interesa las
cosas que cuenta Voltaire, sea lo que sea, porque Voltaire tiene esa capacidad
comunicativa casi periodística...
La lectura de Voltaire nos transmite la sensación de hallarnos ante un gran
comunicador dotado de una enorme capacidad para ganarse al público. Es obvio que
carece de la elocuencia musical de Rousseau, pero a cambio sabe captar la benevolencia
del lector con una envidiable habilidad y soltura. La célebre anécdota de Newton
descubriendo la ley de gravedad al caerle encima una manzana del árbol bajo cuya
sombra reposa se le ocurrió a Voltaire, quien presuntamente habría escuchado contar
ese relato a una hermana de Newton, aunque quizá también se inventara incluso esto
mismo, con el fin de adornar con una sabrosa anécdota una biografía intelectual
excesivamente sobria.
Tolerancia, laicismo y libertades individuales eran los cambios que quería introducir
Voltaire, y los introduce apelando a la opinión pública, los introduce creando la figura
de una especie de héroe nuevo que es el «intelectual». En el fondo, nosotros el Voltaire
que recordamos es ése: el defensor de Calas, el defensor de La Barre; el inventor del
intelectual, el que apela a la opinión pública, el que convierte la lucha por la
«tolerancia» en un elemento subversivo en el país… Esa es la gran aportación de
Voltaire, y en ese sentido esa figura del «intelectual tiene una gran descendencia:
prosigue en el diecinueve, alcanza, quizá, su momento más alto en la figura de Emile
Zola, después en el siglo XX tenemos a Jean-Paul Sartre, Bertrand Russell y Noam
Chomsky.
Durante las dos últimas décadas de su vida, Voltaire se consagró a expandir por
Europa bajo distintos seudónimos una cadena de escritos que fueron desaprobados,
prohibidos e incluso quemados, liderando campañas a favor de las víctimas de los
atropellos judiciales y sabiendo movilizar con su pluma una opinión pública que
comenzaba a tenerse en cuenta. Voltaire participó en todos los combates de su tiempo
contra el fanatismo, porque su naturaleza, temperamento y convicción hacían de él un
insumiso incapaz de callarse ante una injusticia, una crueldad o un abuso de poder.
Ese apabullante activismo le convierte en un ancestro de los intelectuales
comprometidos pasados, presentes y futuros. Voltaire mismo, no ya sus obras,

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constituye un símbolo contra la intolerancia, un estandarte que puede blandirse contra
todo tipo de supersticiones y prejuicios, tan bien ridiculizados hasta el paroxismo por su
prodigiosa ironía. Toda la vida de Voltaire es un combate contra las infamias; de ahí su
celebra divisa Écrasez l’Infâme! (¡Aplasten al infame!). ¿Qué es la infamia? Todo lo
que no le gustaba a Voltaire: el autoritarismo, la intolerancia, el fanatismo, la
superstición, etc.…
Algo compartido por todos los pensadores ilustrados en general y los apodados
philosophes o enciclopedistas muy en particular es que, como bien dice Cassirer 5,
asocian siempre la teoría con la práctica, no separan nunca el pensar del actuar y creen
poder traducir directamente uno en otro, confirmando mutuamente su validez. Fueron
muy conscientes de que su cosmovisión podía remodelar el statu quo. El propósito de
Diderot con la Enciclopedia era contribuir a cambiar el modo común de pensar,
entendiendo por tal el entregarse acríticamente a los estereotipos y dejarse guiar por
ellos. Un afán que suele caracterizar a los filósofos del siglo XVIII es fomentar el
reflexionar por cuenta propia, ese “pensar por uno mismo” que Kant convertirá en lema
de la Ilustración. A continuación vamos a ver una de las causes célèbres que defendió
Voltaire.

El caso de Jean Calas y el Tratado sobre la Tolerancia


Al visitar París muchos deciden dar un paseo por el barrio de Montmartre desde la
célebre Place du Tertre, famosa por sus pintores y venta de antigüedades, hasta la
cercana Basílica del Sagrado Corazón, para contemplar desde allí una magnífica
panorámica de ciudad, pasando sin advertirlo por una pequeña plazuela donde hay una
estatua de un joven tocado con un sombrero tricornio y en cuyo pedestal se puede leer lo
siguiente: «Al caballero de La Barre, ajusticiado a la edad de 19 años el 1 de julio de
1766 por no haber saludad o en una procesión».
Todo empezó el9 de agosto de 1765 apareció profanado un crucifijo de madera que
estaba colocado en un puente de Abbeville, un hecho que conmocionó a una población
de arraigada religiosidad. Las sospechas recaían en tres jóvenes cuyos actos
escandalizaban a la piadosa ciudad.
Du Mainel de Beleval, un juez local que se había peleado con el joven La Barre,
reunió pruebas perjudiciales contra el grupo de amigos de este último Entre otras cosas,

5
Cf Cassirer 2008:234

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salió a la luz que tres jóvenes, Gaillard d'Etallonde, Jean-François de la Barre y Moisnel
no se habían quitado el sombrero cuando pasó una procesión de Corpus Christi. Este
incidente se cita a menudo como la base principal de los cargos. Pero también se
alegaron otras muchas blasfemias, incluida la defecación en otro crucifijo, canciones
impías y escupir imágenes religiosas. La casa de la Barre fue allanada y en ella se
encontraron libros prohibidos entre los que estaban el Diccionario Filosófico de
Voltaire, obra que por cierto fue quemada junto a los restos del joven caballero.
Moisnel fue absuelto, d'Etallonde logró huir a Holanda y fue condenado in absentia
junto con la Barre. Se le condenó a ser decapitado tras aplastarle los huesos, cortarle la
mano derecha y arrancarle la lengua, para luego quemar sus restos y esparcir sus
cenizas. Fue la última persona ejecutada por blasfemia en Europa.
Voltaire redactó un Informe de la muerte del caballero de la Barre, en el que sugería
que la rotura del crucifijo se debió a un roce accidental de un carruaje que pasaba por
ahí, y que fue dirigido al marqués de Beccaria, el célebre autor de Los delitos y las
penas que abogaba por ajustar el código penal a la falta cometida, primando la
reinserción social sobre la crueldad justiciera de castigos desmesurados. En su Informe
Voltaire razona ante Beccaria cuán absurdo y cruel es castigar las violaciones de los
hábitos de un país, los delitos cometidos contra la opinión imperante y que no han
causado mal físico alguno, con suplicios que serían más bien dignos de parricidas o
genocidas. Solo la Convención francesa rehabilitaría más de dos décadas después al
caballero de La Barre.
Los hechos de Ababille tuvieron lugar en 1765, el mismo año en que se dictaba una
sentencia favorable a la familia Calas, rehabilitando la memoria del cabeza de familia
ajusticiado tres años antes, una sentencia que no parece haber servido para conjurar al
fanatismo, a la vista de lo que le ocurrió al caballero de La Barre, detenido ese mismo
año por una inaudita suma de menudencias, tal como le había ocurrido en 1761 a Jean
Calas. Finalmente a la familia se le impidió proceder contra los jueces. Para salvar tan
delicado asunto, Luis XV les otorgó una indemnización de treinta y seis mil libras.
Pero veamos los hechos que inspiraron el célebre Tratado sobre la tolerancia de
Voltaire: Jean Calas, un anciano comerciante de Toulouse que profesaba el
protestantismo, fue ajusticiado por matar a su hijo primogénito, presuntamente para
evitar que este se hiciera católico.
El 13 de octubre de 1761 Jean Calas, de sesenta y tres años, cenó a las siete de la
tarde con su mujer, cuatro de sus seis hijos y un amigo del hijo mayor, en presencia

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también de la sirvienta de la casa. El primogénito se retiró media hora después y fue
hallado muerto por su hermano hacia las diez. Un cirujano del barrio comprobó que
había muerto estrangulado con una cuerda. Mientras tanto una multitud formada frente a
la casa hizo circular el rumor de que Jean Calas había matado a su hijo para que no se
convirtiera al catolicismo, tal como había hecho ya uno de sus hermanos. Las
circunstancias abonaban el infundio, porque la cuerda era muy pequeña y no había
rastro de ningún taburete que facilitara el suicidio. Sin embargo, los familiares habrían
intentado preservar se del escándalo del suicidio y de sus funestas consecuencias, como
no poder enterraren un cementerio al difunto. Lograron en cambio que el suicida
deviniera mártir, y casi lo beatificaron. Borrar las trazas del presunto suicidio les costó
muy caro. Aunque también pudo ser estrangulado por un tercero. Al parecer, el
primogénito de los Calas era aficionado al juego y podría haber contraído deudas. Ese
mismo día había salido con una fuerte suma y podrían haberlo seguido hasta la casa.
Lo único cierto es que se abre un proceso judicial donde predominan los prejuicios
religiosos. Jean Calas había permitido que otro de sus hijos abrazara el catolicismo, y su
sirvienta profesaba también esa religión, luego no se comprende por qué habría querido
impedir que su primogénito hiciera otro tanto en busca de mejores oportunidades
profesionales, dado que a los católicos se les abrían puertas vedadas a los protestantes.
Voltaire hizo entrar este caso en los anales de la historia, describiendo cómo un padre de
familia inocente fue puesto en manos del fanatismo y sus jueces le pudieron matar
impunemente con una sentencia arbitraria. El joven Calas, “al no poder triunfar ni
obtener el título de abogado, porque se necesitaban certificados de catolicidad que no
pudo conseguir, decidió poner fin a su vida y dejó entender que tenía ese propósito a
uno de sus amigos […] realizando tal propósito un día que había perdido dinero en el
juego”6.
Mientras sus padres derramaban lágrimas por su pérdida, les incriminó el pueblo de
Toulouse, un “pueblo supersticioso y violento que considera monstruos a quienes
profesan otra religión”7.La pluma de Voltaire recurre a su registro dramatúrgico para
presentar el caso. “Algún fanático de entre el populacho gritó que Jean Calas habría
ahorcado a su propio hijo. Una vez caldeados los ánimos, ya no se contuvieron”8. Se
imaginó que los protestantes de la zona se habían reunido la víspera y habían designado

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al amigo del difunto para que ayudase a la familia Calas: toda la ciudad estuvo
persuadida de que es un punto de religión entre los protestantes el que un padre y una
madre deban asesinar a su hijo en cuanto este quiera convertirse9.
El presunto suicida fue considerado un mártir y se le hizo un funeral con toda pompa
y circunstancia. “Se había colgado sobre un magnífico catafalco un esqueleto al que se
imprimía movimiento y que representaba a Marco Antonio Calas llevando en una mano
una palma y en la otra la pluma con que debía firmar la abjuración por herejía y que
escribía, en realidad, la sentencia de muerte de su padre”10. Un fraile llegó a arrancar
algunos dientes del cadáver a modo de reliquias.
Ese ambiente lo habría preparado la conmemoración del centenario de la matanza de
cuatro mil hugonotes, como eran llamados los protestantes franceses, que fueron
masacrados en la noche del día de San Bartolomé. Los hugonotes no tenían otro destino
que el de convertirse aunque fuera para guardar las apariencias. Y la guerra de los Siete
Años (1756-1762) también fue un caldo de cultivo para ese ambiente fanático en que se
perseguía a quienes no comulgaban con la propia religión, tanto católicos contra
protestantes como a la inversa.
¿Cuándo empezó el papel de intelectual público de Voltaire? Precisamente por
motivo del caso Calas. Voltaire estaba en Ferney en su finca, cuando llegó un señor que
venía de viaje de Marsella y le cuenta la historia de Jean Calas. Entonces Voltaire se
lanzó en campaña. Con esa capacidad infinita de movilización que tenía empezó a
escribir a todos sus conocidos (de Voltaire se conservan más de veinte mil cartas): a su
antiguo mecenas Federico de Prusia, al Conde de Argental, al Conde de Mours, al otro,
a todo el que conocía, en todas partes, diciendo lo injusto del caso Calas. La noticia del
caso se viralizó como un meme, diríamos hoy en día, por toda Europa, que es un asunto
del que jamás nadie hubiera oído hablar en ninguna otra circunstancia; y se empezó a
presionar sobre Luis XV y a pedir una revisión del caso.
Al final logró que se rehabilitara la figura de Jean Calas, que se concediera una
pensión a su viuda después de haberle devuelto todo su dinero y propiedades. Esto es un
caso que hoy nos puede parecer raro; en su época, era una labor que no tenía
precedentes. Es decir, un señor que no era nadie, cuyos padres no eran nadie, que no
tenía ninguna autoridad académica, que no pertenecía a ninguna orden religiosa, sólo a
base de armar ruido y despertar la opinión pública consigue que el rey más poderoso de

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Europa cambie un dictamen de justicia que había hecho, modifique una condena, se
ponga en evidencia.
Éste fue el comienzo, éste fue el nacimiento del «intelectual». Voltaire, a partir de
ese momento, se convierte en una especie de jurado de última instancia de toda Europa.
Después le vienen todo tipo de casos: al ya citado caballero de La Barre; los problemas
que tenían los campesinos unos con otros; los hijos de inmigrantes que habían venido a
trabajar a Ginebra y no les querían dar sus derechos civiles, y entonces Voltaire se los
llevó a todos a Femey y los puso a hacer relojes que él por toda Europa. Se convirtió en
una instancia en que, de pronto, cada vez que pasaba algo decían: Hay que avisar a
Voltaire. Entonces llegaban los señores con las peticiones y él se metía en todo; unas
veces se equivocaba, otras veces acertaba.
Después de su muerte, Voltaire fue enterrado falsamente en una iglesia, pues se le
negaba entierro en camposanto, pero en el año 1791, en plena Revolución, fueron
llevados sus restos en una gran carroza hasta al Panteón y en un sarcófago muy
dieciochesco en unas bandas de tela se contaban los méritos de Voltaire: «Autor de
Zadig y de Mahomet el autor de Cándido, el autor de El siglo de Luis XIV».Y detrás, el
féretro llevaba una escritura que decía: «Defendió a Calas y a La Barre».
Gracias a Voltaire, la inocencia de Jean Calas fue proclamada y se demostró el
avance de las luces sobre las tinieblas del oscurantismo, aun cuando en 1762 La
profesión de fe del Vicario saboyano de Rousseau fuera quemado en la hoguera, igual
que el Diccionario filosófico de Voltaire, y el propio Tratado sobre la tolerancia tuviera
que ser impreso en Suiza al ser prohibido en Francia. Durante la Revolución Francesa
varias obras de teatro escenificaron el caso para mostrar a los espectadores que la ciega
justicia del Antiguo Régimen había sido culpable de un garrafal error judicial al
condenar al tormento de la rueda a un inocente.
El debate se reavivó en Francia a propósito del bicentenario del suceso en1962, que
realzó su carácter eminentemente simbólico. En su Diccionario filosófico portátil
Voltaire define la tolerancia como “la panacea de la humanidad”, aunque también
señala sus posibles contraindicaciones, al preguntarse si acaso la tolerancia podría
producir un mal tan grande como la intolerancia. Resulta significativo que el artículo
«Tolerancia» del Diccionario filosófico de Voltaire aparezca después de «Tiranía» y
justo antes de «Tormento».
Tras describir el caso Calas, Voltaire hace hincapié en que no se puede admitir la
intolerancia, y compara distintas épocas y diversos lugares a tal efecto.

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El gran emperador Tung-Chêng, el más sabio y el más magnánimo que tal vez haya tenido
China, expulsó a los jesuitas; pero esto no lo hizo por ser intolerante, sino porque bien al
contrario lo eran los jesuitas. […] Los japoneses serán los más tolerantes: doce religiones
estaban establecidas en su imperio; los jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto
mostraron estos que no toleraban ninguna otra, la religión cristiana fue ahogada en ríos de
sangre y los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo .11

A fin de cuentas, “la tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la


intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre esas dos rivales,
entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo entrega con tal de que
viva!”12. Si la paz de Westfalia no hubiese procurado la libertad de conciencia,
seguimos leyendo en el Tratado sobre la tolerancia, “Alemania sería un desierto
cubierto por los huesos de los católicos, de los evangelistas, de los reformados, de los
anabaptistas, que se habrían degollado unos a otros. Cuantas más sectas hay, menos
peligrosa es cada una de ella”13. El gran medio de disminuir el número de maniáticos
es someter esta enfermedad del espíritu al régimen de la razón, que lenta, pero
infaliblemente, ilumina a los hombres, les inspira indulgencia y ahoga la discordia.
Voltaire sostiene, con poca verosimilitud, que entre los pueblos antiguos ninguno puso
trabas a la libertad de pensar.

Los troyanos elevaban sus plegarias a los dioses que luchaban a favor de los griegos. De
esta suerte, aun incluso en la guerra, la religión unía a los hombres y suavizaba a veces sus
furores. Los atenienses tenían un altar dedicado a los dioses extranjeros, a los dioses que no
podían conocer. ¿Existe una prueba más contundente no solo de su indulgencia para con
todas las naciones, sino también de respeto hacia sus cultos? Entre los antiguos romanos no
veréis un solo hombre perseguido por sus sentimientos. El gran principio del senado y el
pueblo romano era que solo a los dioses corresponde ocuparse de las ofensas hechas a los
dioses.14

Según el análisis de Voltaire, “los primeros cristianos no tenían, sin duda, nada que
dirimir con los romanos; no tenían más enemigos que los judíos, de los que empezaban
a separarse. Sabido es el odio tan implacable que sienten todos los sectarios hacia
aquellos que abandonan su secta”15. A su juicio, resulta difícil saber por qué hubo
mártires cristianos y que fueran perseguidos únicamente por cuestiones de religión,
cuando eran toleradas todas; “¿cómo se hubiera podido buscar y perseguir a unos

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hombres oscuros, que practicaban un culto particular, en una época en que se
permitían todos los otros? […]¿Acaso existe en las relaciones comprobadas de las
antiguas persecuciones, un solo rasgo que se aproxime a la noche de San Bartolomé?
¿Existe uno solo que se parezca a la fiesta anual celebrada en Toulouse en la que todo
un pueblo da gracias a Dios en procesión y se congratula de haber degollado en 1562 a
cuatro mil de sus conciudadanos?16 —nos dice Voltaire refiriéndose al ambiente que
favoreció el caso Calas. Parece innegable que, haciendo un balance histórico, las
religiones monoteístas, merced a su lógica aspiración al monopolio, han provocado
muchos más desmanes que la tolerancia observada por los politeísmos o por el laicismo.
Convendría tomar buena nota de ello, según demuestra lo ocurrido a comienzos de2015
con los editores de la revista francesa Charlie Hebdo, las locuras cometidas contra sus
vecinos por quienes reclaman la tierra prometida por su Dios particular las guerras
preventivas de una potencia que ostenta un ojo divino en su sacrosanta moneda. El
fanatismo de los fundamentalistas sigue causando estragos al margen de cuál sea su
credo y se echa de menos la instauración de una religión civil como la anhelada por
Rousseau en su Contrato social.
¿Qué significa ser tolerante? ¿Acaso es sinónimo de mostrar indiferencia? ¿Equivale
a soportar estoicamente cualquier opinión o comportamiento que a uno le parecen
inaceptables porque quizá se inscriba en una escala de valores diferente, pero tan
respetable como la nuestra? ¿Cabe tolerar la intolerancia? ¿Cómo podemos justificar
consentir cosas consideradas moralmente nefastas? Todas estas cuestiones han cobrado
una inusitada vigencia tras el exacerbado culto al multiculturalismo que se puso en boga
hace unos años. La tolerancia se convirtió de nuevo en una palabra fetiche que todos
reivindicaban para sí, aunque fuera confines bien diversos, tal como sucedió en los
albores de la modernidad y a lo largo de la Ilustración europea.
Comoquiera que sea, el hecho es que la tolerancia fue fruto de su antónimo y quela
intolerancia ha imperado desde tiempo inmemorial, no solo en materia de religión, aun
cuando fueran cuestiones religiosas las que avivaron, sobre todo a partir del
Renacimiento, el debate sobre la tolerancia, hasta convertirla en título de algunas obras
emblemáticas debidas a pensadores tan dispares como Locke, con su Carta sobre la
tolerancia, o Voltaire con su célebre Tratado sobre la tolerancia.

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Desde luego, del ingenio y la inventiva que caracterizan a Voltaire, repitámoslo una
vez más, no cabía esperar un gran sistema filosófico que pudiera homologarse por
ejemplo con el criticismo kantiano, sino más bien lo que nos encontramos justamente
aquí, en su Tratado sobre la tolerancia: una ingeniosidad propia del estilo aforístico, la
potencia demoledora del sarcasmo, el uso de la mordacidad para ridiculizar las posturas
del adversario. Mediante su ironía, nuestro autor contrapone «la fuerza de la razón» a
«la razón de la fuerza», y combate las violentas imposiciones de la barbarie gracias al
sentido común.
En esta obra Voltaire dice muchas más cosas de las que parece a primera vista. No
han de distraernos las referencias históricas o los comentarios bíblicos albergados por el
escrito en cuestión. Hay que reparar en sus tesis programáticas, desdeñar lo superficial
para quedarnos con su trasfondo. El texto que nos ocupa va elevándose paulatinamente
de lo meramente anecdótico a la categoría filosófica. Parte de un suceso concreto, de
una flagrante injusticia perpetrada por la sinrazón, y termina estableciendo nada menos
que la primacía de la moral sobre los dogmas religiosos. Esto es lo que interesa retener,
y no una serie de nombres o fechas cuyo único valor se cifra en sustentar ese
razonamiento. Cuando las disputas teológicas o políticas den lugar a conflictos
irresolubles, los criterios éticos y el buen sentido tendrán que zanjar sus diferencias en
pro de la justicia.
Debemos tener muy presente que Voltaire hace filosofía sirviéndose de la literatura.
Los distintos capítulos que componen el tratado así lo demuestran. Sus distintas facetas
literarias como historiador, dramaturgo y novelista van desfilando una tras otra por las
páginas del ensayo sobre la tolerancia. Tras una crónica periodística del caso Calas, el
autor nos propone realizar una excursión histórica en busca de los orígenes del
problema, invitándonos a dilucidar esta cuestión: ¿en dónde radica la intolerancia? Este
periplo nos depara más de una paradójica sorpresa. Luego, recurriendo a su vocación
teatral, nos ofrece un pequeño drama y, a renglón seguido, el narrador se inventa una
carta, así como un cuento de corte oriental, sin que tampoco falte algún diálogo entre
varios personajes.
Para ganar esta batalla que nuestro autor decide librar contra el fanatismo y la
violencia que este suele llevar aparejada, Voltaire no duda en invocar toda suerte de
testimonios. Por eso no se conforma con recabar opiniones altamente autorizadas y
acaba invitando a la propia naturaleza, o sea, a la razón para que preste su voz en este
singular juicio entablado contra los intolerantes.

13
¿Cuál es la principal conclusión del texto de Voltaire? Que solo hay que ser
intolerante con la intolerancia. Si se tolera esta, no queda sitio para la tolerancia ni, por
tanto, para una convivencia pacífica en la que cada cual pueda defender sus opiniones,
intentando convencer a los demás de su bondad intrínseca sin imponerlas coactivamente
por medio del temor y la violencia. Su vigencia no ha caducado en absoluto y los
problemas que se plantean en esta obra siguen ahí, resurgiendo con mayor virulencia de
vez en cuando.
Desafortunadamente, los acontecimientos que tanto indignaron a Voltaire y le
motivaron a escribir este pequeño gran opúsculo no son algo propio del pasado, sino
que también están presentes hoy en día. Claro es que los protagonistas han cambiado y
tienen otros nombres, pero todos ellos muestran un único rostro: el de la intolerancia.
En efecto, ya no son los católicos quienes masacran a los protestantes y luego celebran
sus hazañas mediante procesiones religiosas. La polémica entre los jansenistas y sus
adversarios acerca de la predestinación ha sido barrida del escenario histórico. Sin
embargo, no faltan los pretendientes a recibir esa herencia y enarbolar el estandarte de
la violencia para hacer triunfar su sectarismo desde una vertiente religiosa o dentro del
ámbito de la política, deseosos de hacer comulgar con sus ideas a todo el mundo y a
cualquier precio. Además de la misión más específica del intelectual. Voltaire acuñó
también algo tan moderno como es un eslogan. Su pluma hizo célebre una divisa que
recorrió toda Europa: « ¡No dejes de aplastar al “infame”!», o sea, no toleres jamás la
intolerancia.
La lección más importante de Voltaire fue expuesta de forma magistral por otro gran
pensador, Karl Popper:

Menos conocida es la paradoja de tolerancia: La tolerancia ilimitada debe conducir a la


desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son
intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra
las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto
como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo,
que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes;
mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en
jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero
debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede
suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales,
sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden
prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales,
acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el
uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia,
el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que
predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier
incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la
incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos.

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Tenemos por tanto que reclamar, en el nombre de tolerancia, el derecho a no tolerar la
intolerancia.17

A esa tarea dedicó Voltaire buena parte de sus escritos, utilizando el sarcasmo para
denunciar los disparates originados por la superstición, sirviéndose de la mordacidad
para combatir los prejuicios del dogmatismo y la cruel violencia de los fanáticos. La
ironía como método dialéctico y la tolerancia como meta programática configuran los
dos rasgos esenciales del pensamiento de Voltaire, la senda volteriana de aquella
Ilustración que se propuso invitarnos a pensar por nosotros mismos y enjuiciar
críticamente los convencionalismos.

17
Popper 2010:458

15
Conclusión
Voltaire no era ateo ni agnóstico. Tampoco era un creyente en los dogmas
tradicionales del cristianismo (en cualquiera de sus diferentes ramas). El Dios de
Voltaire es una deidad que ha creado el mundo y a las personas, a estas últimas le ha
insuflado un conocimiento del bien y el mal en sus corazones y después, básicamente,
Él nos dejó solos sin ninguna otra intervención en los asuntos humanos. Esta doctrina
era conocida entre los ilustrados como religión natural o deísmo, creencia que todavía
mantienen algunos grupos, como los masones. Voltaire defendía esta idea, en parte,
porque consideraba que la religión es un buen elemento para mantener el orden social,
darle a la población ideas básicas sobre e bien y el mal y un paradigma común sobre el
cual construir un mejor mundo. Como buen escritor acuño una célebre frase: Si Dieu
n'existait pas, il faudrait l'inventer (Si Dios no existiera sería necesario inventarlo). Es
un gran frase, más aún en el original francés, ya que es un clásico verso alejandrino en
doce sílaba (métrica tradicional de la poesía francesa). Frase que retomo Fiodor
Dostoievski al poner en boca de su personaje Iván Karamázov lo siguiente: Si Dios no
existe todo está permitido.
El legado de Voltaire está vivo en nuestro siglo XXI actual, con sus debates respecto
al multiculturalismo, la tolerancia, las grietas y los nacionalismos. Todos los días
alguien escribe o dice la famosa frase volteriana: “No estoy de acuerdo con lo que dices
pero daría mi vida por tu derecho a decirlo”. Un lema tan bueno y tan volteriano, que
si Voltaire no lo hubiese dicho sería necesario que alguien lo hubiese inventado… cosa
que efectivamente hicimos. Esta frase no es de nuestro filósofo, su autoría le
corresponde a Evelyn Beatrice Hall, escritora inglesa que en 1906 publico una biografía
del pensador francés titulada The Friends of Voltaire. Aunque esto último es una
curiosidad trivial, la verdad que expresa es fundamental para nuestra cultura, por lo que
la hemos adoptado y hecho un principio moral de nuestra sociedad.
Sería innecesario repetir lo que quedó dicho antes sobre su papel como fundador del
intelectual mediático. A decir verdad, su espíritu subversivo y su estilo mordaz
representan su mejor legado. La obra maestra de Voltaire no es ninguno de sus escritos,
sino haber inaugurado la senda del intelectual moderno que ha configurado nuestra
identidad cultural. Toda Europa esperaba disfrutar alguna de sus amenas intervenciones
que no dejaban títere con cabeza y no reconocían otra autoridad que la de los buenos
argumentos. ¿Qué hubiera hecho Voltaire disponiendo de internet? Seguramente se

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habría sabido acoplar envidiablemente a la instantaneidad del correo electrónico y de las
redes sociales, se habría servido de esos medios tecnológicos para denunciar las
injusticias y combatir nuevas intolerancias. Hay una manera volteriana de encarar las
cosas y está reñida con el conformismo. Por eso nos viene tan bien recordarla en unos
tiempos donde triunfa el «esto es lo que hay», como si todo estuviera escrito y no se
pudiera hacer nada para cambiarlo. Voltaire demuestra justamente lo contrario. De
Voltaire nos queda, como tan bien dice Savater: “el ejemplo de su militancia. La
famosa tesis de Marx acerca de que es preciso pasar de la comprensión del mundo a su
transformación tiene en Voltaire un precedente explícito y admirablemente brioso.
Nadie antes se había dado cuenta con tanta nitidez de la fuerza regeneradora que
puede ejercerse por medio de las ideas sobre la opaca y rutinaria armazón de la
sociedad”18.
Imitemos a Voltaire y no bajemos la guardia ante los ataques de la infamia en sus
nuevas modalidades, venga de donde venga. Toleremos todo menos la intolerancia.

18
Savater 1992:87

17
Fuentes:

Voltaire (2015). Tratado sobre la tolerancia. Madrid: Tecnos.

Savater, Fernando: “La invención del intelectual”. En Voltaire hoy: Un reto para el
pensamiento. España: Editorial Fundación Paideia 1992. Pp. 69-84.

Popper, Karl. (2010) La sociedad abierta y sus enemigos. España: Paidós.

Etzioni, Amitai (2006).Public Intellectuals, USA: Rowman & Littlefield Publishers.

Jennings, Jeremy. (1997). Intellectuals in Politics: From the Dreyfus Affair to Salman
Rushdie. Londres: Routledge.

Furedi, Frank (2004). Where Have All The Intellectuals Gone? London and New York:
Continuum Press.

Cohe-Solala, Annie (1989). Sartre. Paris: Gallimard.

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